028 marzo 2004 c

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El optimismo histórico Yo sé que todo cambia, / que nada se detiene, / ni un árbol se detiene / y aun la piedra es viajera. Lo soledad no existe, / es mundo es compañía. / Ni la muerte está sola. / Todo lo que es, es lucha. / Soy inmortal, pues paso. / Sólo la estatua queda. / Y aun ella se mueve.

xisten, en el año, algunos días propicios para la evocación. Son aquellos en los que cambian las estaciones y uno comienza a sentir los aromas del otoño que se aproxima y del verano que nos abandona. En ese clima cíclico, que en Buenos Aires aparece en el mes de marzo, nacieron los hermanos Enrique y Raúl González Tuñón, en una casa del barrio del Once, con dos patios y un níspero. Enrique era el hermano mayor (10 de marzo de 1901) y fue clave en la formación de Raúl (29 de marzo de 1905): lo introdujo en las lecturas, en el periodismo y en el amor por Buenos Aires. Antes de cumplir los veinte años, se mudaron al barrio de Boedo y todavía está en pie la casa de Yapeyú 578 donde vivieron y esbozaron sus primeras páginas. Raúl decía de aquella casa: ...quizás espera que alguien la pinte antes de morir...

Es fácil imaginarlos juntos, partiendo hacia el diario “Crítica” o hacia la legendaria librería de Gleizer: Raúl ...con los bolsillos llenos de poemas... y Enrique contemplando con melancolía el mundo para volcarlo en su abigarrada prosa. Nadie conocía la ciudad como ellos, afirmó una vez Francisco Luis Bernárdez y hoy, que todo se ha ido, menos lo que vendrá, como decía Raúl, es bello pensar que por el sagrado misterio de la poesía que habita en sus libros, es posible viajar a través de los días y revivir esos momentos de fervor en los que todo era luz. ¿Era todo mejor? No lo sé. Era distinto. Había carnaval, nochebuena, organitos, Herrerías, corralones y mágicos baldíos Y en mi barrio nacieron la poesía [y el tango.

En vano os empeñáis / en detener la historia. / ¡Sé que llegará un día! / También lo sabe el sol.

Raúl González Tuñón

Fragmento de “La implacable vida”

de Camas desde un peso

Los hoteles de a peso. El hambre. La miseria permanente. Los fondillos gastados del pantalón y la vergüenza de andar con zapatos rotos. El traje de cambalache, de bolsillos amplios, cargados de cuadernillos ilusionados. Mi hermano y yo, unidos en la miseria, buscando en el albergue ínfimo un engaño de hogar. El, optimista y risueño; yo, nublado y triste. Los amigos del café evitaban mi mal humor. Un día, mi hermano menor dijo: –Mi hermano es una carcajada dentro de un ataúd. “La miseria ensucia el alma del hombre”, escribía Wilde. Yo era un muchacho tímido de hambre, que salía a la calle pobremente vestido o despertaba avergonzado por el alba en un banco de plaza. Mis ojos buscaban con ansiedad el amor. Sentía irrefrenables deseos de estallar en aullido de fiera acorralada: –¿No hay una mujer que me quiera? ¡Yo necesito que me quieran! No soy lo que parezco. Amo a los niños, a los pájaros y a la muchedumbre doliente. ¿No hay una mujer en el mundo que pueda quererme? El amor vino tarde y creí en la felicidad. A lo largo de los años comprendí que el séptimo cielo era una sórdida cloaca. Monologaba: –¿Seré un canalla, un cínico, un hipócrita? Acusábame con crueldad. Creíame el ser más despreciable del mundo. Estaba ciego. Cuando mi mirada descubrió la realidad quedé sorprendido de sentirme un buen muchacho. –Olvidé la memoria de mi madre –me dije–. Olvidé los más puros cariños familiares. ¿Valía la pena el sacrificio por una inmundicia? ¿Cuánto tiempo tarda en nacer una nueva esperanza? ¿Cuántas albas de espera para reconquistar un horizonte? Habíame engañado a mí mismo. Dentro de mi humanidad un resorte vital se había roto. Ni la esperanza ni el horizonte volverían a mí. Desperté en la alcantarilla todavía de noche. Cargué mi alma a cuestas y proseguí mi camino. Mis ojos, desprendidos de la tierra, se posaban en los bloques de sombras, en los troncos añosos, en los misterios nocturnos y detenían al desmadejado viento para preguntar: –¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Enrique González Tuñón

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a literatura y la poética del mil novecientos responden ampliamente a muchas modalidades artísticas desarrolladas durante las postrimerías de la centuria anterior, y, también, obedecen a rasgos de la decadencia de aquella escuela que fuera el fenómeno estético más rotundo del siglo XIX: el romanticismo. Cuya despedida fue muy lenta y muy larga. Una despedida que dejó frutos tardíos: sentimentalismos bastante elementales, con fuertes dosis de bohemia desesperada, amores imposibles, tisis y todos los atributos, exagerados y deformados, de la formidable y atormentada corriente. Corriente que se refleja, claro está, en la disciplina artística que nos ocupa en este análisis. Su paradigma, en el canto repentista, será José Betinoti. Y lo es, no sólo por sus rasgos identificados con este romanticismo, que son abundantes, sino también por otros que lo ubican como el precursor de formas y lenguajes que se insinuarán en la canción popular. Una barriada de payadores, poetas, artistas e inmigrantes ve transcurrir su juventud, huérfano de padre, sostén del hogar. Es el barrio de Boedo, en un inquilinato de la calle México al 3500, donde también vive Luis García, quien lo inicia en el género. José Betinoti había nacido en el pueblo de Veinticinco de Mayo, un 25 de julio de 1878. Casó en 1897 en la Iglesia de San Carlos, parroquia cercana a su domicilio. Desempeñó diversos oficios: en una hojalatería y en la industria del calzado, a la que está muy ligado ese barrio donde los descendientes de inmigrantes, como él, luchan por la subsistencia. Su pequeño y único hijo fallece a los siete años. Más o menos para esa época decide su destino de bardo popular. Luis García lo introduce en el elenco del circo de Venezuela y Boedo, a tres cuadras de su casa. García ya es un experimentado cantor, que actúa en el lugar. A pesar de la extrema pobreza que lo persiguió durante toda su vida, de la tuberculosis y el alcoholismo que lo llevaron a una muerte en plena juventud, su natural era melancólico, pero no resentido. Por el contrario, su índole bondadosa y simpática, quizá, no lo inclinaba al contrapunto. Fue en compensación un prolífico compositor de canciones, valses, milongas, poemas, y dejó abundante producción impresa y grabada. Con él

llega el payador al disco fonoeléctrico. Fueron impresas alrededor de cincuenta canciones suyas, y también es autor de diversas letras y poemas en caló, siendo así uno de los iniciadores de la escritura lunfarda, de significante repercusión en el canto y la poesía nacionales. La melancolía tiernamente sensiblera de las letras de Betinoti prenunciaba al tango canción. Por eso es justo inscribirlo como el antecedente más ligado al género por excelencia del Río de la Plata. Al respecto escribe su colega, el periodista y payador Tabaré de Paula: “Tal vez el mejor elogio que corresponde formular hoy sobre Betinoti es que su modalidad interpretativa dejó visible huella en el primer Gardel”. En ese Gardel que hacia 1913 inauguró en el sello Columbia su carrera discográfica con una retórica, más orillera que campesina, que había aprendido inevitablemente de los payadores urbanos. La mención de Gardel no es casual. Explicita ejemplarmente la deuda del tango canción con el payador urbano. Se trata de una deuda no siempre subterránea y que se manifestó en distintos niveles. Ya se sabe que desde Angel Villoldo hasta Francisco Pracánico abundaron los compositores y letristas de tango cuyo bautismo inicial fue el canto improvisado. La misma letra de Pascual Contursi que abrió las puertas del tango canción (Mi noche triste) era vecina del octosílabo payadoril. Con su página “El taita”, el también payador Alfredo Gobbi exploró jocosamente muchos de los alardes que heredaron tantos compadres del tango cantado. Un espacio de la inspiración de Martín Castro coincidió con el tango en el registro del suburbio; de sus lástimas y penumbras, de sus fabriqueras y Esthercitas de turno. En los dialogados versos de “Rezongo entre una pareja”, calificado significativamente de tango nacional, Higinio Cazón anticipó el clisé de la infidelidad de la mujer y la consiguiente queja masculina. Francisco Bianco fue letrista de tangos

Enrique murió el 13 de mayo de 1943 y la ironía de su prosa, que retrató la crisis del treinta, más vigente que nunca, nos ayuda a mirar desde otro punto cardinal aquello que nos sucede. Raúl, que se fue el 14 de agosto de 1974 es el canto y la esperanza mezclados con la nostalgia. “El violín del diablo”; “Tangos”, “Miércoles de Ceniza”, “Camas desde un peso”; “La calle del agujero en la media”; “El cielo está lejos”; Raúl y Enrique; Enrique y Raúl y lo que queda. El pasado y el futuro, la melancolía y el cambio de las estaciones. Los dos, una vez más en marzo, caminando por Boedo, más allá del tiempo y a la sombra de los barrios amados. Eduardo Alvarez Tuñón

notorios: “La payanca”, “Don Juan”, “Don Esteban”... La ciudad que alberga a los payadores sobre fines del siglo pasado y comienzos del actual, es la ciudad que está generando el tango. Es la ciudad que se disipa de las tradiciones rurales de las orillas, en los aledaños de mercados y mataderos, bajo el impacto de un proceso inmigratorio qué mezcla sangres y lenguas nuevas. Esa ciudad modifica para siempre la respiración de sus bardos, los contamina de temas y de un habla que delatan la matriz urbana. Les impone a sus guitarras otros acentos, otras sonoridades. Tal caudal habrá de ser aprovechado por el tango canción... Era también una encrucijada de voces, de palabras que querían seguir siendo fieles a un pedazo de tierra lejana, de jerga que no se resigna a morir. El resultado de ese entrecruzamiento y tergiversación de giros, fonéticas, significados, fue un habla minuciosamente ignorada por la cultura oficial y sus adyacencias, pero cuya vitalidad creadora pudo más que la esclerosis de academias y diccionarios. Betinoti no soslayó dicha habla. No sólo no la soslayó en páginas escritas premeditadamente en caló, sino que en su canto momentáneo proliferó en vocablos de extracción lunfarda... Por otra parte, el comercio con un vocabulario marginal entroncaba con las lecciones del Romanticismo. La elaboración literaria de un lenguaje de arrabal es otra de las consecuencias del impacto romántico. Ezeiza, su contemporáneo y amigo, Camilo Pérez, Pablo S. Vázquez, Ambrosio Río, y tantos otros, abrazan la causa del radicalismo en momentos que el hacerlo no entrañaba una posición cómoda, y también lo abraza Betinoti, quien compone canciones dedicadas a la Unión Cívica Radical y a don Leandro N. Alem. Quedan fijados en el alma popular sus temas: “Como quiere la madre a sus hijos”, “Tu diagnóstico”, y el más conocido, “Pobre mi madre querida”. Y su grata figura de muchacho pintón, entre bohemio y milonguero. Una anécdota bastante difundida sostiene que mientras agonizaba, una cuerda de su guitarra, la prima, se quebró con estallido similar a la queja. Si no es cierto, merece serlo. Era un 21 de abril de 1915. La prima, la cuerda alegre, según el verso de Carriego: Por la prima aflautada vuelan las aves de las notas chispeantes y juguetonas, y, poblando el ambiente de voces graves, braman las roncas iras de las bordonas.

Alfredo de la Fuente


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Sábado 20 a las 21.30: Grupo de teatro “La Güeya” presenta

“Rosa de dos aromas” de Emilio Carballido Biblioteca “Lubrano Zas”: ver actividades de la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Boedo.

UCBA (Unión de Correctores de Bs. As.) Talleres 2004: INFORMES:ucba@starmedia.com / 4 307-2968

Talleres de arte “LA VIA”. Para jóvenes y adultos: (Dibujo, pintura, objetos). Martes y/o miércoles de 18 a 20; Para niños: (Dibujo, pintura, escultura, cerámica, títeres, juguetes). Jueves o viernes de 17.30 a 19; Lucas Marín (4 923-3082) E-mail: lucasmarin@uolsinectis.com.ar.

Jueves de 20 a 22: “Clases grupales de TANGO”. Ernesto Balmaceda y Estela Báez.

Sábados a las 21.30: “Los seis para el tango”. Espectáculo musical y a continuación baile.

Y las “comidas con arte” que incluyen el espacio de venta de productos alimentarios artesanales (de 9 a 20). De lunes a sábados mediodía y noche.

PAISAJES DEL SUR

José Muchnik El miércoles 3 de marzo al atardecer, uno de los tradicionales bares de Boedo lució con nuevas galas al incorporarse al interior del local una serie de fotografías del barrio de los años 30 y 40. Un emprendimiento conjunto de la Comisión para la Conservación del Patrimonio del GCABA, la Junta de Estudios Históricos de Boedo y los propietarios de “Esquina Sur”. Los trabajos fueron optimizados digitalmente por Mario Bellocchio. En la foto, el arquitecto Néstor Zakim (CPCPHC) presenta la muestra, haciendo gala de sus conocimientos del barrio y su cariño por él.

TALLERES: abierta la inscripción 2004. Dinámica corporal - plástica y Talleres de teatro: para adultos, adolescentes y niños.

La Rioja 850 (Actividades gratuitas en ambos centros)

El 24 de febrero, a un año del fallecimiento de Héctor González, sus amigos le rendimos homenaje en el café “Margot” colocando una pequeña placa en “su” mesa, la de la ventana, la de tantos recuerdos. Estuvieron presentes sus familiares y un nutrido grupo de amigos y vecinos que escucharon emocionados las palabras de Onofre Lovero recordando el paso de Héctor por el teatro independiente.

Ediciones Papeles de Boedo, Bs.As., 2004.

“Teatro Infantil” y “Recreación y Plástica”: grupos de 6 a 8 años y de 9 a 12. Folclore, guitarra, ensamble, plástica, historieta, fileteado, crítica de cine.

Salón del restaurante “DELÚ” Boedo 787 - 4 931-3230 / 4 957-5062 Sábados de 15.30 a 22: “Milongueando en el 40” Osvaldo y Mely te invitan a bailar y te dan:

Los tangos de Ernesto Pierro Escribió el maestro Héctor Negro en el prólogo de esta edición: “...Este testimonio que nos entrega en este volumen, a puro verso nuevo, a pura poesía de la canción, a pura verdad artística...”. Y está todo dicho. O casi todo. ¿Por qué el gran poeta saluda de esta forma la aparición del primer libro con la obra de Pierro?: porque el autor confirma la existencia de una nueva “guardia” de poetas que siguen enriqueciendo el género. El tango no ha muerto, se han esclerosado los oídos de los que sólo prestan atención a las maravillas de las décadas anteriores. Y los letristas de hoy tienen un mérito extra: con talento y oficio se animan a mostrarse, después de los Homeros y los Cátulos (nos referimos a los de la antigüedad y a los de Buenos Aires), y eso es muy meritorio. Estos poemas fueron musicalizados por algunos de los mejores compositores actuales: Guillermo Meres, Emilio de la Peña, Roberto Selles, el maestro Carlos García, Saúl Cosentino y otros. Podemos arbitrariamente encuadrar los trabajos dentro de una línea realista, popular, evocativa y directa. Pero el análisis no se puede desarrollar en tan breve espacio, las letras son mucho más que eso. Habíamos escuchado “Calle Butteler” en la versión de Saúl Cosentino con la voz de Carlos Varela, y pensábamos que era un interesante aporte a la historia de la música ciudadana, hemos descubierto mucho más. En una de las que nos interesaron especialmente, “Paisajes del Sur” (2do. Premio Certamen Revista La Maga 1997), el poeta declara su amor: “...El Sur es mi lugar, mi reino, mi canción, es más que una verdad. Es casi una ilusión...” Desde Boedo, integrante insignia de ese Sur, recomendamos el libro y también escuchar los versos que han sido registrados en el disco (ADN).

Martes a las 21: “Cine club” en la sede San Juan. TALLERES GRATUITOS DE:

“Clases de tango salón” de 15.30 a 16.30.

Con esta denominación se da comienzo a una colección de cuadernos de divulgación cuyo tema es la historia ciudadana y la identidad nacional INFORMES DEL SUR tiene el propósito de hacer un aporte a la divulgación de las peculiaridades que presentan los barrios, especialmente los ubicados en la zona sur de la ciudad, en lo que se refiere a su devenir histórico, urbanístico, artístico, literario, poético; a sus leyendas y personajes –reales o ficticios–, a sus duendes y fantasmas, a partir de distintas ópticas, perspectivas y expresiones que no tienen por qué ser necesariamente coincidentes entre sí. En síntesis: rivalizar con el olvido. Ha pasado un cataclismo que arrasó con décadas de una cuidadosa construcción cultural y educativa. Esa que hizo que nuestra sociedad pariera cantidad de hombres y mujeres que aportaron talento en campos tan disímiles como los científicos, intelectuales y políticos; en las artes y en las letras. Y, sobre todo, en una formación y un nivel de vida promedio, pasa una inmensa mayoría de la población, superior al que hoy pueden ostentar habitantes de muchas de las naciones más desarrolladas. Ahora debemos asumir que el cataclismo no ha concluido y que las secuelas de esa sistemática destrucción, representada por una impresionante pauperización social y cultural y por el olvido de nuestro ayer, pueden agravarse si permanecemos inactivos o prisioneros del descreimiento y la resignación. Nada de lo que aquí y ahora ocurre, por pequeño o mediocre que nos parezca, nos es ajeno ni puede explicarse sin la historia que llevamos. Buscarla, recuperarla, volver a hacerla nuestra y cargar con ella es una tarea fundamental. Se trata de sacudir la modorra de la conciencia colectiva para superar la tragedia que nos dejó sin memoria e ir al encuentro de la personalidad perdida. TITULOS APARECIDOS 2 El Parque Lezama (Diego A. Ruiz) 1 Tercera Fundación de Buenos Aires (Rubén Derlis) 3 El Farol Colorado (Agustín Remón) 4 ¿Apenas un territorio? (Mario Sabugo) 5 Apuntes Anarquistas (Carlos Penelas) 6 Con rumbo a la esperanza (Vicente Blasco Ibánez)

CURSOS Y TALLERES AREA MUSICA: *Instrumentos, *Canto y coro. TALLERES GRUPALES: Canto (música popular),*Guitarra, *Armónica, *Ensamble. TALLERES DE ARTE: *Dibujo humorístico,*Dibujo y pintura, *Fileteado porteño. TEMA Chicos (6 a 12 años): *Iniciación musical, *Dibujo humorístico, *Instrumentos musicales. Museo “MONTE DE PIEDAD” Boedo 870 - 2º piso 4 932-4680 / 4 931-8204 HORARIOS DE VISITA: *Lunes, miércoles y viernes de 10 a 17. Martes y Jueves de 10 a 20. VISITAS ESCOLARES PROGRAMADAS: *Viernes 19 VISITAS DOCENTES PROGRAMADAS: *Jueves 18, docentes del D.E. 6º.

VISITAS GRUPALES: *Concertarlas telefónicamente.

JUNTA DE ESTUDIOS HISTORICOS DEL BARRIO DE BOEDO Las Casas 3634 Dep. 4 / Tel.: 4 924-6858 E-mail: boedohistoria@yahoo.com

Actividades de marzo Los sábados de 10 a 14: En la vereda del “Margot” (Boedo y San Ignacio), mesa de publicaciones de la Junta, compartiendo su espacio con “Ediciones Papeles de Boedo”, “Ediciones BP”, “Desde Boedo” y “Boedo XXI”.

Biblioteca pública “Lubrano Zas”: en Boedo 853, piso 1º, Tel.: 4 957-1400; Horario de atención al público: Lunes, miércoles y jueves de 17 a 19. “Te espero en el café...”: En “Recuerdo”, Esquina Osvaldo Pugliese, Boedo y Carlos Calvo, el sábado 20 de marzo a las 17.30, apertura del ciclo 2004. En esta oportunidad convocan a la presentación del libro “Paisajes del Sur” del poeta del tango Ernesto Pierro. En la canción: Mabel Alsina, Marcela Apa, Marisa Eguía, Graciela Ottavis y Alberto Raúl, y en la música Enrique Monelli y Osvaldo Tubino -guitarras- y Mario Valdéz -teclados-.


De todas las variedades de cajas que existen en el mundo, sin duda la valija de cartón es la más literaria. Como el tren, está tan impregnada de ausencias, de exilios y de adioses que para hablar de ella sería una redundancia imperdonable mencionar la palabra nostalgia. Por mi barrio de infancia, San Cristóbal, pasaba un turco que vendía baratijas. Iba con una valija de cartón medio destartalada que, atada de una cuerda, lo seguía como un perro. No recuerdo qué maravillas guardaba en ella, pero sí que refulgían a la luz del mediodía como el oro que Pizarro soñaba guardar en su cofre y que quizás estaba hecho, como la valija del turco, según las reglas del antiquísimo arte de la cartapesta. Sí recuerdo que el vendedor tenía aires de funámbulo de feria y que ofrecía sus baratijas como exóticos tesoros traídos del otro lado del mar. Mi abuela, que había llegado de Italia con su valijita de cartón y que como una forma de resistencia pasiva a la nueva tierra se negaba a aprender a pronunciar la jota, se burlaba del vendedor marcando exageradamente la “b” para decir beine, beineta. Actuaba con la certeza de que existía una diferencia de dignidad entre los dolores que cada uno traía en la valija y entre los sonidos nuevos que sus respectivas lenguas natales les impedían pronunciar. Mi abuela, cuyo destino estuvo signado por aquella valijita con la que viajó desde Salerno en la dirección contraria de su deseo, nunca pudo decir valija pronunciando la jota que le imponía la lengua ajena. La suya era una valica de cartón, un objeto cuyo nombre no figuraba en ningún diccionario español y que, por lo tanto, sólo existía a medias, con una existencia difusa, neblinosa, que borraba los contornos de la distancia y del exilio. Mi padre llegó de su pueblo provinciano con un baúl de madera entelada y una valija

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ara aquellos que andamos en la cuarta o, mejor aún, la quinta década de la vida, la imagen de algunos próceres nos ha quedado fija-da, casi en forma arquetípica, por las caracterizaciones logradas en películas de la época dorada del cine nacional, ese período que abarca las décadas de 1940 y 1950. Decimos algunos, porque de tanto hombre notable que ha sido llevado a la pantalla, sólo unos pocos han sido encarnados con tal potencia dramática que el actor ha suplantado, en nuestro imaginario, al repre-sentado. Hemos visto numerosos retratos o fotografías de Sarmiento, pero cuando queremos fijar su imagen no podemos evitar el recuerdo de Enrique Muiño en Su mejor alumno, donde, por cierto, también Orestes Caviglia nos dio un Mitre insoslayable. Y cuando decimos Almafuerte, ¿quién no recuerda al joven Narciso Ibáñez Menta? En una formidable escena del film –realizado en 1949

de cartón. Quizá fuera esa misma valija la que usó después para guardar los títeres de su teatro ambulante. Aquella valija tenía costillas de madera y esquineros metálicos y albergaba, como las de los ventrílocuos, criaturas casi de su misma materia: pasta de papel. En esto, era muy distinta de las grandes valijas de cartón de los magos en las que, aserradas en trucos impiadosos, agonizan mujeres de carne y hueso. Una tía soltera guardaba en una valijita de cartón las cartas de su único amor de juventud. La razón por la que las guardaba allí no es difícil de adivinar: eran su único equipaje. Aquellos papeles amarillentos le cubrían las desnudeces del cuerpo y del alma y la libraban de salir a la calle mostrando las vergüenzas del desamor y la soledad. Tuve, en la niñez, una valija de cartón de juguete que me habían traído los Reyes. Como muchas de las verdaderas, estaba salpicada de etiquetas de diferentes puertos, marcas de un itinerario fingido. Guardaba en ella vestiditos de muñeca, ollas de lata de una diminuta batería de cocina, utensilios de una vida en miniatura. Idéntica a la valija de cartón de mi abuela, los Reyes me habían puesto en los zapatos el dolor de su destierro en una versión bonsai y comenzaba a aprender con ella, sin saberlo, las pequeñas muertes de la despedida. El escritor español Juan José Millás dice que “los muertos y las maletas están curiosamente asociados”, que “en los accidentes de automóvil, junto al cadáver, siempre hay una maleta abierta, con las tripas al aire” y que “echándoles un vistazo a esas vísceras, sobra hacer la autopsia al conductor”. Pero hoy la identidad del conductor empieza en la valija misma. Su marca y su calidad ya comienzan a balbucear antes de que hable su contenido. Las valijas de cartón tenían, en

por Luis César Amadori– Almafuerte, preceptor en una escuela del pueblo de Chacabuco, recibe la visita y felicitación de Sarmiento. Un hecho real que juntó en 1884 a dos hombres que, como casi todos los de su generación, creían en el poder redentor y elevador de la educación. Sarmiento, con sus luces y sus sombras, con sus brulotes políticos, con el darvinismo social (léase también racismo) de Conflictos y armonías de las razas de América, pero también con sus escritos sobre educación que hoy deberíamos releer por su contenido democratizante. Almafuerte –Pedro Bonifacio Palacios–, el maestro vocacional contra todo y a pesar de todo, el que amaba al pueblo, a su “chusma sagrada”. Ya que este mes han comenzado las clases no es mal momento para evocar a este bonaerense nacido en el antiguo partido de La Matanza en 1854, precoz huérfano de madre y que, abandonado por el padre, fue criado a partir de los cinco años por parientes, temprano recuerdo lacerante que lo llevó –creemos–, aun en los peores momentos de su vida, a dar albergue en su pobre casa a necesitados y a huérfanos a los que crió y educó o, más aún, adoptó como es el caso de los hermanos Gismano. El joven Palacios, ya a los 16 años, comenzó

Uno tiene recuerdos de marzo. De cuando se terminaban las mieles juveniles del verano y oprobiosas hojas de plomo se desgajaban con los exámenes y el retome de las clases. De ciertos estrenos de la vida: el primer matrimonio, la continuidad de mi apellido en mi primer hijo varón, de amados reencuentros, de sensibles pérdidas... ¡Pero aquel marzo...! Fue un miércoles 24. Recuerdo que las radios difundían el “Comunicado Nº 1”: Las Fuerzas Armadas se han hecho cargo del control operativo... Era sólo el comienzo de lo que creímos en un principio un cuartelazo más –a los que estábamos tan acostumbrados– con su oprobio, su ilegalidad y su prepotencia. A éste se iba a agregar la sistematización del terror, la desaparición y el exterminio. La permanente angustia que generaban los Falcon, las camionetas y las redadas. Enterarte de que algún compañero estaba en cana –eso creíamos– por pensar feo o simplemente por figurar en la agenda de algún activista real o imaginario. El reino de la tortura, del secuestro, de la expropiación criminal, de la salvaje incautación de menores y la adjudicación a presuntos arios de esta depuración patricida de la que tanto saben –por padecerla– Madres y Abuelas.Y faltaba aún la culminación para esos casi ocho años de horror: la guerra de las Malvinas. Todo comenzó un miércoles 24 de marzo de 1976, hace ya 28 años. Hay 30.000 almas que todavía no pueden descansar en paz. Suele decirse que para manejar es imprescindible mirar hacia adelante. No debería olvidarse, sin embargo, que los que conducen sin observar los espejos retrovisores tienen alta probabilidad de no llegar a destino. Mario Bellocchio

cambio, una uniformidad municipal, una modestia impersonal de guardapolvo de escuela pública que hacía que su contenido resultara impredecible, doblemente secreto y misterioso. Es muy cierto, en cambio, que las valijas y la muerte están curiosamente asociadas. A la hora en que la Parca llama a la puerta, como dice Horacio Ferrer, hay que guardar “mansamente las cosas de vivir” y entonces uno mismo se guarda en una valija para emprender el último viaje. Uno mismo es su equipaje. Los ataúdes pobres, con su modesta fanfarria mortuoria de lata, se parecen a las valijas de cartón de esquineros brillantes, esa quincallería de utilería que sobrevive a la valija misma. Sería bueno que a uno lo enterraran en una valija de cartón y lo pasearan en ella por la ciudad, antes de embarcarlo hacia el precolombino mundo de la muerte. ¿No es un

a ejercer la docencia en la escuela de varones de la parroquia de La Piedad, estudió dibujo y luego lo enseñó, pero en 1875 recibió una de las primeras bofetadas que le deparaba la vida cuando le fue negada una beca para estudiar pintura en Europa. Marchó entonces al interior de la provincia y fue director de escuela en Mercedes, preceptor en Chacabuco, maestro rural en Salto y Trenque Lauquen, organizando los primeros cursos nocturnos para adultos. Mientras tanto, también ejercía el periodismo en el Oeste de Mercedes, El Progreso de Chacabuco –al que fundó– el Buenos Aires y El Pueblo de La Plata, este último su tribuna en favor de la Unión Cívica en 1890. En 1892 remitió a La Nación una poesía con el seudónimo Almafuerte con cuya publicación comenzó su carrera literaria –de la cual han quedado en la memoria popular las Evangélicas, las Milongas clásicas y, sobre todo, los Sonetos medicinales– alcanzando gran prestigio y popularidad. Sin embargo, aún le esperaba el mayor golpe cuando en 1896, siendo maestro en Trenque Lauquen, la Dirección General de Escuelas lo dejó cesante por carecer de título. Sobrevivió dos años como prosecretario de la Cámara de Diputados provincial pero el cargo fue suprimido y, no queriendo aceptar un

muerto el más inmigrante de los inmigrantes, el más desterrado de los desterrados? En ese paseo final, antes de que el Rodrigo de Triana de turno nos gritara ¡tierra! tendríamos la oportunidad de que los transeúntes, tratando de adivinar el contenido de la valija, nos permitieran ser por un momento lo que nunca fuimos: un montón de baratijas brillando al sol como el oro, un pedazo de tierra lejana, un títere o un muñeco de ventrílocuo, una asistente de mago, una carta de amor, una ollita de lata. Tendríamos así, además, la oportunidad de continuar siendo lo que siempre fuimos: un misterio insondable escondido dentro de una frágil valija de cartón de la que nadie, ni siquiera nosotros mismos, tuvo ni tendrá jamás la llave. Mónica López Ocón

puesto de cartero, comenzó su peregrinar por ranchos y fondas con el único sustento de sus colaboraciones en La Nación, La Argentina y Sudamérica. Para colmo de males, en este período Almafuerte se dio a la bebida, aunque, según dice Vicente Cutolo, “finalmente se impuso su entereza moral y logro apartarse del alcohol para no dar mal ejemplo a sus alumnos”. Al final de su vida logró remontar su posición económica leyendo sus obras en el teatro Odeón y en pueblos del interior, mientras en 1916 el Congreso Nacional le concedía una pensión vitalicia. Rodeado de sus hijos y alumnos falleció el 28 de febrero de 1917 en su casita platense, hoy museo y, merecidamente, Monumento Histórico Provincial. ¡Maestro sin título habilitante! ¿Lo necesitaba Almafuerte, que dedicó toda su vida a enseñar, más que la cartilla, a vivir a sus alumnos y protegidos, movido por su enorme bondad y amor al prójimo? Quizá para reparar viejas injusticias el 9 de marzo del mismo año 1917 –violando una ordenanza de 1893 que lo prohibía por la proximidad del fallecimiento– el Concejo Deliberante porteño renombró a la calle Arena, del flamante Parque de los Patricios, con el nombre del poeta. Sin duda, Almafuerte hubiese estado satisfecho al saber que su nombre perduraría en el corazón de un barrio proletario. Diego Ruiz


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unca nos vimos en persona, es decir, nunca nos dimos la mano, tampoco un beso. Las dos veces que Graciela Cabal y yo estuvimos bajo un mismo techo, en el café “Recuerdo”, en una de las tardes de los Te espero en el café de Rosa María Silva y en un teatro del que ahora no recuerdo el nombre y ubicado en una calle céntrica, siempre apareció el molesto que nos contó unos treinta metros llenos de mesas o butacas como medida de nuestra lejanía. En “Recuerdo”, cuando ella terminó de hablar, y entonces toda la gente toda la quería saludar, hablarle, tocarla para ver si era de verdad, me quedé fijo en mi lugar. Siempre trato de no molestar, me dije que mejor otro día. Había aplaudido mucho y casi nunca lo hago, pero ella invitaba. Creo que en ese momento, toda la gente toda no comprendía cómo es que se daba la magia, es decir, de qué manera la magia se hacía magia, para que una persona se acomode así, en bandeja de plata, a todas las personas del barrio que ese sábado habían ido a tomar un café y a esperar algo más. Porque sí, ya sabemos, Boedo, la tradición, nuestra tradición de letras combativas, así íbamos henchidos de Barlettas y Castelnuovos, cuando esta mujer Graciela Cabal con su voz, con su lectura, como en el teatro, escuché por ahí, y con su manera de combatir a través de los recuerdos; ella sola, así bajita, disfrazada de fragilidad; ella sola, con la escritura en unos pocos papeles y un vaso con

agua, llamó a recreo en la vereda de su pasado. Graciela se hizo nena, ahí una de sus magias, y no como ocurre siempre en esta vida, que la nena se hace “una” Graciela, a secas. Una nena de lengua filosa, ácida, una de esas nenas mandadas a hacer cuando se trata de preguntar todo aquello que, se sabe, nunca hay que preguntar. Una nena con una mirada esta Graciela Cabal; mirar y ver, descubrir, y sí, es el ejercicio de la mirada que te manda, sí, te manda a escribir y entonces así, al menos tan así se me ocurre decir que a la Cabal la mandaban a escribir esos ojos de Graciela Cabal que nunca vi de cerca. De qué manera decir todo esto que no pude decir en ninguna de las dos tardes en que estuvimos bajo el mismo techo, que tampoco pude decir en ese café que Graciela prometió para la semana próxima y que nunca pudo ser. Sí, le escribí, y le hice saber que la Cabal era otra de las personas que se quedaban conmigo para toda mi eternidad limitada. Fue amable en su agradecimiento como sólo son amables los seres humanos que además de vivir, espían y escriben. Me enteré de su muerte entre las Sierras de los Comechingones. Me quedé callado, adopté el silencio para putear la noticia y miré por la ventana buscando la montaña. Fue de regreso en Buenos Aires cuando le pedí su compañía para el recuerdo, justo a ella; pedí un rato de charla para que me cuente de la muerte, para así seguir insistiendo con esto de no temer a la muerte. Nos encontramos en La emoción más antigua, en una de las mesas de la izquierda, que son las que sirven para recordar y pensar. Graciela dijo, El miedo a la muerte como origen de la escritura. / El miedo a la muerte como origen de mi escritura. / Miedo a la

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l barrio es la patria. Es la primera película que uno vio o el cuento que le hacía repetir hasta el cansancio a la abuela. El barrio es un recuerdo para siempre. Liniers es mi patria y un cuento fabuloso. Las Mil Casitas fue mi meollo. Mis primeros recuerdos vienen del año 1932. Los pasajes eran de tierra, unas veredas cortitas de cemento con pocitos como si fueran de piedra pómez, tierrita para jugar a las bolitas y una zanja con verdín. Te despertaba el canto de los gallos y la mañana llegaba con los pregones de los vendedores. Todo te lo traían a casa: la papa y el carbón llegaban en carro lo mismo que el hielo y la tierra negra pa' las plantas. También estaban los que llevaban una caña gruesa con una canasta en cada punta: el pescador y el masitero. La leche la traía la misma vaca a la que el vasco ordeñaba delante de tu puerta; para las fiestas aparecían los pavos, lo que me llamaba la atención era el alambre (igualito al que tenía para hacer rodar una llanta chiquita y oxidada hasta el infinito) para entregar al elegido a la compradora. En carro grande venía el verdulero y hasta el almacenero, en cambio había unos carritos empujados por sus dueños que traían frutas, otros verduras o el pan. Los había de canasta como el limonero. Los sin canastas eran los que compraban ropa vieja o algo para vender y los turquitos que vendían la lencería: elásticos, botones, agujas, alfileres, peinetas (generalmente eran chicos más grandes que uno). Nada se tiraba en mi barrio; cuando la palangana, el balde, la olla o la pava perdían, se esperaba al tachero, que con un soldador que calentaba en la cocina económica de casa o en el brasero, arreglaba lo que perdía. A principio de mes estaban los libaneses, a quienes se les decía turquitos, que solían vender sábanas, colchas, batones y pañoletas o todo lo que mamá necesitaba confeccionado de género. Por la tarde y en plena siesta aparecía uno que nunca pude ver; pregonaba fuerte: Aros..., prendedores..., novedades… El que más me gustaba

muerte y a los espectros que ella convoca. Giraba en silencio la manija de mi café, es tan importante abrir la ventana a las palabras de la experiencia; ella continuó, Porque resulta que yo no quiero morirme nunca, nunca, nunca, ni cuando sea muy viejita, ¿saben ustedes? Y que nunca, nunca, nunca, me voy a cansar de la vida. Pero ocurre que los que me prometían salvarme de la muerte ya se pasaron todos para la otra orilla, sin avisar ni nada, y me dejaron sola. (....) Sola y con la memoria de las calles desiertas y los gritos y las sirenas en la noche. / Con la memoria de los que ya no están y ni tiempo tuvieron de cansarse de la vida. No hay libro sin recuerdos, pudo haber dicho Graciela antes de continuar, pero no me acuerdo, Mi papá era un lector de ésos. “Todavía no me puedo morir –decía, disculpándose–: tengo que terminar El otoño del patriarca...”. y no se moría. Porque antes de terminar ese libro ya empezaba otro. Y entonces era cosa de nunca acabar. Una estrategia, como cualquier otra. Es que para lectores así la muerte es un verdadero escándalo. Con todo lo que hay que leer... (...) Quiere decir que es cierto: leer alarga la vida. (...) Claro que, finalmente, los lectores adictos también se mueren. Pero lo hacen tan a su pesar, tan aferrándose con uñas y dientes a la poquita vida que les va quedando... ¿Quién era Graciela Cabal?, ¿cómo se ganaba el día, cada uno de los días en esta vida de papeles y tinta?; pude haber arriesgado estas dos preguntas, puede ser, quizá sí; la Cabal aspiró profundo y dijo, Lo que yo sé es que en mi escritura estoy yo, siempre. Poniendo el cuerpo, arriesgando, sin saber hacia dónde voy ni de qué manera impredecible terminaré. Y sepan que hablo de algo mucho más azaroso

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era el afilador, ya que tenía canto y música en una artesanal armónica a la que le sacaba un sonido final perfecto. Y como si esto fuera poco, estaba la feria que se armaba al amanecer y se desarmaba por la tarde, una fiesta un día por semana. El mercado era para los que tenían un buen trabajo. Podría asegurar que el shopping estaba en la feria, el mercado y las calles de mi barrio. Todo barrio se completaba con los personajes, esos extraños seres que iluminaron mi infancia, como Tesio Pateta, que estaba en Ramón Falcón (en la vereda del sol) cruzando El Mirason y antes de llegar a Montiel. Era un grandote muy peludo y con unos anteojos de vidrios gruesos, siempre en mameluco de los abiertos, que jamás se sacó. En el invierno se colocaba un grueso pulóver rojo de cuello alto, que siguió la misma suerte del mameluco. Tenía dos vidrieras llenas de llaves, infinitas llaves; en una de ellas y mezclado con las llaves había un mono embalsamado que en un primer momento uno creía que era el hijo de don Tesio por lo peludo. Era el único en el barrio que oficiaba de cerrajero, pero jamás hizo una llave, tenías que llevarle la cerradura y con su poca visión y su infinita paciencia buscaba en ese mar oxidado de llaves, hasta que encontraba la que andaba perfectamente en la cerradura. No falló nunca porque él como Alí Babá las tenía todas. Pero un barrio es barrio cuando hay trabajo y alegría, que es casi lo mismo. Hugo Ditaranto

n la reciente película “El gran pez” (Big fish) de Tim Burton, el protagonista, Edward Bloom, llega a un pueblo que se halla como escondido dentro de un bosque y tiene el suges-tivo nombre de Spectre. En el inicio de su calle principal, como formando un portal, se ven col-gando de una cuerda numerosos pares de za-patos; luego se advierte que todos los habitantes están descalzos y que así también deben estar los visitantes, de los que por añadidura se espera que no se vayan más del sitio. Todo esto parece aludir a un pueblo de muertos, no se sabe si celestial o infernal. Los muertos pierden los zapatos, o se los sacan. Nadie es inhumado con zapatos, e incluso son despojados los que mueren “con las botas puestas”. Con todo, la gente de Spectre es suficientemente flexible para permitir que Bloom se vaya. Ultimamente en la ciudad de Buenos Aires se puede observar un fenómeno de cierta semejanza. Pares de zapatos, generalmente masculinos, en buena medida zapatillas, no necesariamente desechadas por su estado, aparecen colgados en los cables de teléfono o de tevé que sobrevuelan las calles. Sucede preferentemente en esquinas. Una muestra notable se halla en la calle José León Cabezón y Terrada, en el barrio

que un relato. Hablo, estoy hablando, de mi propia vida. (...) La escritura me salva. Al poner la confusión interior en palabras, al nombrar lo innombrable, ahuyento los fantasmas. (...) Una palabra más otra palabra más otra palabra y aquello que me atormentó va cobrando un sentido. Una nueva historia busca un lugar –el que le corresponde– en el relato de mi vida. Mientras yo junto mis pedazos –porque hay cosas que no tienen nombre, cosas que duelen demasiado, a las que todavía no puedo encontrarles nombre– y me vuelvo a inventar. / No sé hacia dónde voy ni de qué forma va a terminar esto. / Pero por ahora –nada más que por ahora– el miedo se aquieta. Y una vez más son las palabras las que me salvan de la muerte. Alguien dirá que en un encuentro hay al menos dos personas hablando, y esto es cierto la mayoría de las veces; pero esta vez volví a elegir el silencio, mi silencio, pero no como lamento, sino para festejar la palabra sincera de mi compañera de mesa y de libro. Hay momentos, hay personas, hay escritores, a quienes debemos escuchar; se puede aprender todos los días. Que hable, sí, que hable ella, me dije, porque yo poco es lo que puedo decir, agregar; que hable su escritura, que hable su libro porque así son las palabras las que me salvan de la muerte, otra vez, como ayer y como mañana. A Graciela Cabal la salvaron sus palabras y a través de ellas su identidad, su manera de mirar, y la nena que siempre preguntó para entender el complicado mundo de los grandes. Demás está decir que es muy difícil que la vida me encuentre leyendo un solo libro, siempre dos o tres; a la Cabal le dio resultado y me gusta esta manera de enredar a la parca, que a veces, está comprobado, no puede. Edgardo Lois

de Villa Pueyrredón, esquina donde se acumulan calzados colgados por decenas. Si se consulta acerca del significado de estas curiosas instalaciones, generalmente se obtiene la respuesta de que señalizan un sitio de venta de drogas. La contestación es significativamente la misma en diversos barrios, edades y clases sociales; eso la hace verosímil. Ahora bien, ¿son los consumidores los que deciden colgar sus zapatillas allí, o los propios dealers las ponen como demarcación de su espacio comercial? ¿Alguien ha visto actuando a un cuelgazapatos? ¿Y por qué causa los vecinos, enterados de este juego, no proceden a retirar los zapatos y con ello a debilitar una actividad que seguramente los incomoda? Al fin y al cabo, no hay tanta diferencia entre ese ficticio Spectre de Tim Burton, y nuestra Villa Pueyrredón, o Monserrat, o Parque Chacabuco, puesto que del pueblo o barrio de la muerte nadie vuelve, y lo mismo, a la droga se va solamente en viaje de ida. Sea por lo que fuere se pueden dejar los zapatos aéreos, colgados en los cables de la ciudad, zapatos que de lejos, más aún con poca luz, confundimos con pájaros atrapados, o dormidos. Mario Sabugo


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