un escritor dinamita su vida y construye con los escombros de su biografía los ladrillos de su literatura - J. P. Sartre
CUENTO
Luciana Czudnowski
A 50 AÑOS DE LAS TUMBAS
ENTREVISTA EXCLUSIVA A ENRIQUE MEDINA
SUMARIO. CZUDNOWSKI Luciana
BORDER Coco - HEKER Liliana
MEDINA Enrique - ARTETA Inés - BESSE
Pablo - DE JESÚS Ramona - SARTRE Jean
Paul - MEDRANO Rodrigo - NAVAJAS Ana
ISSN: en trámite.
PEDRO EL GRANDE
Un cuenco con las manos, lleno de agua, y los bichos muertos flotando. El ruido del agua rompiéndose por nuestros movimientos. Desear no tener contacto directo con las patas, con las alas. Como si el agua en el cuenco de nuestras manos fuera una especie de colchón, una distancia necesaria entre piel y bicho muerto. Abejas, moscas, mosquitos, alguaciles, el ala anónima de alguno que no lográbamos identificar. Aunque estuvieran muertos, nos daba una mezcla de adrenalina y asco que el cadáver pudiera revivir de golpe entre nuestras palmas, y con un zumbido salir volando o picarnos directo en la cara. Así eran los veranos en la quinta de mis primos: hacíamos una sopa de bichos. Era una competencia. Cada uno preparaba su sopa personal, teníamos que conseguir la mayor cantidad posible de bichos muertos y ponerlos en un frasco. Después venía el conteo final. El frasco que tenía más era el del ganador. Era difícil porque para atraparlos teníamos que hacerlo con las dos manos y dejar a un lado el frasco, entonces, si te descuidabas, alguno te podía robar tus bichos. El ganador era declarado “El rey de los bichos muertos”.
(continúa en la página siguiente)
Lo coronábamos con unas hojas de enredadera y una rama como cetro. El rey era el encargado de pasar a una copa de plástico la suma de todos los bichos. Eso nos parecía de lo más ceremonial. Me acuerdo del sonido de la sopa de bichos pasando de los frascos a la copa. Nadie quería perder porque eso significaba recibir la copa llena de manos del rey, y el castigo era tomarse la sopa de bichos, algo que ninguno de nosotros iba a hacer. Después el rey se llevaba al perdedor al cuarto del fondo y le hacía Cachurra monta a su burra: el perdedor se acostaba boca abajo en la cama y el rey se le tiraba encima con toda la fuerza posible. El perdedor no se podía mover y el rey se podía montar a la burra, porque él era Cachurra y eso quería decir que se podía quedar un rato sobre la espalda del perdedor, a horcajadas, haciendo de cuenta que iba al trote, o al galope, mientras la cama chirriaba. Nunca nadie se animó a tomarse la sopa de bichos, hasta que llegó Pedro. Era amigo de Valentín, mi primo más grande, y no le tenía miedo a nada. Ese día ganó Guido, pero Pedro vio que Pía había perdido y que estaba por ponerse a llorar. Entonces dijo: “En Asia se comen a los bichos así nomás. Son unos cagones, ustedes”, miraba a Pía pero un poco también a todos nosotros. “Dame esa copa”, dijo. Pía se la dio mirándonos como si nos estuviera pidiendo permiso. Yo quise frenarlo, decirle que no hacía falta que se los tragara. Pero me quedé callado y vi cómo Pedro tomaba de un sorbo, sin chistar. Abrió la boca y pudimos ver los pedazos de bichos recolectados dentro de su lengua rosa. Después se los tragó y sonrió. “¿Tanto lío, cagones?”, dijo, y se zambulló de cabeza. Una zambullida perfecta. Todo lo que hacía Pedro nos pareció perfecto desde ese día. Teníamos un nuevo rey. Aunque no había ganado por juntar más
bichos, era el rey. Por eso le tocó el Cachurra monta a su burra con Pía. Primero se pusieron ropa seca para no mojar la cama, si no después nos retaban. Nosotros nos quedamos vigilando que no viniera un grande porque una vez uno vio cómo un Cachurra montaba a su burra y no nos dejaron hacerlo más. Entonces Pedro fue el rey, y fue Cachurra, y Pía fue su burra, quieta boca abajo en la cama. Yo sabía cómo era estar arriba de Pía, siempre intentaba ganar para que fuera mi burra. El único que se quejó fue Guido, dijo que él también merecía un premio. Tenía razón, y mientras vigilábamos que no viniera ningún grande, nos quedamos pensando en posibles premios. “Quizá”, dije yo, “podemos coronarte igual, buscamos más hojas y listo”. En eso escuchamos una especie de grito que venía de la habitación, pero cuando miramos, Pedro le había tapado la boca a Pía y seguía siendo su Cachurra. Estuvo mucho rato así, más de lo que siempre estábamos. Pía salió con los ojos húmedos y cuando la miré de espaldas, vi que en el short había una mancha. Pedro sonreía. “Tenés algo”, le dijo Emilse a Pía, que al ver la mancha se puso a llorar. Las vi a las dos con la puerta del baño abierta, fregando la tela del short. Pía en bombacha, que era casi lo mismo que verla en bikini. Casi. “Me saltó”, nos dijo Pedro esa noche en el cuarto de varones, señalándose el calzoncillo; Valentín fue el único que se rió. Los demás no sabíamos qué quería decir, y no nos animamos a preguntar.
Pedro se quedó todo ese verano con nosotros. Algunas veces hablaba dormido, no llegábamos a entender qué decía. Si le contábamos al día siguiente que había hablado en sueños, no nos creía. Decía: “cuando dormís no hablás, estás como muerto” y lo decía con tanta seguridad rubia y perfecta que nosotros empe2
zábamos a dudar de si realmente lo habíamos escuchado.
A fines de febrero volvimos a nuestras casas. Las moscas rondaban la fruta, volaban en círculos estúpidos, zumbando, se chocaban con los vidrios. No se morían ahogadas en el agua con cloro, no las recolectábamos en nuestras palmas. En junio nos enteramos de que Pedro se había muerto. Los grandes no nos quisieron decir el nombre de la enfermedad que tuvo. Con mis primos pensamos que su muerte tenía que ver con haberse tragado los bichos. Quizá se había intoxicado con algún veneno, o se le había clavado un aguijón mortal en la panza. Nadie más sabía que Pedro había jugado ese juego y nos sentimos culpables por mucho tiempo. Mi primo Valentín fue al cementerio en micro con sus compañeros de clase. “Le llevaron un montón de flores. Todas las chicas lloraban”, dijo. Al verano siguiente decidimos romper la copa, destruirla con un martillo. Yo fui el encargado
de dar el golpe. La pusimos boca abajo y le di el martillazo con las dos manos. Quedamos en enterrar los pedazos de plástico en el fondo de la quinta, cerca del sauce. Cuando estaba a punto de dar el golpe me pareció ver a Pedro atrás, aunque sabía que era una visión. La copa se rompió con un ruido seco pero los pedazos no se desprendieron. Hubo que separarlos. Nos pareció lo mejor aunque no sabíamos por qué. Como si la copa tuviera el poder de volver a armarse sola, como el policía de Terminator II. Al final, en vez de enterrarla en el fondo, cada uno se llevó un pedazo a su casa y prometimos no tirarlo nunca. Todavía lo tengo, y sé que mis primos también. En cada mudanza, o cuando hago orden, lo encuentro y me acuerdo de Pedro y su boca llena de bichos. Nunca más volvimos a jugar a eso y juramos que ninguno de nosotros iba a hacerlo. Tampoco volvimos a juntar bichos de la pileta; pensábamos que mejor quedaran ahí, flotando en paz.
NOTA EDITORIAL. Me molestan los testigos de Jehová y el queso cheddar. Los que juegan al paddle y los que consideran que el paddle es un deporte. Ni hablar de los que mastican con la boca abierta. Me tiene harto la cerveza artesanal y los que van al trabajo en monopatín. Los pantalones chupines y los zapatos en punta. Me aburren las barberías y la felicidad de los estudiantes de teatro. Los que se sacan fotos haciendo yoga cuando están de vacaciones son los peores. Me pone nervioso la caspa ajena o cuando a alguien se le acumula saliva en las comisuras de los labios. Todos los bares me parecen el mismo bar: banquetas altas de madera barnizada sin respaldo con patas de aluminio negro. Detesto la panceta y el pan de papa. Y entonces, a propósito de nada (o en relación con todo) decidí armar una revista. Juntar a un grupo de amigos y hacer lo que mejor nos sale: discutir, despotricar cada idea hasta el hartazgo, beber, después abrazarse. Volver a empezar. Es que detrás de cada número (aunque por el momento sean sólo dos) conviven nuestros deseos, nuestros miedos, nuestro ego.
Somos los responsables de nuestro propio futuro. Hemos decidido salir otra vez a la calle. Esto nos hace bien y se nota. Sin embargo, la dicha no es solo para nosotros. Como dijo una vez Alejandro Dolina, el hecho artístico es quizá una operación binaria que se da entre mentes parecidas. No se puede hacer nada para que nos lean, tampoco para que no nos lean, pero quizá, en algún momento, alguien sentirá la tentación por ver qué habrá escondido dentro de estas páginas, al igual que lo está haciendo usted ahora. Mientras tanto, y con mucha cautela, seguiremos acá, descubriéndonos en el oficio.
La Dirección
SOBRE LA EXPERIENCIA PERSONAL LILIANA HEKER
Un autor de ficciones sabe hasta qué punto, por ajeno que sea a su propia vida lo que está contando, innumerables incidentes y vivencias personales irrumpen en su escritura. Es natural. Toda persona es una fuente inagotable de sentimientos extremos, pasiones dormidas, recuerdos, ráfagas de locura, deseos inconfesables, pensamientos y actos de toda índole; si es escritor, ¿cómo no va a encontrar, en el curso de su trabajo, alguna ocurrencia personal que se ajuste como un guante a cierta instancia de lo narrado? Puedo apostar que, así esté contando las aventuras de un asesino serial o una historia de aparecidos, algo suyo guardará el fantasma o el asesino. Y la intervención se habrá fundido tan perfectamente con la trama que, salvo por causa particulares, el lector no advertirá la asistencia de lo personal.
Pero hay numerosas ficciones en las que la materia esencial de lo narrado es experiencia personal. Comprensible: además de constituir una fuente segura de conflictos y deslumbramientos, el personaje que el escritor mejor conoce, y el que más lo perturba, es, presumiblemente, él mismo, ¿cómo no lo tentará, entonces, tomar algún incidente de su historia como centro de un cuento o de una novela? Cualquier vida, mirada desde adentro, está llena de acontecimientos, espectaculares o mínimos, que parecen valer la pena de ser contados.
El problema, para quien pretende escribir una ficción con alguno de ellos, es que la realidad, tan rica y diversa, no construye hechos artísticos, ni proporciona significados. Todo acontecimiento que nos impacta está impregnado de vivencias anteriores, asociaciones, un estado de ánimo particular en el momento de vivirlo, un contexto histórico determinado y, sobre todo, algunos rasgos personales, únicos e intransferibles, que nos hacen darle al hecho una trascendencia singular. Cada uno de esos factores habrá pesado de cierta manera en el horror, la risa o el estado de plenitud que el incidente nos ha provocado al punto de movernos a escribir. Es muy probable que, para suscitar en el otro un impacto similar, no nos basta con reproducir el hecho por escrito.
Laurence Sterne, en su extraordinaria novela Tristram Shandy, ilustra de manera magistral la imposibilidad de la literatura de ser rigurosamente fiel a la vida, por la innumerable cantidad de acontecimientos que influyen en cualquier suceso y lo determinan. Tal vez, como mero ejercicio de la inteligencia, valga la pena que nos preguntemos por qué, si estamos inundados por incidentes que nos vienen ocurriendo día y noche desde que tenemos uso de razón, hay uno que acaba de sucedernos, o que nos llega nítido desde la infancia, o que amenaza con pasarnos mañana, uno entre tantos otros que nos ha puesto en estado de escritura. Es probable que, aun sin
que nos lo hayamos propuesto, el relato de esa experiencia personal esté impregnado de nosotros mismos, de nuestra perplejidad o nuestro miedo o nuestro regocijo o culpa, o lo que fuera que generó en nosotros la necesidad de contarlo, y también es probable que en ese motivo, a veces inconsciente, residan el trasfondo y el posible sentido de lo narrado; aun cuando cierta literatura indiscriminadamente autorreferencial, al no advertírselo ninguna otra justificación para que exista, parece sugerir una respuesta única: “porque me pasó a mí”. Pero no basta con eso: hay una mezcla de vanidad, autoritarismo e idiotez en la convicción de que todo lo que a uno le sucede, en crudo, puede tener alguna trascendencia para otros. Tal vez la tenga para alguien cercano, capaz de aportar elementos que le otorguen un sentido a la narración. Para el resto, será un relato perfectamente opaco.
Ahí está el desafío del escritor: en arreglárselas para sugerir aquel elemento del pasado, o eso que ocurrió o está ocurriendo en otro plano, o el rasgo personal que deforma el sucedido; y en darle a esa historia una forma, de tal modo que contenga su sentido. En suma, se trata de construir con la experiencia personal un hecho literario, susceptible, como cualquier otro, de justificarse, no por su condición de “cosa vivida por mí” sino por su intensidad, por su belleza, por el absurdo o la repulsión o el miedo en que sumerge a quien lo lee, por la conmoción o el impacto estético que provoca en el otro. Ni más ni menos que cualquier hecho artístico.
Y que, como cualquier hecho artístico, requiere ser trabajado.
Un escritor, en tanto autor de ficciones, no tiene la obligación moral de ser fiel a los hechos; lo único a lo que le debe fidelidad es a esa impresión compleja –y posiblemente difusa– que lo llevó a privilegiar ese incidente, entre los innumerables que lo vienen atravesando desde siempre. El solo hecho de tomar un segmento de ese continuo que es la realidad, ya es intervenir en ella. Si además hace falta sacar hojarasca, traer al relato un episodio paralelo, ceder la narración a una tercera persona, eliminar un personaje que no viene al caso, reacomodar la cronología de los sucesos, NINGÚN LADRILLO
DE LA LITERATURA NI DE LA PROPIA INTEGRIDAD SE VA A VENIR ABAJO. La realidad no construye hechos estéticos; ES EL ESCRITOR QUIEN DISPONE DE ESA REALIDAD PARA CONSTRUIRLOS.
SOBRE MONOS Y MONERIAS
“El tenaz empedernido” Matias Thano
–Director y Coordinador General–
“El entusiasta de la imagen” Francisco Jara –Diseñador Editorial–
“El colaborador vitalicio” Rodrigo Medrano
–Luces y Espectáculos–
“Maestra mayor de textos” Julieta Habif
–Jefa de Redacción y Corrección–
“El ojo desnudo” Daniela Garcías
–Fotografía y Visuales–
“El niño despierto” Pablo Urruty
–Performer Invitado–
Estoy parado en la oscuridad. Esperando que se haga de día o que enciendan alguna luz. Anoche me tiraron un balde de agua fría. Vino el celador y me pegó con el anillo. Me rompió el labio. Hay una ventanita allá arriba. Casi en el techo.
Esta obra es doblemente significativa: como texto autobiográfico el libro es, en el terreno de la ficción, el mayor testimonio sobre la vida en un reformatorio, esos claustros que el buen humor oficial ha denominado correccionales.
Por otra parte, como experiencia verbal el lenguaje seco, medidamente balbuceante y atropellado de Las tumbas, se emparienta con la actividad que frente al hecho literario asumen escritores como Louis Ferdinand Céline y Henry Miller.
Fragmento de la contratapa de la primera edición, escrita por PRIMERA PLANA
A cinco décadas de la publicación de “Las tumbas”. Entrevista a
ENRIQUE MEDINA
por Matías Thano
Como dice Roberto Arlt en el prólogo de Los Lanzallamas: “escribir libros que encierren la violencia de un “cross” a la mandíbula”. Enrique Medina nos responde, entre otros temas, sobre la reedición de la mano de la editorial Catalpa.
El año pasado se cumplieron cincuenta años de la primera edición de Las tumbas (1972). ¿Qué motivación lo llevó a escribir el libro en su momento?
En aquel tiempo yo viajaba mucho recorriendo países amigos y mi situación, luego de haber incursionado en la pintura, el teatro y el cine, no fue positiva, así que como última posibilidad opté por la escritura. La literatura siempre me había acompañado en mi formación, pero nunca había pensado en ella como una salida. Fue entonces que me encontré con una vieja compañía de marionetas con la que antes había viajado y con ellos fuimos a trabajar a Montevideo. Como era la época de los tupamaros, el país estaba dado vuelta, así que de tan pobres que estábamos vivíamos en los mismos camarines del Teatro Stella D´Italia, donde trabajábamos. Allí escribí Sólo Ángeles por las mañanas y Las tumbas por las tardes antes de cada función. Sólo Ángeles fue un cuaderno que luego se transformó en novela, pero por esas cosas de la vida el editor lo vio bien así y los dos libros salieron casi al mismo tiempo. Las tumbas en el ´72 y Sólo Ángeles el año siguiente.
¿Cómo fue volver sobre esos episodios de su vida para luego convertirlos en literatura?
No fue fácil porque era algo de lo que yo jamás les había hablado a mis amigos ni a nadie. Uno, entonces, cargaba esa experiencia con cierta culpa, errónea, claro, pero era así. Primero intenté hacer un ensayo explicando lo malo y lo bueno de esos institutos y el modo de mejorar todo. Trabajé bas-
tante pero no me convencía lo que escribía. Entonces repasaba un cuaderno donde tenía los apuntes, narrados de modo simple, y me di cuenta de que eso me gustaba más. Así que dejé la idea del ensayo y me tiré a la pileta escribiendo una novela. Que gracias al Señor de las alturas tuvo una gran suerte, tanto como que usted ahora me hace por ello un reportaje.
Los institutos de menores ¿fueron en algún momento una especie de hogar?
De hecho sí, si uno vive en un determinado sitio, involuntariamente o no, se debe comprometer con el tiempo y el espacio que le tocó. Incluso hay muchos de estos institutos que se denominan “hogares” y no está mal, porque esa fue la intención original: que esos claustros fueran hogares para todos aquellos que carecían de uno. Si luego la realidad se distorsiona ya es otra cosa. Pero mi intención no fue, a pesar de que primero quise hacer un ensayo, una crítica o un testimonio sino una novela, una ficción con conocimiento de causa.
¿Cuál fue el impacto del lector de los ´70 al leer Las tumbas?
Fue muy entusiasta. Por parte de la crítica y también del público. Las ediciones se sucedían sin parar y yo que en este tiempo trabajaba de cameraman en Canal Once, la mejor época de la televisión argentina, con el querido gallego García de Crónica como conductor. Hablé con el gerente general, Antonio Tomás Hernández, un abogado y escritor que había publicado Carta abierta al general Sin Miedo y con él conversamos y decidí dejar el ca-
nal y dedicarme a la literatura. Él me entusiasmó y siempre se lo he agradecido. Lo mismo a otro gran amigo que fue el periodista Ariel Delgado, que también me alentó e incluso me hizo muchas notas y reportajes en su hora de noticias en Radio Colonia
¿Cómo fue vivir la dictadura y sus prohibiciones? ¿En qué afectó esa época a su obra?
Fue terrible porque al dejar de trabajar en el canal Once y ver que se prohibían mis libros, me quedé colgado del pincel. La venta de libros era mi única entrada de dinero para vivir y aquella prohibición me perjudicó enormemente. Incluso me animé a ir al departamento de censura de Buenos Aires para preguntar. Recuerdo que se quedaron fríos al verme. Nunca imaginaron que un escritor fuera a cuestionarles que lo prohibieran. El departamento estaba en el Centro Cultural San Martín, en el piso donde estaba la radio municipal. Pero bien, mi buen amigo Isidoro Blaisten me aconsejó coordinar talleres literarios. Lo hice y me fue muy bien. Creo que mis alumnos estaban contentos y yo aprendí mucho. Porque el hecho de tener que preparar las clases me hacía investigar y leer más de lo que ya hacía normalmente.
A mi criterio, usted marcó a fuego la literatura argentina, ¿por qué no tuvo la difusión que otros colegas sí tuvieron?
Bueno, no tengo la mínima idea. Manuel Puig me decía que había que saber contactarse con la prensa y hacerse amigos dentro del periodismo. Él me ayudó algo en eso, pero yo me la pasaba escribiendo. Lo que sí nunca dejaré de agradecerle es el lindo recuerdo que guardo de aquella vez en Nueva York que me llevó a verla a Rita Hayworth, por un guion que estaba haciendo para la televisión y en el que ella sería la estrella. Es algo que guardo en mi corazón con mucho sentimiento. Yo ya la había conocido acá en un programa de Canal Trece, al mediodía, conducido por un gran amigo: Andrés Percivale. Me invitó al programa que la recibía en su visita a la Argentina. Los que la recibíamos éramos el crítico Domingo Du Núbila, Mona Maris (la coestrella de Carlos Gardel), Graciela Borges y yo. Recuerdo que quien la había traído era Juan
Larena, que pasado el tiempo sería el alma mater de Combate Space y que, también amigo, me llamó un día apenas había llegado al país y me dijo: venite a tomar un café con Evander Holyfield. Dicho y hecho, fue maravilloso para mí porque el boxeo siempre ha sido mi pasión. Mi padre fue boxeador, conocí a Gatica, escribí una novela sobre él. En fin, fue lo mismo cuando estuve en el programa de La Chona, cuando imitaba los almuerzos de Mirtha. Me sentó al lado de Luis Sandrini. Y ya por el medio del programa ella me dice: Enrique, ¿vos no hablás nada? El problema era que yo estaba pensando en mi madre que estaba viendo el programa, seguramente emocionada de que yo estuviese al lado de Luis Sandrini que ella tanto admiraba.
Me voy por las ramas, perdón…
¿Qué sensaciones le genera la reedición de Las tumbas de la mano
de editorial Catalpa?
Una sensación muy especial, tan maravillosa que no sé transmitirla. Fíjese que mi querido Melville vive sus últimos cuarenta años sin el mínimo reconocimiento por haber escrito ese monumento literario de Moby Dick. Injusticias así hacen que uno termine agradeciéndole a Dios tanta suerte.
¿Qué actualidad cree que tiene Las tumbas? ¿Cuál sería el impacto hoy de su lectura?
Yo creo que la vigencia de la novela es su candor, su personaje, la franqueza de la escritura y el decorado. Novelas policiales hay miles; como Las tumbas, ninguna (al margen de sus propiedades). Siempre fui un gran lector, leí casi toda la literatura convencional, al menos del canon convencional. Así supe que el estilo debía ser diferente, singular. Supe que yo debía escribir con los desechos del lenguaje literario que los academicistas habían condenado. Supe que debía respetar a los personajes, sus motivaciones y lenguaje y por sobre todo la experiencia de los internos en ese decorado nunca expuesto. Ello, sumado a una escritura fresca, creo que hace que el libro hoy pueda ser leído con casi el mismo interés de cuando salió cincuenta años atrás. Y estoy muy feliz que un editor joven como Alejo Hernández Puga sea quien publique esta edición, para mí casi culminante, sin jactancia y, como quien dice, el pingo llegó a la meta.
ADVERTENCIA
Vivir es complicarse en cosas, Cosas bien, cosas mal. Hay árboles, hijos, libros. De suerte, uno se muere. Algunas cosas, no. Lo que se hizo, se hizo, y es inmodificable.
No se puede estar al lado de cada lector y señalarle: “esta línea vale”, “‘¡esta no!”... Es injusto.
No importa que uno haya dejado de ser uno y ahora sea otro. El libro adquiere su independencia al ser publicado.
Borges presumió de ocultar ciertas páginas, Céline pretextaba que si no hubiera tenido que ganarse la vida lo habría suprimido todo. Quizás exageraba, o no, vaya a saber.
Hay otros atajos: La mano en el pecho, es uno.
Enrique Medina
La Zarpa del Mono recomienda a la escritora Inés Arteta, quien a su vez nos recomienda a Annie Ernaux
CALAR MÁS HONDO
“Tu cuerpo desnudo debería pertenecer solo a aquel que se enamore de tu alma desnuda”, le aconsejó Charles Chaplin a su hija Geraldine.
Annie Ernaux desnuda su alma en Pura Pasión. El libro empieza con la escena de una película porno, después remata: “Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y a este estupor, a una suspensión del juicio moral”. Mientras leemos a Ernaux pasa eso: quedamos conmovidos porque nos cala hondo en un lugar recóndito de nosotros. Suspendemos el juicio moral porque nos impresiona reconocernos en ese punto tan íntimo. Siempre me mantuve lejos de todo tipo de literatura del yo. En más de diez años durante los cuales impartí cuatro talleres de lectura mensuales, me enfoqué en distinguir el narrador o la narradora del autor o la autora. Sin embargo aquí vengo a recomendarles, –con fervor–, a la francesa, premio Nobel 2022, Annie Ernaux, ícono de autorreferencialidad. En reportajes ella dice que no hace autoficción porque no hace ficción, en su trabajo no inventa nada en absoluto. ¿Qué hace? Expone su mente, su corazón y su alma frente a los lectores, y se coloca como un caso, un ejemplo o modelo de ser humano. Con inmensa capacidad de observación y con frases cortas, secas, aparentemente simples, hunde una aguja en una parte blanda y honda de nosotros.
Para conocerla, recomiendo empezar con Pura pasión. Es un texto de menos de ochenta páginas, casi sin trama, sobre una relación sexual que tuvo la narradora con un hombre llamado A. De él, solo sabemos que es extranjero en Francia y que en el momento del breve affaire estaba casado. La narradora es divorciada y no tiene nombre porque el juego que propone Ernaux consiste en desdibujar la separación entre narradora y autora durante el
tiempo que vive esta obsesión erótica. Dice: yo no era más que tiempo pasando a través de mí. Ella estaba en Babia, como anestesiada, solo pensaba en el deseo que sentía por él. En el tren, en el subte, en el supermercado, ese hombre (o el cuerpo de ese hombre) estaba hundido en su mente. La narradora no oía otra cosa que las palabras sensuales de A, por ejemplo, cuando le pedía acariciame el sexo con la boca. El impudor y la honestidad en la organización de las frases nos pega una cachetada porque, justamente, no hay intermediación de un personaje; es ella misma la que se desnuda frente a nosotros. El efecto que produce la escritura está vinculado al de presenciar un acto sexual; somos voyeurs, nos corta la respiración. Y sí, suspendemos el juicio porque logra que nos reconozcamos en esa honestidad compartida.
Casi todos nos adaptamos a las realidades de la vida, acumulamos desilusiones y anestesiamos sueños. En cambio Ernaux recuerda y documenta esas pérdidas. Y en el resto de su obra (que no voy a resumir aquí), tiene la gran habilidad de afilar, con un estilo punzante de candidez, su experiencia común y corriente de clase y de género y logra una especie de radiografía del alma occidental de fines del siglo XX. Ella dijo en una entrevista: “No creo que los sentimientos, experiencias y encuentros que me pasan a mí son interesantes porque me pasan a mí. Más bien son cosas que le pasan a una persona, que resulta que soy yo”. Y esa persona es una mujer y desde esa perspectiva nos muestra como pierde, ruega, espera. Sobre todo, espera. Y la fuerza está en que transmite cómo esa mujer siente esa espera, atiende la herida, y la lame.
Mostrar solo un pedacito de su obra, no le hace honores Tampoco queríamos quedarnos con las ganas Que Pablo esté presente ahora, es uno de nuestros mayores privilegios
Pablo Besse: (1971) Nació en Buenos Aires
Dibuja Vive en Usuhaia
A LOS TREINTA AÑOS:
UNA CONVERSACIÓN
CON EMILY BERRY Y RAYMOND CARVER
Ramona de Jesús
miedo a fumar sentada en el alfeizar hasta romper el alba a que nadie abra la puerta
miedo a las resoluciones del domingo en la noche al acatamiento de planchar las sábanas
miedo a las palabras en lugares adecuados a una felicidad demasiado ordenada a la pregunta: ¿por qué me tiemblan las manos? a su respuesta en estas sábanas
miedo al no que antecede al apocalipsis la risa de los niños las listas los supermercados
miedo a amar la herida miedo a huir o a quedarme a despertarme con la boca seca y dar pedir negar –o de cualquier otra manera– necesitar ayuda
miedo a vacilar frente al pescuezo del gallo corrijo: del lector corrijo: del diablo
miedo a reencarnar en las historias miedo al escribirlas
entonces miedo al ocio a los gritos sordos las compañías telefónicas las ambulancias los pasillos oscuros a los adverbios
miedo a lo que se dice en el tiempo del silencio:
a las canciones en repeat a la tragedia que desencadena el encuentro entre un cuchillo sin filo y un tomate maduro
miedo a enviar todas las cartas a los platos que se apilan los buenos deseos
miedo a cuidar de una mascota a coleccionar almohadas a morir con hambre o sin sudor en la frente y a las duchas de agua tibia la ironía la pirotecnia las definiciones
miedo a la unidad de flujo luminoso del sistema internacional que equivale al flujo luminoso emitido por una fuente puntual uniforme situada en el vértice de un ángulo sólido de 1 estereorradián y cuya intensidad es 1 candela
Amorphophallus titanum
(Autobiografía)
Un día tengo un marido y al siguiente veo al otro lado del comedor dos bolas blancas que se ensanchan como globos de plástico hasta que se estallan. A mí también se me estalla algo adentro ese día, no, no se estalla, más bien florece.
Todo el año que sigue me la paso acostada en la cama o sentada junto a la ventana. Vivo a punta de café y vino y cigarrillos y un cubito de queso parmesano por la mañana y uno por la tarde.
Del hambre, pierdo la consciencia. Una vez, incluso, me ruedo por las escaleras.
Las veces que mi madre obliga a que mi padre me llame por teléfono paso las horas llorando. Con su voz de hijo menor me dice que me olvide de que tengo familia. Luego él cuelga y yo me olvido de que tengo familia.
Lo que más me molesta es que Berlín quiere dármelo todo. Todo excepto lo que yo quiero: mi marido. Para mitigar el dolor de esa ausencia continúo mi huelga de hambre. Me ejercito en desear la nada que la ciudad no puede darme.
Para evadir a toda costa la cocina desarrollo una práctica: acerco una silla a la ventana de mi habitación, pongo los pies sobre el radiador y distraigo mi herida escuchando música y espiando las ventanas al otro lado de la calle. Me pongo en la boca la voz de María Callas en vez del pan con mantequilla. En vez del queso azul con miel pruebo el chocar de otras copas, el caer otros cubiertos sobre el plato. Me como con los ojos la luna mil veces crecida, mil veces menguada.
Así, en vez de comer, escribo.
¿Qué escribo?
O, ¿qué copio?
La lengua de la ciudad, eso. La lengua de los migrantes latinoamericanos en la ciudad; lo poco que conozco.
Hago como los pintores del siglo XVII que empacan los oleos y el caballete y salen al campo a buscar la imagen. Igualito solo que sin salir de casa. Me siento en la ventana a esperar hasta que
Ramona de Jesús
Nació en Medellín en 1990 y creció entre Bogotá y Mumbai. Desde el 2010 vive en Alemania donde se recibió como magister en literatura comparada por la Universidad Libre de Berlín. Ha recibido las becas de escritores otorgadas por el Gobierno de Berlín y por la Fundación Jan Michalski en Suiza. Dos metros cuadrados de piel obtuvo en Colombia el Premio Nacional de Poesía Obra Inédita. Es poeta, traductora y, sobre todo, lectora.
El texto que Ud. tiene a su izquierda corresponde al inicio del prólogo que Ramona de Jesús escribió para su tesis en la Maestría en Escritura Creativa de UNTREF.
aparezca un objeto que llame mi atención; luego, pinto esa vista.
Encuentro a un vecino, por ejemplo. Un hombre que camina desnudo por la casa. Pero como sucede cuando se miran ventanas, en algún momento, los ojos que tengo fijos en él, se me cansan y termino mirando al cielo. Como descubro después, en algún momento llegará la noche y el vecino apagará sus luces haciendo que lo único que yo vea sea el reflejo de mi rostro en el cristal.
Esa última imagen me espanta. Podré sobrevivirlo todo menos a mí misma.
Se me ha empezado a chupar la cara.
Se me ha empezado a caer el pelo y en cambio me ha crecido una pelusa aislante en los brazos.
Tengo aros morados alrededor de los ojos.
Para no ver lo que tengo al frente, escribo. Dejo mi cuerpo quieto frente a la ventana mientras mi mano, de izquierda a derecha, se mueve en el otro lugar de la página. En ese caminar de ella, yo me voy a otra parte.
El primer poema que escribo termina siendo un reproche a aquel hombre que se pasea desnudo y que, como la ciudad y Europa, me lo muestra todo, excepto las cosas que no me muestra. En algún momento el hombre se aleja de la ventana y se mete a un cuarto trasero. Allá, en ese ático del poema yo escondo a mi bestia.
Cuando se me agotan los vecinos y los cielos, paso a estudiar otros lugares de la casa. Sin embargo, el mecanismo de lo superficial continúa: retratar lo que la ventana (esa barrera y portal entre el objeto y mis ojos) apenas deja ver. Estudio el baño, la cama, el living, el suelo de madera, y, muy tímidamente, la cocina.
(Algunos años después un hombre me dirá que en esos poemas se habla mucho de comida. Esto me sorprenderá y me hará pensar lo siguiente: 1. Que la realidad se inscribe en el poema como una cicatriz, como una marca, una huella. 2. Que la mano que escribe actúa por sí misma. 3. Que el poema, tan esforzado en pintar el presente, tan embebido en el ahora, termina persiguiendo lo ausente. Y justamente, en la doblez que conlleva ese movimiento, el poema termina de cara a cara a lo real, retratando ese cadáver. Lo último en lo que pensaré al escuchar a ese hombre es que, en la escritura,
entre más me enmascaro, entre más me escondo en el cuarto trasero, más me expongo.)
Cuando tengo suficientes poemas me siento a instigarlos. A preguntarles por qué están en mi casa. Veo que los objetos no son todos disimilares, sino que aparecen series, voces que unen unos textos con otros. La serie del hambre, la serie de las cartas, la de las cuentas corrientes, los estudios, los planos, las adaptaciones, los discursos y las consideraciones. En un intento por darles alguna clase de organización, me decido por estudiar el último objeto que me queda en la casa: el poema. Esa última serie contiene los poemas más cortos y puntiagudos. Digo lo que es: toda confusión es un poema / también ese misterio es una mujer / limpiando su apartamento. A través de esa serie, la más autobiográfica, se organizará todo el libro y le dará estructura. También se plantará en el texto el germen de una trama.
Termino así de componer un libro que titulo Dos metros cuadrados de piel. Un libro que es un plano, un diagrama, un bosquejo de objetos tatuados en una superficie. Metros de poemas como los 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat (que también leeré tarde, a destiempo, después de haber escrito el libro, el día después del día necesario). Un libro como un esfuerzo de ojos, de tocar con la mirada cosas que yo no deseaba sostener en mis manos ni mucho menos meterme a la boca.
Poemas estereográficos, que ponen una luz sobre el cénit del objeto, lo proyectan sobre la página, y dejan en ella solo la geometría de las sombras.
Eso es la piel, me dice una mujer un día, el órgano de conocimiento del corazón. Escribo ese libro con las pocas palabras que conozco. Con ese lenguaje tímido y famélico que tiene mi lengua anoréxica, exiliada. Haciendo vibrar esas palabras con mi lengua encerrada en otra. Con mi lengua chupada por el alemán. Escribo para defenderme. Chupando a mi español y chupándome yo en la marcha. Haciendo alimentos de mis palabras. Escribiendo para no comer. Escribiendo ayunando.
Cuando terminé de escribir, cuando ya no tenía palabras que ponerme en la boca, me quedé muda. Me voy a morir de ver, pensé. De solo ver.
- ¿Una verdad no puede enunciarse independientemente del que la expresa?
- Así no es interesante. Implica suprimir el individuo y la persona del mundo en que vivimos y atenerse a las verdades objetivas. Se puede llegar a verdades objetivas sin pensar su propia verdad. Pero si se trata de hablar a la vez de la objetividad que somos y de la subjetividad que está detrás de esa objetividad, y que forma parte del hombre tanto como su objetividad, entonces hay que escribir: “Yo, Sartre”. Y como tal cosa no es posible hoy, porque no nos conocemos lo suficiente, el rodeo a través de la ficción permite acercarnos más a esa totalidad objetividad-subjetividad.
“Autorretrato a los setenta años - Situations X”
Editorial Losada, 1977.
Querido lector:
Desde la dirección de la revista consideramos oportuno inaugurar en este segundo número una sección dedicada exclusivamente al teatro. De forma unánime, decidimos encomendar este apartado al integrante más idóneo: “el colaborador vitalicio”. La tarea, sencilla, escribir una reseña de una obra de teatro.
Hemos elegido a Fantasmatic invocación Stanislavski, del director Ciro Zorzoli. Obra creada y producida en el marco del Ciclo Invocaciones, en el Centro Cultural San Martín, en junio de 2019.
Nuestro “colaborador vitalicio” fue a ver la obra el año pasado, eso lo sabemos porque adivinaran quién le compró la entrada.
Esperábamos algo, más o menos, así:
Konstantín Stanislavski, actor, director y pedagogo teatral ruso. Su método es usado para “meterse en el papel”. Dicen que las palabras favoritas de este señor hacia sus pupilos eran “no te creo, no me convences”.
Su sistema cultiva lo que en su momento llamó el “arte de experimentar” contrarrestando directamente con el “arte de representar”.
Podríamos haber recibido algo así también:
En la obra Fantasmatic invocación Stanislavski, los intérpretes asumirán la tarea de llevar adelante situaciones o instantes fugaces con el fin de lograr que emerja la emoción.
Pero no. Para nuestra sorpresa, lo que nos llegó fue lo siguiente:
HORACIO CONVERTINI
BASADA EN HECHOS REALES
La francesa Delphine De Vigan construye un thriller intenso a partir de un debate que cada tanto irrumpe en la literatura: ¿cuán relevante es que una novela esté construida a partir de experiencias vividas por el autor? ¿La ficción, hoy, necesita anclarse en sucesos verdaderos?
De Vigan cuenta el conflicto que atraviesa una escritora famosa (a la que le da su propio nombre, atención a este detalle), quien tras publicar con gran éxito un libro sobre la historia real de su madre, afronta el dilema de cómo continuar su carrera.
En una fiesta conoce a L, una mujer inteligente, sofisticada y atractiva, ghost writer de personajes famosos, con la que de a poco, a partir de afinidades comunes y simpatía mutua, traba una gran amistad. L intenta convencerla de que su próximo libro debe continuar en la senda de la literatura del yo, pero Delphine (el personaje) quiere correrse de allí, aunque, insegura, no atina a remontar los proyectos de ficción.
En uno de sus frecuentes monólogos, L defiende su postura al definir el hipotético campo de batalla que se ha trazado entre las series de TV y la literatura:
“¿Nunca has pensado que la novela murió, en cualquier caso, cierto tipo de novela? ¿Nunca has pensado que los guionistas les han ganado la mano? ¿O, más bien, que los han dejado fuera de combate? Ellos son los nuevos demiurgos omniscientes y omnipotentes. Son capaces de crear a la perfección tres generaciones de familias, partidos políticos, ciudades, tribus, mundos, en definitiva. Capaces de crear protagonistas a quienes la gente se apega, a quienes cree conocer. ¿Ves de qué te hablo? Ese vínculo íntimo que se teje entre el personaje
y el espectador, ese sentimiento de pérdida o duelo que experimenta cuando acaba todo. Eso ya no pasa con los libros, tiene lugar fuera de ellos, ahora. Es lo que saben hacer los guionistas. Tú me hablabas del poder de la ficción, de sus repercusiones en la realidad. Pero eso ya no corresponde a la literatura. Habrán de aceptarlo. La ficción se ha acabado para ustedes (…) Los escritores deben volver a lo que los distingue, recobrar el elemento clave. ¿Y sabes cuál es? ¿No? Pero si lo sabes muy bien. ¿Por qué crees que los lectores y los críticos se plantean el asunto de la autobiografía en la obra literaria? Porque actualmente es su única razón de ser: describir la realidad, decir la verdad”.
Lo cierto es que Delphine entra en un marasmo creativo tan fuerte que ni siquiera puede prender la computadora o tomar notas sin sentir náuseas. Y al modo de Annie Wilkes (la lectora psicópata de Misery, de Stephen King), L aprovechará esta circunstancia para apropiarse del control de la vida de su amiga, con consecuencias brutales tanto en el plano profesional como en el personal.
Basada en hechos reales fue publicada en Francia en 2015, cuatro años después de Nada se opone a la noche, libro en el que De Vigan narra la historia de su propia familia a partir de la muerte de su madre, una mujer que sufría trastornos psiquiátricos.
Nada se opone a la noche fue un éxito en todas las líneas: ganó varios premios y fue un boom de ventas. La crítica la saludó como “un texto híbrido, muy contemporáneo, que da testimonio del carácter cada vez más indefinido, poroso e inaprensible de las fronteras entre los géneros narrativos, entre lo real y lo imaginario”.
Que la protagonista de Basada en hechos reales se llame como la autora y venga de una experiencia literaria similar, revela el juego de espejos al que apostó De Vigan: reforzar el sentido de verdad, ya no sólo de verosimilitud; construir una ficción que se sostiene en hechos ciertos, verificables, objetivos y hasta públicos. La Delphine de novela, como la de carne y hueso, ha escrito un retrato familiar, ha indagado en la muerte misteriosa de su madre, se demora mucho (acaso demasiado cuando se está en pleno éxito) en publicar nuevamente. De esta manera, De Vigan arma una trampa literaria perfecta (al menos en términos de marketing), que abreva en los dos mundos en tensión, el real y el imaginario, pero que es
absolutamente ficcional.
De Vigan tiene una prosa cristalina, escribe a favor del lector (lo que debe interpretarse como un elogio) y sabe construir trama y personajes. Sus últimas dos novelas, Las gratitudes y Los reyes de la casa (Anagrama, ambas), son deliciosas y, si se quiere, austeras. Basada en hechos reales, en cambio, abruma por momentos con largas reflexiones sobre el oficio literario y exagera en las peripecias, algunas poco verosímiles o demasiado armadas. En la comparación con Misery, a quien tributa en los epígrafes de dos de sus tres partes, inevitablemente pierde, siendo de todos modos un buen libro.
Texto escrito para La Agenda Revista
1/
Estos días de viento frío me hacen desconfiar de la primavera y eso me cansa. Es un momento del año para andar con cuidado. Aunque las nubes de la tarde sean rosas, hay que andar con cuidado. Para todo hay que tener fe. No digo fe en el resto. Fe en uno mismo.
Mi jardín está en potencia, hay entusiasmo. Hoy conté decenas de limones diminutos, algunos pimpollos de jazmín, otros más de passiflora, tres varas de orquídeas. ¿O son raíces? Las santa ritas ya explotaron. El laurel blanco también. Yo, en cambio, voy atrasada.
¿Qué pasa cuando ocurre un milagro? No hay que seguir de largo. Mi jardín es un milagro. Todos los días salgo y lo miro. De paso me fijo cómo está el clima. Mi casa siempre exagera: o demasiado frío o demasiado calor.
Pongo música alegre y salgo a la calle. Caminar al ritmo es como bailar. Los obreros de la construcción, sobre todo si están en andamios, me devuelven algo de optimismo. No sólo están haciendo algo útil, casi que vuelan.
2/
Me dijeron: no podés hacer lo que se te ocurre, irte cuando se te da la gana. A veces quisiera desaparecer tan rápido como una luz que se apaga. A veces no puedo creer en mi buena suerte. A veces quisiera querer cosas normales. A veces quiero cosas normales. A veces quisiera estar tranquila. A veces me harto. A veces me pregunto cuánto de lo que imagino, de mi pensamiento solitario y de mi memoria, termina siendo más verdadero que lo que pasa a mi alrededor.
En el colegio de mis hijas hay una madre famosa. Todas las demás siempre dicen: qué amorosa, qué educada, como saluda. Yo nunca caí en su trampa: saluda, sí, pero lo hace dos o tres veces a la misma persona, es decir, nunca registra quién es quién y menos si ya la saludó antes. Siempre la desprecié por eso. Últimamente estoy tan ensimismada que, por otros motivos, hago lo mismo. Me doy cuenta tarde y pregunto avergonzada, perdón, ¿ya te había saludado?
Me cuesta pero salgo, otra vez, a la calle.
Multa dies o multa lux: en plena luz del día, multa nox: tarde por la noche, acaso demasiado tarde.
3/
Dice Virgina Wolf en sus diarios: “El pasado es hermoso porque uno nunca comprende una emoción en su momento.
Se expande más tarde, y por tanto no tenemos emociones completas respecto del presente, sólo respecto del pasado.”
A mí el pasado no me interesa salvo para escribir. La nostalgia directamente me molesta. Si fuera por mí, creo que diría: “Escribir es hermoso porque uno nunca comprende una emoción en su momento, y por tanto no tenemos emociones completas respecto del presente, sólo cuando las escribimos”.
Siempre tengo lápices negros a mano. Me gusta que tengan la punta afilada, hay mucho por hacer. Todas las mañanas cuando me despierto estoy viva, kilómetros kilómetros en el futuro, quién sabe.
Ana Navajas
Licenciada en Ciencias de la Comunicación
4/
Por qué te tiras de cabeza, me dijo una amiga. No conozco otra manera, le contesté. Para los que pensamos demasiado, esa es la única forma de avanzar. Sufrir, sufrimos igual.
Nunca voy a entender la Luna. Desde mi casa no suele dejarse ver. Hoy está de frente. Le saqué varias fotos. Salí más tarde y le volví a sacar otra: tenía nubes, eran blancas, en las demás no estaban. Cuando salí por última vez, ya se había ido.
Soy desorientada. Hay cosas que prefiero no entender. Con que estén ahí es suficiente.
5/
La pena es como el agua, salvo que la contengas en un estanque que probablemente termine pudriéndose, va a buscar los resquicios por donde meterse, va a correr, va a ir todo lo profundo que pueda. Hay que dejarla. Después, tal vez salgan flores.
Me preguntaron ¿qué es para vos la felicidad? No me dieron mucho tiempo para pensar, era una entrevista. Así que, sin pensar, dije: la capacidad de asombro.
Durante muchos años de matrimonio pasó esto: me iba a dormir y, antes de cerrar los ojos, me sorprendía y pensaba: soy feliz.
Después se desvaneció, porque la felicidad conyugal no se termina de golpe. Aunque aparezca de un chispazo, se diluye despacio, casi sin que nos demos cuenta. Pero ese es otro tema.
6/
La primavera se exhibe con timidez. Mi primera hija nació en noviembre. Desde ese instante se convirtió en mi mes preferido: el principio de todo lo bueno.
Virginia Woolf dice: “La felicidad es tener un hilito al cual las cosas se adhieran solas, ése es el hilo que, como si lo sumergiera en una ola de tesoros, sale con perlas pegadas a él”. Voy caminando en círculos, siempre es el final de algo, siempre hay algo a punto de empezar, escondido. Miro el mundo con mis ojos de la suerte. Trato de abrirme paso, aunque me canse. Renuncio y empiezo otra vez.
“¿Tengo la fuerza necesaria para que la tranquilidad no se vuelva insípida?”, se pregunta ella otro día. No, yo tampoco soporto la monotonía.
7/
Creo que es importante duplicar con exactitud la edad de mi hija. Vengo pensando en eso desde que empezó el año, tal vez hace más tiempo todavía, ¿qué es lo que va a pasar a partir de ahora? Es una señal de algo pero no se de qué, ¿otro principio?, le digo: repitamos esta foto, y le muestro una toma cenital en blanco y negro en donde ella tiene algunos meses y yo 24 años. Bueno, me dice, se cambia, decide ponerse una musculosa rayada, como mi pijama de bebé, me dice. A la foto la tiene que sacar papá, me dice, como a la otra. Lo esperamos, se para en la cama. Nos saca fotos con el celular. Ahora con ésta, le dice, y le pasa su cámara analógica. No sé cuándo irá a revelar ese rollo. Después de todo, tal vez para ella también signifique algo.
Este número está dedicado a la memoria del tío Adrián Antonio Juliá (1965-2023)