El velo negro

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EL VELO NEGRO

Anny Duperey

EL VELO NEGRO

Fotografías de Lucien Legras Cielo Invertido Ediciones

Duperey, Anny El velo negro / Anny Duperey ; fotografías de Lucien Legras. - 1a edición especial - 2021. 240 p. ; 21 x 17 cm.

Traducción de: Raquel Algarra ; María Martha Boccanera ; Juan Zavala. Corrección: Dolores González Montbrun

ISBN 978-987-88-0559-7

1. Narrativa Francesa. 2. Literatura. 3. Fotografía. I. Legras, Lucien, fot. II. Algarra, Raquel, trad. III. Boccanera, María Martha, trad. IV. Zavala, Juan, trad. V. Título. CDD 843

Del original en francés: LE VOILE NOIR © Éditions du Seuil, avril 1992

Queda hecho el depósito que indica la Ley 11.723

Cielo Invertido Ediciones, diciembre 2021 Córdoba, Argentina

que lo que digo es signo, de una vez por todas, de un aniquilamiento, de una vez por todas. No encontraré jamás, en mis propias cavilaciones, más que el último reflejo de una palabra ausente en la escritura; el escándalo de su silencio y de mi silencio...

Escribo. Escribo porque hemos vivido juntos. Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque la huella de eso es la escritura.

La escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida.

GEORGE

W o el recuerdo de infancia

Había pensado, lógicamente, dedicar estas páginas a la memoria de mis padres. De mi padre, sobre todo, el autor de la mayor parte de estas fotos, que son la base y la razón de ser de este libro. Curiosamente, ya no es mi deseo. Estoy sorprendida. Pero supongo que otras sorpresas me esperan en esta aventura arriesgada que emprendo. No se puede atacar impunemente al silencio y a la sombra que, hace tanto tiempo, han caído sobre el que ha desaparecido. No, ya no tengo más ganas de eso. Dedicarles este libro me parece una coquetería inútil y falsa. Jamás he depositado una flor sobre su tumba, ni tampoco he vuelto a poner los pies en el cementerio donde ellos están enterrados ¿Por qué haría hoy la ofrenda de estas páginas al vacío?

Mi padre tomó estas fotos. Las encuentro bellas. Creo que tenía mucho talento. Yo deseaba mostrarlas desde hace años. Paralelamente crecía en mí el sordo impulso de escribir sobre mi infancia cortada en dos, sin recurrir a la mascarada de la ficción. Esos dos deseos se han reunido naturalmente y justificado el uno al otro. Porque estas fotos son para mí mucho más que bellas imágenes, ellas son, para mí, lugar de memoria. No tengo ningún recuerdo de mi padre ni de mi madre. El impacto de su desaparición arrojó sobre los años anteriores a su muerte un velo opaco, como si ellos no hubieran existido jamás.

Si al comienzo de este libro (donde paradojalmente no voy a hacer más que una cosa: tender hacia ellos) les niego el estatuto de existentes (¿dónde? ¿cómo? ¿bajo qué forma?), es sin duda a causa de este sentimiento de que mi vida comenzó el día en que murieron. No me queda nada de ellos, más que estas imágenes en blanco y negro. El uso que hago de ellas no les concierne, pues, más que lo que yo he devenido. Sin duda también porque, oscuramente, les tengo rencor por haber desaparecido tan jóvenes, tan hermosos, sin la excusa de la enfermedad, sin tampoco haberlo querido, tan tontamente, casi por descuido. Es imperdonable.

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Es por esto que antes de intentar escribir en el margen de estas fotos voy a apartarme una última vez (como lo he hecho desesperadamente hasta aquí) de la herida que me han dejado en el lugar de su amor y voy a dirigirme a la persona más cercana que me queda, a la otra sobreviviente, a la persona más semejante a mí en el mundo, mi hermana, que ha padecido, creo, todavía más dificultades que yo para vivir con sus ausencias.

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A Pitou, entonces.

No hay ningún dolor que el tiempo no apacigüe.

Autor desconocido y seguramente muerto. Qué pena.

Yo habría querido preguntarle: ¿Cuánto tiempo?

La cómoda-sarcófago

En el medio de la casa hay una cómoda de tres cajones. No está relegada en un rincón o contra un muro, está realmente en el medio. Sirve de tabique entre un taburete y el piano. Ahí ponemos el correo, nuestros lentes, los niños sus juguetes.

En el primer cajón están las partituras y en el segundo todo el pequeño revoltijo doméstico con el que uno no sabe qué hacer.

Yo no abría nunca el tercer cajón, el de debajo de todo. Contenía los negativos de las fotos de mi padre, ordenados en pequeñas cajas de cartón etiquetadas por él mismo con los negativos en soporte flexible; y en largas cajas de madera fabricadas por él, las placas fotográficas de vidrio.

Hace veinte años, durante una mudanza, fueron recuperados por mi hermana de un altillo familiar de Rouen, donde habían quedado olvidados. Ella me dijo un día: “He recuperado las fotos de papá”. Pequeña puntada en el corazón. Yo tenía el recuerdo de ciertas copias colgadas en los muros de la casa de mi tío y en las de mi tía, pero ignoraba que subsistían los negativos. “Bien”, dije. Y el silencio volvió a caer sobre ELLOS, tal como lo había hecho durante tanto tiempo.

Ella guardó durante algunos años las cajas ordenadas en hilera en un rincón de otro altillo. Luego, cuando la vida la empujó a cambiar a menudo de lugar dejando todo detrás, me las trajo.

Todo estaba en un bolso, no muy grande pero pesado a causa de las placas de vidrio y de las cajas de madera. Las contemplamos a nuestros pies, pequeños objetos de una terrible densidad para nosotras solas, tesoro intacto rescatado de la catástrofe. Las pequeñas cajas contenían las imágenes testigos de años olvidados por mí e ignorados por ella, nacida algunos meses antes de la muerte de nuestros padres. Contenían fotos profesionales, pero sin duda también fotos familiares, de nuestros padres, sus rostros y sus sonrisas fijadas sobre los

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negativos. Nadie las había tocado desde que las manos de mi padre las había deslizado en sus envolturas de papel transparente. Todo lo que quedaba de ellos estaba ahí. Intacto.

Sentimos una emoción, mezcla de respeto y de aprehensión, quizás comparable a la de los arqueólogos ante la momia que han exhumado. ¿Retirar las vendas? ¿O dejar todo como está, indemne? No se trataba aquí de huesos y piel, sino del símbolo en blanco y negro de eso que no estaba más. Pero lo que encuentran los arqueólogos no viene de su padre y Nefertiti no es su mamá… Miramos la escritura decolorada precisando las fechas, los lugares, laconismo profesional de un hombre cuidadoso. La tentación nos llevó a colocar algunos negativos delante de una lámpara para adivinar lo que representaban. Un paisaje, una orilla del Sena… Tranquilizadas por su impersonalidad, abrimos otra caja. Cuando aparecieron los rostros, sonrisas negras y ojos blancos sobre la gelatina, ordenamos todo y las cajas fueron cerradas.

Dado que yo tenía un trabajo que me retenía muy seguido en París, y por mi naturaleza más sedentaria, se decidió que yo sería quien las guardara.

Cuando algún tiempo más tarde, me dediqué yo misma a la fotografía y al revelado en mi casa, tuve el proyecto de cambiar mi vieja ampliadora por un aparato multiformato que me permitiera revelar esas fotos, porque los negativos, cuadrados en su mayor parte, son de un tamaño poco usado actualmente. Pensaba, pensaba y no lo hacía nunca.

Y la vida continuó, la buena vida. El hombre que amo conmigo, el teatro donde vivir pequeñas vidas paralelas, los amigos seguros, y los niños que llegan… Los negativos dormían, los años pasaban.

Periódicamente, volvíamos a hablar con mi hermana de las pequeñas cajas sin ceder jamás al deseo de abrirlas de nuevo. La aprehensión era siempre más fuerte. Un día, ella llegó a la casa con algunas nuevas huellas del pasado en su bolso. Una limpieza más profunda del último altillo donde habían permanecido las fotos había hecho aparecer esta vez tres papeles: los documentos de identidad de nuestros padres y una libreta de familia.

Fueron apenas entreabiertos, antes de ser depositados apresuradamente sobre las otras reliquias, y el cajón (iba a escribir el “sarcófago”) vuelto a cerrar. Contiene también una carta, sobre la que hablaré quizás más tarde.

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Un año. Dos años… Los niños crecían. Mi hijo haciendo rodar sus pequeños autos sobre la cómoda, mi hija agarrándose de ella para empezar a caminar. Interesada siempre en la fotografía –conciente sin embargo de que este interés periférico por eso que alguien ha llamado “las imágenes fijas de la muerte en marcha” iba a llevarme tarde o temprano a la apertura del famoso cajón–encontré un día un eminente especialista de revelado en blanco y negro y le hablé, entre otras cosas, de las pequeñas cajas. Hombre sensible, comprendió enseguida la carga emocional que ellas tenían para mí, y se las confié. Hablo de él porque fueron su humanidad y su delicadeza las que me permitieron saltar el paso de negativo a positivo, sin jugar sobre el sentido de las palabras… No me hubiera decidido a hacerlo frente a algún profesional a secas. Él partió entonces con un pequeño bolso, de nuevo no muy grande pero muy pesado, y pasaron algunos meses en los que fuera de sus horas de trabajo y ayudado por su asistente, las reveló con infinito cuidado. La cosa me volvió bajo la forma de un archivo, donde se alineaban los paisajes, las orillas del Sena, y también las sonrisas con dientes ya no negros sino blancos.

Dispuestas sobre la mesa frente a nosotros me aseguró sobre la calidad de las fotos, también sobre su belleza. Su opinión, puramente profesional esta vez, me importaba, porque tomaba forma en mi cabeza el vago proyecto de mostrarlas un día.

Cuando él partió, me quedé un largo momento pensativa delante de los archivos. Los dejé ahí algunos días, después fueron desplazados sobre un mueble, luego en otro... densos. No me decidía a abrirlos... Y apenas me atrevo a decirlo porque puede parecer infantil: tomaron el camino del cajón sin que haya mirado lo que contenían y quedaron guardados con los negativos un año más.

Los niños, la vida, una nueva obra de teatro, las vacaciones, el paso del tiempo, todo me venía bien para demorar otra exhumación. Creo que sólo la gente que ha vivido algo parecido puede no reírse de esta suerte de parálisis, este sentimiento de desgano, sin lágrimas y sin grandilocuencia, que detiene la mano, simplemente. Luego, habiendo dado todos los pasos para que la cosa se vuelva inevitable, llega un momento en el que las dilaciones se vuelven ridículas para uno mismo.

No me detendré más sobre los detalles porque este libro prueba que no solamente las he mirado sino elegido, escogido. Una elección personal un poco

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arbitraria, que descartó imágenes de un valor fotográfico superior pero que me “hablaban” menos.

Fue al hacer esta elección, y al preguntarme por el interés tan relativo de publicar las obras de un fotógrafo desconocido y muerto hace más de treinta años, cuando me quedó claro lo que pretendía: tenía que adjuntar a estas fotos la resonancia que despertaban en mí.

Estos proyectos tan personales, ni novela ni biografía, tardan su tiempo en encontrar su forma. No se pueden definir arbitrariamente. Éste se compone de elementos sobre los cuales tengo poco poder: fotos que no son mías, que recibo y que no he tomado, y mis sentimientos y reacciones que no domino. La decisión misma de aplicarme a esto tampoco es el resorte de mi voluntad, es una necesidad que aparece después de un largo camino. Sospechaba desde hace mucho tiempo que sentiría un día la necesidad de escribir sobre mi infancia partida en dos. Incapaz de empezar una tercera novela, impotente para lanzarme sobre un nuevo escenario, suponía que la fabricación de una ficción se me escapaba porque tenía un libro atravesado en el corazón, y que sería necesario que tarde o temprano pasara por él, que escriba desde el YO sin la protección de un personaje. Estas fotos, que encuentro bellas y que son testimonios de una parte olvidada de mi vida, me llevaron hacia allí. Habiendo reconocido y aceptado la necesidad, otras preguntas, ¿dilaciones?, me asaltaron…

Los actores, al menos aquellos del “género” al cual yo pertenezco, sienten imperativamente la necesidad de una máscara. Incluso, y en mi caso SOBRETODO, escribiendo. Servirse de una misma, de todo en una misma, ciertamente, pero no dar las claves. Se trata allí, más allá del pudor y la discreción, de la salvaguarda de la integridad personal cuando todo el resto se ofrece a las miradas y a los juicios. ¿Qué necesidad me empujaba pues, a mí, que cuidaba tan celosamente hasta ahora mi imagen pública cubriendo mis debilidades, a escribir sobre el acontecimiento que ha marcado mi infancia?

No sé. No sé, la meta me es todavía desconocida. Yo voy a tientas, al tuntún.

La NECESIDAD es ciega… Pero si se ha hecho sentir, ¿por qué no considerarla en mí, en la intimidad?

No es tan simple. Creo que el desahogo solitario, escrito o no, es más o menos estéril y sirve ante todo para descargarse o, peor, para mantener viejos

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dolores, hasta para agravarlos. Una se enreda, se miente, se las arregla tan bien con una misma…

Pero si debo compartir todo eso, ¿por qué entonces no haber escogido un amigo querido, mi compañero o una persona de mi familia para hacerlo? Incluso un profesional, ¿por qué no?

Se me hizo evidente, y esto es muy nuevo para mí, pues he creído siempre lo contrario, que mi sentimiento de impudor sería más fuerte en la intimidad, y también la tentación de huir. El público, la idea de ser leída, obliga a una tentativa honesta (yo tengo un temperamento honesto) de lucidez. Y también a un esfuerzo de dignidad en la forma. El recuerdo al cual me dirijo puede todavía en ciertas horas tirarme al suelo y arrancarme sollozos de niña, quizás hasta el fin de mis días. Pero para compartirlo con desconocidos, con otras sensibilidades anónimas, debo estar mentalmente de pie. “Los modales, decía Arletty, en todas las circunstancias…”. Bonita divisa que yo debo, ahora o nunca, tomar a mi cuenta. Así es como eso que me desgarra el corazón podrá sin duda presentarse junto con una gran frialdad. Es una defensa natural que he utilizado tanto que espero reencontrarla ya en filigrana en mis futuras páginas.

Quedaban por barrer mis escrúpulos íntimos y las preguntas ociosas en cuanto al interés del tema para otros. ¿No han sido ya escritos todos los libros y todos los paisajes pintados o fotografiados?

Es por todas esas razones que no están, empujada por una necesidad indefinida hacia un objetivo incierto, con el único apoyo de la convicción algo sencilla de que las cosas llegan a su debido tiempo, que tomé esa mañana mi lapicera; también con la idea tranquilizadora, hay que decirlo, de que una vez que mi esfuerzo de lucidez se cumpliera, podría día a día ordenar esas páginas al abrigo de las miradas, al mismo tiempo que las fotos, en el famoso cajón, por ejemplo…

Y heme aquí volviendo al tercer cajón de la cómoda-sarcófago. La cosa es casi cómica: es necesario que lo abra de nuevo.

Tengo que encontrar ahí la libreta de familia porque un detalle se me escapa: he olvidado la fecha de su muerte. Debería decir, para ser más justa, que la he borrado, una no olvida una cosa semejante.

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Nuevas dilaciones. El pequeño carnet amarillento permanece semanas entre mis papeles.

Durante un tiempo, contemplo las fotos, vacilo, retrocedo. Es grande la tentación de dejarlo todo de nuevo en el cajón.

Por supuesto, ese detalle no tiene ninguna importancia en sí mismo. Yo bien podría descansar en una aproximación que me evitaría el gesto. O bien preguntarle a mi hermana. No es lo mismo. De la misma manera, no quiero pedirles información sobre ellos a nadie, ni rasgos de carácter, ni precisiones de lugar. Quisiera dar cuenta, sin pedir nada prestado, de lo que me han dejado. La tarea será dura e ingrata: no me queda casi nada…

Es quizás por eso que me obstino en tener que mirar ese trozo de papel que no tiene otro valor que ser la letra oficial, tangible y escrita, de su existencia y de su desaparición. La libreta está ahora abierta frente a mí. Me golpea su admirable concisión en el resumen de la vida: fecha de nacimiento, fecha de casamiento, fecha de deceso. Punto. Se agregan las fechas de nacimiento mía y de mi hermana, nuestras fechas de deceso están en blanco, evidentemente. No serán completadas nunca. Al haber, por así decirlo, explotado el núcleo familiar, esta libreta no tiene más razón de ser, salvo la muy amarga de estar entre mis manos hoy.

Puedo entonces escribir, porque me he fijado, que Lucien Legras y su esposa Ginette murieron el 6 de noviembre de 1955 a las 11 horas de la mañana. Nacidos con un intervalo de algunos meses, ambos tenían treinta años.

Mi hermana tenía apenas seis meses y yo ocho años y medio. (Que quienes gustan de hacer cuentas las hagan).

Ellos no murieron juntos voluntariamente, fue un accidente. Ni ruidoso ni espectacular, sin hierros retorcidos, sin choques, sin sangre, sin rastros de violencia. Fue una muerte silenciosa, la muerte que “toma” suavemente, que deja los cuerpos bellos e intactos, como dormidos: la asfixia.

Nos habíamos mudado hacía poco tiempo a una casita nueva que ellos habían hecho construir en las afueras de Rouen. Nueva y terminada demasiado apresuradamente: no tenía boca de ventilación en el baño.

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Ellos fueron prevenidos del peligro dos veces, algunas personas de la familia que se ducharon en nuestra casa se habían sentido descompuestas. Hablaron con un plomero vecino, pero éste, sobrecargado de trabajo, se olvidó del problema, pasó cada día delante de la casa sin detenerse.

Qué importa, nos instalamos alegremente: era verano, despreocupación y temperatura agradable, bastaba con dejar la ventana entreabierta. Luego llegó el otoño. Un domingo por la mañana (era un domingo, de eso me acuerdo) nos íbamos a almorzar a lo de mi madrina, hacía frío, demasiado frío para bañarse con la ventana abierta. Ellos la cerraron, y el dióxido de carbono no tiene olor.

Mi hermanita dormía tranquilamente en su cuna cerca de la cama de ellos, y yo haraganeaba en la mía. No debo mi supervivencia más que a la desobediencia: rehusé ir a bañarme, sorda al llamado repetido de mis padres, y me volví a dormir dulcemente. El despertar fue más duro.

No avanzaré más por ahora. Quisiera simplemente mirar las fotos, escuchar lo que ellas me dicen, si es que a pesar de todo pueden hablarme. No sé nada. Sino me callaré. Me seguiré callando… ¿Qué otra cosa hacer?

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