Un año sin Mozart

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Ya están las tres juntas, pensé mientras escuchaba el ruido característico que hacían mis vecinas en determinados momentos.

Acababan de enterrar a su madre y las tres hermanas, solas, sentadas alrededor de la mesa redonda de la salita, se reunieron como siempre. La casi centenaria doña Sole había vegetado los tres últimos años de su vida; pero cuando estuvo bien de la cabeza también se unía al grupo de sus hijas para hacer ese ruido que tanto me intrigaba, una especie de bisbiseo, apenas imperceptible, para ir subiendo de volumen hasta transformarse en un murmullo parecido al de una conversación entrecruzada. Lo escuchaba desde mi casa, a veces dejaba lo que estuviera haciendo para poder prestar más atención; incluso alguna vez bajé, con sigilo, hasta el pequeño jardín para meterme entre las hojas del gran magnolio o hacer que quitaba las ramas secas del lilo y así poder comprender lo que murmuraban.

Núnca logré entender lo que cuchicheaban las gurruminas. Por supuesto siempre tuve mi opinión al respecto, pero, antes de comunicárselo a mi familia y tomar las medidas oportunas, quería estar seguro de lo que descubría, si es que lograba descubrir algo; mis vecinas eran taimadas y precavidas, aunque yo siempre he sido tozudo y perseverante.

Tendría unos cinco años la primera vez que escuché hablar de las gurruminas.

Mi madre es especialista en poner motes, casi siempre acertados; lo hace sin pensar, de pronto le sale y los demás nos limitamos a reproducir-

los. Es cruel, mi madre, en el ejercicio de su especialidad, el mote en cuestión suele hacer referencia a alguna característica física de la persona que ella considera defecto. Como cuando se refería a mi amigo Juan José llamándole «el cuatro ojos», solo porque tuviera gafas, o al tendero de la calle paralela a la nuestra que le puso «el gangoso», porque se le trababa un poco la lengua al hablar. Pero nunca me atreví a protestar por miedo a que me contestara con ese tono tan característico suyo, entre airado y sarcástico.

—¿Es que JJ no lleva gafas? (además de especialista en motes, mi madre, ha sido siempre muy moderna y se adelantó a la moda yanqui de optimización de nombres largos). ¿Acaso miento? Di, venga, di si miento. —Siempre ha tenido la obsesión de demostrar que va con la verdad por delante, como dice ella.

—No, mamá, no mientes —le contestaba yo con un hilillo de voz—, pero Juan José lleva gafas porque no puede ver bien de lejos, es una cosa que no depende de su voluntad.

Y me iba, cobarde, con un nudo en la garganta, sin atreverme a plantar cara y decir que me parecía mal reírse de alguien solo porque fuera calvo o pesara más de lo que la sociedad considera lo «normal» o llevara gafas con más o menos graduación.

Encerrado en mi habitación me dedicaba largo tiempo a despreciarme profundamente por mi falta de coraje y a hacer firmes propósitos de valentía para la próxima vez que ocurriera. Lo cual nunca llegó a pasar.

Años más tarde me reencontré con Juan José que salía de la Audiencia

Nacional. Le había perdido la pista un poco antes de terminar la carrera.

—Pero bueno, ¿qué haces aquí?

—Trabajo aquí, y ¿tú?

—Vengo a un juicio —le contesté mientras me fijé que llevaba el mismo tipo de gafas de siempre y me vino a la mente, sin querer, el mote de mi madre.

—Yo por fin saqué las oposiciones y soy fiscal, estaré en la Audiencia por poco tiempo, he pedido el traslado al Constitucional y me lo han concedido, se trata de subir en el escalafón. Bueno, bueno con Miguel, chaval, estás igual que siempre, parece que no pasa el tiempo por ti. Si tienes tiempo, tomamos algo aquí al lado, ¿te parece?

Estaba mi madre achacosa, pero cuando aquella noche le comenté por teléfono mi reencuentro con Juan José, no pudo resistirse y me dijo

con un poco de sorna, vaya, vaya con «el cuatro ojos», que se ha hecho fiscal, ¡pues sí que le pegaba!

Colgué el teléfono apesadumbrado, era demasiado mayor para hacerla comprender y yo seguía siendo el mismo cobarde de mierda frente a ella.

No fue este el caso de las gurruminas, les iba como anillo al dedo el mote puesto por mi madre al poco de ser vecinas nuestras; las gurruminas eran ruines, mezquinas y sobre todo desmedradas, todo ello envuelto en apariencia de normalidad absoluta. Lo que entonces yo no sabía era su condición maléfica.

Los padres de las gurruminas se establecieron en Madrid después de la Guerra Civil, a finales de los cuarenta. Su origen castellano viejo no lo pudieron, ni quisieron disimular. Era un orgullo para el señor Marcial hablar de sus milenarios pinares de pinos piñoneros, herencia familiar, que a su vez lo dejaría a sus hijas; una pena que el único varón no fuera todo lo normal que hubieran querido ellos y no pudiera hacerse cargo de las numerosas tierras.

Recuerdo el día que se mudaron a la casa de la esquina.

Estaba jugando con una amiga y con sus bonitos gatos, Brigí y Boli, que a pesar de ser madre e hijo pretendíamos, como siempre, casarlos. En aquella época solíamos jugar a los curas, el cura era siempre mi amiga Ana, decía que ella de mayor quería ser cura.

—Monja —respondía yo—, tú tendrás que ser monja y yo podré ser cura porque soy hombre, pero como no quiero, seré médico, como mi padre.

Entonces Ana se enfadaba mucho y a veces lloraba de la rabia que le producía no poder ser cura.

—Bueno, pues de mayor, primero seré caudillo, para cambiar las leyes, después me haré cura y podré casar a la gente.

Ana tenía verdadera obsesión con casar todo lo que se le ponía por delante, casi siempre los contrayentes eran sus gatos o los perros de un vecino, también santos. Retazos de esa obsesión, de mayor le dio por hermanar ciudades.

Montábamos una solemne ceremonia, o eso nos parecía, en un gran nogal cercano a mi casa y que lindaba con un parque lleno de árboles y de pavos reales de tristes cantos vespertinos. Vestíamos a los novios con la ropa que Ana quitaba a sus muñecas. Después se subía a la primera rama del nogal y,

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ritualmente, se ponía una bufanda a modo de manípulo y un sombrero viejo de su madre que hacía las veces de capelo cardenalicio porque terminaba en cinco borlones a cada lado, decía en plan sabihondo.

—Los que tienen tres borlones son de obispo o de abad mitrado, los canónigos solo tienen dos, pero este tiene cinco, como los cardenales y arzobispos —decía moviendo los borlones con su mano para darse más importancia.

Mi misión en la ceremonia era la de conducir a los novios hasta el altar consistente en una pequeña plataforma de madera puesta bajo el nogal. Era el papel más ingrato porque no me tenía que vestir de nada (a veces me pintaba un bigote) y sobre todo porque casi siempre terminaba con algún que otro arañazo, momento en el cual se terminaba la boda y comenzaba mi pelea con el señor cura.

Aceptaba jugar con Ana por estar secretamente enamorado de ella y aspirar a poder ser algún día el novio y ella la novia. Pero a lo más que llegamos con el tiempo fue a algún furtivo beso y algún iniciático sobeteo. Cuando las cosas parecían que iban a pasar a mayores los padres de Ana decidieron vender la casa y trasladarse a vivir a Burgos.

El día que llegaron a Madrid las gurruminas y vimos el camión de mudanzas reculando por la estrecha calle de la Colonia en la que vivíamos dejamos la boda de los gatos de Ana para mejor ocasión; nos sentamos en el bordillo de la acera fascinados por los grandes fardos que bajaban del camión. Y comenzamos a soñar con fantásticos viajes a lejanas tierras. Ana quería viajar a Brasil, lo más exótico y lejano; yo prefería Inglaterra para ver si de verdad se conducía por la izquierda.

Tras el camión de la mudanza un destartalado Citroën Pato transportaba a la familia Martínez Aguado al completo; el primero en salir del coche fue el señor Marcial, seguido de doña Sole, su diminuta mujer, y de sus cuatro hijos: las tres gurruminas y Toñín, que era sordomudo.

Ana y yo no sabíamos qué significaba ser sordomudo y el primer día nos enfadamos con el pobre Toñín porque no nos contestó cuando le hablábamos, pasaba por nuestro lado y nos miraba fijamente para salir corriendo hacia el interior de su nueva casa. Al poco rato salía y volvía a pasar junto a nosotros, se iba al camión de la mudanza para coger algún bulto; era fuerte y, para presumir delante nuestra, cargó un bidón de

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cartón piedra color marrón con bordes metalizados que arrastró heroico hasta la casa. Era uno de esos bidones que enviaron los americanos llenos de leche en polvo y de queso para paliar un poco la hambruna que hubo entre los niños españoles de la postguerra.

Tendría catorce o quince años Toñín, pero su madre todavía lo llevaba con pantalón corto. Doña Sole era tajante, hasta los dieciséis no se tiene derecho al pantalón largo y a pesar de las protestas de Toñín, por la vergüenza que pasaba al enseñar todas las piernas cubiertas de vello, y del frío que pasaba en invierno ahí estaba, el pobre, con su pantalón corto. Yo, con mis cinco años, envidiaba las piernas del sordomudo llenas de espeso y negro vello y como había oído que afeitándose el vello sale más fuerte y más rápido, siempre que me acordaba, le cogía la cuchilla de afeitar a mi padre y me rasuraba las piernas con la esperanza de parecer un oso.

El muslo derecho de Toñín tenía una gran cicatriz que nos llamó enseguida la atención; Ana, un poco más atrevida, le preguntó qué era eso, pero Toñín solo emitió un sonido gutural que nosotros no pudimos comprender, fue entonces cuando el señor Marcial nos dijo:

—Es que es sordomudo.

Luego pregunté yo si los juguetes que se veían en el camión eran suyos y me contestó de la misma forma, emitiendo unos ruidos guturales.

En esa ocasión fue la hermana mayor, Mari Cruz, quien se presentó.

—Me llamo Mari Cruz, él es mi hermano pequeño, Toñín, es sordomudo.

—¡Ah! —contestamos Ana, y yo, que seguíamos sin saber lo que era ser sordomudo, pero debía ser algo que justificase hacer esos ruidos.

Tardé bastante tiempo en comprender lo que significaba ser sordomudo; se lo pregunté a mi padre que me lo explicó claro y sencillo, aunque me costó bastante asimilar que algo tan corriente como poder escuchar lo que otros hablan y poder hablar sin esfuerzo alguno, fuera para alguien un problema. Con el tiempo me hice amigo de Toñín, un chico muy inteligente que comprendía todo perfectamente, mejor que muchos con todos los sentidos intactos.

Al año de su llegada a la Colonia marchó Toñín a un colegio especial para aprender a leer en los labios, a expresarse con las manos y aprender un oficio. Sentí su partida porque le había tomado afecto y cuando regresaba para pasar unos días con su familia procuraba estar siempre con él.

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Al poco tiempo de mudarse la familia de doña Sole ya empecé a escuchar esos murmullos que tanto me intrigaban.

Estábamos, Ana y yo, recolectando hojas de morera para nuestros gusanos; aquel año queríamos montar una factoría de seda de la que saldrían bonitos hilos que, por supuesto, pensábamos teñir de colores y vender, por lo que necesitábamos cantidades ingentes de gusanos. Para los hilos ya teníamos compradora, Angelines, la pequeña de las gurruminas, que había entrado a trabajar como aprendiza en casa de un importante modisto; por eso nos dejaba coger hojas de su morera, decía ser una forma indirecta de participar en nuestra industria.

Fue Ana la primera en escuchar el bisbiseo.

—Creo que están rezando —me dijo.

Nos acercamos con sigilo bajo su ventana y vimos a las tres hermanas y a su madre sentadas alrededor de la mesa camilla que tenían en la salita de estar. Estaban con las manos entrelazadas y con los ojos semicerrados musitando algo que nosotros no podíamos llegar a escuchar bien. Estuvimos largo rato, pero nada, era imposible entender lo que decían. La que más alto bisbiseaba era Angelines, que con los ojos entreabiertos dejaba traslucir su bisoja mirada. Nos tuvimos que marchar porque nos empezó a dar la risa, y no queríamos que nos descubrieran.

—He oído ora pro nobis —decía Ana—, te lo dije, están rezando el rosario.

—Pues yo no he entendido ni una palabra, pero a mí me parece que no es el rosario lo que rezan —contestaba yo, siempre en desventaja frente a Ana que sabía más de todo.

—Sé que estaban rezando, el rosario se reza siempre al anochecer, y YO SÉ que son buenas cristianas. Todas las mañanas, cuando voy al colegio, veo a doña Sole y a sus hijas que van a misa.

Cuestión zanjada, Ana se dio media vuelta y se fue a su casa.

A primera vista pudiera parecer que las gurruminas eran tres solteronas de nacimiento a punto de llegar a la peligrosa edad de vestir santos. Pero no era así, MariCruz, la mayor, y María Dolores, la mediana, tenían novios formales y hacían preparativos de boda. Ana disfrutaba de lo lindo cuando se metía en su casa y le enseñaban el ajuar que primorosamente habían cosido y guardaban dentro de grandes arcones con sus nombres pintados en bonitas letras de colores a la derecha de la tapa.

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Parecían los arcones de las hermanastras de Cenicienta. En el caso de las gurruminas fue precisamente Cenicienta quien se quedó sin novio, sin boda y sin hijos. Nines, la pequeña, fue la única que no se casó.

La apariencia de las gurruminas en conjunto era agradable pero vulgar, sin tener algo que llamara la atención, se puede decir que eran ordinariamente corrientes. La mayor, de lánguidos ojos marrones, parecía una frágil muñeca; Lola con sus dos simpáticos hoyuelos en las mejillas era la más simpática; Angelines, a quien su familia siempre llamaba Nines, de morena y larga cabellera, se caracterizaba por querer agradar siempre. Y las tres habían heredado de doña Sole su hablar suave y los mofletes regordetes enmarcados en unos rasgos redondos que les daban aspecto de bondad. Nunca más lejano de la realidad.

Me remonto a mis primeros contactos con mis vecinas porque en la situación en la que estoy ahora tengo todo el tiempo del mundo para plasmar mis recuerdos; conforme estoy escribiendo esta mi historia, se van atropellando en la memoria recuerdos que salen a borbotones luchando por ser, cada uno, el primero. Y no sé si debo comenzar hablando de la enfermedad que me tiene inhabilitado o debo anteponer el sorprendente descubrimiento acerca de mis vecinas, las gurruminas.

Si fuera escritor sabría hilar los hechos de forma que fueran comprensibles y amenos. Intercalaría, repetiría —sin cansar— recuerdos que no quiero olvidar, dialogaría conmigo mismo para que el posible lector me conociera un poco y me tomara en cuenta, citaría oportunamente alguna frase o pensamiento de cualquiera de mis personajes favoritos —eso da prestigio— ahora, por ejemplo, en vez de el posible lector, habría escrito «mis veinticinco lectores», frase de Alejandro Manzoni que me gusta mucho, pero que no sé intercalarla sin que resulte pedante. Si fuera escritor al estilo Paul Auster sabría captar el interés del lector y se cumpliría el propósito que me anima a escribir este relato. Porque en cuanto me descuido lo mas mínimo me sale un estilo demasiado formal, creo que se trata de una deformación profesional; tanta demanda, tanto «otro sí», tanto «suplicar al juzgado», acaba por dejar huella y en vez de escribir, redacto, no le doy emoción al texto y no sé si sabré transmitir la angustia en la que vivo desde hace dos años.

Podría simplemente escribir recuerdos y conceptos para que me los transcribiera un profesional de la escritura, actualmente es un método

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muy usado; la mayoría de las biografías están hechas así. Lo triste es que un buen número de novelas también están escritas por escritores profesionales, con una buena prosa y gran imaginación, pero sin nombre, y ya se sabe, si no tienes un nombre o no eres conocido por salir en los papeles o en la pantalla, no hay nada que hacer. Yo no reúno uno solo de los requisitos para que estas líneas formen un libro, pero he dicho antes que soy perseverante (soy corredor de fondo) y poco a poco intentaré terminar mi historia que, salga como salga, solo yo seré el responsable.

Las grises paredes de la casa de las gurruminas contrastaban con las blancas encaladas de mi casa. Las dos casas eran contiguas al final de la estrecha calle de una Colonia de casas, construida un poco antes de la Guerra Civil. Eran casas sólidas, cada una diferente a la de al lado, aunque guardando cierta armonía; todas rodeadas de un jardín que algunos vecinos habían convertido en miniselvas, en cambio otros preferían tener sobrios patios de cemento sin apenas una maceta.

Un grueso muro circundaba y cerraba toda la Colonia que lindaba con un gran parque lleno de pájaros y pavos reales. Había dos puertas de acceso a la Colonia, pero yo prefería saltar el muro cuando iba a jugar al parque o quería ver pasear al anochecer a los pavos gritando lo maravilloso de su plumaje majestuoso. Me gustaba su plumaje, pero su canto me producía un poco de tristeza, por eso a veces me tapaba los oídos con las manos limitándome a observar sus paseos por el parque. También me gustaba salir al jardín por la ventana de la cocina o del comedor, las salidas convencionales nunca me han gustado, no recuerdo el porqué de esa manía, puede que pensara que era un bandido o un espía, no sé.

Mi casa era la última del lado derecho de la calle y tenía el jardín más grande que las demás casas, aunque el colindante jardín de las gurruminas era casi tan grande como el mío. Las dos casas eran las últimas de la calle y se puede decir que formaban esquina, solo la de mis vecinas era conocida como la casa de la Esquina. La mía era la del médico, porque mi padre es médico y tenía la consulta en la parte izquierda de la casa, en una especie de casa pequeña añadida a la grande que era la vivienda.

Mi infancia transcurrió en los años del pizarrín (de pizarra y de manteca), de la pluma y del tintero, con el consiguiente riesgo —hecho reali-

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dad la mayoría de las veces— de los borrones; por eso en el colegio había una especie de mercado negro de secantes que estaba en alza.

Una de las formas que yo tenía de ganar unas monedas era vendiendo secantes, hasta cinco pesetas gané un día vendiendo los secantes que los representantes de los laboratorios farmacéuticos regalaban a mi padre, como propaganda.

Tenía varias formas de hacerme con los secantes, la más fácil era simple y llanamente decir a mi padre que pidiera secantes al representante, pero no siempre se acordaba y corría el riesgo de quedarme sin ellos. Otra forma era que quien abriera la puerta a los representantes fuese yo y de paso les pedía los secantes. Pero la que más me gustaba era la que consistía en que yo, siempre atento al representante, me escondía detrás de una gran cortina que servía de separación entre la sala de rayos equis y el despacho donde mi padre solía recibir a los representantes. Atento, escuchaba todo el rollo que soltaba el representante acerca de tal o cual medicamento y cuando ya se levantaban los dos y se daban la mano como despedida, salía yo de mi escondrijo y, con gran descaro, le pedía algun secante. Esta tercera fórmula era la más fructífera, porque al visitador médico le hacía gracia lo del niño y solía mostrarse más espléndido que de costumbre.

Con los años me empezó a dar vergüenza y abandoné la cortina. Tenía yo verdadera obsesión con los visitadores médicos (ahora prefieren ese nombre), conocía a casi todos y los tenía catalogados según su generosidad para conmigo y según la calidad del secante. El que nunca se me escapaba era el representante de los laboratorios Roche; ese laboratorio era el que tenía los mejores y más vistosos secantes. Se cotizaban el doble que los demás porque eran más esponjosos, secaban por los dos lados y tenían llamativos colores, rojos, azules, verdes amarillos y ciclamen, el preferido de las chicas. Los demás laboratorios tenían secantes más sosos, que consistían en una cartulina tamaño cuartilla o folio, donde venía la propaganda de un medicamento o del laboratorio y por la vuelta estaba el secante, que solía ser casi siempre de color rosa pálido.

El despacho, la sala de rayos, la sala de curas y la sala de espera, estaban comunicados formando un todo en la parte izquierda de la casa, a la que se accedía por un arco que daba al vestíbulo donde mi madre había puesto una gran consola muy historiada. Un cortinaje de brocado que parecía salido del

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