Revista Viernes Año 2 No. 69

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Abecedario

Guatemala, viernes 16 de enero de 2015

autoayuda

Anti

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Tengo la creciente convicción de que los años ya no acaban. Que no queda nada de ese tiempo de transición y el cambio del calendario, como el de las agendas, es solo un convencionalismo más que, si alguna vez tuvo sentido, se representa estos días como un hecho vacío. No como la celebración de un nuevo pacto de vida, individual y colectivo, sí como una farsa.

Eliane Brum* o que me interesa aquí es que nuestros rituales de final y comienzo de año son cada vez más falsos y no solo porque se los apropiara el mercado hace ya tiempo. Hay algo más grande, más difícil de percibir, pero no por ello menos dolorosamente evidente. Algo que presentimos pero que nos resulta difícil nombrar. Algo que nos asusta, o por lo menos nos asusta a muchos. Y al asustarnos, en lugar de despertarnos, nos anestesia. Tal vez para esta época de años tan acelerados que no acaban nunca, lo más indicado sea no propósitos de año nuevo, ni manuales sobre felicidad o éxito, sino antiautoayuda. Cuando la gente dice sentirse mal, que le resulta cada vez más difícil levantarse de la cama por la mañana, que se pasa el día colérica o con ganas de llorar, que sufre de ansiedad y que por la noche le cuesta dormir, no me parece que esté enferma o exprese anomalía alguna. Al contrario. En este mundo, sentirse mal puede ser una clara señal de excelente salud mental. El que está feliz y saltarín, como un borrego de dibujos animados, es que tal vez tenga serios problemas. Por gente así deberían sonar las sirenas y movilizarse los psiquiatras maníacos de la medicación, no dándoles pastillas sino rodillazos tipo “despierta y entérate”. Es necesario desconectarse totalmente de la realidad para no sentirse afectado por este mundo que ayudamos a crear y que nos violenta. No creo que los felices y saltarines sean más reales que Papá Noel y todos sus renos, pero si existiesen, serían los alienados mentales de nuestro tiempo.

En este mundo sentirse mal es sinónimo de excelente salud mental. Miro a mi alrededor y no todos, pero casi, toman algún tipo de medicamento psíquico. Para dormir, para despertar, para encontrarse menos ansioso, para llorar menos, para conseguir trabajar, para ser “productivo”. Para dar conta (“para lograrlo”) es una expresión muy usual aquí, pero ¿es que tenemos que lograr lo

que no es posible lograr? ¿Es que tenemos que resignarnos a vivir una vida que se nos escapa y a una lógica que nos cosifica porque nos dejamos cosificar? ¿No será que “no lograr” es justamente a lo que deberíamos prestar atención porque una parte aún viva de nosotros grita que algo va muy mal en nuestro devenir como zombis? ¿No sería mejor romper con todo en lugar de adaptarse a un tiempo cada vez más acelerado y a una vida no humana por la que nos arrastramos con nuestros propios ojos muertos, tomando pastillas para controlar el genio y tragándonos diagnósticos de patologías cada vez más estrafalarias, consumiendo y tragando productos e imágenes, productos e imágenes, productos e imágenes? No hay respuesta. Y de haberla, no sería una respuesta sino un dogma. Pero si la respuesta es una construcción de cada uno, tal vez en este momento sería también una construcción colectiva, en la medida en que parece ser un fenómeno de masas. O para quienes todo lo miden por su etiqueta sanitaria, uno de los signos de nuestra época, estaríamos ante una pandemia de malestar. Quiero aquí defender el malestar. No como si fuese un virus, un alienígena, un algo que no debería estar ahí y, por lo tanto, fuera imperioso silenciarlo. Defiendo el malestar –el suyo, el mío, el nuestro– como aquello que desde las cavernas nos mantiene vivos e hizo del Homo Sapiens una especie altamente adaptada, aunque destructiva y, en los últimos siglos, también autodestructiva. El malestar es lo que nos avisa de que algo va mal y que hay que cambiarlo. No como un acto fácil, una regla de autoayuda, sino como un cambio de posición; algo que cuesta, que lleva tiempo y que exige nuestros mayores esfuerzos. Exige que, por la mañana no solo nos levantemos, sino que nos despertemos. Años atrás habría escrito, y de hecho lo escribí algunas veces, que el malestar de esta época, que me parece diferente del malestar de otras épocas históricas, se produce por diversas razones relacionadas con la modernidad y sus creaciones reales y simbólicas; incluso por sus ilusiones potenciales y fantasías de superación de los límites. Pero, en especial, por nuestra reducción de personas a consumidores, por el sometimiento de nuestros cuerpos –y almas– al

“El Grito” del noruego Edvard Munch representa la

mercado, y por la condena de vivir en un tiempo acelerado.

Defiendo el malestar como aquello que nos mantiene vivos desde las cavernas Sobre esta peculiaridad, la psicoanalista Maria Rita Kehl escribió un libro muy interesante llamado “El tiempo y el perro” (O Tempo e o Cão, Editorial Boitempo), en el que reflexiona de forma original sobre lo que las depresiones expresan de nuestro mundo también como síntoma social. Al comienzo, cuenta la experiencia personal de haber atropellado a un perro en la carretera, y experiencia, en este caso, no es una palabra elegida al azar. Kehl vio al perro, pero a la velocidad que iba, no pudo parar ni desviarse lo suficiente. Solo consiguió no matarlo. De inmediato, el animal, tambaleándose camino del arcén, quedó atrás en el espejo retrovisor. Es lo que sucede con nuestras vivencias a la velocidad que dicta esta época en la que el tiempo


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