De La Urbe 54

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20 En la lucha

Fotografía: Santiago Orrego

Entre ventas de frutas, hierbas, verduras, carnes, granos y animales. El sector en el que se vende ropa usada en La Minorista tiene sus propias reglas, su propio ritmo. Una cadena del rebusque y del vestirse que comienza en los barrios de Medellín y se extiende a media Colombia.

El Sector Trece Santiago Orrego Roldán santiago.orrego@hotmail.com

E

n el largo corredor del extremo sur de la Plaza Minorista, están ubicados quienes venden, trabajan y negocian con ropa. Ropa usada, ropa de segunda, la mayoría. En un segundo piso, angosto, lleno de estrechos y atiborrados cubículos, los comerciantes conocen este pasillo como el Sector Trece. Camisas, zapatos, chanclas, tenis, bluyines, chaquetas, overoles, gorros, bolsos, botas, blusas, chalecos… todo lo que sea vestible, desde que esté en buen estado, es bien recibido. La Minorista está llena de rampas: las carretas y los carritos son los medios de transporte más populares de la Plaza. Es común ver a hombres con el torso desnudo empujando, entre varios o en solitario, pesadas cargas para distribuirlas en abarrotes, legumbrerías, verdulerías y un sinfín de derivados. Unas veces son aguacates; otras veces tomates; otras veces maíz, frijol o cualquier alimento. La ropa muy pocas veces llega así; generalmente llega de a poquito. Diario pero de a poquito. Ahí, en la entrada del Sector Trece, se hacen los maneros. Siempre están pendientes del que llega: “¿Qué busca viejito?” “¿Va a vender ropita?” “Pregunte que se le tiene”. Los maneros no tienen local pero están afiliados a Coomerca, la cooperativa que agrupa a todos los vendedores y comerciantes de la Minorista. Se reconocen porque, casi siempre, tienen una camisa o un bluyín doblado en el hombro. Ellos se ganan la vida comprando ropa y revendiéndola en los diferentes locales por todo el Sector Trece. También, si se les dice exactamente qué es lo que uno está buscando, se recorren los pasillos y, si lo encuentran, le suben un poco el precio y ya está. Su público, más que todo, son los que van por primera vez a vender o a comprar ropa, los que tienen muy poca experiencia en el negocio, los que no les gusta o los que les da pena entrar a regatear. Pero si uno tiene tiempo, no sufre de vergüenza y le puede la curiosidad, lo mejor es seguir derecho y hacer caso omiso a lo que dicen los maneros. Adentrarse y mirar, preguntar y mirar, recorrer y mirar, entrar a cada local, mover un poco la mercancía, descubrir, antojarse y comprar, o regatear, primero, y comprar. Con paso rápido, como si lo persiguieran o tuviera mucho afán, un hombre de piel morena, quizá 35 años, camiseta blanca, muy ancha, y una gorra, pasa por el largo corredor ofreciendo un par de tenis blancos que saca de una bolsa de plástico negra. “¿Cuánto cuestan?”, pregunta, desde el segundo piso de un local, un hombre de cabello corto y camisa de botones abierta hasta la mitad. Efraín Restrepo se llama el hombre que está encaramado en la ventana de arriba de su negocio. Él lleva más de 25 años vendiendo ropa usada. Antes trabajaba con aire acondicionado, pero, “por cosas de la vida”, como dice, vender ropa de segunda le gustó más, se sintió mejor. Desde la ventana donde está sentado, Efraín se encuentra tirando ropa rota, que ya no se vende, por rota, hacia el primer piso. Pero que esta ropa ya no sea comercial, no quiere decir que no resulte útil. “Acá nada se pierde. Por la ropa que nosotros tiramos vienen los mal llamados desechables o también los que la utilizan para limpiar maquinaria” dice María, esposa de Efraín. Ella permanece siempre en el primer piso del local. Ahora atiende a una mujer que pregunta por zapatos colegiales para su hija; le enseña unos azules oscuros. “Cuestan quince”, le dice. La mujer mira los zapatos, los revisa, mira a María, los

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mira de nuevo, detalla la suela, mira y mira; y luego, cuando se siente conforme, se los entrega a su hija. La niña se los prueba. “Le quedan bien”, dice María, la niña asiente, se los quita y se los entrega a su mamá. Ella los recibe y pregunta por unas botas blancas para ella, talla 37. María busca, rebuja y le enseña un par que alguna vez fuera blanco: son 37, pero 37 pequeño. Nada qué hacer, la señora sólo se lleva los zapatos colegiales. Mientras tanto, el hombre de la camisa ancha le lanza a Efraín los zapatos que le quiere vender. Este deja de arrojar ropa rota al suelo del primer piso, observa los tenis y vuelve a preguntar cuánto cuestan. -Póngale usted el precio, patrón -dice el de la gorra. Efraín los voltea y los mira de nuevo. -Le doy dos pesos -dice. -Tres -responden abajo. Efraín tira los zapatos y dice que “entonces no”. El de camisa blanca los recoge y se los vuelve a lanzar; parece que no le interesa conservarlos o seguir ofreciéndolos por ahí. -Listo, patrón –dice- en dos pesos, pues.

Eucaris López

María, autorizada por su esposo, le entrega los dos mil pesos. El hombre los recibe y de la bolsa negra, dónde tenía los tenis, saca unos tacones. -¿Cuánto por estos? -pregunta al tiempo que los lanza hacia el segundo piso. -No, no, esos no -dice Efraín-, eso aquí no se vende casi. El hombre ni los recoge. -Se los regalo -dice, y se va tan rápido y apurado como llegó. María tampoco los recoge.

Carlos Mosquera


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