incluso había invertidas, llegaban a un descaro que nos vimos obligadas a denunciar algunos casos en la oficina, pero no nos servía de nada en aquellos años, el primer año, el 39 ó 40. Las oficiales, monjas y funcionarios no eran mejores que ellas. Queriéndose hacer eco el director de las reclamaciones que hacíamos y de las protestas, formó una sala que solo ocupaban las menores. Por cierto que como en la comuna en que yo hacía de madre, aunque ya no era menor, las chicas se negaron a bajar si yo no iba con ellas, también me llevaron. Eso no sirvió de nada, porque entre las comunes algunas también tenían diecisiete, dieciocho, diecinueve años, y allí hasta pasados los veintiuno te consideraban menor, así que el arreglo no sirvió para nada. Para más de dos mil mujeres nos daban tres horas de agua al día, por la mañana; durante el día no nos daban ni una gota, así que nos teníamos que dar mucha prisa para poder asearnos un poco, lavarnos y recoger toda el agua que pudiéramos para el resto del día y de la noche, y sobre todo para los váteres. Había una funcionaria que parecía un tapón, que siempre me hacía gracia cuando le tocaba guardia, pues subía por la mañana, daba una palmada y decía: -Venga, niñas, deprisa, lavaos la cara de arriba y de abajo, que después se os cortará el agua y diréis que no tenéis para lavaros yeso huele que apesta. Entonces se armaba un alboroto tremendo y todas gritaban: -Pues que no la quiten, así no olerá mal, que nos den el agua todo el día. ¿Es que no tenemos derecho a agua? Al final se tenía que marchar porque su voz no se oía entre tanto alboroto. Los niños pequeños que quedaron con sus madres, lo pobres lo pasaban mal; solo tenían el rancho igual que cada recluso, sin más leche, ni nada más; al poco tiempo se murieron dos; entonces también protestamos y habilitaron una sala para bajar a las madres con los niños. No lo hicieron para mejorar a los pequeños; lo hicieron para que no se viera que continuaban igual, aunque creo que después también porque el pueblo se preocupó al enterarse de que habían muerto dos pequeños y que otros estaban bastante mal; pasaban algunos cántaros de leche y los repartían entre las madres; eso no se tuvo que agradecer a la dirección de la prisión, sino al gesto hermoso y humano del pueblo de Durango. A pesar de todo, las jóvenes no perdíamos nuestro humor; siempre estábamos alegres, siempre estábamos cantando y organizando alguna broma para que las mayores, y a veces no mayores, estuviesen distraídas, no pensaran en sus casas, en sus hijos, en los maridos, que a veces los tenían muchos días penados a muerte, y hacíamos diabluras para distraerlas. Una de ellas, lo recuerdo bien, era que casi cada noche hacíamos un proceso; juzgábamos a Franco. La que tenía que representarle tenía que ser por suerte porque nadie quería serlo, así que había que sortearla; entonces se le sentaba en el banquillo, que era un petate, y se formaba un tribunal popular; además la sala tenía derecho a hablar y opinar, y se armaba un cisco de mil diablos; nadie puede llegar a imaginar lo que las reclusas eran capaces de pensar para martirizarle, para hacerle morir poco a poco, para hacer... qué sé yo, eso era tremendo. No sé si alguien dio el chivatazo o alguna vez subiendo las escaleras algún oficial oyó, el caso es que nos abrieron la puerta; pero como siempre teníamos una montando guardia, se les oía las llaves, avisaron, y como estábamos siempre sentadas en nuestro petate, tan pronto como abrían la puerta nos echábamos en los petates. Cuando entraron cada una estaba echada en su sitio; no se conformaron con que todas estábamos echadas, 122