Cuadernos del minotauro 5 2007

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Cuadernos del

Minotauro Cuadernos del Minotauro Revista cultural de investigación y creación Año iii, Nº 5, 2007 Director  Valentín Pérez Venzalá Comité de Redacción Elvira Calvo Cabañas, Fernando Figueroa-Saavedra, Miguel Figueroa-Saavedra Edita  Minotauro Digital Redacción y Administración  C/ Pintor Sorolla, 11, 4ºA. 28053 Madrid Tlf. 91 478 07 20 - 620 76 52 60 cuadernos@minotaurodigital.net | www.minotaurodigital.net ISSN: 1699-6321 Depósito Legal: SE-2616-2005 Precios 2007 Suscripción Individual - España: 12€. Europa: 18€. Resto del mundo: 20€ Suscripción Instituciones - España: 16€. Europa: 22€. Resto del mundo: 24€ Imagen de Portada Jara de Manuel Barca www.mbarca.net



Índice Estudios David Leyva González

José Martí, Francisco de Goya y la pintura española de finales del xix......................................................... 9 Josué Sánchez

La imposición del diabolismo cristiano en América....................................... 23 Mª del Carmen Fernández Díaz

Michel Tournier y el mito de barba azul.. ..................................................... 49 Antonio Javier Marqués

I condottieri: Cesare Borgia e Giovanni de’ Medici frente a frente. Paralelismos y semejanzas históricas y literarias............................................ 61 Chr ystian Zegarra

Amor erótico y Poesía: elementos formativos de humanidad en Desolación de la quimera de Luis Cernuda.. ................................................... 7 1 José Iván Ortega Galiano

El oeste de Irlanda en la obra de W. B. Yeats: el surgimiento de la identidad nacional irlandesa.......................................... 83 Ahmed Shafik

El drama litúrgico en el Egipto antiguo....................................................... 93 Creación Christian X. Ferdinandus

El centro de la telaraña............................................................................. 121 Mario Martín Gijón

El último guerrillero................................................................................ 137 Luna Miguel

Poesía..................................................................................................... 147 Luis Luna

Poesía..................................................................................................... 149 María Salvador

Poesía..................................................................................................... 153 Fragmenta / Reseñas Rene Crevel, Desvíos, Ediciones El Nadir.................................................... 159 Óscar Cornago (coord.), Éticas del cuerpo, Ed. Fundamentos......................... 167 Catherine Malabou, La plasticidad en el atardecer de la escritura, Ellago.......... 173 Reseñas.. ................................................................................................. 177



Estudios



José Martí, Francisco de Goya y la pintura española de finales del

xix

C

uando José Martí llega deportado a España en 187 1, debe de haber tenido en su mente dos objetivos personales, uno inmediato y otro a largo plazo. El inmediato era terminar de dar vida a un texto de denuncias sobre lo que viera y padeciera en el presidio; mientras que el segundo era dar continuidad a su educación que había quedado trunca con su detención a los 16 años. Si Nueva York fuera para Martí, nueve años después de esta fecha, una ciudad ideal para su oficio intelectual, al ser ella, puente precioso entre Europa y las Américas, España será, por su parte, el Alma Mater idónea para la formación artística de Martí; más por el diálogo que establece él con la cultura española que por el sistema de enseñanza en que se insertara. En ese diálogo intercultural Martí logra jugosos conocimientos de pintura. No solo porque España cuenta con genios pictóricos de todas las épocas, sino por sus museos y escuelas representativas, tal es el caso de El Prado y la Academia de San Fernando, lugares que el cubano visitó y cuyas obras fueron estudiadas por él, según nos confirman los apuntes que han llegado hasta nuestros días. No olvidemos que para 1880 Martí se asienta en la que se convertiría dentro de pocos años en la capital artística del arte moderno: Nueva York; pero su preparación plástica viene de una de las regiones más prolíferas de genios de la pintura: España. De esos maestros españoles hay uno de íntima admiración para Martí, y que siempre despertará su atención en sus períodos ibéricos: Francisco de Goya y Lucientes. Los manuscritos indican que el gran estudio a la pintura de Goya lo realiza Martí en su segunda deportación a España a finales del año 1879. En su primer exilio no hay notas conocidas que develen un análisis de la obra del pintor aragonés. Sin embargo, en aquellos años en Madrid, antes de pasar


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a Zaragoza, residió curiosamente en la calle que Goya eligió para publicar Los Caprichos: la calle Desengaño. El recién llegado vivía en Desengaño 10 y la venta de los grabados fue en Desengaño 37. Según el estudioso del pintor Lion Feuchtwanger, Goya se deslumbró por el ambiente y nom bre de la calle porque la palabra desengaño significaba dos cosas: desilusión, desencanto y decepción, pero también escarmiento, intrusión y comprensión. La calle del Desengaño era la más adecuada para Los Caprichos y para dar forma última a El presidio político en Cuba, páginas también de desilusión, desencanto y decepción de la España Liberal que no aceptaba, bajo ningún concepto, la misma libertad de derechos para sus colonias. El presidio… es de los textos más grotescos escritos por el Apóstol y tan fuertes de crítica como los caprichos satíricos. El desengaño es, además, motivo del barroco español, momento en que el poeta quita la máscara y encuentra el mal detrás del aparente bien. Esta experiencia del desengaño quedó reflejada en un soneto de Quevedo donde ve la flaqueza bajo la imagen del gigante corpulento, la escoria tras el tirano, los gusanos bajo la piel de las manos que ostentan diamantes y piedras diferentes. Para mayor coincidencia, Martí termina su formación académica en Zaragoza, capital de la comunidad autónoma de Aragón, tierra de Francisco de Goya. En carta bien conocida del 19 de Febrero de 1888 a Enrique Estrázulas, le confiesa que él había visto –al parecer se refiere a su primer exilio en España– un cuaderno de dibujos a lápiz rojo del Goya niño y afirma que es uno de los pocos pintores padres de la Historia del Arte. Tanto Madrid como Zaragoza fueron de gran provecho para la formación cultural de Martí, sea por el conocimiento artístico que a pura experiencia empírica, recibe sin intermediarios, sea por las amistades que se agenció y que le permitieron, para 1880, ser un original crítico de arte para el periódico The Hours y The Sun. Según Manuel García Guatas en el libro La Zaragoza de José Martí, los primeros intercambios con los creadores españoles los realiza hacia 187 1 en la Exposición Nacional de Bellas Artes. En este sentido, el amigo más influyente que tuvo en sus períodos ibéricos fue el pintor aragonés Valentín Carderera. En casa de este gran .  «¿Miras este gigante corpulento, / que con soberbia y gravedad camina? / Pues por de dentro es trapos y fajina, / y un ganapán le sir ve de cimiento. // Con su alma vive y tiene movimiento, / y adonde quiere su grandeza inclina; / mas quien su aspecto rígido examina, / desprecia su figura y ornamento. // Tales son las grandezas aparentes / de la vana ilusión de los tiranos: / fantásticas escorias eminentes. // ¿Verlos arder en púrpura; y sus manos / en diamantes y piedras diferentes? / Pues asco dentro son, tierra y gusanos.» Francisco de Quevedo, «Desengaño». Antología General de la Literatura Española (verso y prosa) de Juan Chabás y Martí, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1962, p. 259.


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estudioso de la obra de Goya, que por cierto era septuagenario y amigo de Javier de Goya, hijo del creador de Los Caprichos, Martí debe de haber visto los famosos dibujos a lápiz rojo que pertenecían, según García Guatas, a Carderera, y que el crítico Glending plantea que eran un grupo de bocetos preparativos de Goya para la pintura de la bóveda del Coreto en el Pilar. Carderera debe de haber sido, además, quien introduce a Martí al círculo de los Madrazo. El joven cubano entabla amistad con el no menos joven Raimundo Madrazo, que en espíritu de vida semejaba a Rafael, pues no le incomodaba pintar con las ventanas abiertas y rodeado de amigos, a diferencia de Miguel Ángel que escondía las llaves de su taller, por eso al primero le fue más sencillo atrapar la belleza solar del Paraíso y al segundo el contraste y monumentalidad del Infierno y el Juicio Final. En su visita a la casa de los Madrazo, en Madrid, se hace de informaciones bien específicas que le dan realce a sus estudios para la prensa estadounidense, pues el gran pintor de la segunda mitad del xix español, Mariano Fortuny y Marsal, desde 1867 estaba casado con Cecilia Madrazo, hermana de Raimundo, por lo que en una sola casa confluía la obra de cinco pintores de mérito: José de Madrazo Angulo, Federico de Madrazo Kuntz, Ricardo de Madrazo, Raimundo de Madrazo y Mariano Fortuny. Este conocimiento sin mediador, fruto de la propia percepción de Martí está, por ejemplo, al analizar la pintura de Raimundo La salida del baile, donde plantea que en la colección familiar de los Madrazo había un boceto de Fortuny que «sin ninguna sombra de duda, dio al joven artista la idea de su cuadro». Mientras que para el estudio que Martí hace del pintor catalán Fortuny, atrapa al lector con la anécdota de que a Federico Madrazo Kuntz le gustaba enseñar un óleo de «geniecillo encantador con alas de mariposa» hecho por su yerno Fortuny; al mostrarlo se lamentaba de un agujero que tenía el lienzo en una de las alas del geniecillo y que restaba su valor, luego de ver que todos caían en la apariencia, Federico «reía alegremente», acercaba orgulloso el lienzo y hacía ver que no había tal agujero, sino perfecto trampantojo hecho por su talentoso yerno. El otro pintor español que Martí conoció en sus dos estancias como exiliado fue el zaragozano Pablo Gonzalvo, que es uno de los artistas plásticos que más premios de la Academia de Bellas Ar tes recibiera en el siglo xix, y sin embargo, uno de los menos estudiados en el siglo xx. Detrás de la amistad Martí-Gonzalvo se tejen diferentes versiones. Según el propio Martí, lo conoció una mañana de verano cuando el pintor daba coloraciones de luz a su versión al lienzo de la catedral La Seo. Esta iglesia es una de las construcciones emblemáticas de Zaragoza, pero esto no asegura que la haya pintado en dicha ciudad. Según el estudioso español


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García Guatas, Gonzalvo no pintaba cuadros de perspectiva al natural sino en estudio. El encuentro, según su teoría, fue en el taller de Madrid, donde Gonzalvo residía en 187 1 y los cuadros que Martí comenta del pintor se encontraban en Madrid y no en Zaragoza. Por otra parte, Guillermo Díaz-Plaja en su estudio Martí, admirador de Goya nos precisa que el joven cubano asistió en Zaragoza a «las clases de pintura que profesaba el maestro Gonzalvo» que era a su vez el padre de Blanca, la enamorada de Martí que queda nombrada en uno de sus Versos sencillos. Ante tal contradicción de tiempo y espacio solo podemos salvar el hecho de que Martí enriqueció sus conocimientos pictóricos con un maestro académico especialista en los paisajes arquitectónicos tanto de exteriores como de interiores, y de hecho, lo utiliza de paradigma para los temas españoles que se realizaban para 1888 en Estados Unidos. En el caso de las notas de modernista alabanza sobre la pintura de Goya, que escribiera Martí a los 26 años, sí se comprobó que fueron escritas en su segundo período de exilio. Las opiniones de Martí, que son como bocetos hechos a palabras, fueron descubiertas en 1928 por Gonzalo de Quesada y Miranda, hijo del biógrafo y albacea de Martí. En carta a Emilio Roig de Leuchsenring, el hijo de Quesada y Aróstegui, le comenta, al entonces Comisionado intermunicipal de La Habana, sobre el hallazgo y sobre los valiosos apuntes de los cuadros de Goya que estaban en la Academia de San Fernando para 1879. A Martí le atrae del maestro español la forma en que se sobrepuso a la sordera para seguir creando, por eso le llama «Goya, vencedor de toda dificultad», y es esta una raíz gruesa de la estética martiana: el sufrimiento, y el enfrentamiento al propio sufrimiento mediante la creación; es romántica fuerza para forjar la obra de arte. Analiza, a su vez, a partir de los retratos femeninos de Goya, el apasionamiento a la mujer, lo que nos abraza, quema y alivia del ser femenino: el culto a la mujer tan caro al Apóstol cubano. Distingue, además, la ceja morisca de la maja, y he ahí otro valor estético: el ver lo universal en lo autóctono. Toma Goya un asunto conocido como el de la Venus y le da matiz andaluz. El preciosismo de los retratos femeninos del Goya académico le permite a Martí apreciar mejor el preciosismo de las mujeres de Raimundo Madrazo para la conformación del ensayo de 1880, escrito inicialmente en francés. Madrazo es la parte optimista del Goya de los tapices, uno .  «De España también ¡cuánto lindo asunto! Lo pintoresco español es más viril que en Italia, aun en lo femenino. ¡Y con qué gracia están escogidos los temas! ¡con qué poder, que recuerda el del aragonés Gonzalvo!» (…) «El arte en los Estados Unidos», El Partido Liberal, México, 18 de febrero de 1888. [Microfilm del Centro de Estudios Martianos]


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refleja la bella vida cortesana y el otro la exquisitez burguesa. Según Martí, Madrazo pinta con el sol y con la primavera y esconde sus pinceles a la llegada de la tempestad. A pesar de que su modelo preferida era francesa (Aline Masson), el pintor sabe ponerle belleza española y conoce los secretos del rostro ibérico, los ojos y cabellos negros que contrastan con la piel y los adornos de flores, así como el resplandor de vestidos blancos Fragmento del lienzo La modelo y rosas a la luz de un sol de verano. Aline Masson con mantilla blanca. Raimundo Madrazo La originalidad de la pintura española del xix, rasgo de tanto valor para el juicio crítico de Martí que abogó por llegar a lo universal desde lo autóctono, está en la luz, en la manera de lograr el sol de Zaragoza y Andalucía, aun en los lienzos de motivos no ibéricos. Tal es el caso del paisajista Martín Rico con sus edificaciones y puentes bañados de sol, o el propio Madrazo con sus patios y pórticos que ciegan la vista, o el caso de Fortuny que antecede a Joaquín Sorolla al lograr el brillo de la piel mojada bajo el sol de costa mediterránea y quien afirmara, Fragmento del lienzo Desnudo en la playa de Portici. además, que el pintor español Mariano Fortuny ha de ir a Granada para alcanzar su verdadera personalidad. Es Goya una de las piedras bases del grotesco martiano. Estudiando sus cuadros en la Academia de San Fernando, arriba el cubano, sin profesor de estética que le guíe, a las características esenciales del recurso y a su impulso renovador; pues lo grotesco, tanto formal o esencialmente, ha sido protagonista de la ruptura con el arte neoclásico y académico en todas las épocas. Primero que nada ve la incompletez de la pincelada de los cuadros vanguardistas de Goya. Para reflejar la idea no hay que hacer remilgos de la forma, pues la mente es ágil y no se puede atrapar con la técnica. Se ha de dominar la técnica, pero no ponerla a mandar sobre el contenido de lo que se siente. Al artista grotesco le interesa resaltar ciertos rasgos, sobre todo en la cabeza humana que es la que describe más vívidamente los sentimientos. Goya es un adelantado del expresionismo, vanguardia pictórica que tiene en el rostro


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humano un motivo recurrente. Y al obser var Martí los semblantes del pintor español hace la siguiente generalización: «Gusta de pintar agujeros por ojos, puntos gruesos rojizos por boca, divertimentos feroces por rostros». Es la universal paradoja de la vida y la muerte unida en un mismo punto, lo que da más fuerza expresiva a lo grotesco. Martí, en el lienzo de El entierro de la sardina, no distingue a personas vivas, no quiere creer que es el pueblo el que danza, sino que son «cadáveres desenterrados y pintados los que bailan», la escena la compara con un sueño; y no será esta la única vez que lo grotesco se esparza en El entierro de la sardina. lo onírico, el mismo Goya puso al Francisco de Goya pie de uno de Los Caprichos: «El sueño de la razón produce monstr uos», y Martí ve que tal como en la noche de agitado sueño danzan por el cerebro infames fantasmas, así los vierte al lienzo el pintor español. La vertiente más grotesca de Goya no tiene continuador sistemático en la España del xix, aunque Eugenio Lucas Velázquez, pintor de quien Martí no hace referencia en sus apuntes, imita con acierto alguna de las líneas creativas del genio aragonés. Es Mariano Fortuny y Marsal el más digno seguidor de la pintura de Goya, y su mérito está en mostrar su propio estilo en técnicas y motivos que Goya enriqueció de expresividad como es el caso del aguafuerte y los temas taurinos. En cuanto a los lienzos, Fortuny alcanzó la imagen groFantasía sobre el Fausto. tesca desde lo fantástico, pero Mariano Fortuny no deformando la realidad en extremo sino creando ambien-


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tes imaginativos desde la más pura contención naturalista como es el caso de la escena del Fausto que se visualiza al escuchar la música de Charles Gounod. Y aun en el lienzo más perfeccionista de Fortuny, La vicaría, Theophile Gautier distinguió una base primigenia de Goya. Para Gautier este cuadro es como un gran boceto de Goya tomado y retocado por Meissonier. El primero le brinda a la obra la fantástica libertad y el segundo la escrupulosa verdad. Goya, gran conocedor de la cultura popular de su pueblo, busca también lo grotesco en la propia festividad del carnaval, como lo hicieran en la pintura holandesa y flamenca El Bosco y Pieter Brueghel el Viejo, y lo refleja, además, en los lienzos de temas taurinos, una de las costumbres populares más grotescas de España. Martí, en su recorrido por San Fernando en 1879, se detiene en Corrida de toros en un pueblo. En la pequeña plaza provinciana, las casas se ven detrás de la barra. Las mujeres de Corrida de toros en un pueblo. mantilla blanca, se Francisco de Goya. agrupan y miran atentas. Toda la concurrencia, del otro costado de la plaza, es pura mancha de puntos negros y pardos, solo quedan pinceladas blancas para las mantillas de las mujeres. Y es esto, lo que maravilla al cubano: la síntesis compositiva, el manejo del color, el poner el tema por sobre la forma. Al comprender esta manera de coloración está en condiciones, como lo demostrará luego, de comprender a los impresionistas; por eso sentencia: «Parece un cuadro manchado, y es un cuadro acabado». Fortuny y Marsal, como expresamos antes, siguió la línea taurina de Goya y lo hizo con la misma libertad de coloración, por lo que sus tauromaquias son ejemplos del preimpresionismo, aunque es Eugenio Lucas Velázquez, en cuadros que atesora el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, quien logra, a través de corridas de toros en que confluye la muerte, .  Véase D. Salvador Sanpere y Miquel, Mariano Fortuny 1838-1874, Barcelona, Imprenta y librería religiosa y científica del heredero de D. Pablo Riera, 1880, p. 54.


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la risa, el disfrute y el miedo, un genuino carácter grotesco. Raimundo Madrazo pinta una Fiesta de Carnaval (Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba), pero lo hace en ambiente aristocrático, no sale la fiesta al aire libre, ni se mezcla con la imaginación popular, por lo que mantiene los cánones preciosistas de sus retratos. Sin embargo, Fortuny sí llega a la imagen grotesca de la cultura popular, pero no apoyándose en España sino en Marruecos. Pinta Correr la pólvora, lienzo en que capta el estado de locura de las llamadas Fantasías de los árabes. Los caballos galopan casi sin tocar las dunas, los jinetes gritando como poseídos, con sus espingardas que se cruzan, escupen fuego y se confunden con lanzas. Al paso de los caballos se levanta el polvo de arena y los grupos de a pie obser van fascinados ese juego extraño con la muerte. Un tanto igual ocurre en Fantasía árabe, aquí la escena se traslada a una calle de ciudad, bajo los arcos y altas paredes color tierra. En medio de la estrechez de una calle concurrida, se hace La Fantasía ejecutada por moros descalzos, algunos descubiertos arriba y con algún paño rojo en su cuerpo. Los moros descargan el fuego de sus espingardas contra el suelo y al unísono los pies en el aire en danza circular. Se escenifica un baile de pólvora y gritos, mientras la concurrencia, envuelta en lienzos y turbantes, disfruta callada la locura ajena. Una de las escenas colectivas más grotesca, vistas por Goya en la España del xviii, era la relacionada con la Inquisición. El ar tista aragonés vio las procesiones de penitentes desde niño, asistió a Autos de fe y fue llevado a entrevista con el Inquisidor cuando la publicación de sus famosos grabados. En los lienzos que hace de esta temática, deshumaniza los rostros de las autoridades católicas y Martí admira la verosimilitud que han alcanzados sus monstruos. Él considera estos cuadros como ejemplo sublime de sátira y expresa: «He ahí un gran filósofo, ese pinFantasía árabe. tor, un gran vindicador, un Mariano Fortuny gran d e m o l e d o r d e t o d o l o infame y lo terrible».


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Martí es de la opinión de que «la pintura no tolera lo caricaturesco», pues quizás observa que la caricatura tiene su gran utilidad en publicaciones periódicas que reflejan una realidad más contingente y masiva, a diferencia de las Bellas Artes que son más electivas y trascendentes. Fuera de la aceptación o no de esta generalización, para él la sátira y no la mofa inútil tiene excelentes exponentes en la pintura, tales son para él los ejemplos de las obras de Kaulbach, Goya y Zamacois. La sátira aguda fue muy empleada por la Ilustración para poner en crisis las instituciones y dogmas que impedían el libre progreso del hombre. El dúo de la monarquía y la religión católica fueron los principales blancos de esta intelectualidad ilustrada que desarrolló finísimos exponentes del humor como son los casos de Voltaire y Swift. La obra artística de Goya de finales del xviii se adentra en esta valiente e ingeniosa tendencia creativa de lo satírico. Cuánta belleza y elegancia tuvo que darle Goya a los vestidos de la Familia Real de Carlos IV para esconderles los deformes rostros de la ambición y con cuánto genio y amigos tuvo que cargar para no hacerse presa de la Inquisición a causa de sus Caprichos, Desastres de la Guerra y Pinturas Negras. Apoyado en el ejemplo de Goya, Martí apreció con más nitidez esta elegancia e ingenio de la sátira en la obra del pintor vasco del siglo xix Eduardo Zamacois y Zabala. Los cuadros de Zamacois llegan a la sátira sin desproporciones de la realidad, es como si desde un naturalismo a lo Velázquez y un detallismo a lo Meissonier se alcanzara una sátira goyesca, pero Zamacois alcanza una crítica tan alegre y cuidada que hace sonreír hasta el propio poder que fustiga. En el cuadro titulado El regreso al monasterio se obser va cómo unos saludables religiosos –a la hora de descargar la abundante mercancía comprada, gracias al dinero del Señor– se divierten de lo lindo, pues el burro de uno de ellos se ha negado a seguir caminando, ni burro ni monje ceden y no se sabe quién es más terco. Caen las provisiones, entre ellas un pato vivo. Un perrito corre y alborota, y nadie duda que esos frailes están felices y bien alimentados. En lienzo de 186 8, Zamacois recrea la visita inoportuna de un sacerdote. En medio de una casualidad sospechosa el clérigo llega justo en el momento en que el pintor ha pedido a la modelo que se desnude, el pintor le habla al párroco, pero los ojos .  «(…) la pintura no tolera lo caricaturesco. La sátira puede usarse con buen provecho, como lo han hecho Kaulbach, Goya y Zamacois; pero sátira y no mofa inútil». José Martí, Obras Completas, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975, t. 13 p. 47 7.


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de este miran con devoción a la joven que trata de cubrirse sin mucho éxito. Para la monarquía Zamacois pinta El favorito del rey, obra donde emerge el espíritu de carnaval de un monarca, que en su capricho de poder, le coloca su cetro y estandar tes al bufón de la cor te, y para risa de él y sus cor tesanos, lo hace bajar la escalera triunfalmente. Sin embargo, el rey, que obser va de pie, no está muy festivo en la escena del cuadro. Sabe que el pequeño hombre le hace ver que así como sus allegaFragmento de El favorito del rey. Eduardo Zamacois dos se ríen ahora del falso monarca, cuando la corona está en la cabeza real, la burla es malsana y encubierta, por lo que el bufón le muestra, en su ridículo, la verdad de la corte. El enano de barbas es el favorito del rey y de los nobles pues tiene la riesgosa misión de poner en risa la fría y egoísta vida de los poderosos. Entre las obras que más admira Martí de Goya en la Academia de San Fernando está Casa de Locos. Muestra el lienzo un salón de grandes arcos donde entra una luz de mañana, un grupo de locos esquinados no salen de lo oscuro y solo los que están, frente a la alta ventana, muestran su locura y su desnudez: uno, hincado de rodillas y calvo, ora, y al lado derecho hay uno como de fiesta, divirtiéndose de lo que hacen sus compañeros. En la frontera de la penumbra y la luz aparece uno de pie con plumas en la cabeza como si mandase un gran ejército, frente a él, la figura más admirable: desnudo enteramente, con sombrero de tres puntas, extiende su brazo recto hacia la pared como si luchara con la luz que entra del nuevo día, bajo de él, un cuerpo agachado, como de mujer vieja, le suplica algo. A la Casa de locos. derecha, sentado y Francisco de Goya despreocupado, un


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loco hedonista que se cree rey. Es el más vestido, una pequeña flauta en una mano y con la otra se coge un pie. Su cabeza está coronada de barajas, mientras a su lado hay uno que se finge autoridad religiosa y con improvisadas joyas está dando bendiciones. Ejército, religión, monarquía, cada uno vive su triunfo grotescamente, ya que es triunfo inexistente. Viven el gran espejismo de lo que no han podido alcanzar, cada uno es grande en su naufragio. Al desnudo se muestran, dice Martí, para la meditación y la vergüenza: «Este lienzo es una página histórica y una gran página poética». Esta conclusión es de gran valor y uno de los mayores descubrimientos que hiciera Martí en la Academia de San Fernando. Este cuadro, es historia poetizada, por tanto es el punto de vista histórico de un genio artístico. Esta Casa de Locos es la propia España de finales del xviii e inicios del xix: nobleza aristocrática por cargos religiosos y monárquicos, egoísmo desenfrenado por el poder mostrado en la más profunda desnudez de un manicomio semioscuro. Existe otra línea temática que fascina a Martí de la pintura española y es la de los pequeños héroes, esa multitud de caminantes que no se recogen en la historia porque sencillamente no se hicieron de poder y entregaron sus días al trabajo, a la familia, y a los pequeños sucesos de la vida cotidiana. Estas personas, como no buscaban despiadadamente lo trascendente, llegan a la vejez; y la cercanía a la miseria y a las necesidades hace de ellos sabios del conocimiento empírico. El gran exponente de esta pintura es Diego Rodrígue z de Silva y Velázque z, a quien Mar tí no dedicara estudio grande pero que lo consideraba, junto a Goya, precursor de la pintura moderna. Como ejemplo de esa saga de humanidad sencilla que viene desde el siglo xvii español está la Vieja friendo huevos, El aguador de Sevilla, El enano Sebastián de Morra (todos ellos de Velázquez), Viejos comiendo de Goya, Viejo tomando sol de Fortuny, los mendigos del Atrio de la IgleViejo tomando sol. sia de San Ginés de Raimundo Madrazo (cuadro Mariano Fortuny

.  «De Velázquez y Goya vienen todos –esos dos españoles gigantescos: Velázquez creó de nuevo los hombres olvidados; Goya, que dibujaba cuando niño con toda la dulcedumbre de Rafael, bajó envuelto en una capa oscura a las entrañas del mundo humano y con los colores de ellas contó el viaje a su vuelta–. Velázquez fue el naturalista: Goya fue el impresionista (…)» José Martí, Obras Completas. op. cit., t. 19, p. 30 4.


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que está en el Museo de Bellas Artes de La Habana), así como Bufones jugando bolos de Zamacois. La pintura del xix español quedó grabada en la retina martiana, las descripciones de los personajes femeninos de la novela Amistad Funesta tienen la fineza y cuidado del color de los lienzos de Madrazo. Fortuny enriqueció la imaginería árabe en Martí, le fijó en su mente la locura del hombre del desierto a través de sus Fantasías, el arrojo y destreza, la violencia solar que hace emerger lo improviso, lo inaudito en las exóticas ciudades del Oriente. Zamacois, en cambio, le muestra una sátira contenida que le fue afín al cubano, sin la extrema deformación de la imagen literaria de Quevedo o el genio pictórico de Goya, Zamacois fustiga sin perder las proporciones; Martí, teniendo la fuerza y el arte para desgarrar en sátira como Quevedo y Goya, prefirió muchas veces, una contención a lo Zamacois, y más bien logró caricaturas poéticas de la aristocracia y los mezquinos poderes que no faltaron en la sociedad estadounidense y europea de finales del siglo xix. Pero es Goya, sin duda, quien más onda huella dejara en la imagen literaria martiana, sobre todo, por el valor poético y sociológico de los lienzos del genio español. Gracias a él cuánto detallismo taurino, y mirada aguada de la inquisición española, de la forma de sus procesiones de disciplinantes y de sus Autos de fe. Goya registra los comportamientos y vestuarios del majo español, pinta a los bandidos de su tiempo, pinta a la superstición española, tanto la de brujería, como las creencias de viejos, pinta los juegos, las fiestas, las crudezas de la ocupación francesa mostradas tanto a través del valor del soldado español, como de su miedo. Y también hizo eso Martí en el contexto donde más vivió y donde su mirada de exiliado le trajo mejores oportunidades. Toda esa historia poetizada la vino a pintar con palabras como corresponsal en Nueva York de importantes diarios de Latinoamérica. Así los nuevos juicios grotescos siguieron con el caso de Charles Guiteau, y en el juicio de los anarquistas de Chicago; los desastres naturales en las nevadas neoyorquinas y en el terremoto de Charleston. Pintó a más de un bribón, a más de un bandido, y retrató a muchos buenos hombres. Reflejó las nuevas brutalidades que alegran en las peleas de Sullivan, en el violento fútbol americano, en la bestial caminata de seis días en Nueva York. En vez del majo, estudió al pragmático norteamericano, lo mostró en la bolsa, en el club de juego, en la tarima electoral. Y sus crónicas son historia pero también poesía, y hay en los genios algo que siempre emerge, y sale a flote para sorprendernos, una sustancia alada que se les trasmite entre ellos y entre ellos queda por el resto de los siglos. Martí y Goya son de una misma línea artística: el primero aspiró el aura de los lienzos del segundo, y cada uno en su estilo,


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soltó sus bramidos, el aragonés encontró el fragor de su arte con el peso de los años, que fueron muchos, mientras el habanero, absorto ya en la rapidez e inmediatez de la vida moderna, tuvo que escribir febrilmente, pues como que sabía de la vorágine de su tiempo. Las notas martianas sobre los lienzos de Goya son como el deslumbramiento ante algo diferente, como la ner viosa alegría del que descubre un hermano de causa, un espíritu afín, un genio padre.

David Leyva González



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a invasión europea de América bajo el amparo religioso del cristianismo produjo un choque religioso cultural que eventualmente afectó y determinó el destino de todo un continente. Esta pugna religiosa produjo tal vez los mayores efectos destructivos en América que la historia haya registrado. Con su fervor milenialista los religiosos europeos buscaron imponer por la fuerza un cristianismo medieval que traían sobre millones de indoamericanos a pesar de sus creencias o cultura. Muchos de ellos lo rechazaron abiertamente produciendo represalias destructivas bajo la justificación de que todo lo americano era del diablo. Por lo tanto se buscó todo medio para acusar a América de un diabolismo que los mismos europeos traían e imponían. Conviene notar algunos casos de este proceso diablificador en todo el continente americano. Entre el rechazo del cristianismo y la justificación para obliterar una cultura diferente se formuló la ya bien conocida doctrina del «diabolismo americano» formulada y pregonada por la mayoría de los cronistas de la época. Sin entender la lengua, tradiciones o costumbres, y menos conceptos abstractos de las religiones americanas, los cronistas recién llegados determinaron que el Diablo que ellos habían inventado y atacado en Europa, ahora residía en América. Por lo tanto pregonaron el diabolismo en todo el continente americano para subrayar la importancia del cristianismo que ellos predicaban justificando, hasta cierto punto, la destrucción religiosa y cultural de todo un continente. La empresa diablificadora buscaba convencer a todo un continente que el Diablo europeo estaba en toda América, especialmente en la religión. Parecía como si «cristianizar fuera diablificar primero», de modo que aunque «los misioneros que vinieron entre nosotros eran buenos hombres», como señalara Ohiyesa, «nos denominaron de paganos y adoradores del Diablo y demandaron que renunciáramos a nuestros dioses», lanzando la amenaza de «que seríamos eternamente condenados a menos que aceptá-

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ramos su fe y todos sus símbolos». Tal fue el acondicionamiento desinformativo de los cristianos, que muchos americanos «llegaron a creer que solo el hombre blanco tenía un Dios verdadero, y que las cosas que los indios previamente consideraban sagradas eran invenciones de los demonios». Entre otras cosas, eso era precisamente lo que se buscaba en la diablificación americana, hacerles creer que sus dioses eran del Demonio y el de los cristianos de Dios. Es así que en el primer diálogo religioso con los sabios aztecas los invasores les informan de inmediato que sepan «por cosas muy ciertas que ninguno de todos quantos adoráis es Dios ni dador de vida, mas que todos son diablos ynfernales…». Con escasas horas del encuentro, ya los estaban diablificando abiertamente sin que los americanos supieran nada del diablo cristiano que se les imponía. En vista de que eran los invasores los que registraban la historia; fueron estos los que asignaron el término del diabolismo americano al continente. El cristianismo era el triunfo de la historia de esa época, como dijera Villoro, el desarrollo se gobierna por la providencia cristiana, y todo aquello que la contradice tiene, «en nuestra tradición cultural, un nombre: Satanás». De este modo todo lo que no era «cristiano europeo» era del Diablo. La doctrina del diabolismo indoamericano cayó en tierra fértil y todos los cronistas que se sintieron frustrados ante la persistencia de las religiones indoamericanas se apresuraron a diablificar a América a lo largo del continente en «defensa» del cristianismo que ellos traían. Trasplante del diablo cristiano Debe notarse, sin embargo, que antes que el Diablo de los invasores llegara a América, ya tenía este larga y amplia residencia en la cultura europea de donde venía. En el medioevo el Diablo formó parte importante en el arte, folklore y religión europeas. Allí se le creó como a «un impulsivo hombre-animal con cola y cuernos acompañado a veces con dia blos subordinados». Sosteniendo este folklore popular, de la Biblia se desarrollaron creencias hebreo-cristianas sobre el diablo quien «por tiempo inmemorable ha gobernado un reino de espíritus malignos y que está en .  Kent Nerburn, ed., The Wisdom of the Native Americans, Novato, California, New World Librar y, 1999, p. 83. .  Kent Nerburn, ed., op. cit., p. 126. .  Christian Duverger, La conversión de los indios de Nueva España, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 79. .  Luis Villoro, Sahagun and the Other, Mar yland, 1992, Lecture Series, 1989, p. 5.


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constante oposición en contra de Dios». Notamos esta contraposición de fuerzas opuestas entre Dios y el Diablo cristiano en la Divina Comedia de Dante (1321) entre los católicos y Paraíso Perdido de Milton (16 67) entre los protestantes. Fue este mismo pastiche de diablo folklórico el que se iba a imponer en América sin que los indoamericanos siquiera supieran quién o cómo era el Diablo que les imponían o sus características. Como apunta Vitar, muchos estudios han caracterizado «el discurso de demonización de las religiones nativas como un fiel reflejo del pensamiento cristiano occidental, en cuya tradición pesaba la visión de las culturas paganas como productos de la «invención satánica». Si bien al llegar los europeos América era un paraíso, como afirmara Colón en 1492, ahora que habían subyugado y destruido la cultura americana era el reino del Demonio contra quien ahora ellos luchaban buscando absoluto control sobre los americanos. Ya para 1529 con escasos cuarenta años de vivencia entre los americanos, Martín de Castañega publicó en español su Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías y varios conjuros y abusiones y otras cosas tocantes al caso de la posibilidad e remedio dellas. Poco después Fray Andrés de Olmos ya enfocando más directamente el «diabolismo americano», escribiría en náhuatl su Tratado de hechicerías y sortilegios (1553) donde ya se acusaba a los americanos, ya no tan solo de ser idólatras, sino de ser «activos adoradores del Demonio mismo, miembros de la contra iglesia establecida por el Demonio ansioso de ser adorado como Dios», con su propia iglesia «como una mimética inversión de la iglesia católica». Por otra parte, Olmos en España ya había sido asignado por Carlos V para limpiar la región de Vizcaya de brujerías, y Castañega también había sido comisionado por la Inquisición para hacer lo mismo en la región de Navarra en España. Al parecer el libro de Olmos tuvo la directa influencia del libro de Castañega y este a su vez de La ciudad de Dios de San Agustín. Es decir, ya traían una ideología demoníaca establecida y ya habían estado limpiando a España del Demonio cuando pasaron a América con los prejuicios desarrollados en Europa. De modo que, ya «para mediados del siglo dieciséis», como señala Cer vantes, «la situación era muy diferen .  J. Louis Martyn, «Devil», CD-ROM, Microsoft Encarta Encyclopedia 99, 1993-1998, Microsoft Corporation. .  Beatriz Vita, «La evangelización del Chaco y el combate jesuítico contra el Demonio», Internet, p. 1. .  Fernando Cer vantes, The Devil in the New World: The impact of Diabolism in the New World, New Haven, Yale, UP, 1994, p. 25. .  Georges Baudot, Per vivencia del mundo azteca en el México virreinal, México, UNAM, 20 0 4, p. 3 41.


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te» a la visión paradisíaca de Colón, ya que se formuló «una perspectiva negativa, demoníaca de las culturas amerindias» que «había triunfado» y posteriormente «su influencia descendía como una gruesa neblina sobre toda declaración oficial o no hecha al respecto». De modo que ahora el Diablo europeo estaba en América y había que combatirlo. De este modo, los primeros cronistas y religiosos «descubrieron» al demonio que traían con ellos en todo el continente americano y buscaron propagar la doctrina del diabolismo en América en contraposición al cristianismo que ellos predicaban. Si ellos enseñaban un cristianismo con un diablo que lo hacía relevante, América tenía que tomar ese papel ya que ellos «traían» a Cristo. Con esta evolución ideológica «a lo largo de los siglos coloniales en América», el ataque de los religiosos a todo lo americano se volvió en un «empresa que los misioneros acometieron como un verdadero combate contra el demonio». 10 De ahí que estos diablificadores generalistas condenaron, no solo la religión sino a todo el continente americano en el que, según ellos, el Diablo reinaba con absoluto poder. De modo que desde el primer día que Cor tés llegó a tierra firme empezó a destruir imágenes americanas denominándolas diabólicas y substituyéndolas con las suyas. Fue Bernal Díaz del Castillo quien ya desde el principio perfiló el conflicto entre las dos religiones y dio la resolución permanente al conflicto religioso que iban a seguir todos los cronistas posteriores. Al llegar Cortés como visitante a una tierra ajena, delante de los americanos mandó destruirles y a quemarles sus dioses en su templo y Bernal notó un paralelismo religioso entre ambas culturas. Sin embargo, a pesar de las obvias semejanzas no está dispuesto a aceptarlos como sier vos de dios y dice que «el hábito que traían aquellos papas eran unas mantas prietas a manera de sotanas y lobas, largas hasta los pies, y unos como capillos que querían parecer a los que traen los canónigos, y otros capillos traían más chicos, como los que traen los dominicos…». 11 Pero Bernal buscando relevancia o justificación para la religión que ellos traían, ofreció de inmediato la solución al problema agregando una nota interesante indicando que «hedían como azufre». Ya desde este primer encuentro Bernal buscó en su mente una imaginada oposición y asignó a los sacerdotes indoamericanos al Diablo europeo con su «olor a azufre» dentro del pen .  Fernando Cer vantes, The Devil in the New World: The impact of Diabolism in the New World, p. 8. 10.  Beatriz Vita, «La evangelización del Chaco y el combate jesuítico contra el Demonio». 11.  Diego Muñoz Camargo, ed., Germán Vásquez, Historia de Tlaxcala, España, Información y Revistas, 1986, p. 201. El énfasis en cursiva agregado a lo largo del artículo es mío, a menos que sean títulos de libros.


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samiento europeo, a pesar del gran paralelismo con el catolicismo en los vestuarios visibles y tangibles de los sacerdotes que vio. Todo, sin entender la religión americana o siquiera su lengua en este primer encuentro. Eran los prejuicios religiosos del pensamiento europeo en contra de la realidad tangible la que se escogía ver. Bernal no tomó en cuenta que acaban de quemar a los dioses indoamericanos y que el olor a «azufre» pudo venir de ahí, sino que simplemente asoció a los religiosos indoamericanos con el demonio que ellos mismos traían por medio de azufre evitando la competencia religiosa y optando por ignorar la realidad ante sus ojos. Era el prejuicio ideológico religioso el que se imponía sobre la realidad americana. La gran mayoría de los invasores que le siguieron iban a hacer lo mismo, religiosos o no. El «triunfo» de la cruz En el principio, sin embargo, cuando llegaron los primeros invasores religiosos, imaginaron que con su simple llegada el Diablo se asustaría con la imagen de la cruz huyendo temeroso, y que América quedaría a salvo en las manos del Cristo que ellos traían. Es así que Jerónimo de Vivar en un canto triunfante escribe que al llegar los europeos con el catolicismo logró que «se sembrase nuestra Santa Fe católica y religión cristiana, y que de ellos fuesen lanzado el demonio, y quebrasen los ídolos y derribasen sus templos, cayendo en los engaños y lazos que el demonio los insistía, y se poblase de templos donde se celebrase el culto divino». 12 Mendieta también afirma que «con él (Cristo) y las cruces que por todas partes se levantaron, huyeron los demonios y no hablaban como antes a los indios, de que mucho se admiraban ellos». 13 Torquemada empieza su Monarquía Indiana diciendo que es preciso alabar a Dios por «los lugares y gentes que el demonio tenía para su falsa adoración y ser vicio», y que ahora con el cristianismo Dios «se los quitó y trajo a su santo conocimiento». 14 Todo un milenio de religión americana, se pensaba, quedaría totalmente obliterada con la simple imagen de la cruz, y ahora América sería un paraíso cristiano donde Dios y ellos triunfaban sobre el Diablo. Compartiendo también esta «victoria» de Dios sobre el Diablo americano que imponían por la espada, Sahagún al escribir al Papa le informa satisfecho que: «…los muros de Jericó han caído 12.  Jerónimo de Vivar, Crónica de los reinos de Chile, Madrid, Cofás, S.A., 20 01, p. 38. 13.  Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, México, Consejo Nacional para la cultura y las artes, 1997, p. 135. 14.  Juan de Torquemada, Monarquía Indiana, México, Universidad Autónoma de México, 1979, p. 10.


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a la voz de las trompetas evangélicas: que es que los más fuertes idólatras de este Nuevo Mundo, que son los habitadores de esta Nueva España» porque «se han rendido a la santa fe católica de la Iglesia Romana y van de cada día aprovechando el cristianismo». 15 Era una guerra en contra del «Diablo» americano que todos los religiosos europeos imaginaban ganar. Sin embargo, aunque muchos de los cronistas reclamaron una rotunda victoria al principio sobre el diablo que ellos mismos introdujeron, no pudieron ver que «mientras que México [y otros lugares de América] se cubre de iglesias y que las cruces señalan solemnemente todos los lugares santos, los nombres de los dioses precolombinos permanecen en todos los labios». 16 El catolicismo no había triunfado, se había impuesto por la fuerza en varios pueblos invadidos que nunca lo aceptaron de corazón. Era un triunfo religioso imaginado que parecía buscar la justificación de la gran destrucción americana y el control de todo un continente en el nombre de Dios. Fracaso del cristianismo A pesar de todas las victorias anunciadas, pronto los religiosos cristianos se enfrentaron a la realidad de la continua resistencia al cristianismo. Es aquí donde empieza el enconado ataque religioso y la necesidad de la inquisición en América. Pronto los eventos parecen apuntar hacia una derrota del cristianismo, no un triunfo cristiano como el que anunciaban al principio. Aunque algunos han afirmado, tanto en aquellos tiempos como en los nuestros, que el cristianismo fue aceptado, el rechazo silencioso al cristianismo se generalizó abiertamente o en silencio fingiendo aceptarlo por temor a perder su vida. Como apuntara Jiménez Moreno, «Debieron ser, así mismo, muy numerosos, los que exteriormente abrazaron el cristianismo, pero que en su fuero interno se propusieron seguirles fieles a sus antiguos ídolos», porque además, «hubo también numerosos grupos renuentes a la religión cristiana que abandonaron sus pueblos y se remontaron a las sierras para adorar a sus dioses». 17 El rechazo al cristianismo fue importante en la diablificación de América porque propulsó enconadamente los ataques a las religiones americanas. 15.  Bernardino de Sahagún, Breve compendio de los ritos idolátricos que los indios de esta Nueva España usaban en tiempo de su infidelidad, México, Lince, 1990, p. 4. 16.  Christian Duverger, La conversión de los indios de la Nueva España, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 20 4. 17.  Wigberto Jiménez Moreno, «Los indígenas frente al cristianismo» Estudios de Historia Colonial, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1958, p. 114.


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Al descubrir que los indoamericanos continuaban adorando a sus dioses y al ver ese rechazo al cristianismo, o aún ese «teoyismo» o sincretismo, del que habla Klor de Alva, los europeos empezaron a formular una visión diferente de las religiones indoamericanas ligándolas directamente con Satanás. De modo que «el proceso de cristianización, por más que justificaba la misma empresa de la conquista y la colonización en principio, en la práctica era prácticamente no existente hasta que se descubrió a Satanás en control de los nativos en tierra firme de Mesoamérica», porque ahora «el cargo de la cristianización brincó los documentos y memorándum oficiales y se transformó en un riguroso praxis de combate en contra las religiones indígenas». 18 En muchas ocasiones en México, por ejemplo, los indoamericanos rechazaron el cristianismo colocando sus imágenes tras las cristianas en las iglesias católicas simulando que adoraban las imágenes cristianas, 19 al tiempo que los cristianos sistemáticamente sustituían dioses y lugares sagrados de los americanos con sus imágenes. 20 El diablo en América Es aquí donde se abre una guerra abierta a todo lo americano relacionándolo con el Diablo. Se le veía en todas partes religiosas o civiles. Muchos de los ejemplos de conversión de los religiosos eran casos donde se oía o veía al demonio y era derrotado por la cruz. 21 Más aun, el demonio aparecía a muchas personas públicamente a la vez. Dice Villagrá que en el área de Nuevo México se les apreció el demonio a muchos «en figura de vieja rebocado / dava pauor y miedo imaginarla… / el rostro descarnado macilento / de fiera y espantosa catadura/ desmesurados pechos, largas tetas… / sumidos ojos de color de fuego…». 22 Cualquiera podía ver al diablo en América porque estaba en todo lugar y parecía luchar tenazmente en contra del Dios cristiano «para impedir la acción de los misioneros», y «aunque algunas veces se vea aterrado y confundido, no pierde las esperan18.  J. Jorge Klor de Alva, «Spiritual Warfare in Mexico: Christianity and the Aztecs» diss., University of California, Santa Clara, 1980, p. 5. 19.  Véase el temprano trabajo de Anita Brenner, Idols Behind Altars, No da lugar, Payson & Clarke, 1929. 20.  Véase Enrique Florescano en Memoria indígena, México, Taurus, 1999. Véanse las páginas 248-265. La Virgen de Guadalupe misma fue el producto de ese sistema de sustitución porque los indoamericanos no aceptaban una virgen blanca que los discriminaba e ignoraba continuamente. 21.  Véase Fernando Benítez, Los demonios en el convento, México, Edición Era, 20 03. 22.  Gaspar de Villagrá, Historia de Nuevo México, España, Cofás, 20 01, p. 74.


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zas y, repuesto del golpe, embiste con más furia», no obstante de «balde pretende el diablo destruir lo que Dios quiere edificar». 23 La guerra contra el diablo «americano» la tenían ganada porque el dios cristiano estaba de su parte. Alonso de Ovalle, por ejemplo, dice en su Histórica Relación del Reino de Chile, que al llegar los invasores a la isla del Salvador se «levantó una hermosa cruz, que fue como intimar las provisiones reales del supremo Rey de Gloria, al infierno todo para que despojase aquella tierra que tantos siglos había le tenido tiranizada». 24 La presencia del Diablo en América era «real» y por lo tanto la cruz cristiana obraba milagros. El padre Bernabé Cobo en el Perú también afirmaba que el diablo «reinó sobre ellos por muchos siglos hasta que el poder de la Cruz empezó a arrebatarle la autoridad y a sacarlo de esta tierra como de las otras regiones del Nuevo Mundo». 25 Motolinia, entre otros, afirmó lo mismo y pronto el Diablo fue declarado y asentado en las crónicas americanas como el dios de América. De esta manera, aun cuando los indoamericanos rechazaban el cristianismo, era el demonio el que los predisponía al cristianismo por razón del control que tenía sobre ellos. Todo fracaso religioso que tenían se lo atribuían al Demonio que les imponían. Como afirmara el Padre Estevan de Perea en 1633, los americanos recibían a los religiosos cristianos «con frialdad, porque el diablo trataba en toda forma posible impedir y obstruir la promulgación de la ley divina». 26 El americano no tenía raciocinio para aceptar o rechazar un concepto, el Diablo cristiano determinaba todo por ellos. De este modo, entre los mismos acusadores religiosos se formaron dos bandos entre los misioneros, «aquellos que creían que las culturas americanas y sus creencias eran diabólicamente inspiradas y por lo tanto debían ser obliteradas, y aquellos que buscan un acercamiento gradual». 27 Era un problema que precisaba un remedio inmediato y en la mayoría de los casos se optó por la destrucción de lo americano. 23.  Edberto Oscar Acevedo, Dos Historiadores Franciscanos y los Indios, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 20 02, pp. 31-32. Cita al Padre Comajuncosa en el área entre Bolivia y Argentina. 24.  Alonso de Ovalle, Histórica Relación del Reyno de Chile, Instituto de Literatura Chilena, 1969, p. 138. 25.  Father Bernabe Cobo, Inca Religion and Customs, tr. y ed., Roland Hamilton, Austin, U Texas P, 1990, p. 3. 26.  Ramón A. Gutiérrez, When Jesus Came, the Corn Mothers Went Away: Marriage, Sexuality, and Power in New Mexico, 150 0-1846, California, Stanford UP, 1991, p. 6 4. 27.  Charles H. Lippy, Robert Choquette, Stafford Poole, Christianity Comes to the Americas 1492-17 76, New York, Paragon House, 1992, pp. 40-41.


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Propagación del diabolismo González Peña ha dividido en cuatro a los cronistas en América: 1.) Los que nunca estuvieron en América como Pedro Mártir y Gómara; 2.) los invasores militares como Cortés y Cieza de León; 3.) los religiosos misioneros como Las Casas y Sahagún, y 4.) los cronistas indoamericanos como Huaman Poma y Chilam Balam. 28 De estos grupos, el primero que perteneció al «descubrimiento y grandeza» de España no desarrolló la doctrina del diabolismo en forma considerable, ya que nunca estuvieron en América ni tuvieron que comparar nada. Además, no podían diablificar el «logro europeo del descubrimiento» de un Nuevo Mundo restándole gloria a España. Todos los demás lo hicieron diablificando a América en forma total. Más aún, se puede hablar de un quinto grupo de cronistas americanos que continúo la tradición del diabolismo en América. Estos fueron los cronistas mestizos posteriores a la conquista quienes buscando favores por el lado de sus familiares vencedores, continuaron su ataque a su propia cultura afirmando el diabolismo a toda su cultura en las crónicas que escribieron; como bien podemos verlo en los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega, la Relación de Texcoco de Juan Bautista Pomar, y la Historia de Tlaxcala de Muñoz Camargo, entre otros. Fueron estos mestizos ambivalentes los encargados de insertar retroactivamente al Diablo cristiano en su propia cultura bajo el dominio de los invasores legitimando la diablificación de América. De modo que todo lo inexplicable de su propia cultura, ya no solo sobre la religión, sino sobre cualquier cosa, venía del Demonio. El mestizo Garcilaso, por ejemplo, inventando y cristianizando la historia de los incas dice en sus celebres Comentarios Reales que cuando el sacerdote Montilla fue a ver la construcción inca con sus enormes piedras «le parecieron mayores que la fama» y por lo tanto le nació la duda de «imaginar que no pudieron asentarlas en la obra sino por arte del demonio». 29 Los grandes milagros físicos o abstractos en América era todo obra del demonio. Aun en las guerras que ocurrieron en el Perú «el demonio inventó en aquel imperio por estorbar la predicación de nuestro Santo Evangelio», dice Garcilaso. 30 28.  Carlos González Peña, Historia de la literatura mexicana: Desde los orígenes hasta nuestros días, México, Porrúa, 1981, pp. 24-45. 29.  Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales, decimocuarta edición, México, Espasa Calpe, 1942, p. 87. 30.  Garcilaso de la Vega, op. cit., p. 143.


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Muñoz Camargo, otro mestizo que se avergonzaba de su pasado indoamericano, en su Historia de Tlaxcala también se apresuró a diablificar a su pueblo cerrando los ojos a toda otra posibilidad. En el Antiguo Testamento Abraham, David, Salomón y otros tuvieron muchas mujeres que Jehová les daba, pero en América «el demonio les indujo a que tuviesen todas las que pudiesen sustentar». 31 «Como el demonio», dice Camargo, es el «enemigo del género humano, se vive tan apoderado de estas gentes, siempre las traía engañadas y jamás las encaminaba en cosas que acertasen, sino con cosas con que se perdiesen y se desatinasen». 32 Más adelante, al buscar una diferencia entre los europeos y los indoamericanos dice que: «la ventaja que tenemos sobre los otros hombres solo está en ser cristianos, en ser vir, como ser vimos, a un solo Dios verdadero», y agrega que «la diferencia que hay entre nosotros y vosotros es que vosotros ser vís a las estatuas y ídolos semejantes al Demonio». 33 Es decir, cortaba sus raíces con su pueblo para contarse entre «el nosotros» de los invasores que dominaban con sus imágenes religiosas cristianas, también hechas por mano de hombre. El complejo de inferioridad en América nació con estos mestizos acomplejados, avergonzados de su propio pueblo vencido. Se creó esta vergüenza por «lo nuestro» que estuviera en conflicto con los que dominaban, tendencia que aun podemos ver en la «desindigenización» que busca Vargas Llosa quien desea «acabar con los indios en el nombre del capitalismo social dar winista» en el que «ni siquiera permitiría a la cultura indígena el derecho de existir». 3 4 De ahí que la tergiversación de la doctrina indoamericana que reclamaba que sus dioses les habían enseñado todo esto, pasaba ahora a ser obra del demonio aun en los escritos de los mismos cronistas indoamericanos. En el contexto histórico, probablemente el primer paso en el proceso de la diablificación americana fue ese egocentrismo europeo que ha distorsionado mucha de la historia de otros países fuera de Europa usando la religión como un evidente mecanismo de imposición y control. Como anota Florescano, «cada vez que la experiencia americana fue contemplada con los lentes del etnocentrismo europeo se deformaron los modos de imaginar y recoger el pasado creado por los pueblos aborígenes». 35 Nadie vio la perspectiva americana en forma positiva como parte íntegra de la cultura. 31.  Diego Muñoz Camargo, ed., Germán Vásquez, Historia de Tlaxcala, España, Información y Revistas, 1986, p. 158. 32.  Muñoz Camargo, op. cit., p. 179. 33.  Muñoz Camargo, op.cit, p. 201. 3 4.  Ronald Wright, Stolen Continents: 50 0 years of Conquest and Resistance in the Americas, New York, Houghton Mifflin Company, 1992, p. 7. 35.  Enrique Florescano, Memoria indígena, México, Taurus, 1999, p. 14.


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El problema con respecto a América es que «el modelo de la interpretación de las sociedades indígenas fue el entendimiento tradicional cristiano del judaísmo», como apuntara Sokolow. Y en este modelo, según defendían, «primero los católicos y después protestantes como Martín Lutero, ellos entendían la Biblia Hebrea mejor que aquellos quienes primero la escribieron e interpretaron», los judíos mismos. Por lo tanto la Biblia tenía que ser «autoritativamente traducida, anotada, e interpretada por cristianos [europeos] para que fuera válida». 36 Es decir, hubo una apropiación de una escritura ajena, como lo era la Biblia, insertándose la necesaria interpretación para colocarse ellos mismos como los electos de Dios asignando un lenguaje negativo al resto del mundo que no fuera como ellos. Es decir, se le robaba la religión a un pueblo para imponerla a otro atacando a los judíos de quien la tomaron y a los americanos a quienes se la imponían con el mismo texto bíblico ajeno. Es así que «la mayoría de los cristianos usualmente escribieron de las culturas indígenas en lo que mejor puede describirse como lenguaje de contienda». El mismo lenguaje negativo que se usó contra los judíos y después los musulmanes, ahora «los cristianos usaron el lenguaje de contienda para diablificar a pueblos más allá de sus fronteras y para justificar atentados de conversión y conquista». 37 Es con esta actitud de arrogancia egocentrista en la manipulada interpretación de la Biblia que se juzga y condena a todos los no ellos. De modo que así como se apoderan de la Biblia para sojuzgarla y usarla ajustada a sus prejuicios, de igual manera se hizo con las religiones americanas. El problema de esta ideología religiosa era que nunca se consideró la opinión de aquellos que conocían y vivían su propia religión, igual que en el caso de los judíos. La ideología y lenguaje egocentrista ya venían por delante predispuestos a diablificar imponiendo prejuicios sobre la realidad americana. Por otro lado, y por razón de esa misma arrogancia religiosa, las religiones indoamericanas en el principio no se consideraron lo suficiente importantes hasta que gradualmente se fue notando esa complejidad de la religión de los Aztecas, los Mayas, los Incas y otras sociedades más desarrolladas que resistían el cristianismo. Tal fue el caso que en el principio las primeras ingenuas obser vaciones como las de Colón en su Viajes y la más tardía de André Thevet en Norteamérica y Brasil reclamaban que los indoamericanos no tenían ninguna religión o Dios. 38 Solo había 36.  Jayme A. Sokolow, The Great Encounter: Native Peoples and European Settlers in the Americas, 1492-180 0, New York, Armonk, 20 03, p. 5. 37.  Jayme A. Sokolow, op. cit., p. 6. 38.  En este caso, véase Roger Schlesinger, ed. y tr., André Thevet’s North America: A Sixteenth-Centur y View, Kingston and Montreal, McGill-Queen’s UP, 1986. Dice Thevet por ejemplo que «Todo el pueblo canadiense desde Florida a la tierra


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ídolos falsos según los cronistas. La desinformación religiosa era obvia, no conocían su cultura, religión o lengua en las diferentes regiones, pero ya se escribían registros oficiales autoritativos sobre lo que no sabían virtualmente nada, y ya operaban prejuicios desinformativos que buscaban minimizar a América ante Europa a nivel de la religión. En vista de que para poder «imponer» un Dios a los indoamericanos primero era necesario negárselo, se creó un vacío total para poder insertar el suyo después. Establecida la necesidad, se procede a imponer al dios cristiano por la fuerza si fuera necesario con la doble espada de hierro subyugando al americano por un lado, y la de la diablificación por delante destruyendo su religión americana a la vez buscando un absoluto control. De este modo, podemos decir que se definió a los indoamericanos por su ausencia, como señala Sokolow, por no ser como los europeos. «No eran cristianos. …habían vivido en “la gran oscuridad de la idolatría y sin fe” a causa de «nuestro antiguo enemigo Satanás». 39 Eran del Diablo porque no eran de los nuestros. No se necesitaba entender al otro, estaban allí para juzgar y condenar, no para entender. Además, si en un principio se celebró el «descubrimiento de América» como un paraíso para «engrandecer» a Europa, ahora había que poseerla y sojuzgarla comparativamente, por lo que se le condenaba al diablo al paso que se le destruía. América pasó de pronto a ser la tierra del demonio. El lenguaje americano Otro paso en el proceso diablificador era la destrucción de la lengua americana con la que se comunicaba este «evangelio del demonio», y pronto se procedió a suprimirla, junto con muchas otras cosas de la cultura americana. Como la lengua era la base de todo en la cultura, al destruirla se destruía al demonio también. Como dijera León-Portilla en El destino de de Labrador [Labrador], incluyendo Cacaleos y las vecinas islas (tantas como sean habitables), está sin ningún tipo de ley o religión, viviendo por el instinto de la naturaleza, ya que no tienen ceremonias o forma de orar a Dios, a quien ellos tienen la fantasía de llamar Cudragny» (p. 45). Thevet básicamente priva a toda Norte América de Dios aunque en muchos otros casos se contradice discutiendo las ceremonias religiosas que ve y que prontamente diablifica. Véanse por ejemplo las páginas 14 4-147. Este es un factor constante del libro. En el caso de América del Sur, véase también Jean de Lér y, Histor y of a Voyage to the Land of Brazil, Other wise Called America, Berkeley, U California P, 1990. Véase especialmente el capítulo XVI titulado: «Lo que uno podría llamar religión entre los salvajes americanos: … y de la gran ignorancia de Dios en la que están sumergidos» (13 4-151). 39.  Jayme A. Sokolow, The Great Encounter, p. 116.


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la palabra, los religiosos cristianos «vieron en ella la obra del Demonio» y por lo tanto «hicieron cuanto estuvo a su alcance para suprimirla». De este modo «quemaron de hecho numerosos códices y prohibieron se siguieran entonando los antiguos cantos». 40 Se buscaba suprimir la palabra americana en toda su forma. Landa, por ejemplo, uno de los mayores destructores de la cultura Maya, como emisario del diabolismo cristiano que venía a implantar «confiscó veintisiete libros de jeroglíficos sagrados hechos de papel de corteza de árbol y piel de venado en forma de acordeón y los quemó junto con 5 0 0 0 iconos americanos religiosos el 12 de julio de 1562» y de todo esto «solo tres textos antiguos sobrevivieron el devastador infierno de Landa». 41 Es así que los misioneros llegaron «para predicarles una fe ajena o quemarle los códices de su propia fe» 42 forzándolos a su religión. Aunque algunos justificadores de la historia oficial han tratado de indicar que no fue mucho lo que se destruyó, la historia no parece estar a su lado. En todo caso, se buscaba destruir al Diablo que imponían por medio de la escritura americana que lo desconocía y evitar que la nueva generación aprendiera el lenguaje de sus padres. Así que se suprimía la escritura y se evitaba el aprendizaje futuro en su lengua en las nuevas generaciones. Por lo que «los franciscanos comenzaron a irradicar el idioma indoamericano escrito educando a los niños mayas con el español y el latín» (10 4). La misma suerte corrió el resto de América de un modo u otro. Una vez diablificada la lengua para futuros escritos, se vuelve a lo ya escrito y se procede a reescribir la historia americana pasada sustituyendo al Dios americano por el Diablo europeo. Como apunta Wachtel, «paradójicamente (pero sabemos que los cristianos del siglo xvi asimilaban los dioses indígenas al diablo) los misionero españoles reconocen tal yuxtaposición». 43 En la región andina, por ejemplo, el dios Tuñapa que hacía milagros sobrenaturales «debió de ser algún demonio o algún per verso hombre que con su ayuda hizo estos embustes y preuino con estas astucias infernales…». 4 4 En otro caso, usando el mismo sistema «el 40.  Miguel León-Portilla, El destino de la palabra: De la oralidad y los glifos mesoamericanos a la escritura alfabética, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 18. 41.  Jayme A. Sokolow, The Great Encounter, p. 10 4. 42.  Nicolás Marinkev, América autóctona: Conquista y Reivindicación, Buenos Aires, Búsqueda de Ayllu, 1993, p. 12. 43.  Nathan Wachtel, Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570), Madrid, Alianza Editorial, 197 1, p. 236. 4 4.  Nathan Wachtel, El regreso de los antepasados: Los indios Urus de Bolivia, del siglo x x al x v i El regreso de los antepasados: Los indios Urus de Bolivia, del siglo x x al x v i , México, Fondo de Cultura Económica, 20 01. p. 519.


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diablo también reviste en el universo andino rasgos específicos» con su «estereotipo europeo» la palabra «supay, que en un principio se refería a los espíritus de los muertos» para que fuera «interpretado como diabólico… de modo que supay quedó cargado con un nuevo significado» 45 diablificando la historia. Cuando los religiosos franceses en Norteamérica encontraron paralelos entre ambas religiones «ellos inevitablemente buscaron puntos de contacto con su fe» y «además de transformar a Manitou u Orenda al dios cristiano, algunos se inclinaban a leer a Dios y al Diablo en el relato dualístico de los hermanos del bien y el mal». 46 Entre los mayas, aun los Sacerdotes de los Ah Kines entre los mayas, a pesar del odio que sintieron por los dzules barbudos que habían causado todo mal entre su pueblo, se vieron obligados a registrar que «les dolía el corazón porque vendrían los extranjeros y terminarían el imperio del demonio». 47 El lenguaje estaba controlado por los asesinos de su pueblo y ese era el nuevo término oficial que se vieron obligados a usar para sus dioses. Los dioses americanos que hablan Los diablificadores de América notaron también que en la religión americana sus dioses aún se comunicaban con ellos, les hablaban y los guiaban personalmente en estos días mientras que Cristo nunca les había hablado a los europeos más que a los judíos y ahora ya no hablaba personalmente a nadie en el cristianismo. Si dios no hablaba directamente a los cristianos, tampoco iba a hablarles a los americanos y por lo tanto quien les hablaba, guiaba, e instruía era el Diablo. En América sin embargo, así como Cristo hablaba a los judíos bíblicos en tiempos antiguos, el Diablo personalmente los guiaba directamente en lo que tenían que hacer. Gómara dice por lo tanto que «aparecía y hablaba el diablo a estos indios muchas veces… Persuadíalos a sustentar los ídolos y sacrificios» y «aconsejábales que no dejasen su buena conversación…». 48 Cieza de León en el área del Perú entre los incas dice que tenían «indios los más entendidos que habla-

45.  Nathan Wachtel, El regreso de los antepasados: Los indios Urus de Bolivia, del siglo x x al x v i , p. 555. 46.  Charles H. Lippy, Robert Choquette, Stafford Poole, Christianity Comes to the Americas 1492-17 76, p. 180. 47.  El libro de los libros de Chilam Balam, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 10 0. 48.  Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, México, Editorial Porrúa, 1988, p. 328.


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ban con el Demonio». 49 En uno de los casos al descubrirse cuatro huacas «el visitador tomó la huaca y se la llevó a casa haciendo venir después a la india con el fin de interrogarla». Al entrar la india por la puerta «el demonio la saludó y le dijo: “Hamuy sumác ñusta: sed bienvenida princesa”» y «el sacerdote, oyendo hablar a la piedra, fue presa de gran terror y espanto, y cayó como desvanecido». La india le hace «mil reverencias» a su huaca y «se puso a reanimar al sacerdote, diciéndole para calmarle: “Mira, padre mío, es nuestro Dios”». 50 En México pasa lo mismo con Huitzilopochtli al guiar a los aztecas de Aztlán a Tenochtitlan. Aunque los cristianos hablaban de Dios y con Dios en sus altares, les era inconcebible que su Dios cristiano les respondiera. Ninguno de los cristianos podía reclamar la voluntad inmediata de Dios porque toda su religión se basaba en la interpretación de los escritos de otro pueblo a quien ellos mismos perseguían, los judíos. Los americanos parecían tener el contacto directo con sus dioses del que los cristianos carecían. Para los cristianos sin embargo, era el diablo el que los guiaba y los esclavizaba a su persona. Por eso decía el Padre Chome en el área del Perú que los indios en América «no reconocían divinidad alguna… y eran esclavos del demonio». 51 La religión pragmática americana buscaba la comunicación inmediata con Dios para guiarlos, no la relación de este con otros pueblos. Los cristianos por su parte, en vista de que no tenían una comunicación oral directa con su dios nuevamente atribuyeron al demonio que traían a toda comunicación divina con los americanos. Dios nunca podía hablar a sus hijos en América, solo el diablo cristiano que les imponían. Revisión de la historia americana Además de la lengua y la escritura, se procede a hacer una revisión cultural diablificadora en general y en la historia misma que existía mucho antes de la invasión. En la Placa 6, por ejemplo, notamos «La demonización de Tlaloc y Huitzilopochtli» donde en la cúspide de la pirámide ahora aparecían estos dioses indoamericanos como diablos europeos con cuernos. En «La historia de la nación mexicana», escrita después de la llegada de los europeos, y obviamente con su influencia y presión, se 49.  Pedro de Cieza de León, El señorío de los Incas, Madrid, Crónicas de América, 20 0 0, p. 31. 50.  Nathan Wachtel, Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española, p. 236. 51.  Edberto Oscar Acevedo, Dos historiadores Franciscanos y los indios, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 20 02, p. 4 4. Cita al Padre Ignacio Chomé entre los Chiriguanos.


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vuelve a los orígenes de la historia de los aztecas a reescribir la historia de estos, diablificando a los dioses indoamericanos; y ahora el «códice indoamericano» indica que «de Colhuacan salieron llevando al diablo a quien adoraban como a dios, el Huitzilopochtli». 52 Más adelante cada vez que se referían a este dios se le refirió como el «diablo». Entre los Incas al mensajero que llegó volando y que les indicó dónde constr uir Cusco y habla de su futura gloria «sin dubda debió de ser algún demonio», afirmó Cieza de León, y «si en esto que cuentan algo es verdad», lo es «permitiéndolo Dios». 53 No fue suficiente diablificar lo que se encontró, sino que los cronistas se volvieron a las raíces indoamericanas que nunca vieron o sintieron para asegurarse que el Diablo que imponían estuviera de principio a fin entre todo lo americano. Esta diablificación retrospectiva miraba hacia atrás buscando condenar toda la historia americana sin que la conocieran. Sin embargo, era necesario buscarle bases al «diabolismo americano» para poder explicar al Diablo en la historia de América en forma convincente. Por lo tanto los cronistas buscaron raíces filosófico-religiosas que justificaran la presencia del Demonio en América. En el caso de Sahagún, este proyectó el pecado universal explicando que todo el asunto de los dioses indoamericanos «provino, en parte, por la ceguedad en que caímos por el pecado original, y en parte por la malicia y envejecido odio de nuestro adversario Satanás que siempre procura de abatirnos a cosas viles, ridículas y muy culpables». 54 Era el pecado de Adán el que los sujetaba al demonio desde el principio. En forma contraria, Motolinia los culpó directamente al ver que en el «mismo México eran ser vidos y honrados los demonios» 55 por lo que Dios da el remedio «matando muchos de ellos con las plagas y enfer52.  Historia de la nación mexicana, edición y notas de Charles E. Debble, Madrid, Porrúa, 1963, p. 20. 53.  Pedro Cieza de León, El Señorío de los Incas, p. 41. 54.  Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, 2. Primera versión íntegra del texto castellano del manuscrito conocido como Códice Florentino, México, Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1989, p. 477. Valga notar que a pesar de su ataque al diabolismo indoamericano, Sahagún no culpa al indoamericano por sus tradiciones, sino que acusa al Demonio. Además en su Breve compendio de los ritos idolátricos que los indios de esta Nueva España usaban en tiempo de su infidelidad dirigido al Papa, no da el nombre de «diablo» a los dioses indoamericanos, sino ídolos. Sahagún parece entender mejor el papel del otro y se nota cierto respeto a la cultura que describe, aun cuando no concuerda con el cristianismo al que él pertenece. 55.  Toribio de Benavente, ed., Edmundo O., «Historia de los indios de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 1995, p. 22.


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medades ya dichas». 56 De este modo, Dios mataba a los americanos con las enfermedades que traían los europeos al continente americano por un diabolismo que se les imponía. El padre Cobo en el Perú, también los culpó por sus propios pecados y afirmó que el Diablo los dominaba «porque estaban inmersos en un abismal orden de vicios y pecados que habían llegado a ser indignos de recibir la luz pura que acompaña el conocimiento del creador». 57 Los europeos ya libres del pecado por Cristo, sin embargo, eran ahora los apóstoles de salvación a los indoamericanos. América era un pueblo caído en las garras de Satanás que tenía que ser rescatada por los europeos quienes peleaban al lado de Dios en contra del Demonio. Se crea un claro ambiente diabólico y según las palabras de Fray Toribio de Benavente en su Historia: «era esta tierra un traslado del infierno, ver los moradores… unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando… en especial en las fiestas de sus demonios». 58 La diablificación de toda ceremonia religiosa en América era absoluta, no importa qué tan sagrada hubiera sido para los indoamericanos. En el norte el racismo anglosajón de los puritanos iba más lejos aun. Ahí, el indio era el Demonio mismo, pero no la tierra que les arrebataban al matarlos sin la piedad religiosa que pregonaban. En las palabras de Cotton Mather, el americano «era un verdadero Diablo encarnado, un agente empleado por el mismo Satán para vencer al pueblo elegido de Dios», los Estados Unidos. 59 Tal era la desinformación religiosa que se dio en todo el continente sobre la diablificación americana, que ya cronistas como Olmos, Martín de Castañeda, Juan de Grijalva, Díaz del Castillo, etc., todos firmemente creían y predicaban la total diablificación de América. 60 En el grabado del Confesionario mayor de 1565 de Alonso de Molina, por ejemplo, vemos a un indoamericano confesándose ante un franciscano. Tras del franciscano está un ángel y tras el indoamericano un diablo europeo 56.  Toribio de Benavente, ed., Edmundo O., «Historia de los indios de la Nueva España, p. 21. 57.  Father Bernabe Cobo, Inca Religion and Customs, p. 3. 58.  Toribio de Benavente, Historia de los indios de la Nueva España, Madrid, RAYCAR, 1985, p. 75. 59.  Nicolás Marinkev, América Autóctona: Conquista y Reivindicación, Buenos Aires, Ayllu S.R.L., 1993, p. 58. Sobre este tema véanse Samuel G. Morton, William Dean Howells, G. Stanly Hall, Oliver Wendell Holmes, Charles Francis Adams y al Presidente Theodore Roosevelt, entre muchos otros. Véanse las páginas 196-246 en David E. Stannard, The Conquest of the New World: American Holocaust, New York, Oxford UP, 1992. 60.  Louise M. Burkhart, The Slipper y Earth: Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Centur y Mexico, Tucson, U Arizona P, 1989. Véanse las páginas 39-45.


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con cuernos y cara de cerdo sosteniendo al indoamericano. Aun ya dentro de la iglesia y confesándose el indio poseía al demonio, mientras que los europeos, a pesar de todas sus acciones demoníacas que veían los indoamericanos en robos y sangrientos asesinatos crueles, eran representados por un ángel. Abundan las fuentes entre los cronistas que diablificaron a los indoamericanos aún en tiempos más retirados del encuentro como en el caso de Clavijero en su Historia Antigua de México, por ejemplo. La nueva historia americana Algún tiempo más adelante, los historiadores indoamericanos, ya «cristianizados» y educados bajo la super visión europea, también iban a afirmar, en contra de su propio pueblo, esta doctrina del diabolismo indoamericano impuesta por los invasores en sus escritos. Cuando el indoamericano Huamán Poma no pudo explicar el gran conocimiento del Inca en su Corónica, por ejemplo, dice que «a dicho inga le enseñaban los demonios por donde lo supo todo». 61 Ya sea que no lo creía o que estaba bajo presión y amenaza de su propia vida, ya que su Nueva corónica y buen gobierno iba dirigida al rey, Huamán Poma también negó la realidad de una visión divina a los indoamericanos, su mismo pueblo. El Inca Yupanqui hace lo mismo diciendo que «por suerte del demonio sabía todo Castilla, y Roma y Jerusalén y Turquía» y por «suerte de los demonios sabía que habían de venir a reinar los españoles». 62 En América era el demonio el que los guiaba e informaba sobre todo. Lo irónico de esta posición fue que si los demonios anunciaban la llegada de los extranjeros, entonces los cristianos venían anunciados por los demonios y como sier vos de estos traían «un evangelio endemoniado». Pero los cronistas no pudieron ver esa implicación que los hacia partidarios del demonio que tanto predicaban y atacaban en América. La nueva historia de América por lo tanto tenía que registrar la presencia impuesta del diablo cristiano. Ya se ha mencionado arriba la contribución diablificadora de Muñoz Camargo, el Inca Garcilaso y aun Ixtlilxóchitl entre otros. Los presagios Otro importante factor diablificador fueron precisamente los presagios americanos de la llegada de los dioses caras pálidas que pasó a ser una de las primeras inquietudes que fomentó el «diabolismo americano». Aquellas 61.  Felipe Huamán Poma de Ayala, Nueva corónica y buen gobierno, Caracas, Ayacucho, no da fecha, p. 74. 62.  Huamán Poma, Nueva Corónica y Buen Gobierno, pp. 82-83.


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grandes nuevas proféticas que pregonaban la llegada de los dioses blancos ahora se cuestionaban como diabólicas. ¿Quién informó a los indoamericanos de su llegada, Dios o el Diablo? En vista de que no podían negar el hecho de que ya los indoamericanos sabían de su llegada con anterioridad, solo el diablo podía haberlos informado. Se inició el debate controversial sobre si Dios o el Diablo habían sido la fuente. Como apunta León-Portilla, «Jerónimo de Mendieta y el jesuita Acosta atribuyeron al Demonio ser causante último de tales portentos y profecías». 63 Motolinia, Benavente y Torquemada argumentaban por un Dios universal que amaba a todos sus hijos y por lo tanto también anunciaba el futuro a los indoamericanos. Bernardo de Lizana y Diego López de Cogolludo, entre otros, hacían del Demonio un sier vo de Dios «para que fuese declarada esta ley suya y que el mismo Demonio a quien adoraban, fuese el que se los dijese… ». 6 4 Desde esta perspectiva, por lo tanto, el Demonio europeo-cristiano pasó a ser un tipo de profeta de Dios para enseñar el Evangelio de Cristo a los indoamericanos y para informarles de los sucesos por venir. Es decir, el Dios cristiano se comunicaba con los indios por medio del demonio. El Diablo era entonces un tipo de profeta o sier vo del Dios cristiano enviado a las Américas. Esta postura ganó popularidad y pronto muchos empezaron a defenderla. Juan de Villagutierre, quien nunca vivió en América, por ejemplo, registró en su Historia de la conquista del Itzá que «abisábales la magestad de Dios» a los indoamericanos de la venida de los europeos por todo tipo de señales. De modo que «cumpliendo el demonio de su divino mandato, les dijese y anunciase la verdad de lo que les había de suceder». 65 Cieza de León aseguraba que a pesar de las leyendas del Dios Blanco en América, «hasta nuestros tiempos la palabra del Santo Evangelio no fue vista ni oída», y si algo bueno sabían era porque «el Demonio tuvo poder grandísimo sobre estas gentes, permitiéndolo Dios…». 6 6 Se estableció un obvio paralelismo para los cristianos invasores: Dios informaba a Europa por medio de Cristo y a América por medio del Demonio sobre el mismo evangelio. El Demonio pasa a ser un misionero de Dios enseñando su evangelio en América tergiversando la doctrina a la vez. En Chile el padre Diego de Rosales (1674) en su crónica abiertamente acusó también a los indoame63.  Miguel León-Portilla, «Profecías y portentos en vísperas de la conquista» en Ideas y presagios del descubrimiento de América, Leopoldo Zea, compilador, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 70. 6 4.  Miguel León-Portilla, art. cit, p. 75. León-Portilla cita a Lizana. Véanse las páginas 6 6-81 que tratan este tema en forma indirecta. 65.  Juan de Villagutierre, Historia de la conquista de Itzá, ed. Jesús M. García, Madrid, Información y Revistas, 1985, p. 73. 6 6.  Pedro Cieza de León, El señorío de los Incas, pp. 3 4-35.


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ricanos de no creer nada de «las verdades de la Sagrada Escritura» porque ellos ya tenían una versión diferente del diluvio y otras similaridades al cristianismo. Rosales concluye que «el Demonio se la mezcla con tantos errores y mentiras» y que solo saben «un diluvio de mentiras que el Demonio les ha enseñado y persuadido». 67 El demonio europeo había diluido el Evangelio de Cristo y trabajaba con la Biblia anhelosamente en América para confundir a los americanos con el mismo Evangelio de Cristo. Bases para el diabolismo americano Mientras la gran mayoría de los cronistas diablificaban a América en forma general, otros sistemáticamente buscaron bases al diabolismo comparando ambas religiones para justificar la diablificación americana. Al descubrir varios paralelismos entre la religión indoamericana y el cristianismo concluyeron que el Diablo había copiado el verdadero evangelio que ellos traían. De este modo, Mendieta hablaba de «los execramentos que [el Diablo] ordenó en su iglesia diabólica, en competencia de los Santos Sacramentos que Cristo nuestro Redentor dejó instituidos…». 6 8 Decía Mendieta que «dejó el demonio estortras sus señales y ministerios que pareciesen imitar a los verdaderos misterios de nuestra redención» (223). Entre estos sacramentos que copiaba el demonio, «el primero era a manera de baptismo…» donde se «rociaba o lavaba el niño… y poníanle nombre…» (223). Otras imitaciones eran la «circuncisión», «la confesión delante de sus dioses», ceremonias matrimoniales, la «comunión o recepción del sacramento», y las «aguas benditas» (224-5). En el reino incaico, el Padre Comajuncosa, afirmaba que era el Demonio el que buscaba obstr uir la obra de Dios por lo que «se conmovió el infierno para estorbar estos progresos» y «la semilla diabólica que había sembrado en aquel lugar el Dios fingido». 69 Aquí también el demonio engañaba a los americanos con el mismo Evangelio de Cristo fingiéndose quien no era. Tal ve z el mayor problema que los cristianos tuvieron que resolver en el campo religioso fue ese marcado paralelismo, del que hablaba Mendieta, que veían entre la religión que traían y algunos conceptos que encontraron entre algunas de las civilizaciones indoamericanas. Era fácil atacar los ritos indoamericanos por su diferencia con el cristianismo, pero 67.  Padre Diego de Rosales, Historia General de el Reino de Chile, Flandes Indiano, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, no da fecha, p. 18. 68.  Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, México, Consejo general para la cultura y las artes, 1997, p. 223. 69.  Edberto Oscar Acevedo, Dos Historiadores Franciscanos y los Indios, p. 31. Cita al Padre Comajuncosa en Manifiesto, pp. 139 y 195.


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¿qué explicación dar a la gran similitud religiosa entre las religiones indoamericanas y la europea? Fue el Padre Acosta quien iba a buscar solución a muchas de estas preguntas al producir una «clara» delineación entre la doctrina del diablo y la cristiana en su Historia Natural. Acusado de plagio por ya tener a la mano otros manuscritos de la historia americana, podía ahora el Padre Acosta formar un criterio continental de América, no solo por los manuscritos a su disposición, sino por su propia experiencia al vivir en el Perú y México. Acosta venía a asentar la historia aclarando «errores» y resolviendo conflictos. Llegó a la historiografía indiana después de la invasión cuando ya se había registrado el asombro europeo, la novedad, la invasión, etc., y cuando empezaba a surgir la seria problemática sobre asuntos metafísicos en América. ¿Eran de Dios todas esas ordenanzas religiosas de los indoamericanos similares al catolicismo? ¿Vinieron los indoamericanos de Adán? ¿Era el Dios de los blancos el de los indoamericanos? ¿Hablaba la Biblia de los indoamericanos y América? ¿Tenían derecho los indoamericanos en la religión católica cristiana y ante la ley? Fueron estas similaridades entre las dos religiones las que el Padre Acosta iba tomar más tarde para delinear su bien conocida doctrina del diabolismo indoamericano que ya venía creciendo desde la invasión americana. Por lo tanto, Dios no podía haberles enseñado la verdad a los indoamericanos porque entonces, ¿qué iban a enseñar los europeos a América? ¿No eran acaso ellos los escogidos para preparar al mundo para la segunda venida de Cristo enseñándoles el evangelio antes del fin? Dos opciones parecían obvias en esta dialéctica religiosa: los españoles habían llegado tarde con las nuevas cristianas, o, el diablo se les había adelantado para frustrar los planes de dios. Eran tantas las similaridades entre las dos religiones, que más adelante en la historia de México Fray Ser vando Teresa de Mier y los criollos mexicanos iban a retomar estas mismas similaridades evangélicas para reclamar, en forma contraria, que Santo Tomás de hecho había venido a enseñar el evangelio a los indoamericanos, 70 no el diablo. En su tiempo, sin embargo, el padre Acosta tomó estos paralelismos religiosos para formular su doctrina del diabolismo indoamericano comparando ambas religiones según sus similaridades. Acosta nota que «Dios tiene sacrificios y sacerdotes, y sacramentos religiosos, y profetas, y gente dedicada a su divino culto y ceremonias santas», y similarmente «así también el demonio tiene sus sacrificios y sacerdotes, y su modo de sacramentos, 70.  J. Lafaye tiene un breve capítulo que hace resumen sobre este asunto, «Santo Tomás-Quetzalcóatl, apóstol de México,» en Quetzalcóatl y Guadalupe, pp. 26 1-3 0 0.


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y gente dedicada a recogimiento y santimonia fingida, y mil géneros de profetas falsos». 7 1 El Diablo, dice Acosta, había enseñado un evangelio falso a los indoamericanos copiando de Cristo para engañarlos y llevárselos al infierno. Al buscar la explicación que diferenciara la religión europea con la indoamericana Acosta concluye que «el demonio ha tomado por su soberbia, bando y competencia con Dios, lo que nuestro Dios con su sabiduría ordena para su culto y honra, y para bien y salud del hombre», y en esta guerra entre Dios y el Diablo «procura el demonio imitarlo y per vertirlo, para ser él honrado, y el hombre más condenado». 72 De este modo, así como Dios «quiso que se le dedicase casa en que su santo nombre fuese con particular culto celebrado» explica Acosta, «así el demonio para sus intentos persuadió a los infieles, que le hicieresen soberbios templos y particulares adoratorios y santuarios». 73 Es así que «en el Pirú hubo muchos monasterios de doncellas…» y en «México tuvo también el demonio su modo de monjas» (capítulo 15), sus frailes (capítulo 16), penitencias, ayunos, etc. (capítulos 16, 17). Maravillado Acosta reflexiona sin entender cómo con «la falsa opinión de religión pudiese en estos mozos y mozas de México, tanto, que con tan gran aspereza hicieresen en servicio de Satanás», mientras que los cristianos no alcanzaban a hacer lo mismo en «lo que muchos no hacemos en ser vicio del Altísimo Dios, que es grave confusión para los que con poquito de penitencia que hacen, están muy ufanos y contentos…». 74 Al parecer, los americanos honraban más a su dios y estaban felices al hacerlo mientras que a los cristianos no les interesaba mucho siendo Cristo su señor. Además de las previas imitaciones, el astuto Diablo había imitado la estructura de la iglesia de Dios que ellos traían. En México, por ejemplo, «remedando el demonio el uso de la Iglesia de Dios, puso también su orden de sacerdotes menores, y mayores y supremos, y unos como acólitos y otros como levitas». 75 Las similaridades eran asombrosas para Acosta. No conforme con tener orden de sier vos religiosos también, el Diablo en su envidiosa competencia con Dios le roba las ceremonias sacramentales católicas. «Lo que más admira de la envidia y competencia de Satanás», dice Acosta, «es que no solo en idolatrías y sacrificios, sino también en cierto modo de ceremonias, haya remedado nuestros sacramentos, que Jesucristo Nuestro Señor instituyó y usa su santa Iglesia, especialmente el sacramento 7 1.  Joseph de Acosta, Vida religiosa y civil de los indios, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1963, p. 32. 72.  Joseph de Acosta, op. cit., p. 32. 73.  Joseph de Acosta, op. cit., p. 33. 74.  Joseph de Acosta, op. cit., p. 43. 75.  Joseph de Acosta, op. cit., p. 37.


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de comunión, que es el más alto y divino». Y todo porque «pretendió en cierta forma imitar para gran engaño de los infieles… ». 76 De este modo, todo lo bueno en la religión indoamericana por cristiano que fuera era solo un simulacro del verdadero cristianismo que el demonio enseñó a los indoamericanos. Hasta este momento, el demonio parecía vencer a Cristo con su mismo evangelio en América. Lo paradójico de toda esta diablificación de América, como ya se notó arriba, fue que en la realidad indoamericana ni siquiera existía el Diablo europeo con el que se les tildaba, ni las asociaciones denigrantes que los europeos asociaron con el diabolismo indoamericano. Además, tampoco existía la polaridad entre el bien y el mal que traía el cristianismo. Como ha notado Cervantes, «la noción de un dios totalmente bueno era absurdo en la mentalidad mesoamericana. A tal ser le faltaría el poder esencial para desorganizar para poder crear». El dios cristiano de este modo carecía del poder absoluto sobre creación y destrucción desde esta perspectiva indoamericana. Era un dios limitado. «De la misma manera, a un diablo diabólico le faltaría el poder para crear que lo habilitaría para destruir». 77 «Para los nahuas, por ejemplo, el principal conflicto cósmico estaba entre el orden y el caos, para los cristianos entre el bien y el mal». En el norte se pensaba igual ya que «la mayoría de los indios rechazaban el concepto del Demonio y opinaban que era claramente bárbaro». 78 Para los indoamericanos por lo tanto no existía «la palabra mal en el sentido abstracto» que los europeos le daban con valores morales en conflicto. Las palabras diablo, demonio, Lucifer y Satanás fueron todas «introducidas» por los europeos como apunta Burkhart, 79 y después impuestos al pensamiento indoamericano. Y así vemos que en el caso de los nahuas, por ejemplo, «tlacatecolotl se asoció posteriormente con la noche, el mundo subterráneo, brujería, apariciones fantasmales, aflicciones humanas, cuernos aun –todas características del Diablo cristiano». 80 Esta sobre imposición manifestaba esa continua aberración por imponer un diablo que conocían fuera de contexto en América. Esta imposición a su vez causó estragos en los americanos para quienes el diablo europeo era una novedad que desconocían por completo. Los sioux, por ejemplo, más adelante se defenderían de estos raros conceptos que 76.  Joseph de Acosta, Vida religiosa y civil de los indios, p. 57. 7 7.  Fernando Cer vantes, The Devil in the New World: The impact of Diabolism in the New World, p. 8. 78.  Margot Astrov, The Winged Serpent: American Indian Prose and Poetr y, Boston, Beacon Press, 1992, p. 56. 79.  Louise M. Burkhart, The Slipper y Earth: Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Centur y Mexico, pp. 3 4-43. 80.  Louise M. Burkhart, op. cit., p. 41.


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se les imponía diciendo que: «Algunas personas tratan de decirnos que nacimos con el peso del pecado original, pero ese es un extraño concepto del hombre blanco. El pecado no estaba en la mente de nuestros creadores del universo o de los creados». 81 Entre los aztecas, por ejemplo, se creía en un dios capaz del bien y el «mal», que era padre y madre, etc. como en el caso de Ometéotl, su dios principal. Este mismo concepto se puede ver en sus hijos Quetzalcóatl y Tezcatlipoca entre los cuales se producía un balance para la vida en el universo. La diablificación de América distorsionó las deidades americanas y cambió su original significado. En el caso de Tezcatlipoca, por ejemplo, inmediatamente lo diablifican y de inmediato y glorificaron a Quetzalcóatl invalidando el balance que existía antes de la diablificación europea. Los mesoamericanos, sin embargo, continuaron adorando a ambos como a sus dioses que producían un balance en su realidad por algún tiempo aunque se les for zó el concepto del demonio cristiano. En la región andina por ejemplo, «Viracocha es a la ve z creador y destructor» pero «el cristianismo introduce una innovación en las relaciones entre el hombre y lo sagrado al imponer la dicotomía de las categorías morales», es decir una polaridad occidental: «lo alto y lo divino, y el mal a lo bajo y diabólico», y de este modo «la evangelización modifica en contenido del sistema indígena…». 82 Se había alterado la realidad americana con la imposición del diablo cristiano. Según Wachtel, «después de la década de 16 6 0, marca una fase de estabilización en el ámbito religioso» y aunque «no es que las idolatrías hayan desaparecido por completo», pero sí «…se desvanece esa obsesión por los diablos y las brujas» y «los misioneros se conforman en adelante, en el mundo andino, con el cristianismo aparente de los indios». 83 Cristo había perdido la batalla en este compromiso con el enemigo que según Sahagún y otros ya pensaban haber ganado desde el principio. En todo caso, el efecto y la influencia de Acosta y su diabolismo en América, ya estructurado en su Historia Natural y Moral de las Indias (1590), pesó en la historiografía americana y prolongó y diseminó la doctrina del diabolismo indoamericano en la historiografía americana. En los Comentarios Reales (1609) de Garcilaso, donde abunda la diablificación indoamericana por ejemplo, se encuentran abundantes referencias a Acosta citándolo como autoridad. Por su parte, Garcilaso también diablifica a América. Ya mucho después en el ensayo finisecular del siglo xix Andrés Ochoa, aún 81.  Richard Erdoes y Alfonso Ortiz, American Indians: Myths and Legends, New York, Pantheon, 1984, p. 129. 82.  Nathan Wachtel, El regreso de los antepasados: Los indios Urus de Bolivia, del siglo x x al x v i , p. 553. 83.  Nathan Wachtel, op. cit, p. 50 4.


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predicaba la doctrina del diabolismo de Acosta, y declaraba en su Tratado único y singular del origen de los indios (1891) que «redujo el demonio con halagos y caricias a los primeros mejicanos sacándolos de su antigua tierra… De que infiere el Padre Acosta, que este viaje quiso el demonio con esta gente imitar la salida de los israelitas de Egipto para la tierra de Promisión». 84 La leyenda diablificadora continúa. La doctrina del diabolismo americano, de este modo, se aceptó y predicó en América por siglos cubriendo de un oscurantismo maléfico metafísico cristiano al continente americano. Parecía existir un celo religioso entre los cristianos invasores ante marcados paralelismos religiosos entre ambas religiones que iba a culminar en diablificar todo lo americano imponiéndoles un diablo europeo que no existía antes en América. Paradójicamente, de principio a fin, el Diablo europeo engañaba a América con su evangelio copiado, mientras que los europeos con el Evangelio de Cristo, arrebatado a los judíos, venían a rescatarla con la cruz robando, destruyendo una cultura, y asesinando en todo un continente por el amor de dios. Es esta celosa visión religiosa que al sentirse insegura imponía definiciones y deidades la que perduró entre sus escritos por algunos siglos alimentada por la influencia vital de Acosta y compañía. Aunque era cierto que muchas de estas raíces demoníacas germinaron en el fer vor milenialista 85 europeo y la influencia medieval que traían en la que Dios y sus representantes peleaban la última batalla apocalíptica contra el Diablo como preparación para la Segunda Venida de Cristo, fue América la que últimamente pagó las consecuencias de las imaginaciones folklórico-bíblicas de los europeos quienes tejieron la camisa de fuerza del «diabolismo indoamericano» para imponerla sobre todo un continente que desconocían completamente, sin medir las consecuencias destructivas en las culturas americanas.

Josué Sánchez The Westminster Schools

84.  Diego Andrés Rocha, Tratado único y singular del origen de los indios del Perú, México, Santa Fe y Chile, Madrid, no da fecha, 1891, p. 16. 85.  Véase John Leddy Phelan, The Millennial Kingdom of the Franciscans in the New World, Berkeley, U California P, 1970.



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illes de Rais fue sin duda uno de los monstruos más notables de la historia y un pecador inimaginable. Sin embargo, es preciso aclarar ya desde el principio que creía en Dios, aspiraba a salvarse y temblaba ante la idea de ir a parar al infierno. Gilles de Rais nació en 140 4, en Francia. Junto a Erzabeth Bathor y, otra sádica aristócrata que vivió un siglo antes, es considerado como precursor del moderno asesino en serie. El personaje representa por sí mismo la existencia del Mal. Siguiendo un camino equivocado, buscó a Satán y llegó a convertirse en su adorador. Hijo, nieto e incluso tataranieto de señores feudales, por su alta alcurnia estaba destinado a batallar por su país, a aumentar la fortuna heredada y a ennoblecer, más si cabe, el apellido que había recibido. Su historia personal comenzó con la muerte de sus padres, Marie de Craon y Guy de Laval, en 1415. Gilles quedó bajo la tutela de su abuelo materno, Jean de Craon, fabulosamente adinerado y el señor más fuerte de Anjou. Hombre codicioso, era a la vez brutal e inteligente. Desde su castillo de Champtocé, podía contemplar el discurrir del Loira y dar órdenes a sus hombres. Sus sier vos lo mantenían. No en vano era el dueño de la región. En cuanto a su nieto, lejos de proseguir su propia educación apenas esbozada, se dedicó a acompañarle en sus numerosas correrías. Se supone que la influencia del abuelo fue decisiva en la formación del carácter del joven, que pronto demostró su ambición. El abuelo se encargó de que ingresase en el mundo de la política y la milicia, escenario en el que pronto llegó a ser nombrado mariscal y enca .  Gilles de Rais llegó a ser asimilado con Barba Azul, aunque el verdadero origen de este último personaje remonta al siglo vi y corresponde a la figura del bretón Comorre le Maudit. .  Véase E. Gabor y, La vie et la mort de Gilles de Rais, Paris, Librairie Académique Perrin, 1932.

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bezó el ejército de Anjou. Desprovisto de conocimientos militares, Gilles destacó no obstante por su valor. Un furor inaudito se apoderaba de su persona en el campo de batalla. Parecía no conocer el miedo. Su arrojo desmedido le condujo también a interesarse por otros temas un tanto tenebrosos: en el castillo de los duques de Anjou, Gilles encontró a un prisionero versado en la alquimia y en la invocación al diablo. Considerado hereje, estaba encerrado a cal y canto. Gilles tuvo ocasión de comprobar que poseía un libro que le llamó poderosamente la atención. El recuerdo de su lectura lo perseguiría de por vida. Pero lo que realmente le interesaba por entonces era la guerra, su fragor y su furor, la estridencia de las trompetas, el redoble de los tambores, la presencia de los estandartes. Todo eso lo enardecía. Y, sobre todo, el horror del combate, los gritos de dolor y el saqueo de los pueblos vencidos. Los caballeros medievales, con sus pesadas armaduras, eran sinónimo de suprema violencia. La vorágine de las batallas, la sangre derramada provocaron en la mente de Gilles las ideas más atroces y se asociaron a un tiempo con las más libertinas. Ahora bien, nadie presuponía por entonces que el joven se estuviera convirtiendo en un monstruo. Muy al contrario, su increíble valor provocó que Juana de Arco se fijase especialmente en él y lo reclamase a su lado. Para Gilles era la gran oportunidad. La amistad entre ambos parece sólidamente probada. En 1429, Gilles entró con ella en Orleáns. Tenía por entonces veintiocho años y había alcanzado la gloria militar, reforzada por sucesivas victorias en Meung, Tourellles, Patay y otros lugares. El 17 de julio de 1429, Monseñor Regnault de Chartres consagró a Carlos VII en la basílica de Reims como rey de Francia. A su lado, Juana de Arco y Gilles de Rais. Fue su gran momento, su día de gloria. Muerta Juana, Gilles continuó en la brecha, pero el fallecimiento de su abuelo iba a marcar un cambio de rumbo en su propia trayectoria. Ale .  Condenada a muerte el 31 de mayo de 1431. Gilles intentó ayudarla contratando un pequeño ejército de mercenarios, que no llegó a tiempo. Gilles lloró amargamente ante las cenizas de Juana y parece que sintió que todo había acabado, que la vida sin ella carecía de sentido. En esa época también se separó de su esposa Catherine. Se supone que Gilles estaba enamorado de Juana y se sabe que culpó a Dios de su muerte. También a toda la humanidad. Jean de Craon trató de unir a Gilles con la heredera Béatrice de Paynol, sin éxito. Después con Béatrice de Rohan, nieta del duque de Bretaña, con el mismo resultado. También lo prometió en matrimonio con Catherine de Thouars, heredera de la Vendée y del Poitou. Historias posteriores que asimilaron a Gilles con el legendario asesino de esposas Barba Azul pueden haberse originado por el hecho de que dos de sus matrimonios en ciernes se vieron frustrados por la muerte de la novia elegida.


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jado de los combates, pasó a ocuparse de la enorme herencia que había recibido. Se encerró en su castillo de Champtocé y no tardó en sentirse solo. Un deseo horrible, que tal vez había llevado a cabo en alguna ocasión, comenzó a dominarlo. Su pedofilia oculta se desató al sentirse poderoso e intocable. Pero, para ejecutar sus actos, prefería tener testigos. Su tendencia era exhibicionista y teatral. Acompañado al principio por sus primos, Guillaume de Sillé y Roger de Briqueville, luego por sus amigos, el señor de Rais, en lo más profundo de sus castillos, satisfacía sus más oscuros deseos. Las víctimas inocentes eran los hijos de sus sier vos. Sus cabezas pasaban a adornar la enorme chimenea en la que ardían sus cuerpos. Y todo ello con la certeza de la absoluta impunidad. Según su propio testimonio, el señor de Rais sentía con posterioridad espantosos remordimientos. Temía condenarse y prometía no recaer en la tentación. Pero era inútil. Paralelamente a esas prácticas, Gilles destacó por sus dispendios sin medida. Multiplicaba los festejos, se rodeaba de músicos, pintores y bailarines. Su persona era símbolo de lujo y de ostentación. Memorable fue su estancia en Poitiers, donde deslumbró a todos los nobles por su prodigalidad y los fastos que quiso mostrar públicamente. También en Orleáns alardeó de sus riquezas y de su poder. Derrochaba el dinero sin prevención alguna y muy pronto se vio obligado a vender alguna de sus propiedades. Cuando se vio obligado a deshacerse del castillo de Champtocé, todavía se acordó de ordenar que recogiesen algunas cabezas infantiles que habían quedado allí, en una cámara secreta. Fue entonces cuando se trasladó al castillo de Tiffauges, donde con total libertad continuó con sus atroces prácticas. Su ruina moral y económica se hizo no obstante cada vez más patente. Convencido de que el diablo lo tentaba a la hora de cometer sus horrendos crímenes, razonó de forma inmediata que, a cambio, el Maligno podía devolverle al menos su fortuna. Recordó entonces el libro que había visto en manos del prisionero de los duques de Anjou. Aquellas páginas afirmaban que era posible comunicarse con Satán. Se acordó también de Juana, su compañera de armas, que había sido quemada en la hoguera por bruja, y llegó a pensar que su poder le había venido del demonio, tal como los .  En su afán por procurarle víctimas para sus sacrificios, los ser vidores de Gilles recorrían los pueblos y las aldeas buscando niños y adolescentes, prometiéndoles que los convertirían en pajes de su señor. Cuando los padres preguntaban, se les respondía que estaban bien. .  Las fiestas y representaciones teatrales de Gilles de Rais eran conocidas en toda Europa.


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inquisidores habían afirmado. De manera inconsciente pero interesada, Gilles quiso creer que el Malo inter venía a su antojo en las vicisitudes humanas. Su salvación, en el plano material, consistía en poder fabricar oro mediante procedimientos alquímicos. En aquellos tiempos la idea de que era posible la transmutación de los metales en oro obsesionaba a muchos espíritus cultivados. Los alquimistas hacían fortuna a lo largo y ancho del continente europeo. Se hablaba de Raimundo Lulio, del riquísimo Nicolás Flamel, del admirable Roger Bacon e incluso del monje alemán Basilio Valentín. La Iglesia, conviene advertirlo, todavía toleraba las prácticas herméticas. De ahí que Gilles de Rais pensase en buscar a algún alquimista capaz de salvarlo de la ruina. Sus hombres recorrieron el continente, sobre todo Alemania e Italia, y regresaron con Antonio de Palermo, François Lombard y un tal Lenano, que inmediatamente comenzaron a trabajar. Los alquimistas instalaron sus hornos y sus complicados instrumentos en Tiffauges, pero pasado un tiempo prudencial no consiguieron resultado alguno. Antonio de Palermo afirmó entonces que existía un medio mucho más eficaz: invocar al demonio. A partir de entonces, el señor de Rais mantuvo encendidos los hornos de los alquimistas y, a un tiempo, recurrió a todo tipo de satanistas. Todos cuantos intentos se realizaron, en uno y otro sentido, fracasaron. De ese modo, llegó la primavera de 1439, momento en el que se presentó ante Gilles de Rais Francesco Prelati, con fama de poeta, sabio y brujo. Prelati era florentino y estaba seguro de haber encontrado al hombre poderoso que buscaba. Fácilmente logró dominar al poderoso señor feudal. Para ello se sirvió de su fluida capacidad de palabra, de sus modales exquisitos y de su buena presencia. Pronto descubrió la per versión del señor de Rais y buscó la manera de asociarla a sus invocaciones. Era preciso ofrecer y sacrificar a uno de esos niños al Maligno. Mientras tanto, los rumores sobre sus crímenes iban en aumento. Fue en medio de ese ambiente enrarecido cuando se produjo un hecho decisivo: el señor de Rais tuvo que vender unos de sus últimos castillos a Geoffroy Le Farron, pero luego quiso recuperarlo por las armas. Le Farron era hermano de un eclesiástico de elevado rango. La detención del religioso por par te de Gilles significó el principio del fin, porque el clérigo estaba protegido por la ley y gozaba de inmunidad. Aquel acto insensato enfrentó a Gilles .  Es preciso advertir que, en un plano alegórico, la alquimia simboliza la evolución del ser humano desde un estado en el que predomina la materia hasta un plano meramente espiritual.


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con el duque de Bretaña y con el obispo de Nantes. Ambos ordenaron su arresto y el de sus cómplices. Gilles tardó en confesar. El 8 de octubre de 14 40 fue conducido a la sala mayor de la Torre Nueva del castillo de Nantes. Allí estaba, investido de todo su poder, el obispo, asistido por el fraile dominico Jean Blouin. También varios notarios. En aquella sala sonó implacable la acusación: se decía que había degollado a numerosos niños y «con ellos vergonzosamente y en contra de la naturaleza cometido lujurias». Gilles lo negó, pero ante la amenaza de la excomunión cambió de parecer. Cuando el 15 de octubre de 14 40 volvió a comparecer, su actitud era distinta. Parecía resignado, quería pedir perdón, lloraba. Ante la posibilidad de condenarse eternamente, el criminal se había derr umbado. A lo largo de varias sesiones, el monstruo se dejó llevar por la embriaguez de su relato, por los detalles de sus propios actos. Gilles pronunció la siguiente frase: «La estrella bajo la que he nacido me ha destinado a cumplir hechos que nadie podría entender». Y lo contó todo, provocando en el auditorio auténticos escalofríos. De Rais afirmó: Yo soy una de esas personas para quienes todo lo relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuer za terrible que empuja hacia abajo… Si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Soy vuestra pesadilla. .  Se sospecha que, de no haberse enfrentado con la Iglesia, el señor de Rais hubiera quedado impune, a pesar de que sus crímenes constituían ya un secreto a voces. Tal era por entonces el poder de los señores feudales. Sobre este tema, véase M. Herubel, Gilles de Rais et le déclin du Moyen Age, Paris, Librairie Académique Perrin, 1982 y M. Herubel, Gilles de Rais ou la fin d´un monde, ed. J. Picollec, 1993. .  Véase G. Bataille, La tragedia de Gilles de Rais, Barcelona, Tusquets, 1972. .  La transcripción de su confesión, que incluía el testimonio de muchos padres de los niños desaparecidos, se dice que fue tan espantosa que los jueces ordenaron que las peores partes fueran omitidas de los registros. De acuerdo con estos últimos, de Rais secuestraba niños, principalmente varones, rubios y de ojos azules, tal como había sido él de niño. Los violaba, torturaba y mutilaba. El número de sus víctimas es desconocido, debido a que los cuerpos eran quemados o enterrados, pero se supone que oscila entre los sesenta y los doscientos. La edad de las víctimas varía entre los seis y los catorce años. El juicio, del que aún existen actas, recoge la declaración de que incluso había bebido la sangre de los niños, por eso se le relacionó con el tema de los vampiros. Toda Francia se convulsionó, la gente no podía creer que uno de sus héroes fuese un hombre tan vil.


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Condenado a morir, él y sus cómplices, Gilles rogó que le concediesen la gracia de que su ejecución fuese un acto multitudinario y ejemplar. No quería morir oscuramente. El pueblo no faltó a la cita. Al llegar a una pradera junto al Loira, podía divisarse el patíbulo, la cuerda y los haces de paja. El cuerpo de Gilles pronto se balanceó contra el azul del cielo. Varias mujeres de alto linaje se apoderaron de él cuando ya el verdugo había encendido la hoguera y sus despojos fueron llevados hasta el monasterio de los Carmelitas de Nantes. 10 Así iba a nacer la leyenda de Barba Azul, ya que la truculenta historia de su vida inspiró uno de los cuentos más famosos de Charles Perrault, que relata los asesinatos perpetrados por un noble francés en la persona de sus diferentes esposas. Se dice que la barba negra de Gilles, con reflejos azulados, influyó también en esa asimilación. Es preciso señalar, a pesar de todo lo dicho, que las dudas sobre la culpabilidad de Gilles de Rais siempre han persistido, hasta el punto de que en 1992 un tribunal compuesto por antiguos ministros, parlamentarios y expertos se reunió en el Senado francés para dedicarse a una revisión del proceso, labor que condujo a su rehabilitación. Ese juicio solo tiene valor testimonial, ya que ninguna jurisdicción es competente para revisar un proceso del siglo xv. 11 En cuanto a Juana, el hecho de que un criminal se haya codeado con ella ha provocado ríos de tinta. Los escritores, como Tournier, han fabulado sobre el tema del demonio que acompañó al ángel. 12 Hoy en día, resulta difícil establecer cuál fue la relación real entre ambos. 13 Michel Tournier 14 , como vamos a ver a continuación, se interesó por este tema, aunque haya que advertir que de una forma muy peculiar. No se centró tanto en la figura de Juana, a la que otros autores como Voltaire, Twain, Bernard Shaw o Sackville-West dedicaron páginas memorables, sino en 10.  Ese monasterio y el monumento funerario dedicado a su memoria fueron destruidos durante la Revolución Francesa. 11.  Véase S. Reinach, «Gilles de Rais (essai de réhabilitation)», Cultes, mythes et religions, 1912; E. Bossard, Gilles de Rais, maréchal de France, dit Barbe-Bleue, 140 4-14 40, Paris, 1885, reeditado por Jérôme Millon en 1992 y 1997 y G. Bataille, Le procès de Gilles de Rais, Paris, Pauvert, 1965. 12.  La novela de Tournier, Gilles et Jeanne fue publicada en el año 1983. 13.  Véase H. Lampo, Le diable et la pucelle, Presses Universitaires du Septentrión, 20 02. 14.  Michel Tournier nació en París, en 1924. De formación filosófica, la influencia de Nietzsche en su escritura es de reseñar. Si para este último ser hombre es un momento en la evolución de la especie, Gilles de Rais actúa como si hubiese llegado ya a la meta del superhombre, no sometido a normas morales, y a la vez como un ser humano expuesto a todo tipo de tensiones y en busca de una identidad propia que solo es capaz de percibir a través del espejo de Juana.


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Gilles. Ya J. K. Huysmanss, en Là-bas había abordado en clave de ficción ese personaje, pero había terminado por divagar sobre la credibilidad de los acontecimientos. Posteriormente, Hans Natonek (1892-1936) y el inglés Robert Nye habían seguido las peripecias del Barba Azul francés. No obstante, es preciso advertir que en el caso de Natonek ya se daba capital importancia a la influencia de Juana en la vida de Gilles. El autor sabía que el mal existe directamente en conexión con el bien; no es algo absoluto, ni independiente. También Tournier insiste en este aspecto. En su novela, Gilles le dice a Juana: Hay un fuego dentro de ti. Yo creo que viene de Dios, pero quizás viene del infierno. El bien y el mal están siempre cerca uno de otro. De todas las criaturas, Lucifer es la más parecida a Dios. 15

También Prelati, en la misma obra, y en el interrogatorio al que es sometido, afirma: Satán es la imagen de Dios… Una imagen invertida y deforme, es verdad, pero imagen a pesar de todo. No hay nada en Satán que no se vuelva a encontrar en Dios. Y era, por otra parte, sobre esta profunda semejanza sobre lo que me apoyaba para salvar al señor de Rais. 16

Según algunos investigadores, las palabras de Prelati vaticinando que ambos, Gilles y Juana, habría de ser canonizados son clara expresión de la tendencia a poner de manifiesto la similitud de los aparentes contrarios. 17 No en vano, Gilles le confiesa a Juana en un momento dado: Las voces que he oído en mi infancia y juventud han sido siempre las del mal y el pecado. Juana, tú no has llegado tan solo para salvar al Delfín Carlos y a su reino. ¡Salva también al joven señor Gilles de Rais! Hazle escuchar tu voz. Juana, ya no quiero dejarte nunca. Juana, eres una santa. Haz un santo de mí. 18

La muerte de Juana provoca en el alma del protagonista una auténtica transformación. Lo conmoverá hasta tal punto que sus fechorías proceden, según Tournier, de ese fatídico acontecimiento. En otras palabras, «el señor de Rais renuncia al amor, a la pureza de un amor que muere en la hoguera de Rouen, y se dedica al secuestro, violación y martirio de cuantos niños aparecen por los contornos de sus feudos». 19 15.  Cf. M. Tournier, Gilles y Juana, Madrid, ed. Alfaguara, 1989, p. 29. 16.  Cf. M. Tournier, op. cit., p. 137. 17.  Juana fue rehabilitada en 1456 y canonizada en 1920. 18.  Cf. M. Tournier, op. cit., p. 24. 19.  Cf. F. Gutierrez, «El héroe decadente», Téleme, Revista Complutense de Estudios Franceses, 20 0 0, p. 87.


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Gilles representa en el libro de Tournier la figura del ogro de los cuentos infantiles, como también lo era el protagonista de El rey de los alisos (1970). 20 Ahora bien, el siglo xv ofrece a su vez la faz de personaje y decorado del doble destino de Gilles, el monstruo, y de Juana, la santa, ambos condenados en nombre de Dios, los dos seres marginales. Una época en la que aún predomina la superstición frente a la razón, lo que explica que Juana haya podido ser entrevista, en su momento, como bruja. Su figura, más que femenina, es andrógina, y eso será lo que más le atraiga al señor de Rais. Juana vivirá y morirá como un hombre. En un momento dado, Gilles dirá: «Si Juana no es una muchacha ni un muchacho, está claro, desde luego, que es un ángel». 21 Y es que los ángeles fueron considerados como seres intermedios entre Dios y el mundo; dotados en principio de un cuerpo aéreo, etéreo, podían también revestirse de una apariencia humana. La predilección de Tournier por el tema de la androginia puede apreciarse en gran parte de su producción. La reunificación de los contrarios sería la consumación de la perfección física y espiritual. Significaría en todo caso la resolución del pensamiento maniqueísta y binario. Dicho de otro modo, en este caso el bien y el mal, en lugar de contraponerse, se complementarían. Tournier desvela que la religión cristiana dio importancia al demonio y al pecado, porque en el fondo se sentía fascinada por la carne y el concepto de pureza. En su novela, Juana, en el momento de expirar, grita por tres veces «Jesús» y Gilles, en parecido trance, por tres veces el nombre de Juana, demostrando de ese modo que se ha convertido para él en su dios particular. Después de su muerte, Gilles busca su rostro en los rasgos de los niños e incluso en el olor de sus cuerpos, cuando los quema. Solo y sin esperanza, se convertirá en un ser monstruoso, con la obsesión de imitarla, ya que también a ella la habían declarado «perniciosa» y «cruel». Más de una vez se ha dicho que las obras de Tournier, al menos muchas de ellas, ponen de relieve un mundo escandaloso dominado por la perversión, por los placeres malsanos, un universo en el que uno se adentra 20.  En esa novella, el Ogro se encarna en Abel Tiffauges (el nombre de uno de los castillos de Gilles de Rais), monstruoso y a la vez inocente. Abel es un preso francés en Alemania que trabaja para los nazis buscando muchachos para un campo de militares. No obstante, su bondad sale a flote cuando rescata a un pequeño muchacho judío. Tendríamos de este modo la alegoría del hombre que, arrastrado por las circunstancias, todavía conser va en su interior un atisbo de entereza moral y de caridad hacia sus semejantes. 21.  Cf. M. Tournier, op. cit., p. 15.


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lleno de dudas. La presencia de Sade en la novela que nos ocupa resulta innegable y también coincide con el concepto de trasgresión de Bataille, que en 1957, en La literatura y el mal, afirmaba: «La libertad es siempre una apertura a la rebelión». Y es que, según Vargas Llosa, «las nociones de rebelión, de soberanía, de irracionalidad y del Mal se mezclan en la concepción de la literatura de Bataille». 22 Gilles de Rais se rebeló contra todos los tabúes. Pensó que el camino hacia la santidad pasaba por el mundo oscuro de las prohibiciones y fue recorriéndolo para conseguir finalmente una meta que resultó errada. No en vano en la demonología cristiana, según el Pseudo Areopagita, los demonios son ángeles que han traicionado su propia naturaleza, pero que no son malvados ni por su origen, ni por su naturaleza, ya que proceden del Bien. El diablo, en sí mismo, es símbolo de las fuerzas que turban, ensombrecen y hacen que la conciencia regrese hacia lo indeterminado, hacia «el centro de la noche», oponiéndose de ese modo a Dios, centro de luz. En una perspectiva psicológica, el diablo muestra la esclavitud que le espera al que se deja llevar por sus instintos, pero señala al mismo tiempo la importancia fundamental de la libido, sin la cual no hay desarrollo humano. 23 Precisamente por eso resulta inquietante la historia de Gilles de Rais y más, si cabe, la novela de Michel Tournier. La presencia de tanta sangre derramada en la historia personal del protagonista no puede dejar de evocar el fuego de la hoguera en la que pereció Juana, no en vano la sangre simboliza todos los valores del fuego y evoca el calor y la vida. Por su parte el fuego recuerda metafóricamente el acto sexual. Una vez más los contrarios se unen: el fuego purificador se vincula con la pasión erótica, el espíritu va intrínsecamente unido a la materia. Sin duda esta es la tesis fundamental de la novela de Tournier: el bien no existe sin su contrario, el espíritu no se entiende sin el cuerpo y todos sus impulsos, los loables y los deleznables. Todos ellos coexisten en el ser humano. De igual modo que los metales se transforman en contacto con el fuego, el ser humano se moldea con diversas experiencias que provocan que se convierta en un santo o en un demonio. Y no debemos olvidar que el cuerpo de Gilles pasó a reposar en un recinto sagrado, paradoja de talla, dada su trayectoria. De este modo se entiende que Tournier insista en este aspecto y describa de este modo la evolución que Prelati pretende que asuma su señor y amigo: 22.  Cf. M. Vargas Llosa, Prólogo a G. Bataille, La tragedia de Gilles de Rais, Barcelona, Tusquets 1983, p. 21. 23.  Véase J. Chevalier, A. Gheerbrant, Dictionnaire des symboles, Paris, ed. Robert Laffont, 1982, s.v. «Diable».


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Hacer avanzar al señor de Rais hacia lo más negro de su maldad y después, mediante la operación ígnea, hacerle experimentar una inversión benigna semejante a la que muda en oro el plomo innoble. ¡Se convertiría en un santo con aureola!… El señor de Rais depositó su corazón de caballero entre las manos de Juana, que resplandecía de santidad. Los ángeles velaban por ella… Vino después la inversión maligna: la negra noche del calabozo, el proceso, la condena, el fuego expiatorio, pero asimismo redentor. Era necesario que el señor de Rais padeciera a su vez esa inversión maligna. De ahí sus crímenes bajo la advocación del Diablo. Pero ahora ya está en el buen camino… ¿No está, a su vez, en marcha hacia la hoguera? 24

En estas últimas palabras subyace sin duda una ironía insufrible, la misma que Tournier expresa cuando pone en duda la bondad del Creador. Prelati llega a comparar los sacrificios humanos ofrecidos al Diablo con el sacrificio de Isaac, requerido en el relato del Antiguo Testamento, y alude así a que los sacrificios al diablo han sido copiados del modelo propuesto por las Escrituras. Este aspecto posee enorme repercusión y sitúa la novela en una línea contestataria que no se percibe a primera vista. Tomando el ejemplo de Gilles, el autor elucubra sobre temas tan delicados como el bien y el mal con mayúsculas. Se interna de ese modo en una senda claramente teológica. Ahora bien, Tournier se pone de acuerdo con Freud a la hora de atribuir al ser humano la interpretación arbitraria de los designios y deseos divinos. 25 Lejos de ceñirse a una interpretación ortodoxa de la aventura de Abraham y de su hijo Isaac, sugiere que ha sido producto de la imaginación humana, como también lo ha sido la invención del Diablo. De ese modo puede percibirse con claridad otro de los temas fundamentales de la novela: el poder de la imaginación, que puede conducirnos por caminos descarriados. De todos modos, el poder destructor de su libro permanece intacto si se considera que dicha capacidad de fabulación no ha sido solo 24.  Cf. M. Tournier, op. cit., pp. 137-138. 25.  Hablando de las normas morales, Freud llega a la siguiente conclusión: «El carácter sagrado e intangible de las cosas ultraterrenas se ha extendido, por una especie de difusión o infección desde algunas grandes prohibiciones a todas las demás instituciones, leyes y ordenanzas de la civilización, a muchas de las cuales no les va nada bien la aureola de santidad, pues aparte de anularse recíprocamente, estableciendo normas contradictorias según las circunstancias de lugar y tiempo, muestra profundamente impreso el sello de la imperfección humana… Siendo muy espinosa la tarea de distinguir lo que Dios mismo nos exige de los preceptos emanados de la autoridad de un parlamento omnipotente o de un alto magistrado, sería conveniente dejar a Dios en sus divinos cielos y reconocer honradamente el origen puramente humano de los preceptos e instituciones de la civilización», Cf. S. Freud, El por venir de una ilusión, Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 179.


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capaz de crear la idea del Maligno sino también la de su opuesto. Y esta última sugerencia levanta todavía ampollas y resulta tabú y subversiva. Gilles buscó incesantemente a Juana, y en ese empeño creyó volver a verla en los rostros de los niños inmolados. La infancia, símbolo de inocencia, le recordaba la pureza de Juana, pero también le inspiraba la deseada satisfacción de sus instintos. Juana era un ángel, pero adolecía de una faceta carnal que solo poseía su compañero. El intentará vivir al unísono su complejidad de hombre, sus aspiraciones espirituales y, a la vez, sus necesidades más primarias. Y no deja de resultar sorprendente que la persona que le inspiró ambas tendencias haya sido una mística, finalmente canonizada. La importancia que adquiere la alquimia en la novela de Tournier no deja de recordarnos que las bases ideológicas del autor, entre otras, son la filosofía de Bachelard y las tesis de Jung, que insiste en que «las operaciones alquímicas solo tienen por función animar la vida profunda de la psique y facilitar proyecciones anímicas en los aspectos materiales; es decir, vivir estos como simbólicos y construir con ellos toda una teoría del universo y del destino del alma». 26 Y no debemos olvidar que la función simbólica es una manifestación inequívoca de la condición humana. Seguramente Gilles de Rais presentía que el fuego de sus hornos era parecido al que albergaba su corazón y es más que probable que quisiera purificarse cada vez que los encendía y borrar así de su mente, de su presente y de su pasado, todos aquellos actos que en el fondo le hacían temblar de horror. Deseando la santidad, se había condenado, pero aún así quería aferrarse a una última esperanza, la de ser perdonado.

Mª del Carmen Fernández Díaz Universidad de Santiago de Compostela

26.  Cf. J. E. Cirlot, Diccionario de los símbolos, Barcelona, Siruela 1997, p. 33.



I condottieri: Cesare Borgia e Giovanni de’ Medici frente a frente. Paralelismos y semejanzas históricas y literarias

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esare Borgia e Giovanni de’ Medici fueron dos de los personajes más destacados de la Italia de finales del siglo xv y principios del xvi. Un país, caracterizado por la división en pequeños estados, repúblicas y señorías, en el que las grandes potencias, encaminadas hacia monarquías absolutistas –España y Francia–, dirimían sus diferencias no solo utilizando a Italia como campo de batalla, sino también convirtiéndola en tablero estratégico de la política europea. Un contexto, en el que los intelectuales y escritores italianos empiezan a ser conscientes, tal vez por primera vez, no solo de la situación del país, sino también de la necesidad de una persona, un condottiere, que pudiese unir a los diversos estados, y cambiar así el curso de los acontecimientos en Italia. Un cometido, sin duda, difícil y al alcance de muy pocos, pero al que optarán Cesare Borgia y Giovanni de’ Medici. No obstante, y antes de centrarnos en el objetivo principal del estudio, las conexiones y parecidos entre los dos protagonistas, es necesario detenerse un momento, y profundizar, en la figura del condottiere. El término viene de la palabra condotta, es decir, el contrato que se establecía entre el príncipe y el hombre de armas. Il condottiere era un señor o un soldado que había hecho for tuna, al mando de una milicia propia y que se dedicaba a establecer pactos con los estados que solicitasen sus ser vicios a cambio de dinero. Para ser un buen condottiere además de tener dotes de mando y ser extremadamente va l i e n t e e n e l c o m b a t e , e r a i m p re s c i n d i b l e t e n e r c a r i s m a y d e s e n vo lve r s e con ingenio y astucia en el complicado mundo de la política y del ejército. 61


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Además, van a ser, precisamente, las cualidades que se le presuponen al buen condottiere, las que lleven a uno de los intelectuales y políticos más importantes de la época, el florentino Nicolás Maquiavelo a no solo trasladar algunas de las cualidades del condottiere a su ideal de príncipe, sino también a unir a dos hombres en el anhelado final de unificar Italia. Pero antes de llegar a la citada, y más importante, analogía, se tratarán otra serie de similitudes y paralelismos, que harán retrotraernos a una época lejana y perdida, en la que los hechos, la moral y hasta la propia vida poseían un valor muy distinto al de nuestros días. En primer lugar se investigarán las semejanzas y paralelismos que tienen que ver con el ámbito social y familiar que les rodeaba, ya que si bien sus vidas apenas se cruzaron en el tiempo –Cesare Borgia muere en el 1507 y Giovanni de’ Medici nace en el 1498–, sí lo hizo, en cambio, la casualidad, que como veremos a continuación, quiso que la madre del segundo, Caterina Sforza, fuese enemiga encarnizada del primero. Por aquella época, Cesare Borgia, –il Valentino– , ya inspiraba esa famosa mezcla entre admiración y temor, que lo caracterizaba, y que era tan apreciada por intelectuales como Maquiavelo. Una fama que le había llegado, en gran parte, gracias a sus dotes de condottiere demostradas al mando del ejército pontificio, con importantes conquistas en Romaña. Fueron estas batallas las que le condujeron hasta Forlí, ciudad de la que era señora Caterina Sforza, quien tras una tenaz resistencia, sin embargo, no pudo impedir que Il Valentino traspasara los muros de la fortaleza y la capturase en enero de 150 0. A la señora de Forlí, se le perdonará la vida, pero deberá ingresar en un convento romano. Gracias a la mediación francesa, Caterina puede abandonar el convento, y acompañada del pequeño Giovanni dirigirse a Florencia. Acabamos de ver, por tanto, como las similitudes y el destino de los dos grandes condottieri empieza a esculpirse con la figura de una mujer, Caterina Sforza, quien hace que la historia adquiera unos tintes personales y familiares, en los que nos continuaremos moviendo con la segunda semejanza. En este caso no se trata de una persona, como en el anterior, sino de un período de tiempo, de una etapa de la vida, me estoy refiriendo a esos .  Cesare Borgia, por entonces ya comandante del ejército pontificio, contrae matrimonio con Carlotta d’Albret, hermana del rey de Navarra y pariente de Luis XII de Francia. El enlace supuso a Cesare Borgia el título de Duque de «Valentinois», además de la colaboración francesa parar conquistar Romaña. .  En abril de 1501 Cesare Borgia había ya conquistado Imola, Forlí, Faenza, Rimini, Cesena, Pianosa, la isla de Elba y Piombino.


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años en los que la juventud deja atrás la adolescencia. Una época en la que nuestros protagonistas empie zan a mostrar similitudes de carácter, y en la que el azar, una vez más, como se mostrará seguidamente, va a unir sus destinos. Tanto Cesare Borgia como Giovanni de’ Medici ya desde muy pequeños se caracterizan por su valentía y por la capacidad de liderazgo además de por poseer un buen manejo de las armas; cualidades estas completadas por otras, tan importantes, como la inteligencia y la astucia. De todas formas, a este lado positivo del héroe le acompaña otro mefistofélico, y necesario según Maquiavelo para ser un buen príncipe, o para unificar Italia, y que trataremos más adelante. Un lado que se caracteriza por la falta de prejuicios y por el empleo de la crueldad, si la situación así lo requiriese. En definitiva, debieron pensar «es mejor ser temido que amado» , cuando los dos se vieron involucrados en las turbias situaciones que, como se verá a continuación, marcarán el futuro de sus vidas. Me estoy refiriendo, en lo concerniente a Cesare Borgia, a las circunstancias que rodearon la muerte de su hermano Giovanni en 1498, y en la que se le relaciona como inductor de la misma, aunque los hechos no fueran nunca probados. La desaparición de su hermano mayor hacía que él pudiese dejar de ser cardenal y encargarse así del ejército que hasta entonces había sido cosa de Giovanni, comandante de las tropas del Papa. Este suceso llevará al duque de Valentinois a conquistar sus verdaderos deseos y ambiciones, que estaban más en la línea de la espada que en la de los hábitos. De todas formas, y aunque el hecho señalado sea decisivo por la relevancia del mismo, ya anteriormente el joven Cesare había dado muestras de su carácter y de sus habilidades en las calles de Roma, enfrentándose a familias rivales como los Orsini. Enfrentamientos juveniles que volverán a unir los destinos de nuestros dos protagonistas, ya que el joven Giovanni mostró una actitud similar en las calles de Florencia, hasta el punto que en una de estas peleas acabó con la vida de un joven. Un hecho que motivó su expulsión de la ciudad por algún tiempo. Continuando dentro del plano personal y social, no podemos dejar pasar por alto, entre las similitudes, que los dos fuesen grandes amantes, manteniendo numerosas relaciones con mujeres de la época. Il Valentino hizo honor al nombre, así además de su mujer Carlotta d’Albret –hermana del rey de Navarra y pariente de Luis XII de Francia– se le atribuyen relaciones con otras muchas mujeres entre las que se incluiría su propia her .  Una de las ideas más importantes propuestas por Machiavelli en su ideal de príncipe.


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mana, Lucrezia Borgia. Por su parte, Giovanni, no se quedará atrás, pues a su mujer María Salviati hay que añadir otras relaciones con numerosas amantes, entre ellas Sandra Ceccarelli. El escritor, y amigo de Giovanni, Pietro Aretino dice de él que siempre estaba pretendido por mujeres a pesar de su fama de amante poco fiel e inconstante. Para completar el capítulo de los aspectos relacionados con los ámbitos social y personal de los dos carismáticos condottieri, me referiré no solo a los objetivos que ambicionaban, sino también al modo en que pretendían alcanzarlos. Se puede decir que ese lado oscuro, ya manifestado en el período juvenil, se iría desarrollando hasta colocar el poder, la fama y las riquezas entre sus aspiraciones más anheladas, lo que no quiere decir, sin embargo, que no poseyesen otras positivas, o lo que parece más acertado, que sus actitudes no fueran muy diferentes a las de otros hombres de la época, en la que valores como virtud o moral eran entendidos de manera diferente a la actual, y en la que entre la vida y la muerte apenas había distancia. El deseo de poder fue una constante en la vida de Cesare Borgia, ya se ha tratado el suceso de la muerte de su hermano Giovanni, que se interponía en su carrera política. Otros ejemplos son también el asesinato de su cuñado Alfonso de Aragón, marido de Lucrezia o el modo en que fueron ajusticiados los rebeldes que intentaron acabar con el excesivo poder del Valentino en la famosa conjura preparada en un castillo cercano a Perugia; en la que después de haber fingido perdonarlos, los eliminó con una estratagema en enero de 1503, quedando como único señor de Romaña. Por su parte, a Giovanni, la ambición por el dinero y las riquezas, le harán convertirse en uno de los más célebres capitanes de tropas mercenarias conocidas con el nombre de compagnie di ventura. Este hecho le hará combatir para diversos señores. Así en marzo de 1516 lo hizo como soldado del Papa, a favor de Lorenzo de’ Medici y en contra de Francesco .  Le compagnie di ventura aparecen entre finales del siglo xiii y principios del xiv. Se trata de las primeras tropas mercenarias que de modo organizado combaten al lado de señores, reyes o emperadores a cambio de dinero o de cualquier otra recompensa. Precisamente fue la compagnia de Giovanni de’ Medici –conocido por Giovanni dalle bande nere– una de las últimas y más destacadas. Los individuos que formaban parte de ellas eran normalmente de una condición social muy baja, y se caracterizaban por ser crueles y despiadados, sin miedo a morir y por estar dispuestos a saquear y matar por cualquier botín. La figura del condottiere se hace determinante a la hora de dirigir y contralar la ferocidad de estos hombres. Entre los más destacados, además del citado Giovanni dalle bande nere, encontramos a nombres como Francesco Sforza, Braccio da Montone, il Piccino o Ludovico Racaniello.


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Maria della Rovere de Urbino. En el 1521 lo encontramos peleando al lado de Carlos V, tras la alianza realizada entre el citado emperador y el Papa León X, en la guerra contra Francisco I de Francia, en la que se pretendía que los «Sforza» regresasen a Milán. Es también en 1521 cuando fallece León X, no solo pariente, sino también protector y mecenas de Giovanni. Este hecho hará que cambie el color de las insignias de la compañía del condottiere, de su tradicional blanco y violeta se pasará al negro por el luto, lo que le llevará a Giovanni a ser conocido por el de las bandas negras (dalle bande nere). En el 1523 el capitán de las bandas negras es contratado por el emperador contra Francia, donde demuestra una vez más sus dotes derrotando a la infantería suiza. Sin embargo, poco después y con la llegada al papado de Clemente VII, primo de la madre de Giovanni, el condottiere vuelve a aliarse con los franceses de Francisco I, esta vez en una de sus últimas alianzas. Otra curiosa coincidencia que acerca las figuras de Cesare Borgia e Giovanni de’ Medici es el temor que personajes relevantes de Florencia sintieron por ellos. La citada analogía nos va a ser vir, además, de hilo conductor con las dos siguientes, ya que se van a ir dejando los aspectos sociales y personales para pasar a cuestiones más relacionadas con los ámbitos político y literario. En este caso van a ser los propios intelectuales de la época los que dejen constancia de esta circunstancia curiosa, pero que, como ya dijimos, vuelve a unir a los dos personajes. El temor que Florencia sentía por Cesare Borgia tiene su origen en el excesivo poder que había conquistado il Valentino en sus batallas y que lo habían convertido en un peligroso vecino. Estos sentimientos se manifiestan en las cartas que intercambiaron las autoridades de Florencia y los enviados a la corte de los Borgia entre los que estaba Maquiavelo. En esta legación se muestra además la admiración que el político florentino sentía, como se verá más adelante, por las dotes y manejos del Valentino. En lo concerniente a Giovanni de las bandas negras, el temor era otro muy distinto y estaba ligado a los Medici. Los miembros más nobles veían con recelo y envidia el hecho de que un pariente más humilde pudiera no solo hacerles sombra, sino superarlos ampliamente a base de valor y carisma. Se dice que, tal vez, las citadas razones pudiesen estar detrás de que Giovanni nunca fuese colocado al mando de un ejército aglutinador de todas las fuerzas italianas, a pesar de la insistencia de intelectuales y políticos de la talla de Guicciardini y Maquiavelo. Un Maquiavelo, que nos va a guiar, además, a través de la analogía más importante del estudio, y que como ya se dijo al principio del mismo,


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además de trasladar algunas de las cualidades del condottiere a su ideal de príncipe, hará que Cesare Borgia y Giovanni de’ Medici compartan un mismo destino: el ser los elegidos para unificar Italia. Siguiendo un orden cronológico, será Cesare Borgia el primero, de nuestros actores principales, que tendrá la oportunidad, según Maquiavelo, de llevar a cabo el ideal de expulsar a las potencias extranjeras de la península italiana. Los contactos entre Cesare Borgia y Maquiavelo iniciaron en el año 1502, cuando las tropas del Valentino se vieron obligadas a cruzar los territorios florentinos en su expedición a Urbino y Camerino. Extrañamente a lo que pensaba el Borgia, la república de Florencia no autorizaría el paso de las tropas pontificias por su territorio. Un hecho que el propio Maquiavelo consideró absurdo, pues en vez de colaborar y contentar al Valentino, lo que hizo fue crearle dudas sin sacar ningún provecho a cambio. Pues, como parecía lógico, las tropas pontificias no solo no respetarían la prohibición de no entrar en el territorio, sino que además se quedarían en él. Tan solo una importante suma de dinero, ofrecida por la república a Cesare Borgia, hará que este continúe su camino. De todas formas, la postura tomada por Florencia, había hecho que il Valentino se dirigiese al gobierno de la ciudad, solicitándole un embajador que expusiera la posición de los florentinos. Florencia enviaría a este encargo a Francesco Soderini, obispo de Volterra y hermano del futuro gonfaloniere –Piero Soderini–, al que acompañó Maquiavelo en el viaje. Y aunque la misión duró pocos días, el escritor florentino escribió una carta al Consejo dei dieci della Guerra en la que ya manifestaba su admiración por el duque de Valentinois. Questo signore è molto splendido e magnifico, e nelle armi è tanto animoso che non è si gran cosa che gli paia piccola, e per gloria e per acquistare stato mai si riposa nè conosce fatica o periculo: giugne prima in un luogo che se ne possa intendere la partita donde si lieva, fassi ben volere ai suoi soldati: ha cappati e’ migliori uomini di Italia: le quali cose lo fanno vittorioso e formidabile, aggiunte con una perpetua fortuna. (Este señor es muy espléndido y magnífico, y en las armas es tan decidido que cualquier empresa le parece pequeña, y no descansa nunca en busca de conquistas y de gloria, ni conoce el cansancio ni el peligro: es el primero en llegar al lugar en que se desarrollará la batalla, se hace querer por sus .  El gonfaloniere era el máximo dirigente de la república de Florencia. .  El Consiglio della Guerra era el organismo que se encargaba de los asuntos militares y de política exterior. .  La carta fue escrita el 26 de junio de 1502.


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soldados y tiene los mejores hombres de Italia: por todo ello es victorioso y formidable, a lo que hay que añadir su inagotable fortuna)

Será más adelante, sin embargo, en octubre de 1502, cuando Maquiavelo es enviado al lado de Cesare Borgia, aumentando así, no solo su admiración por el condottiere, sino el convencimiento de haber encontrado el príncipe que necesitaba Italia para terminar con el dominio extranjero. De esta época son las cartas de Maquiavelo al gobierno de Florencia, en las que describe al Valentino como «sovrumano nel suo coraggio» («sobrehumano en la valentía») y «capace di ottenere tutto ciò che voleva» («capaz de obtener todo lo que quería»), alguien a tener en cuenta como «un nuovo potente in Italia» («un nuevo potente en Italia»), consideraciones estas desarrolladas en el capítulo VII de El Príncipe. Por lo tanto, de lo citado anteriormente, y de otras referencias realizadas por Maquiavelo en El Príncipe, se desprende la idea de que Cesare Borgia no solo es el ejemplo práctico de príncipe propuesto por el escritor florentino, sino también el hombre que podría llevar a Italia a deshacerse del dominio extranjero. Es decir, en la persona de Cesare Borgia, parece que se unan las figuras del condottiere y la del príncipe. Algo que no sorprende demasiado si comparamos las habilidades propuestas por Maquiavelo para su ideal de príncipe –un hombre superior, dotado de intuición e inteligencia, sagaz, valiente, y por supuesto, sin ningún tipo de prejuicios– con las cualidades del buen condottiere, señaladas al inicio del artículo, y que están en la misma línea. Por lo que el paralelismo entre el príncipe y el condottiere parece más que justificado. En las ideas presupuestas por Maquiavelo para su ideal de príncipe tiene mucho que ver su concepto de virtù, en el que se incluyen las cualidades citadas anteriormente, además de otras conocidas sentencias atribuidas al príncipe como: «el poseer la astucia del zorro y la fuerza del león» o «gobernar bondadosamente, pero también con crueldad si fuera necesario, ya que es mejor ser temido que no amado». Dentro de la virtud estaría la «habilidad» que poseía Cesare Borgia para terminar con la vida de los que se ponían entre él y el poder. .  Pasa por ser el escrito más famoso de Nicolás Maquiavelo. El Príncipe, aunque escrito en 1513, sale a la luz en 1532 cuando su autor había ya fallecido. La obra consta de XXVI capítulos relacionados entre sí. Los primeros once describen el modo en que se crea un principado. Del capítulo XI al XIV se trata el problema de las milicias –formadas por mercenarios– y el propio ejército. Los siguientes, hasta el XXIII están dedicados a la figura del príncipe. Y los tres últimos, a la situación de Italia en el momento en que se escribe la obra.


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Y si se ha hecho referencia a Cesare Borgia, qué se puede decir de Giovanni de’ Medici, a quien Maquiavelo consideró como el hombre indicado para liberar Italia del yugo de las monarquías europeas. Maquiavelo acompañó al capitán en algunas batallas, como nos cuenta Matteo Bandello en una de sus novelle. En ella se burla del escritor florentino, considerándolo más dotado para la escritura que para las armas. Según parece, Maquiavelo estaba intentando poner en práctica, sin éxito, sus teorías de L’arte della guerra , pero no era capaz de colocar a tres mil soldados para la batalla, siendo el propio Giovanni el encargado de resolver la situación. Por lo tanto, tras la desaparición de Cesare Borgia, Maquiavelo encuentra en Giovanni de’ Medici el sucesor en su intento de liberar a Italia de las potencias extranjeras, haciendo que las figuras del príncipe y del condottiere no solo se solapen, sino que nuestros dos actores principales se fundan en la analogía más importante del artículo, al convertirse en ejemplos prácticos de «condottiere–príncipe» y en protagonistas de la liberación de la península italiana. Continuando con la línea iniciada por Maquiavelo, de intelectuales que siguieron de cerca las acciones de Cesare Borgia y Giovanni de’ Medici, vamos a ver, en una nueva semejanza cómo otros intelectuales de la época también siguieron los pasos de nuestros dos actores principales. A Maquiavelo, y a Matteo Bandello, hay que añadir otros nombres como los de Pietro Aretino o Francesco Guicciardini. Ya se ha visto como Maquiavelo seguía a Cesare Borgia y a Giovanni de’ Medici por las cortes y por los campos de batalla, pero ahora conoceremos a otros escritores que no solo siguieron sus acciones y sus vidas, sino que se metieron en ellas, entablando en ocasiones una gran amistad. El caso más significativo es el de Pietro Aretino y Giovanni de las bandas negras. En el 1522 Pietro Aretino entra en Mantua al ser vicio del capitán De’ Medici. A partir de ahí nacerá una gran amistad que llevará al escritor de Arezzo a compartir su vida con la del condottiere. Como fruto de esta relación Aretino describe a Giovanni como un hombre generoso que concedía a sus soldados todos los botines que les procuraba la guerra. El comportamiento y el carácter de Giovanni dalle bande nere hace que la tropa sienta por él gran admiración y simpatía. Unos sentimientos que, sin embargo, no eran compartidos por los nobles y señores de Italia, envidiosos y celosos de los éxitos del condottiere, como lo demuestra la traición final que supondrá la muerte del propio Giovanni. .  L’ar te della guerra fue escrita por Maquiavelo durante los años 1519 y 1520, y publicada en 1521. Se trata del primer texto teórico escrito sobre el arte militar, y su mayor originalidad radica en el tratamiento de las nuevas técnicas militares.


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A propósito de la muerte del capitán de las tropas mercenarias, son reveladoras las palabras de Aretino cuando describe la escena en la que Giovanni de’ Medici es inter venido de la pierna, y en la que es sujetado por diez hombres. Operación de la que ya no se recuperaría: «Neanco venti» disse sorridendo Giovanni «mi terrebbero», presa la candela in mano, nel far lume a sé medesimo, io me ne fuggii, e serratemi l’orecchie sentii due voci sole, e poi chiamarmi, e giunto a lui mi dice: «Io sono guarito», e voltandosi per tutto ne faceva una gran festa. («Ni siquiera veinte» dijo sonriendo «me sujetarían», con la vela en la mano para iluminarse, yo me fui, y apretándome las orejas oí solo dos voces, y después llamarme, y al llegar a él me dice: «Estoy curado», y lo festejaba mientras daba vueltas.)

Otro de los nombres propios es el del escritor y político Francesco Guicciardini. Ya nos hemos referido a él cuando su nombre aparecía junto al de Maquiavelo a la hora de elegir a un condottiere –Giovanni de’ Medici– que guiase a un hipotético ejército italiano unificado. El interés por el capitán de las bandas negras se vuelve a hacer patente en su Storia d’Italia (lib. 17 cap. 16), cuando narra el momento en que Giovanni es herido: …Giovanni de’ Medici co’ cavalli leggieri; e accostatosi più arditamente perché non sapeva che avessino avute artiglierie, avendo essi dato fuoco a uno de’ falconetti, il secondo tiro roppe la gamba alquanto sopra al ginocchio a Giovanni de’ Medici; del quale colpo, essendo stato portato a Mantova, morí pochi dí poi,… (…Giovanni de’ Medici con caballos ligeros; se sitúo en posiciones arriesgadas al no saber que ellos tenían artillería, después de un primer disparo de falconete, el segundo le alcanzó la pierna por encima de la rodilla; falleció como consecuencia del impacto unos días más tarde en Mantua, donde había sido llevado,…)

Sin embargo, no se puede decir que Guicciardini sintiese la misma admiración por Cesare Borgia, así lo demuestra el hecho de que condenase muchos de sus actos, al igual que otros intelectuales como Burcardo, que tampoco compartieron las artes del Valentino. Estas críticas, por otra parte, no hacen más que agrandar la leyenda de la familia Borgia y del propio Valentino, rodeados de artistas e intelectuales de la talla de Tiziano, Miguel Ángel, el Bosco, Bembo, Ariosto, Galileo, Bramante, etc.


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Y llegamos al final de este itinerario compartido por Cesare Borgia y Giovanni de’ Medici, a la última semejanza posible. Después de haber recorrido la vida de los dos protagonistas del artículo, será ahora la muerte la que los una definitivamente. Los dos condottieri que habrían debido expulsar a los invasores extranjeros y unificar el país, no podían encontrar un epílogo mejor para su leyenda que una muerte en combate y cuando la juventud aún no había dejado paso a la edad madura –Cesare a los treinta y dos años, y Giovanni a los veintiocho. 10 Una leyenda que no solo une a dos personajes, sino a dos épocas. Una en la que la valentía, la destreza con la espada y la épica dejan su lugar a otra, en la que la diplomacia, las nuevas armas y los acuerdos secretos no solo hacen que se cambie la idea sobre la guerra, sino también sobre la vida.

Antonio Javier Marqués Universidad de Oviedo

10.  Cesare Borgia muere en Navarra, combatiendo a favor de su cuñado Juan III d’Albret en el 1507, mientras que Giovanni lo hace en Mantua a causa de la gangrena producida por el falconete en el 1526.


Amor erótico y Poesía: elementos formativos de humanidad en Desolación de la quimera de Luis Cernuda

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e puede conjeturar que la manifestación más avanzada de la actividad poética se da cuando esta se concibe como continuum, es decir como un progresivo despliegue de medios expresivos que concretan los hallazgos del poeta. El resultado de este trabajo sería la escritura de un libro orgánico que, a manera de mosaico, sintetice las diversas aproximaciones al fenómeno lírico. En este sentido, desde la primera edición de su obra poética completa, La realidad y el deseo (1936) , Luis Cernuda apuesta por esta unidad que –lejos de ser homogénea– pone en escena un universo textual donde cada uno de los libros contenidos en el proyecto global presenta diversas aristas, opuestas y complementarias a la vez, de la vida. La meta de este diseño lírico unitario radica en armonizar lo contradictorio, para encontrar determinados ejes que articulen el discurso en el transcurrir de la evolución estética. En las siguientes páginas analizaré de qué manera el amor y la poesía –o el arte en términos generales–, cumplen una función relevante en Desolación de la quimera (1962), último poemario añadido al conjunto, actuando como agentes redentores frente al constante sentimiento de vacuidad que enmarca la existencia cotidiana.

El erotismo desbordado: rozando los límites del cosmos En materia crítica, existen diversos análisis que enfocan el corpus general de La realidad y el deseo como un conjunto en el cual la visión del amor evoluciona conforme a las vivencias del poeta. En esta línea, cabe .  Publicada en Madrid por la editorial Cruz y Raya. A partir de este año, hasta su muerte en 1963, el poeta publicó sucesivas actualizaciones de esta colección de sus poesías completas.

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mencionar la aparición de Los placeres prohibidos (1931) como la piedra de toque que señala una perspectiva doble de afirmación del amor –principalmente de tipo homoerótico– y de rebelión en contra del orden que trata de negarlo y silenciarlo. Por otra parte, en el caso concreto de Desolación, advertimos un proceso de maduración tanto vital como literario de Cernuda, que se manifiesta en el hecho de representar la temática amorosa desde una óptica que, lejos de centrarse en la urgencia por poseer al objeto amoroso, lo contempla desde una sosegada madurez. Como afirma James Valender: Lo que provoca este cambio de tono es la naturaleza diferente de la experiencia evocada; la experiencia adulta no posee la misma aura lírica, al evocarse, que la evidentemente informa de los recuerdos de la niñez y la adolescencia. (Cernuda, 90)

A la par del proceso madurativo, cabe considerar el hecho de que el poeta ha envejecido y, por lo tanto, toma mayor conciencia de su indefectible tránsito hacia la muerte. Ante esto, el tratamiento poético del fenómeno amoroso se centra decididamente en el plano erótico. Por otro lado, otro de los motivos recurrentes en la poesía de Cernuda es la convicción sobre el papel redentor de la actividad artística como medio para alcanzar una existencia más digna. Así, la idea de que el arte es una fuerza ordenadora del caos existencial, junto con penetrantes reflexiones sobre la incomprensión del genio creador, se expresan ejemplarmente en Desolación. En consecuencia, enfocaré mi estudio en base a estas dos directrices textuales: amor y arte como mecanismos de resistencia frente a la mecánica absurda del mundo. Como punto de partida, se discutirán las características del amor que propugna el poeta andaluz. Uno de los rasgos más importantes de la práctica amorosa visualizada por Cernuda es el hecho de referirse a esta instancia en términos de corporeidad: el amor físico funciona como materialización del deseo erótico. Sin embargo, se debe añadir un matiz a esta hipótesis, ya que Cernuda no percibe el ámbito del cuerpo como fin exclusivo de la experiencia amorosa, sino que a partir del encuentro corporal se puede acceder a una comunión más amplia con la naturaleza. Como contrapartida de esta idea, en algunos de estos poemas el contacto físico con la persona amada resulta nulo, sometiendo al poeta a la vivencia del dolor que causa la distancia del objeto de deseo. El fantasma de la caída, la condena a habitar el mundo de abajo trae consigo el correlato del ser escindido, desterrado de un orden primario, quien siente como imperativo la necesidad de la vuelta a la identidad perdida. Y uno de los medios eficaces para recuperarla es el amor, la interacción –a nivel espiritual y corporal– con el ser amado.


Elementos formativos de humanidad en Desolación de la quimera

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El desper tar del deseo en el poeta marca el inicio de una búsqueda incansable por entender y ser presa de los mecanismos del amor. El hecho de que por este sentimiento el sujeto se siente parte de alguien es un indicio de que por ese camino reordenará la unidad que le ha sido arrebatada. Es sintomático que el arrebato que produce el nacimiento del deseo sexual se presente de manera categórica y hasta descarnada desde los primeros libros de Cernuda, ya que es como un impulso que cobra más fuerza con el trascurrir del tiempo. A este respecto, los poemas de Placeres muestran el rol fundamental que cumple el amor erótico en el proceso formativo de la subjetividad. El descubrimiento de la sexualidad individual se concreta en el poeta como la necesidad de encontrar a ese ser que su deseo ha perfilado como complemento en los fueros de su mundo personal. La búsqueda de esta entidad, a menudo coronada con la inevitabilidad de la derrota, será el motor de su obra. Esto me lleva a constatar que al interior de la poesía de Cernuda se esconde un pesimismo y escepticismo con respecto al hecho de alcanzar la plenitud con el ser amado. Es más, sus poemas son una especie de canto amargo de alguien que ha alcanzado el entendimiento de que todo esfuerzo es inútil, ya que al final el hombre acaba siendo solo el reflejo de su propia soledad. Sin embargo, también es cierto que la voz que habla a través de los textos es la de un individuo que está en constante pugna por descubrir alguna salida frente al nihilismo. Si se han destruido las ilusiones platónicas de alcanzar un mundo inmutable de esencias imperecederas; lo que queda, entonces, es el camino terrestre del cuerpo y el deseo. En una palabra, la potencia ordenadora del amor es capaz de arrebatarnos, aunque sea por un instante, de toda la miseria del mundo. «Uno de los más altos valores del amor para Cernuda –señala Philip Silver– es que el amor es el vehículo más importante, y humanamente accesible, de la eternidad» (Et in Arcadia Ego, 91; mi traducción). A través del contacto amoroso el amante se reconoce con el amado en una especie de recuperación de la unidad anulada, proponiendo un escape a la fragmentación y disgregación del individuo. Además, el amor opera como un medio para alcanzar la eternidad en este mundo y no en alguna esfera ideal del pensamiento o el espíritu. Pero, para creer en el amor corporal como recurso positivo, se debe postular también la noción de que el cuerpo se convierte en un espacio sagrado donde es posible retardar el paso del tiempo, a la vez que nos ata a nuestra parte complementaria, reintegrándonos y devolviéndonos a nosotros mismos. A una imagen más completa de nuestra intimidad. En consecuencia, la materialización del deseo erótico significa el encuentro vivencial con un cuerpo y espítitu diferentes y complementarios, accediendo con este intercambio a la dimensión de la otredad. Al desear un ser a quien amar, el poeta rebasa sus límites en pro-


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cura de aquel semejante que lo religue a sí mismo por efecto del erotismo. Como sintetiza Silver: El mundo es un lugar de sombras y la existencia del poeta es una existencia a medias. Sin la unión con su otra mitad, y sin la posesión de esta, él está prisionero en un mundo de sombras y sueños. El éxtasis del amor lo hace pleno y lo eleva fuera de los límites del mundo temporal. (Et in Arcadia Ego, 101; mi traducción)

El proceso del amor es visto en Cernuda, entonces, como un camino de reunificación de la unidad en medio de la diversidad y dispersión del mundo. El amante y el amado deben comulgar corporalmente con el propósito de volcarse el uno en el otro. Es un mecanismo que opera por una dinámica de autoconsciencia y descubrimiento del sujeto y sus limitaciones. Este rasgo del amor como entrega total de los amantes se manifiesta en la praxis creativa de Cernuda, quien entiende el tema del amor como búsqueda incesante por dar encuentro a esa parte complementaria del ser humano escindido. Si antes hablé de escepticismo en Cernuda, ahora se puede matizar esta idea diciendo que en la prédica y práctica de la poesía, el poeta encuentra una respuesta a la soledad del mundo: el amor como fusión de cuerpo y espíritu. Sin embargo, después de la experiencia totalizadora del amor, viene la ruptura y el regreso al mundo fragmentado y nulo del sujeto. Mas el poeta es consciente de esta dialéctica de plenitud y ausencia al punto de desear, por momentos, una vuelta al estadio primigenio que preexiste a la revelación del deseo. Así, el anhelo por retornar al mundo «de sueños desconocidos y deseos invisibles» circunda la esfera de sus convicciones, como dice este verso contenido en Placeres («Telarañas cuelgan de la razón», 16). Por eso, la teoría de Cernuda sobre el amor es un constante vaivén entre fuerzas que se oponen y se complementan recíprocamente. Nuevamente cito a Silver: Si, por una par te, a lo largo de La realidad y el deseo, el deseo fracasa, y el anhelo de reintegración es una constante, por otra, cada amor une a Narciso momentáneamente con su imagen reflejada, completando su ser y haciéndole uno con la Creación. (De la mano, 65)

Visto el papel que cumple la temática amorosa en la poesía de Cernuda, me interesa ahora determinar cuál es su tratamiento en Desolación. A este respecto considero que hay un elemento importante a tomar en consideración: el hecho de que en este libro el eje focal de la voz poética ya no es el impacto de la pasión misma, sino el efecto que produce el amor cuando el tiempo ha pasado y ya no es posible recrear la unión de los amantes. Un giro temático en estos poemas constituye el tono del enunciador que


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poetiza acerca del amor a través del filtro de la experiencia. Se nota en estos textos la presencia de una voz que habla desde la distancia –tanto temporal como espacial–. A este respecto coincido con Neil McKinlay cuando afirma: El nivel de ambivalencia es muy importante en la poesía amorosa de Cernuda. La crítica ha tendido a concentrarse en el contraste entre el caos de la experiencia de amor en sus poemas iniciales y el orden de su posterior meditación sobre el amor. (120; mi traducción)

Un buen ejemplo de esta transición del caos al orden es el poema «Pregunta vieja, vieja respuesta», en el cual la voz poética ha madurado con el paso del tiempo y ahora posee la sabiduría necesaria para resolver la antigua pregunta del amante: «– ¿Adónde va el amor cuando se olvida?» (1): El hombre que envejece, halla en su mente, En su deseo, vacíos, sin encanto, Donde van los amores. Mas si muere el amor, no queda libre El hombre del amor: queda su sombra, Queda en pie la lujuria. (13-18)

Hay un elemento añadido importante: la lujuria, la cual posee aún al hombre y lo hace proyectar una sombra que brota de la faceta carnal del amor. Lo que queda es esta «sombra» del amor, un residuo nebuloso que solo puede ser percibido a distancia, pero sin posibilidad de concretarse nuevamente. Ya no presenciamos la realización material del amor, sino que, ante los desechos que este ha dejado en la conciencia del sujeto, asistimos al espectáculo de su brillo extinguido en un teatro de sombras. En el poema «Despedida» se hace evidente también una suerte de divinización del acto amoroso y el sentimiento de que si el hombre ya mayor (el «viejo») comulga sexualmente con el amado –generalmente muchachos–, va a corromper o volver innoble la experiencia: Mano de viejo mancha El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo. Con solitaria dignidad el viejo debe Pasar de largo junto a la tentación tardía. (15-18)

Se obser va un juicio moral implícito en la actitud que el «viejo» debe tomar frente al amor: el distanciamiento frente a la urgencia del deseo. Ahora bien, el hecho de que el sujeto –desde una perspectiva distante–, solo se centre en una meditación del amor sin actuar directamente en él,


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no implica que su impulso erótico haya desaparecido, sino más bien que ve en el amor carnal una primera etapa dentro del largo recorrido que supone habitar con el deseo y sus manifestaciones. Su eje existencial sigue siendo el erotismo, solo que ahora el paso del tiempo y la experiencia adquirida lo han llevado a optar por una actitud más contemplativa frente a este fenómeno. El hecho de que Cernuda cree firmemente en el amor es visto acer tadamente por Derek Harris cuando habla de, «la proclamación enfática del sueño del amor como el único propósito y objetivo de su existencia [la de Cernuda]» (26; mi traducción). El mismo poeta corrobora esta convicción en el poema «Epílogo»: «Iluminando este existir oscuro y apartado / Con el amor, única luz del mundo» (40-41). Para concluir este breve recuento del papel del amor en Desolación de la quimera, diré que antes que un cambio radical en el credo del poeta, se deduce un cambio de perspectiva frente a esta temática. Así, se deja de lado la pasión corrosiva de los primeros libros para adentrarse en una reflexión más distante sobre el erotismo. Sin embargo, esta afirmación también puede matizarse ya que, a pesar de presentar una postura más reflexiva, el apasionamiento no ha cesado de encender la llama del deseo. Esta reflexividad trae como correlato una postura ética frente al amor, ya que la pretendida distancia frente al fenómeno del amor se debe básicamente a la conciencia que impera en el poeta sobre las limitaciones del encuentro físico, y en general de todos los procesos humanos. El amor nos devuelve una imagen de nosotros mismos pero, a su vez, es doloroso en tanto transitorio y perecedero. Ahora, desde el ángulo de la experiencia, el poeta contempla el cuerpo del amado con la resignación que conlleva el desgaste corporal, pero sobre todo maravillado ante el espacio que su amor crea. Como se lee en «Lo que al amor le basta»: En la fase primera Del amor te demoras Sin allegarte al cuerpo Cuyo existir adoras. (21-24)

El genio creador ante la sociedad carcelaria Como afirmé al principio de este ensayo, la obra total de Cernuda debe verse como una constante meditación poética acerca de motivos cruciales para la problemática del hombre: la muerte, el amor, el deseo, la realidad, el arte y la poesía. Es sobre estos dos últimos puntos que enfocaré la discusión en las siguientes líneas. Si el erotismo es un mecanismo a través del cual el hombre busca recuperar algún atisbo de unidad en medio de la


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fragmentación constante del mundo; el arte, por contrapartida, va a operar en esta misma línea, proponiendo una búsqueda de sentido y unidad dentro del caos cotidiano. Por esto, se podría aplicar esta cita de James Valender sobre el papel que juega la falta de amor en el poeta sevillano, al tema del arte o la poesía: Sin amor, Cernuda está separado, no solo del mundo que lo rodea, sino también de sí mismo: está alienado de sus propios sentimientos, de su propio cuerpo. Está vacío, sin vida, solo con la nada que lo rodea… Lo que motiva la angustia del poeta es sobre todo su conciencia del tiempo. Cernuda parecería consentir que si el amor deriva del deseo de trascender el tiempo, los objetos en los que el deseo fija su mirada son efímeros y por lo tanto resisten todo intento de posesión y, al hacer esto, solamente reconfirman la mortalidad de la persona que busca esta forma de trascendencia. («Los placeres prohibidos», 84-85; mi traducción)

Esta falta de coherencia lleva al poeta a buscar una salida en la experiencia erótica y en la poesía. Se puede afirmar que en Desolación de la quimera el tema de la creación artística sobresale sobre los demás. Es más, se percibe una voluntad del poeta por afirmar el carácter imperecedero de la obra de arte: «Sí, el hombre pasa, pero su voz perdura», dice en el poema «Mozart» (61). La función estética –para hablar en términos generales–, destruye las limitaciones temporales y espaciales que circunscriben al ser humano durante su estancia breve en el mundo. Así, el artista ocupa el lugar de redentor entre los hombres, usurpando este sitio al Dios de la religión. El creador de universos estéticos es capaz de redimir a la humanidad del caos y la miseria de la existencia; es más, él tiene la facultad de enmendar la torpeza del Dios creador, haciendo del objeto artístico una alternativa frente a la creación divina. Esto se aprecia en el mismo poema citado en este párrafo: Si de manos de Dios informe salió el mundo, Trastornado su orden, su injusticia terrible; Si la vida es abyecta y ruin el hombre, Da esta música al mundo forma, orden, justicia, Nobleza y hermosura. Su salvador, entonces, ¿Quién es? Su redentor, ¿quién es entonces? Ningún pecado en él, ni martirio, ni sangre. (50-56)

Al igual que la experiencia del amor, la práctica y dominio del arte es un medio para lograr la identificación con los otros, un arma para anular la división radical entre el hombre y sus semejantes. Leamos un pasaje de «Díptico español»:


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La poesía habla en nosotros La misma lengua con que hablaron antes, Y mucho antes de nacer nosotros, Las gentes en que hallara raíz nuestra existencia; No es el poeta solo quien ahí habla, Sino las bocas mudas de los suyos A quienes él da voz y les libera. (52-58)

En suma, el poeta plantea el reconocimiento con la otredad a partir de su poesía. Nuevamente, esta vez a partir de la creación artística, el sujeto es capaz de recuperar momentáneamente un fragmento de plenitud. Sin embargo, Cernuda no es ingenuo para postular que el arte destierra el sufrimiento o la angustia; pero, al menos, es una vía noble para hacer frente a los factores negativos de la vida. Sobre todo, es un vehículo estrictamente humano por el cual los hombres se obser van a sí mismos como receptores de una experiencia común. Asimismo, el arte es un medio de conocimiento para el individuo al penetrar en la realidad y cuestionarla desde una perspectiva crítica. Por esto, la visión artística de Cernuda no es de reconciliación o remedio a los problemas humanos; antes bien, es una manera de desenmascarar la infelicidad y tratar de resistirla. Lejos de prevalecer un orden apolíneo, un espacio platónico perfecto de formas inmóviles, la imagen estética de Cernuda desnuda lo real y desmantela sus mecanismos de engaño. Y es que el arte –y más aún el hecho de sentirse agente de este proceso– cumple un papel decisivo en el proceso formativo de la conciencia reflexiva del sujeto frente a la realidad. Esto se corrobora también en «Díptico»: Y tras el mundo de los Episodios Luego el de las Novelas conociste: ………………………………………………………… Tantos que habrían de revelarte El escondido drama de un vivir cotidiano: La plácida existencia real y, bajo ella, El humano tormento, la paradoja de estar vivo. (122-130)

Sin embargo, la certeza de Cernuda acerca del valor de la manifestación artística y sus implicancias en el destino del hombre, se problematiza en el terreno de las relaciones entre el artista y la sociedad. Generalmente, la imagen que nos presenta la voz lírica es la del creador aislado en su propio universo ante la mirada de los otros. Así, sus constantes meditaciones acerca del genio y la incomprensión de la sociedad, o el papel impostado de esta –como en los casos de Rimbaud y Verlaine–, no hacen más que complejizar el asunto. Por ello, el artista cae nuevamente presa de la sole-


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dad y el desdén ajeno, ya que no es posible cruzar el muro que lo separa de los demás. Un muro que ha sido fabricado con las convenciones sociales que a menudo mutilan la libertad del hombre, tal como lo evidencia en «A propósito de flores»: El lirio se corrompe como la hierba mala, Y el poeta no es puro o amargo únicamente: Devuelve solo al mundo lo que el mundo le ha dado, Aunque su genio amargo y puro algo más le regale. (24-27)

Si la poesía encarna el anhelo por develar la identidad propia, esta actividad se encuentra sometida a la carga negativa de la sociedad, en tanto codificadora de prejuicios y dogmas. Por lo dicho, coincido parcialmente con la siguiente aseveración de María Utrera; ya que, antes que alivio, el poeta encuentra confusión en su trabajo creativo: La poesía se constituye como afirmación fundamental de la identidad del poeta como consuelo respecto a su entorno. El alcance de la belleza a través del hecho poético lo redime de la dura y hostil sociedad en la que vive. Pero, además, la poesía es vía de salvación personal, pues le permite cierta manera de inmortalidad conseguida a través del mito poético. (272) Considero que en esta cita solo se ve un lado del problema, al dar por sentado el aparente orden perfecto de la obra de arte, dejando de lado los juicios que vienen por parte del propio poeta. Ante eso, pienso que el planteamiento de Cernuda es dialéctico antes que sintético, ya que propone una oscilación sin tregua entre orden y caos. Más aún, el ejercicio lírico del poeta español no señala una salida a la problemática; antes bien, su objetivo es representar esta interminable búsqueda del orden en medio del caos a riesgo de caer una y otra vez en aporía. Es esta conciencia de la inutilidad de ofrecer respuestas a una situación imposible de resolver desde una perspectiva única lo que convierte a su obra en un producto estrictamente contemporáneo, en la medida que aborda temas que conciernen a todo hombre que demuestre la sensibilidad suficiente para plantearse preguntas más allá de la comodidad del orden establecido. De esta manera, lo que se deduce de este desarrollo expositivo es la idea de que la importancia de la obra de arte radica en su carácter testimonial de un estado de cosas privado y, a la vez, colectivo, y no en su eficacia para resolver complejos e insolubles problemas metafísicos. La preeminencia del valor intrínseco de la poesía como actividad inacabada, antes que como inservible recetario queda claro en estas líneas de «Tres misterios gozosos»: El poeta, sobre el papel soñando Su poema inconcluso,


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Hermoso le parece, goza y piensa Con razón y locura Que nada importa: existe su poema. (11-15)

Una multifacética y cambiante realidad En conclusión, Cernuda intenta desde su predicamento literario organizar el desorden y desintegración que operan en el mundo. De esta manera, además, la palabra poética se mira a sí misma como un espacio por el cual se genera una reacción frente al desequilibrio imperante en la sociedad. Aunque no se debe ver únicamente una motivación de crítica frente al orden impuesto por los hombres, sino también al de la naturaleza –como ya puntualizé en lo referente a la imposibilidad de alcanzar el absoluto por medio del amor–. La voz de Cernuda es un constructo multiforme en el cual la dialéctica entre realidad y deseo actúa sobre el telón de fondo de la derrota como un mecanismo de resistencia. Su visión del artista es la de un hombre conflictuado, quien experimenta la sensación de pérdida; esgrimiendo, como respuesta, la búsqueda de un orden totalizante, a pesar de que el éxito de su empresa se intuya lejano de alcanzar. Esta afirmación es pertinente al respecto: En líneas generales, entonces, el entendimiento de Cernuda sobre la «teoría» del arte es muy complejo e incluso fragmentario. Mientras la creación artística en sí misma es una producción del orden a partir del caos, aún del caos oscuro y demoníaco, y la experiencia artística es una manera, aunque transitoria, de encontrar el orden en la vida, la vida del artista es un confuso amasijo de imágenes diferentes: la creación artística se da en beneficio de la alienada y caótica existencia del artista, y puede incluso guiarlo a la apreciación de lo divino. Por esto, el artista es una figura gloriosa, un hombre de síntesis en quien el orden y el caos se mantienen juntos. (McKinlay, 140; mi traducción)

La única acotación que cabría hacer a esta cita es que se debe ver la idea de síntesis como conflicto –como coexistencia de fuerzas opuestas: «orden» y «caos»– antes que como salida efectiva al carácter multifacético del ser humano. En este sentido, el hombre debería ser visto como entidad ambivalente antes que como unidad. Puede decirse, además, que la identidad anhelada por la voz lírica solo puede ser aprehendida en la multiplicidad que plantea la búsqueda misma. Así, el gran mérito de la poesía de Cernuda reside en invitar al lector a ejercer el rol de cómplice o coprotagonista de su empresa cognoscitiva. Su problemática nos conmueve en tanto es la propia del hombre. Nos sentimos afectados por su irritante escepticismo


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porque en el fondo tiene bases sólidas para ser verdadero. Pero, sobre todo, participamos del desenmascaramiento de la realidad en su obra porque, como lectores –y más aún como semejantes del poeta–, nada puede dolernos más que el engaño y la falsedad del mundo. La estimación del artista como un ser que posee determinadas fibras sensibles para captar fenómenos específicos de la realidad, revela una creencia en la capacidad de la poesía para contrarrestar la vacuidad del mundo. La mirada del creador de universos estéticos es necesaria para develar las maquinaciones de una sociedad que reprime y fuerza al silencio. Dentro de este contexto, la voz andaluza de Cernuda se alza desafiante y cuestionadora en contra de la pasividad y el conformismo. Ahora bien, el poeta no propone ninguna fórmula para desterrar el vacío de la existencia, simplemente expone el caos y lo resiste a partir de la práctica poética. Vale afirmar que, para llegar al convencimiento del poder del lenguaje como codificador de la naturaleza sacra del mundo, se debe pasar por un estado de incertidumbre primario y, sobre todo, de introspección y búsqueda personal. Esto ocurre porque la actividad literaria es el medio que encuentra el escritor para acercarse a esa imagen totalizadora del amor que el deseo le revela; a la vez que es un pretexto para afirmar el valor de la vida dentro del absurdo del mundo. Esta cita de Valender es muy pertinente como corolario a lo dicho: Lo que cambia es el grado en que Cernuda logra mantenerse fiel a la realidad trascendental que la poesía descubre y encarna, es decir, fiel a su propia identidad poética y al destino que esta persona mítica lleva consigo. (Cernuda, 91; énfasis suyo)

Persona que afirma convencida la validez de la poesía como herramienta para combatir lo negativo de nuestro periplo existencial y, a pesar de las circunstancias adversas y de su transitoriedad, como proceso individual y colectivo de humanización.

Chr ystian Zegarra Universidad de Utah


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Obras citadas Cernuda, Luis, Desolación de la quimera, México, Editorial Juan Mortiz, 1962. —, La realidad y el deseo (1924-19 62), Madrid, Alianza Editorial, 1998. Harris, Derek, Luis Cernuda. A study of the poetr y, London, Tamesis, 1973. McKinlay, Neil, The poetr y of Luis Cernuda. Order in a world of chaos, London, Tamesis, 1999. Silver, Philip, «Et in Arcadia Ego»: A study of the poetr y of Luis Cernuda, London, Tamesis, 1965. —, De la mano de Cernuda: Invitación a la poesía, Madrid, Fundación Juan March / Cátedra, 1989. Utrera, María, Luis Cernuda: una poética entre la realidad y el deseo, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1994. Valender, James, «Los placeres prohibidos: An analysis of the prose poems», T h e w o rd a n d t h e m i r ro r , Ed . Sa l va d o r Ji m é n e z - Fa j a rd o , Ru t h e r f o rd , Associated University Press, 1989. pp. 80-96. —, Cernuda y el poema en prosa, Londres, Tamesis Books Limited, 1984.


El oeste de Irlanda en la obra de W. B. Yeats: el surgimiento de la identidad nacional irlandesa

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l oeste de la isla, Irlanda era típicamente rural y prácticamente analfabeta. Atraído por sus moradores y sus leyendas, por los paisajes de Sligo y su lengua gaélica, William Butler Yeats decidió tomar esa región remota como la que sería el epítome del sentimiento nacional irlandés; llevada al extremo dicha idolatría sobre lo autóctono, Yeats forja un ideal nacional tan potente que en último término, ideológicamente, capacitó a los moradores irlandeses de la isla a liberarse del yugo impuesto por el enemigo inglés tantos siglos atrás. Sus habitantes, campesinos en su mayoría, poseían un folklore que para Yeats «marcaba un acceso a una espiritualidad mucho mayor que el filisteísmo imperante en la sociedad urbana y materialista de la Gran Bretaña victoriana» (Watson, 96). Se decidió pues a encumbrar al campesinado al escalafón superior de cuantos personajes debían ser inspiración en su obra, y de este modo se dispuso a desgranar los entresijos de la complicada mitología irlandesa, con fin a que una vez hubiese conseguido desvelar la esencia nativa gaélica de dichas historias, paisajes, símbolos y habitantes, su lente creadora de corte angloirlandés no se serviría únicamente de dicho folklore como inspiración romántica: habría llegado a comprender la pure za primitiva no colonizada de Eire y esto le otorgaría la capacidad articular un discurso propio irlandés. La aproximación llevada a cabo por Yeats para desenmarañar dicha esencia irlandesa gira respecto a tres ejes: traducción y recuperación de antiguas leyendas, creación de nuevos mitos y recreación del espacio esté-

.  Pues no hay que olvidar que W. B. Yeats era irlandés descendiente de ingleses, y por tanto su escritura aun siendo irlandesa siempre llevaba esa mácula inglesa sobre sí. .  Las labores de traducción no serán propiamente llevadas por él, pues era desconocedor de la lengua gaélica. Realiza una labor de patronazgo de traducción de textos, como es el caso del apoyo prestado a Lady Gregor y para la traducción

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tico de Irlanda a través de su poesía. Antes de abordar el análisis de estos tres ejes, es fundamental y necesario resaltar la labor del «stor y-teller» o poeta dentro de la dialéctica de Yeats. Para él, el cuenta cuentos será aquel personaje nexo de unión entre el campesino y la cultura gaélica, y portador de una verdad universal aceptada por todos por igual, una verdad increíble pero con licencia a ser aceptada debido a su rol de poeta, pues «if a poet says something is true, then it is indeed a fact» (Raby, 279). Tesis a su vez apoyada por la propia transformación de Yeats en algunos de sus libros (The Celtic Twilight, The Secret Rose o Rosa Alchemica) en voz narrativa. La labor desempeñada por el «stor y-teller» será doble: por un lado proveerá con leyendas de una época dorada de Irlanda o con sueños a conseguir una vez haya pasado la miseria y la independencia nacional conseguida (Mansergh, 268), por otro promulga una labor didáctica de transmisión de la cultura irlandesa en una época en que el acceso a la educación era complicado. En la gran mansión de Coole, W. B. Yeats junto a su gran amiga Lady Gregor y, se dedicó a la recuperación de antiguos textos y leyendas, trazando los orígenes místicos irlandeses desde sus raíces más primarias para así poder capturar el elemento primordial que había dado lugar a la presente Irlanda. De boca de los «stor y-teller» de carne y hueso, y de aquellos que a través del papel le narraban las historias ya olvidadas de la vieja Eire, Yeats recuperó los elementos principales del folklore de la isla. Para conocer el espíritu de Irlanda debía comprender en primer lugar el alma de sus habitantes más primitivos: los Sidhe . «You have shut away the world and de Cuchulain of Muirthemne. Otros textos traducidos (principalmente por Douglas Hyde) estan presentes en su obra de recuperación de leyendas del folklore irlandés Fair y and Folk Tales of the Irish Peasantr y, ambos libros presentes en C. Boss, ed., A Treasur y of Irish Myth, Legend and Folklore, New York, Gramercy Books, 1986. .  Paddy Flynn como exponente máximo del «stor y-teller» en la obra de Yeats. .  Con referencia a este tema cabe destacar la labor de los «Hedge-School Masters» (producto de las reformas educativas impuestas por Gran Bretaña durante el siglo xviii, durante las cuales se prohibió la educación a los irlandeses, y estos, instruidos por un antiguo maestro, estudiaban tras algún seto escondidos –de aquí el nombre), a su vez ejemplificado en Stories of Red Hanrahan mediante la figura del poeta-profesor, con lo que Yeats resalta que la labor educativa del «story-teller» es doble. Para más información L. Conner, «A Matter of Character: Red Hanrahan and Crazy Jane» Yeats, Sligo and Ireland. (N. Jeffares, ed.) Great Britain, Colin Smythe, 1980. .  El nombre «Sidhe» se ajusta mejor a dichas entidades que el inglés «Fairies». La palabra Sidhe, que en sánscrito es Shidda, significa ‘persona emancipada’, tal como estos seres lo estaban de otras divinidades al uso, pues ellos mismos representan una divinidad más en consonancia con el entorno natural de la isla. (Maxwell & Bushrui ed., 47)


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gathered the gods about you» (1998: 273; pt. 2), le dice Michael Robartes al poeta –Yeats– en Rosa Alchemica (1897), y en efecto esto es lo que él hizo, pues para poder conocer la idiosincrasia de las gentes de Irlanda hubo también de adoptar sus deidades ancestrales y aprender a convivir con y para ellas. Los Sidhe, dioses caídos en desgracia, pueden definirse como seres caprichosos que manipulan a su antojo las vidas de los campesinos de la isla. En una época en que el hambre asolaba las aldeas, las cifras de mortalidad infantil se disparaban, la muerte de mujeres jóvenes era diaria, y la gente no entendía los misterios naturales que con el devenir del siglo xx encontraron explicación, atribuían todas sus desgracias a los designios de estas deidades; así pues, los Sidhe ponían un encantamiento (glamour) en una doncella antes de su boda, suplantaban su cuerpo por un tronco de árbol muerto y la llevaban con ellos –algunas veces para reaparecer como genii , (The Celtic Twilight, 1998: 70). Raptaban neonatos de sus cunas o arrancaban niños de corta edad del seno familiar (The Stolen Child, 1990: 20-21), volvían dementes a la gente arrebatándoles sus almas (The Celtic Twilight, 1998: 88) así como realizaban todo tipo de fechorías. Sin embargo, lo que se perseguía con estas leyendas no era el terror categórico hacia estas fuerzas de la naturaleza; los Sidhe también habían sido bondadosos con los hombres y por consiguiente se les merecía un contenido respeto (The Secret Rose, 1998: 173; pt. 4). El interés de Yeats por los Sidhe será el interés por acercarse a la Irlanda celta por medio de las cuatro tradiciones literarias en que explotará este recurso narrativo: la balada, el folklore, la ficción y el mito antiguo ( Jeffares, 1980: 137), pues en todos ellos desarrolla una línea argumental en la que la presencia de los Sidhe se traduce como la presencia del elemento gaélico primitivo, y la respuesta a la interrogante de dicho pasado glorioso, que junto a estos seres queda tan lejano para el campesino irlandés. Otro personaje típicamente celta, y recogido por Yeats de la tradición gaélica será el Druida. Los druidas para él serán los receptáculos del antiguo conocimiento esotérico celta (Maxwell & Bushrui, 45). El misterio del Druida está presente en el poema «Fergus and the Druid» en The Rose (1893). En el poema, el rey Fergus le expone al Druida cómo ha venido .  Nombre en gaélico que reciben aquellos que vuelven del mundo de los Sidhe. .  En el poema «A Faer y Song» presente en The Rose (1893), los Sidhe, conocedores del elemento maligno presente en el ser humano, le ofrecen a este la posibilidad de «Give to these children, new from the world / rest far from men» (1990:43-4 4). «Give» aquí ambiguo pudiendo ser ‘entregar’ a los niños (a los propios Sidhe) o ‘darles’ la oportunidad de crecer alejados del hombre y no ser contaminados. Intentan instruir, ellos que tienen más experiencia, de una forma altruista y no conscientemente malévola.


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obser vándole y como lo que él ansiaría es «be no more a king / but learn the dreaming wisdom that is yours» (1990: 36-37); la superioridad moral del Druida es mayor: él es capaz de estar en consonancia con la naturaleza, y cambiar su forma acorde a ella. Su existencia se centra en la meditación, sujeto pasivo frente al sujeto activo que representa el rey. El rey desarrolla un sentimiento de nostalgia por el mundo espiritual y de ensoñación que representa el Druida, la paz que él fue incapaz de alcanzar en su castillo. La percepción del mundo a través del sueño es pues verdadera, pues la forma en que el Druida percibe la realidad es procesándola a través de sí mismo, conociéndose mediante la reflexión (meditación) y focalizando ese conocimiento en percepción y entendimiento del mundo, mientras que para el rey Fergus esto es imposible pues el mundo en que se mueve está regido por otras leyes no naturales. Esta idea de la soledad de Fergus es, en general, definitoria del héroe de Yeats. Un héroe definido por su soledad en y por oposición a la multitud ( Watson, 108). Así pues, la labor de creación de una mitología propia del individuo será lo que Yeats tenga en mente cuando trate de interrelacionar su propia idea de heroicidad con la de la mitología irlandesa popular. Por un lado, dentro de su labor de recuperación de textos gaélicos, la leyenda de Cuchulain de Muirthemne (mito perteneciente al ciclo del Ulster) y de Countess Catherine, héroes de corte aristocrático que resaltan la comunión de dichos valores propios de la aristocracia con los valores naturales del campesinado (Watson, 117), persiguiendo la unión de ambos en su concepción de la identidad nacional irlandesa que representaría a un todo global y no al individuo definido por clase. Con la ayuda de Lady Gregor y y Mr. Hyde, W. B. Yeats se introdujo en el imaginario irlandés mediante la creación del poeta/cuenta cuentos Red Hanrahan. Aceptado dentro de este como uno más de los personajes que pueblan las leyendas del folklore celta, su realidad reside en que no es más que un personaje salido de la mente y pluma de Yeats ( Jeffares, 1980: 8), y nunca presente en la mitología gaélica hasta la publicación de Stories of Red Hanrahan en el año 1897 (y reescrito con ayuda de Lady Gregor y en 1907). La soledad del cuenta cuentos, su dedicación hacia los otros, su humanidad frente a sus iguales y por las preocupaciones comunes de los habitantes de Irlanda –«It is not of what I am thinking, (…) but of Ireland and the weight of grief that is on her» (Stories of Red Hanrahan, 1998: 237)– la transmisión de su sabiduría y su espíritu de sacrificio serán lo que lleven a Yeats a encumbrarle hacia lo más alto de su propio ideario mitológico.


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Es también Red Hanrahan quien le canta a una de las más celebradas heroínas del folklore irlandés: Countess Cathleen. En un periodo en que escaseaba el alimento, es ella quien tras un sacrificio altruista proporciona sustento al campesinado irlandés; sustento alimenticio así como espiritual, pues Cathleen se convierte en un símbolo de resistencia frente a la adversidad, una pequeña esperanza de salvación para los campesinos, y a su vez un ejemplo de bravura y valentía. Sin embargo, mediante la personalidad de Cuchulain of Muirthemne, es donde mejor se ejemplifica el gran individuo que Yeats tanto ansiaba mostrar a sus lectores irlandeses. Para Yeats, la recopilación de la historia de Cuchulain no es solo el mejor libro publicado en Irlanda en su tiempo, sino el mejor que jamás haya salido de allí. 10 La leyenda de Cuchulain, pese a ser conocida por todos los irlandeses, no es hasta que Lady Gregor y la recoge y ordena, traduciendo fragmentos de historias del gaélico y recuperando otras en contacto con diferentes cuenta cuentos, cuando aparece por primera vez al mundo en su forma escrita (en el año 1902). La importancia que tiene Cuchulain por tanto reside en otorgar al pueblo irlandés una leyenda propia, al nivel de las Nibelungenlied alemanas o de los cantares del Mio Cid españoles. Una leyenda que, como en el caso de sus equivalentes europeos, sintetizase toda una nación, ensalzando de esta manera su identidad propia. Cuchulain representa la quintaesencia del héroe tipificado por Yeats, y este lo recogerá como base mitológica para su poesía. La figura de Cuchulain ofrece una nueva visión original .  Lo hace en Stories of Red Hanrahan, en el capítulo titulado «Hanrahan and Cathleen» tras reconocer «the weight of grief that is on her» (citado arriba) y alzando la figura de Cathleen como esperanza y bravura frente a los tiempos difíciles en que les ha tocado vivir, no muy distinto del tiempo en que ella vivió y con qué valentía ella se enfrentó a dichos avatares. El poema que Hanrahan canta también aparece recogido por Yeats en In the Seven Woods (190 4) bajo el título: Red Hanrahan’s Song about Ireland (1990: 90). .  En la historia «The Countess Kathleen O’Shea» contenido en Fair y and Folk Tales of the Irish Peasantr y (1888) se nos narra como el sacrificio de Cathleen se produce cuando esta descubre que los campesinos, en condiciones de hambruna total, han comenzado a vender sus almas al demonio para conseguir alimento. Ella, en un intento desesperado por conseguir dinero vende todas sus pertenencias, pero tras conocer que ni aún así puede cubrir los gastos de todos los campesinos, decide vender su alma y entregar el dinero a los pobres para que puedan alimentarse. Por su acto altruista, dios la redime, y es llevada junto a él al paraíso, hecho que también recoge Yeats en su poema «Countess Cathleen in Paradise» contenido en The Rose (1990: 48). 10.  Así lo indica el propio Yeats (Booss, 333) en el prólogo que escribe para la primera edición de Cuchulain of Muirthemne de Lady Gregor y.


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de inspiración poética, pues «the Greek and Roman myths had become sterile from overuse and lacked freshness» (Booss, x) y así es recogido por Yeats en algunos de sus poemas. En «Cuchulain’s Fight with the Sea», incluido en The Rose, Cuchulain cegado por la violencia termina con la vida de su propio hijo, hamartia del héroe clásico celta en este caso. Su peripateia y catarsis le llevaran a luchar contra los caballos del océano, que son el propio oleaje (percibido así por él tras ser hechizado por los druidas temerosos de su reacción) (1990: 37-40). Más amable es la visión que nos muestra un más adulto Yeats en «Cuchulain Comforted», poema incluido es este caso en Last Poems (1936-1939), donde Cuchulain, herido tras una batalla, es visitado por unos sudarios que le urgen a tejer uno nuevo si desea conser var su vida 11 (1990: 395-386). Por tanto, la imbricación de la figura heroica de Cuchulain y las demás figuras pertenecientes a la Red Branch of Ulster hay que entenderlos como el intento de Yeats por retomar la Irlanda más pura, alejada de la contaminación que supuso la invasión inglesa, como él mismo canta en su célebre poema «To The Rose upon the Rood of Time», prólogo de su poemario de 1893, The Rose: «Red Rose, proud Rose, sad Rose of all my days! / come near me, while I sing the ancient ways: / Cuchulain battling with the bitter tide; / The Druid, grey, wood-nurtured, quiet-eyed, / who cast round Fergus dreams, and ruins untold» (1990: 35). Como ya se apuntó más arriba, otra de las estrategias utilizadas por W. B. Yeats para la forja de la identidad nacional irlandesa es la recreación en el espacio estético de Irlanda. Es también importante remarcar que esta recreación no es tan solo material, pues en su búsqueda de lo puramente irlandés al oeste de la isla, Yeats también se deleita con las últimas trazas que encuentra del idioma gaélico original, componente también de esta belleza estética y esencia del lugar. Frente a la invasión inglesa por el este, Eire mantuvo su espíritu celta al oeste. Es allí pues donde Yeats encuentra su inspiración, y cuyos paisajes y lengua, aún conser vados en estado natural, le instigan a crear poderosos poemas y obras. La topografía de los elementos lingüísticamente gaélicos son de fácil trazo a lo largo de su obra; esta se encuentra plagada de términos de hiberno-inglés 12 : las referencias más evidentes las encontramos tanto en los nombres de los lugares, que en su mayor parte conser van su nombre original (ejemplo de esto sería el poema «The Man Who Dreamed of 11.  Del poema original «shroud», cuyo origen germánico en el Inglés Medio se relacionaba con el verbo «shred», literalmente: «cover so as to protect». (Oxford Dictionar y of English) 12.  Inglés hablado en esta región de Irlanda, altamente cargado de términos gaelicos.


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Faer yland», contenido en The Rose, donde la voz poética hace referencia a: Dromahair, Lissadell, Scanavin y Lugnagall. (1990: 50), pero sobretodo destaca el uso de la forma gaélica del nombre de Irlanda, Eire, que se hace sobretodo omnipresente en la época temprana de la poesía de Yeats), como cuando Yeats da voz a los campesinos protagonistas de su obra literaria. Estos hacen un uso natural de la variación del ingles natural de la isla: «whether he becomes an Amadán-na-Breena, a fool of the forth, (…), I cannot tell» (The Celtic Twilight, 1998: 112). La recreación más puramente estética que Yeats propone se encuentra concentrada en el condado de Sligo, en la provincia de Connacht, donde él mismo pasó tiempo de su vida. En The Celtic Twilight varias de sus leyendas girarán en torno a este lugar, como si de un punto místico de energía se tratase, al concentrarse en él todo tipo de acontecimientos relacionados con figuras mitológicas del folklore irlandés. También el interés por sus gentes y el campesinado, por sus preocupaciones y vida diaria será objeto de estudio en el cuadro que Yeats nos dibuja sobre este condado. El espacio al oeste de la isla no será solo objeto de interés para él por ser donde se concentre la mitología irlandesa o el campesinado sobre el que tanto él romantizó, sino que además será un lugar de retiro espiritual donde poder encontrar la paz mística que en la gran urbe, capital del imperio británico, le era imposible hallar. Bajo la influencia de este paisaje 13 escribe el poema «The Lake Island of Innisfree». En este, Yeats romantiza sobre Irlanda en las tres stanzas que componen el poema; asegura en la primera que en la pequeña cabaña que construirá al llegar allí cultivará sus propias cosechas y producirá su propia miel. De nuevo romantiza la figura del campesino como ser de espiritualidad superior frente al hombre de la urbe. El cambio también supondrá la modificación de sus deleites estéticos en la segunda stanza. En contraposición al hombre de ciudad, cuyo disfrute artístico (relacionando en este caso el placer estético que produce la contemplación) se basa principalmente en el producido por la belleza artificial (puédase entender por belleza artificial la de un cuadro, por ejemplo), él, rodeado por la naturaleza, gozará de esta en estado puro y se recreará en los colores (naturales) de sus amaneceres y puestas de sol. Finalmente, en la tercera stanza, la voz poética de Yeats nos indica que la música para sus oídos será la producida por la propia naturaleza: el fluir del agua golpeando contra la orilla y los latidos de su propio corazón. (1990: 4 4). La romantización del espacio natural irlandés es llevada al extremo en 13.  Norman Jeffares, en W. B. Yeats: The Poems indica que el motivo exacto por el que Yeats escribe dicho poema es «inspired by home sickness in London for the scener y of Sligo—it celebrates the loneliness of adolescence». (1961:12).


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este poema, pues Yeats nos da a entender que únicamente en un espacio como este podemos llegar a la epifanía que nos haga comprender que la pureza del individuo, de sus acciones y emociones, nos llevarán a una libertad moral y espiritual frente al yugo de la sociedad que nos constriñe en un espacio artificial. La pureza estética verdadera por tanto, únicamente puede encontrarse en un espacio natural. Esta belleza estética que Yeats nos propone también se encuentra concentrada en el símbolo más recurrente dentro de su poesía temprana: la rosa. La rosa, como imagen de belleza estética y natural, pero a la vez cubierta de espinas que pueden causar dolor, será el símbolo con el que el poeta identifique a Irlanda. La rosa irlandesa será una rosa orgullosa pero triste. 14 Orgullosa por ser tierra de valientes que ha hecho siempre frente a la adversidad, pero triste por todas las penurias por las que el país ha tenido que pasar. Es por ello por lo que el poeta se decide cantar sobre «Eire and the ancient ways» (1990: 35), pues esto le ser virá como revulsivo a los habitantes de Irlanda, se encontrarán cara a cara con la «proud rose»(1990: 35). La belleza que posee la rosa es para Yeats de índole espiritual y eterna (como postula en «To The Rose upon the Rood of Time»), y esta será la tesis principal en su uso como símbolo de la nación. Sin embargo, aunque la rosa es alegoría de Irlanda, Yeats no cierra aquí la simbología de la flor y la extiende hacia otros elementos que también tienen conexión con la isla. Es así como la rosa para él también será una bella dama, como la propia Eire de esencia femenina. De este modo, en «The Rose of the World», Yeats debate sobre el paso del tiempo y la belleza (1990: 41) y en «The Rose of Peace», al contemplar la belleza de la dama/Irlanda –Yeats se mantiene ambiguo, pues no especifica a quién pertenece la belleza de la que habla– la paz total llega tanto al mundo terrenal como al celestial por la mano de un Dios obnubilado por algo tan bello (1990: 41-42). La creación de estos símbolos, la recuperación de antiguos textos y su traducción, la reescritura y creación de nuevos mitos, todo esto no puede entenderse como un deseo de solapar el pasado fáctico irlandés, sino de recuperar su propia cultura, denostada debido al colonialismo británico y que les había sido arrebatada tras siglos de opresión. Yeats ofrece a todos sus lectores una nueva oportunidad de encontrarse consigo mismos y recuperar sus orígenes. A través de esto, lo que pretende es alzar sus conciencias como individuos nacionales fruto de su propio país y cultura, y así recuperar su propia identidad como nación. Yeats no ataca explícitamente 14.  Pues así lo indica el propio W. B. Yeats en «To The Rose upon the Rood of Time», poema contenido en The Rose.


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al pueblo inglés, pues no busca la confrontación ni está interesado en ella; persigue únicamente la formación de una nueva identidad nacional, de individuos orgullosos de su glorioso pasado, y una insubordinación de índole cultural e ideológica contra la potencia opresora. Lo que Yeats le regala a los individuos de Irlanda de finales del siglo xix y principios del siglo xx es su propia identidad, pues uno no puede ser consciente de sí mismo sino lo es de su propio pasado.

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Referencias Bibliográficas Booss, C., ed., A Treasur y of Irish Myth, Legend and Folklore, New York, Gramercy Books, 1986. Jeffares, N. A., W. B. Yeats: The Poems, Great Britain, Edward Arnold LTD, 1961. —, Yeats, Sligo and Ireland, Great Britain, Colin Smythe, 1980. Mansergh, N., «The Influence of the Romantic Ideal in Irish Politics», The Irish Question, 1840-1921, U.S.A., University of Toronto Press, 1975. 267-289. Maxwell, D. & Bushrui, S. ed., W. B. Yeats: 1865-19 65, Centenar y Essays, Great Britain, Ibadan University Press, 1965. Raby, P., ed., «Oscar Wilde: the Resurgence of Lying», The Cambridge Companion to Oscar Wilde, Cambridge, C.U.P., 1998. «Shroud», Oxford Dictionar y of English. 2 nd ed., Great Britain, Oxford University Press, 20 03. Watson, G. J., Irish Identity and the Literar y Revival, Great Britain, Barnes & Noble, 1979. Yeats, W. B., Collected Poems, Great Britain, Picador, 1990. —, Mythologies, New York, Simon & Schuster, 1998.


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1. Entrada

E

ntre finales del siglo xix y principios xx, aparecieron en el espacio de la crítica especializada unas piezas dramáticas que exigieron a los investigadores una detenida revisión de los planteamientos que, hasta entonces, explicaban el surgimiento de las manifestaciones teatrales en el antiguo Egipto. Hasta aquel entonces, los investigadores solo se habían ocupado muy ocasionalmente del teatro egipcio. Sehte y Drioton fueron los primeros en intentar establecer un corpus que pronto habría de promover todo un esfuerzo de reflexión crítica. Se avanzó desde la fijación e interpretación de estas piezas teatrales hasta su posterior valoración literaria. El primer egiptólogo que señaló la existencia de formas teatrales fue Gaston Maspero en 1882, cuando calificó los textos de las pirámides como dramáticos. Luego se descubrió una estela de piedra del celebrante real Ikhernofert, que data del reinado de Sesostris III, y que nos informa sobre los rasgos básicos del misterio de Osiris en la época del imperio medio (20 0 0-170 0 a. C.). Las primeras palabras que aparecen en la estela son: «Yo organicé las procesión de Wepwawet cuando iba a ayudar a su padre». En una fecha muy posterior, en el segundo libro de su Historia, Herodoto (m. h. 425 a. C.) describió unas procesiones parecidas para celebrar una fiesta en honor al dios Horus; en otra ocasión, en el mismo libro, .  Véase en este sentido el estudio literario y crítico de los textos de la literatura egipcia antigua, Hans Gumbrecht, «Does Egyptology need a Theor y of Literatura?», en Ancient Eg yptian Literature. Histor y and Forms, ed. A. Lopriento, New York, Brill, 1996, pp. 3-18; Antonio Lopriento, «Defining Egyptian Literature», Ancient Eg yptian Literature. Histor y and Forms, pp. 39-58.

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cuenta que asistió a otras ceremonias religiosas en la ciudad de Sais alrededor de 450 a. C. Algo más tarde, Plutarco (m. h. 120 a. C.) hace referencia a las fiestas celebradas en honor al descubrimiento por parte de Isis del cadáver de su esposo Osiris. En los capítulos sexto y octavo, el libro de los Misterios egipcios de Jámblico trata brevemente los misterios de Isis y Osiris desde una perspectiva filosófica y sin hablar sobre los actos ceremoniales. Los datos que los historiadores antiguos nos transmiten sobre las representaciones egipcias son muy escasos –como veremos más adelante– y son además demasiado ambiguos, por lo que no aportan una base segura y suficiente. Los egiptólogos han sacado a la luz un buen material sobre las representaciones teatrales en el antiguo Egipto. Sin embargo, algunos están a favor y otros en contra. Por ejemplo, Benedite afirmó en 190 0 que los egipcios tenían un teatro parecido al teatro griego y que tenía su origen en los ritos religiosos. Además, sostiene que si los antiguos griegos avanzaron el arte dramático después de sacarlo del seno de la religión, este avance, sin lugar a dudas, tuvo lugar también en el antiguo Egipto. Por el contrario, el científico alemán Wiedmann, en un estudio escrito en 1905, opinó que la poesía teatral del antiguo Egipto se limitó al ámbito de los ritos y que no se desarrolló como en la antigua Grecia. Los investigadores tomaron su opinión como una sentencia irrefutable. En 1912, Breasted publicó The Development of Religion and Thought in Ancient Eg ypt, donde cita el primer drama egipcio: el Drama Menfita, sin que los egiptólogos le presten mucha atención. En 1928, Sehte da un paso hacia delante al volver a publicar el Drama Menfita en un artículo que tituló «Textos dramáticos», donde lo comentaba como si fuera una pieza dramática. Este artículo hizo que los egiptólogos aceptaran las opiniones de Sehte sin dudar, sobre todo después de que apoyara su tesis en un texto egipcio inédito que publicó en 1929. .  Intr., tr. y notas de E. A. Ramos Jurado, Madrid, Gredos, 1997, pp. 192-205. .  George Bénédite, Guides Joanne: Eg ypte, Paris, 190 0, p. 99. .  «Die Anfänge dramatischer Poesie im alten Aegypten», The Classical Review, vol. XIX, 1905, pp. 561-57 7. .  New York, Scribner´s, 1912, p. 38. .  Dramatische Texte zu Alta Eg yptischen Mysterienspielen, I, Leipzig, der Schabkostein des Britischen Museums, 1928. .  Der dramatische Ramessumppapyrus, Leipzig, 1929.


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Las investigaciones se consolidaron en 1942 con la publicación de Le Théâtre Ég yptien de E. Drioton, trabajo que fue recibido con admiración y aplauso general y en el que Drioton sostenía que las colecciones egipcias de libros de magia incluyen piezas dramáticas. Además publicó por primera vez los libretos de directores y actores que se habían descubierto por entonces. Pero en honor a la verdad, hay que señalar que al estudio de Drioton le habían precedido varios tanteos que pasaron inadvertidos, quizá por su falta de profundización. En efecto, Suys dio a conocer en 193 4 aspectos teatrales cuando analizó los Cantos de amor en un estudio titulado «Le genre dramatique dans l´Égypte Ancienne» , al tiempo que comparaba tales aspectos con el teatro del lejano oriente. Al trabajo de Drioton siguieron otras aportaciones, entre las que destaca «The Myth of Horus at Edfu, II. C. The triumph of Horus over his enemies: a Sacred Drama», de los egiptólogos M. M. Blackmann y Fairman. 10 El mito de Edfú se considera el primer texto dramático que nos ha llegado entero. Algo más tarde, Drioton tradujo el mismo mito al francés y analizó sus rasgos más destacados. 11 En 1943, Deproches-Noblecourt publicó un estudio en el que ponía de manifiesto los logros realizados por Drioton y ahondaba, además, en la búsqueda de los códices teatrales, sacando a la luz otra pieza teatral perteneciente a una colección médico-mágica. 12 Respecto a los esfuerzos realizados por los egiptólogos e historiadores del teatro egipcio, es preciso destacar el estudio de Salīm Ḥasan al-Adab al-miṣrī al-qadīm [La literatura egipcia antigua] 13 , de 1946, en el que dedicó un capítulo al teatro egipcio, analizado sus rasgos más destacados y estableciendo una comparación con el teatro griego. A este trabajo le siguió otro de Ṯar wat ‘Ukāša en 1968, donde no hizo más que traducir los textos publicados por Drioton. 14 Otro investigador egipcio, Mujtār al-Swafī, .  Le Caire, Éditions de la Revue du Caire, 1942. .  Revue de Questions Scientifques, IVe seérie, t. XXV,193 4, pp. 437-463. 10.  Journal of Eg yptian Archaeolog y, Londres, ns.º XXVIII (1942), pp. 32-38; XXIX (1943), pp. 2-36; XXX (194 4), pp. 5-22 y 79-80. 11.  Le texte Dramatique de Edfu, Le Caire, Supplément aux Annales du Ser vice des Antiquités de l’Eg ypte, Cahier nº II, Le Caire, 1948, pp. 17-51. 12.  «Le Théâtre Égyptien», en Le Journal de Savant (1943), vol. Oct-Dic., pp. 16 6-176. 13.  El Cairo, Dār Ajbār al-Yaum, 1990. 14.  Al-Masraḥ al-miṣrī al-qadīm [El teatro egipcio antiguo], El Cairo, Al-Hay’a al-‘Āmma li-l-Kitāb, vol. II, 1988.


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publica un trabajo en el que estudia el teatro de títeres del antiguo Egipto. 15 Una vez repasados los descubrimientos de los egiptólogos, vamos a analizar las opiniones de los críticos de teatro sobre estos textos y luego formularemos nuestra propia opinión. Los críticos e historiadores del teatro han respondido a los hallazgos de distintas maneras. Por una parte, un grupo rechaza tajantemente la existencia del teatro egipcio mientras que otro lo acepta. Del primer grupo destacan las opiniones de Mandūr, Wilkinson y Berthold. Mandūr sostiene que en la religión y mitología egipcias subyacen elementos dramáticos que los sacerdotes podían recitar en los templos, pero que esto no basta para afirmar que los egipcios conocieron el arte dramático. En primer lugar porque los mitos egipcios, que se representaban siempre tras una procesión popular, no se representaban delante de público, sino que los sacerdotes la realizaban en templos cerrados. En segundo lugar porque el arte teatral de los griegos se desarrolló lentamente, por etapas, a partir de la lírica y la épica, hasta llegar a los teatros y a la poesía teatral con todos sus medios e instituciones. En cambio, los egipcios no consiguieron separar el arte teatral de su contenido religioso. 16 Por su parte, Berthold sostiene que los egipcios sí conocieron las primeras fases de la representación teatral como la danza, la música y el canto, si bien permanecieron ligadas a las ceremonias religiosas y cortesanas. Añade que a los egipcios les faltó la actitud de rechazo y rebelión; no había un conflicto (agón) entre la voluntad del hombre y la de los dioses que diera germen al drama. Berthold apoya su tesis en la falta de educación del individuo para ser libre y responsable y participar en la comunidad como más tarde ocurrió en Grecia. 17 Wilkinson enumeró varias actividades teatrales en el seno del espectáculo y afirmó que los egipcios eran aficionados a la bufonería y a la mímica. Entre la gente común existían canciones jocosas acompañadas de gesticulaciones que causaban efectos risibles en los espectadores; como algunos antiguos versos itálicos, su objetivo era provocar una réplica espontánea en el público. También se conocían los versos alternos para 15.  Jayāl al-ẓill wa-l-‘arā’is fī al-‘ālam [El teatro de sombra y las marionetas en el mundo], El Cairo, Dār al-Kitāb al-‘Arabī li-l-Ṭibā’a wa-l-Našr, 1976. 16.  Muḥammad Mandūr, Al-Masraḥ [El teatro], El Cairo, Dār al-Ma’ārif, 1963, pp. 9-13. 17.  Margaret Berthold, Historia social del teatro, vol. I, Madrid, Guadarrama, 1974, pp. 23-24.


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dos cantantes, que bailaban y cantaban al ritmo del tambor. Estos músicos callejeros desempeñaron oficios en los palacios de los altos dignatarios e incluso en los del faraón. En su mayoría eran extranjeros o enanos que utilizaban sus defectos físicos para causar la risa del público. Sin embargo, no se puede considerar estos espectáculos como teatro en la forma en que hoy lo concebimos. 18 Entre la aceptación y el rechazo, Kemp sostiene que el papiro dramático del Rameseo, que data del reinado de Sesostris I (197 1 a. C.), comprende 46 escenas dramáticas, ilustradas por 31 dibujos de actos rituales y acompañadas por notas sobre su significado iniciático. Afirma, además, que en la cultura popular había música, danza y cuentos orales, pero como no se han descubierto representaciones de dichas formas, se ignora si incluían aspectos teatrales o no. Solo existen unos pocos relieves que representan bailarines, acróbatas y actuaciones de músicos, pero a partir de ellos no es posible reconstruir el espectáculo original ni mucho menos afirmar que se tratara de una representación dramática. 19 Otro grupo de investigadores afirman la existencia del teatro egipcio, pero solo en su dimensión religiosa; entre ellos destacamos a Baty, Padró y Montet. Baty afirmó que nunca se había demostrado una unión tan fuerte como en Egipto entre la religión y las manifestaciones dramáticas. Agregó que muchos siglos antes de Esquilo (m. 456 a. C.), el teatro egipcio alcanzó el mismo esplendor que la tragedia griega esquiliana; Grecia no tuvo más que seguir las huellas de Egipto. 20 Drioton sostuvo la existencia de obras dramáticas en el imperio medio, se trata de pasajes de auténticos dramas sagrados incorporados posteriormente a los Textos de los sarcófagos. Es cierto que su fragmentación impide juzgar su originalidad, de todos modos, Drioton llegó a la conclusión de que existen indicios de representaciones dramáticas tanto en los misterios de Osiris, llevados a cabo en los templos, como en la estela del actor hallada en Edfú. 21 ‘Awad era partidario de la misma opinión y afirmó que el llamado teatro faraónico nació en el ámbito de la religión, de donde no salió. 22 18.  The Ancient Eg yptians: Their Life and Customs, London, Random House, vol. I, p. 177. 19.  Barr y J Kemp, El Antiguo Egipto, Barcelona, Crítica, 1992, pp. 99. 20.  Gaston Baty y René Chavance, El arte teatral, Méjico, FCE, 1983, pp. 18-20. 21.  Étienne Drioton, «Le Théâtre dans l’Ancienne Egypte», en Revue D’Histoire du Théâtre, (1954), vol. I-II, pp. 7-45. 22.  Al-Masraḥ al-miṣrī [El teatro egipcio], El Cairo, Dār ‘Azīz, S.d., pp. 3-28.


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Por último, Montent estaba convencido de que el género dramático sí existió, basándose en las procesiones de los dioses, cuyos celebrantes variaban el espectáculo para aumentar el interés del público, que acepaba el rol de comparsa y dejaba los papeles principales para los profesionales. Montent también se apoyó en los dramas populares que los egipcios representaban en los templos o en las calles y en los que se ridiculizaba al faraón y se trataba a los dioses con familiaridad. Sin embargo, Montent reconoce que no ha llegado hasta nosotros ninguno de esos dramas egipcios, por lo que debemos limitarnos a algunos textos, como el papiro dramático de Ramesseum, que preser va el título de algunas escenas y fragmentos de diálogo, principalmente del imperio antiguo. 23 Llama la atención que ni egiptólogos ni investigadores hayan distinguido entre espectacularidad y teatralidad, no habiendo sabido elegir términos precisos para definir las diversas manifestaciones teatrales, ya que utilizan indistintamente teatro, drama y espectáculo. 2. Antecedentes de las formas teatrales en el Egipto antiguo Una vez repasadas las distintas opiniones acerca del teatro en el Egipto antiguo, vamos a presentar nuestra visión a través del estudio de sus orígenes. El teatro, en el sentido más amplio de la palabra, es tan antiguo como la historia de la humanidad. Se expresa de la manera más espontánea, a través, por ejemplo, de gesticulación, mímica o danza. El teatro primitivo hunde sus raíces en los misterios, la magia, los ritos de caza, la danza de la cosecha, etc. Se originó a partir del totemismo, del chamanismo y del culto a los dioses. 24 Este teatro primitivo aprovechaba todos los medios del ar te más desarrollado: máscaras, trajes, atrezo, orquesta…, que fueron utilizados de manera muy sencilla. Oskar Eberle escribió: «El teatro primitivo es una gran ópera al aire libre». 25 Todas estas manifestaciones tuvieron lugar en el teatro del Egipto antiguo. Afortunadamente, disponemos de buen material que nos permite establecer la coincidencia de sus antecedentes con estas formas universales. 23.  Pierre Montet, La vida cotidiana en Egipto en tiempos de Ramsés, Madrid, Temas de Hoy, 1996, pp. 3 47-48. 24.  Sobre las forma primitivas que dio origen al teatro, véase, Gaston Baty, op. cit., pp. 1-2; Margaret Berthold, op. cit., pp. 7-15; Silvio D´Amico, Historia del teatro universal, Buenos Aires, Losada, vol. I, 1954, pp. 1-20. 25.  Margaret Berthold, op. cit., p. 12.


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2. 1. La danza La mayoría de los historiadores del teatro están de acuerdo en que la danza ritual es el origen del arte dramático. La danza desempeña un papel fundamental en las ceremonias que marcan los ritos de la vida pública y familiar, incluso en los misterios y encantamientos. Quizá donde más claramente se aprecie este vínculo entre la danza y el teatro religioso es en Egipto. En los templos siempre ha habido una sala consagrada a la danza, donde las bailarinas, bajo la super visión de los sacerdotes, representaban la danza sagrada. Sheldon afirmó: «Los diálogos más sencillos, que incluyen canciones y baile, y el diálogo acompañado de mímica se pueden considerar drama». 26 Disponemos de dos referencias. La primera: Un baile acompañado de diálogo, que los estudiosos conocen como «El juego de los cuatro vientos», y que aparece resumido al final de un libro de encantamientos en los Textos de los sarcófagos (n. º 162); lleva por título «El control sobre los cuatro vientos» y no se hacen constar los nombres de los dialogantes. A partir de este fragmento, se pudo conjeturar la existencia de cuatro bailarinas que cantaban cuatro pasajes en los que cada una afirmaba tener el control de uno de los vientos de los cuatro puntos cardinales. Solo se conser van el primer y el último pasaje: Una chica dice: «Me han dado estos vientos, Este es el del norte, que hace navegar a los pueblos del norte, Que extiende sus brazos hasta los extremos de Egipto Que se acuesta después de llevar el placer a quien lo desea Todos los días, El viento del norte es el viento de la vida Me lo dieron y vivo de él». Otra chica dice: «Me han dado estos vientos Este es el del sur, que sopla como un negro meridional, Que trae el agua que hace surgir la vida El viento del sur es el viento de la vida, Me lo dieron y vivo de él».

Un personaje, representando por una almea, muestra su inquietud e intenta quitar a las chicas su precioso tesoro:

26.  Cheny Sheldon, The art Theatre, New York, Alfred A. Knopf, 1925, p. 247.


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¡Saludo a vosotros, los cuatro vientos del cielo! Dime tu nombre y el nombre de quien que te lo ha dado, Muéstrame tu derecho de propiedad, Lo recibí antes de que nacieran los hombres, Antes de que los dioses se produjesen, Antes de que el pájaro cayera en la trampa, Antes de que el toro fuera preso por la cuerda … Se lo pedí al maestro de los vientos, Y me lo dio.

Al ser rechazada su demanda, intentó quitarles el tesoro a las otras chicas, aprovechándose primero de su curiosidad y después de su glotonería: ¡Ven, acompáñame! Te ensañaré mi barca Irás en ella. No, utilizo mi propia barca Para ir al puerto […] Tengo muchos pasteles. 27

Gracias a la escena conser vada en la tumba de un príncipe de los banū Ḥasan, Khnoumhotep, que vivió en el reinado de Seostris II (1906-1888), se ha podido completar el pasaje dramático. Un cortejo de seis personas arrastra la estatua del príncipe mientras grita: «El dios ha venido, ¡prestad atención!». Otras cinco personas cantan un himno que empieza diciendo: «Se abren las puertas del cielo, el dios aparece». Y delante de todas ellas aparecen cinco bailarinas con ropa corta y peinado en forma de i griega invertida. 28 Cuatro de las bailarinas miran hacia la quinta: una está de pie con los brazos extendidos y las palmas hacia arriba a la altura de los ojos; la segunda tiene la espalda doblada hacia atrás y apoya las manos en el suelo formando un puente; la tercera tiene la espalda ligeramente inclinada hacia atrás y con la mano derecha se abraza el hombro izquierdo, la cuarta tiene doblada la rodilla izquierda, la pierna derecha estirada hacia 27.  Étienne Drioton, «Le Théâtre …», p. 43. 28.  Ibíd., p. 4 4.


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atrás y las manos apoyadas en la frente, mientras la almea levanta su puño izquierdo como si fuera a golpearla y la agarra del pelo con la mano derecha. Sobre las cuatro bailarinas se lee: «Viento», y sobre la almea: «Bajo mis pies». Cuando comparamos esta escena con «El juego de los cuatro vientos» que antes hemos citado, se comprende que se trata de una escenificación de dicho texto que incluye, además, su desenlace. Después de fracasar en su intento de apoderarse de los vientos a través de la astucia, la almea recurrió a la fuerza y finalmente logró pegar a las cuatro bailarinas.

La danza de los cuatro vientos

Lo que en principio era una diversión laica se termina convirtiendo en un ritual religioso. La escena se representa delante de la estatua del muerto para que su alma, personificada por la quinta bailarina: la almea, se pueda apoderar de los vientos de los cuatro puntos cardinales y, gracias a ello, vivir eternamente. Según los egiptólogos, estas escenas se solían representar en un único templo principal abierto al pueblo y no en los templos privados de los príncipes. Existen muchos indicios de que el templo era el lugar de las representaciones, sobre todo desde el descubrimiento en Edfú de la estela de Emheb, un cómico profesional. En la estela se puede leer, por ejemplo: «Gran director de la sala ousekhet», es decir, director de un grupo de intérpretes que actuaban en una gran sala que los propios sacerdotes ponían a su disposición para ofrecer representaciones a los notables, ya fueran entretenimientos o rituales de paso; en vez de una gran sala, quizá se tratara del patio del templo. En la misma estela, Emheb dejó escrito: «Acom-


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pañé a mi amo en sus giras, sin fallar en mi papel. Di réplica a todas sus frases. Si él era dios, yo era soberano. Si él mataba, yo resucitaba». 29 De ahí que la existencia del teatro se puede considerar como cierta. No es sorprendente que el teatro egipcio, religioso por esencia, naciera y se desarrollara a las puertas de los templos; en esto coincide con el teatro europeo medieval, que organizaba sus representaciones en las iglesias y los patios de las catedrales. 2. 2. Cantos de amor Se trata de un género que aparece a finales del reino nuevo, durante las dinastías XVIII-XX (entre 1550-1080 a. C.). 30 Los protagonistas de estos poemas –monólogos en su mayoría–, son hombres o mujeres que hablan en primera persona, como narradores, y cantan su pasión amenamente, con aspectos eróticos muy ajenos al sentido religioso. Los poemas están repletos de descripciones de paisajes naturales. Los recopiladores de algunas de estas colecciones las titularon como «Dichos» o «Cantos» para afirmar su origen literario. Su estilo prosaico y sencillo, la elección de las palabras, la espontaneidad…, les confiere una belleza especial. Como ejemplo de estos poemas, mencionaremos las siete estrofas del papiro Chester Betty I, que son un diálogo entre el amado y la amada. En la primera estrofa, el amado dice: La única, la amada sin par, la más bella de todas, ¡mírala! […] Alegre es aquel a quien ella abraza, ¡es como el primero de entre los hombres! Cuando sale de su casa, ¡creemos ver a aquella que es única!

Y la amada, en la siguiente estrofa: 29.  Pierre Montet, La vida cotidiana, pp. 3 47-48. 30.  Poesía y teatro del Antiguo Egipto. Selección, intr., tr. y notas de J. Soler, Madrid, etnos, 1993, p. 135.


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Mi amado (sn= hermano), con su voz, asusta mi corazón, […] Es vecino de la casa de mi madre y no sé cómo acercarme a él; pero mi madre, felizmente, le dice: « ¡Apresúrate a venir a verla! » […] ¡Oh amado, estoy destinada a ti…! Ven para que pueda ver tu belleza. 31

Según Suys, estos cantos, que según los grabados de las tumbas se solían acompañar de diversión musical y coreografías, nos hacen reflexionar sobre el drama en el Egipto antiguo. Para el teatro a la manera oriental, los cantos, la música y el baile son los tres elementos suficientes y necesarios, y estos se pueden encontrar en el teatro egipcio. 32 De manera parecida, Fisher-Lichte afirma en su Semiótica del teatro: En muchas culturas (como p. ej. Los antiguos griegos, los chinos, hindúes y africanos) se han entendido el teatro musical como el teatro, porque en este caso se ha formado siempre como teatro musical, por lo tanto la música tiene que considerarse en este caso como un elemento constitutivo del código teatral respectivo. 33

2. 3. Las procesiones La procesión es otra variante de representación y baile que se intercalaba en las ceremonias religiosas de carácter agrario. 3 4 De hecho, es el punto de partida de toda representación ritual y teatral. Estas procesiones incluían elementos teatrales básicos: el vestuario, el atrezo y las máscaras que ser vían para evocar la vida de los antepasados. 31.  Ibíd., pp. 136-137. 32.  Émile Suys, «Le genre dramatique …», pp. 458-459. 33.  Madrid, Arco Libros, 1999, p. 252. 3 4.  Francisco Rodríguez Adrados, Fiestas, comedia y tragedia: Sobre los orígenes griegos del teatro, Barcelona, Planeta, 1972, pp. 15, 97, 501-545.


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La procesión era un tiempo sagrado y divertido en el que se realizaban distintas actividades para vencer el mal y fomentar la fertilidad de la tierra. En ocasiones, la marcha del cortejo se veía interrumpida para representar ceremonias de tipo conflictivo, a veces con palabras y otras con violencia. De ahí surgieron las peleas y lamentos en honor a Osiris. Después de una lucha entre las fuerzas del bien y las del mal, los participantes que representaban a los seguidores del dios muerto lloraban su pérdida. 2. 3. 1. Las fiestas egipcias 35 En el Egipto antiguo había innumerables fiestas a lo largo del año. En el calendario se señalaban 105 días festivos, en los que el pueblo se regocijaba y la liturgia era especialmente solemne. Una parte de la procesión se desarrollaba en el patio del templo –la morada del dios, representado por una estatua– y otra, en sus alrededores. Durante las grandes fiestas, la imagen del dios se alejaba del templo para recorrer los campos o navegar por el Nilo haciendo numerosas paradas. Se destacan las grandes fiestas de Opet, de Tekhi, de Bastist (presenciada por Herodoto), de Min, etc., durante las cuales no se dejaba de cantar, bailar y representar episodios sagrados de una leyenda amónica más o menos original en la que el público era espectador y participante al mismo tiempo. 2. 3. 2. Los misterios Como los misterios egipcios se basan fundamentalmente en el mito de Isis y Osiris, lo vamos a exponer en detalle. 36 Este mito es la eterna historia del bien contra el mal. Osiris, el dios bueno, acompañado de su hermana y esposa Isis, enseñó a los humanos el ar te de cultivar la tierra. Osiris confió el poder a Isis y se dedicó a recorrer la Tierra compartiendo su saber. Cuando Osiris regresó a Egipto, su hermano Set y otros cómplices le ofrecieron un espléndido banquete para celebrar su vuelta y el éxito que había tenido en el extranjero. En palabras de Plutarco: 35.  Barr y J. Kemp, op. cit., pp. 262-263; Pierre Montet, op. cit., pp. 53-54, 326-3 47. 3 6.  J. G. Font, Dioses y símbolos del Antiguo Egipto, Barcelona, Fausí, 1987, pp. 26-78.


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Habiendo medido secretamente el cuerpo de Osiris y habiéndole construido de acuerdo con su talla un hermoso cofre artísticamente decorado, hizo que le llevasen al festín. Como mostraron placer y admiración ante su vista, Tifón prometió entre bromas que daría el cofre como regalo a aquel que echado dentro mostrase tener la misma medida. Todos lo intentaron uno por uno, y, como ninguno se adaptaba a él, se metió Osiris, y se acostó en su interior. Los cómplices acudieron corriendo a echar encima de golpe la tapa, y asegurándose por fuera con clavos y sellándola con plomo fundido, la sacaron al río y la dejaron ir al mar. 37

Al enterarse de lo sucedido, Isis buscó el cofre por todas partes y se enteró de que había llegado hasta Biblio. Isis emprendió entonces un viaje hasta aquella ciudad y se hizo nodriza del príncipe Maneros con el fin de conseguir el cofre de Osiris, su esposo y hermano. Isis protegió el cofre con mucho cuidado, valiéndose de ritos mágicos. Más tarde, tras revelar su condición de ente superior, los notables de Biblio se lo entregaron. Plutarco nos cuenta que los egipcios conmemoraban el descubrimiento del cofre el 19 del mes de Athyr: En el décimo noveno día, de noche, bajan al mar, y los estolitas y los sacerdotes llevan la cesta sagrada que tiene dentro un cofre dorado, en el que derrama agua potable que habían llevado y se produce entre los presentes un griterío: «Osiris ha sido encontrado». Luego empañan tierra fértil con agua y, mezclándole costosos aromas y perfumes, modelan una estatuilla en forma de media luna, y la visten y la adornan. 38

Set se enteró del descubrimiento y, antes de que Isis pudiera llevar el cofre de vuelta a Egipto, descuartizó el cadáver de Osiris. Isis buscó las partes y las enterró en el mismo lugar a medida que las iba encontrando, pero no consiguió encontrar los genitales, que habían caído al Nilo y sido devorados por los peces. La diosa se vio en la necesidad de hacer un pene artificial con tallos vegetales. Una vez reconstruido el cadáver de su hermano y esposo, Isis tuvo una relación mágica con él y se quedó embarazada de Horus. Algunas leyendas representan a Set con la forma de un animal malvado e impuro. Horus y Thot, el dios de la sabiduría, le debían dar caza y cortar el cuello para librar de sus entrañas todo lo que había tragado. Así es como Osiris recobró el alma y resucitó para siempre en el más allá. La legitimidad de Horus, el hijo póstumo de Osiris, fue puesta en entredicho por Set, que reclamaba el trono, por eso Geb, el dios de la 37.  Plutarco, De Iside et Osiride, intr., texto crítico, tr. y comentario M. García Valdés, Roma, Instituti Editorialie e Poligrafici Internazionali, 1990, p. 83. 38.  Ibíd., p. 139.


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tierra, decidió que Egipto se debía dividir entre Horus y Set; el primero heredaría el norte y el segundo, el sur. Thot no estaba conforme con la decisión de Geb, así que decidió apelar al tribunal de los dioses para resolver la cuestión, y estos fallaron a favor de Horus, quien heredaría todo Egipto. La figura de Thot tiene especial relevancia. Se suele representar como un babuino que se lamenta al anochecer y se alegra al amanecer. También lamentó la muerte del dios Osiris y la derrota de su hijo Horus a manos de Set, así como más tarde se alegró por la resurrección de uno y la victoria del otro. 39 Este cambio de la tristeza a la alegría le asemeja al dios solar Dionisio, punto de partida de la tragedia y la comedia. A. La representación de los misterios La popularidad de las guerras entre Set y Horus llegó hasta los tiempos de Herodoto, que nos informa sobre las fiestas que se celebraban en Papremis en honor de Osiris y en las que fieles y sacerdotes batallaban a garrotazos en su honor. Los funcionarios preparaban minuciosamente todos los detalles: trajes, decorado, atrezo, etc. Estas representaciones alcanzaron su máximo esplendor en Abydos y en Busiris. La puesta en escena incluía una gran procesión dirigida por el dios Wepwawet. Los enemigos intentaban oponerse a la marcha del dios Osiris, pero no conseguían que llegase victorioso a su templo. Herodoto tuvo ocasión de visitar Papremis, ciudad al noreste de Egipto que estaba consagrada a Set. Allí fue testigo de una escena similar. Más de una millar de personas luchaban con garrotes contra el bando de Set. A pesar de la violencia, los participantes afirmaban que no se trataba más que de un juego: A la caída de la tarde, mientras unos pocos sacerdotes, alrededor de la imagen, se quedan a su cuidado, la mayoría de ellos, provistos de mazas de madera, se apostan a la entrada del santuario; y, por su parte, otros creyentes, en número superior al millar, que con ello cumplen unos votos a la divinidad, se apiñan en la parte opuesta del santuario, provistos también cada uno de ellos con una estaca (la imagen del dios que, por cierto, está en una capillita de madera dorada, la han trasladado previamente, durante la víspera, a otro edificio sagrado). Pues bien, los escasos sacerdotes que se habían quedado al cuidado de la imagen arrastran una carreta de cuatro ruedas que lleva la capilla y la imagen que hay en su interior; entonces los sacerdotes apostados en los propóleos no les dejan entrar, pero los cofrades acuden en socorro 39.  Salīm Ḥasan, al-Adab al-miṣrī al-qadīm, vol. II, pp. 8-9.


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del dios y golpean a los sacerdotes, que repelen la agresión. Se organiza, entonces, una enconada pelea a garrotazos, se rompen unos a otros la cabeza y muchos –me figuro– hasta deben morir a consecuencia de las heridas, si bien que los egipcios me aseguraron que no muere nadie. 40

En un segundo acto, se representaban el asesinato del dios Osiris. Los asistentes se golpeaban el pecho como muestra de dolor. En otro acto, se asistía a la matanza de los enemigos de Osiris y todo el pueblo mostraba su contento cuando el dios resucitaba. Con la condición de no hablar sobre lo que iba a ver, Herodoto presenció en Sais (aprox. 450 a. C.) representaciones nocturnas sobre el lago circular, en las que con toda seguridad se contaba la pasión de Osiris, incluido su viaje a Biblos y su posterior resurrección en forma de columna: También se encuentra en el santuario de Atenea, en Sais –lindando, en la parte posterior del templo, justo con el muro de dicho santuario–, el sepulcro de aquel cuyo nombre no considero piadoso mencionar en circunstancias semejantes. En el recinto sagrado se levantan, asimismo, unos grandes obeliscos de piedra y, contiguo a ellos, hay un lago adornado con un pretil de piedra y trazado en perfecta estructura circular, que, en mi opinión, es tan grande como el lago de Delos que se llama Trocoide. En los aledaños de ese lago, por cierto, tienen lugar de noche las representaciones de su pasión, que los egipcios llaman misterios. 41

Como había hecho la promesa de no contar lo visto en el interior del templo, algo reser vado para sacerdotes y notables, Herodoto no recogió por escrito cómo se representaba la muerte de Osiris. Solo sabemos que era llorado por la multitud que se quedaba fuera. El elemento simbólico debía ser predominante. B. Los lamentos En el Egipto antiguo, el género de los lamentos se vincula con el mito de Osiris y, en un primer momento, fueron representados por mujeres, concretamente las sacerdotisas. A las primeras sacerdotisas se las relaciona con el culto funerario, donde actuaban como músicos, cantantes y bailarinas. En multitud de papiros y pinturas aparecen dos figuras femeninas junto al féretro: a veces de pie y otras arrodilladas, que lloran con dolor mientras 40.  Herodoto, Historia II, Madrid, Gredos, 1984, p. 352. 41.  Ibíd., p. 463.


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se practica la ceremonia de la apertura de la boca; 42 estas mujeres también aparecen en los Textos de las pirámides. La representación más habitual de los lamentos corría a cargo de dos bailarinas que encarnaban a las diosas Isis y Neftis. Dentro del juego mitológico, las bailarinas representaban los ritos que las diosas habían hecho para Osiris: acompañarle en su viaje ritual a Abydos, embalsamarle y actuar como plañideras divinas. Los lamentos se representaban de manera dialogada y con un registro popular. Según Todorov, los actos del lenguaje expresivo, como las alabanzas, los lamentos y los insultos, dan lugar con frecuencia a géneros literarios. 43 En efecto, la tragedia griega recordaba sobre todo la muerte de dioses y héroes, presentando lamentos en su honor. 4 4 Tenemos dos pruebas de que las dos bailarinas que hacían de Isis y Neftis, las diosas hermanas, representaron estos lamentos como himnos en el templo de Osiris, en el mes de choiak, el vigésimo quinto día: Que traigan a dos mujeres hermosas y las sienten en frente del primer portal de la sala ouesekt. Que les escriban los nombres de Isis y Neftis en los hombros. Que en la mano derecha les pongan una jarra de porcelana y en la izquierda, pan de Menfis. 45 Que traigan a dos mujeres de cuerpo puro, que sean vírgenes totalmente depiladas, que lleven peluca y, en la mano, una pandereta, que en los hombros lleven escritos los nombres de Isis y Neftis, y que canten estas estrofas delante del dios. 46

No era habitual que se escribieran los nombres de Isis y Neftis en los hombros de las sacerdotisas, lo que quiere decir que estas dos bailarinas no se limitaban al ser vicio del templo, sino que también representaban el misterio para los visitantes. Se minimizaba el carácter ritual a favor de la representación directa que tenía lugar fuera del recinto del templo y en la que se ofrecía un episodio de la vida de las diosas. Parece que escribir los nombres es una característica de los espectáculos populares, pues los 42.  Es un rito funeral en el que se pone comida y bebida en la boca del muerto para que se pueda alimentar en el más allá. E. A. W. Budge, Magia egipcia, Barcelona, Humanitas, 1988, pp. 151-167. 43.  Marie-Laure Ryan, «Hacia una teoría de la competencia genérica», Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arco Libros, 1988, p. 267; Francisco Rodríguez Adrados, op. cit., pp. 153-156. 4 4.  F. Rodríguez Adrados, op. cit., p. 62. 45.  E. Drioton, «Le Théâtre…», p. 42. 46.  Ibíd., p. 42.


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juglares de la Edad Media también bordaban en sus vestidos los nombres de los papeles que representaban. 3. Drama litúrgico Gracias al trabajo de K. Sehte y E. Drotion, podemos estudiar piezas dramáticas del Egipto antiguo que van desde la IX dinastía (2175-2130 a. C.) hasta la época de los Tolomeos (305 a. C.). Estas pie zas utilizan la acción y el diálogo para narrar, explicar y desarrollar determinados episodios del mito de Osiris y el conflicto de su hijo Hor us con Set. Antes de presentar una antología de dichas piezas y destacar su teatralidad, vamos a estudiar las características y los criterios que Drotion estableció para su estudio. 3. 1. Las características de las piezas dramáticas A. Mención del nombre de los personajes En los textos dramáticos del Egipto antiguo, los nombres de los personajes suelen aparecer antes de sus inter venciones, así como en los resúmenes generales o por escenas. Primero se escribe el nombre del hablante. Después, a la izquierda, se escribe el nombre del personaje al que van dirigidas las palabras. Luego, debajo de los nombres, se escribe una señal, a modo de comillas, que abre el parlamento. Y por último, a continuación de esta señal, se escribe el diálogo en vertical. Este método fue utilizado en el Drama menfita y en el Drama de la coronación. En los textos posteriores se presenta a los personajes a la manera actual, aunque a veces se emplea el verbo decir detrás del nombre; por ejemplo, «Isis dice». B. Indicaciones escénicas o didascalias Al comienzo de cada diálogo, además de mencionar el nombre de los interlocutores, a veces se presenta también una didascalia, es decir, una narración de los hechos. En los textos del imperio antiguo aparece junto a los diálogos una narración detallada de los eventos. En el llamado Drama de la coronación de Sesostris III del imperio medio, las escenas se abren con una descripción del evento, siguen con unas breves anotaciones para


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el desarrollo del diálogo y terminan con unas viñetas que las aclaran. Este esquema se conserva en el llamado Ritual de la apertura de la boca de principios de la dinastía XIX, con la peculiaridad de que las viñetas aclaratorias aparecen al principio, antes de la didascalia, en vez de al final de la escena. C. El diálogo Además de la mención del nombre de los personajes y las aclaraciones, el diálogo es otro elemento del drama egipcio. Este diálogo se caracteriza por estar construido a base de réplicas cortas y directas con un sentido realista. D. La inserción de los textos dramáticos en otras composiciones Al estudiar la literatura egipcia, encontramos una serie de dificultades que surgen de la misma naturaleza de las composiciones: – Los géneros literarios no estaban rígidamente definidos, como más tarde los estarían en la literatura grecolatina. – No había una terminología adecuada para su análisis. – El género dramático no fue el preferido por los egipcios, de ahí que muchas composiciones aparezcan intercaladas en textos de diversos tipos: religiosos, mágicos, técnicos, etc. La presencia de distintos géneros en un mismo texto plantea el asunto de la clasificación. Parkinson propone el género dominante. No se trata necesariamente del género que abre el texto o del que ocupa más versos, sino del que sir ve de base para el resto de sus elementos. 47 Buenos ejemplos de la mezcla de géneros son el Drama menfita, que en su primera parte presenta los aspectos principales de la teología menfita y en la segunda, el texto dramático, y el Drama de la coronación incorporado en los Textos de los sarcófagos. Para los teólogos, exponer su concepción de la divinidad a través de distintos géneros suponía un alarde. 48 Se han estudiado casos parecidos en los papiros de la magia egipcio-griega, que contienen narraciones y poemas. 49 47.  Richard Parkinson, «Types of Literature in the Middle Kingdom», en Ancient Eg yptian Literature. Histor y and Forms, pp. 297-312. 48.  Philippe Baines, «Théologie et Littérature», en Ancient Eg yptian Literature. Histor y and Forms, pp. 357-358. 49.  Textos de magia en papiros griegos, tr. y notas de J. L. Calvo Mar tíne z y


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En mi opinión, la magia utilizaba normalmente recursos teatrales: el mago pretendía conocer a los dioses y cómo complacerlos para obtener lo deseado. Decía curar o hablar en su nombre, amenazando a los espíritus malignos y diabólicos. Con frecuencia, el mago o sacerdote –pues no estaban claramente diferenciados– utilizaba mitos e historias familiares para presentar un caso en el que los dioses habían resuelto situaciones similares. Las palabras, los nombres, la entonación y el ritmo tienen gran importancia en las prácticas mágicas, además de los gestos y la mímica realizados por el mago cuando entraba en trance. A mi modo de ver, todo ello proporciona buen material para el estudio del drama en el Egipto antiguo. Muchas piezas dramáticas tienen como personajes principales a Isis y a Thot. Isis es la gran maga capaz de curar todas las enfermedades y conoce todos los secretos y misterios. Thot es el dios de la voz creadora, señor de la palabra y las artes. La mayoría de los textos teatrales egipcios empiezan con esta frase: «Soy Isis». Formalmente no es más que el comienzo de un pieza teatral, pero desde el punto vista mágico le confiere una fuerza importante, pues convierte al narrador en el personaje mencionado. E. Drioton ha podido reconstruir varias piezas dramáticas que encontró en textos de magia, con los nombres de los protagonistas e indicaciones escénicas; entre ellos se destacan Nacimiento y apoteosis de Horus, Horus en los pantanos de Khemni, Combate de Thot contra Apopis, etc. 50 El estudio de estas piezas teatrales reviste gran importancia, pues son la verdadera semilla que más tarde dio origen a la tragedia, el conflicto entre el bien y el mal. Además, los papiros no solo incluyen los diálogos dramáticos, sino también el atrezo y las instrucciones escénicas necesarias para llevar a cabo la representación. Aparte de los textos dramáticos, se han encontrado libretas de directores teatrales y actores, con explicaciones e indicaciones escénicas. 51 3. 2. Las piezas dramáticas A continuación presentaremos dos piezas representativas del Egipto antiguo, respetando su forma original. Mª D. Sánchez Romero, Madrid, Gredos, 1987, pp pp. 19, 20, 338, 3 45. 50.  Véase Étienne Drioton, Le Théâtre Ég yptien, pp. 54-110; Deroces-Noblecourt descubrió otro texto, véase «Le Théâtre Égyptien», en Le Journal de Savant, pp. 174-175. 51.  Étienne Drioton, Le Théâtre Ég yptien, 19-22.


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3. 2. 1. El Drama menfita 52 El Drama menfita data de la dinastía I del imperio antiguo. Fue descubierta en la famosa estela de Sabaka (7 12-70 0 a. C.), un faraón de la dinastía XXV. 53 La estela está dividida en dos partes. En la mitad superior aparece un texto teológico sobre la creación del mundo. 54 Y en la inferior, una pieza dramática de carácter sacro sobre el eterno conflicto entre Horus y Set, con Geb como mediador y la victoria final de Horus. [Título: ] Geb 55 reunió a la enéada. [Relato: ] Geb medió entre Horus y Set. Él impidió que continuasen su lucha. Nombró a Set como rey del Alto Egipto, en el lugar donde nació, en Sou. Y después nombró a Horus rey del Bajo Egipto, en el lugar donde naufragó su padre, en Pesechet-Taoui. Así, Horus y Set se situaron cada uno en un lugar. La frontera de sus tierras se llamaba Ayn. [Diálogo: ] Geb a Set: «Ve al lugar donde naciste. Set, Alto Egipto». Geb a Horus: «Ve al lugar donde naufragó tu padre. Horus, Bajo Egipto». Geb a Horus y Set: « ¡Yo os he separado! Alto y Bajo Egipto». [Relato: ] Pero a Geb le desagradaba que la parte de Horus fuese igual que la de Set, así que dio a Horus, hijo de su hijo primogénito, la herencia de Set. Geb a la enéada de los dioses: «He decretado majestuosamente». [Geb a Horus: ]

«Tú, serás mi chacal embalsamador.

52.  El texto que hemos utilizado por la traducción, Salīm Ḥasan, op. cit., pp. 18-20; Émile Suys, op. cit., pp. 440-442; Josep Soler, op. cit., p. 196. 53.  B. Van De Walle, «Les origines Égyptiennes du Théatre Dramatique», Chronique d’Eg ypte, (1930), Bruxelles, nº 9, pp. 37-50, esp. p. 40; Étienne Drioton, «Philologie et archéologie égyptiennes», Annuarie du Collage de France, (1958), pp. 335-3 41, esp. p. 336. 54.  Salīm Ḥasan, op. cit., pp. 14-18. 55.  Chou, hijo de Ra, su esposa y hermana era Tefnut y de ellos nacieron Geb y Nut. De Geb y Nut nacieron Osiris, Isis, Seth y Neftis.


El drama litúrgico en el Egipto antiguo Horus, Horus, Horus, Horus, Horus,

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para ti mi herencia. para ti mi herencia. ofois del sur ofois del norte en el nacimiento del ofois del norte y del ofois del sur».

[Relato: ] Que Horus gobierne el país y quede unificado.

Podemos ver que en esta obra aparecen todas las características de los textos dramáticos que hemos señalado anteriormente: mención del nombre de los protagonistas, un narrador que sustituye a las indicaciones escénicas y diálogos. 3. 2. 2. El drama de la coronación 56 El texto de este drama aparece en el papiro del Rameseo, que data del imperio medio, y trata sobre la coronación del rey Sesostris I (197 1 a. C.). Aunque en algunas partes el texto resultaba ilegible, Sethe lo pudo reconstruir estudiando el contenido del papiro. Drioton sostenía que, en realidad, no se trata de una obra dramática, sino de la libreta de un director de ceremonias, pero afirmó que su contenido se puede entender como un texto dramático dividido en tres grandes episodios: el levantamiento del pilar sagrado de Osiris, la investidura del nuevo soberano y el reconocimiento a su predecesor. 57 Por su parte, Salīm Ḥ asan sostenía que si bien el texto trata aparentemente de la coronación del rey Sesostris I, realmente recoge el mito de Osiris. 58 El texto sigue el siguiente orden: primero explica el rito, luego ofrece su explicación mitológica y, por último, presenta el diálogo. Para facilitar la comprensión del diálogo, el autor escribe a su lado, en columna aparte, el nombre de los objetos o acciones principales y, en una tercera columna, su significado simbólico. Por último, debajo de cada escena aparecen unas viñetas que interpretan los sucesos. Esta mezcla entre el rito religioso y relato mitológico dificulta su comprensión. Daremos como ejemplo la escena octava (col. 80-96):

56.  El texto que hemos utilizado para la traducción, Salīm Ḥasan, op. cit., pp. 28-32; Suys, Émile, op. cit., pp. 4 43-4 4 4. 57.  Étienne Drioton, Le Théâtre Ég yptien, p. 10. 58.  Salīm Ḥasan, op. cit., p. 24.


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1. [Rito: ] El asistente lleva la comida de la ofrenda. [Interpretación mitológica: ] Thot lleva a Horus su ojo. Thot dice a Horus: «Coge tu ojo y alégrate». Los hijos de Horus dicen a Horus: «Te ponemos el ojo en la cara».

Dar el ojo a Horus.

Dar la comida.

Poner el ojo en la cara.

2. [Rito: ] Los buscadores del espíritu circulan alrededor de dos alcándaras de halcón. [Interpretación mitológica: ] Thot se apodera de los dos ojos de Horus. Horus dice a Horus: «Llévate las dos alcándaras que hay delante de ti».

Los dos ojos

Las dos al- Ofois cándaras de norte halcón

del

3. Ritos mágicos destinados a exaltar el poder genital del rey.

4. [Rito: ] Han traído un disco y una diadema de oro (? ). [Interpretación mitológica: ] Horus se dirige a Geb a propósito de su ojo. Horus dice a Geb: «Has fallado en contra de Set por ser malo con mi padre».

Set

Poner la diadema.


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5. [Rito: ] Han traído una ofrenda de dos tierras cultivadas. Palabras. Se ha dicho: «Acercaos, grandes del sur y del norte». [Interpretación mitológica: ] Tot ordena a los dioses, de parte de Geb, que rodeen a Horus. Geb dice a los Los dioses rodean a Horus. hijos de Horus y a los seguidores de Set: «Todos vosotros, rodead a Horus».

Los grandes del alto y del bajo Egipto llegan inclinados.

6. [Rito: ] El director de ceremonias ha traído (el maquillaje) para dárselo al rey. [Interpretación mitológica: ] Thot trae los ojos de Horus. Thot dice a Horus: «Coge tus ojos sanos para tu cara, ponlos en tus cara, que tus ojos no se entristezcan. »Coge la resina de terebinto que sale de ti. »Pe r f u m a t u c a r a y que sea penetrante».

Los ojos

Maquillaje verde

Los ojos Los ojos

Maquillaje negro ¿Uva?

Los ojos

Resina de terebinto

Los ojos

Perfumar fuertemente

Poner la corona y la pluma grande.

Los egiptólogos están de acuerdo en que resulta difícil comprender los símbolos que aparecen en el texto. Según Salīm Ḥasan, la dificultad se debe al predominio del simbolismo y los rituales, que impiden considerarlo un verdadero drama. 59 59.  Ibíd., p. 25.


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Ahmed Shafik Hay dos rasgos principales que separan a este episodio del teatro: por una parte, no existe libertad interpretativa, sino que la representación sucede siempre igual, y por otra parte, solo se ocupa de los dioses, simbólicamente, y deja a un lado las preocupaciones humanas. A pesar de las diferencias, no deja de haber elementos teatrales: Thot inter viene para ayudar a Horus (deus ex machina), existen dos grupos (comos) entre los que se producen conflictos (situaciones agonales) …, con lo que vemos que los rituales egipcios estaban en camino de convertirse en teatro trágico. Salīm Ḥasan calificó este tipo de textos como «dramas nacientes» y afirmó que su valor literario es muy pobre, pues los autores atendieron más a fines religiosos que literarios. Solo tenemos algunas escenas y réplicas breves que parecen incoherentes; varios ejecutantes que representan a menudo al mismo dios y a un solo ejecutante que representa papeles muy distintos; La representación del papiro del Rameseo


El drama litúrgico en el Egipto antiguo

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además, es muy complicado seguir el curso del mito, lo que indica que los antiguos egipcios no se preocupaban demasiado por el orden cronológico. 60 En términos teatrales, estas piezas pertenecen al género del drama litúrgico 61 , una ceremonia realizada en base a un texto y a unos actuantes que interpretaban los diálogos en un espacio preparado para la ocasión. Desde el punto de vista actual, podemos ver una prefiguración del libreto, los actores, el escenario, el atrezo y el público. Por ello, discrepamos con los egiptólogos que negaron la teatralidad de estos dos textos alegando que sus anotaciones escénicas y diálogos no son suficientes para concederles valor literario. 62 No se pued e olvidar que la producción intelectual y ar tística del medioevo: literatura música, arquitectura, escultura…, estuvo dominada por el pensamiento religioso y su manifestación más directa y cotidiana fue, precisamente, la liturgia.

Ahmed Shafik Universidad de Oviedo

60.  Salīm Ḥasan, op. cit., pp. 26-27. 61.  Teatro Medieval (1): El drama litúrgico, ed. E. Castro, Barcelona, Crítica, 1997, p. 27; Pavis Pavis, Diccionario del teatro: Dramaturgia, estética, semiología, tr. F. del Toro, Barcelona, Paidos, 1984, p. 151. 62.  Étienne Drioton, Le Théâtre Ég yptien, 10.



Creaciรณn



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U

n sábado por medio, a la mañana, recorro a pie, ida y vuelta, cuarenta y cuatro cuadras. Es la distancia que media entre mi casa y la esquina de Olazábal y Estomba. Allí viven mi hija, Silvina, y mi yerno, Alejandro Di Paolo. No congenio ni con ella ni con él: los visito por el placer de juguetear con mi —hasta ahora— único nieto: Juan Francisco. En cambio, dedico las otras mañanas del sábado a practicar puntería en el Tiro Federal Argentino con diversas armas de mi propiedad. Ese día abandoné el polígono antes de las doce. Vivo en Libertador, entre Matienzo y Newber y. Apenas puse un pie en la vereda, encendí un cigarrillo y eché a caminar, sin prestar atención al mundo exterior y dejando vagar el pensamiento. Me considero un hombre razonablemente feliz. Alguien (un pelafustán que se las daba de artista y de bohemio) me dijo una vez que yo era un individuo vulgarmente feliz: si quiso ofenderme, no lo logró. También tuve sombras: la inesperada muerte de mi mujer me golpeó con dureza y trastornó mi vida de muchas maneras. No soy sentimental y, mucho menos, sensiblero. No faltó quien me tildase de despiadado. En general, logro mantener la calma aparente ante situaciones irritantes, mientras domino una invisible cólera interior. Creo ser eficaz y expeditivo. Alcancé una holgada posición económica y lo que suele denominarse éxito. 121

Christian X. Ferdinandus es el seudónimo conjunto de los escritores argentinos Fernando Sorrentino y Cristian Mitelman. Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Es autor de una extensa obra narrativa, de la que cabe citar los volúmenes de cuentos Imperios y ser vidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), En defensa propia (1982), El rigor de las desdichas (1994) y el recientemente publicado en España Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (20 05). Cristian Mitelman nació en Buenos Aires en 197 1. Es profesor de Letras Clásicas por la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado Libro de mapas y de símbolos (poesía, 1999) y Villa Medea (cuentos, 20 07).


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Mis empresas cotizan en la Bolsa de Comercio; no sé si soy del todo honesto, pero, dentro del mundo de los negocios, tengo fama de tal; presido la Fundación Santa Inés, que hace donaciones a hospitales y escuelas. Quiérase o no, soy un hombre de virtudes cívicas: dos veces fui seleccionado entre los personajes del año por una revista de actualidad. De mi mujer heredé —cuando ya no las necesitaba— acciones de Dowland & Grandinetti. Nunca quise volver a casarme, pero tuve —y tengo— amoríos circunstanciales. Me encantan el barrio, el edificio y el piso en que vivo. Tras la puerta me aguardaba la correspondencia: facturas de ser vicios, resumen de cuentas de bancos, invitaciones a conferencias o a exposiciones, una postal de algún amigo que andaba por Europa… También un sobre ocre, con acolchado interno, de los que se usan cuando se envía material que no debe doblarse. Solo contenía una foto. Mi mujer y yo, ambos en remera y pantalón cor to. El lugar y la fecha, inconfundibles: aparecemos caminando por la rambla de Copacabana, y eso fue exactamente en 1982, durante nuestra luna de miel. Inés tenía veintitrés años, y yo, veintiséis. Estamos distraídos y ajenos a la cámara: esa foto, evidentemente, nos fue tomada sin que lo advirtiéramos. Sentí un inexplicable asco y solté la foto sobre la mesa, como desprendiéndome de las pinzas de un escorpión. Por unos instantes no supe qué hacer. Luego, mecánicamente, tomé el paquete de cigarrillos y encendí uno. En el reverso de la foto había una leyenda, recuadrada como un cartel de publicidad: Inés Dowland de Aguirre (1959-1997) y su marido, quien la asesinó. Tarde o temprano la verdad se revela. (Mensaje 1 de 3)

La letra, en birome azul, era crispada y ner viosa, con muchos ángulos agudos y temblores y casi sin redondeces. Sentí un hueco en el estómago y un incendio en el rostro. ¿Qué objetivo perseguía esa anónima bofetada? «Calma», me dije. «Hay un hecho incontrovertible: yo sé que la acusación es falsa».


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El hábito de razonar fue tranquilizándome. Traté de ponerme en la piel de mi acusador. Se acercaban las elecciones legislativas; yo iba a hacer mi ingreso en la política: era candidato a diputado por el Partido Integrista. El enigmático envío debía ser una estratagema política, algo que procuraba desestabilizarme emocionalmente. Con el correr de los días, fui olvidándome del asunto. Recobré mi aplomo habitual. El exceso de actividades me vedó ocuparme de ese despreciable bicho que se ocultaba en las sombras. Por otra parte, sobrevino para mis negocios una semana difícil. Una fusión entre dos empresas me tuvo a mal traer. Varios accionistas que no confiaban en esa unión comenzaron a vender los papeles en la Bolsa. Mis acciones fueron bajando. El miércoles retomé la iniciativa: reuní un círculo de financistas importantes y expliqué los alcances positivos de la medida. Se trataba de generar confianza. En ese campo, tengo valiosa experiencia. Hablé sin apuro, con cierta displicencia campechana; ensayé un par de bromas sobre el humor bursátil e inventé una cita graciosa atribuyéndosela a Woody Allen. Tal como había pasado tantas veces, terminé convenciendo a la mayoría. El jueves la gente recuperó la serenidad y, horas antes de que cerrara la semana bursátil, la nueva compañía y sus acciones mostraron fuertes ganancias. Se produjo un desencadenamiento de hechos favorables. En una entrevista publicada, ese mismo domingo, en el suplemento económico de La Nación, expliqué que la misión de la política era beneficiar a la sociedad toda: yo solo era un instrumento para lograr el bienestar del pueblo. En el Partido Integrista todos aprobaron mis palabras. El lunes, el patriarca del Partido, el anciano y astuto Antonio Dufour, me citó en su quinta de San Isidro. Quería conocerme personalmente. No habló más de lo necesario: —Se trata de mostrar que somos dinámicos, con sangre joven —me dijo. Ese hombre mustio, que parecía débil, acababa de cumplir ochenta y dos años y manejaba las riendas del Partido desde siempre. —Usted ha trabajado muy bien —y agregó—: Hasta ahora. Le auguro una extraordinaria carrera política. Aquellas palabras, por provenir de quien provenían, me hicieron sentir serenamente confiado. Volví a Buenos Aires pasadas las 14, y almorcé solo, muy tarde y sin ninguna prisa, en un restaurán de la calle Viamonte. Entré en mis oficinas casi al atardecer.


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Flavia había dejado la correspondencia encima de mi escritorio. Me puse en guardia. Ahí estaba el sobre ocre, gemelo del que había recibido en casa. También carecía de remitente. En esta foto Inés y yo aparecíamos acodados en una mesa con platos, vasos y bebidas. A ambos lados teníamos otras personas. Pude advertir detalles reveladores y logré reconstruir lugar, fecha y circunstancias. Inés tendría en ese momento unos treinta y ocho años. Era la sobremesa de una comida con mucha gente; mi mujer y yo exhibimos sonrisas de oreja a oreja, como si le estuviéramos festejando una broma a mi vecino de la derecha, que no es otro que el abogado Schiaritti. Como de costumbre, yo estoy con un cigarrillo entre los dedos. Reconocí la casa y recordé el hecho. Fue un asado criollo en casa de Guillermo Hughes; exactamente en 1997, unos meses antes del fallecimiento de Inés. Me sentí vulnerable. Sin que yo lo supiera, una persona había tomado esas dos fotos. Al menos, esas dos fotos. Un temor supersticioso, que nunca había experimentado, me impidió —en ese momento— mirar el reverso. Examiné el sobre. El matasellos se hallaba un poco borroneado. Mediante una lupa, pude ver que había sido despachado desde la sucursal 31. Por Internet averigüé que era la de Villa Urquiza, en la calle Monroe al 520 0. ¿Qué leyenda iría a agredirme ahora desde el reverso de la imagen? Sin mirarla, guardé la foto en el sobre, y el sobre, en mi portafolio. —Flavia —llamé por el intercomunicador—, por favor, traeme un whisky. Flavia notó el temblor de mi mano cuando levanté el vaso: — ¿Te sentís bien, Lucho? Te noto pálido, ner vioso… Flavia tiene la edad de mi hija, está casada con un infeliz, un marido complaciente, y, además de mi secretaria, es el consuelo de mi edad madura. Con el índice dibujó un círculo sobre mi nariz: —Estás ner vioso —repitió. —Sí —admití—. Fue una semana de mucha tensión. Necesito ir a la calle, tomar aire. Por hoy ya no vuelvo. De un solo trago vacié el vaso. Besé a Flavia en la mejilla, me puse el sobretodo, tomé el portafolio y salí. En la avenida Leandro Alem era de noche y soplaban los aires del invierno, con el olor del río cercano.


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Nunca quise tener chofer ni custodios. Este rasgo de sencillez y de confianza en mí mismo incrementó mi popularidad en las encuestas de opinión. Pero los encuestadores y el público ignoraban, y siguen ignorando, que, en la sisa, llevo una pistola Bersa Thunder Compact 45. No es la única con que practico en el Tiro Federal Argentino, pero sí la que siempre me acompaña. Soy mi mejor chofer y mi mejor custodio. No retiré el auto de las cocheras de la empresa. Tenía ganas de caminar, de estar solo. Con la mente confusa descendí por la barranca de la plaza San Martín; una ráfaga helada obligó a levantarme el cuello del sobretodo. Luego entré en el restaurán y bar de la estación Retiro del ex Ferrocarril Mitre. Ese sitio, con su estilo anacrónico, una especie de reliquia de décadas antiguas, me agrada mucho. Pedí un café, maldije la nueva ley que prohíbe fumar en lugares públicos y extraje la fotografía. Temía darla vuelta; encontrar esa letra crispada, vejatoria, que desde alguna lejanía de mi historia me acusaba ante un tribunal fantasma. Cuando el mozo se alejó, me atreví a leer el texto. Otra vez el mensaje, encuadrado como en un cartel de publicidad. Era una continuación del anterior. Evidentemente, el autor de los anónimos había decidido desarrollar un juego progresivo: Inés manejaba muy bien. ¿Cómo es que falló el mecanismo de frenos de un auto nuevo, regalo que usted le hizo en el decimoquinto aniversario de su matrimonio? La verdad vuelve siempre, señor Aguirre. Falta el último paso antes de que su asesinato salga a la luz. (Mensaje 2 de 3)

Era algo tarde. No obstante, y sin vacilar, extraje el celular y llamé a Antonio Dufour. Temía que mi llamada lo incomodara, pero la tomó con total tranquilidad. —Necesito hablar con usted, don Antonio. Lo antes posible. —Véngase a casa ahora mismo, si eso lo tranquiliza. Tenía mi auto a unas pocas cuadras, pero el tren a unos metros: cuando llegué a San Isidro, me metí en un taxi e indiqué la dirección de la quinta del patriarca. El auto subió y bajó por calles muy arboladas y oscuras, y al cabo de unos quince minutos se detuvo.


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De nuevo la verja negra y el inmenso jardín que había visitado unas horas antes, bajo el sol. Me abrió la puerta otro empleado de la agencia de seguridad. Tras el jardín, la mansión de Dufour. El viejo me recibió con una bata púrpura algo ridícula. Al sentarse, exhibió sus pantorrillas, muy flacas y cubiertas por un ligero vello blanco; me dije que, bajo la bata, estaría en calzoncillos. —Ya me estaba por acostar —dijo—. ¿Le sir vo algo? —No, gracias. Trataré de ser muy breve. Quería preguntarle si alguna vez lo han presionado por su trabajo en política. —¿Presionado? —sonrió—. Ya veo cuál es su problema. He soportado cosas más graves que presiones. —¿Más graves? —repetí, un poco tontamente. —Sufrí cinco causas por corrupción administrativa, ¿qué le parece? —Pero tengo entendido que en todas fue sobreseído por la justicia. El viejo no pudo reprimir la risa: —¿Alguna vez vio que la justicia no sobreseyera a un político? Tuve que sonreír. —Para mí —continuó Dufour—, que me crean inocente es más ofensivo que una sentencia condenatoria. El no corrupto es considerado un idiota. En política todo se perdona; en política todo pasa, todo se olvida… Solo de una cosa no se vuelve… —¿Del ridículo? —Esa solo es una frase. También del ridículo se vuelve perfectamente. L a c o r r u p c i ó n , e l s o b o r n o , e l ro b o c o n t r a e l E s t a d o m o l e s t a n p o c o y n a d a a n u e s t r a s o c i e d a d ; h a s t a s e l o s c o n s i d e r a c o n s i m p a t í a . De l o ú n i c o q u e h a y q u e c u i d a r s e e s d e m e t e r l a p a t a e n l a v i d a p r i va d a . No i m p o r t a c u á n t o s e h a y a ro b a d o d e l a s s a g r a d a s a rc a s d e l a n a c i ó n ; l o q u e i m p o r t a c o n s e r va r i n t a n g i b l e e s l a i m a g e n d e u n d i g n o p a t e r f a m i l i a s . L a g e n t e s o l o c o n d e n a l a s t r a s t a d a s d e l a v i d a p r i va d a . Ac u é rd e s e de ese candidato que ya estaba por ganar las elecciones: el tipo era un m o d e l o d e e f i c i e n c i a y h o n e s t i d a d , p e ro a l g u i e n , o c u l t o , l e t o m ó u n a foto con una bella señorita, que no era su esposa, y ese fue el fin de s u c a r re r a . La palabra foto me angustió por un instante. —Seguro que ahora —continuó— nuestros adversarios van a tratar de encontrar algo turbio en su vida empresarial.


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Pensé simultáneamente en los sobres anónimos y en mi relación con Flavia. —Y, si no lo encuentran, lo inventarán. No tiene la menor importancia. Los periodistas escribirán pavadas y la gente no les hará caso. Sin duda, usted me consulta por algo así, ¿no es cierto? Hizo un esfuerzo para no bostezar. Se lo veía muy cansado. —Quédese tranquilo, Aguirre. Que digan lo que quieran sobre sus negocios. Mientras nadie pueda meterse en su vida privada, en secretos de su familia, usted es invulnerable. Su tono paternal no dejó de molestarme. Es verdad: yo no tenía ninguna experiencia política, pero tampoco era un ingenuo. Había decidido ocultarle el motivo verdadero de mi visita, pero, para mi humillación, noté que no le importaba, o, peor aún, que ya lo sabía. Cuando dijo «Voy a pedirle un auto» y tomó el teléfono, comprendí dos cosas: no ignoraba que yo había llegado en taxi; la entrevista había concluido. Esa noche tuve sueños entrecortados. Las imágenes de Inés se mezclaban en lugares ilógicos; aparecían personas de otros ámbitos y decían frases que nunca podrían haber dicho. El accidente, el auto estrellado contra la columna del alumbrado, el olor de las flores fúnebres, los empresarios en el velorio… Inés sonreía y hablaba, pero envuelta en un olor pegajoso de flores en descomposición, un olor que yo solo percibía ahora y que a lo largo de tantos años no se había manifestado. Apenas desperté, fui a buscar el primer sobre para examinar el matasellos: también había sido despachado desde la sucursal de la calle Monroe. No pude no preguntarme qué enemigo podría tener yo en el barrio de Villa Urquiza. Los siguientes tres días fueron mezcla de remanso y ansiedad. Por una parte, me tranquilizaba no recibir el tercer sobre —que, en teoría, sería el último—, y, por la otra, de algún modo deseaba su llegada. El trabajo fue intenso. Cuando quedaba solo, me distraía tratando de descifrar la identidad de mi enemigo. Puesto que tenía esas fotos de Inés, fotos tomadas a lo largo de un lapso de quince años, entre 1982 y 1997, debería ser una persona ajena al período en que se produjo mi vertiginoso ascenso económico: alguien que estuviera más lejos en el tiempo, alguien inexistente (o, al menos, inadvertido) en la marea de rostros que había conocido en la última década. El jueves recibí, ahora en casa, la tercera misiva. Venía, también, de Villa Urquiza.


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En la primera foto, Inés tendría veintitrés años; en la segunda, treinta y ocho; en esta, apenas diecisiete o dieciocho. Sería más o menos el año 1977. Ella viste pantalón vaquero y remera. A su lado estoy yo: muy delgado y con camisa de mangas cortas. Es pleno día y brilla el sol; en el fondo de la foto se asoma el edificio redondo del Planetario de Palermo. Por aquella época había empezado nuestro romance. Me sentí un pobre estúpido. Los quince años de fotos secretas se habían extendido, hacia el pasado, a veinte. Durante dos décadas alguien nos había estado fotografiando a mi mujer y a mí. Y yo, siempre tan sagaz, jamás me había dado cuenta. Ya es el momento de revelar y difundir la verdad sobre el asesinato que usted cometió, señor Aguirre. En menos de una semana la sociedad sabrá quién es usted. (Mensaje 3 de 3)

Miré las tres fotos de Inés. Había sido una mujer tan hermosa. ¿Quién, por qué y para qué me acusaba de su muerte? Recordé las apreciaciones de Dufour sobre la vida privada de los políticos. Procuré encontrar alguna clave, algo que confiriera lógica a esos fragmentos absurdos. Leí cientos de veces las frases; reordené las palabras; busqué una señal oculta, un hilo que me condujera al desciframiento del misterio. Fue inútil. En la madrugada del viernes desperté sobresaltado y lúcido. Comprendí que la clave no se hallaba en las frases, sino en las imágenes. Extendí las tres fotos sobre mi escritorio y volví a examinarlas, ahora sin miedo, bajo la luz de la lámpara. Inés, tan joven; Inés, con esa sonrisa un poco distante que a mí me resultaba un pequeño portal misterioso. La foto de 1982: Inés en la costanera de Río de Janeiro. Los mecanismos de la memoria son curiosos: de pronto recordé, de ese viaje de luna de miel, un detalle sin importancia. Haciendo compras en una galería comercial de Río de Janeiro, nos habíamos encontrado, por casualidad, con Jorge Maximiliano Pérez Migali, un ex compañero mío del colegio secundario. Aunque nunca sentí por él especial simpatía (más bien me desagradaba), el azar nos había reunido varias veces. Juntos habíamos empezado Ciencias Económicas (yo concluí con éxito la carrera; él abandonó a poco de empezar). En un baile organizado por compañeros de la Facultad, yo había conocido a Inés Dowland.


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Gracias a ella, Pérez Migali y yo entramos a trabajar como empleadillos en Dowland & Grandinetti. Luego llegaron mi romance con Inés, el noviazgo oficial, mi ascenso incontenible, mi voluntad de trabajo constante, mi capacidad para enhebrar alianzas ventajosas, mi eficacia sin parangón. En algún momento, perdí de vista a Pérez; yo había progresado mucho dentro de la empresa, y él se me volvió remoto e imperceptible, hasta que lo olvidé. Cuando fundé mi propia empresa y abandoné Dowland & Grandinetti, sé que Pérez aún estaba allí, y, dentro de sus límites, no le iba del todo mal. ¿Qué se había hecho más tarde de Pérez Migali? Ni lo sabía ni me importaba. Pero ahora recordé, con clarividencia absoluta, su presencia en esa galería de Río de Janeiro y tuve la certeza de que solo él —la única persona que allí nos conocía— había podido tomarnos a Inés y a mí la foto de 1982. Encendí la computadora y me conecté a Internet. Busqué la guía de teléfonos, escribí PÉREZ MIGALI, seleccioné TODO EL PAÍS, pulsé ENTER, leí: PÉREZ MIGALI JORGE M. Ávalos 15** 1431 Buenos Aires (011) 4522-7***

«Ajá», me dije. «Código postal 1431: corresponde a la sucursal 31, calle Monroe, Villa Urquiza». Entonces entré en un plano de Buenos Aires, escribí ÁVALOS 15**, apreté ENTER y vi dónde quedaba la casa de Pérez Migali. En el corazón del llamado Parque Chas se halla la calle Berlín, que tiene la forma de un círculo. A modo de diámetro, la cruzan tres calles rectas —Gándara, Victorica y Ávalos— que, en ángulo de 60 grados, se encuentran en su centro. Allí, exactamente allí, en ese dibujo de telaraña y en el centro de la telaraña, estaba la guarida de Pérez Migali, el hombre que me mandaba anónimos acusadores. Llamé a mis oficinas y le dije a Flavia que llegaría algo más tarde, cerca del mediodía. Me afeité, me bañé, me vestí con traje y corbata, coloqué la Bersa en la sisa, me puse el sobretodo y retiré el auto de la cochera del edificio. Tomé Libertador, La Pampa, José Hernández, avenida de los Incas… Al 470 0


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dejé el auto; antes de descender, extraje de la sobaquera la pistola, la guardé en el bolsillo derecho del sobretodo y me calcé los guantes de cuero. Al instante encontré la calle Ávalos, y caminé hasta el centro de la telaraña. Oscura, tras yuyos y árboles negros, se hallaba la cueva de Pérez Migali. La puertecita de hierro estaba abierta y carecía de timbre; entré en el jardín. Un sendero de lajas llevaba desde la vereda hasta la puerta de la casa. En las paredes, la humedad y el deterioro formaban imágenes caprichosas; la madera estaba carcomida y recorrida por insectos casi microscópicos. Toqué el timbre. Esperé uno o dos minutos e, impaciente, pulsé el botón sin soltarlo, oyendo claramente cómo la campanilla resonaba en el interior. Por fin, vacilante, abrió la puerta una suerte de fantasma, un hombre horrible que, en medio de olor fúnebre, ya era piel y huesos. Vestía un pantalón piyama grisáceo y una camiseta de frisa. La respiración pesada, tumultuosa, auguraba la inminencia del fin. Era Pérez Migali. —Por fin viniste. Pasá. Entré y Pérez quedó un instante detrás de mí, cerrando la puerta, mientras yo examinaba ese living enorme y destartalado. La casa —que no era fea— estaba en ruinas. Las sucesivas habitaciones semejaban los restos de un naufragio. Pérez Migali vivía en medio de esa mugre. El olor del moho y de la descomposición (¿restos de comidas?, ¿cadáveres de roedores?) me hizo sentir náuseas, pero no modificó mi determinación. El piso crujía bajo mis pies. Pérez Migali, cojeando, encor vado, casi muer to, me llevó a su dormitorio y se tendió en la cama, de espaldas. El tenue destello de un velador sobre la mesita de luz parecía aumentar el opresivo olor a suciedad. Jadeó unos cuantos minutos, hasta que pudo normalizar un poco la respiración. Sus ojos miraban el cielo raso, como si allí se encontrara alguna verdad oculta. Aunque estaba hecho una piltrafa, no experimenté la menor piedad hacia él. En mi bolsillo derecho tenía la Bersa. Me quité los guantes y los guardé en el bolsillo izquierdo. Le dije: —Sos vos el de los sobres, entonces. —¿Pensabas en otro?


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De a poco se fue incorporando, hasta que, con doloroso esfuerzo, se apoyó en el respaldo de la cama. La camiseta, repugnantemente sucia y adherida a la piel, le marcaba la forma de las costillas. El pelo, blancuzco y grasoso; la barba, a medio crecer. —Fijate lo que son las cosas; tengo cáncer de pulmón y no puedo dejar de fumar. No tengo fuerzas ni ganas de salir a la calle. Últimamente me vi obligado a concurrir demasiadas veces al correo de la calle Monroe… Rió, festejando su broma, en una carcajada que concluyó en toses y flemas. —Ni siquiera compro comida; a esta altura es lo mismo. ¿No tenés un faso para mí? Le alcancé un cigarrillo. De encima de la almohada tomó una caja de fósforos y lo encendió. Yo prendí otro con mi encendedor. No parecía tener ninguna prisa: —Hace días que me quedé sin un peso. No sabés cómo se extraña el tabaco… Tantas cosas se extrañan. Los efluvios de la fetidez me irritaban y me impacientaban más que el propio Pérez. Le dije: —Decime qué querés… ¿Plata? No tengo ganas de hablar ni de perder tiempo. Si querés plata, te doy plata… Lo que quiero es terminar… Me interrumpió con otro acceso de tos. Una tos húmeda y estertorosa que me sacaba de quicio. —No quiero plata; nunca me importó demasiado. No soy como vos. Por otra parte, ya es tarde —dijo—. Hace mucho tiempo que es tarde. Por eso decidí que, antes de irme de este mundo, debías pagar por el crimen de Inés… Sentí encendérseme una cólera tumultuosa que me nacía en el estómago: —Hijo de puta, vos sabés que lo de Inés fue un accidente. Yo quedé viudo y tuve que arreglármelas solo para criar a una hija. —No pretendas conmoverme. No creo en tu imagen de viudo doliente, respetuoso de la difunta. Vos la mataste. Hiciste deteriorar el sistema de frenos. ¿Te pensás que no lo sé? El auto que le regalaste a tu esposa era el más confiable del mercado. Estudié las estadísticas. Yo era bueno para esas minucias, ¿te acordás? Con el índice señaló unos papeles que tenía sobre la mesita de luz:


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—¿Querés leerlos? Fijate. Ningún problema mecánico en Brasil, ninguno en México, ninguno en Chile, ninguno en Estados Unidos, ninguno en Francia; uno solo en la Argentina… Oh, las casualidades. —Escuchame, imbécil: los peritos explicaron todo en su momento. —Es tan fácil comprar una voluntad. ¿Acaso no quisiste comprarme a mí hace unos momentos? Con un poco de dinero, algunos peritos son capaces de decir que tu mujer sigue viva. Se hundió en un ahogo prolongado, entrecortado de toses y de abominables ruidos de flemas, que exacerbaron mis deseos de matarlo. Tras una especie de silbido interior que parecía llegarle hasta la nuca, dijo: —No importa. Ya hice lo que tenía que hacer. —¿Qué es lo que hiciste? —Envié una carta a la División Homicidios, con todas estas informaciones y estadísticas, y con pelos y señales sobre vos. Es muy posible que a esos muchachos detectives esta historia les resulte más que verídica y se pongan a investigar, para ganar reputación y ascensos. Sacudió la cabeza, como frente a un hecho inexplicable. —Nunca pude entender cómo Inés te eligió a vos, que, al fin y al cabo, no sos más que un vulgar comerciante codicioso. Además —agregó, como en broma—, tacaño. Sabés que estoy en la miseria: ¿por qué no me regalás el paquete de cigarrillos, en lugar de convidarme con uno solo? Quedarían ocho o diez cigarrillos. Me reser vé uno para mí y le extendí el paquete. Pero volvió a toser y, con la mano, me hizo señas de que se lo dejara sobre la mesita de luz. En seguida pasó de la tos a la burla: —Ah, qué esplendidez, qué gesto de gran señor… Ella era magnífica, ¿lo sabías? Mirá esto… De entre las sábanas extrajo cartas amarillentas y las exhibió agitándolas. Reconocí la letra de Inés, pero no quise leer siquiera una palabra. —Nos escribíamos antes de que aparecieras vos, con tu espíritu práctico y tus ansias de progreso. Ella tenía talento artístico, le gustaba pintar, leía, tocaba un poco el piano… Vos la convertiste en una mera esposa, digamos, «administrativa»; la convertiste en «la señora del gerente». Cuando los encontré en Brasil, al parecer tan satisfechos, supe al instante que ella era una muer ta en vida. Claro que poseedora de muchas acciones de Dowland & Grandinetti… Me dije que tarde o temprano vos la matarías para heredarla…


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Esa infamia me descontroló del todo. Extraje la pistola y, sin amartillarla aún, le apunté a la cabeza. Pérez Migali sonrió con una displicencia burlona que aumentó mi rabia. Un tiro sería poco castigo para esa alimaña. Aferré la pistola por el cañón y, con la culata, le asesté el primer golpe en la cabeza. Él exclamó «¡Aaah!», y cerró los ojos y abrió la boca. Luego no pude medirme: uno, cinco, diez, veinte golpes… Me detuve al ver que la cabeza de Pérez Migali era una sola mancha informe y sanguinolenta. Nunca me hubiera creído capaz de tanta ferocidad y de tanta alegría. Vi sangre en mis manos y en la culata de la pistola. La puerta del baño estaba entornada; la abrí, empujándola con las rodillas, y entré. Me recibió un insoportable hedor de mugre antigua y de orina seca. El lavatorio, que había sido blanco, estaba invadido por un sarro verdoso. Conteniendo las náuseas, me lavé las manos. En el arma, pegoteados con la sangre, había algunos cabellos. Lavé la pistola y la canilla. Hice correr abundante agua sobre los grifos y por el lavatorio. Del toallero pendía una toalla inmunda; sequé el arma y mis manos con mi pañuelo. Revisé mis ropas, mis zapatos: ni una salpicadura de sangre. Volví al cuarto de Pérez Migali. El cuerpo, con la cabeza sangrante caída hacia atrás, sobre el respaldo de la cama, era un muñeco desarticulado. Tenía un ojo abierto y otro cerrado. Respiré hondo y pude tranquilizarme. Ese acceso de cólera irracional no era digno de mí, de mi personalidad equilibrada y ecuánime. No perdí la alegría, pero razoné. Salvo la canilla del lavatorio, que ya estaba limpia, no había tocado nada con mis manos. No había huellas digitales. Era evidente que nadie entraba en la casa de la calle Ávalos, de modo que el cadáver de Pérez Migali podría estar meses (o tal vez años) en esa posición. Cuando lo descubrieran (si es que lo descubrían), solo hallarían descomposición y huesos. Y, aun en la casi imposible instancia de que alguien entrara diez minutos más tarde, ¿cuál era el peligro? Ninguno. ¿Quién podría culparme? Nadie lograría imaginar jamás la mínima relación entre Pérez Migali (un individuo que había desaparecido de mi vida hacía décadas) y yo. En cuanto a sus acusaciones sobre la muerte de Inés, no revestían ningún asidero. Lo más probable era que la carta de Pérez Migali a la División Homicidios fuese a parar al cesto de basura. Más aún, si se concretara la investigación: ¿qué se podría averiguar sobre una muerte ocurrida hacía diez años? Y, lo más importante de todo, había una verdad, que yo sabía muy bien: había sido un accidente y no un asesinato.


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Ahora solo restaba abandonar la casa, caminar hasta la avenida de los Incas, subir al auto y… asunto concluido. Apoyado verticalmente en el suelo, contra la puerta de salida, había un sobre similar a los tres que yo había recibido. Tenía un cartel en gruesas letras mayúsculas: LUIS AGUIRRE. Cuando entré en la casa, Pérez lo habría dejado allí, con la intención de que yo lo viera al salir. Lo abrí y leí: Aguirre: Todo ha sido un fraude. Las estadísticas son falsas y hubo muchos accidentes como el de Inés. No la asesinaste, ni yo mandé ninguna carta sobre ese hecho a la División Homicidios. El asunto es otro. Vos me despojaste de lo que yo más quería. Yo necesitaba vengarme. Mi plan, señor Idiota Pragmático, era excelente. Consistía en obligarte a matarme, y lo logré. Yo era un enfermo terminal. Mi vida ya no valía nada. La tuya, sin duda, valía —en tu propio concepto— mucho. Por eso quise que me mataras: para que, durante los años de mi muerte, tus años de cárcel me vengaran del mal que me inferiste durante los años de mi vida. No mataste a Inés, es cierto, pero me mataste a mí, y yo, exactamente el martes 21 de agosto, desde el correo de la calle Monroe, envié dos sobres: uno, que ya conocés, contenía la foto de Inés y vos frente al Planetario; en el segundo, había una nota mía dirigida a un Juzgado de Instrucción. Le pedía al juez de turno que ordenara revisar mi casa y le informaba que la policía me encontraría muerto. Desde luego, puntualicé con todas las letras que vos fuiste mi asesino. Di por seguro que vos llegarías antes que nadie: el enigma que yo te había planteado no era muy arduo para un tipo de tu velocidad mental. En cambio, la justicia tiene sus tiempos y no acostumbra apresurarse demasiado: mi carta todavía debe estar recorriendo el circuito burocrático de las oficinas judiciales, pero indefectiblemente llegará a manos del juez de instrucción.


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Tal vez mañana, tal vez dentro de unos días, tal vez la semana próxima, la policía tocará el timbre de tu fastuoso piso de la avenida del Libertador, o de tus prósperas oficinas de Córdoba y Reconquista. Te arrestarán, te juzgarán y te condenarán a cadena perpetua, por haber asesinado, «con premeditación y alevosía», a un indefenso moribundo en su propia casa y en su lecho de muerte.

«Qué pelotudez», me dije. «Pobre infeliz: fracasado, loco y estúpido. Ningún juez, ningún policía, ninguna persona del mundo va a creer esas sandeces». Metí el mensaje en el sobre y lo doblé por la mitad. La idea de efectuar una especie de enroque me hizo sonreír: extraje los guantes del bolsillo izquierdo y, en su lugar, guardé el sobre. Me calcé los guantes y me felicité por haber alcanzado cierto equilibrio simétrico: la pistola en el bolsillo derecho, el sobre en el izquierdo, mis manos dentro de los guantes. Salí al jardín y cerré la puerta de la casa con cuidado, hasta oír la clausura del pestillo. Pisé laja por laja, alcancé la vereda y cerré también la puertecita de hierro. Por la calle pasaba una señora con bolsas de supermercado; un muchacho en bicicleta repartía diarios. Todo normal. Tranquilo, en unos instantes estuve en la avenida de los Incas: subí al auto y me dirigí a mis oficinas. Tal como le había anunciado a Flavia, llegué más tarde de lo acostumbrado. Tuve varias citas y me dediqué, ya por completo dueño de mí mismo, a mis negocios habituales. Como un símbolo de mi triunfo, metí los cuatro sobres de Pérez Migali, con sus fotos pér fidas y sus mensajes de psicópata, en la trituradora de papeles. Así transformé aquella pesadilla en delgadas tiritas de papeles ilegibles. A la noche invité a cenar a Flavia y luego me la llevé a pasar la noche a mi casa. Liberado de tribulaciones, ese fin de semana me resultó muy agra dable. El lunes retomé mi fructífera rutina de hombre de negocios. El jueves 30, por la mañana, dos oficiales de policía, vestidos de civil, se presentaron en mi empresa. Tenían, según dijeron con solemnidad, «orden escrita del doctor Fulano de Tal, juez de instrucción», de llevarme a su presencia. No interpuse la menor objeción y ni siquiera presté atención al nombre del juez: había previsto que algo así podría ocurrir, y sabía también que esa diligencia rutinaria terminaría en un callejón sin salida.


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Los oficiales me acompañaron hasta el edificio judicial. Sereno y aplomado, entré en el despacho. Además del juez, había otros tres hombres, que imaginé funcionarios menores y que permanecieron de pie, en un segundo plano. El juez resultó ser un hombre de unos cincuenta años, calvo y bien vestido. Me estrechó la mano con frialdad. Se sentó tras el escritorio y me invitó a hacer lo mismo, pero frente a él. Luego dijo, como recitando una lección: —Lamento informarle, doctor Aguirre, que es mi deber hacerlo arrestar, preventivamente, como principal sospechoso por el asesinato en la persona del señor Jorge Maximiliano Pérez Migali, ocurrido en su casa de la calle Ávalos 15**, aproximadamente el día viernes 24 de agosto de 20 07. Lo miré a los ojos. —Imposible —dije—. Jamás estuve en esa casa —y agregué, sonriendo—: Ni siquiera oí hablar nunca de la calle Ávalos… El juez unió sus manos como si se dispusiera a rezar. Dijo: —El señor Pérez Migali me había remitido una carta… «Ah», me dije con displicencia, «las cartas de Pérez Migali, ese enamorado del género epistolar…». —¿Una carta? —fingí sorpresa. —Puede leerla —dijo el juez—. Aquí está la fotocopia. Vi de nuevo la maldita letra crispada y temblorosa. La carta era extensa, un poco enredada y con algunas incoherencias. La mayor parte de su redacción consistía en absurdas fabulaciones sobre los movimientos que —según Pérez Migali imaginaba— yo habría realizado en su casa, disparates que ni el juez, ni nadie, podría creer jamás. Pero terminaba diciendo: …y, si no me creen, y en el caso de que duden de que Luis Aguirre estuvo en mi casa y me asesinó, verán sus huellas digitales en el papel celofán del paquete de cigarrillos que encontrarán cerca de mi cadáver, muy probablemente sobre la mesita de luz.


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Nadie sabe lo que es haber contemplado a un pueblo en sus jornadas de gloria, con la frente casi tocando el alba cercana, y verlo después aplastado por una muralla de sombras. Nadie sabe lo que es abandonar por la fuerza el suelo de la patria después de haberlo defendido, durante tres años, frente a las peores confabulaciones. Juan Rejano

V

iviendo como vivo a escasos kilómetros de la frontera, me resultaría imposible cancelar la memoria de aquellas jornadas inolvidables. El día en que, rodeado de millares de hombres cargados con más tristeza que bártulos, con rostros a los que envejecía más la decepción que la suciedad y la miseria, me volví a contemplar las tierras de lo que aún era la República que defendimos. Había en mi mirada una terrible esperanza que ya solo puedo imaginar, pues dudo que vuelva a sentirla jamás. Si sigo cogiendo el coche casi todos los años, casi siempre en el mes de enero, para viajar hasta el último pueblo de Francia y luego caminar a pie hasta ese altozano desde donde se ve la extensión de montañas que pertenecen a la que fue mi patria, es por lealtad a aquella esperanza que sentí, como quizás hagan algunos viudos que se han vuelto a casar 137

Mario Martín Gijón nació en

Villanueva de la Serena (Badajoz), en 1979. Estudió Filología Hispánica en Cáceres, Orléans y Marburg (Alemania). Actualmente reside en esta última ciudad, en cuya universidad es lector de español, y elabora su tesis doctoral. En 20 02 obtuvo el Tercer Premio de Poesía Regional Extremeña. Ha publicado poemas en la revista Extramuros, de Granada y tambièn ha publicado algunos relatos de suspense y una novela corta: Último adiós a Granada, por la editorial Compact, de Munich.


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y de vez en cuando visitan la tumba de la única mujer a la que realmente amaron. Supongo que no habrá muchos viudos así. Tampoco hay muchos hombres como yo. Lo compruebo día a día en el trato con mis colegas de trabajo. Siempre que voy a Cerbère me invade una tristeza que me rodea, me imagino, con un halo de ser amargado y arisco que no cuadra bien con el ambiente de la profesión, tan dada a la cortesía estereotipada y al halago insincero. Después de tantos años y como a pesar de mi orgullo no soy una persona que pueda ni quiera callarse sus opiniones, mis excursiones a la frontera han llegado ya a conocimiento del conjunto del cuerpo docente y no es raro que oiga alusiones que, aunque me resultan ofensivas, finjo considerar como inocentes. Así, ese jovenzuelo tan dado a las camisas ajustadas y que parece considerar una actitud normal escuchar sonriendo de oreja a oreja y asintiendo continuamente, participó un día a los presentes su entusiasmo por la proximidad de las rebajas de enero y, dirigiéndome una mirada maliciosa, comentó «aunque claro, hay gente que se interesa por otras cosas en estas fechas». Algunas risas tibias acogieron su comentario, que se convirtieron en rotundas carcajadas cuando ese pedante que imparte la asignatura de literatura medieval francesa, me preguntó con su grueso vozarrón: «Es verdad ¿fuiste este año ya a tu cita con la historia?». Evasivamente contesté que aún no, me miré la muñeca, en la que no llevaba ningún reloj, y fingí que tenía que irme. Durante todo el día me escocieron las conjeturas de los posibles diálogos que seguirían a mi partida. A veces pienso que ya no queda nadie de los míos, nadie a quien pueda seguir considerando lo que llamábamos, con el corazón en la mano, un camarada. Esta palabra parece que ya no puede ser pronunciada si no es con ironía o con rubor vergonzante. Al parecer, ni siquiera los miembros de los partidos de izquierda la usan ya en su trato habitual. Mejor así. La palabra «camarada» quedará para siempre unida en mi recuerdo a la memoria de los héroes anónimos, los únicos que merecen ser honrados. Camaradas éramos quienes, sufriendo desde meses atrás una derrota tras otra, experimentando la pérdida de ciudades como si nos arrancasen tiras de piel o miembros enteros –la pérdida del Norte la sentimos como una mutilación irreversible que amenazaba nuestra vida entera–, quienes, considerados ya por los diplomáticos de las cancillerías occidentales como desahuciados prestos a la entrega y que solo aguardaban el momento de encontrar al enemigo más dispuesto a la clemencia, erigimos silenciosamente, durante unas cuantas noches de verano, un milagro de heroísmo que confundió a quienes más seguros estaban de las leyes de la guerra y del curso de la Historia. No un Mesías caminando sobre las aguas, sino miles de salvadores al rescate de su patria, atravesando a pie el río más


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caudaloso de España, miles de hombres sin temor a cruzar a la otra orilla donde acampaba un enemigo que muchos consideraban invencible. Yo sé que muchos de esos muchachos no sabían aún nadar, aunque durante los días anteriores varios instructores, a los que yo super visé como comisario político, habían impartido cursos acelerados de natación para los jóvenes campesinos que nunca pensaron que les hiciera falta tener que bracear en un agua en la que no diesen pie. He comparado a los gigantes del Ebro con el Mesías. Que nadie se escandalice. Aunque muchos de nuestros soldados –pero no todos, ni siquiera la mayoría– hubiesen abandonado la religión católica y negasen enfáticamente la existencia de deidad de ningún tipo, nuestras motivaciones se acercaban más a las palabras del Evangelio que las de nuestros enemigos. Nuestra solidaridad nos impulsaba de buena gana a tratar al prójimo como a nosotros mismos y he visto demasiadas veces el sacrificio de una vida joven y honesta para salvar la de sus compañeros. Digo «demasiadas» porque con una única vez bastaría para calificar la índole de nuestros soldados y porque cuando recuerdo esos momentos la rabia no puede evitar el llanto de que semejante generosidad no sir viera para nada. Ellos se sacrificaron para que otros pudieran salvarse. Compárese, si se quiere, durante las jornadas gloriosas del diecinueve de julio, la actitud de los frailes del convento de los carmelitas en Barcelona, quienes nos hicieron fuego de ametralladoras, hombro con hombro con los fascistas que allí se habían emboscado. ¿Puede alguien extrañarse de que el pueblo de Barcelona, como el de tantos otros lugares de España, prendiese fuego a iglesias y conventos? El fuego purifica y si Jesucristo se enojó al hallar a los mercaderes en la Casa de su Padre, ¿qué habría dicho al encontrarse con asesinos? Con mis alumnos, en clase, procuro no expresar con tanta pasión mis opiniones. Al fin y al cabo, se trata de extranjeros que poco o nada pueden influir en los destinos del país donde nací. No obstante, me gusta conocer lo que piensan y como en este país se supone que hay libertad de expresión –aunque yo tengo mis dudas–, fomento, cuando viene al caso, los debates sobre determinada obra o autor, que puedan dar lugar a que cada uno muestre su posición ideológica o, como solíamos decir en España –sobre todo cuando nos referíamos a los fachas– «de qué pie cojea». Está fuera de duda que nuestra República ha resultado siempre y resulta aún más simpática que el Movimiento, una simpatía que, como entonces, se queda en palabras bonitas y argumentos legalistas que me resultan algo empalagosos y me producen cierta rabia. Aún así, agradezco siempre que no apoyen a los del otro bando, aunque no falte quien lo haga. En esos casos me resulta difícil no inter venir, aunque sea ligeramente, para contra-


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decir los «argumentos» del alumno que apoya a los rebeldes. Casi siempre se trata de algún tradicionalista que aduce supuestas injurias cometidas contra la Iglesia. A duras penas puedo retenerme, y creo que incluso suspiro de alivio cuando algún alumno o alumna se apresta a contradecirle, a echarme un capote, como decíamos nosotros, como supongo se dirá aún en esa tierra sometida. A propósito de algunos autores de lectura obligatoria, no puedo ni quiero pasar por alto narrar el trato personal que tuve con ellos. No solo me enorgullezco legítimamente de haber conocido a hombres que volvieron a hacer honor a la divisa de tomar «ora la pluma, ora la espada», sino que creo que mi humilde testimonio puede ayudar a mis alumnos a comprender mejor la personalidad de estos escritores y, por ende, su obra. A veces una pequeña anécdota revela grandes honduras en el carácter de una persona. Mi recuerdo más entrañable, sin embargo, no es para uno de aquellos poetas combatientes que lucharon como un soldado más o que formaron en el «Batallón del Talento», alentando en nuestros soldados una formación integral que les capacitaría para edificar la patria del mañana, esa patria que no llegó. Mi recuerdo más entrañable tiene que ver con la visita que realicé a Don Antonio Machado. Un día quise narrarles a mis alumnos esta visita. Pero nada más empezar a contarla, oí un extraño bisbiseo. Un alumno levantó la mano. «¿Machado, señor? ¿Pero como es posible que usted lo haya conocido?» Algo molesto por la interrupción, repliqué que precisamente eso era lo que me proponía contar, y que no había razón para impacientarse. «Pero señor, usted…» No dejé al alumno terminar su frase e interrumpí alzando la voz más de lo que en mí es habitual: «Bueno, bien pensado, eso no les interesa a ustedes. Mejor empezamos ya con la lectura de los poemas. A ver, Sophie, ¿quieres leer tú?». Así pues, no les conté finalmente mi encuentro con Machado y cómo le entregué en mano un paquete de café auténtico, laboriosamente conseguido en aquellos días finales de 1938 en los que resultaba casi imposible encontrar café de verdad en ninguna parte. Por ello, los muchachos de la Brigada me habían felicitado como si hubiera tomado al asalto una posición arriesgada. Sabiendo ellos que iba yo a visitar a Machado, y habiendo oído en qué humilde condición se hallaba viviendo, en una pequeña casa acompañado de su anciana madre, conociendo su afición por el café, que seguramente no probaba desde hacía semanas, nos pusimos de acuerdo para ofrecérselo como presente en nombre de la Brigada. Fue un momento emocionante cuando sus ojos cansados me miraron desde detrás de las gafas algo caídas y me encargó que diera las gracias


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a todos los valientes soldados de la Brigada, no por el café, sino por su abnegación y su heroísmo, dignos de todo premio, y no de privaciones como las que estaban sufriendo. Luego me dio las gracias personalmente por transmitirle el saludo de la Brigada y cuando yo, algo confuso por la emoción, me aprestaba a despedirme, me retuvo para recitarme un poema que había escrito poco antes. Se trataba del célebre soneto «A Líster, jefe en los Ejércitos del Ebro». Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Tanto yo, como los soldados de la Brigada a los que fue recitado después, entendimos que el poema no iba dedicado solo a Líster, sino a todos los que como él luchábamos «en lucha santa sobre el campo ibero». Hay un lugar al que nunca volveré. Ese lugar maldito para siempre se llama Argelès-sur-Mer. Allí fue donde miles de héroes, que durante tres años sostuvieron la esperanza del mundo, se vieron tratados como cerdos. Desde la primera pisada en tierra extranjera, se esforzaron por despojarnos de todo lo que habíamos sido. Me vi obligado a dejar en tierra el fusil con el que había defendido la libertad y la independencia de mi pueblo. Nuestras armas, las escasas armas de que disponíamos y que a costa de tantos esfuerzos habíamos logrado reunir para defender con ellas nuestros derechos, fueron apiladas en una montaña que nos parecía enorme. Nos inquietaba pensar qué sería de ellas pero no nos atrevíamos a preguntar. Yo temía, al igual que muchos, que fuesen entregadas a Franco. Aquello fue solo el primer atentado a nuestra dignidad. Pero no podíamos imaginar lo que vendría luego. Durante años me he esforzado por encontrar una explicación. He llegado a concluir que para los franceses resultaba intolerable que al sur de su frontera existiese un pueblo de hombres a los que se veían obligados a contemplar como héroes aunque no quisieran, unos hombres que se batían y morían por las ideas que ellos solo defendían de palabra. Decidieron que debían mostrar al mundo y mostrarnos a nosotros que no éramos dioses ni ángeles vengadores, sino seres miserables, y para ello nos obligaron a enfrentarnos con necesidades físicas tan apremiantes que pudieran debilitar nuestros espíritus. Querían hacernos conocer el miedo por la propia vida y lograr que abandonásemos la dignidad y nos humillásemos ante ellos. Solo en muy contados casos lo lograron. Recuerdo que cerca del campo había un destacamento del ejército francés, ese ejército tan glorioso que se rendiría en unos meses a los nazis. Alimentaban sus vientres y su orgullo con un rancho suculento si se comparaba con el nuestro, que consistía en arroz her vido y en mal estado, que provocaba continuos desarreglos intestinales. Algunos de nuestros hombres, entre quienes hubo soldados que habían demostrado verdadero valor, fueron un día a mendigar las sobras de los franceses. No presencié esa escena y solo puedo imaginarla, apretando los dientes por la repulsión


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y la rabia. Supongo que las autoridades francesas, al verlos llegar o al tener conocimiento del hecho, empezarían a darse por satisfechas y creerían ver cómo su objetivo comenzaba a cumplirse. Me imagino que alguno de los soldados franceses reiría y se permitiría hacer alguna broma. Son muy dados los franceses a las bromas que demuestran que todos somos, supuestamente, de la misma pasta, y que la carne es débil, sea de quien sea. Me imagino a algún imberbe con su uniforme impoluto, contemplando al grupo de hombres oscuros, envueltos en capotes hechos jirones, que devoraban un plato, quizás de patatas cocidas con algo de carne. «Mangez, mangez, mes amis, il faut bien que vous mangez pour pouvoir chasser Franco!». Una carcajada ronca y autosuficiente de los soldados franceses que asistían al raro espectáculo acogería la ocurrencia. Los que habían sido mis compatriotas y camaradas, me imagino, acallarían la cólera en sus corazones, dejándose gobernar estúpidamente por el estómago y por un raciocinio que empezaría a asemejarles a quienes les obser vaban. Una vez de vuelta al campo les delataba la mirada huidiza de los ojos que antes habían mirado de frente, el repentino pudor ante el hambre de otros compañeros. Decidimos no injuriarles ni afearles su comportamiento, y en lugar de eso les excluimos tácitamente de nuestras reuniones más importantes. Callábamos cuando uno de ellos se acercaba y le mirábamos con hostilidad o ironía hasta que se marchaba, confundido y sin saber dónde esconderse. Tras la invasión alemana fue todo aún peor. Muchos camaradas fueron enviados a los campos de exterminio nazis. Muchos murieron, y otros salieron solo para fallecer poco después, como nuestro presidente Largo Caballero. Pero poco después retomamos la lucha. Los militares franceses, que poco antes nos trataban como a perros, y nos consideraban «heces de la anarquía mundial» acudían ahora solícitos y aduladores para intentar enrolarnos en sus filas. Muchos lo hicieron, y bien sé que en varias ocasiones los militares franceses seguían nuestros consejos, e incluso, en la práctica, se ponían a nuestras órdenes. Cuando el 25 de agosto de 194 4 entramos en París y desfilamos por los Campos Elíseos, subido yo, junto con otros tres camaradas, en un tanque que llevaba escrito con tiza el nombre «Ebro», la euforia indescriptible de la población me hizo sentir una punzada de angustia. Hubiera preferido entrar en Zaragoza, como ansiamos durante dos largos años. Pensaba en la situación del pueblo de España en aquellos momentos, que sabía cada vez más trágica. Pero me consolaba, como otros compañeros, imaginando que aquello era solo un primer paso hacia la victoria final. Poco después estábamos planeando la Reconquista de España. A pesar de mis deseos, no pude unirme a los siete mil camaradas que se traslada-


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ron de Toulouse a Montréjeau para ultimar los preparativos de la ofensiva. Me cupo en suerte una misión menos heroica pero que, según me dijeron, podía resultar de vital importancia. Debía entrevistarme, junto con otro compañero, con un oficial norteamericano y sondear las posibilidades de recabar apoyo logístico por parte de los aliados. Este episodio es uno de los más confusos de mi vida y, de tanto cavilar sobre las circunstancias de este encuentro, a veces no puedo distinguir con certeza lo que ocurrió realmente y las palabras que pronuncié, de las que luego pensé que debería haber dicho y de cómo debía haber actuado. Recuerdo un hombre con uniforme impecable y de prominente mandíbula perfectamente rasurada, que me hizo sentirme algo intimidado y arrepentirme de no haberme afeitado para la ocasión. Nos preguntó cuáles eran nuestros planes. Como su francés era defectuoso, tomé yo la palabra y comencé a hablarle en inglés, mientras que mi compañero permanecía en silencio, lo cual yo interpretaba como asentimiento a mis palabras –luego supe que no comprendía el inglés–. Le hablé de la dirección que pensábamos seguir, de los tres destacamentos que se internarían simultáneamente por tres puntos distintos de los Pirineos, con la mayor concentración de hombres atacando sobre Viella, en el Valle de Arán. Le confié que varios obser vadores nos habían informado del ánimo combativo de la población en el interior, que necesitaba solo de una chispa para encenderse en una insurrección general contra el régimen. El oficial yanqui me preguntó entonces qué forma de gobierno habíamos previsto imponer en España: una monarquía o una república. Yo le contesté, convencido, que ninguna de las dos era ya suficiente para el pueblo español y que queríamos otra cosa. El oficial alzó entonces las cejas, en un gesto que no supe en aquel momento cómo interpretar, pero inmediatamente sentí un extraño encogimiento en el estómago cuando, tras un momento de silencio, oí «ver y good» y vi como el oficial se levantaba y nos alargaba la mano a mi compañero y a mí deseándonos «good luck». Nada más quedarnos solos, mi compañero, un hombre de unos treinta y cinco años, corpulento, natural de Bossòst y en cuyos conocimientos de la orografía del Valle habíamos puesto muchas esperanzas, comenzó a asediarme a preguntas. «Qué ha dicho el americano, por qué se ha ido tan pronto, qué te ha dicho de las armas, y de la actitud del Mando aliado, qué, nos van a ayudar». Yo no sabía cómo contestarle, y mis evasivas le ponían cada vez más ner vioso, hasta el punto de que pensé que iba a sacar la pistola y descerrajarme un tiro si no le daba una pronta respuesta. Entonces fingí una cólera bronca y repentina, como si me hubiera interrumpido en profundas cavilaciones: «Joder, Blázquez, el americano ha dicho que estaba de acuerdo y que daría un informe positivo al Mando aliado, pero


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que depende de ellos, él no puede tomar ninguna decisión por su cuenta». Esto calmó un poco a Blázquez, que no obstante siguió refunfuñando, y reprochándome que le hubiese dejado al margen de la conversación. Mi informe ante los camaradas no produjo buena impresión. Poco después tenía lugar la invasión del Valle y, tras unos éxitos iniciales que nos hincharon a todos el corazón de esperanza, hasta el punto de que quise tomar un fusil y dirigirme a la frontera desobedeciendo las órdenes recibidas, comenzaron a llegar noticias confusas sobre la llegada de tropas franquistas y fuerzas de orden público. Cuando supe que nuestros guerrilleros habían recibido la orden de replegarse, sentí que era el principio del fin, aunque quise convencerme de que no era así. No me agrada recordar los años que siguieron, la polémica sobre las responsabilidades, las agrias discusiones que dejaban en lo hondo de mi alma tal amargura, que me costaba cada vez más asistir a las reuniones con los camaradas. Poco a poco estas reuniones se fueron espaciando. Yo me vi obligado, para no tener que depender de la caridad ajena, a buscarme un trabajo. Afortunadamente pude encontrar franceses interesados en el aprendizaje del español y en mis ratos libres estudiaba para revalidar mi título universitario obtenido en España. Cuando leí mi tesis doctoral sobre la literatura en la guerra civil española, recibí algunas felicitaciones de camaradas a los que creía desaparecidos u olvidados de mí. En algunas de esas cartas pude percibir un fondo de envidia y sentí tristeza. Ellos no sabían que si pude escribir la tesis fue porque me imaginaba que con ello defendía de alguna manera nuestra causa. Quien dude de que me siento español y no me he «afrancesado» solo necesita ver que jamás he querido obtener la nacionalidad francesa aunque casi me rogaron que lo hiciera, y aunque eso me obligue a la continua molestia de los trámites para renovar el permiso de residencia, con la obligación que conlleva de tener que vérmelas con funcionarios y policías franceses, hacia los que siento una repulsión invencible. En cuanto a la política, todos aquí conocen mis ideas, y pocos las comparten, por no decir nadie. Yo tampoco comparto las suyas. Yo nunca me declararé en huelga porque congelen mi salario durante un año o porque una nueva ley obligue a los profesores a modificar sus inveterados hábitos docentes. Ellos no se declararon en huelga cuando ingresó en la ONU el país que se empeñan en llamar España, o cuando fue asesinado Julián Grimau. Hace pocos días tuve una conversación desagradable con un alumno. Era el mismo que me había interrumpido cuando me disponía a contar mi encuentro con Don Antonio Machado. Comenzó diciéndome que admi-


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raba mucho mis clases, y que gracias a mí había descubierto en sí mismo la vocación del estudio de la literatura, algo de lo que no estaba seguro cuando ingresó en la universidad. Me contó que le gustaría, en un futuro, poder escribir su tesis sobre Juan de Mairena, y que se sentiría muy feliz si yo quisiera ser su tutor. Le expresé mi satisfacción y le agradecí sus elogios inmerecidos. Le dije que no había ningún problema y que me interesaba el tema de su tesis. A continuación, se ruborizó, y comenzó a titubear: «Señor, sus clases son muy interesantes, pero, no entiendo…» Con los ner vios, comenzó a hablar en francés y me dijo, ante mi estupefacción y mi cólera crecientes, que las historias sobre mis encuentros con Antonio Machado o Miguel Hernández producían entre los alumnos una impresión «bizarre», que aunque algunos las consideraban como una manera ingeniosa de transmitir de forma más viva la obra de los grandes escritores españoles, y otros se lo tomaban simplemente a broma, a algunos estudiantes, sobre todo chicas, no les parecía serio, y hacían comentarios desagradables sobre mi persona. «Señor, debería usted dejarles claro que se trata de bromas, la gente en Francia no tiene sentido del humor». Continuó diciendo que había mirado en la página de la universidad mi currículo. Eso me llamó la atención, pues yo no sabía que estuviera presente en esa página, aunque algún funcionario entrometido podría haber incluido mis datos sin consultarme. El alumno proseguía: «Señor, usted no pudo combatir en la guerra civil, usted no es tan mayor, la fecha de la lectura de su tesis…» Temblando de cólera, sintiendo como si mis músculos fuesen a desgarrarse y mi corazón abrirse en dos, le dije, intentando pronunciar palabras claras e irreversibles: «Monsieur, sortez de mon bureau immédiatement et ne revenez jamais dans mon cours». Se me quedó mirando con los ojos brillantes, a punto de llorar. «¡Fuera!» ordené, y contemplé su confusión, su murmullo de disculpa, su huida casi, tropezando con la silla al partir, cerrando la puerta de un portazo. He decidido atravesar la frontera. Quedan pocos días para el nuevo año. En el mes de enero, tomaré de nuevo mi viejo Renault y lo conduciré hasta Cerbère. Allí lo aparcaré en alguna calle discreta y caminaré a pie hasta la frontera. Me desviaré de la carretera principal y tomaré una senda escarpada que conozco bien. Me adentraré en el país que fue mi patria. Cuando haya cruzado la frontera, quizás me dirija a Zaragoza, o quizás a Barcelona. De una manera u otra, me las arreglaré para contactar con los camaradas. Nosotros podemos reconocernos. Quiero saber cómo es la situación allí, qué condiciones objetivas tenemos para la lucha. Quiero enmendar el error que quizás cometí cuando hablé con el norteamericano y contribuir a la victoria. Si no lo consigo, si fracaso en mi empeño, mi mayor honor sería morir como murieron mis mejores camaradas.



Solvite corde metum

Virgilio

Pero ocurre que a veces, a la hora de elegir entre los muertos, escoge al azar su propio pecho y baila con la boca cerrada como todos los que algún día llamaron a esta puerta. (De Mundo Fantasma)

El bello mundo me produce asco Carmen Jodra

¿Y si no quieres lo concedido, y si no aceptas el regalo del mundo, quién elevará tu palabra al Universo?

Luna Miguel (Alcalá de Henares, 1990) Cursó 1º de Bachiller en Niza, actualmente vive en Almería donde termina sus estudios. Ha publicado sus fotografías y poemas en revistas como La Bella Varsovia, Los Noveles o Luke. www.lunamiguel.blogspot.com

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Luna Miguel

Jódete corazón El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre. G. G. Márquez

Mucho antes de que el lobo revelase lunas, antes de que el pájaro emigrara a América, antes incluso de que dios se inculpara nuestra existencia, el hombre ya había inventado palabras suficientes para romper un corazón. (De Mundo Fantasma)


53 Sobre las piedras negras la espuma ofrece su inefable lenguaje, la letanía antigua de la proximidad y el abandono. Y no es sola la isla quien aguarda o acoge. Es el cuerpo también. Altar y ofrenda.

54 Las campanas predican la memoria. Cada vibración, cada movimiento propicia un nuevo entorno que se interna despacio en cada cuerpo y lo conmueve. Es esa su armonía.

56 Como el agua o la luz te ciñes a los otros para así construirte. Y no lo llamas pérdida sino cesura.

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Luis Luna (Madrid, 1975). Su obra se desarrolla tanto en gallego como en castellano, y algunos de sus textos han sido traducidos al árabe, al alemán y al inglés. Ha publicado Cuaderno del guardabosque (Amargord, 20 07) y junto a Óscar Curieses los poemarios Hidroemas (20 0 0) e Ignicións (20 02) en la editorial Acef. Próximamente aparecerán sus libros Al Rihla (Amargord Ediciones) y Territorio en penumbra (Ed. Gens), libros de los que estos poemas son un adelanto. Aparece en el libro colectivo Muller de doce sal, y en diversas antologías entre las que destacan Lévedos. Antoloxia de poesía galega en Madrid. salida de emergencia, Todo es poesía menos la poesía y 5+10. También trabaja en el campo de lo visual, con inter venciones al aire libre e instalaciones poéticas.


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Luis Luna

58 No el abandono sino la soledad. Este despojamiento donde el canto comienza a ser vacío. A albergar lo que dicen la ausencia y su estructura.

59 Reconocerse ahí: en el brazo o la piedra, en el tacto difuso y su estremecimiento. Y no decirlo nunca. Dejar sólo que sea.

60 La luz como una rama soporta el leve peso de tu austera figura. Y tú del vuelo eres sombra sólo. Final de su belleza. (De Al Rihla, en prensa)


Poesía

El umbral. Las voces. Borda sobre la nada un tapiz sin figuras sólo huecos y líneas inútiles fragmentos que construyen un nudo. Un nido silencioso donde instala la pérdida. ---------------------------------------------------------Se aparta a un recodo para participar de su ceguera y es el mueble arrinconado la silla lastimada en su reposo el cristal agotado por la lluvia el hueco en la pared hacia lo oscuro el alambre vencido por las horas donde se aferra un pájaro que también aguarda a que amanezca y tiembla, y no alza el vuelo. ---------------------------------------------------------------En la elipsis en el peso del frío. Construye el moratón ceñido del alambre la ingravidez final de la madera. Esta opaca estructura del fracaso. -------------------------------------------------------------Esparcida la sal sobre las losas negras asemeja una línea mirada desde lejos. Es así su memoria.

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Frágil arquitectura procesión de fragmentos que el azar disemina sobre el labio de nadie. -------------------------------------Acaso se concede qué importancia. Circunstancial como el objeto que su sílaba sea tan sólo una ventana. -------------------------------------Escucha lo pequeño. Lo que existe dispuesto al sacrificio. El puñado de arena. El pétalo esparcido. La semilla. Todo aquello que aún no tiene nombre y que le espera. ----------------------------------------Que no describa el túnel. La cuerda. La maroma. El esparto que anuda su existencia a los otros. Y sus sílabas sean en la penumbra dichas. Cordón umbilical que le sostiene. (De Territorio en penumbra, en prensa)

Luis Luna


jade De entre todas las palabras, un suspiro incendió la comisura de tu boca. Como un sortilegio, el silencio quiso deshacerse entre las láminas del sueño. Fuimos jade. Los huesos no tenían cabida en la piedra que subyacía en nuestras miradas cóncavas. Más allá de las colinas, los derrumbes se sucedían de un instante a otro, como el compás de una música conocida sólo en el útero materno. «La araña tiembla sobre la última roca sostenida, María Salvador y entre los dedos permanece el beso que nos (Granada, 1986) compone». estudia Historia del Fuimos jade. El verde fulgor de nuestras espaldas compartió un mismo riego. La sangre se hizo a sí misma; el mundo caído a nuestros pies no simbolizaba más que el comienzo de otra era.

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Arte en la Universidad de su ciudad. Sus poemas han aparecido en diversas revistas españolas, mexicanas y argentinas, así como en la plaquette Ouroboros (Vitolas del Anaïs, Asociación Diente de Oro, 20 07) y en su primer libro, El origen de la simetría (Icaria, 20 07). Diseña y co-dirige, junto a Raúl Quinto, la revista electrónica Oniria. www.revistaoniria.com .


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lacrimosa respiración sin fin del fondo donde la tierra se levanta con sus ojos de cruz.

los cánticos inundan cada veta con lágrimas de hiel: que este lugar no nos devore.

(Ciudad Juárez)

María Salvador


Poesía

en dedans los brazos en primera posición, los pies en sexta. demi-plié. relevé. las líneas se definen: los contornos albergan formas que, elásticas, toman un lugar nuevo en el espacio. los cuerpos se deslizan y cur van el dibujo que los contiene: la contracción sobre el ombligo, sereno enlace de todo movimiento al extender el torso hacia el vacío. el rostro, concentrado en controlar el equilibrio de la cadera: tendu; développé – como en un ciclo que completa el desarrollo exacto de los cuerpos.

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María Salvador

no love lost una cuerda describe la misma trayectoria que el péndulo de Foucault; alas de insecto en convulsión epiléptica, extraña crisálida que corrompe el recuerdo. su sombra baila el vals al ritmo de un televisor. fuera, una voz grita en su nombre. esto nos romperá en pedazos.


Fragmenta / ReseĂąas


Primeros capĂ­tulos de novedades editoriales cedidos para este nĂşmero por: Editorial El Nadir. www.editorialelnadir.com Editorial Fundamentos. www.editorialfundamentos.es Ellago Ediciones. www.ellagoediciones.com


Preludios

M

i madre era de aquéllas que respetan la tradición: enfundan los sillones y su aburrimiento, desprecian a las mujeres bonitas y a los hombres alegres, detestan las joyas, las aves del paraíso y los encajes. Morena y poco agraciada, era la personificación, bas­tante mediocre, de la llamada alta burguesía. Me quería mu­cho, y quiso hacer de mí un hombre respetable, con una gran personalidad; me enseñó aritmética, los principios de una urbanidad pueril y honesta, el catecismo. «Dos por dos cuatro –no se ponen los codos sobre la mesa– Dios es el verdadero creador del cielo y de la tierra. –Hay que besar a la madre por la noche, antes de acostarse.» Incluso la ter­nura era para ella reglamentaria y por eso yo prefería a las suyas las mejillas de la criada, que tenía la piel suave y olía a flores. Mi padre era militar. Sus amigos decían de él: «¡Qué tipo más divertido!» Yo le guardaba rencor por no prestar la menor atención a mi pequeña persona. Además, tenía una hermana trece años mayor que yo. Cuando ella se casó, apenas era un muchachito. Así, como un niño taciturno, adquirí la perezosa costumbre de esperar que ocurriese algo. Desde que tuve noción de los días de la semana, lunes, martes, miércoles, j­ueves, viernes, sábado fueron una sala de espera. Seis días de siete para pensar en el domingo, cuando el tedio se re­finaba hasta la decepción, porque almorzábamos en la ciu­dad. 159

René Crevel, Desvíos, trad. de Andrés Pau Gutiérrez, Col. Narrativas El Nadir, 22, Valencia, El Nadir, 20 08. 125 páginas. 15 € ISBN: 9788493560133


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René Crevel (190 01935) es una de las brillantes figuras de la época de entreguerras del pasado siglo. Nacido en el seno de una familia burguesa, la obsesión por la madre y el suicidio del padre siendo adolescente, marcarán su trayectoria íntima. Ha sido considerado por la crítica como un Proust, que en lugar de mojar la untuosa magdalena en su té, mojara su biscuit en L.S.D. Atractivo y mundano, amigo de Klaus Mann o el pintor JacquesÉmile Blanche; surrealista y comunista sucesivamente, trató de identificar vida y obra en una búsqueda febril, obteniendo el reconocimiento en plena juventud de personalidades de la talla de André Breton, Ezra Pound o Dalí. Agravada su tuberculosis se alzó la mano. Desvíos es su primera novela, sofisticada e irónica, que el negó autobiográfica aunque repleta de personajes adheridos a su vida. Entre sus obras ¿Estáis locos?, Babylone o La mort difficile.

Fragmenta: René Crevel

Me gustaba mucho, para entretenerme, la compañía del sillón que, desplegado, ser vía de cama a la criada cuan­do mi familia salía al teatro; este sillón representaba para mí el mismísimo símbolo de la virilidad, porque se extendía en paralelo a una mujer dormida; durante el día, encogido, a pesar de su hipocresía cúbica de mendigo chino, todavía conser vaba su prestigio. Una noche, por el ojo de la cerra­dura, tuve la dicha de ver a la criada con los senos desnu­dos. Al día siguiente, él, el sillón, me confió que nunca más volvería a ser sillón, ni cama, ni mendigo, sino una fruta aterciopelada y amarilla. Un cuerpo cuyos detalles, a pesar de mi ilícita indiscreción, no conseguía retener del todo, formaría su semilla y yo sería otra semilla plegada a la pri­mera: buenos días, Philippine. Más tarde, pasó a ocuparse de mí una institutriz que tenía habitación propia en el apartamento, con una autén­tica cama, normal y corriente, de cobre. La criada no volvió a bajar nunca de su sexta planta; un año me regalaron por estrenas una traducción de La Eneida y encontré un enorme parecido entre mi sillón y el anciano de Pérgamo, a quien, desde los tiempos en que era un robusto guerrero, la más bella de las diosas bajó a visitar desde el Olimpo miles de veces; Venus no se había tomado la molestia de prolongar un poco la juventud del troyano; mi sillón estaba ajado, su terciopelo ralo: lo bauticé como Anquiso. No me comparé a Eneas para no haber de cargarlo a mi espalda en el caso de tener que abandonar nuestros penates; a pesar de todo, en descargo de esta piedad filial (pius Aeneas), conser vé una buena amistad con él, en reconocimiento por haberme ayu­dado a entretenerme. Su recuerdo está en el centro de mi infancia. Gracias a él, me considero por otra parte incapaz de conser var los más preciosos y los más vulgares de los espacios comunes sentimentales, y especialmente éste: el olvido de los afectos sólo nos deja demasiada libertad para llegar a nosotros mismos.


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En el liceo burocrático y marrón se me enseñó que ciertas palabras van tocadas con una mayúscula igual que el hombre casado o el viudo llevan chistera; entre los abri­gos anónimos, su noble apostura les distinguía, me pare­cían merecedores de los más grandes honores de innegables jerarquías. No las imaginé nunca más sin el penacho de su mayúscula, como tampoco era capaz de imaginar las cabe­zas napolitanas sin los más delicados sombreros de fieltro ni los pies de los diplomáticos de Buenos Aires sin sus bri­llantes polainas. No me parecía todavía posible que un sud­americano pudiese transigir sobre la calidad de su calzado o un italiano sobre la de sus sombreros. Me cansaba pasar las semanas esperando el domingo. Todavía no osaba, por mí mismo, soñar con el amor, con una gran A, pero ya me preparaba en pos de una esperanza muy próxima, cuya ini­cial pudiese lucir una caligrafía bien altiva. Estaba en cuarto curso. El profesor, que vivía en un pabellón en el centro de los muros de ladrillo de Montmorency, se empeñó en des­cubrirnos la naturaleza. Creí que, más allá de Saint-Cloud, empezaba un mundo maravilloso. Las ciudades me parecie­ron abscesos que mancillaban la hermosura de un cuerpo. Durante todo un invierno estuve impaciente por conocer al fin la naturaleza, que hasta entonces había llamado campi­ña como si se tratase de una buena chica un poco vulgar. Gracia­s a esta Naturaleza (con una gran N, por fin), el pro­vincial me reclamó para el museo de su subprefectura. Algunos años más tarde, un profesor interino consiguió hacerme comprender, entre otros mil descubrimientos, que las cosas existen por la sola imagen que percibimos de ellas. Gracias al interino subjetivista, durante un viaje por una ca­rretera nacional, a izquierda, a derecha, detrás y delante de mí, campos de trigo que el sol arrasaba bajo su manto de ca­lor, fui consciente, pies laxos, músculos flojos, gaznate seco, de mi impotencia. Si prefería tal paisaje a cual llanura e inclu­so cierta vista de las colinas a la caída de la tarde, no podía, por mis propios medios, suscitar la dicha de una sorpresa. Mis compañeros me despreciaban porque era torpe en los juegos; mi madre tenía el tono de voz demasiado im­perativo, las manos demasiado ásperas para que su ternura resultase verosímil, no tenía primas bonitas y, sin embargo, sentía ya la necesidad de amar. Así, como deseaba explicar­me la llamada de la pubertad por las complicaciones de mi alma, decidí agrupar a otros seres hasta que la confusión de su conjunto se precisó al oponerse a mi silueta, esa silueta que yo sólo no podía esbozar deliberadamente negro sobre blanco, blanco sobre el vacío. Fue entonces cuando perdí mi virginidad, experimen­té mis primeras aventuras, aprendí a hacer el amor, por otra parte demasiado banalmente. A pesar de todo, me tomé pronto demasiadas confianzas con las mujeres


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para no sen­tirme ante ellas como un hombre objeto. Quise renunciar a mis preocupaciones anteriores, que empecé a considerar muy pueriles y escolares; fui ese muchacho parecido a to­dos los muchachos que se toman a mal sentirse desencan­tados; no obstante, los actos más primarios no me habían dejado satisfecho, y probé otros deseos; les llamé ciertas «tentaciones»; pero, como temía no encontrar tampoco ahí el famoso éxtasis, y era demasiado joven para fantasear en calma con un buen compendio de voluptuosidades, tras al­gunos meses de pruebas, di la vuelta a la tortilla y renuncié a ellos. Siempre me agradaba estar en compañía de muje­res; hubiese querido gustar a todas, pero no me acercaba a ellas con ninguna intención descaradamente voluptuosa. La suavidad de un ademán, el misterio de un perfume, una palabra sonora en medio de una frase, me bastaban para sentirme satisfecho con su presencia. Tuve entonces amigas encantadoras. De vuelta a casa, al recordar la mirada de cualquiera de ellas, no habría sido capaz de precisar el color de sus ojos. Ni, por otra parte, tampoco el de los míos. No obstante, me esforzaba ante el espejo con el candor propio de los reclutas de la baja Bre­taña cuyos juegos de palabras reducen el misterio hasta la evidencia y dejan entrever ciertas realidades difíciles y los nexos que las unen: así, por ejemplo, cuando se revela la edad de la suegra del capitán. Recuerdo un 14 de julio. Antes de regresar a su país, unas americanas se estaban bebiendo el mundo. Al alba, teníamos la esperanza de que los secretos esenciales fueran a revelarse del todo en las cartas. Una de ellas señalaba con cerillas inflamadas efímeros destinos; la otra bailaba, des­nuda, vaciaba todos los vasos, pataleaba, juraba. Exigió el único taxi que quedaba en la calle, rechazó que la acompa­ñáramos y, ya en el asiento trasero, la boca torcida por no sé qué anhelo superior a cualquier fuerza humana, su desdén la volvió más hermosa todavía. ¿Se trataba de una insensata emperatriz? Ésta no salía por las noches si había verbenas en los bulevares. Pasaba todo el tiempo acicalándose. Su h­abitación estaba atestada de vestidos y de chales que le fascinaban como serpientes encantadas; tenía un bonito nombre y nunca maquillaba su pálido rostro; quería que la admira­ción de los hombres la ayudase en los malos momentos; también se ser vía de su acento exactamente igual que hacía Monsieur de Talleyrand cuando tartamudeaba por diplo­macia; una mujer mecánica le hubiese convenido más a mi sensualidad; se decía que era tonta; sin embargo, le concedí una gran inteligencia, sin tener el valor de pedir lo mismo a sus bellísimos ojos. Tenía la esperanza de llegar más allá de su cuerpo, y el motivo de quererla a mi lado no era la búsqueda de ninguna excitación. Mientras estaba


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con ella, cerrados los ojos, me esforzaba en olvidar su piel, más dulce que el marfil al tacto. Un hombre fuerte, a la moda, seduce a las marquesas y a sus doncellas, prueba con las extranjeras y sus grooms de seda roja. Para mí, que sólo buscaba el amor hasta el fin último, pedí a esta mujer que dejase ondear no los velos de sus hombros, sino cierto deseo del que, sin duda, podría nacer el mío. Pero en los momentos en que me dejaba, tenía tanta necesidad de su presencia carnal que llegué a confundir la seda de mi sillón con el recuerdo de su vestido, tan ligero; en­tonces, para asegurarme de que todas las cosas se hacían a su imagen, me resultaba tan fácil encender una lámpara como al dios de mi infancia un sol. Los encajes heredados de su abuela eran malinas o tules, nunca algo espiritual, un tul cubierto de arabescos ilusorios y de bonitos nombres en bordados. Mil pequeñas mujeres poblaban mi habitación. Como no me veían (me obedecían hasta el punto de cerrar los ojos cuando yo bajaba los párpados) y creían que no las veía, morían verdaderamente beatificadas. Entonces, el recuerdo, nada más que el recuerdo, arropaba mi sueño con la suavidad de un sudario tejido con esmero. Así, quise mantenerme casto a la edad en que los mu­chachos suelen contentarse con las prácticas más torpes y sucias. La rabia de haber errado la revelación no fue el úni­co motivo para decidirme. Según mis planes, mantenía algunas prevenciones con los presentimientos místicos. Cuando era un niño, por ejemplo, convencido de que tendría durante el paseo por lo menos un minuto de aturdimiento en el que soltaría la cuer­da del globo rojo que acababan de comprarme, enseguida abría la mano poniendo por testigos a las tenebrosas poten­cias de lo que llamaba un sacrificio. En correspondencia, les suplicaba que metieran el pájaro multicolor que mi madre no había querido comprarme en el cajón de una mesa de madera blanca que habían cerrado para que mis dedos no se dañasen. A la vuelta, conseguía abrir el cajón; las misteriosas potencias lo habían vaciado. Parecida era la puerilidad del toma y daca que intentaba a la edad en que las amigas de nuestras familias nos llaman hombrecito y nos acarician la mejilla para comprobar si la barba empieza a asomar. Las mujeres quieren al Querubín, se acuestan a gusto con él, pero no osan decir «mi amante». Como tienen miedo de fiarse demasiado de la ternura de estos hombrecitos, para no sufrir, les acarician igual que a los animalitos domés-


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Fragmenta: René Crevel

ticos. En cuanto a mí, temía no retener a la amante que me hacía feliz; también, espontáneamente, abandoné la esperanza y adopté aires desdeñosos para que la voluntad superior en la que queremos creer en los momentos de lasitud me conce­diera una compensación. Sin un motivo central, a pesar de algunos juegos con mis bonitas amigas, mi existencia no podía dejar de pare­cerme vacía. Llegó la temporada de las sobremesas inter­minables en los cafés, de las confidencias a desconocidos a quienes dejaba cuando reconocía que ya había perdido un poco de mi dolorosa inconsistencia. Todo esto resulta demasiado alejado de hoy como para que merezca la pena refutar el proverbio «los felices no tienen historia», pero ¿qué monótona canción podrá com­padecerme, hiedra invertebrada sobre un suelo donde no brotaba ningún árbol? No era un ser definitivo y sin embargo, de toda la hu­manidad no aceptaba más que una silueta, siempre la misma, en los espejos. En el autobús, un gesto era la flor sobre una tumba, mi tumba. ¡Ay!, sólo disponía de dos veces cinco pé­talos, entonces ¿por qué los cuchicheos de los viajeros sobre este jovencito apenas entrevisto y ya muerto en mi huida? Quería gustarme, pero cada pared tras mis talones se conver­tía en un sepulcro. No me encontraba de ninguna manera. Estaría preparado para el amor vestido de esperanza como la niñez para las operetas del jueves, porque un cristal biselado reflejaba ya entonces la tristeza malva de la soledad en los párpados; pero sucedía siempre con el desprecio de las calles, donde la felicidad tiembla en letras luminosas, la huida hacia el jardín público; allí, bonet eros impiden que el invierno se vaya nunca y, entre la tristeza de los caminantes, la carne no percibe otra voluptuosidad que la de no saber si siente el frío de la niebla o el calor de un cuello de nutria; los transeúntes, hombres y mujeres a quienes, a veces, se entregaba mi soledad, tenían exactamente el mismo valor que esas muñecas que los marinos estrujan cuando las ha­macas resultan demasiado solitarias. Con la ayuda de la fábula antigua, en los escaparates los espejos se convierten en frágiles arroyos, pero sólo sé del terror de Narciso, el espanto cuando su boca tan cerca de la otra boca hasta confundirse ambas percibe la burla de una huida entre risas. Si la realidad no parece irrefutable, hay que multiplicar las hipótesis. ¿No creemos que gracias a los maquillajes y las transformaciones Frégoli no es un hombre sino diez, veinte hombres, cada uno en su momento, en un mundo extraño, muy lejano, tras los bastidores? Cierta vanidad suele acusar de futilidad estos desvíos; y no encon­traba el único que me importaba conocer. Intenté fingirme feliz;


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no era más que un vestido tan inútil como el maillot de algodón rosa en las piernas de los bailarines sobre los tablados de las ferias. Narciso en mi triste arroyo, no avistaba a nadie en la otra orilla a quien ofrecer mi amistad; sin embargo, empecé a pensar que únicamente esa amistad podría permitirme ser dichoso. La imaginaba helada; y en ella, un rostro del cual se preocuparía por saber si ensalzaba la realidad de un ser exterior o reflejaba sin más un yo complacientemente pro­yectado. ¡Ay! Nadie me ofreció el mundo nuevo; no apareció el demoledor de la ciudad de los hombres. No entré en esa ciudad que esperaba por la noche entre cielo y tierra, más cincelada que construida. Tropezaba con los monumentos de todos los días y, para resignarme, había querido crear con mis propias manos un bosque de piedras amorosas de la risa de los serruchos.



Éticas del cuerpo

T EATROS PARA EL SIGLO XXI …  ¿ QUÉ TEATROS PARA QUÉ SOCIEDAD ? En el comienzo está la M ARTIN B UBER (1962: 24)

relación.

E

ste proyecto no está motivado únicamente por el objetivo de documentar un campo cultural difícil de visualizar, sino al mismo tiempo por la pregunta acerca de la actualidad de todo este espacio de creación y el deseo de pensarlo desde otros lugares no solamente artísticos. Por momentos parecería que no es fácil llegar a ver qué tienen en común unos campos y otros; qué tiene que ver la creación escénica o —por ponerlo más difícil— lo que hoy se entiende por «teatro» con la sociedad de comienzos del siglo xxi, qué relación existe entre la acción que un actor realiza frente a un público y la cultura de los medios y las telecomunicaciones, la cultura de la economía global y la precariedad laboral. Sin embargo, cuando Zygmunt Bauman (20 02: 68) —una de las guías que vamos a utilizar .  El panorama histórico de la creación escénica al que apunta este estudio se completa en el Archivo Virtual de las Artes Escénicas (www.artescenicas.org), impulsado por el grupo de investigación ARTEA. En este sitio se puede ampliar la información sobre los creadores, grupos y contextos citados a lo largo de estas páginas.

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Óscar Cornago (coord.), Éticas del cuerpo. Juan Domínguez, Marta Galán, Fernando Renjifo, Colección Espiral, serie Teatro 3 45, Madrid, Editorial Fundamentos, 20 08. 384 páginas. 16 € ISBN: 9788424511463


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Con una historia de siglos a sus espaldas, el teatro parece un medio demasiado sólido para una modernidad líquida. Siguiendo una metodología iniciada en Políticas de la palabra, se presentan aquí textos de creadores tan diversos como Juan Domínguez, Marta Galán y Fernando Renjifo. El objetivo del estudio preliminar, como de las conversaciones con los creadores, no es únicamente trazar algunos recorridos por un paisaje de escasa visibilidad, sino también contribuir a un espacio de reflexión sobre la sociedad de comienzos del siglo xxi a partir de la escena, los cuerpos y la actuación; no sólo pensar la escena, sino con la escena. Y viceversa, estudiar algunas líneas de la creación escénica de hoy, caracterizada por la actuación en primera persona y un modo de comunicación más directo, a partir de un tiempo definido por la crisis de la política en el sentido clásico, un nuevo interés por lo social, y la recuperación del cuerpo y la naturaleza como formas de pensar al sujeto frente a la historia.

Fragmenta: Óscar Cornago

a lo largo de estas páginas—, afirma que el mayor reto para la sociología del siglo xxi es la debilidad de la acción, que se ha venido profundizando en las últimas décadas, podemos pensar que esa pérdida de credibilidad afecta no sólo a la sociedad en términos generales, sino también al escenario como metáfora de lo social. Hacer creíble una acción es, efectivamente, uno de los retos de la creación escénica en la era de la imagen, de los cuerpos sin cuerpo y las comunicaciones por ordenador. Sobre este fondo de globalización y precariedad, no sólo del mundo laboral, sino también de la escena, hay que entender el término «teatro» que aparece en el título de esta introducción. «Teatros para el siglo xxi» no responde al ánimo de predecir el futuro y menos aún de afirmar lo que debe ser el teatro por venir, sino a una provocación. La versión neutra, no provocativa, de este título sería «Artes escénicas para el siglo xxi» o en un tono más sugerente «Escenarios para el siglo xxi»; sin embargo dice «teatros», refiriéndose además a unas obras cuya adscripción a este género podría ser discutible. Como afirma Fernando Renjifo en la primera versión de Homo politicus, discutir si una cosa es o no es teatro no es el objeto de estas páginas, como no lo era de su obra —«las discusiones de género siempre son reaccionarias»—; lo importante —añadía el autor— no está ahí. Si este ensayo se hubiera escrito a comienzos del siglo pasado, se hubiera sumado a un coro de voces que no dejaron de anunciar el fin del teatro. A inicios de un nuevo siglo sigue existiendo esta posibilidad de negación, pero esta hipótesis parece interesar menos, no por falta de verosimilitud, sino de operatividad. Las preguntas surgen ahora en un horizonte temporal distinto, están formuladas no en función de un futuro mirado desde un pasado, sino desde un presente que trata de afirmarse ante la reinvención de pasados y el mercado de los futuros, desde lo inmanente antes que lo inminente de esta especie de imposibilidad del teatro acentuada


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a lo largo de la Modernidad, síntoma a su vez de tantas otras imposibilidades; afirmarse desde un aquí y un ahora que crece desde la pragmática de cada escenario artístico, social o ético, antes que desde su proyección hacia un posible futuro. En ese aferrarse a una pragmática inmediata —que implica siempre una política— de la comunicación radica quizá «lo importante» a lo que alude Renjifo, no en lo que pueda llegar a ser algo, teatro o no teatro, sino en su devenir (escénico), en lo que está pasando a partir de la realidad física y material de estos y otros escenarios teatrales y no teatrales. Con este enfoque se abría Políticas de la palabra, donde se subrayaba la dimensión material de esa abstracción que se llama «lenguaje». Considerado así, el mito de los orígenes —«Al principio fue la palabra»— dejaba ver tras la Palabra una acción originaria —«Al principio fue la acción»—. El paso atrás que va de la política a la ética, de la palabra al cuerpo, es el desplazamiento de enfoques que hay entre aquellas políticas de la palabra y estas éticas del cuerpo. Retomando el punto de partida propuesto por Buber al comienzo de estas líneas, el acto del encuentro, abierto a un proceso inestable, a un cara a cara que siempre tiene algo de primera vez, se apunta como una posibilidad más de reinventar los orígenes para seguir pensando el presente. Este encuentro, implícito ya en el acontecimiento (escénico) de la palabra (política), hace visible al tú que mira como motor de un acto originario, construcción del yo y principio de la realidad. El instante del encuentro ilumina un espacio inmediatamente anterior a la representación, previo a lo político. No se trata ahora de renunciar al campo de la política, sino de reconsiderarlo desde otro sitio en un período caracterizado por el desprestigio de la política, la degradación de la cultura democrática y la pérdida de credibilidad de las instancias públicas. Este maltrecho plano de la política es revisado ahora desde un momento anterior, pero no «anterior» en un sentido temporal, sino desde una coexistencia permanente —como propone Agamben (1978: 6 4) el concepto de «infancia» referido a la historia— entre dos planos, donde uno está constantemente naciendo del otro: la representación naciendo del encuentro, o la historia construyéndose sobre un momento previo en el que aún no se tiene conciencia de ésta. Esta reconsideración, que sirve también para repensar las prácticas escénicas, viene dada por la necesidad de volver a conectar las prácticas políticas con la ética de una actitud personal, las palabras con los cuerpos, las representaciones con el momento anterior de encuentro en el que se generan; la necesidad de pensar el individuo no sólo como parte, sino producto de una sociedad, no en un sentido abstracto, sino próximo y personal, por


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más que los mitos de la libertad traten de convencerle de su independencia frente al grupo. La radicalidad con la que se afirma este aquí y ahora de un acto de comunicación con el otro obliga a construir estos escenarios desde la puesta en escena de un yo desnudo, ético, cínico, socarrón, altivo o violento, frente a alguien que mira, es decir, desde una situación de comunicación —social— que define también una política en el sentido profundo de este término. La dimensión relacional de este acontecimiento, entre un yo concreto enfrentado a un tú al que se dirige directamente, caracteriza uno de los capítulos más significativos de las prácticas escénicas en la búsqueda de un efecto de realidad —como ha estudiado recientemente Sánchez (20 07: 259-279) en Prácticas de lo real—, eficaz no sólo en un plano artístico, sino sobre todo en el espacio social definido por el grupo de personas que están ahí presentes. Después de décadas de intensas relaciones entre géneros escénicos y visuales provenientes de espacios distintos, como el teatro dramático, la danza, el performance, las artes de acción o la vídeo-creación, surge la pregunta por lo que queda detrás de un término en otro tiempo dominante como el de «teatro»; en qué se piensa cuando se alude a este concepto, medio o género artístico; cuál sigue siendo su utilidad, más allá de una delimitación de géneros que ya no parece funcionar ni como horizonte de trasgresión. Una vez realizadas todas las rupturas, desvíos y contaminaciones, adónde apunta el imaginario de lo teatral dentro del mapa actual de las artes escénicas. Igualmente podría plantearse el interrogante por el imaginario de la danza, transformado desde los años setenta, de las artes de acción, del performance o las artes visuales, aunque la proximidad histórica de algunos de estos campos permite ofrecer respuestas más claras. Sin embargo, cuando pensamos en una práctica milenaria como el teatro, que ha ocupado un lugar central en la formación cultural de Occidente, la cuestión acerca del espacio que hoy ocupa se hace más difícil de formular. Cuando alguien procedente de la danza como Juan Domínguez afirma en The Application su atracción por el medio teatral, a qué se está refiriendo exactamente. ¿Cuáles son los teatros que siguen teniendo alguna eficacia para el siglo xxi más allá de su condición de espectáculos? ¿Desde qué formas de comunicación se sigue proponiendo algún reto escénico, es decir, social a ese grupo de personas que acude a una sala? Del acontecimiento de la palabra entendida escénicamente, es decir, en un contexto pragmático, pasamos a lo real de un acto determinado por la presencia de un cuerpo frente a otro. De este modo, la pregunta inicial, «¿qué teatros para qué sociedad?», podría transformarse en «¿qué cuerpos para qué sociedades?», unos cuerpos no sólo determinados, sino defini-


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dos por su necesidad de llevar a cabo ese encuentro —escénico— que está en la base del hecho social, lo que define el ser-político de estos cuerpos. Estos escenarios permiten volver a plantear la condición política del hombre desde su determinación social, pero también natural, retomando la idea de la «biopolítica», difundida en los años sesenta y setenta, cuando se comienza a percibir el fin del funcionamiento clásico de la política y el comienzo de unas nuevas reglas de juego impuestas por la mundialización de los sistemas económicos. Dentro de este proyecto, al mismo tiempo colectivo e individual, el teatro, como dice Renjifo, se presenta como una posibilidad de llegar «a los territorios más pequeños de actuación, como algo previo o necesario para hablar de política».

.  Entrevista realizada en Madrid el 14 de marzo de 20 07.



Sobre un extraño objeto

P

ara entrar en el atardecer, os invito a considerar mi retrato conceptual como una máscara de transformación. Nacida en un amanecer difícil de situar, muy lejos de aquí, en la costa Oeste de América del Norte, en China, en Siberia, en Nueva Zelanda, quizás en la India y en Persia, una extraña tendencia artística dejó sus propias huellas bajo la forma de máscaras que, a pesar de la inconmensurable distancia entre los países, los continentes y los pueblos que son sus guardianes, presentan una sorprendente analogía estructural. Son máscaras plurales, compuestas de rostros múltiples, máscaras de máscaras si se prefiere. Como lo explica Lévi-Strauss, «se abren súbitamente en dos partes para dejar percibir un segundo rostro, quizás un tercero detrás del segundo, todos impregnados de misterio y austeridad […]» . Se les llama máscaras de transformación.

.  Claude Lévi-Strauss, La Voie de Masques, Ginebra, Ediciones Albert Skira, «Les Sentiers de la création», 1975, vol. I, p. 19 [tr. esp. de J. Almela, La vía de las máscaras, Siglo xxi, Madrid-México, 1997, p. 13]. Una sala del American Museum of Natural Histor y de Nueva York está consagrada en su totalidad al arte de los Indios de la costa Noroeste de los Estados Unidos y de Canadá, donde pueden encontrarse algunas de las máscaras de transformación más bellas del mundo. Así es, en pocas palabras, como Lévi-Strauss describe esta sala: «Hay en Nueva York […] un lugar mágico donde los sueños de infancia se dan cita; donde los troncos seculares cantan y hablan; donde objetos indefinibles acechan al visitante

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Catherine Malabou, La plasticidad en el atardecer de la escritura. Dialéctica, destrucción, deconstrucción, traducción de Javier Bassas Vila y Joana Masó, Castellón, Ellago Ediciones 20 08. 20 €. ISBN: 788496720 459


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Este texto es un retrato. El retrato del concepto de plasticidad. Más exactamente, este texto esboza la forma de una historia, de un movimiento en el curso de los cuales ese concepto se impone progresivamente como el estilo de una época. De Hegel a Heidegger, de Heidegger a Derrida, ha tenido lugar una verdadera aventura de la forma que impide que, en lo sucesivo, se confunda ésta última, pura y simplemente, con la presencia. La forma se ha transformado así secretamente. Aparece hoy como lo que es, plástica. Exponiendo este advenimiento inédito, explico en cierto sentido mi propia vida intelectual, respondiendo al imperativo de la nueva colección «Variations» de las Éditions Léo Scheer: dejar constancia de un recorrido, de una metamorfosis formadora.

Fragmenta: Catherine Malabou

Las máscaras de transformación no dejan ver jamás la cara que enmascaran. Tampoco se adaptan al rostro, no se amoldan a su modelado, no están hechas para disimularlo. Sólo se abren y se cierran, unas máscaras sobre otras. No operan pues la metamorfosis de nadie ni de nada; su ser se reduce a la bisagra que las parte en su punto medio. También se las llama «máscaras articuladas». Lévi-Strauss destaca su «don ditirámbico de […] síntesis» , su capacidad para mantener unidos elementos heterogéneos. Mostrando, no el travestismo de un rostro, sino las relaciones de transformación que estructuran todo rostro (abertura y cierre de unos rostros sobre otros), estas máscaras revelan el vínculo secreto que existe entre unidad formal y articulación, plenitud de una forma y posibilidad de su dislocación. Para entrar en el atardecer, os invito a leer estas páginas, el pasado que relatan, el por venir que anuncian, tal y como se despliegan las partes de estas máscaras, encontrando detrás de cada panel la constancia de una pregunta, pero de una pregunta cuya constancia misma disloca: la pregunta, precisamente, de la estructura diferenciada de toda forma y, a su vez, de la unidad formal o figural de toda diferencia y de toda articulación. con la ansiosa fijación de los rostros; donde animales de una amabilidad sobrehumana juntan como manos sus pequeñas patas, rezando por el privilegio de construir para el elegido el palacio del castor, de ser virle de guía en el reino de las focas, o de enseñarle con un beso místico el lenguaje de la rana o del martín pescador. Este lugar, al que ciertos métodos museográficos en desuso, aunque singularmente eficaces, confieren los prestigios suplementarios de lo claroscuro propio de las cavernas y del ruinoso apilamiento de tesoros perdidos, puede visitarse todos los días, de 10 a 5, en el American Museum of Natural Histor y: es la amplia sala de la planta baja dedicada a las tribus indias de la costa Norte del Pacífico que va desde Alaska hasta la Colombia británica.» Ibid., p. 7-9 [tr. esp., p. 11]. .  Ibid., p. 24 [tr. esp., p. 14].


La plasticidad en el atardecer de la escritura

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Un análisis paciente del enigma de las máscaras de transformación conduce al etnólogo a descubrir que la articulación de las dos mitades de un rostro o de los rostros entre ellos corresponde en realidad a una línea de partición entre dos maneras de representar una misma cara. La articulación del rostro reenvía pues a otra articulación, invisible en ella misma, entre lo que Lévi-Strauss llama el elemento plástico y el elemento gráfico de la máscara. Así, las dos mitades articuladas se constituyen la mayoría de las veces por los dos perfiles ensamblados de un mismo rostro. Este procedimiento estético se llama «split representation» o «representación desdoblada» . La frente está dividida en dos lóbulos, la boca está compuesta por sus dos mitades afrontadas, el cuerpo parece hendido por detrás, de arriba abajo, y las dos mitades plegadas hacia delante sobre el mismo plano. Esta disociación se explica por el hecho de que el objeto esta concebido y representado bajo un doble aspecto. La máscara, dice Lévi-Strauss, manifiesta la unión del «elemento plástico y del elemento gráfico. Estos dos elementos no son independientes; están ligados por una relación ambivalente, que es a la vez una relación de oposición y un vínculo funcional» . El elemento plástico en la máscara designa todo lo que reenvía al rostro y al cuerpo como su referente; el elemento gráfico, por su parte, es del orden del ornamento o de la decoración (pintura o tatuaje) en ese mismo rostro o en ese mismo cuerpo. Estas dos modalidades de representación simbolizan el desdoblamiento entre el actor y su rol, el individuo y su personaje social. Lo que es interesante es que «gráfico» y «plástico» se encuentran articulados de esa manera, dejan de valer como entidades autónomas y pueden intercambiar sus modos de significación respectivos. Si las máscaras se transforman, es precisamente porque «las modalidades de expresión plásticas transforman siempre las modalidades de expresión gráficas y recíprocamente […]» . Así, la máscara revela la intercambiabilidad o la relación de conversión entre lo plástico y lo gráfico, imagen y signo, cuerpo e inscripción. Para entrar en el atardecer, os invito a leer mis textos como si formaran una única y misma tentativa: localizar, en cada cara de las obras o de los problemas estudiados, la juntura simbólica entre el elemento plástico y el elemento gráfico del pensamiento. Intento, en efecto, vincular la cuestión .  Se analiza en particular la «split representation» en la Anthropologie structurale, Plon, París, 1958, vol. I, capítulo XIII: «Le dédoublement de la représentation dans les arts de l’Asie et de l’Amérique» [tr. esp. de Eliseo Verón, «El desdoblamiento de la representación», en Antropología estructural, Ed. Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1970]. .  Ibid., p. 287 [tr. esp., p. 236]. .  Ibid., p.288 [tr. esp., p.237].


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Fragmenta: Catherine Malabou

de la estructura diferencial de la forma y, a la inversa, la cuestión de la estructura formal de la diferencia al enigma de la relación entre figura y escritura. Trato de comprender, con toda la constancia de la que soy capaz, las relaciones de transformación entre ambas y la razón por la cual el diálogo entre forma y escritura se impone justamente como una estructura. Un rostro se abre a un rostro, una articulación da lugar a otra. Así, quizás hasta el infinito. El vínculo secreto y primitivo que une transformación y sustitución, metamorfosis y reemplazo, oposición y relación funcional marca la imposibilidad de que una figura o una forma coincida pura y simplemente con ella misma, de que sea idéntica a sí. A su vez y de igual manera, ese vínculo marca la imposibilidad de que esa no-coincidencia para consigo o esa juntura se manifieste de otra manera que no sea como una figura, la imposibilidad de darse de otra manera que no sea como un devenir-forma. Mi trabajo se concentra en desplegar todas las torsiones de ese vínculo sincopado.


Antonio J. Gil González (coord.), Metaliteratura y metaficción. Balance crítico y perspectivas comparadas. Número monográfico de la revista Anthropos Huellas del Conocimiento, 208, 206 La metaficción a debate El terreno de la metaficción nos ofrece una nueva oportunidad para reconsiderar las relaciones entre teoría y creación. Presente en literatura desde épocas remotas, tal vez desde que la literatura es literatura, la metaficción es reivindicada por algunos como elemento consustancial de la estética de la posmodernidad y por otros como género literario diferenciado y autónomo. Su permanente actualidad parece confirmar la perennidad de un modo de expresión que pone en evidencia las siempre controvertidas, tensas, y cada vez más permeables y hoy ya, también, virtuales y cibernéticas relaciones entre ficción y realidad. La reflexión sobre el fenómeno es sin embargo relativamente reciente, sobre todo en España, donde tendremos que esperar hasta entrados los años noventa para asistir a la aparición de los primeros estudios que le son dedicados por entero. En un breve periodo el avance ha sido espectacular, pasando de la total dependencia de la teoría americana a la apropiación del tema y la aparición de propuestas por parte de nombres como los de Domingo Ródenas de Moya, Jesús Camarero, Patricia Cifre Wibrow, Carlos Javier García o Antonio Gil, que están ya irremediablemente asociados a la teoría de la metaficción literaria. Es precisamente este último quien coordina el número 208 de la revista Anthropos, que acoge a los teóricos ya mencionados, junto a otros críticos, teóricos y autores ocupados en dilucidar el tema, y cuyos título y subtítulo son suficientemente descriptivos de los propósitos del volumen: Metaliteratura y metaficción. Balance crítico y perspectivas comparadas. No podemos dejar de obser var que ese título resulta, aparentemente, un tanto limitador, pues los trabajos que contiene el número de Anthropos no se reducen al espacio de lo literario. Es cierto que las contribuciones teóricas dan a la perspectiva literaria un mayor relieve, aunque también van más allá, al explorar los al c a n c e s y l o s l í m i t e s d e l m e t a l e n g u a j e o l a s relaciones entre posmodernidad y metaficción. La voluntad del volumen es claramente interdisciplinar y omniartística, contemplando la manifestación de la metaficción en el ámbito literario, pero también en el pictórico, en el cinematográfico, en el musical, e incluso en el «comicgráfico». En el campo de lo estrictamente literario es de destacar el que no se limite, como es habitual, el estudio de lo metaficcional al género narrativo, y que dos contribuciones se ocupen de las relaciones entre metaficción y poesía. Y es de agradecer así mismo la presencia de creadores, como José María Merino, Juan Francisco Ferré y Germán Sierra, que se reparten los méritos de aligerar la exhaustividad científica y de combinar creatividad y originalidad con su habitual rigor reflexivo. En cualquier caso se anuncia ya desde la portada un problema terminológico que está lejos de ser superado, y tal vez nos atrevamos a decir que afortunadamente. Antonio Gil elabora al respecto una excelente y clara distinción entre los diferentes términos que forman parte de la familia meta, realizando un conside-

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Reseñas

rable esfuerzo para ofrecer una propuesta que ponga un poco de orden en tanta proliferación terminológica; pero sabemos lo difícil que es llegar a la uniformidad. Tras sus convincentes páginas, el propio Antonio Gil nos presenta los trabajos de sus colaboradores, invitándonos a sumergirnos en esa diversidad de metalenguajes teórico-críticos, que nace del intento de comprender un fenómeno escurridizo y que, como todo en literatura, se resiste al corsé teórico. Y creemos que todo ello es muy saludable, porque lo que pone al descubierto el número de Anthropos es el debate en proceso, el inevitable que se establece entre la creación y la teoría, el fructífero que se entabla entre las diversas teorías y entre los diferentes artículos que componen el volumen. Este trabajo al fin contribuye a una mejor comprensión del fenómeno metaficcional, porque lo cuestiona y porque cuestiona cada una de las posibles aproximaciones al mismo, lejos de cualquier dogmatismo. La mejor manera de demostrar que tanto la creación como la teoría metaficcional están bien vivas y participan de un mismo espíritu lúdico.

Marta Álvarez Universidad de Sankt Gallen


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