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JOSÉ LUIS MARTÍNEZ VALERO

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ VALERO

CARTA A FULGENCIO

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Querido Fulgencio: Me confiesas con tristeza que los poetas no recuerdan sus poemas, si acaso los lugares, las luces de la tarde o la mañana el aire cálido y el frío.

Sus poemas se cuelgan en una nube que nadie ve o quedan suspendidos en las redes.

Todo se guarda, se oculta en un cajón que a menudo no recordamos. ¿Si el poeta olvida sus textos, podrá recordarlos?

Los versos deprisa se ponen en libros cuyo impacto apenas durará unas horas. ¿Significa que la realidad es superior? ¿Que la luz o los cantos de los pájaros oídos por esas calles valen más que aquellas palabras con las que hemos puesto puertas al campo?

El poeta, ¿de qué sirve?

¿Escribimos hoy para olvidarnos? Sólo cuando leemos lo que se ha escrito

vuelve a nosotros. El poeta lo hace para que todos sepan que estuvo aquí.

El paso, su paso, sólo sus pasos, es lo que quedará. Cada generación tiene su ritmo.

El mundo puede ser hermoso; hay momentos que nos acompañarán durante días. Recordad que vivimos en aquella caverna donde duermen los siglos. Cada uno es dueño de ese tiempo.

A veces, las sombras nos traen ausencias. El mar aun en calma oculta corrientes que arrastran palabras perdidas.

¿Quizá hemos olvidado lo que nos quieren decir las palabras? Llegan ecos, lejanísimos cantos, interrumpidos siempre.

¿Recuerda el narrador su novela? Sólo algún cuento breve, el poema que contiene una palabra. Bajo el cuadro hay siempre otro cuadro.

¿Será verdad que el escritor escribe siempre sobre otras palabras? Cada vez será más difícil.

El poeta oculta el camino, la senda que le trajo a ese remanso. Cuando el agua está clara y deja ver el fondo descubrimos su origen, Entonces el libro descansa y en su reposo muestra las primeras palabras.

El poeta podrá así recordar los versos, las piedras que vemos al fondo. Sin embargo, reconoce que fueron palabras comunes, salvadas de la prisa, de su huida constante, de los ruidos.

Entonces se tiende, pero no olvida. y en silencio, despacio, imagina que repite sus versos.

LA CERILLA

Se cuenta de Ajmátova, poeta, de alta figura hermosa y rostro propio de un Greco. Dibujada por Modigliani con quien pasaba las horas en charla sobre aquellos bancos del jardín de Luxemburgo.

¡Qué lejanos años desaparecidos tras la Gran Guerra! Cuando los poetas morían fusilados en las mismas cárceles o bien mientras respiraban el aire fresco de los barrancos como si hubiesen ido de excursión en aquella trágica Granada.

Decía que, años después, comentan que cuando leía sus versos, en voz baja, como un sordo susurro para que los micrófonos no captasen sus palabras que caían en aquel pozo como lágrimas.

Se cuenta que siempre tenía a mano una cerilla con la que, tras la lectura, quemaba su textos tristes, -cuyas cenizas conservaban el oscuro frío de los años.

Quemar palabras era un gesto de libertad. Pues mientras ardían quedaban grabadas en la memoria para siempre.

Afuera, el invierno helado, la nieve ocultaba entre grises pisadas las cenizas.

LAS PALABRAS

¡Oh las palabras!, rayan como diamantes, cortan la piel más fina. Todos las emplean, pero no siempre las conocen.

A menudo caen en un saco roto, se esparcen como algas sobre la playa y hasta que el sol las seca huelen a sal, a yodo, a cieno.

Esas palabras que no se dicen con palabras significan más. Esas nadie las oye.

Por eso escribo, me gusta su sonido sordo y mudo sobre el papel.

José Luis Martínez Valero, catedrático de Literatura y autor de libros como Sintaxis, Puerto de Sombra, La Puerta Falsa, La isla, Poemas.