Homo Apocalipticus - Isaac Martin

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Homo Apocalipticus Isaac Martín Hemos hecho de la inestabilidad nuestro hábitat, hemos construido nuestra vida entre crisis económicas y hemos luchado por un futuro cuando todo parece indicar que no lo habrá. Somos el Homo Apocalipticus, aquellos que tenemos que convivir con las catástrofes como forma de vida. Vivimos en un ambiente distópico, donde la percepción de que algo acabará con la civilización humana, ya sea la nanotecnología, la robótica, el cambio climático o las armas nucleares está presente a cada segundo, en cada telediario, videojuego, novela, película o canción. En medio de una situación repleta de incertidumbre, ¿cuál es la actitud correcta para afrontar el Apocalipsis? Nuestra realidad está continuamente alterada por procesos que nos obligan a hacer un esfuerzo por asimilar. La presencia continua de la muerte, las restricciones, el confinamiento, el calentamiento global, la violencia de género son algunos de los casos de situaciones que perturban nuestra paz y nos obligan a realizar un intenso ejercicio de asimilación. Este proceso, que podríamos llamar las fases del duelo según el modelo descrito por el libro de la doctora Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004) On death and dying, se manifiesta en cinco fases: 1. Fase de negación. Negarse a sí mismo o al entorno que ha ocurrido la pérdida 2. Fase de enfado, indiferencia o ira: Estado de descontento por no poder evitar la

pérdida que sucede. Se buscan razones causales y culpabilidad. 3. Fase de negociación. Negociar consigo mismo o con el entorno, entendiendo los

pros y contras de la pérdida. Se intenta buscar una solución a la pérdida a pesar de conocerse la imposibilidad de que suceda. 4. Fase de dolor emocional (o depresión). Se experimenta tristeza por la pérdida.

Pueden llegar a sucederse episodios depresivos que deberían ceder con el tiempo. 5. Fase de aceptación. Se asume que la pérdida es inevitable. Supone un cambio de

visión de la situación sin la pérdida; siempre teniendo en cuenta que no es lo mismo aceptar que olvidar. Esta evolución se aplica de lleno a la mayoría de problemáticas con las que convivimos. La propia iglesia lleva una deriva preocupante que nos obliga a enfrentarnos a estas fases. De forma casi imperceptible, se ha instalado una apatía generalizada en los creyentes y un desarraigo progresivo. La secularización es ese proceso que lleva a una sociedad a un proceso de desreligiosización. España es uno de los países donde más rápido ha avanzado este cambio. Un ejemplo, que sirve de barómetro, es que sobre el año 2000 el 75% de las bodas eran por la vía católica, mientras que en 2018 no llegaban al 22%. Este caso no es aislado, la mayoría de países de Europa viven una tendencia similar. En Francia,


tal y como recoge Guillaume Couchet en su libro Cómo nuestro mundo ha dejado de ser cristiano: Anatomía de un derrumbe (Seuil, 2018), en 1965 el 94% de la población francesa estaba bautizada, mientras que ahora no supera el 30%. En las iglesias, la percepción de este cambio ha sido gradual. Primero llegó la dificultad de bautizar a nuevos miembros, ya que la sociedad posmoderna no tenía una base cristiana sobre la que lanzar el mensaje adventista. Sin nuevos miembros la misión de la iglesia de crecer y compartir el evangelio se estancó. El mecanismo de crecimiento orgánico de las iglesias tuvo que adaptarse a una sociedad donde compartir el evangelio era hacer proselitismo. La brecha entre la “iglesia” y el “mundo” se fue ampliando hasta convertirse en un abismo. Pronto el reto no fue ya cómo hacer que la gente viniese a la iglesia, sino cómo evitar que los jóvenes que habían nacido en ella huyesen. ¿Puede la pandemia profundizar esta crisis o ser una oportunidad para invertir la dinámica? ¿Cómo podemos convertir esta tendencia a la irrelevancia en un trampolín hacia el redescubrimiento de nuestra identidad y propósito? Muchos no lo sabéis, pero ATV, siglas de Alza tu voz, nació hace tres años en un autobús de vuelta de un campamento. Muchos de nuestros amigos habían dejado de venir a las actividades de la iglesia y pesaba sobre el ambiente un ambiente de depresión y decadencia. En grupos, de forma individual, nos dedicábamos a expresar nuestro desánimo, a criticar a todo y a todos. Nos retroalimentábamos con nuestra propia tristeza y llegó un punto en el que toqué fondo. Llegué a la conclusión de que necesitábamos canalizar esa frustración hacia algo constructivo. Lo hablé con personas de confianza y así surgió Alza tu voz, un espacio no solo para que salgan jóvenes al escenario, sino para que se desahoguen con todo aquello que les chirría y desanima de su experiencia cristiana, generando un debate constructivo y conectándonos con la idea de iglesia y comunidad. Sin saberlo, lo que hicimos fue atravesar las fases del duelo, pero añadiendo una última que fue la clave de todo: la proposición. Necesitamos llevar a cabo un profundo duelo como iglesia, como comunidad y como personas individuales, para poder reconectarnos aceptando la realidad tan decadente como es, para poder emplear todas nuestras fuerzas en volvernos propositivos y dialogantes. Negar que la iglesia está en una situación preocupante, fingir que todo está perfecto, no hará sino lastrarnos en nuestra misión de reencontrar un sentido. Quedarnos en la fase de la ira tampoco nos ayudará, a veces los duelos se expresan a través de la rabia, pero no debe ser el fin, sino el medio hacia una nueva etapa. Por último, tampoco podemos enquistarnos en la depresión, en que la iglesia está mal, en que nada funciona, en que los jóvenes se van, porque mantenernos en ese estado es destructivo para nosotros mismos. Este esquema que tanto aparece hoy, se puede aplicar a cada concepto en debate. El apocalipsis, el veganismo, la vida sana, la nocividad de las adicciones, hoy en día la sociedad ha adoptado todos nuestros mensajes. ¿Ha acabado ya nuestra misión? ¿Tenemos algo que decir aún?


Yo hoy os propongo aplicarlo al concepto del Apocalipsis para ver cómo podemos convertirlo en un mensaje relevante y necesario. El adventismo lleva predicando casi doscientos años la llegada del fin del mundo, prestando una gran atención a todos los sucesos y dedicando cientos de cultos a tratar de poner nombre a los símbolos apocalípticos. La propia palabra adventista viene del latín adventus, del verbo advenire, una suma de la preposición ad- y el verbo venire. Y significa llegada o llegar. La raíz de nuestra esencia denominacional se encuentra en la segunda venida (adventus) de Cristo. Durante años hemos predicado el mensaje de los tres ángeles bajo la premisa de que existía un mundo pecador que vivía tranquilo en sus quehaceres y al que nosotros exhortábamos a arrepentirse, dada la inminencia del retorno del Mesías. Sin embargo, ¿qué sentido tiene esto en una sociedad pandémico-apocalíptica? Hoy en día, salir a la calle y gritar que el mundo se va acabar tiene el mismo sentido que gritar que uno más uno son dos. ¿Por qué? Porque la misma ciencia nos dice que o cambiamos o nos quedan cincuenta años de vida en el planeta. El mensaje de arrepentíos o moriréis no tienen ningún efecto cuando todo el mundo va a morir y lo sabe. Con lo cual, se vuelve imprescindible reflexionar sobre el mensaje del libro de Apocalipsis para devolverle su sentido. No es la primera vez que se hace un ejercicio para rescatar de la irrelevancia este libro y dotarlo de un significado contemporáneo. En el siglo XIX hubo un gran interés por libros como Daniel y Apocalipsis, que tradicionalmente estaban relegados a un segundo plano por sus crípticas palabras. Este interés por las profecías coincidió con un siglo de cambios, donde autores como Marx y Darwin habían cuestionado la cosmovisión cristiana y donde las ideas ilustradas de progreso mantenían que un mundo mejor era posible mediante la tecnología, la ética y la secularización. Frente al orgullo y optimismo de una sociedad por rescatarse a sí misma y evolucionar, el adventismo hizo una relectura de Apocalipsis totalmente opuesta al paradigma dominante. El mundo no solo no iba a mejorar, sino que iba a ir progresivamente a peor hasta que llegase el fin del mundo. ¿Pero qué hay de revolucionario hoy en día en gritar y excitar los miedos de la gente? Solo con encender el telediario cualquier persona tendrá suficientes motivos para sentir ansiedad. ¿Qué alternativas nos ofrece nuestra situación para poder convertir el mensaje de los tres ángeles en algo relevante y necesario en un mundo pandémico? Para empezar, busquemos el paradigma hegemónico, es decir, la reacción natural de la gente. Esta no es otra que el miedo. El miedo y las teorías de la conspiración, que actúan como tiritas para tratar de dar un orden lógico a fenómenos inexplicables como la muerte, la pérdida o la soledad.


Frente a este cóctel de miedo, alarmismo, conspiranoia y fanatismo, podemos convertir el mensaje de los tres ángeles en un medio de traer paz. En un antídoto a la ansiedad y a la inseguridad. La confianza en Dios a pesar del mal, la promesa de un mundo sin dolor y la seguridad de que Dios nos acompaña a través de los sucesos de los últimos tiempos, podemos convertir la paranoia en fe, el miedo en paz, el alarmismo en calma. «Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo, pues el miedo supone el castigo. Por eso, si alguien tiene miedo, es que no ha llegado a amar perfectamente» (1 Juan 4:18). «Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo» (Romanos 15:13). «No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6,7). Zizek, un filósofo contemporáneo clave para analizar la actualidad, propone que adoptar una postura apocalíptica adecuada es imprescindible. Para ello, bucea en la Biblia en busca del sentido del apocalipsis y rescata el texto en el que Jesús predice que no quedará piedra sobre piedra en el templo, pero inmediatamente después recuerda que «cuando oigáis estruendo de batallas y noticias de guerra, no os alarméis, eso tiene que suceder, pero no es todavía el final». A lo que él comenta: «Estas palabras revelan una sabiduría extraordinaria [...]. Su mensaje es: sí, por supuesto, se producirá una catástrofe, pero vigilemos con paciencia, no creamos en ello, no nos dejemos atrapar por extrapolaciones precipitadas, no nos entreguemos al placer realmente perverso de pensar “¡Ha llegado el momento!” [...] En lugar de llevarnos a un éxtasis autodestructivo, adoptar la postura apocalíptica apropiada es, hoy más que nunca, el único modo de mantener la calma.»

Y aquí tenemos nuestra gran aportación a la sociedad y nuestra ventana a la relevancia. Tenemos más experiencia que nadie en convivir con personas que reciben las noticias catastróficas con gozo cínico, aquellos que ponen fechas, o quienes viven en ese éxtasis autodestructivo de querer acelerar el fin del mundo. Un mensaje de calma frente al apocalipsis y aprender a adoptar una actitud apropiada frente a las catástrofes es algo que el mundo está pidiendo y que nosotros podemos aportar. Sin embargo, también podemos caer en la actitud contraria. Convertir los eventos del fin en un show, en un clickbait, en tergiversar la realidad para jugar con las esperanzas de la gente. En abonarnos a las teorías conspirativas y convertir la salvación en un negocio. Yo he vivido en mi propia carne cómo personas queridas venían emocionadas por un video de Obama que anunciaba la ley dominical, cuando en realidad era una traducción tendenciosa. También he visto videos que mezclaban opiniones políticas con las profecías. Por eso es tan importante acceder a la Biblia con una actitud confiada, de calma, en una actitud de permanente vigilia, no de histeria.


No solo necesitamos reencontrar el sentido al mensaje apocalíptico, sino que tenemos el reto de, con la ayuda del Espíritu Santo, abrir la Biblia buscando respuestas a los problemas de nuestro siglo. Como en 1844, se presenta ante nosotros una época de cambios radicales y retos que solo podremos superar a través de un diálogo intercultural, la autocrítica y una relectura bíblica de nuestra identidad. El futuro de la iglesia y nuestra relevancia en el mundo depende de ello. ¿Lo lograremos?


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