Cajamarca, julio 8 del 2012 Muy nuestros: En estas semanas, la historia de Cajamarca alcanzó un pico muy alto en la cordillera de la ignominia que se viene imponiendo desde hace casi 500 años. Espanta ver el mortífero poder que el oro sigue teniendo frente a la vida de nuestra tierra. Desde hace 19 años se explotan aquí las minas de oro más ricas del continente y, en todos estos años de explotación, hemos visto crecer desmesuradamente la corrupción y la impunidad, la desconfianza y la polarización de la sociedad, la pobreza y las enfermedades, la constante falta de agua y la delincuencia, entre muchas otras calamidades. Nadie en su sano juicio puede creer que lo que está en juego es el desarrollo del país. Cajamarca es la prueba rotunda de este embuste: el propio informe técnico y oficial "Evolución de la pobreza 2007-2011" –emitido a fines de mayo por el Instituto Nacional de Estadística e Informática– señala que Cajamarca pasó del segundo al primer grupo de Departamentos con mayor nivel de pobreza entre el 2010 y 2011, con rangos entre 53 y 57 por ciento, y forma parte del grupo con mayor pobreza extrema, con rangos entre 20.2 a 24.3 por ciento: Apurímac y Cajamarca resultan siendo los arquetipos de este sistema que produce miserias. En el mes de junio, para variar, el informe “Perú: The Top 10.000 Companies 2012” señalaba que la Compañía de Minas Buenaventura (que tiene el 43% de participación en Yanacocha) había obtenido 663 millones de dólares de utilidades en el año 2010 y se había colocado en el cuarto lugar de las empresas con más ganancias. En medio de los estragos del cambio climático, ante las promesas incumplidas y frente a la amenaza de fulminación de una vital zona acuífera –por parte del nuevo y millonario proyecto Minas Conga–, las comunidades campesinas y poblaciones cajamarquinas ejercieron su legítimo derecho a decir No. De inmediato –y pese a que las manifestaciones eran completamente pacíficas y hasta corteses–, una granizada inmisericorde de epítetos se desató contra el pueblo cajamarquino. Innumerables abominaciones y desahucios han manado por letra de mucha prensa, de aparatosa pantalla y por boca de un cúmulo de entendidos sobre una tierra que no conocen. Este oscurantismo mediático se encargó no sólo de torcer la realidad sino de azuzar el vergonzoso racismo que parasita en nuestro país. Muchos comentarios en las redes sociales no cesan de decir que somos salvajes e incivilizados, que estamos atrasando a toda la nación y que sólo somos una sarta de indios piojosos y terroristas, que deberían desaparecernos y bombardearnos con napalm. Supongo que es muy difícil de entender el sentido de comunidad para quienes sólo succionan en las ciudades y no se atreven a ponerse en la posición de los otros ni a hacer suya la osadía del mañana. E inspiran una profunda lástima quienes ignoran que la leche, el pan o las papas que consumen cada día no tienen su origen en el supermercado, sino en el esfuerzo portentoso de quienes labran día a día la tierra regada con agua que anida en las lagunas y los humedales que ahora se quiere destruir. Estoy en la Plaza de Armas de Cajamarca: unas setenta mil personas pueblan esta plaza en una de las cotidianas concentraciones que se iniciaron el 31 de mayo pasado. Miro a mi prójimo: esta señora que está con su niño en los brazos, ¿es una terrorista? Este 1