14 Intimidad
Ir de “cruising” Elkin Naranjo elkin_naranjo@hotmail.com
L
a práctica de merodear por sitios públicos a la caza de un desconocido con el cual sostener prácticas homoeróticas, sin necesidad de preguntarle el nombre, incluso sin escucharle la voz, es conocida como “cruising”. Medellín tan pulcra, tan católica, tan un hogar para la vida, no es ajena a estos encuentros sexuales de resistencia. Desde algunos baños públicos en universidades, bibliotecas, supermercados, centros comerciales y administrativos hasta cerros como El Volador hacen parte de los escenarios para el sexo casual entre hombres en Medellín, una práctica que no es nueva ni mucho menos particular de este valle de secretos. El Cerro Ávila y el Parque de los Caobos, en Caracas; el Parque Nacional, en Bogotá; los bajos de los puentes, en París; el Camino Verde y los vagones del metro, en Ciudad de México son apenas unos ejemplos de renombre dentro del mundo del “cruising”.
Mamaditas, baños y manguitas
Cuando era apenas un adolescente, estaba convencido de que estaba enfermo, que no existían más como yo en el mundo y que mi misión en la vida era corregirme, volverme normal. En medio de esos avatares, tomé como refugio la Biblioteca Comfama de San Ignacio, lugar en el que pasé la mayoría de mi tiempo libre desde que mi mamá me dejó montar en bus solo, como a los trece años. Un día, sumergido en mitos y leyendas centroamericanas, mis lecturas favoritas para esa época, hice una parada técnica en el baño. En esa miadita, el mundo gay se reveló ante mis ojos: los señores bigotones tardaban media hora en orinar, ni siquiera lo hacían concentrados en sus propios penes, eran tan amables al sacudir el miembro de los otros, que salí despavorido. El cliché del corazón que late fuertemente se hizo real, me calmé, entré de nuevo, me hice en un rincón y, con mirada cómplice, traté de ganarme la confianza de todos como para que siguieran en lo suyo. Al principio, hubo dudas, pero minutos después presencié la primera mamada de mi vida, ¡no lo podía creer! Los tipos eran horribles, pero era una mamada y eso bastó para que me masturbara como quince días seguidos rebobinando mentalmente esa escena. Nunca más volví a esa biblioteca. Es una lástima el daño que una mamada puede causar en el desarrollo intelectual de un adolescente. Sin embargo, lo confieso, aprendí la forma más silenciosa de ofrecerla: llevarse la mano empuñada hacia la boca; y de pedirla: agarrarse el bulto y mover rápidamente la cabeza hacia abajo como diciendo: “Agáchese”. Un año más tarde, a los catorce viví mi primera experiencia sexual con otro hombre, no desconocido valga la anotación. La locación, bastante agreste, brindaba una atmósfera de peligro que, para dos adolescentes, representaba un escenario ideal. La sensación de estar haciendo algo incorrecto, el peso de la moral que a lidias nos habían impuesto y la posibilidad de ser descubiertos teniendo sexo en un espacio público, hacía del momento una gran aventura. Años más tarde, leyendo el periódico De la Urbe, descubrí que no habíamos sido ni los primeros ni los últimos en rastrojear en ese sitio. En aquel texto, se describía cómo las mangas ubicadas bajo el Viaducto del Metro, entre las estaciones Suramericana y Estadio, eran un lugar para encuentros sexuales furtivos entre hombres. Luego, en conversaciones con amigos, descarté la tesis de que la construcción del Metro había sido la causante, pues pululaban los relatos en los que las mangas al frente del colegio San Ignacio se transformaban en el rematadero de las fiestas gays, o ‘de ambiente’ como se nombraban en la época, que aunque no eran tan abundantes como hoy día, ya tenían un público ganado. El nombre de Jurassic Park le llegó con el Metro y con el estreno de la película homónima de Spielberg en 1993. Con el paso del tiempo, ha ido perdiendo identidad y visitantes. Para sus antiguos asiduos, sigue llamándose igual, algunos más jóvenes la nombran como La Finquita y otros le asignan el nombre del hipermercado vecino: las mangas de Carrefour. La aparición de saunas, clubs y “videos” para hombres que tienen sexo con hombres, con la seguridad y comodidad que ofrecen estos establecimientos, le arrebata popularidad a este espacio a cielo abierto que, sin embargo, tiene como fuerte el poder mantener en el completo anonimato la identidad de sus visitantes y, por supuesto, la sensación de peligro latente.
No. 64 Junio de 2013
Ni las luces del Metro, ni la consolidación del comercio gay, ni el asedio de policías y ladrones, han podido extinguir las prácticas sexuales en estas mangas. Igual podrían nombrarse otros lugares públicos donde el sexo casual sin nombres, entre hombres, tiene lugar y que se niegan a desaparecer. Cuando ya adulto y sin pareja me decidí a regresar a Jurassic Park, quienes se enteraron de mi osadía me pronosticaron de dos a tres puñaladas, robo completo de todo lo que llevara, que pisaría mierda de humano y que me sacaría la policía; sólo las dos últimas se cumplieron. El olor a excremento no me lo pude sacar de la nariz como en tres semanas, tuve que botar los zapatos. La pena por la sacada de la policía sí se me quitó de una, es más, se convirtió en rabia porque en el momento del incidente estaba coqueteando con un chico y poniendo en práctica lo aprendido años atrás en los baños de Comfama, aquello del lenguaje de señas, que ya con la experiencia puedo certificar que funciona a nivel latinoamericano, con australianos y franceses, no me consta si en el resto del mundo. Marihuana, indigencia, sexo y asedio se mezclan para generar el clima de Jurassic Park. El temor de ser atracado, apuñalado o arrestado es constante, pero se va apaciguando con el paso de los minutos, los hombres y los condones. Jóvenes, deportistas, adultos mayores, motociclistas, transeúntes desprevenidos, ‘pirobitos’, adictos al sexo, hombres reservados que no se reconocen como gays y hasta curiosos se dan cita a diario allí.
La curiosidad robó al gato
Cuando empecé a habitar el mundo gay de discotecas y bares, tendría unos 16 años y contraseña falsa, tan falsa que la huella estaba hecha con lápiz de ojos, no es un recurso literario, es cierto. En medio del licor, las fiestas y el remate hasta las seis de la mañana en el sector de Los Puentes −debajo del deprimido de la Avenida Oriental− se fue acrecentando mi interés por ir al cerro El Volador donde tanta gente conocida había tenido el mejor sexo de sus vidas con los ‘pillitos’ de Robledo, los deportistas y los estudiantes de la Universidad Nacional. Un jueves en la tarde de 2004, luego de visitar en la Clínica Bolivariana a la abuela de un amigo, decidí pasar por el Cerro. Subí, según las indicaciones de un amigo. Efectivamente, en medio de los árboles aparecieron los hombres, me recosté contra uno, un árbol, y mientras esperaba sentirme cómodo y entender la dinámica, corroboré que allí también lo del puño y el bulto funcionaba. Poco a poco se fueron emparejando y despareciendo entre la maleza. Ya en medio de la noche, eché a caminar morro abajo para salir a la 65 e irme. De un árbol salió un ‘man’ joven, me saludó, me señaló un amigo y me ofreció un trío. No pienso hacerme el santo, pero nunca había participado de sexo grupal, los ‘manes’, ‘pillitos’ por cierto, no estaban mal. Y con la adrenalina del momento, terminé diciendo que sí, no entraré en detalles; solo diré que cuando a la media hora llegué a la 65, estaba llorando, sin plata, sin ropa y sin saber qué hacer. Mami, perdón, te dije mentiras sobre ese atraco; no fue por Prado Centro. Hace algunos meses me entró la fiebre capitalista de adelgazar, tuvo buenos resultados. El hecho es que tuve que hacer algo de ejercicio y, frente a mi sedentarismo, me dio por caminar dos horas diarias. Cansado de dar vueltas en medio de gente y carros, un domingo cambié de rumbo hacia El Volador. Iba decidido a llegar hasta la cima, pero un hombre, sin camisa, en un sendero desvió mi ruta; detrás del hombre vinieron otros y, entre más me adentraba en el sendero, más se hacía evidente que la fama de El Volador trascendía la complicidad de la noche. En el Cerro, encontré una nueva especie de planta, tal vez me gane un Nobel, es una especie de maleza, entre sus hojas se puede leer “today”. Todo el cerro está infestado de esta especie, algunas tienen aspecto de llevar ahí décadas, otras son tan recientes que parecen haber germinado hace contados minutos. Aquella vez también me abordó un hombre, prototipo ‘pillito’ de Robledo. Como al perro, en este caso al gato, no lo capan dos veces, lo dejé hablando solo, muy a mi pesar. Más bien, en labor periodística, me fui descubriendo uno a uno los lugares a los que conducen los caminitos hechos a fuerza de pasos entre la maleza: todos conducen desde el sendero hacia lo que podrían llamarse oasis del sexo. Cuando en medio del monte y de la vegetación parece que no hay nada más, aparece un claro tapizado de condones y de sus envolturas, uno que otro termo olvidado, gorras y hasta rastros de lo que fuesen camisetas, de pronto la mía, en fin.