¿De dónde eres tú? de Dalila Alvarez

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¿De dónde eres tú?

© del texto y de las imágenes Dalila Alvarez edición contar la propia historia

La Pampa / Buenos Aires octubre de 2025

¿De dónde eres tú?
Dalila María Álvarez
“¿De dónde eres tú? De Sorbetón. De allí es mi padre, de allí es mi madre

y de allí soy yo”.

A mi abuela y a Hilu, quien me regaló la inauguración de ese rol.

Y en ellas, el agradecimiento a todas las mujeres que hicieron un nido para mí, al que de vez en vez regreso.

PUNTILLAS Y FIGURINES

Honrar a la abuela.

Ella se inscribió en puntillas de tela y papel. Y es allí donde yo me encuentro.

Fue peineta y dedal.

Mermeladas caseras en frascos detrás de la cortina. Flan con agujeritos

Papel de molde y “hechura a mano”. Revistas con figurines

Silencio y mirada triste

Vestidos de luto y “trato de Usted “

Almohadones y campo

Rosas. Flores de muchos colores, pero siempre rosales

Cuentas en papel, guardadas debajo del mantel de hule

Sufrimiento y secretos

Pasión y sometimiento

Lavadero y despensa

Palabras silenciadas y mirada profunda.

La vida a cuestas

Joroba y bastón.

Aritos de oro, pulseras y cartas

Cartas y recuerdos

Mujer enigma. Como tantas, como muchas, como yo.

AUSENCIAS

Eras mar abuela. Lo trajiste desde lejos inundando cada rincón de la familia. Y lo convertiste en llanura, en chacra. Lo pintaste de un ondeante serpentear de alfalfa y trigo.

Eras simple. Hermética. Sin estridencias. Tu amor aparecía solo en actos, en gestos mínimos que valoro hoy en día.

Caminabas agachada, cerca del piso. Para mirar de frente, tenías que incorporarte, apoyarte fuerte sobre ese sostén que se había vuelto imprescindible con los años.

Desde ahí, las ondas de tu pelo se retraían, tironeadas por ese sujetador de carey marrón clarito.

Pocas cosas ameritaban ese esfuerzo, pocas personas eran dignas de tu altivez.

Eras máscara adquirida con los años.

Deslizarte inclinada con la cabeza hacia abajo, te acercaba a mi estatura pequeña. Mi mano, al quedar cerquita de la tuya, buscaba ayudar a sostenerte.

Algunos te tenían miedo, o lástima tal vez. Y sí, no te conocían.

Tu postura mostraba pesar y dolores viejos. Acumulación de capas repetidas. Toda la historia en un cuerpo.

Nadie podía saber qué vida se escondía allí dentro, qué ausencias llenaban la mochila.

Tuviste que permanecer erguida cuando saludaste desde el barco en tu partida.

Cuando sola decidiste que él vendría, sin pensar en el después, en lo que inexorablemente cambiaría tu vida.

O cuando enfrentaste la noticia tan temida.

Vos no te ibas abuela. Certeza fundante.

Lo supe en ese tiempo y para siempre, contaría con tu fuerza y tu empuje hacia adelante.

ROPERO

Eras muy seria abuela. Ensimismada, exigente, y a veces, intransigente. Callada y observadora.

Cuidadosa de todo y de todos. De tu imagen también. No pretendías ser lo que no eras, pero tampoco que te vieran deslucida.

Tenías ropa de “entrecasa” y de la otra.

Para todos los días, un batón y zapatillas sin cordones. Y siempre delantal blanco con pechera si las tareas de ese día eran tejer, o bordar, o andar entre telas. Para cocinar, uno más viejito y oscuro.

Cuidabas esos batones gastados como si fueran tesoros. La “mañanita” tejida cubría tu espalda endurecida.

Eso sí, el día que venían visitas o vos ibas de paseo, ese día el vestuario era especialmente elegido. Me parece verlo sobre tu cama, acomodado, y en espera.

Corpiño negro, armado y con puntillas. Enagua rosa claro, marfil, o negra, pero con encaje haciendo juego. Vestido oscuro si estabas de “luto”, o azul con pequeñas florcitas si ya había pasado un tiempo prudencial y el luto se volvía “medio luto”. Se alternaban uno al otro como también lo hacían las muertes en la familia. ¿Será por eso que nunca te vi vestida de colorado, amarrillo o verde claro?

Te ponías la pulsera que aún conservo y que yo también uso en ocasiones especiales.

En tu cara, polvo Angel Face natural, solo un poquito para disimular alguna arruga, y mucha colonia Mary Stuart, para envolver a los demás con tu presencia. El pelo recogido en un rodete, y el accesorio clavado con sus dientes.

En los pies, zapatos de tacón bajo y hebilla, o los otros, un poquito más altos y con lengüeta.

Como abrigo, un tapado de paño, negro (por supuesto), y botones de peltre, relucientes.

La cartera chiquita, de cuero negro y cadena de un dorado opaco. Pero para todos los días, un floreado monedero.

Aprendí de vos y tomé tu sugerencia. Soy yo la que debe jugar con la ropa, volviéndome a elegir en cada ocasión, adaptando mi propia vestimenta.

CURAS PARA EL ALMA

Tenías un botiquín propio para cada dolencia.

Recurrir allí era entregarse mágicamente a un mundo de mejunjes y pócimas.

El escenario de las curaciones era la cocina, a la tardecita. Te recuerdo sentada en una silla, con la cabeza inclinada y Maru detrás, siempre tan cansada y disponible.

Entre los recursos “medicamentosos” abundaban las ventosas. Frasquitos transparentes que con sólo un pedacito de algodón impregnado de alcohol de quemar, colocados en tu espalda, evitaban futuras “pulmonías” como vos le llamabas.

Las “cataplasmas” con semillas tibias se amoldaban a tu hombro, y se esparcían para atrás, convirtiéndose en mini jorobitas que cargabas a cuestas.

Nada podía resistirse al alcohol con alcanfor o con ruda. Esos masajes te impregnaban de un olor extraño, añejo, que busco cada vez que añoro tu cercanía.

Muchos de los problemas de tu época, se llamaban de “tendones”. Muchas de las soluciones, “cataplasmas”.

Con el tiempo entendí, abuela, qué buscabas con tus brebajes mágicos y con los tecitos de yuyos… Intencionabas, amasabas alivios para un alma intrépida.

Y quiero que sepas, que a veces, sólo a veces, cuando me pierdo, también en tu botiquín me busco y te busco. Y siempre encuentro.

TOÑO

¿Te acordás de Toño “El gauchito?

Compartíamos cuarto y secretos. Te pedía que me leyeras libros.

Me encantaba escucharte porque tu voz sonaba firme y acompasada, hamacándome hacia un espacio en el que el mundo quedaba “patas para arriba”.

Me preparaba para ese momento, tapándome hasta las orejas, con las sábanas blancas de puntillas y el acolchado suavecito. Me ponía de costado para poder verte en tu cama, entrecruzando las manos, entregándome a la escucha.

La luz del barquito con vidrios de colores iluminaba apenas desde la mesa de luz, anticipando un viaje cada noche.

Una vez estabas tan cansada que fingías leer, pero yo descubrí, por el rabillo del ojo izquierdo, que el libro estaba al revés. ¡¡¡¡¡Abuela, me estás engañando!!!! Y empezamos a reírnos fuerte las dos.

Yo corregía las frases equivocadas, ya que conocía exactamente cada palabra y quería escucharla tal cual. Con los años aprendí que la compulsión a la repetición en la infancia, es un medio para navegar en el caos.

Nunca voy a olvidar que Toño era tan acumulador de objetos que un día no pudo entrar más a su casa y quedó fuera de ella. No recuerdo cómo terminaba ese cuento, pero sí tengo muy presente que tanto Toño como yo, preferimos guardar muchos objetos para explorar, crear, acomodar y rearmarnos en un hogar nuevo cada vez.

LLUVIA

Recuerdo con claridad ese día, a pesar de la tiniebla de mayo y de la llovizna sobre la calle de tierra. Un tiempo antes, había ido a un cumple, a una casa a la vuelta de la tuya, a un festejo que marcó un hito para mí, al que fui invitada sin saber por qué. Sólo recuerdo que quise ir con mi muñeca amada, la de trapo, la que Maru trajo de su ausencia, y a la que me aferré como queriendo conservar algo de un pasado que ya no sería.

Fui con ella por compañía, por desamparo tal vez.

Y la olvidé allí.

No entiendo aún cómo pudo ocurrir. Quizás la presté para que alguna niña jugara con ella, o la guardé en un lugar seguro, o simplemente la dejé descansando sobre una piedra. Lo extraño es que la dejé. Y que por unos días no la extrañé. O no lo sabía.

Pero esa tarde, mientras jugaba en el lavadero,entre tesoros domésticos guardados detrás de la cortina de flores y mirando el duraznero del patio por la ventana chiquita, entre luces y sombras, mi muñeca apareció como un fantasma.

Corrí a la cocina llorando y pidiéndote que me acompañaras a buscarla, que sabía dónde estaba.

No dudaste ni un segundo. Te pusiste la campera negra tejida, buscaste el apoyo para tu mano artrósica y a pesar de los “no es una tarde para andar por ahí, te podes caer, van mañana” tomaste mi mano tan fuerte, que creo que dolió.

Salimos del porche y abrimos con fuerza la tranca de la puertita de madera que separaba tu casa de la vereda. Yo llevaba el paraguas transparente de hojas verdes y rosas rojas.

Lloviznaba, pero mi brazo extendido hasta no poder más, nos cubría a las dos. Doblamos por la esquina de la Farmacia y llegamos al lugar. Llamaste a la puerta, y cuando salió la señora, detrás apareció también su hija. Preguntamos por la muñeca de trapo. Ninguna de las dos se mostró sorprendida. La niña dio media vuelta y corrió a buscarla.

Me la entregó en las manos. Ya no era la misma. Tenía otro olor, el pelo ensortijado.

No llovía a la vuelta. Tampoco éramos dos las que volvimos, ni mi muñeca era mi muñeca. Llegué, la bañé, y le corté las trenzas. Con ellas, corté tristezas.

Fue mi primer corte. Después vinieron otros. También gané un premio en el jardín por cortar con tijera. Todos los cortes que vinieron después, se remontaron hacia ese primero, el primitivo, el de las manos temblorosas y la mirada confiada, al que pude llegar gracias al paraguas en alto y la compañía de tu bastón, abuela.

TRAPITOS

Me peinabas. Deslizabas suavemente las manos por mi cabello extra lacio.

El tuyo era ondulado y blanco. Parecía hecho de olas que se hundían en costas grises y profundas.

Siempre la peineta arrogante y guardiana, evitando que algo de esa cabeza se escapara y te expusiera.

Tenías pocas palabras, pero mucha mirada. No dejabas saber de vos. No se te llegaba fácilmente.

Pero yo sí podía. Yo sí sabía. Bastaba con subirme a la sillita de madera y meterme despacito entre tus brazos para sentir tu corazón.

Ahí se escondían penurias y amores. Añoranzas, temblores, rezos inconclusos, y miedos enraizados. Me costaba salir de ahí.

Lo hacía porque me gustaba ir corriendo a donde guardabas las hebillas y abalorios. Estaban arriba de la cómoda de roble, en la misma cajita en la que “los trapitos” esperaban pacientes que tus manos ataran, cada uno, en un pequeño trozo de mi pelo.

En ese ritual, algo del linaje femenino se hacía presente. La abuela Ana te los había colocado en el cabello alguna vez, vos habías llevado ese cariñoso gesto a Maru, y ahora era mi turno.

Me gustaba mecerme en tus mareas.

Yo quería tu pelo de “olas altas” por un rato, y vos, por un rato, querías regalarme un poco de mar y de proyectos.

TELAS

Te pedía vestidos de muñeca, y me regalabas diseños y canciones.

¡Tenías tantas telas en la bolsa de gabardina blanca con manijas de madera!

Guardabas metros de plumetí y puntillas gruesas y flacas de algodón. Pedazos de viyela floreadita, algún restito de organza, otro de guipur, y uno más grande de broderie. Los encajes se enredaban unos con otros y el blanco puro de tela de sábanas, inundaba el espacio.

Te observaba en el trajín de poner en marcha la máquina de coser. Tu espalda se acercaba a la aguja y desde allí me pedías que la enhebrara. Yo no entendía porqué, alguien que podía con “casi todo” necesitaba mi ayuda en ese acto tan simple. Los pies en el pedal, iban y venían acompasadamente. La mano acompañaba girando la rueda

Vos, la Singer y yo, sabíamos de la transformación que sucedería con esos engranajes puestos en juego, coordinados y danzantes.

Los vestidos combinaban telas lisas y floreadas, más gruesas o a veces livianas. Con puntillas o botoncitos.

¡Me quedaba impactada por tus creaciones abuela!

Aún no sé si por los lindos vestidos para mis muñecas, o por tu magia al transformar un retazo cualquiera, en otra cosa.

Hoy, que valoro mis retazos, vuelvo a mi “Singer de mentira” soñando con miles de opciones para hacerme nueva. Igual que los vestidos que vos hacías para mi muñeca.

LA CARNEADA

Presidías la planificación toda, la organización y la puesta en marcha de ese rito que, año tras año, se llevaba a cabo con tu inexorable presencia y atenta mirada.

Los días previos eran de compras y almacenamiento. Los condimentos, el hilo sisal, los baldes grandes bien limpitos, los trapos “enlavandinados”, más blancos que las rejillas de la cocina, todo se tenía en cuenta y en el mismo nivel de importancia.

Te encargabas de invitar a los vecinos del campo.

La Carneada era, en ese campo y en los otros, un acto de conmemoración, de colaboración y resistencia. Había muchos que ya no estaban, pero sus hijos, o los hijos de sus hijos, se hacían presente.

Ese ritual convocante y extraño, mostraba en sí mismo una afirmación, una donación de pertenencia, una manifestación brutal del sentido de comunidad. Todo lo que durante esos días, sin descanso y con tareas bien repartidas, brotara como esquejes del rosal, luego sería distribuido entre cada uno de los asistentes, cual comensales reunidos en un banquete que nunca sucedería como tal.

Era la expresión del agradecimiento a la participación, a la genuina entrega de tantas manos en pos de un logro colectivo.

Esa vez era en esas tierras. Luego sería en las de atrás, y más tarde en las del frente. Un mismo ritual, distintas manos, en escenarios diferentes, pero honrando la herencia, ofreciéndole homenaje a los ancestros.

Luego de esa época, no asistí jamás a algo parecido. Me cuesta hasta contarlo. No tengo muchas palabras para honrarlo y transmitirlo.

Aprendí que a veces, el participar de ciertas ceremonias establece alianzas eternas de silencios compartidos.

DIA DE LOS SANTOS

Noviembre.

Ya a mediados de Octubre te preparabas para recibir las visitas que llegarían desde Temperley en el tren Sarmiento del último sábado a la tarde.

La despensa comenzaba a abastecerse para el encuentro. Embutidos en la fiambrera de madera con puertita de rejilla, canastos con papas y zapallos, huevos frescos traídos del campo, harina en bolsas grandes de tela de arpillera con el logo de una fábrica algo borroso.

La mesa de madera se frotaba tanto con un paño bien limpio, que sus surcos parecían caminitos de hormigas. Las cortinas floreadas que tapaban los estantes eran lavadas y planchadas días antes.

A la par de esta preparación, el ritual de lavado de los Paños Mortuorios completaba una puesta en escena propia de ese tiempo y sólo de ese tiempo.

Vos guiabas donde se colgaba cada una de esas sábanas tan blancas como la espuma y tan frías como la nieve. Con mucho olor a plastitel, o a agua de arroz que endurecía. Antes, mucho antes, habían sido delicadamente bordadas con una cruz calada, y decoradas con las iniciales de cada familiar que partía.

Algo del compromiso y la culpa envolvía ese tiempo que parecía no serlo.

En palanganas y baldes, se colocaban flores fresquitas recién cortadas, que aguardaban la llegada de las otras, las distintas, las que aparecían desde la ciudad.

En la galería, todas juntas completaban una escena que quedará para siempre en mi memoria.

Claveles, rosas, peonías, marimonias (pensar que estas flores aparecen en primavera y desaparecen en verano, como si supieran la importancia de ser partícipes en esta ofrenda). Helecho “ilusión” y guipsófilas. Ellas engalanaban esos ramos. Algunos serían luego depositados sobre esas telas inmaculadas y otros, colocados en jarrones altos de vidrio transparente, repletos de agua fresca.

Los candelabros de bronce portaban velas que se encendían por un rato, iluminando rezos, perdones y despedidas.

Te observaba conmovida, abuela, cada vez que se acercaban esas fechas. Te empecinabas en querer conservar esa conmemoración tal cual la habías vivido de más joven. Cómo si te negaras al paso del tiempo y a las partidas. Tal vez te recordaba esa primitiva despedida sabiendo que no volverías a ser de allí, ni tampoco pertenecerías del todo acá.

1 y 2 de Noviembre. Conmemoración, respeto, alegoría.

Unos días más y luego los parientes de lejos ya se irían.

Vos, volvías encorvada a tu sillón. Yo, quizás anticipando tu partida, sólo quería conservarte para siempre en mi recuerdo, empeñada en soñarte en compañía.

LLAMA

Un otoño decidiste emprender la laboriosa tarea de tejerle un pullover de lana hilada a papi.

Uno bien grueso, abrigado. Los inviernos no eran para ropa livianita.

Le pediste a Luciano Cañete que esquilara la llama. Luego, tu hermana Ñata, tu cómplice en todo, la hilaría. Esa llama había llegado al campo por una idea loca de papá, que la compró en una feria de San Luis, junto a un guanaco que escupía y a un burro. Recuerdo muy bien como esos tres

animalitos extraños fueron implantados en un territorio tan ajeno y hostil para ellos. Sobresalían desubicados, asomándose por encima de las vacas que los observaban desorientadas.

Pero papi era así, y vos le festejabas sus ocurrencias, cual si siguiera siendo tu niño mimado, el que parecía ser hijo único, sin serlo.

Con ese montón de lana que llegó en una bolsa grande del molino harinero, te acompañé a la vuelta, a lo de la tía Ñata. Allí ella iniciaría su tarea. Parecía estar todo coordinado, como si fuera una fábrica pequeña. Me hubiese gustado participar del hilado. Cuando escuchaba esa palabra, inmediatamente pensaba en La Bella Durmiente, en la rueca maldita.

Los hilos de distintos marrones de esa lana fueron “enmadejados”, lavados y colgados al sol para que éste los “curara” y llenara de calor.

Empezaste a tejerlo concentrada, hasta pareciendo erguida te recuerdo. El olor del manto de la llama no se iba, y tampoco el traquetear de las agujas descansaba. Melodía de tardes perfumadas.

¿Qué buscabas cubrir abuela Julia, con tus manos tejiendo pensamientos?

Guardo la foto de papi “empulloverado”. Lo usó mucho, casi siempre, reafirmando el estar agradecido, envuelto en ese paño maternal, tan resguardado del mundo y de sus fríos.

BAÑOS

¡Si me habrás contado sobre los beneficios de los baños de inmersión en agua salada para limpiar males y penas! El testimonio de tus fotos y postales dando cuenta, me invita a pensarte en paisajes que hoy no existen, pero a los que llego jugando en acuarelas.

Los baños termales en Caruhé y Epecuén eran un retiro “espiritual”, una cita obligada cada tanto, entre leguas y cosechas. Allá se curaba el cuerpo y el alma. O el alma y el cuerpo, girando en movimiento circular.

En las imágenes te veías linda, atrevida, en tu traje de baño con volados, para tapar las pudorosas zonas “femeninas”. A la tardecita, aparecías con vestidos muy paquetes, y el abuelo con sombrero y reloj de cadenita.

La inundación que llegó luego, arrasó con todas las historias que en esas playas compartían.

Árboles secos, ladrillos rotos, carteles borroneados, agua amarronada e invasiva. Extrañas jugarretas del destino, esas mismas aguas que curaban, también podían ser las destructivas.

Cada tanto miro fotos del ahora, como buscando lo que quedó de aquellos días. Quisiera volver y encontrarlos juntos, del brazo, caminando por esa rampa. Y ser yo, quien corriendo por delante, y tejiéndole una trampa, pudiera atajar la muerte que inexorablemente vendría.

ENCAJE RICHELIEU

Mi abuela cocinó historias, y maceró anécdotas, a las que sazonó con lágrimas.

Se mantuvo altiva, aun cuando la gravedad la convocaba intimándola hacia el suelo.

El humo de sus cocciones esmerilaba imágenes que quedaban impregnadas en los vidrios de la despensa.

Callada, algo ausente, solía revolver palabras que se convertirían luego en puntos de bordado, de tejido, de costura.

Fue trazándose en puntadas, sacando cuentas, sumando números y restando tiempo.

Quedó anhelando ese verde de cuando era niña, entre montañas continentes y zarzuelas que hamacaban.

El mar fue su hogar cuando las olas no la empujaron ni tan atrás hasta su caserío, ni tan de frente hacia costas nuevas.

Coqueteó, sonrió, y soñó fuerte. Se entregó a la promesa de un amor cobijado.

Yo soy parte de ella. La encuentro en cada zigzag y en cada línea recta. En cada lazada, en los encajes, y en las cajas forradas con sus telas.

Se me aparece calada y con bordes burdos.

Ella es parte de mí.

Y en todo esto me encuentra.

Honro su despliegue de mujer.

Honro a mi abuela.

No volvería a otro lugar de la infancia que no sea debajo del ciruelo de la casa de la abuela.

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