Las Primeras Luces

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LAS PRIMERAS LUCES Almudena Anés




LAS PRIMERAS LUCES


Almudena Anés (Madrid, 13 de Octubre de 1998) es una autora española criada en Alcalá de Henares. Amante de la lectura desde pequeña, empieza a escribir a partir de los ocho años, participando en diversos certámenes y proyectos a lo largo del tiempo. Ha estudiado Letras & Humanidades durante toda su vida académica, recibiendo numerosas menciones honoríficas y becas, entre las que destacan las de la Fundación Romanillos y las de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Ganadora del Tercer Premio de Relato de la Biblioteca de Guadalajara en su primera publicación, publicó un proyecto de autoedición llamado Las Primeras Luces en diciembre de 2017. Su primer libro es Ars Moriendi, publicado con la editorial Diversidad Literaria en mayo de 2018. En la actualidad, está estudiando Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid y ahora está disfrutando de una estancia Erasmus en la Universidad de Trieste, Italia. En abril publicó un nuevo proyecto llamado La Noche Estrellada, basado en la obra del pintor Vincent Van Gogh. Esta nueva edición de Las Primeras Luces se presenta para la plataforma de publicidad ISSUU. Todas las imágenes y el artwork utilizados en este trabajo provienen de Pinterest.

Para más información: @almuanes13



LAS PRIMERAS LUCES Almudena Anés Proyecto de Autoedición. Edición para la plataforma ISSUU.

Publicación: 15 de diciembre de 2017. Escrito durante el mes de octubre de 2017. Alcalá de Henares, Madrid.

Segunda Publicación: 6 de mayo de 2019. Trieste, Italia.


“A pesar de que el sol se ha ido, tengo una luz.� Kurt Cobain.


Introducción. “Cui dono lepidum novum libellum arida modo pumice expolitum? Corneli, tibi: namque tu solebas meas esse aliquid putare nugas.” “¿A quién regalo este delicioso librito nuevo, con árida piedra pómez recién pulido? A ti, Cornelio: pues tú solías darles importancia a mis tontadas.” Catulo. Permítaseme, antes de presentar este librito (en diminutivo más por su tamaño que por su calidad), que comente alguna cosa sobre su autora. Conocí a Almudena hace unos años. Era una muchachita menuda, discreta, con la mirada viva y la sonrisa pronta. De inteligencia despierta y argumento ágil, daba una impresión inicial de fragilidad que enseguida se esfumaba cuando rompía a hablar y su energía interior se desbordaba. Se ha hecho ya mujer y su espíritu inquieto se ha ido nutriendo de todo cuanto alrededor despertaba su interés: literatura, cine, música, amistades, amor, estudios… (No me atrevo a asegurar que este sea el orden correcto). He tenido el placer de ir leyendo algunas de las cosas que escribía… Iba a decir como divertimento, pero creo que más bien lo viene haciendo como terapia (cada uno se cura de la vida como puede). Y siempre ha escrito bien, muy bien. Lo comprobarás cuando comiences a leer y te vayas enganchando. Las Primeras Luces parece una colección de relatos, pero en realidad tienes en tus manos pura poesía, aunque se trate de una poesía dura, crítica, feroz incluso. La materia: la vida íntima de la autora, las esperanzas, las desesperanzas, las crueldades y espantos que nos rodean, el instante, la mirada fugaz pero inquisitiva, el amor, las caricias. El instrumento: un verbo rico y aparentemente fácil que disecciona con la precisión imperturbable de un bisturí el meollo de las situaciones. Como la navaja que abre el ojo en Un Perro Andaluz; para ver más allá de la vista, para sentir más allá de la pura sensación. Es para mí un privilegio poder presentar esta obra, pues admiro y aprecio enormemente a su autora, y espero que vengan detrás muchas más. Te dejo ahora con el corazón abierto de Almudena. Yo me he encontrado ahí, figurada y literalmente


(¡qué grata sorpresa!). Estoy seguro de que sus palabras harán vibrar también tus emociones y de que la lectura te va a resultar tan estimulante como lo ha sido para mí. Lorenzo Fernández.



I Primi Lumi.

Para quien me ha visto crecer. Mi madre.




El Coche. “Yo era el coche”. Leonora Carrington. Enciendo la radio. Son las seis de la mañana. Todavía no ha amanecido pero estoy despierta por alguna razón relacionada con el insomnio que desconozco. Toda la habitación está a oscuras excepto las primeras luces que entran por mi ventana anunciando la irremediable llegada de otro día más. Sólo se escucha el rumor de una voz a través del teléfono. Tengo los cascos puestos para no molestar a mis padres, que duermen al final del pasillo y de los que sé que siguen vivos por sus ronquidos. Alcalá de Henares también duerme, a diferencia de Madrid, la ciudad que nunca calla, donde la fiesta no para, donde te roban y te matan, donde podrás pasar tus mejores madrugadas mientras en la siguiente esquina te violan… Tienen derecho a descansar ambos, los lugares que configuran mi casa lejos y aquí mismo. Debería intentar volver a dormirme, no lo hago, sé que no lo conseguiré y jamás he sido de esas personas que han pretendido hazañas imposibles. En la Ser-Henares dan el parte del tráfico para los conductores más madrugadores y los profesionales, aquellos taxistas que llevan toda la noche trabajando para nada, por unas monedas que comprarán polvo en forma de plástico y carne humana. ¿Qué me pasa? Me cuesta pensar con claridad a veces. Mis ojos están abiertos pero no ven, es la ceguera que me suele acompañar. En estas ocasiones escasas de paz y tranquilidad, de soledad, es cuando puedo domarla. Ha habido un accidente a la altura del aeropuerto, un coche familiar con cuatro ocupantes dentro que iba a pasar el fin de semana fuera de la capital. No ha habido supervivientes. Una tragedia con demasiados precedentes, un descuido torpe, un chupete que no volverá a ninguna boca.


Qué tristeza más tonta, qué sensibilidad tan altiva que llora por lo que no ha perdido pero se ríe de su propia sangre y de su círculo. Me empiezan a pesar los párpados de nuevo. Me duermo. No muero. No son mis circunstancias. Son otras que tampoco son mías. Sin embargo, mis sueños hoy huelen a asfalto calcinado.


Atocha. “La vida es una caída horizontal.” Jean Cocteau. Paso 365 días del año por la estación de Atocha. El imponente monstruo de metal que se alza en mitad del Triángulo del Arte más bello desde que Londres y París decidieron hacerse amantes y bailar tangos en Buenos Aires. Hierros que se enzarzan y paren aristas abruptas que destrozan los cristales que dividen el espacio y el tiempo. Millones de personas que serían incapaces de reconocerse en otra mirada con la que se cruzan. Las nueve de la mañana es la hora punta. Se forman atascos, se producen accidentes y las escaleras colapsan. Llevan sin funcionar casi dos meses. El vuelo de faldas o el roce de pantorrillas vaqueras realzan la vista hacia el espectáculo rutinario de los culos en movimiento. Trenes que se mueren y amaneceres que ciegan a los conductores a quienes confiamos nuestras vidas en los viajes de ida y vuelta. Rostros con gafas de sol, palillos en la boca o cabellos engominados que rompen la barrera del género en los trabajos. No hay espacio para sentarse, no todos pueden pagarse primera clase, sobrevivimos como turistas de mundo y estudiantes de universidad cruzando la ciudad por debajo de la tierra o desde las afueras. No se importuna jamás a los vecinos de la capital. Los carteles anuncian la próxima llegada a la terminal. El vagón huele a sudor y a piel humana, a duchas de madrugada y a cafés calientes, a cigarros mal apagados y a colonias de supermercado. Teléfonos y pantallas, cascos y dormilones que perderán su parada y llegarán tarde otra vez a su destino.


Atocha nos traga y nos vomita a su merced, diosa y mujer que confunde su profesión con una identidad real. Los siglos morirán pero todos te veremos transcurrir y perdurar. Símbolo de Madrid, el Bar Brillante, los bocatas de calamares y Lavapiés, el Museo Reina Sofía te lanza piropos desde su plaza personal. Ya no observo el minutero, poco me importa perderme por el camino si encuentro algo nuevo que merezca la pena. Tú me miras con ese reloj eterno, más que el de Sol, como si tuviera la culpa de que no fueras libre, de que te sientas sola entre tanta gente que va y viene. ¿Qué puedo decirte que no sepas ya mientras escuchas las conversaciones de medio país y del continente también? Arregla las escaleras mecánicas y olvida que un horario es una cadena. Si pudieras, te lanzarías a las vías. Pero, amor, estos raíles nunca fueron hechos para ti.



El Perro. “Para que tu tristeza muda no oyese mis palabras, te hablé bajito.” Antonio Porchia. Cuando era pequeña, mi madre no me dejó tener mascota. Después crecí y ya no le di importancia. Creo que alguna clavija dentro de mí no funciona porque me cuesta querer a los demás, tal vez sea culpa de no haber tenido un animal a quien abrazar. Tampoco tuve muchos amigos, mis libros ocupaban aquellos lugares llenos de telarañas. Tiendo a pensar que el tiempo me ha hecho a su imagen y semejanza. Soy una hija de las circunstancias y sólo hoy he empezado a vivir las consecuencias. Hay un cuadro en el Museo del Prado que grita mi nombre cada vez que paso. Está en la planta baja, en una galería oscura a la que acude mucha gente que no sabe mirar. Escucho ladridos que rebotan contra el techo y me llaman. Llegan hasta mi cama en busca de una respuesta que no sé dar. Voy días sueltos entre meses, paseo a solas por la gran ciudad y me abandono en los pasadizos del arte. No termino de encontrarme pero, al menos, no me duele la cabeza más. El pintor que me pintó los ojos también pintó este lienzo en otra vida que ninguno recordamos. He sentido agonía, nunca tanto. Es su mirada dilatada, sus labios quebrantados y esas ganas de respirar que no se cumplen, esfumándose delante de nuestros párpados rendidos a la tristeza que nos roza. Hemos vivido en la distancia, en dimensiones que no pertenecen a nadie pero empiezan a cobrar sentido. Te lanzaría una correa, tiraría de ti lejos de estas aguas que se marchan. Tú harías lo mismo, morderías mi piel, impedirías que fuéramos polvo sobre olas en son de paz. Cuando salgo de la sala, mis manos están mojadas. Desconozco si es rocío o son lágrimas.


Este paisaje y sus calles, arena y basura que escuecen y me hacen acordarme de lo que no existe. El perro de Goya se ha ahogado. Una vez estuvo a mi lado.



Cambio de Luces. “Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad.” Vladimir Nabokov. Se fundieron los fusibles y me quedé a oscuras en aquella enorme casa de Alcalá de Henares en la que había vivido toda mi vida. Tuve miedo a las paredes por primera vez porque se volvieron invisibles. El mundo que conocía había dejado de existir. Siempre me había jactado de sobrevivir entre tinieblas, a ciegas, contra viento y marea, a solas, sin gente, con hielo, bajo sombra, a esperas de la lejanía que amaba… Sin embargo descubrí que no era así en realidad, que me había creído mis propias creencias y los tiros habían salido errados contra el objetivo equivocado. Eché de menos las bombillas encendidas. Quise ser mosca y quemarme contra todas ellas, contra todas las malditas luces al este del Edén y las que quedaban entre mi cuarto y la sala del ordenador, aquella que olía a mi padre, donde tantas veces trabajaba cuando mi madre le quería de lejos por unas horas para volver por la noche a las costumbres de siempre, de dejarse y reaparecer. Rutinas que regresan de nuevo a las nueve y diez, cuando nos juntamos los tres para cenar. Ellos, seres imperfectos y héroes de sábado. Los festivos y las salidas por la ciudad en el coche con música y conversaciones que no recuerdo porque no decían nada. Bilbao lloviendo, la carretera que llevaba al norte y las vacaciones de verano antes del paro que destruyó las heridas del pasado para renovarlas como golpes del futuro incierto. Les quiero y soy arbitraria con sus cariños. No los merezco. Me atrevo a criticarles y no debo morder la mano que me da de comer y me acaricia al mismo tiempo sin exigirme un cambio de actitud. Pero lo sigo haciendo, cometiendo daño. Quien más te quiere, te hará llorar.


Otra injusticia de esta existencia que concebí como negra para olvidarme de los mecheros y de los prismas que me ofrecían su luz. Esa es mi familia, los faros de Cortázar y la Estrella Polar. Me empeño en no mirar sus rastros aunque mi origen reside en sus huellas. Nunca he tenido los ojos de mi madre pero porto su sonrisa. Jamás he reído como mi padre pero guardo su reflejo en el rostro. Aquel día viví en la soledad de un hogar sin nadie a quien llamar. Habían salido a comprar y cómo pedir ayuda después de haber deseado lo tenebroso, de haber rechazado la luminosidad del amor de unos padres con un cuchillo de plástico. Iras y rabias por cualquier tontería de la que ni me acuerdo. Y ellos, hoy tan viejos y cansados, varían en su incandescencia pero continúan siendo los focos de estas ruinas sin luces. La electricidad que le faltó a aquella tarde sola en casa esperando en un rincón a que volvieran, a que no se marcharan más.


El Ojo. “Desconfío de la incomunicabilidad; es la fuente de toda violencia.” Jean Paul Sartre. Hoy el tren estaba lleno de rabia. Un señor con maletín le ha dado un codazo a una embarazada para poder sentarse antes en el último sitio libre del vagón. Ella se ha chocado contra una de las puertas de entrada y salida. Su tripa repleta de vida ha vibrado y, por un momento, he creído que el mundo se apagaba. Sólo ha sido un susto. Me ha dolido más a mí que a ella. Furia, destrucción y violencia, todas combinadas en una amalgama de sentimientos en pie de guerra sin banderas blancas. Tengo el corazón roto, no he pasado por mi mejor día. Tampoco he tenido el peor. El título de ganador me lo ha arrebatado un niño pequeño que iba con su padre de la mano. Ocho años, pelo rubio, regordete, mirada limpia, sonrisa fácil. Podría haber sido una escena normal como otra cualquiera de esas que inundan la rutina. Pero no, no ha sido así. Me ha dolido el pecho, se han atragantado las abuelas con sus revistas y la chica universitaria que antes me observaba con ganas de conversación ha dejado su teléfono para contemplar el fenómeno de la sociedad actual. El ojo, ese enorme ojo ensangrentado, amoratado y feo, terrible espectáculo para las masas ávidas de ira. Ese globo ocular hinchado y defectuoso, del tamaño de una pelota de béisbol, de circunferencia igual a la piedra que lo ha reventado. Pobre niño, pobre chico desconocido que llora en los brazos de su padre porque le da vergüenza enseñar al mundo su herida abierta. Pobre padre desconsolado que intenta apaciguar a su hijo entre arrumacos y cariños sin conseguir ningún resultado porque algún hijo de puta de la escuela se lo ha destrozado.


Palabras textuales que me rompen un poco más. Familias desestructuradas, acoso escolar y abusos aprobados por los demás. Si no me pegan a mí, que le peguen al resto. Frágilmente me balanceo sobre una cuerda que conduce al vacío. Infancia llamando, no hay respuesta. Me niego a recordar. Es que vaya hostia, vaya hostia… Serán cabrones, qué daño te han hecho, pequeño mío. Son situaciones que continúan sucediendo. Monstruos con formato reducido, rabiosos y crueles. El miedo sigue ahí, dentro, encerrado en un sarcófago del que no poseo llave. Nos defendemos de los matones del patio, de los jefes y de las puñaladas traperas, la violencia sólo trae violencia pero ese ojo merece venganza. El niño llora y yo también me sorprendo con ganas de llorar. Ojo por ojo, diente por diente y vuelta a empezar.


La Cara. “Aquel cuyo rostro no irradia luz nunca será estrella.” William Blake. Dicen que para olvidar el rastro de una persona en un cuerpo ajeno han de pasar siete años. Es el tiempo exacto que necesitan las células para renovarse por completo. De este modo, en el período de siete años justos, lo que llaman como ciclo vital, seremos otro ser distinto, nuevo, limpio. Golpeo mis dedos contra el espejo y crujen de dolor. No grito. Interiormente puedo escuchar los ecos de la ausencia. No quiero más ruido que el de los cristales rotos. Mi frente, mi nariz, mi boca, machacados contra el suelo, azulejos partidos, dos dientes que ya no sanarán nunca. Estoy soñando con mi cara otra vez. Me siento como si fuera Inocencio X después de haber pasado por las manos de Francis Bacon. Son pesadillas de una infancia mal curada, estrías y cicatrices con sabor a Betadine. Pocos recuerdan la verdadera historia de los acontecimientos. No me encuentro entre ellos. Sin embargo, aquí dentro, en mi cerebro, observando de lejos, veo mil rostros, con arrugas o acné, maquillados, disfrazados, máscaras de piel que figuran como humanas. Lo intentan pero no lo consiguen. Acudo al baño por la noche, nerviosa, me gustaría que me abrazaran pero hoy duermo sola. Los vidrios me muestran una luz que se apaga, me enjuago, me mojo los párpados, arde mi nuca. Me escuece la mirada, sonrío y muchos pensarían que soy hermosa. Cierro las persianas, me refugio en que mañana las legañas oculten las huellas de las lágrimas. Esta cara que me ha supuesto tantos disgustos, daños que supuran. El mismo rostro joven que morirá mañana pero que ahora se ve joven todavía con ojos de adulta. Me duelen las rupturas y las cuencas vacías.


Que me partan todo o me dejen la nada.



Bosnia. “Y siguen los mismos muertos podridos de crueldad. Ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam.” Ismael Serrano. De lunes a viernes, de madrugada y con noche, camino rumbo hacia un tren sin paradas ni desvíos. Es invierno y suena una vieja canción de los ochenta en mi teléfono. Creo que me he equivocado de época. Soy una reencarnación de una persona desestructurada en el alma y en la razón. Chaqueta de cuero, botas y guantes, no sé cómo combatir el frío de los primeros aleteos del invierno. Hierro duro como metal que dobla la tierra cuando cae la maza, mis dedos, crujen y chocan. Queremos calor residual, aire y una cama donde esperar a que amanezca. El orden consecuente de los días no se cumple en el calendario de la mesilla. Es sábado. He desconectado el despertador pero no puedo dormir. A estas incongruencias se reducen las paradojas de mi vida. Cuatro trabajos pendientes y un libro de historia, una vez hubo una guerra en los Balcanes, vienen fotografías antiguas en blanco y negro y un texto que explica un conflicto que no tiene nombres de víctimas. Pienso y escribo sobre aquellos montes. Relleno varias páginas con palabras que no sirven de nada porque no me hacen sentir diferente, un ejercicio inútil que alimenta un sistema universitario en decadencia. Seremos más listos, gritan desde sus altares con pizarra, mentira, susurran los alumnos caídos sobre los pupitres y los estuches sin sueños. Nieva. No suele ocurrir en esta ciudad. El mundo está repleto de injusticias, de cruzadas y contiendas con navajas y piedras, bombas humanas, niños sin padres que estallan en mil pedazos y ocupan las televisiones de nuestras tiendas. Mi tarea es escribir sobre ellos desde lejos, esta historia no es mía, objetividad, causas y consecuencias, la frialdad más humana al servicio de la ciencia. No lo entiendo pero escribo una recensión que no supere la hoja y media, los profesores no están para leer ni más ni


menos, me enseñarán y yo aprenderé. Pasarán treinta años y las enciclopedias huirán de las estanterías. Morimos y hay personas que escriben nuestra muerte antes de que ocurra. Quiero romper los papeles, perderme en otra parte. Dormir sólo cinco horas no es saludable. Lo llaman la existencia del estudiante. Ando infinitos kilómetros que un dios cuenta y acumula en una lista de deudas pendientes. Creo poco y pregunto demasiado. Hace mucho frío esta mañana que todavía es tarde, prolongándose una luna que se deshoja mientras amanece. Menos dos grados marca el termómetro. Las ventanas de clase se han empañado y algún nostálgico ha escrito Bosnia dentro de un corazón. Un aliento gélido me dispara en la nuca.



Báilame el Agua. “Báilame el agua. Úntame de amor y otras fragancias de tu jardín secreto. Riégame de especias que dejen mi vida impregnada de tu olor. Sácame de quicio.” Daniel Valdés. He muerto y he resucitado. Podría haber sido una de mis verdades pero no la siento así. Ni tampoco David después de ver morir a María entre sus brazos. Sus lágrimas son veneno. Coca-Cola y cocaína que caen sobre las mejillas de una tuberculosa que no puede aguantar más. Puta, gritan tres hombres por la calle cuando ella baja del coche de un cliente y vomita en una acera esa leche blanca que la hace despreciarse a sí misma y a todas las mujeres necesitadas que se dedican a esa profesión. Y David mientras llora con un chute de caballo en el brazo porque le han vuelto a robar las papelinas y su camello a la próxima le matará. Son los años ochenta y Enrique Urquijo aún está vivo. Duermen abrazados en el cuartucho de la pensión que apenas pueden pagar. Podrían trabajar o volver a casa, les dicen lo que les conocen. Pero esa ya no es una opción. Madrid tiene suelos y estaciones suficientes para dormir. Huyeron para no regresar jamás, dieron un portazo y cogieron un macuto lleno de ilusiones que hoy se esfuman entre colillas y condones sueltos. A veces van a un bar del barrio y beben para olvidar. Nochevieja y aquellos besos que supieron a cabello de ángel, los dulces de la pastelería que no se los come nadie por el precio. Se bailaron el agua durante un año, doce meses que narran la caída de un sueño, la explotación de los ídolos y de unos jóvenes que pensaron que podían y murieron en el intento. Son los héroes del silencio, las víctimas del callejón, de las drogas y del alcohol. David y María. María y David. Apátridas sin convicción, damnificados de una generación criada entre los senos de la Transición y el euro en el cambio de siglo.


Y todo por un café que les arrebató el aliento, por un amor que les consumió.


La Sala de Espera. “Pasan por aquí, van a subastar calma, control y noches en vela. No pueden salir, nadie quiere entrar; no hay ida y vuelta.” Vetusta Morla. Tengo los ojos hinchados de derramar saliva que no mueve palabra. He gritado durante una noche entera. Sigo esperando alguna respuesta a esta afonía progresiva que destruye una voz que en el pecho no cesa. Mido un metro con sesenta y tres centímetros, peso cincuenta kilos. He perdido carne, he ganado miedos. El terror al duermevela me trae de nuevo a este lugar blanco con olor a desinfectante, señoras de limpieza que irradian ambiente a morgue y ese viejo verde que piensa que mi ropa es transparente aunque lleve cuello vuelto y sea diciembre en el ascensor que nos conduce al cielo y a la zona de dermatología. Los centros de salud son sitios para morirse lento. Sentarse sobre una silla metálica y esperar a que llegue alguien con una guadaña y borre la sonrisa de los pediatras cuando contemplan los dibujos de sus pacientes más jóvenes. Sangre que manche este suelo impoluto, sanos enfermos y muertos cuerdos que respiran más que hablan. Suspiro, el sol entra por las ventanas como un fluorescente que no funciona. Parpadeos, dos chicas que vienen dadas de la mano por el corredor de ginecología, un médico que fuma en el descansillo y frunce la mirada. Al menos ellas no infringen la ley, una le guiña un ojo y el otro se atraganta con la amenaza del cáncer escalando por su garganta. Salas de espera, flores en macetas, baños que salen al pasillo y bailan… No me muevo, finjo ser una estatua de mármol, de plástico fino, puro veneno bien hilado mediante piel y alambre. Así no me desharé antes de acudir a la oficina del doctor con rostro ceniciento y ojos de ángel vigía. Se nos va la vida aguardando a la llamada divina cuando ahí afuera sigue habiendo energía, gente que fluye y vibra, colores y gamas cromáticas lejanas a los grises de estas habitaciones saturadas y vacías. El reloj corre y se deshace sobre mi corazón.


Mi muñeca está desnuda como el interior que me habita. El libro de la mochila que susurra frases de salida. Somos esclavos de lo que nos dicen, en busca perpetua de recetas médicas que nos devuelvan los años perdidos, camuflen las arrugas y las canas y actúen como pócimas mágicas en un mundo que nace y fallece cada tres segundos, los mismos en que ahogamos un respiro. Sale la enfermera. Pronuncia mi nombre completo. Se equivoca con el apellido. Entro. Acepto las reglas del juego.


11/S. “No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda.” Woody Allen. El 11 de septiembre de 2001 estaba viendo la televisión en el salón, sentada en el sofá, ocupando menos de un cojín pero más que otras personas que contemplan por primera vez la muerte. Tenía dos años. El 13 de octubre iba a cumplir tres. En apenas unas semanas comenzaría el colegio e iniciaría mi vida académica, aquella que tantas alegrías y tristezas me ha dado. Este era el contexto histórico de aquella época. En Estados Unidos, el presidente era George Bush y Michael Moore ya empezaría a preparar el documental que le llevaría a la fama. Interrumpieron mis dibujos animados para dar la información que eclipsaría el mundo del siglo XXI. Se anunciaban tiempos como los de la actualidad global, donde el terrorismo es una realidad que hace temblar. Un avión atravesando dos torres gemelas en una gran ciudad. Fuego, mucho fuego y una explosión que rompió el cielo de Nueva York e hizo llorar a Manhattan lágrimas negras que consumieron a bomberos y a servicios de emergencia. Hombres y mujeres que chillaban desde ventanas que, sorprendentemente, no eran una salida. Gritaban esperando a un ángel de la guarda que no llegó. Policías que se caían por la impotencia y uniformes que hacían relucir al deshollinador de Londres. Brazos clamando a alguien que nunca existió. Yo no lo sabía pero aquellas imágenes eran el Juicio Final de la Edad Contemporánea. Y pilló a todos los seres humanos culpables. La tierra no dio abasto para enterrar a tantos cuerpos calcinados y los restos de los incinerados, cenizas que se confundían con el aire, la desgracia era respirar a un amigo o a un hermano. Narices y bocas que callaban, ojos devastados a causa de la inmensidad. Los telediarios dieron nombres que se escudaban en la religión pero sepan los oprimidos que los


problemas van más allá de lo evidente y las raíces viven en Europa y no en Oriente, que les pregunten a los gigantes cuando el dinero fluctúa entre el Canal de Suez y el de Panamá. Pero yo entonces no sabía nada de esto. No lo entendía. Sólo fui a la cocina donde mis padres hacían sobremesa para anunciar con el dedo uno de los mayores atentados de la historia de la humanidad.




Mar Adentro. “¿Hemos de seguir persiguiendo a ese pez asesino hasta que hunda al último hombre? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar?”. Herman Melville. Él pidió que arrojaran sus cenizas al mar cuando muriera. Hoy yace en un nicho en el cementerio de la Almudena. No le escucharon. Tampoco mi abuelo se hubiera acordado. Murió de alzhéimer, una enfermedad terrible. Desde su muerte, el olvido es mi peor enemigo y la memoria, una bala perdida que todavía no he disparado. No sabría contra quién arrojaría los recuerdos de esta vida, de los años inocentes y crueles, de las personas y de los espíritus que los habitan. Ayer volví al norte de la nada y me acosté en la arena. Estaba fría, helada como un témpano apuñalándome por la espalda. Me resentí y observé el lento fluir de las olas, un movimiento hipnótico que conduce los ríos al morir. Ni toda la poesía del mundo podría llenar el vacío de este hueco. Es la tristeza de una niña pequeña que no se acuerda de las manos arrugadas que la enseñaron a reconocer los caminos de la madera. La misma niña que adulta vuelve al mar a buscar silencio a su culpabilidad. Hace tiempo que no me baño en el agua. Tengo un miedo incontrolable a ahogarme. Me río porque me siento extraña en mi propio ambiente natural, las nubes pasan y la brisa suspira notas de saudade gallega mezcladas con el grito del afilador. En el sur la situación no sería distinta, pasaría menos calor físico pero mi alma, si es real, permanecería sepultada bajo toneladas de peso muerto concebido como reminiscencias y alusiones al pasado huido. Ojos que no se abren y echo de menos una mirada azul sin respuesta a la voz de un ser querido. Los humanos sólo nos quedamos con los momentos más raros del repertorio emocional que figura en el menú del día y esta baraja de cartas sin leer.


Recordarte me hace bien y el daño se transforma en una esencia normal, costumbre del corazón que no se acostumbra a tu falta. Recordar es un monstruo marino vestido de pez que estrangula una época que aún no ha sido descrita. Me quedo en el filo de tu espejo, en tus gubias y en los iconos de palo y leño. Dentro de cada imagen hay una palabra ahogada por un océano de gotas no derramadas.



El Cementerio de los Suicidas. “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.” Albert Camus. El tío de mi mejor amigo se ha suicidado. Se ha colgado sobre una silla de la cocina y ha desistido de vivir. Su familia está destrozada. Dicen que tenía tres hijos y una esposa, una hipoteca sin pagar y una botella sobre la encimera. Llevaba su traje de los domingos, se había quitado los zapatos. Nadie sabe por qué lo ha hecho. No tenía una vida fácil pero hoy nadie la tiene y eso no es un motivo suficiente para quejarse. Lo único cierto, mirando en retrospectiva, es que había una mancha de saliva negra en su camisa. Él mismo se ha matado y una parte de mí lo llama valiente. Mi otra mitad calla con sonidos sordos. Han decidido enterrarle en el cementerio del pueblo. No habrá misa para el difunto. Los suicidas mueren siempre tres veces. En la primera rechazan sus despojos. Después tiran de la cadena, su cuerpo a esperas de un levantamiento de cadáver, de un juez de oficio de madrugada en la morgue. Y la tercera, la más dolorosa, perpetua, la que encierra el olvido y la vergüenza. Como Poncio Pilatos, nos lavamos las manos de la sangre que ha traicionado al linaje suicidándose. Vivimos en la época con los registros más elevados de suicidios de la historia. Me parece un grave problema de salud pública. Nadie lo entiende. Se ríen, se desocupan. Vidas que se apagan, cenizas, polvo y sombra. Su tío fue incinerado, llevaron lo que quedaba a un nicho alejado de la ciudad, al cementerio del municipio. Duerme apartado de los otros, por miedo al contagio. Ellos, tan católicos, apostólicos y romanos, ellos abandonan a la oveja negra a su suerte. La necrópolis de los no-vivos, de los no-muertos. Una tarde cogimos las bicicletas y fuimos hasta allí. Dejamos flores a tumbas vacías y marchitas. Atardeció en el camposanto y el abismo también apareció a presentar su pésame.


Qué fácil hubiera sido caer.


El Bar Docamar. “No había nada más relajante que aquello: comprar varias novedades en una librería, entrar en algún bar de la zona y pasar las páginas con una bebida en mano.” Haruki Murakami. Cuatro cañas después me acuerdo de que tengo que volver a casa. Me gustan demasiado los bares, las calles de Madrid, quitarme la máscara, tirarla a la basura y perderme en mitad de esta ciudad. Me otorga el anonimato. Me da paz. Por la calle Alcalá hay un bar con las mejores patatas bravas de la capital. No exagero cuando lo digo. Su fama es merecida, quizás sea por su salsa o por el grado de fritura perfecto que rodea a los tubérculos que me sirven entre tenedores y palillos de salón. No lo sé, es extraño que considere más familiar cualquier sitio que mi propio hogar. Siempre me siento delante de la ventana. Bebo una cerveza fría y leo. Pasan las horas, los días y sus noches, me gustaría vivir aún más deprisa para contemplar desde fuera qué es la vida en lugar de vivirla. Espuma, partidillos de fútbol, tiendas de chinos y gitanos de trece años con un balón bajo el brazo y cinco papeletas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Este barrio tuvo viejas glorias. Hoy sobrevive como los demás. No es una buena zona pero tampoco es mala. El Docamar suele estar lleno pero nadie se sienta donde yo lo hago. A la gente no le suele agradar sentarse junto al baño. A mí no me disgusta, es el hueco más alejado de la barra, del tumulto y del griterío, de todo lo que me recuerda cuál es la esencia de existir. Necesito más pausas que adelantos en el calendario. Tiempos en blanco que se expliquen ellos solos, paseos nocturnos y dos cascos que aíslen el ruido del exterior. A veces también escribo desde la misma silla con ese ventanal enorme que me enseña con sus ojos el espectáculo de estos callejones sin salida ni final. Palabras sobre servilletas que pecan de arrogancia y romanticismo mientras el mundo sigue girando y me pierdo en las manecillas del reloj. Suenan las doce, medianoche, se terminó el descanso pero los figurantes del bar asaltan al camarero con mil comandas y copas.


Hambrientos y sedientos, todos quieren patatas. Y yo me voy de nuevo sin saber si volverĂŠ al dĂ­a siguiente. Me meto por una boca de metro. Tengo oportunidades y opciones. Muchos de ellos, amigos, fantoches, tĂ­teres y camaradas de una vida que no es suya, no.



Rizos Negros. “No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.” Eduardo Galeano. En el pueblo, mi abuela Virginia era conocida con el mote de La Caracolillos. Poseía unos ojos color jade, afilados y bífidos, penetrantes, piel blanca curtida por el tiempo y el campo, y una melena negra, larga y salvaje, llena de rizos que la llegaban hasta la zona más baja de la espalda. Mi tía Isabel se parecía mucho a su madre de joven pero con la edad ambas terminaron cortándose el pelo y el mundo cerró los párpados para no contemplar la hermosa catástrofe. Nunca conocí a mi abuela. Todo lo que sé de ella es a través de las palabras de mi padre cuando la recuerda. Sus cenizas descansan al lado de la tumba de las Trece Rosas en el cementerio de la Almudena, entre cipreses y flores que florecen incluso en invierno con la fuerza de los sollozos que se disimulan en silencio. Mi abuela era una mujer preciosa que vivió su época como mejor pudo y quiero pensar que fue feliz. Mi abuelo también forma parte del misterio que configura a mi familia paterna. Ahora me toca vivir mi vida mientras recuerdo a los fantasmas que habitan mi sangre como herencia genética y reminiscencias que no son mías. Y me parece muy curioso observar cómo todo se reduce al final a un círculo que no para de girar. Acaricio tus rizos negros, te beso los ojos y me quedo en el abrazo que me ofreces, fluyendo irremediablemente en tu dirección aunque tú me digas que no. Me gustan los guiños del pasado a mi presente. Aquellos que comienzan arriba y terminan en cualquier otra orientación. No me preguntes sobre el amor porque no sé qué significa. No me busques el corazón porque lo arranqué en cierta ocasión. No me hables con carita de adiós porque nada dure para siempre. No me llores ni me grites, no me beses si no vas a esperar a que derrumbe mis muros, no me abraces si lo que ves te asusta y quieres salir corriendo después.


Yo comprendo todas las situaciones posibles, las he leído en los libros. Ya sabes que soy más de teoría que de práctica. No me falta pasión, me sobran los miedos que ocultas tú cuando sonríes y el ayer vuelve a llamar a tu puerta con nombre de mujer. No somos nadie. Discurrimos hacia un punto común que me eriza el vello del cuello. Manamos, un roce, estando aquí y ahora.



El Twist & Shout. “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar.” Dueño de un bar en Malasaña. En la calle Bartolomé, 22, hay una parte de mis dieciocho años y del verano que separó la adolescencia de la edad adulta a ojos de la ciudad que tanto me gustaba. Tiene el nombre de una canción de los Beatles y allí me bebo las lágrimas de entre semana para dormir bien los domingos. El lugar donde me reconcilio con Harry Potter y saludo a E.T para recordar mi infancia en boles de palomitas y recortes de periódico que pueblan las paredes junto a luces de colores y letras de otra época. Bares que se crean a sí mismos, la dueña se mueve con rapidez por la barra sirviendo copas y chupitos a dos o tres euros que saben a la rabia de Kurt Cobain, a la maldad de Darth Vader y a los orgasmos desesperados de Janis Joplin después de haber cantado. Héroes sin capa, propinas y cervezas que se pasean sobre las cabezas de los habituales y de los nuevos. Yo me considero de estos últimos. Vengadores y cantantes muertos, esos gemelos tatuados con las mejores poses de Freddie Mercury en Bohemian Rapsody de aquel chico que espera a su novio sonriendo y nosotros en una mesa del fondo bebiendo y celebrando la vida otra noche más. Una costumbre que fue descubrimiento para mí gracias a mis amigos. Todavía no sé si llamarles así porque el tiempo me da miedo y aún pienso que no ha pasado el suficiente. Un año, de septiembre a septiembre y siguen quemándose las hojas a su deriva. En la televisión del club suena esa melodía que evoca nostalgias y alegrías. El médico que es cantautor, o viceversa; el deportista, el de los ojos de panda, la chica de la tienda y la de los rizos negros, todos conversan y se ríen recordando que ya se conocen y yo les observo y pienso que la suerte es mía por poder vivir Madrid de esta manera y con esta compañía. Piden consumiciones que se pagan al final en una nota infinita que refleja juventud al chico de la gorra con barba. Se sientan en el trono de Juego de Tronos y las fotografías adornarán muros de Facebook y corchos de habitaciones que no se independizan porque afuera la realidad continúa igual. Una noche es una noche, mañana ya se verá. Discoteca luego que termina en taxis que se difuminan en Gran Vía, diversiones


efímeras y eternas que guardo como quien tiene un tesoro y besos, primeros y deseados, que me acarician los labios cuando los recuerdo. Algún día envejeceré y tampoco sé si tendré hijos o nietos. Datos anecdóticos. Pero si sucede de este modo, podré decirles orgullosa que ahí, justamente en ese bar de Chueca, fue donde comenzó la vida. La vida de verdad.


Las Vías del Tren. “Entre los carriles de las vías del tren, crecen flores suicidas.” Ramón Gómez De La Serna. El tren se ha detenido en Nuevos Ministerios. Dicen que otra persona se ha vuelto a suicidar arrojándose a las vías a pocos metros de la estación. Media hora de demora. No llegaré a tiempo al examen de la universidad. Me duele pensar que sólo puedo acordarme de otro compromiso con la sociedad cuando un ser humano ha muerto. No soy la única. Las caras de fastidio se generalizan por el vagón. Corre la sed de sangre y la irritabilidad de dormir seis horas y trabajar todas las demás. Habrá que esperar al juez y al levantamiento de cadáver. Vaya forma de morir. El mundo no está bien si la única salida posible es el suicidio, tirarse por el precipicio, sucumbir al abismo y no mirar para atrás. Metal que se retuerce y devasta las arterias que unen los puentes de acero a las venas por donde discurren los silencios y emanaciones de plasma que nos matan cuando las heridas se abren y no se cierran. Túneles que se bloquean por la constante de un sistema en deconstrucción. Llegan las ambulancias demasiado tarde. Sus ruedas giran y los huesos se rompen. Cuchicheos de gente indiscreta me informan de que era una mujer. Ella no volverá a respirar. Quiero creer que la enterrarán, que la incinerarán o que podrá reposar allá donde la ciudad se calle y muera. Sin luces ni señales de emergencia, ni policías ni médicos que no puedan salvar vidas antes de que se inmolen. Los familiares dejarán flores para sus muertos. Peones sacrificados. Batallas perdidas antes de jugarlas. Me da pena ver cómo se derrama la tristeza en el suelo que piso cada día, en las vías que este tren transita hacia la eternidad del momento, un segundo que te rompe, que te destroza. Sacan los despojos que han quedado en el carril ocultos sobre una camilla. El espectáculo debe de ser horroroso. Una vela negra que se apaga.


Rosas que no sirven para disfrazar el hedor de los caídos. Vaho en las ventanas que esconde el horror de la sociedad que se autolesiona. Llegaré al final a mi prueba. El tren se relaja. Han tardado menos de lo que se esperaba... Y qué importa, qué importa todo ya.



Gabriel. “¡Un hermano de cruz! ¡Eso es otra cosa! ¡Una cosa que acaso no exista! Un hermano de cruz es alguien por sí mismo, no por otro, y por eso su amor es grande, desinteresado, precioso a nuestro corazón. Porque, ya ves tú, haciendo favores es fácil hacerse querer.” Panait Istrati. Willy fue el primer ser que durmió conmigo. Era un osito de peluche amarillo con dos botones negros por ojos y una cicatriz enorme en el pecho por donde iba perdiendo, cada día, un poco más de vida. Recuerdo contemplar su relleno de algodón entre mis manos inocentes después de restregar su cadáver por el suelo, como hizo Aquiles con los restos de Héctor. Él desapareció, no acudí a su entierro, era mi mejor amigo y se fue. No le he perdonado su traición. Mi infancia fue solitaria. No me quejo, soy fuerte gracias a ello. Si hubiera tenido un hermano, se hubiera llamado Gabriel. Sus rasgos físicos quedan en mi mente, irrelevantes como las figuras difuminadas de un hombre y una mujer en un autobús al borde del precipicio. Mitad ángel, mitad demonio. Le hubiera querido mucho. Pequeño o mayor, no le hubiera preguntado la edad pudiendo jugar con él con nuestros muñecos de madera, mis primeras astillas. Un equipo de sangre, de miradas encontradas, de unas vertebras separadas en distintas columnas, allí donde afloran las alas. Por suerte o por desgracia, soy hija única, una goma rota y el error más amado. Sin embargo, mis padres decidieron no equivocarse más veces. He crecido con la compañía de esta sombra con forma humana, una chica que se parece a mí. ¿Quién me iba a decir después de tanto tiempo que te encontraría en otro cuerpo? Compartimos un olvido semejante y vemos un millón de perspectivas en una sola dimensión que abarca esta inmensidad. No te conocía entonces, eras una ilusión más. Ahora los fantasmas de mis fotografías han dejado un hueco nuevo. Apareces y te vas. Te he visto desnudo y te he imaginado crucificado. A la gente normal no le gustan los profetas de humor negro contra la sociedad que les mantiene en pie. Lengua de trapo que suelta verdades como si fueran cuchillo contra la barbarie.


Conocerte fue afilar mis armas. Estar de igual a igual en la misma partida. Te observo siempre y dudo. La pregunta reside en saber quĂŠ hilo abrirĂĄ tus costuras para evitar la ruptura.


Fruta Prohibida. “La mujer y el libro que han de influir en una vida, llegan a las manos sin buscarlos.” Enrique Jardiel Poncela. Comí de tu mano el fruto prohibido. Mordí el corazón que se me ofreció. Nunca fui de actos caníbales hasta ese momento. Me gustó devorar carnes ajenas, bocas que no me pertenecían, lenguas que se entrelazaban con la mía. Noches enteras que pasé sin dormir, entretenida en el azar, en los placeres del cuerpo, en descubrir mi piel mediante otro elemento, herramientas y útiles que me sirvieron para disfrutar del pecado. No me arrepentí. Amar es demasiado bonito para ser ilegal. Una flecha me atravesó. Dolió al principio pero después fue todo más sencillo. Los espejos me habían engañado, no sabía quién era hasta que me reflejé en otros ojos. Negros, azules y verdes, vuestros nombres se pierden en los vasos que se queman encima de la mesa junto a los papeles escritos y las fotografías. Las cicatrices es lo único que guardo de aquellas andanzas, del pasado que regresa, revienta el presente y se aleja. Me he arriesgado muchas veces. Sentía que debía hacerlo. No poseo corazón, lo extirpé por estas razones. No renegaré del árbol de la ciencia, de lo oculto y de la maldad humana. Los conozco muy bien. Yo también he sido cruel. Conmigo y con los demás. Con las personas que me querían, con las que hubiera pasado toda la vida y quizás alguna que otra reencarnación. Pero no, no creo en los finales felices ni en la infinitud de los acontecimientos que no terminan de continuar ni de sucederse de manera total. He estado enamorada, he hecho el amor y me encantó vivir así, sentirme plena aunque me rompieran las entrañas en el desenlace. Comí del fruto clandestino y su sabor fue distinto. Se despertaron los instintos dormidos y los latidos omitidos. Vivir por fin era más de lo que habían escrito los libros. Y fue mi elección.




La Mancha Roja. “Los grandes derechos no se compran con lágrimas, sino con sangre.” José Martí. Cada veintiocho días una mujer sangra y deja una mancha roja sobre un par de sábanas blancas. Si tiene suerte podrá lavarlas. En la tercera parte de los continentes las muchachas deben ocultar su verdadera naturaleza como si fuera una vergüenza. Hablamos de una cuestión de vida y muerte. Mares púrpuras que se tiñen con sollozos que no saben a nada debido a la hambruna, pieles negras y árabes, claras y morenas, velas de un barco que se hunde sin su capitán. El universo me hizo mujer para llevar mi grito más allá de estas fronteras que cercenan las muñecas y violan la carne humana. Lejos de esta dictadura del cuerpo, corriendo por la noche de vuelta a casa con el miedo de una presa acechada por su cazador. Profanamos iglesias y quemamos conventos. Nos llaman brujas, el aquelarre de una lucha que no muere con cada asesinada a manos de su supuesto amor, sino que se regenera con los golpes y las balas. Ultrajar con una menstruación se considera un delito todavía en muchos países cuyo nombre no sabría escribir ni señalar en un mapa. En el primer mundo venden compresas y tampones pero nuestros derechos siguen sin estar en la balanza ni en el supermercado, al alcance de la democracia. Deshonras que huelen a rosas y a sexo, que duelen y clavan agujas en los riñones mientras los ovarios se desangran en la cama. El arma de la fertilidad, la fuerza de unos pechos y las caderas esculpidas, la infamia más pura que se echa de menos cuando se acaba. Somos las madres del mañana y nuestros claveles están podridos. Cuando fui a la manifestación del ocho de marzo vi a hombres y mujeres caminar al lado, juntos, del brazo, apoyados sobre el mismo bastón que nos sostiene y nos mata. Debemos mucho, hemos pagado viviendo y aún no hemos consumido las deudas de una historia que no olvida.


Una vez leí en las Sagradas Escrituras el destino de la pareja primera. Diez años después escuché una canción que me sacó una sonrisa y me dio esperanza. Adán se dice nada y Eva se chilla como ave, por eso vuela y siembra raíces cuando lo hace. Somos fuertes y sangramos por no llorar todo lo que deberíamos.



Sirena Armenia. “Allí están las ventanas que te dan un pretexto para abrir bien los brazos. Asómate al marítimo bullicio de las calles. ¿No oyes una sirena que llama desde el puerto?”. Oliverio Girondo. Venía de una tierra en guerra con los ojos envueltos en vendas de ver tantas desgracias. No poseía el poder de la luz pero sí había conseguido librarse de la muerte varias veces, huyendo siempre con la cabeza envuelta en un pañuelo negro que le ocultara los cabellos rojos. Su hogar no era un país de excepciones, la piel se pagaba cara. Escapaba todas las mañanas para regresar una noche del fin de semana, sin dinero ni ropa. Nos conocimos en una isla desierta, ella me ofreció un secreto, yo la entregué una mirada. No hablamos mucho durante aquellos días, tengo la sensación de que nunca llegué a conocerla. Su nombre era de virgen, su boca decía lo contrario. Lo nuestro duró el tercio de un verano, después seguimos caminos separados, no miré hacia atrás y hoy no me arrepiento. Se ahogaba en mitad de sus aguas en calma, un monstruo tiraba de su cola de sirena hacia el fondo del abismo, donde la oscuridad siempre es eterna. Quizás mis caricias fueran más garras que abrazos. He seguido con la frente alta desde entonces, no he regresado ni a la playa ni a las costas de Armenia, aquellas del lago más frío del continente que separa Europa y Asia. Acudo a veces a los miradores de cualquier puerto, intento no pensar en que su rostro hundido caerá en nuestro olvido. Ella dormirá entre otros corales y yo procuraré encontrar mis raíces en los campos que me han mecido. Recuerdo que toqué sus piernas y sentí el hogar por un instante. Ahora sé que la marea lo limpia todo, incluso lo vivido. No habrá más rastro en mi piel que una escama rota que pudo haber sido uña en una vida pasada. El pasado es un naufragio constante. Tal vez por eso contengo la respiración y finjo anegarme los pechos de pena, como si el agua salada viniera y llamara a mi puerta. Me he acostumbrado a no recordar los


cuerpos que me han albergado, aunque los peces sean también seres monógamos y yo haya escogido a los pájaros para criar mi corazón entre fuego y hojas. Te escribo cuando llueve para que vuelvas, pases una noche y después la luna me ofrezca la ilusión de una nereida. Hay una mujer que llora dentro del océano para que no exista el vacío. Solíamos dormir entre las mismas algas.



Max Demian. “El pájaro rompe el cascarón, el huevo es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper el mundo.” Hermann Hesse. Fui Emilio Sinclair y acabé siendo Max Demian. He odiado mi debilidad toda la vida. Quería ser la persona a la que necesitas. Anti heroína de mi barrio, contraria a los opuestos, división entre lo que une y te rompe después de haberte juntado. Demonio estereotipado, ángel extraviado. Mis límites vitales se hallaban entre la puerta de mi cuarto y la que daba a la calle. Cada habitación era un país imaginario y mis padres, sus guardianes. Nunca creí en Dios, jamás he ido a la iglesia. Eso no me hizo distinta ni definió mi personalidad. Sólo entendí la realidad mejor sin ídolos ni iconos en mis escaparates personales. Demian fue mi Biblia, el confesionario de los secretos, la rabia encerrada que se transformó en verdades absolutas, la seguridad de la niña que se hizo mujer. Nos entendimos mutuamente, sus palabras siempre han sido para mí. El amor llegó pero no se llamaba Eva. Eso sí. Siempre fue una mujer. No he vivido ninguna guerra aunque presiento el fin del mundo cerca. No toco instrumentos ni poseo mayores talentos que el de escribir estas líneas que me limpian. Son una justificación moral a los errores diarios, a la rutina y a mis cobardías. La valentía no es mi punto fuerte ni tampoco el mayor de mis boquetes. Lesiones que no se curan, que narran una historia, un secreto que supuraba daño y ya no existe porque nos hemos perdonado. El pasado, ese enclenque jorobado que se escabulle en la memoria pero late. Hoy sólo tengo hoy. No quiero más.


Sufrí y me destruí para demoler aquello que me rodeaba, la imagen que me empañaba y las constricciones mentales, la moral y la ética. Demian es mi mejor amigo porque es mentira, una ilusión. La mitad que nos faltaba a Sinclair y a mí. Rompimos nuestros mundos. No sé si lo logramos. Pero fuimos nosotros al fin. Sólo nosotros.




Santiago de Compostela. “Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.” Atahualpa Yupanqui. Le diste aquella tableta de chocolate a la vagabunda de la Puerta de Platerías. Estaba tan dura que no pudimos comérnosla. Por la noche nos habíamos gastado la mitad de nuestro dinero en un bar de mala muerte en una de las calles que llevaban a la plaza central de la ciudad. Bebimos hasta reventar. Volvimos al hotel tambaleándonos y riéndonos porque la vida parecía bonita. Subimos las escaleras, el ascensor sólo llegaba hasta el sexto piso. El último se convirtió en nuestro reino, donde dormimos y soñamos con quedarnos para siempre en aquel lugar que era casa. Tú y yo éramos dos peregrinos más que no saben por dónde van. Fuimos a Santiago de Compostela en busca del rastro de una estrella. No la encontramos ni nos descubrimos en los charcos que formaba la lluvia al caer sobre nuestras cabezas, empapándonos la piel de nostalgia y eso que los gallegos llaman saudade en su tierra. Desconocidos, caminábamos de la mano, de iglesia en iglesia, de roca en roca, planicies verdes con olor a petricor que estremecían el corazón. Rosalía de Castro nos robó la razón y cantamos a pleno pulmón cuando hicimos veinticinco kilómetros del camino únicamente por diversión, por vernos libres y creernos así cuando volviésemos a Madrid. No sé tú, mi amigo, mi hermano. Pero yo sigo al acecho de la estela de un recuerdo que me rompió. Quiero sanarme por dentro y tropezarme con algo que me sorprenda y me devuelva la llave que le falta a mi pecho para latir al mismo tiempo que el de la persona que me provoca estos sentimientos. Mis clavijas funcionan igual que la Torre del Reloj de la catedral. Imponente monstruo de piedra y sal, tan cerca y tan lejos del mar. Tus portones al cielo y tus escaleras al infierno, los mismos senderos para malos como para buenos.


Nosotros ardimos con el frío, contemplamos el Pórtico de la Gloria a través de una tela que nos cegaba. Hay lugares que no son para todos. No golpearemos más veces por una entrada VIP en el seno que no nos ocupa, que nos mira por encima del hombro y condena sin conocer la potencia ni calidad de nuestro amor. Santiago es una senda para balas perdidas. No somos una excepción. Tampoco una revelación. Tus tragaluces o tus callejones, la farola que dota a las gotas de una aureola celestial, los espectros de los hombres y mujeres que durmieron en tus bulevares. Ya no llevo brújulas. Ahora me busco en las conchas que me indican el viaje cuando me pierdo.


La Sangre de Lorca. “Esto es aplicable ante todo a nuestras elecciones éticas. No podemos echar nunca la culpa a la “naturaleza humana”, a la “fragilidad humana” o cosas parecidas. Ocurre de vez en cuando que hombres algo entrados en años se comportan como cerdos y que en último término echan la culpa al "viejo Adán". Pero un tal "viejo Adán" no existe. No es más que una figura a la que nos agarramos para eludir la responsabilidad de nuestros propios actos.” Jostein Gaarder. Mi nariz es débil y suele sangrar a menudo. He manchado almohadas, sábanas, papeles que eran importantes y trabajos de clase, la colcha de mi madre y el lavabo de mi casa. El baño se convirtió en aquel lugar en el que me refugiaba para contemplar una imagen herida delante del espejo. Un reflejo sangrante que se diluía en hilos rojos que acababan en océano. Si Moisés hubiera visto aquellas escenas, la huida de Egipto no le hubiera parecido tanto sacrificio. El Mar Rojo se partía en mi cara. Mi sangre no es azul. No pertenezco a la realeza porque, en realidad, soy morada por dentro y sangro el color de mis hermanas caídas en la guerra. Soy republicana, lo reconozco. No creo en las monarquías ni en las viejas costumbres arcaicas de una nación que se autodestruye a base de garrotazos y gritos que no llegan a ninguna parte. Cicatrices de una transición democrática que todavía dura y escuece cuando se la acaricia. Sangraba cuando era pequeña y sigo sangrando muchas veces. Tampoco soporto la debilidad ajena, aún menos la mía propia. A eso se reduce el patetismo de los tapones de algodón que socavan realidades, las del cuerpo y las del corazón. Creo que le sucede algo parecido al país en el que vivo, el que ejecutó al poeta que lo vio nacer y le cantó desde el exilio, el que desterró de la historia a las mujeres más inteligentes de nuestra generación. Una prole que subsiste porque se siguen cometiendo los errores de ayer en el presente para repetir el porvenir en una rueda que, cada vez que cae, se quiebra.


Bancos y crisis. Y esta es mi sangre, la que me hace frรกgil y fuerte. Y esta es nuestra sangre, la que Lorca escribiรณ y la que le matรณ.


Cigarros. “La materia regresa a su costumbre. Que del agua un relámpago deslumbre o un sólido de humo tenga en un cielo ilimitado y tenso un instante a los ojos en suspenso, no aplaza su consumo.” Jorge Cuesta. Úlceras que se acumulan en la zona oscura del gaznate, allí donde asomaron las navajas y los puñales. Nadie es de nadie, superficies difusas que comparten humo y bruma en canutillos y filtros que se queman en las calles. Recuerdo cuando me fumé el cielo y escupí después al suelo ante el asco de la contaminación. Mis pulmones ardieron pero aquella vez no quise gritar. Así descubrí la pipa de la paz y el amor a través de una fotografía en blanco y negro de una mujer que hoy es pasado. Cigarros que me he ido fumando con el paso de los años y me han sabido a café y a labios, a tercios de bar, a sentimientos evaporados, a lo exagerado, a lo voluptuoso de unas curvas en pantalones de cuero al pasar. He probado el mundo a través de membranas de alquitrán y sustancias químicas que me han dejado un regusto amargo a muerte en la garganta. Y lo confieso, me ha gustado. No uso pitillera y bebo demasiado para conciliar el tabaco y el alcohol en un organismo que entonces tenía quince inviernos acumulados a una espalda torcida y que ha seguido creciendo a pesar de lo esperado. Pura química que arde entre mis dientes. Me encanta fumar pero no lo hago. No es uno de mis vicios, prefiero continuar degustando con otras bocas que lo hacen mientras duermo. Son las pantallas y el vaho del aliento que se ahoga cuando se produce un choque entre barbilla y mentón, las salidas a medianoche para el último cigarrillo del día que se prolonga unas horas más del siguiente. No fumar fue una de mis elecciones de vida. Aprecio más respirar y sé que superaré los veintisiete. Fue como dejar de morderme las uñas, la opción escogida por mirar hacia el futuro que, curiosamente, se parece a los pitillos que ya no me fumo.


Ambos son bocanadas vacĂ­as de niebla.



Bragas Sucias. “A la gente le da todo igual; mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda.” Rafael Chirbes. Aquel retrete era un agujero negro en mitad de la nada. Marcel Duchamps se hubiera muerto de la risa otra vez si hubiera sido testigo de la situación. Un enorme hoyo, profundo y seco, por donde caían cuatro hilos de agua de color dudoso y origen difuso. Las cosas de la naturaleza no deberían dar vergüenza pero lo hacen. Forman parte de las verdades universales. Por eso la gente no las dice en voz alta, tabúes a media voz de una España arcaica. Ríos amarillos desfilaban por entre mis piernas infantiles, de niña insegura que todavía hace pipí en vez de pis. Esta anécdota pertenece a las memorias de quien no se acuerda de ello, que ha visto a través de los ojos de las personas que sí estuvieron allí. Por lo tanto, nada de esto es cierto y lo más probable es que sea lo más cercano a lo verídico. Todas las versiones se aceptan. Mi profesora no llamó a casa para que vinieran a cambiarme el pañal, decía que así aprendería a ser mayor, a no confiar en los padres ni en los Reyes Magos. Yo tenía la esperanza de que mi padre llegara con el remedio a mi problema, unas bragas limpias para ocultar mis descuidos de rapaza. No lo hizo. Esa fue unas de mis primeras decepciones en la vida. Pero sirvió, cumplió el propósito de aquella profesora a la que quise y odié a partes iguales. No volví a hacerme pis desde entonces. Ya no fue necesario seguir creyendo en que los demás podían arreglar los errores que yo cometía. Aprendemos a base de golpes y este lo escribo para quitarme la espina clavada de las braguitas sucias porque, por supuesto, eso no es propio de señoritas. Se ríen mucho cuando me cuentan el pasado con sus ojos.


Ellos no pasaron por el mal trago. Es curioso, yo no me acuerdo pero me molesta a veces contemplarme desde el espacio y el tiempo como si fuera un ser ajeno, el fotograma de otra historia distinta vivida por cualquier otra chica de Madrid que aún no controlaba los esfínteres. Quizás lo mejor es olvidar la infancia y que nos la cuenten los que la disfrutaron y no vivieron. Me he puesto muchas bragas con los años. Y lógicamente lo seguiré haciendo. Me he visto en tesituras embarazosas por cuestiones tan normales como la regla o el sexo. Crecemos y nos sucedemos mutuamente, nada que ninguna lavadora no haya podido borrar de la tela y encerrar en el secreto. Ahora mi ropa interior es negra, cómoda y sensual. Sin embargo, en ocasiones me pregunto si por elección propia o por imposición de la sociedad.



Ícaro. “Superficies parecidas que difieren en el fondo, se despiertan ya vencidas sin saber aún cómo. Vuelven tus silencios y no voy a callarme. Conozco los modos, pero ninguno me vale para que mi tierra vuelva a ser de nadie. Para que yo vuelva a ser de nadie.” Víctor Bonell. Ícaro era el hijo de Dédalo, uno de los hombres más inteligentes y sabios de la mitología clásica. Poco le sirvieron los logros paternos cuando se ahogó en el Mar Egeo. Se derritió la cera de sus alas mientras escapaba de una vida entre muros y desgracias que nunca fueron suyas. Lo intentó con toda su alma pero el sol traicionó su confianza. Muchos piensan que este mito es una metáfora sobre la arrogancia. Yo creo que se equivocan, que a veces caemos y nadie sabe cómo hacernos levantar. Cuando te miro me acuerdo de este cuento para griegos aburridos y catedráticos de universidad. Te observo desde la parte más baja del escenario mientras tú cantas para un público que se sabe la mitad de tus canciones porque te conocen ya de casi una vida en la misma orilla. Guitarra en mano y gafas de sol, ¿a ti también te molesta la luz? Caminas en silencio, fumando un cigarrillo que se deshace entre tus dedos, en medio de gigantes y batanes de una ciudad llamada Madrid que te acoge como niño predilecto aunque tus caminos sean fuera de la lustrosa villa. Tan atractivo y joven, futuro doctor, chamán y héroe de tragedias foráneas a tu tierra, con esa voz de sirena conquistaste a seres como Ulises y Calisto. Sin embargo hay corazones que no le pertenecen a nadie. Asientes y las luces resbalan sobre tus ojos azules, acuosos y llenos de una luz distinta que arde en vez de extinguirse con los desengaños de la edad. Apuras una cerveza y pides otra copa, escribes sobre una servilleta los versos más tristes de Lewin porque, por suerte, nosotros jamás viviremos una guerra. Nunca estuvimos allí y lo sentimos así. Hoy cantas cartas que no van a ninguna parte pero que se quedan conmigo gracias a la nieve y al cielo. El mismo cielo que mató a Ícaro por intentar llegar demasiado lejos, por abarcar más allá de sus posibilidades y sobrepasar las fronteras de la creación


humana. Los dioses han muerto en nuestra época, los caminos se han allanado y tener la cabeza en las nubes se ha hecho más fácil. Y yo te deseo lo mejor y las odiseas más hermosas. Sé que siempre volverás a casa y quizás no esté Penélope pero no te faltarán pretendientes. Serán tus canciones o tu manera de mirar, tu forma de quitarte las gafas o de afinar. Cantautor con alas de madera esculpidas por ti mismo, no eres Ícaro ni tampoco te hace falta. Sé que el cielo te tocará a ti porque llegarás hasta donde tus sueños te quieran llevar.



Silbidos de Árboles. “Las hojas muertas se rastrillan hacia los desperdicios. Los recuerdos y lamentos también.” Jacques Prévert. Un compás escribió nuestros nombres en la corteza de aquel árbol del Nebrija, el colegio de la esquina, donde se apilaban las hojas secas del otoño y las castañas asadas junto a la basura y los cascos de obra. Pateamos los muros y saltamos montañas de hojalata, el fútbol era nuestra pasión. Los recreos se sucedían los unos a los otros a la velocidad de la luz porque estábamos creciendo y no nos dábamos cuenta. Mi padre venía a recogerme al final de cada día y nos íbamos a casa cantando, brindando sin saberlo por lo efímeros que son los buenos momentos. Ese árbol. Aún se oyen los gritos del patio, los niños jugando y la radio sonando, tiempos de baile y competiciones deportivas que quedaban abortados de once y media a dos. Las primeras horas eran para dormir sobre la mesa. Nunca hemos sido los mejores chicos, tampoco quisimos, y sufrimos por ello. Chicos maravillosos y extraordinarios, poco comunes, extraños, particulares… Los raros de la clase, sentados al fondo, apartados del resto. Todavía siento silbar al viento cuando paso por delante de mi antiguo colegio y se me agolpan los recuerdos. Trago saliva y continúo caminando. Me he prometido no volver a mirar atrás porque sé que aquellos días no regresarán. Ya los vivimos lo suficiente. Cuando nos encontramos en el bus, también vuelven los pitidos y esas manchas negras que chillan. Nos saludamos pero nuestra amistad es polvo en mitad de un tifón. Me siento vieja a tu lado, la seguridad de tenernos nos abandonó. Oí sobre tu destino tiempo después. Hay cosas que no cambian. Te dolió lo terrible y lo indecible. Tus ojos huelen a miedo. Necesitarás rehacerte de nuevo como una vez hicimos, reencarnarnos en los espejos y en los tallos que fueron


cobijo y cruz, refugio y ataúd. Sobrevivimos a las astillas en la espalda, a los balonazos, a los insultos y a las puertas cerradas del baño. Existimos porque fuimos más fuertes y míranos ahora. No somos sauces pero los cipreses nos envidian desde la penumbra del olvido que cura. Intentaron arrancarnos las raíces y conseguimos florecer. No fue un reto sencillo pero estamos aquí, esperando a la primavera que el árbol nos robó.


El Río sin Agua. “Te llamé. Me llamaste. Brotamos como ríos. Nuestros cuerpos quedaron frente a frente, vacíos.” Emilio Prados. Este verano Galicia ha ardido en llamas y muchos han implorado al cielo un poco de agua. Han pasado cuatro meses y no ha llovido. Los astros no escuchan. En el mismo lapso de tiempo, el río que hay detrás de mi instituto se ha ido vaciando hasta quedar en un hilo triste de agua que no mueve molino. Recuerdo una caída en el Camarmilla, aquel río lleno de vida y ranas verdes que nos miraban con ojos saltones, quietas y acechantes, dudando entre la curiosidad y el miedo. Llegar a casa con barro en la ropa, la cara sucia y una derrota más. Mi memoria no es sequía como el resto del mundo, se mantiene a base de rocío y gotas de vasos que mandaron a África ya secos. Dentro de dos décadas los telediarios anunciarán la Guerra del Agua y quizás esta sí sea la definitiva. Mientras tanto sobrevivo con la tranquilidad de las grandes depuradoras y el sistema corrupto que sostiene el capitalismo. Nos ahogamos en un charco que podríamos bebernos de un trago. Todo lo demás irá sucediendo y yo viviré mi vida como pueda si no me quemo antes. Me encanta el agua embotellada, lo confieso. Ríos que vienen y van, que se contraen y se expanden así como las olas en los mares, chocando y rompiendo contra las orillas y dejando peces muertos a su suerte. No paro de encontrar paralelismo entre las criaturas marinas y nosotros. El futuro canta tormentas e inundaciones que sepultarán a las ciudades más bellas. Rezo por ti, Ámsterdam. Doy fe, Venecia. Un porvenir que hace llorar al Miño y que el Ebro renuncie a sus derechos sobre el Tajo y el Duero. Nuestra península será un desierto, una prolongación de lo que tanto hemos rechazado en el pasado.


Qué pena todo y los silencios de un río sin agua. Quedarán nuestros cuerpos, nublados y cansados, y esta sangre torrencial eclipsará en forma de raíces y pájaros. Fluir y resistir hasta morir.


El Tallista. “Lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir no cuando es no.” Gabriel García Márquez. Podría hablar de mi abuelo pero no puedo. Él se perdió antes de que yo tuviera memoria suficiente. Qué paradoja. Lo siento. Tengo que hablar de los libros, de los puños desgastados que me los dejaron encima de la mesa de la biblioteca cuando pasaba los recreos lejos del sitio donde estaban siempre los demás. No me arrepiento, la soledad talló a la persona que soy ahora. La disconformidad sería decir que me acepto cuando, en el fondo, detesto las habitaciones a oscuras. No es así, reconozco los defectos de la carcasa que me ha moldeado durante estos años y el resto del tiempo. Lorenzo. Profesor, amigo y abuelo. El latín pernocta en mi cerebro, lenguas muertas que quiero como al mejor de los recuerdos. Maestros de vida, no habéis sido muchos y vuestros nombres morirán conmigo el día en que lo haga también. Hasta entonces, sois eternos y vivís dentro. No sé cómo agradecerte lo que te debo ni cómo decírtelo a los ojos. Creíste en mí cuando nadie más lo hacía. Hay oportunidades que ni se perdonan ni se olvidan. Fuiste tú y fueron ellos, fuisteis todos, vosotros, los de las pizarras y las tizas, los tripulantes de clases y futuras generaciones, los brotes verdes de un país en números rojos. Miles de páginas que desfilaron ante mí y me enseñaron a ser. Si pienso, no es porque exista, sino porque me enseñaste a existir. Por ello, te doy esto que es una parte de mí tallada por ti. Te mereces cada uno de los homenajes que te den, jamás habrá otro bibliotecario como tú en aquel instituto que se perdía en el río que no llevaba agua. Y mi manera de honrarte se halla entre el respeto y el cariño. No conozco más modos de ser sincera que escribiendo. Perdóname mi timidez, aún cohabita conmigo. Gracias, señor con bigote que me abrió las estanterías y las cristaleras de aquella sala que se iluminaba a las once de la mañana. Así pensaba con mis once años y no sabía ni tu nombre.


Hoy, mis victorias son tan tuyas como mías. Tan vuestras como mías, maestros de corazón.


Raíces. “Los suicidas son homicidas tímidos.” Cesare Pavese. Aquella noche rocé la catástrofe. La navaja sobre mis muñecas y las venas azules gritando bajo una falsa promesa. Para conseguir la mayor efectividad, los cortes deben ser rectos, profundos y verticales al brazo, así no se podrán coser. Regresan las ganas de vomitar, fiebre ardiendo en mi frente con el recuerdo intrínseco de la muerte y el olor a sangre que no se derramó pero trastocó mi imaginación. Parece un poema que llevaba tiempo sin leer, una página señalada en el testamento temprano y un nicho que es cuna y tumba a la vez. No hay mucha gente demasiado valiente para arrancarse las raíces del cuerpo e ir observando después cómo la savia mana y riega las baldosas del baño. Azulejos azules manchados de rojo que anuncian una nueva guerra civil entre la piel y el hospital más cercano. Soy una temeraria. Me puede más el orgullo que la solución perfecta. Era joven, no lo pensé, cuchillos de plástico que pronunciaron amenazas salvajes, fantasmas grises y memoria destrozada para construirse en unos años. No lo hice. Estas palabras prueban que mi vida sigue siendo mía. Padres y amigos, restos de fotografías y cuadernos, dolores que supuran en el trasfondo de aquellas viejas notas de instituto que fueron un espejismo de lo que podía ser la felicidad de cualquier chica del primer mundo. Desconozco los motivos ocultos del subconsciente, sólo me sé el epitafio que me narré a fuego en la cabeza. Aún me acuerdo de la ponzoña más hermosa para decir adiós. Me estoy sincerando, abriendo en canal para aquellos que duden entre la espada y el puñal. No ofreceré lecciones ni moralinas pero esta sangre que nos late por dentro a veces vale el sufrimiento de los días sin fin. Mi sistema circulatorio es un ente con pensamiento propio. Vergonzoso y cohibido, se muestra cuando quiere a través de esta película de cristal fino, devolviendo la serpiente a mis tobillos para incitarme a las antiguas costumbres que jamás ocurrieron por


suerte. Regalándome una nueva oportunidad turbada y un peso de responsabilidad que se equilibra en posponer siempre los acontecimientos más importantes. Orígenes que se desarraigan, que se desraízan. Hoy no, mañana.



Alas. “Solamente se arrastra quien no tiene alas ni piel.” Miguel Abuelo. Mi padre ayudó a hacerme pero no me dio la vida. Esa victoria le corresponde a mi madre. Y el sacrificio, también. Le debo muchas cosas a mi familia que nunca les he dicho porque el orgullo a veces me ciega y siempre he sido un poco dura de oído. No me gusta admitir que me equivoco, no aguanto la autocompasión ni la debilidad, sobre todo cuando son mías. Entonces miro al pasado y comprendo que cambiamos por tiempo, no por costumbre. A él, al señor que puso la semilla en este cuerpo que hoy se alza y se bate en retirada ante el viento. Me ofreció todo lo que tenía a su alcance y sus manos leyeron conmigo hasta que mis ojos pudieron hacerlo solos. Ya casi no le miro y sé que estoy siendo injusta. Las plumas de las alas que brotaron en mi espalda fueron los libros que traía de aquel trabajo mutilado durante la crisis del 2007, las películas del sofá y esas historias sobre gente lejana, lecciones de anatomía, canciones que no se escuchan y paseos cuando aún nevaba y el calentamiento climático sólo era una falacia más de los telediarios. Hélices y remos de un cielo en aguas que caen y empapan cada cristal de esta ventana que todavía te despide cuando te marchas pero no le importa si vuelves o te quedas porque siempre estoy muy ocupada. Hemos crecido, no puedo negarlo, y me llamas inocente cuando porto alerones para amortiguar la caída después de tantas veces en el suelo. Yo te grito, todavía soy demasiado joven para entender que los palos a vuestra edad no se utilizan para seguir luchando, sino para caminar. Estas alas son tuyas, las moldeaste a tu imagen y semejanza y no las reconoces cuando vuelan. No pediré perdón, jamás quise ser ángel porque no me lo merezco. Esa medalla se la dejo a otros como tú. Te quiero, que conste.


No insistas en que cambie. Esta guerra es como una herida abierta: sangra. Acepta estos aleteos rebeldes y calla cuando no sepas y habla cuando la verdad sea cierta. Perdóname, repito, por haber hecho de tu ingenio mi arma contra la barbarie. Quiéreme incluso cuando mi derrota eclipse el sol pero el mundo me necesita más que yo a él.



Las Gafas. “Aquello que se considera ceguera del destino es en realidad miopía propia.” William Faulkner. Dos ojos que son cristales y descansan sobre la mesa de escritorio de una persona ciega. Cuencas de cristal, culos de botella, lentes y lentillas, pupilas dilatadas, el efecto lisonjero de aquella mirada que posee la nada. Montura negra, gafas sucias que portan mi vista entre mil dioptrías distintas que no podría describir pero que conforman mi modo de ver la realidad, mi capacidad innata de entender la luz. No miro más allá de este ventanal con un paisaje a espuertas de este vecindario que cuchichea de madrugada y grita en las noches de luna llena. Anteojos que sienten porque así trabaja la córnea. Me permite comprender los signos abstractos que pueblan las hojas de papel blancas. Las que reflejan aquella bombilla sobre la que pende oscuridad. Hilos de cobre y despertar con la casa apagada y en silencio, abrirse los párpados y no saber si existe la ceguera o sólo es la misma negrura de siempre. Me gustaría aprender braille para leer otros cuerpos. Texturas y deseos encerrados entre comisuras y líneas de caderas y bocas que desembocan en agujeros que se convierten en dos iris enfrentados. Mirarnos sin vernos, encontrarnos. Me quito las gafas y bajas las persianas para acelerar el tiempo y vivir en plena opacidad. Comernos los brillos del rostro hasta delinear los rasgos propios en una sola cara compartida. Eso también es arte. Ponérmelas o abandonarlas en el cajón. Pequeñas decisiones rutinarias que tomo para vencer al estigmatismo de los seres oblicuos, los mal cruzados, y de las miopías de todas aquellas personas que hoy están lejos. Un par de pozos que me observan desde la frontera divisoria entre almohada y cama. Gafas empañadas de un frío que quema. Desnudarme primero apartando mis ojos a un lado, de un material delicado como mi piel pero prescindibles al fin y al cabo. Cada vez que afronto estos riesgos irreversibles de ceguera, del abismo en tinieblas, saco la misma conclusión.


Prefiero adivinar a ver.


Mensaje en una Botella. “Volveré sobre las aguas del cielo.” Vicente Huidobro. Noja era mi isla desierta entre el cielo de Madrid y el mar Cantábrico. Norte y sur caminaban de la mano cuando tenía cinco años y sólo mis ojos podían observar aquella inmensidad azul que me devolvía la mirada. En el colegio me explicaron que aquello era el océano. Cuando crecí, me di cuenta de que era el abismo del que tanto me había hablado Nietzsche en sus escritos. Y, efectivamente, él también me miraba a mí. Nunca había sabido interpretar sus intenciones. Ahora veraneo más por las costas levantinas y Andalucía me abraza cuando Europa me rechaza por no tener el dinero suficiente con el que invadir sus fronteras. Se examina mucho de dónde vienes en este continente. Sobre todo, si tu piel es oscura y tu origen, Oriente. Playas y arena hecha de pedazos de vastedad y universo en movimiento. Caminar era así, sentirse grande en un lugar pequeño. Eso también lo llaman hogar y los tragaluces del techo se convierten en nuestras vistas al mar. Una tarde escribí una carta a un amigo invisible, los mejores que se pueden tener y conservar en el corazón herido. Le dije todas las cosas que jamás le había dicho, las palabras que se quedaron en el aire y los actos que no hice por miedo y vergüenza. Al fin y al cabo, era una niña pequeña que todavía no sabía nada y que solamente intuía las partes negras de las luces blancas de un amanecer a la deriva. Él, por supuesto, mi amigo fantasma, ya me comprendía y me perdonaba desde la distancia. Compré una botella de mentira, de esas de juguete baratas que te venden en los chiringuitos de la zona más alejada. Encerré el papel en su interior, le di un beso y soñé con un deseo que, lo confieso, no se cumplió. Las mareas vinieron a llevarse aquel frasco repleto de ilusiones y de la esperanza de que alguien lo encontrara y me respondiera alguna vez con lo mismo que le había pedido a la nada en su inmensa totalidad. Era mi mensaje en una botella y no fue de auxilio ni de pena.


Aquella carta fue la forma de comprobar si el abismo y yo podĂ­amos ser amigos.



La Escayola. “Todas las cosas llegan, le hacen a uno daño y se van.” Amado Nervo. Con ocho años me rompieron el brazo izquierdo. O me lo rompí yo por culpa de otra persona. Existen varias versiones sobre lo que sucedió aquella tarde. La verdad es que los recuerdos están difusos en ese cajón extraño de los malos momentos que he traspapelado. No importa mucho aunque para mí sí lo haga. Aquel chasquido y ese grito de dolor que me rompió un hueso por dentro, el complicado. En mi brazo izquierdo había un radio menos de esos que sujetaban mi carne a los alambres de la marioneta. Descubrí la farsa y la fragilidad de la persona humana. Un golpe y llora. En realidad, he de confesar una situación como cualquier otra. Me he roto el brazo dos veces. La primera por maldad mal intencionada; la segunda, a causa de la sanidad española. Esto tampoco es un sermón político. Por aquella época la decadencia del país sólo se intuía. Ni la corrupción ni la crisis económica eran portadas. Ya llegaría la posterior ruptura un año más tarde mientras a mí me salían dos cicatrices que desde ayer duran. La diferencia entre la sociedad y yo es simple. Mi cura fue un parche hecho de escayola que atenazó mi miembro superior durante tres meses exactos, incluso fue un recuerdo de cumpleaños. Casi me operaron. Hay noches frías en las que todavía me escuecen las antiguas firmas de los amigos que ya no están en mi vida y de los dibujos que fueron tatuajes efímeros, como todas las buenas cosas. El corazón continúa en estado postoperatorio. El mundo posee otro tipo de problemas más serios y en las farmacias no quedan suficientes existencias de tiritas para tapar los boquetes desde donde se desbordan los mares y se suicidan los hombres. Ni enyesados ni enlucidos que arreglen estas roturas, ni hilo ni cordel para enhebrar los ríos a las montañas. Nada.


Los botiquines de emergencia dejaron de funcionar cuando colapsaron los bancos y los muertos se hicieron más habituales que los enfermos. A mí todavía me duele el brazo. Han transcurrido diez años que no volverán. La historia se sigue escribiendo en las crónicas. ¿Cuánto tiempo más aguantarán los ojos rotos del escritor que la ejecuta?




Habitación Cerrada. “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”. Virginia Woolf. Me dijiste que hubiera sido bonito ver mi mundo como un campo abierto. Sin muros. Si hubieras podido, hubieras tirado hasta las ventanas y las puertas. No querías pedir permiso para entrar, sólo deseabas irrumpir en mi vida y abrir aquella habitación cerrada y oscura donde vivía. Musgo, líquenes y humedad que se almacenaban entre la madera y los libros, restos de viejos incendios y urnas funerarias. Te hubieras puesto uno de mis vinilos de jazz, te hubieras reído y hubieras destruido aquellas paredes rotas en sus cimientos pero fuertes desde el exterior. Hubiera sido divertido ver cómo se caían las ruinas edificadas. Primaveras que llegarían, flores y un sol que alumbrara y sustituyera al flexo del escritorio. Hubiera sido distinto y quizás hubiera funcionado. Suelo pensar en eso cuando miro mi techo y las estalactitas que me apuntan directamente a mí. Todo empieza y todo acaba. Son cosas que ocurren, ciclos vitales que se suceden en la rueda que es la vida. Lo pienso para consolarme entre las sábanas frías que huelen a la persona que vivió allí, lo siento en el cuerpo y en el alma pero los carámbanos siguen estando ahí cuando despierto. Me siento en la silla que hay enfrente del hueco roto de esta casa, por donde sale la luz que aún descansa. Quiere huir pero es difícil entre tantos trozos de cinta americana para tapar las salidas de emergencia y los desperfectos de esta piel que es cizalla contra el tiempo que se nos escapa, relojes invertidos que se comportan como brújulas. Espacios vacíos, polvo y plenitud, corrientes de aire que se pasean como las personas que antes existían en los pasillos y los cuartos de baño. Cañerías atascadas que se comportan como las venas y la sangre. Hubiera sido precioso que me salvaras, que hubieras aparecido en mi armario y me hubieras liberado. Pero lo que viste y lo que ves son intrínsecos a mí, pesos que tendré


que ir desprendiendo de mi espalda porque no tengo más opciones: levitar o hundirme con el daño. Estas cadenas, esta ira, estos gritos que no gritan y son míos, me pertenecen y los quiero como los odio pero no puedo despedirles sin levantarme las cicatrices. Algún día dejaré de ser caracol. Dejaré de llevar esta carga a cuestas, te lo prometo. Entonces ya no buscaré linternas ni enchufes. Sólo luces.



Índice. Introducción. El Coche. Atocha. El Perro. Cambio de Luces. El Ojo. La Cara. Bosnia. Báilame el Agua. La Sala de Espera. 11/S. Mar Adentro. El Cementerio de los Suicidas. El Bar Docamar. Rizos Negros. El Twist & Shout. Las Vías del Tren. Gabriel. Fruta Prohibida. La Mancha Roja. Sirena Armenia. Max Demian.


Santiago de Compostela. La Sangre de Lorca. Cigarros. Bragas Sucias. Ícaro. Silbidos de Árboles. El Río sin Agua. El Tallista. Raíces. Alas. Las Gafas. Mensaje en una Botella. La Escayola. Habitación Cerrada.





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