El Camino #8

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Nicolino Locche "EL INTOCABLE" 'El Intocable', el argentino que reinventó el boxeo Estadio Luna Park de Buenos Aires, 18 de noviembre de 1972. La historia del boxeo registra uno de esos escasos acontecimientos que obligan a perdonar todos los claroscuros, decepciones y miserias de este deporte. El ídolo local Nicolino Locche, que acaba de perder el cetro mundial de los superligeros, se enfrenta al mexicano Gerardo Ferrat (34 victorias, 23 por KO; 16 derrotas, 11 por KO; y dos combates nulos). El gran Nicolino tiene 33 años y, aunque sigue siendo el Intocable, ya ha iniciado su declive. Un púgil digno, pero de segunda fila, ha logrado lo increíble: le ha alcanzado en el rostro. La parroquia no quiere ver su mejilla izquierda amoratada. Se diría que Gerardo Ferrat tampoco. Al acabar el décimo asalto, el mexicano confirma que el argentino ha vencido y lo lleva en volandas por el ring, sin esperar la decisión de los árbitros. Es difícil que los amigos te quieran, pero lograr que te quieran los rivales es casi imposible. Milagros así solo están al alcance de genios como Niccolino Locche, un boxeador atípico con una forma de boxear aún más atípica. A. J.

Liebling, el Beethoven de las crónicas pugilísticas, explica en La dulce ciencia (Capitán Swing) que “cuando te pegan sobre un cuadrilátero sientes la cabeza como una cajita de música enloquecida”. El Intocable escuchó muy pocas veces esa música. Al comienzo de su carrera lo que sí escuchó fueron abucheos y pitidos. Los aficionados no entendían su estilo, siempre con la guardia baja, los puños caídos, sin aparente belicosidad. Derrotaba a los rivales casi por cansancio. Le lanzaban ocho, nueve, diez golpes sin rozarle. Su flexibilidad, agilidad e increíbles reflejos le permitían desquiciar a sus contrincantes: lo esquivaba todo. Parecía que los contrarios practicaban boxeo de sombra o que braceaban en el vacío. Y no solo eso. En plena tormenta, Nicolino se agarraba a su víctima y miraba al público de las primeras filas o a los fotógrafos y les hablaba: “¿Y yo? ¿Cuándo pego yo?”. Los abucheos devinieron ovaciones a medida que los espectadores comprendieron que no era un payaso. O que era un payaso genial. El Chaplin del ring, le llamaron. Encadenó una victoria tras otra. Argentina se paralizaba cada vez que actuaba. Porque él actuaba, no peleaba.

Le preguntaban cómo había ido el combate y respondía: “¿Qué combate?”. Acababa los 15 asaltos (¡15!) y había espectadores más cansados que él. No parecía un titán: medía 1,68 metros, tenía una calvicie incipiente y estaba enganchado al tabaco (eran otros tiempos: bebía y llegó a encender un cigarrillo con la colilla de otro). Y eso fue. Un titán, un coloso, un artista. El palmarés de sus 136 peleas es increíble: 117 victorias, 14 por KO; cinco derrotas, una por KO; y 14 nulos. No todas las opiniones sobre él son unánimes. En su propio país, unos dicen que es uno de los mejores de la historia; otros, que no era un boxeador, sino un hombre espectáculo. Así opina por ejemplo, Adrián Dottori, autor de la biografía Nicolino Locche: la leyenda intocable. “Era un torero loco”, añade su biógrafo. Toreaba en el Luna Park, que arrastra una mácula (en 1938 albergó el mayor acto nazi fuera de Alemania). Los porteños solo han llorado en este palacio de deportes dos veces. Por Carlos Gardel, cuyo velatorio se instaló aquí, y por Nicolino Locche. Pero las segundas fueron lágrimas de alegría. El público estallaba de felicidad con sus triunfos ante rivales cada vez de más fuste. El problema es que no era un deportista. No vivía como uno profesional. Lo de in corpore sano no iba con él. Le gustaba la noche. Algunas mañanas decía en el gimnasio: “Voy a por el periódico”. Y no volvía hasta el día siguiente. Cuando tenía una cita difícil, le preguntaban a su legendario entrenador, Francisco Bermúdez, don Paco, si su pupilo iba a entrenarse duro. “Me conformo con que se entrene”, respondía él. Se enfrentó a los mejores. Derrotó a excampeones como los estadounidenses Joe Brown y Eddie Perkins. O al italiano Sandro Lopopolo. Hizo tablas con el panameño Ismael Laguna y el puertorriqueño Carlos Ortiz. Pero si quería llegar alto tenía que abandonar su feudo del Luna Park. Entonces le llegó su gran oportunidad, como a Rocky Balboa con Apollo Creed. Y, como en la película, muchos creyeron que no tenía posibilidad alguna.

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