

Allá donde el silencio de la noche se llena del sonido ajetreado de las criaturas laboriosas y del eco de los susurros, que como dulces melodías escampadas al viento se cuelan por todos los rincones, yacía sentada sobre una flor, al margen de las conversaciones y el caos luminoso, una de esas maravillosas criaturas. Tenía las manos sobre las mejillas, redondas y enrojecidas como dos soles, y mostraba una sonrisa de las que se esconden bajo la nariz. Sus cabellos largos y lisos bailaban en torno a su rostro, coreografiados por la brisa de la noche, y se deslizaban por la espalda, donde reposaban sus alas. Era un hada. Y, sentada sobre el esponjoso botoncito amarillo de una margarita (Bellis perennis), descansaba, mejor dicho, pensaba. ¡Se podía ver «arcoíris lejos» (expresión coloquial que usan las hadas) que tenía su cabeza llena de nubes de azúcar! Sin lugar a dudas, como todas las hadas, soñaba.

Los sueños son muy importantes en el mundo de las hadas. Estos seres son especialmente vitales para el ecosistema fantástico. Son las criaturas que velan por el buen funcionamiento de las cosas. ¡Sí!
Velan por el planeta Tierra, por el mundo que conocemos ¡y por el que no! Para que las nubes sigan siendo azucaradas, para que las sonrisas revivan los corazones, para que las estrellas hagan dibujos y la luna tenga sabor a queso… ¡Madre mía! ¡Cuántas cosas! ¿Y todas se ocupan de todo? ¡Claro que no! Cada una tiene su tarea, su camino y sus sueños (que ha de encontrar). Como otros seres del planeta, las hadas siembran y riegan su propio camino que las llevará a sus metas.

Para encontrarse a ellas mismas y formarse sobre el mundo, en el reino de las hadas se encuentra, en la rama más gruesa y del roble más viejo (Quercus robur), la Gual’s Class: Escuela de hadas. Si volamos hacia allí, conoceremos a la Gran Maestra, voz de experiencia y sabiduría, pero para nada un hada seria y distante. Todo lo contrario, un hada cercana, grácil, bromista, un poco fisgona y muy adorable. Sus cabellos son blancos como el algodón, y sus ojos divertidos se esconden tras unas gafas camaleónicas, cambiantes como su vestido.
De pronto, unas campanillas violetas del bosque (Campanula latifolia), con un sonido bello y musical, despiertan a nuestra hada protagonista de su profundo enciso y le recuerdan que se ha hecho de día y es hora de emprender el vuelo hacia la clase del roble. Una vez allí, sonriente y con ganas de aprender, se sienta en la rama de la primera fila a esperar a la Gran Maestra.
Al fondo de la clase se oye el rumor de una conversación y, entre las hojas, se entrevé un hada de cabello castaño y unos ojos de color esmeralda, con unos destellos de mar que hacen conjunto a la perfección con su vestido azul.

Entra en la sala y, detrás de ella, a pocos metros de distancia, aparecen dos hadas más cogidas de la mano. Su piel está bronceada por el sol de verano y sus ojos son oscuros como la noche. Aunque sus vestidos son de colores diferentes, verde y rojo, su parecido es bien palpable. Efectivamente, el hada Verde y el hada Roja son de la misma flor.

—¿Dónde está mi estuche? —pregunta el hada Azul, con un tono de preocupación y cierta sospecha, mientras se gira hacia Arcoíris, nuestra hada protagonista.
—¡No me mires así! Yo no tengo nada que ver… —se defiende Arcoíris, mientras una risa ahogada la delata.
De repente, llega la Gran Maestra y todos se sientan en su rama, justo a tiempo para escuchar a través de las trompetas (Datura stramonium) la fábula del día que indica el inicio de la clase.
—¡Ay, ay, ay, Crispeta!, que cuando te veo, mi corazón peta! —exclama Arcoíris, dirigiéndose a la Gran Maestra con toda confianza.
De esta manera, y después de escuchar la fábula, Crispeta da por iniciada la clase y empieza su extenso y divertido monólogo.
—La clase de hoy es sobre los dientes de león (Taraxacum officinale) o, como lo llaman los humanos, «achicorias amargas», o «amargón» según los gnomos, o «meacamas» para los ogros, o «lechuguilla» para los elfos… —De repente, hace una pausa y se recoloca las gafas—. Bien, ya habéis captado el mensaje —continúa diciendo—. Podría seguir así muchas puestas de sol. ¿Qué sabéis de esta flor? —pregunta a sus oyentes, que la miran con ojos atentos.
—¡Yo las he visto! —contesta rápidamente el hado barbudo.
Una risa de fondo irrumpe por toda la Gual’s Class y la duda se instala en las miradas de quienes escuchan.
—¿De qué os reís? Por todo el polvo de hada, ¡os digo que la he visto! ¡Es bien cierto! Mi abuela me trajo un diente de león de sus aventuras y me contó historias —replicó con un posado grave—. Son «entes» que vagan sin rumbo a la montaña de los sueños —continuó con un tono misterioso.
—Yo he escuchado decir que quien va a la montaña y encuentra un diente de león, encuentra el poder de conocer sus sueños —añade el hada del vestido de pétalos de amapola, el hada Roja.

—¡Sí! ¡Yo también lo he escuchado! Pero es muy peligroso, la montaña te pone a prueba y está llena de bestias —explica otro hado con un acento propio de la Campigna di Girasoli (de las llanuras de las hadas del norte).
Un silencio se apodera de la estancia.
—Muy bien, todo lo que decís no se aleja mucho de la realidad —decide intervenir Crispeta para romper el silencio que empezaba a ser incómodo—. De hecho, yo misma encontré allí mi vocación (sueño de hada). Pero os equivocáis en una cosa: no es la flor la que otorga el don de conocerse a una misma, sino el camino hacia ella. Es durante la búsqueda, la duda y la incertidumbre donde conectamos con nosotros mismos para escucharnos, conocernos y decidir sabiamente lo que queremos.
Después de una pausa solemne, suenan las trompetas que indican el final de la clase. Todos se levantan de un revuelo y quedan, como siempre, las cuatro hadas recogiendo (el hada Azul, el hada Verde, el hada Roja y Arcoíris).
