9CRCF. Las tres culturas.

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9 CONCURSO EL COLOQUIO DE LOS PERROS DE RELATO CORTO Y FOTOGRAFÍA


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Tema del concurso: Las tres culturas Edita: Asociación Cultural "El coloquio de los perros" www.elcoloquiodelosperros.es Diseño y maquetación: José Alfonso Rueda Jiménez D.L.: CO-623-2003 I.S.S.N.: 1887-9934 Imprime: Imprenta San Francisco Solano C/ Zarzuela Baja, 40 14550 Montilla (Córdoba) Tlfo. y Fax: 957 65 64 68 imprentasolano@terra.es


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las tres culturas

9 C O N C U R S O EL COLOQUIO DE LOS PERROS DE RELATO CORTO Y FOTOGRAFÍA 2011


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ÍNDICE PRÓLOGO. José Alfonso Rueda Jiménez ............ 9 RELATO CORTO PRIMER PREMIO. Enrique Cortés Córdoba, 1514 ............................................. 15 ACCESIT. Miguel Ángel Serrano Luque El Hamman de las tres culturas ................ 29 MENCIÓN. Gloria Cambrón Pimentel El banquete .................................................. 39

FOTOGRAFÍA PRIMER PREMIO. David Tijero Osorio .................13 MENCIÓN. David Tijero Osorio .............................27 MENCIÓN. Astrid Hoermann ................................37 MENCIÓN. Manuel Antonio Rodríguez Gómez ......49


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PRÓLOGO «Yo soy un moro judío

que vive con los cristianos, no sé qué Dios es el mío ni cuáles son mis hermanos.» Milonga del moro judío, Jorge Drexler. Un mismo dios en el fondo, con pequeños matices que lo diferencian. Religiones que se basan en la anterior y coinciden en casi todo. Creencias nacidas en una misma región geográfica, entre los mismos pueblos, y extendidas a lo largo y ancho del Mediterráneo. Yahvé, Dios, Alá. Distintas formas de llamar al mismo ente todopoderoso, omnipresente y omnisciente. Profetas comunes como Abraham o Moisés. Cristo, también reconocido por el Islam como predecesor de Mahoma. Ciudades santas comunes como Jerusalén y Hebrón. El mismo cielo y el mismo infierno. El cristianismo toma sus orígenes del judaísmo, y el Islam, a su vez, de ambos. Cientos de coincidencias y aspectos comunes que nos unen a estas tres religiones y a estas tres culturas, muchas más y de más importancia que lo que nos separa. Sin embargo, en lugar de fijarnos en lo que nos une, siglos nos contemplan de apuntar sólo a aquello que nos diferencia, al matiz, a lo insignificante, para matarnos los unos a los otros. Un absoluto sinsentido que habla bien a las claras sobre la estupidez humana, arrastrada por el cinismo de los poderosos, los que siempre se han preocupado

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por remover esos rescoldos de lo distinto en su propio beneficio, sin importarle mucho más creencias o religiones, sólo ver acrecentados su poder y su riqueza. ¿Cuánto tenemos en común judíos, cristianos y musulmanes con budistas, hinduistas o sintoístas? ¿Cuántas cruzadas o yihhads contra ellos? ¿A quién podía importar una religión, por diferente que fuera, tan lejana y que poco podía aportar a la fortuna e influencia de esos poderosos? Las guerras santas tienen todas un mismo estandarte común, el poderoso caballero de Quevedo, por encima de milongas que sólo sirven para engañar al pueblo llano, el que terminaba regando los campos con su sangre en nombre de un dios que es el mismo, el de Abraham, como dicen los libros sagrados de las tres religiones. Sin embargo, no debemos olvidar que hubo un tiempo y un lugar donde esas tres culturas convivieron en paz, armonía y mutuo provecho: AlÁndalus y la España medieval, con ejemplos tan destacados como Toledo, Lucena o Córdoba. Esa Córdoba, faro de concordia y entendimiento, espejo en el que seguir mirándonos mil años más tarde, no debe caer en el olvido de lo que fue y nunca debería dejar de haber sido, un oasis de respeto, por encima de los matices, de la geometría religiosa en forma de cruces, medias lunas o estrellas de seis puntas. José Alfonso Rueda Jiménez Presidente de la Asociación Cultural El coloquio de los perros


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Primer premio Fotografía 13

Risas David Tijero Osorio Bilbao

Un graffiti en una fachada de una casa abandonada en Berlin en la que se pueden observar un imán, un sacerdote y un rabino riéndose.


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Primer premio Relato corto

C贸rdoba, 1514

Enrique Cort茅s Lucena (C贸rdoba)


Córdoba, 1514 16

Al muy magnífico don Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, cristianísimo Marqués de Priego por gracia que Nuestro Señor dio a V.M., señor de Montilla y Aguilar, y alcalde mayor: En la muy noble y leal ciudad de Córdoba, en viernes veinte del mes de febrero, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos y catorce, justo es que responda sin tardanza vuestra misiva para dar fe y testimonio de los hechos sucedidos entre el octavo y noveno día del mes y en los que tuve formada sospecha de haber trabado conocimiento con el mismo diablo. Y es como sigue. Que en la noche del primer día de hechos llegaron a mi casa varios hombres formando algarabía, y me reclamaron como alguacil menor no queriendo atender a otra razón. Al ser noche cerrada y para acallar sus protestas, cubrime y acudí con ellos a una casa que dista diez varas de la plazuela de los Armentas. Allí tenían retenido a un hombre anciano y la su boca amordazada con rasgón de tela para que, según dijeran, no invocase al diablo, pues lo tenía escondido. Mandé que me dejaran y sólo uno quedase de los denunciantes. Y quité el paño de la boca del viejo, pues era menester que pudiera defenderse para arreglar el asunto. El que quedó dijo ser calderero y que el viejo llevaba de nombre Abel Hernán y era converso hijo de


judíos y que era esa su casa. Y acusó al converso de esconder oro y de haber pagado al padrino de su bautismo para tomar su apellido. Era de ver en lo humilde de la casa que aquel Abel, por negar a su otrora dios o no ser querido por el nuevo, tenía poco pan que llevar a la boca. Contó el calderero que vieran dos semanas antes entrar al converso con un hombre desnudo y sin cabello, con la piel sucia, que lo cubría un manto y que algunos vecinos decían que llevaba dibujos en el cráneo e incluso en la cara. Y no había dejado la casa del converso, cosa que otros podían confirmar. Y es sabido que si un judío se convierte, no así su casa, que ha de ser sanada con agua, vinagre y sal, y fue de la casa de donde empezaron a surgir en las noches gritos y quejas, más de bestia que de hombre. Esa última noche había tenido más que de costumbre y los vecinos llamaron a las puertas y pues los gritos subían entre algunos la echaron abajo y encontraron todo oscuro como guarida de lobo. Y antes de que pudieran alumbrar el angosto zaguán, abalanzose sobre ellos una forma humana e hirió a dos. En su terror algunos huyeron y protegiéronse otros como pudieron. Apareciose ahí el dueño de la casa y se interpuso entre ellos y la bestia y ésta retrocedió bramando y se internó en la casa. Los convecinos, no queriendo avisar al Santo Oficio porque no fuera a encontrar también en ellos cuentas pendientes, amarraron al anciano y

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recurrieron a mí. Cuando llegué, ninguno había pasado del zaguán donde lo tenían amordazado. Allí mismo hice llamar a escribano y a mis hombres para que registraran la casa, porque aquel Abel Hernán, nada más liberado, se echó a rodillas frente a mí pidiendo que le llevara, pero que no hiciera daño a aquel ser. Y los vecinos reunidos fuera eran ya numerosos y varios gritaban que allí moraba el diablo. Y, como verá vuestra merced, no les faltaba razón. En llegando escribanía, hice traer un asiento que llevaron de otra casa. Cerré y comencé unas preguntas de las que queda prueba en los archivos de la corregiduría, mas diré aquí lo esencial. Respondió el acusado que se llamaba Abel, que nada había entregado a cambio de su apellido, que iban más de veinte años convertido, que no seguía otra fe que la cristiana y que yendo a ver a un hermano encontró en una calleja aledaña al portillo de San Francisco a un hombre desnudo que yacía encogido sobre sí, como animal recién parido. Se acercó por preguntar si había sufrido herida o robo, mas aquel nada contestó, aunque temblaba de frío. Apenas estaba amanecido y ya notó que la su piel no era común. En su espalda había partes que creyó quemadas, oscuras y hasta negras, y se quitó el manto y cubrió al hombre. Y no vio en él herida alguna, pero sí notó que estaba como fuera de sí y hablaba cosas sin sentido. Le ayudó a levantarse y


lo llevó a casa sin más intención que asistirle y avisar a sus parientes. Y llegando a este punto he de pedir a vuestra merced que ponga confianza en mis palabras, pues lo que aquí diré extrañará a vuestro conocimiento del mundo y a la idea que tenéis de él. Arribados mis hombres mandé que buscasen en la casa, aunque el converso rogó que no lo hicieran por temer daño para ellos. Yo les mandé defenderse si era caso necesario, pues los hablares de los vecinos bien les habían amedrentado. Pedí que siguiese su relato y dijo que había llevado al hombre a casa y lo había tendido en su lecho propio. Y en esto aquel hablole como en delirio y en alta voz, y sus palabras despertaron en Abel recuerdo pasado, pues reconoció lo que decían, y porque las conozcáis aquí las escribo, aunque sea lengua de los que dieron muerte a Nuestro Señor: anim dsmirot veshirim eerog. Y también: ki eleja nafshi ta arog. Le pregunté qué significaban y contestó que era antigua oración que por siglos se había escuchado en esta ciudad antes de que la Sinagoga fuera Hospital y sus moradores echados lejos. Y me juró que él llevaba años sin repetirla, y que al oírla pensó en avisar a la autoridad, pero el pobre ardía como si el infierno habitara en su frente. Así quiso denunciarlo antes de que algún vecino creyese mal, pero su hija pidió que esperase a que el hombre sanara, que sin duda deliraba por la fiebre y poco duraría si no quedaba en casa, porque nadie pagaría

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para él un cirujano. Quise yo preguntar por la hija, pero al momento oí gritos allende el pasillo. Reconocí las voces de los míos, mas antes de que yo pudiera levantarme, el converso se lanzó allá. Seguí las voces y el brillo de las teas, sin que mi curiosidad hiciera ceder un punto a la prudencia que es honor de mi cargo. Lo que descubrí al final del pasillo fue una tela corrida y más allá a los de mi guardia que proferían insultos y amenazaban con hierros y fuego a la sombra que se movía tras una muchacha en camisón blanco. Ella lo protegía y gritaba que nada le hicieran porque aquel no había causado daño y no entendía lo que le pedían. Debía de ser la hija de Abel Hernán, porque al punto éste se puso a su lado y acompañó su súplica. Más por miedo a los de fuera que a la bestia, pedí silencio a los míos e hice que guardasen la puerta. Poco tardaría en llegar el Santo Oficio, por lo que dispuse explicarme al converso. O había calma o la causa estaría fuera de mi mano. Él mismo apartó a su hija y acercó al jergón al ser, que andaba como débil y agotado. Ahí pude ver su cuerpo bajo la luz de la tea. Incluso encorvado era como hombre y medio. Sus gruesos brazos bien juntaban dos palmos y los músculos tensaban la piel como si fuera a quebrarse. Llevaba un calzón cosido con tela de costal y el resto del cuerpo a la vista, que era cosa de mal sueño. La piel no era clara ni oscura, sino de muchos tonos, como hecha a retales. Parecía


que gentes del sur y del norte hubiéranse juntado en él, porque cuando miré su rostro no me recordó a nadie y me recordó a gente que conocía, pero también, vuestra merced me perdone, encontré en sus facciones a los que vi morir en guerras pasadas y yo mismo maté. Y en su piel había signos grabados como en fuego. Había medias lunas y manos abiertas, estrellas de seis puntas, águilas y serpientes devorándose por la cola, ojos abiertos y, Dios no lo viera, cruces de varias formas y tamaños. Y había letras escritas sobre su carne, textos y líneas que recorrían sus brazos y piernas, e incluso su rostro. Y se acercó a mí y no sentí miedo. Y he aquí lo que dijo: as salamu alaikum ua rahmatullahi ua barakatuhu. Y supe que me saludaba y bendecía, y que él sabía que yo había matado a gentes que con esas palabras se recibían. Entonces temí que se acercara más y me puse en pie, pero el ser se recostó en el jergón y la muchacha se acercó y aferró su mano. Confieso que sentí como si aquel hombre hubiese visto en mi interior, y comencé a hacerle preguntas en alto tono, por querer demostrar que ningún poder tenía sobre mí. Pregunté que cuál era su nombre, a lo que me respondió desta manera: ego sum qui sum. Conociendo yo esas palabras y creyéndolas burla, repetí la pregunta hasta gritar, pero no obtuve respuesta sino del converso Abel, que juraba que aquel poco entendía y no había expresado aún palabra en idioma de nuestra

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Católica Majestad. Inquirí entonces qué hacía allí y de dónde venía, pero siguió mirándome con calma, como si poco valiese responder. Desistí yo de sacar nada de él y me dirigí a la muchacha. Ella explicó que las fiebres habían durado por dos semanas, que había delirado hasta gritar en tres lenguas diferentes, que eran dos y el hebreo que ella conocía por su padre y aquel por los suyos. Poco sentido habían tenido estas palabras, que según el padre parecían sacadas de textos antiguos, y ningún daño había recibido ni forma violenta había él mostrado hasta que echaran los vecinos la puerta abajo, que ella había pensado que venían a quemarlos, y así el ser había contestado. Las fiebres le habían dejado al borde de la vida mejor, si es que él podía eso conocer, mas cien paños húmedos, ungüentos y noches de ella en vigilia habían logrado la curación del ser, si no en alma, sí en cuerpo, y aunque aún estaba débil era de parecer que viviría. La muchacha, de nombre Miriam, jurome que nunca había tratado de forzarla y que tampoco había contestado a pregunta de ella o de su padre, aunque éste había usado incluso la lengua de su pueblo. Yo por temer engaño quise obtener algo de aquel hombre que yacía en cama y me miraba como si supiera todo de mí. No sabía siquiera si era cristiano, judío, musulmán o indio de ultramar, sino que más parecía mezcla de todos, con sus símbolos y sus tonos de piel todos al tiempo. Y porque no me respondiera lo


mesmo de antes, no le pregunté ya su nombre, sino dónde era su hogar y moraban los suyos. Quedó tumbado, mirando al techo, y nada dijo. Mi enfado tornose ira y le pregunté quién era su familia, y por toda respuesta nos miró uno a uno a los presentes, a Abel y a su hija Miriam, a mí, e incluso a mis hombres, y nada respondió. Y entonces se oyó afuera renovada algarabía y uno de los míos se asomó y supimos que estaba pronto el Santo Oficio, que había olido lo ocurrido como alimoche que va a la carroña. No temí por el ser, que me era extraño y ajeno, pero Abel y su hija serían llevados también, y acusados de marranos y herejes, y aunque lograsen demostrar prueba en contrario sufrirían tormento hasta lograrlo y volverían a casa sin ser los mismos. Y en un segundo vi a la muchacha pasando en vela las noches, ocupándose del hogar y mojando en agua fresca los paños para enfriar la frente, hasta el punto que él le debía la vida y, si no se la arrancaban los inquisidores, también el alma. Y aferreme a la esperanza de salvar algo demostrando que el ser era infiel, por no tener potestad sobre ellos el Santo Oficio, y preguntele si en algún dios creía. Se incorporó como si hubiese comprendido, pero me miró sin decir palabra. Yo repetí la pregunta casi a voz en grito. «¿Crees en algún dios? ¡Dilo!». Y mi orden resonó como eco de bombarda, pero él nada dijo. Sabiendo que sin respuesta todo estaba perdido y avisado por mis hombres de que llegaba la gente

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sabida con vecinos en alto número y teas y garrotes, aferré al ser por los hombros y lo zarandeé, pero mudo siguió y sin miedo. La muchacha se lanzó a mis pies, llorando y rogándome que nada le hiciera y en su aflicción, y no sé si por acallarme o intuir que trataba de ayudarlos, pronunció ella misma la pregunta: «¿Crees en algún dios?». Y la respuesta oímos de labios de aquel. «Sí», dijo. «¿En cuál?», grité yo. «¿En cuál?», repitió Miriam devolviéndole la mirada. Y ese ser del que ella todo ignoraba, ese que era su deudor de vida, sin dejar de mirarla contestó: «En ti». Sepa vuestra merced, y por mi bien con nadie lo comparta, que en esas dos palabras entendí yo más de religión que en muchas misas que he tenido a bien contemplar. Allí callamos el tiempo que tarda una piedra en hundirse, y apareció el inquisidor con los que le seguían. Pronto vi que salvación no había para el ser y el pobre Abel. Así me fui junto a la muchacha y juré por mi cargo que ella nada sabía, y el converso y el ser del que nunca oí nombre se dejaron prender al tiempo que me miraban como a amigo que en momento de peligro salva el bien más preciado. Y así fue que nada pude hacer por librar a dos infelices del proceso del Santo Oficio. Como vuestra merced ya ha de saber, juzgados están. El converso será azotado en auto de fe y lo dejarán moribundo, pero ya me ocuparé yo con vuestra licencia de que quede al cuidado de su hija. En


cuanto al otro, dicen que ha de ser demonio, porque habla cosas extrañas en lenguas de pueblos con distinto Dios, y saben los que saben que su destino queda ya en Nuestro Señor y de manos del Inquisidor General, pues por la gravedad del asunto no es público lo que con él harán. De momento lo tienen preso y dicen que nada habla ya, quizá por haber comprendido a dónde llevan hoy palabras dichas en lengua equivocada. Y poco importa qué signifiquen. Miriam le lleva pan cada día, pero la echan y le escupen. Esta madrugada se lo llevarán y sé por mi cargo que ni ella ni nadie en esta ciudad volverá a verlo. Ésta y no otra cosa ocurrió, mi señor Marqués. Y bien estará, pues cierto ha de ser que sólo demonio puede hablar en tres lenguas textos sagrados y hacerlo con sabias maneras, como nacido en esa fe. Y sé que antes de por mi carta ya ha tenido vuestra merced conocimiento por los generales del Santo Oficio. Dado me es creer que habéis creído buenas sus razones, por no hacer nada en contrario, y tampoco espero que lo hagáis ahora. Mas ruego que oigáis mi cuita, pues van tres noches que no duermo con una idea que como martillo golpea en mi conciencia. Que lego soy en asuntos de teología, pero aprendí letras por mi madre, y se me ocurre si no habrá otro ser con esos saberes para adorar al Señor en tres lenguas distintas. Porque hay quien dice que no dista mucho un Dios de otro, y que

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somos nosotros los que distamos y nos separamos de nuestros hermanos, y pienso si aquel al que vimos y hemos condenado por demonio no sería justamente lo contrario, llegado quizá para ser prueba viva de que somos uno y hacérnoslo entender. Rezo al cielo y a mi madre, que allí descansa, porque yerre yo en este juicio y vuelva a dormir con la paz con que lo hacía en su regazo, cuando oficios de hombres y fe ignoraba. Y ruego a vuestra merced que haga algo si cree que llevo razón y si no queme esta carta o, por no dejarla en fuego y sepa el diablo de mi conjetura, la guarde donde nadie en quinientos años pueda hallarla. Que Dios se apiade de nosotros. Ilustre señor, besa las manos de V. M. su menor siervo: Juan de Espejo, alguacil.


Mención del jurado Fotografía 27

Charlando David Tijero Osorio Bilbao

Tres personas de muy diversa procedencia, credo y costumbres charlan afablemente en una calle de París.


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Accテゥsit Relato corto

El Hamman de las tres culturas

Miguel テ]gel Serrano Luque Cテウrdoba


El Hamman de las tres culturas 30

Era nuestra última noche en Córdoba. Disfrutábamos de una pantagruélica cena sefardí tras haber acudido a un concierto de flamenco en los jardines edénicos del Alcázar de los Reyes Cristianos. El menú de la cena arrastraba a otra época, a otro mundo: crema de almendras sefardí, albóndigas de pescado con salsa de limón y huevo, adafina, fartalejos, fijuelas, fritos con miel y ajonjolí y demás delicias dulces compuestas de clavo, naranja, higos cuyos nombre no pude atar por estar en un perenne estado de orgasmo culinario. De repente, sonó el móvil de Mustafá que debía acudir a revisar las calderas del hamman de Al Andalus en Córdoba. Como ya habíamos terminado el exquisito surtido de postres, pidió la cuenta y nos propuso que si queríamos acompañarlo. Todos exclamamos sorprendidos por la invitación ya que nos parecía extraño estar con él en su trabajo. Mustafá insistió en que si queríamos podíamos disfrutar bañándonos mientras terminaba la reparación, no habría nadie, sería solo para nuestros ojos. Dicho y hecho; tras coger las bicicletas alquiladas, pedaleamos hasta la zona de la Axerquía, justo al lado del río Guadalquivir. Entramos por la puerta trasera y tras recorrer unos metros por unos


angostos pasillos nos dimos de bruces con el vestíbulo de entrada. Enseguida, Judith nos cautivó con su conocimiento del mundo árabe, no en vano ella se había doctorado con una tesis acerca del Hamman, describiéndonos uno que ella había visitado en Estambul donde se recibía en un patio interno rodeado de cabinas para el cambio de ropa a la vez que se podía tomar un té después del baño para aposentar el cuerpo y el espíritu. -El vestíbulo cordobés huele a esencia de azahar- exclamé no sin cierto nerviosismo, ya que la luz era muy tenue y la experiencia bordeaba el delito o, al menos, la imprudencia. Descalzos, casi invisibles nos deslizamos en la penumbra hasta llegar a la sala de agua templada. El suelo estaba caliente y húmedo, tanto como mi sensualidad, que estaba a flor de piel ante el abanico de aventuras que prometía aquel recinto donde había una Diosa, que era el agua y unos apóstoles dispuestos a sumergirse en su religión. Estábamos ante una ocasión especial, nos miramos y tras unos livianos enjuagues higiénicos donde el agua ejercitó su rol catártico como comienzo de una ancestral ablución purificadora, empezamos a quitarnos parte de la ropa. El más decidido entró desnudo, el resto en paños menores. La temperatura del agua rozaba los treinta y pico grados, el aire aquí olía a esencia de almizcle y

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sonaba de fondo una canción hipnotizante como un derviche en trance. Se podía observar que la cúpula que nos abrigaba tenía orificios tapados por cristales por donde se filtraba la luz de la luna. La sala estaba salpicada por candiles y velas que hacían juego con los distintos tonos de los mármoles; era todo una avalancha de combinaciones etéreas, espirituales y terrenales pululando en nuestras pupilas como la conjunción de arcos, celosías y columnas que nos arrebañaban los más entusiasmados signos de exclamación. Una vez dentro del agua, Judith nos relató su experiencia en un hamman de Marrakech donde, absorta, se encontró con un grupo de mujeres desnudas de distintas edades que la miraban a hurtadillas a la vez que le señalaban un pequeño cubo para que se echara agua por encima. Cuando llegó la masajista, una bereber de casi dos metros de altura con la fuerza de un luchador de sumo japonés, recibió una de las experiencias más sublimes de su vida. Primero la frotaron con un guante de crin embadurnado en jabón negro y aceite de argán hasta hacerla enrojecer; después voltearon su modelado cuerpo como una marioneta de trapo haciéndole crepitar cada lunar de su piel, retorciéndole hasta su última neurona y crujiendo hasta las hormonas más escurridizas, provocándole toda una reminiscencia borrosa salpicada de dolor y risa floja, llegando a reconocer músculos que no


sabía ni que tenía, para finalmente masajearla con suma delicadeza con la yema de los dedos mientras le iba aclarando con tibia. Sus sensaciones durante el masaje fueron una auténtica miscelánea saliendo del baño con una capa menos de epidermis. Desde aquel día no se le olvidó el significado de la palabra exfoliación. Y aún así, siempre que un hamman siente un imantado deseo de no querer salir de allí, como el bebé que se siente tan a gusto en la barriga de su mamá. Pasado un rato, nos sumergimos en las pozas de agua caliente; éstas rozaban los cuarenta grados, provocando la dilatación de los capilares y de las minúsculas arterias que recorren nuestro cuerpo, amén del efecto relajante. La estancia olía a agua de rosas. En unos minutos cambiamos a la sala del agua fría, de unos doce grados, que provocó que sintiéramos que nuestra circulación estaba viva, erizando nuestras venas y tatuando un efecto catatónico en nuestra piel. La magia del recinto continuaba asaltando nuestros pensamientos. Todo ello ahora, con un penetrante olor a canela. Habíamos gozado de todas las aguas termales y ahora se nos aparecía como una visión fantasmal la sauna turca. En grupo avanzamos hacia el interior de la aparición, dentro los cuerpos rezumaban

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sinceridades, parían sentimientos, era el momento de las confesiones. 34

Jesús confesó que se sentía atraído por la teología de la liberación, pese a ser ateo; Judith, que se había enamorado de un judío turco del barrio de Balat (Estambul); Mustafá, que en el próximo año iría de peregrinación por primera vez a la Meca; y Azahara, que dedicaría los próximos cuatro años de su vida a un doctorado en torno a la cultura morisca andalusí, gracias a su embelesamiento en su último viaje cicloturista a través de la ruta del Califato Andalusí. La charla siguió en el resto de las salas, alternando baños fríos con calientes, llegando a la relajación más profunda, lo que daba lugar al debate sereno en torno a las religiones, a la convivencia y al uso compartido de espacios, a que se abrieran los poros del entendimiento y la concordia, poniéndose en el pellejo y en el alma de la otra persona. Las horas peinaban canas cuando Mustafá en tono jocoso nos dijo que le iba a proponer a su jefa que hiciera una sesión de maitines, una sesión vampiresca donde el fin sería el primer rayo de sol que tocara el agua de las piletas. Zozobramos llegando el alba prometiendo volver como Sherezades en las Mil y una Noches. El epílogo de fiesta no podía tener mejor final que acercarnos al Puente Romano para ver cómo las aves del paraje


natural de los Sotos de Albolafía aún se estaban quitando las legañas, desperezándose mientras los rayos de luz besaban con cautela primero una orilla y después la otra del Guadalquivir, y es que esta luz primaveral de Córdoba es espectral en estas primeras horas del día, tanto que consiguió que desamaneciéramos para luego volver a amanecernos.

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Menci贸n del jurado Fotograf铆a 37

El futuro de cuatro culturas Astrid Hoermann Barcelona


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Menci贸n del jurado Relato corto

El banquete

Gloria Cambr贸n Pimentel C贸rdoba


El banquete 40

Érase una vez tres grandes amigos que vivían en un maravilloso lugar, dulce y acogedor, y ello les hacía sentirse muy afortunados. Compartían quehaceres y amistades y solían verse, a menudo, por ambos motivos, pero lo más importante es que habían conseguido un poco de lo que no todo el mundo logra alcanzar a lo largo de su vida: un pellizco de felicidad por conseguir dedicarse a algo que les satisfacía plenamente y por ser capaces de compartirlo con los demás. Y así, disfrutaban de cada momento con entusiasmo y aunque, de vez en cuando, la vida les arreaba algún que otro coscorrón, eran espíritus básicamente dichosos. En común tenían nada y todo, a la vez. Cada uno era completamente diferente a los demás tanto en su forma, color o tamaño, como en su manera de afrontar lo que el día a día les exigía. Una era fuerte y resistente como el metal, pero con poco fondo y tendencia a ir dejando caer todo aquello que se le daba; otra era frágil y quebradiza como el cristal, pero resistente a la vez, y con un interior profundo y hospitalario; y el tercero era elegante y delicado, exquisito como la porcelana, pero, todo hay que decirlo, también algo superficial. Si hubieran terminado formando parte de una viga, una bombilla o un jarrón, probablemente, ni se hubieran conocido, pero el destino les tenía


reservado que esos tres universos tan diferentes compartieran un mismo escenario haciendo que el entendimiento y la amistad reinara frente al destierro o la incomprensión. ¿Quiénes son estos tres personajes tan singulares? ¿Queréis conocerlos? Pues os los presento de inmediato, aunque estoy segura de que os habéis cruzado con ellos en más de una ocasión. Cuchara se consideraba el objeto más feliz y, yo diría, que hasta envidiado del mundo y no hubiera deseado ser otra cosa que lo que era. Aún recordaba aquel día en que, después de mucho tiempo, mucho, no sabía cuánto, dentro de una caja de precioso terciopelo carmesí, una mano tersa y joven la sacó de aquel cómodo hueco que la acogía desde su nacimiento, y pasó a estar colocada en un gran cajón de una fría cocina. A su derecha, estaban los picudos tenedores de carne con sus poderosos cuchillos a su lado, con los dientes robustos y afilados; a su izquierda, los siempre discretos tenedores de pescado y, junto a ellos, sus cuchillos compañeros, con esa suavidad en el corte que los caracteriza. En la parte inferior, los pequeños de la familia, cucharas y tenedores de postre, cucharillas de café, paletas de untar, varitas para remover… En el cajón de arriba, los patriarcas, el señor cazo, la señora paleta, el gran cucharón,… Acostumbrada a su cómodo aposento, calentito, suave y sin molestia alguna, aquel cajón gris y desapacible, con ese

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continuo abrir y cerrar, siempre expuestos a pillar un resfriado, le pareció aterrador. Los mayores decían: «Tranquila, no te asustes. Ya verás como te gusta», pero ella no lo tenía muy claro. Hasta el día en que una delicada mano la extrajo del cajón y la colocó en una mesa junto a otros compañeros. Expectante ante su futuro inmediato, aguardó en silencio, asustada, cuando, de repente, una mano la agarró, la sostuvo en el aire y, lentamente, la llevó hacia Plato, donde llenó su panza de algo extraño. Era una exquisita sopa con arroz y hierbabuena, calentita y humeante, que llevó hasta la boca donde liberó el sabroso contenido. Y así, una y otra vez, hasta que Plato quedó vacío. Cuchara quería más y más, pero aquel manjar se acabó y volvió al cajón tras ser lavada y secada con un suave paño, que le dio un masaje apacible y cariñoso. Y, desde entonces, todo cambió. Cada vez que el cajón se abría, ansiaba ser elegida y poder probar un nuevo alimento, pero no siempre ocurría y tenía que esperar a la próxima vez. Sopa de tomate, de huevo y zanahorias, de pollo con almendras, de rape con patatas, de setas con queso,… lentejas, cocido, gazpacho…, ajoblanco…, salmorejo… ¿Qué más podía pedir? Solo temía acabar con las sobras, en un descuido, como ya le había pasado a algún pariente cercano; pero salvo por ese pequeño desasosiego hasta que se veía, de nuevo, a resguardo, igual le daba estar rallada o deformada


o arrastrar alguna quemadura o abolladura. Vivía para compartir un nuevo y exquisito manjar que le hiciera de la vida disfrutar. Nuestra segunda protagonista de esta historia se llama Copa. Se tenía a sí misma por una pieza de lo más afortunada pues, desde su segunda fila en la vitrina del salón, podía ver, cómodamente, la vida ir y venir y, aunque solía salir menos que sus amigos, cuando lo hacía, siempre era con motivo de alguna ocasión especial. Su destacada altura le proporcionaba una vista privilegiada y así, cuando era colocada con gran mimo sobre la mesa, tenía la sensación de ser un vigía oteando el horizonte y siempre aprovechaba para saludar a todos los allí presentes: los simpáticos cubiertos, sus colegas platos, el presumido Centro de Mesa… Ella esperaba ansiosa el momento de ver la botella de vino elegida para ese día y siempre había alguna compañera que leía la etiqueta en voz alta: «Guau… ¡Un carbernet!», «¡Valdepeñas, Valdepeñas!», «¡Hoy toca un Rioja!» y todos vitoreaban al cronista con entusiasmo. El tiempo se le hacía eterno esperando ser bañada por ese oro líquido color escarlata, de sabor normalmente seco, aunque, a veces, era dulce o abocado. Esos aromas tan intensos y afrutados le hacían perder la cabeza por completo, sin poderlo evitar. Algunas veces, le gustaba ser traviesa y dejaba que alguna minúscula gotita se deslizara, suavemente, por su cristalina piel. Mantel,

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horrorizado por las consecuencias de la broma, protestaba como un loco: «Copa, por favor, ¡otra vez no!, ¡no hagas eso, que me manchas!». Y ella reía y reía sin parar, a medida que aquella rechoncha y sonrosada gota resbalaba haciéndole cosquillas desde el borde hasta su pie. También había momentos en que Copa sentía un poco de celos de Cuchara y Plato, de la cercanía que había entre ambos y de todo lo que siempre compartían y es por ello que, en esas ocasiones en que Copa y Cuchara se acariciaban, levemente, con ese ligero pero agudo golpeteo que precedía a unas palabras del anfitrión, ella se sentía feliz de poder notar el metal de su amiga tan cerca de su frágil cristal. Plato, que las estimaba a ambas por igual, miraba complacido la escena y disfrutaba de la melodía que las dos componían entre risas. Por su parte, Plato, el tercero del grupo, era el principal protagonista siempre que se reunía con sus amigos, y él y todos lo sabían. Simplemente por su considerable tamaño, ya destacaba de entre los demás y, a pesar del carácter elegante y refinado que su porcelana le proporcionaba, no podía pasar desapercibido por más que lo intentara, que tampoco es que lo pretendiera, en absoluto. En muchas ocasiones, Servilleta lo encubría durante un buen rato y él agradecía su suavidad y su cobijo hasta que, finalmente, una mano ágil e impaciente la retiraba de un plumazo de su esmaltada


superficie, para darle la bienvenida a las anheladas viandas. Sus alimentos favoritos eran las siempre refrescantes y coloridas ensaladas o las cálidas y apetitosas cremas, aunque, sin duda, las carnes, con su autoridad y su señorío, eran las estrellas de cualquier reunión social. Pero los cuchillos de carne eran bruscos y destemplados y no solían tener excesivo cuidado a la hora de ejercer su cortante tarea y ¡qué decir de los tenedores!, tan agudos y punzantes. Él se resentía en silencio, amparándose en la ligereza de la salsa o en las tiernas verduras y deseando que aquel trago pasara, de una vez, mientras Cuchara y Copa lo intentaban confortar y le decían «¡Ánimo! Piensa que tan solo es un ratito». Pero, sin duda, el mejor momento llegaba con la sobremesa, cuando todos se reunían en el lavavajillas y aquello se convertía en una especie de verbena. No era posible que hubiera algo más divertido que aquel chapuzón, esa ducha colectiva con agua calentita, rodeados de vapor y de revoltosas burbujas. Los tres charlaban de sus cosas mientras la espuma recorría sus cuerpos dejándolos suaves y brillantes, como al principio. Cuando todo terminaba y el silencio se adueñaba del espacio, se despedían, con tristeza, hasta el día siguiente o el otro; que nunca se sabía cuánto tiempo iban a tardar en volver a verse y, mientras tanto, tan solo podían echarse de menos y recordar los deliciosos momentos que siempre pasaban juntos.

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Y así, pasaban los días para este trío tan revoltoso. Se sentían afortunados de que la vida les hubiera dado la oportunidad de ser amigos y poder compartir aventuras y desventuras encima de una sencilla mesa. Hubiera sido fácil para Cuchara ser amiga de Cucharita de Café, o para Copa serlo de Vaso de Whisky, o para Plato de Bajoplato, pero, lo que cada uno aportaba a la vida de los otros eran algo tan insustituible, que ya no se imaginan que en su biografía no hubiera un capítulo dedicado a ellos. Quizá otros mundos diferentes que rodean al que se desenvuelve en una mesa de salón o de cocina deberían tomar nota de lo maravilloso que puede llegar a ser conjugar cosas tan diferentes como una cuchara, una copa, o un plato; una servilleta, un mantel o un tazón y conquistar ese mágico vínculo que ellos sí han alcanzado para regocijo suyo y nuestro. Y colorín colorado, este sabroso cuento se ha acabado.


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Mención del jurado Fotografía

La señal Manuel Antonio Rodríguez Gómez Salamanca

Imagen alegórica en la que se relacionan la cultura cristiana, la cruz que forman las cuatro manecillas, con la media luna del Islam, soporte del reloj.

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EL

JURADO DE LA

CORTO

"EL

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EDICIÓN DEL

CONCURSO

DE

RELATO

COLOQUIO DE LOS PERROS" ESTUVO INTEGRADO POR :

- Mª Dolores Fernández Córdoba. Profesora de Lengua Castellana y Literatura del IES Inca Garcilaso de Montilla.

- María del Sol Salcedo Morilla. Maestra de Primaria del CEIP Torre Malmuerta de Córdoba.

- Francisco Javier Lucena Domínguez. Coordinador de Proyectos Estratégicos de la Oficina Municipal para la Capitalidad Cultural Córdoba 2016.

- Rafael Pedraza Jiménez. Socio de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

- Carlos Merino Márquez. Socio de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

EL

JURADO DE

FOTOGRAFÍA

ESTUVO INTEGRADO POR:

Miembros de la Asociación Cultural El coloquio de los perros


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