La zarpa del mono Nº 1

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Año 1, Nº 1 / Junio 2022

Buenos Aires - Argentina

los poetas y los filósofos han descubieto el inconsciente antes que yo - Sigmund Freud

ALBERTO BRECCIA & CARLOS TRILLO sobre el cuento de William Wymark Jacobs

SUMARIO. MARINARO Salvador - KARTUN Mauricio KISCHNER Andrés - LOZA Santiago - ZINA Alejandra ROSINGANA Ezequiel - LOYOLA CANO Luis - COCO

Border - AGUIRRE María Belén - CONVERTINI Horacio BISSO Elena - LEPPEZ Fabián - AGNONE Mariano

ISSN: en trámite.

CAZADOR

El tío Ernesto tenía una técnica para atrapar colibríes. Pasaba horas vigilando desde su reposera cómo los pájaros se lanzaban sobre una madreselva que colgaba en el extremo del jardín. Durante unas pocas semanas en el año, la medianera se brotaba de unas flores naranjas que se cubrían de abejorros y moscardones. Ernesto aprovechaba esa temporada para armar unas jaulas de madera con unos bebederos que parecían de juguete. Y, enfundado con esos pañuelos que le cubrían la garganta, estudiaba la dirección en la que venían los pájaros, en qué rama se posaban y por dónde se perdían. Después, con un pincel fino como un pintauñas encolaba una sola rama de la higuera y volvía a sentarse. Había que esperar una, dos, tres horas, quizás toda la tarde, pero al final un pájaro verde y brillante aparecía en el lugar donde había tendido la trampa. El colibrí batía las alas, se sacudía y volvía a quedarse quieto; respiraba agitado dentro de la mano de Ernesto que lo sujetaba y despegaba las patitas que habían quedado atrapadas en el pegamento. Al final, ponía el colibrí en una

(continúa en la página siguiente)

CUENTO

de sus jaulas y lo colgaba en la galería junto con los otros. Yo miraba esos pájaros con la sensación de estar viendo un elefante en una pecera: eran animales desmedidos para el encierro, revoloteaban de a pequeños estallidos que se apagaban con rapidez y volvían a pararse con el pecho inflado, como si aceptaran su suerte con orgullo. Verlos me servía para matar el tiempo, mientras esperaba a que mamá pasara a buscarme, abriera los portones de la casa y me liberase del silencio en la que me encerraba el tío.

—Bichos de costumbres —me dijo una vez con esa voz ronca y casi siempre inesperada—. Comen de la misma planta. Se posan en la misma rama. Los atrapa la rutina.

El tío Ernesto llegó a tener unos quince o veinte colibríes al mismo tiempo. Hasta que uno se le murió y él abrió las jaulas de los otros, dejó que se escaparan y nunca más volvió a usar su técnica para atraparlos.

No dejo de pensar en Ernesto desde que volví a Lerma porque ahora vivo en su casa. A veces, cierro los ojos y siento su olor ácido, a tabaco y perfume, como si todavía impregnara las paredes. Yo no quería vivir aquí: me recuerda a la época que esperaba, desde las doce y media, después de la salida del colegio hasta las dos de la tarde, cuando mi madre salía de la oficina. Vine porque me iba a quedar sin herencia.

Mamá siempre había tenido la misma manera de resolver los problemas: postergarlos hasta que desaparecieran, se transformaran en problemas de otros o todo volara por los aires. Y así, en ese orden, fue lo que sucedió con nuestra herencia. Antes de morir, le había dejado el departamento a mi hermano Marco que formó una familia católica, apostólica y romana con una esposa y dos hijitos blancos

y rechonchos. Por ende, todos los bienes de mi madre quedaron a su entera disposición. Mi hermana Virginia, después de trabajar unos años en el exterior, volvió embarazada a nuestra casa de la infancia, hizo los arreglos y decoró la que era mi habitación y allí tuvo y crio a mi sobrina.

En un lugar como Lerma, solo hay dos reglas claras: quedarse y vivir en el mismo sitio, el mismo barrio, la misma cuadra, con amigos de la misma clase social y, por supuesto, tener hijos para que repitan el ciclo. Por eso, cuando decidí quedarme en Buenos Aires y ni Mariela ni yo dimos señales de buscar un embarazo, mi pertenencia a este lugar se rompió. Yo no merecía ningún título de propiedad ni una parcela en el cementerio con mi nombre. Por eso, cuando mamá murió, el departamento y su casa, ya estaban ocupados por mis hermanos y la inercia definió cómo nos repartiríamos los bienes. Yo vivía lejos y tomar una decisión a la distancia me parecía una tarea titánica.

Por ese entonces, la casa de Ernesto ya era una baulera abarrotada por las cosas que quedaron del tío y las chatarras que guardaban mis hermanos. El parque, que rodeaba la casa, en los últimos años se había transformado en todo lo que puede ser la zona roja de una provincia: prostitutas, dealers y autos polarizados de los legisladores. Por el tamaño de la casa y la zona, se había vuelto imposible de alquilar o de vender a un precio razonable. O, al menos, eso nos dijo el de la inmobiliaria. Como no teníamos apuro en venderla, no la vendimos.

Marco cuando discutía con su esposa entraba a la casa y se sentaba a fumar en uno de los sillones de cuero deshilachado y se servía una copa del whisky que escondía en una de 2

las heladeras de madera que usaba Ernesto de alacena. Virginia ya había empezado a avanzar sobre uno de los cuartos de arriba. Dejó bastidores, pinceles, acuarelas, pilas de papeles de distintos tamaños y una mesita de madera para armarse su taller de pintura. Fue por la misma época que yo decidí volver a Lerma. En Buenos Aires, daba clases en un colegio privado que apenas me dejaba para cubrir un alquiler. Por eso, cuando Mariela se llevó la mitad de los muebles, su ropa en dos valijas, nuestra gata y me dijo al pasar, y todavía con cariño, que me fuera a la mierda, nada seguía atándome a la ciudad.

Con bronca y satisfacción, me di cuenta de que había encontrado la forma de resolver las discusiones eternas con mis hermanos. La casa quedaba a tres cuadras de mi colegio, caminando recto por la calle Caseros hasta llegar a Córdoba desde donde se podía ver el portón verde oliva que todavía separa el jardín del parque. Tenía que cruzar tres esquinas en total, mirando para ambos lados y sin tardar más de diez minutos en llegar. Eso dijo mamá después de pedirle a su hermano que me recibiera cuando papá dejó de buscarme a la salida del colegio. Yo caminaba arrastrando la mochila, saltan-

do las baldosas de dos en dos y demorándome en cada vidriera, puerta o esquina, aunque no pasara un auto. Cuando llegaba al portón, tenía que aplaudir fuerte porque Ernesto nunca instaló un timbre. La casa era (y es) grande. A veces, él no me escuchaba o se quedaba absorto mirando el jardín y ese era el tiempo suficiente para que yo me imaginara corriendo hacia el lago en el centro del parque, donde alquilaba un bote a remo y me escapaba remando a un pueblo vecino. Cuando él abría la puerta, su olor me golpeaba: era lo primero que recibía de él. El tío Ernesto se asomaba y dejaba la puerta entreabierta. Eso significaba que ya podía pasar.

Como él no almorzaba (por esa época, la comida ya le raspaba la garganta), sólo me ofrecía un vaso de limonada que dejaba sobre el mesón. Así eran los únicos intercambios con él, preguntas concretas, ¿queres tal cosa? y vasos de limonada. Después, el silencio. Me desesperaba mirar a Ernesto, cómo se movía serpenteando por los pasillos, sacaba un libro de la estantería o buscaba un vaso de la vitrina, como si el movimiento de su cuerpo no dejara ninguna huella en esta casa.

Aquí, mi percepción del tiempo cambiaba, se estiraba, se volvía viscosa, las dos horas que tardaba mamá me parecían eternas y me do(continúa pág. 17)

NOTA EDITORIAL. Lo que usted tiene ahora en sus manos, es nuestro primer número y eso es muy probable que se note. La Zarpa del Mono no tiene una columna vertebral definida. A lo largo de su lectura, verá que la revista se sostiene de pequeñas comuniones que han surgido inesperadamente de las colaboraciones recibidas; una especie de Frankenstein, el cual todavía no sabemos si funciona. Tal como dijo Víctor (el creador del monstruo), solo resta ver si nuestros esfuerzos han valido la pena.

MAURICIO KARTUN UN HÁBITO UN TANTO PECULIAR

Texto inédito escrito para la revista lenguaje ajeno del teatro. Una convención ingenua de patas y telones que figuran de universo. Estas de la foto, figuradas a su vez sobre chapa acanalada, se vuelven la convención de la convención, nuestro cocoliche escénico, sincretismo criollo teatral puro. Tomé como modelo este Teatro Pampero para el espacio de mi puesta de Salomé de chacra, y usé esta imagen como ícono elocuente en la tapa del libro de Terrenal. Y vuelvo a ella cada vez a repensar esta cosa rara de hacer teatro aquí, de adoptar ese presente griego de 24 siglos y seguir jugando con él como si fuera propio y actual.

Soy archivista fotográfico. Recorro cada semana con paciencia protocolar algunos raros circuitos de la oferta ciruja dónde encuentro de vez en cuando material. Esta foto apareció en una caja, entre otras sin valor alguno. Me sorprendió y me sedujo. Dice Barthes que las fotos interesantes tienen Punctum, una púa poética, insidiosa y aguda, una energía lacerante, que la destaca. Esta me atravesó a primera vista. Sé de qué se trata: son esas patas y telones figurados sobre la chapa acanalada. Y el piso de tierra abajo. El escenario a la italiana ha sido el espacio simbólico que heredamos y con el cual aceptamos hablar en América el

CAÍN: ¿Siempre mirando y nos dejó pelear tantos años?

TATITA: Y quién te dijo que pelear estaba mal, idiota… Pelear es ser par. El bofetón es vida. Sin choque no hay chispa. Nada se mueve sin riña.

CAÍN: (Reprocha) ¿Violencia, Tatita?

TATITA: No. Dialéctica, infeliz. La miseria no es pelear. Miseria es matar al par. El uno crece de a dos. El dos peleando es armonía. Es vuelo. El uno solo, crece monstruo. Pájaro de un ala sola. Como vos. Te amputaste un ala. Juntos podían ser ángel y mírate, terminaste gallina bataraza. El uno es la tragedia, Caín…

5 Fragmento de la obra de teatro TERRENAL. Espectáculo declarado de Interés Cultural de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por la Legislatura porteña. ¡Gracias maestro por su disponibilidad y sencillez!

Templo

No vas a encontrar a Dios en la pulcra certidumbre dominical de sus testigos.

Dios habita en la incertidumbre, en cada extravío / en cada desgarro. Ama los dientes sucios.

Aquí, en este sótano (como impúdico corazón delator) el latido de esta ciudad está a salvo.

Cuando ya no quede nada –de la destrucción total, del estallido del Verbo–alguien recogerá todos los versos negados, la semilla fértil para un nuevo religar.

El hombre ya no será hombre. Será poeta / y Vida finalmente polinizada.

para Alejandro Ricagno, por el contagio de lo sagrado.

FRAGMENTOS DE LOS DIARIOS ABELARDO CASTILLO (1979)

Por fin, sucedió, por fin vinieron. Yo estaba solo en casa, gracias a Dios. Sylvia está en Junín. Hoy, es decir, anoche, a eso de las nueve o tal vez más temprano, la policía estuvo en casa. Escrito así parece aterrador, y quizá lo fue, pero yo no lo viví de ese modo. Quiero ser muy preciso. Lo peor, en estos casos, es dejarse llevar por la literatura patética o heroica. El que vino fue un oficial de policía -de la seccional sexta, supongo- acompañado por dos muchachos muy jóvenes, que parecían más bien conscriptos, y que estaban armados con metralletas. Tocaron directamente el timbre de mi puerta, y eso fue una suerte: si hubieran llamado desde abajo, habría sido peor; yo habría tenido que esperar que subieran los dos pisos de escalera. Así me sorprendió, pero no me dio tiempo a imaginar nada; simplemente, un oficial de la policía estaba ahí, en mi puerta. Cuando abrí el postigo sólo vi a uno de los dos muchachos armados. El oficial dijo que quería conversar un momento conmigo, que era una cuestión de rutina. Intentaba ser amable, o lo era realmente. «Voy a buscar la llave», le dije. «Vaya, vaya tranquilo», me dijo. Entré en el escritorio, saqué de encima de la biblioteca el cuadro del Che, lo llevé al dormitorio y lo puse sobre la cama. Confieso que pensé poner-

lo debajo, pero no fui capaz. Me dio vergüenza; era dejarse ganar por el miedo. Y era ridículo: si venían a buscarme o a buscar algo, iban a encontrarlo igual. O, mejor, iban a ponerlo ellos mismos, sin esperar a encontrarlo. Volví, abrí la puerta y sólo entonces descubrí al segundo muchacho armado. No estaba en el palier sino en la escalera. Dejé la puerta abierta, entré en el escritorio y me senté. El oficial entró solo. En ese momento, empezaron a pasar realmente las cosas. Desde la puerta del escritorio, mirando el retrato que me hizo Alonso y que está colgado sobre la mesa de ajedrez, a unos tres metros, dijo: «Carlos Alonso, qué gran pintor». Y ahora sí, me alarmé. Este hombre es un profesional, pensé; éste es un especialista en intelectuales. Y además, Carlos Alonso, a quien le mataron la hija, a Paloma. El oficial, con toda naturalidad, me dio la espalda y se puso a mirar la biblioteca. No a investigarla, a mirarla, como cualquier persona curiosa acostumbrada a los libros mira una biblioteca ajena. Más o menos a la altura de sus ojos quedaron mis libros anarquistas, los cuatro tomos azules de la selección de Lenin, los veo mientras escribo, las Obras escogidas de Marx y Engels, y como contrapeso el Mein Kampf. Siempre he pensado que sacar los libros

de la biblioteca es absurdo. Ellos mismos traen lo que quieren encontrar. Por otra parte, se supone que en la biblioteca de un escritor puede y debe haber cualquier libro; son su herramienta de trabajo. Claro que este argumento no habría tenido mucho peso si se hubiera tocado el tema. Desde allá me dijo: «No vaya a pensar que nos gusta hacer este tipo de cosas. Vengo porque un vecino hizo la denuncia de que en este departamento entra mucha gente a cualquier hora». Le dije que era cierto, que yo daba cursos literarios, que sacaba una revista de literatura y que era escritor. «Sí, sabemos perfectamente quién es usted»: seguía siendo muy amable. Me cruzó por la cabeza, en un segundo, lo que voy a tratar de escribir ahora.

Me acordé de Conti. Hace tres años, cuando se lo llevaron, la mujer de Haroldo me llamó por teléfono para que yo le pidiera a Sábato, que iba a almorzar con Videla, que intercediera por él. Cuando le pregunté cómo se lo llevaron, ella me contó que habían sido muy corteses y que, en algún momento, Haroldo, cuando se acercaron a su máquina de escribir, les dijo que no la tocaran, que estaba escribiendo un cuento. Uno de ellos le dijo: «Sí, ya sabemos quién sos; y no te creas que no nos gusta lo que escribís».

Todo eso, en un segundo. Y sobre esto mis propias palabras que no sé de dónde salieron: «Además, le dije, en este edificio entra mucha gente joven, no sé si se habrá fijado al subir que en el primer piso hay un cartel que dice Olga Vinci, clases de danza; entran malones de chicas, pero,

infortunadamente -éste es el adverbio que usé, ignoro por qué refinamiento producto de la situación-, infortunadamente, no todas suben a mi departamento». El tipo se rio. Después dijo algo así como: «De todos modos sería una lástima que una persona como usted pisara una comisaría por una cosa como ésta». No más de cinco minutos más tarde, todos se habían ido. No sé exactamente qué quiso decir con «una persona como usted». ¿Una tenue amenaza, un reconocimiento? Tampoco sé por qué «sería una lástima», aunque es una idea fácil de completar.

Ahora es de madrugada y ya he tenido tiempo de reflexionar sobre lo que sucedió. No se lo voy a contar a Sylvia.

Lo único que me preocupa, lo que verdaderamente es para dar un poco de miedo es esa mención casi casual del policía: «Vengo porque un vecino hizo la denuncia». En este cuerpo del edificio sólo hay siete departamentos. Si es cierto lo que dijo ese hombre, en uno de esos departamentos vive alguien que, para decirlo con suavidad, no me quiere demasiado.

LA ZARPA DEL MONO

llama a colaborar en nuestras páginas. Todo cuento, novela, poesía, obra de teatro, ensayo, fotografía, dibujo, será muy bien recibido.

Cualquier material debe ser enviado a nuestra casilla de email lazarpadelmonorevista@gmail.com

Muchas gracias.

preguntas no tan al tun tun

SANTIAGO LOZA

NOS RESPONDE

Pudiendo hablar ¿por qué escribir?

Supongo que porque la escritura tiene otro tiempo, el de la reflexión. Hablamos para comunicarnos, para pasarnos información y en la escritura sucede algo más. En mi caso, escribo ficción, necesito el relato. Todo relato es una creencia y eso me ordena. También la actividad de escribir me da una disciplina que no suelo tener el cotidiano, una ilusión de continuidad, de sentido. No creo que se hable como se escribe. Me interesa la oralidad, escribo teatro, esa oralidad está presente, pero difiere de la que sucede en la realidad, es una oralidad deformada por lo poético. No se habla como en las ficciones. Hay relatos que narran lo inconfesable, aquello que abochorna, lo no dicho. Esa intimidad no suele estar presente en la comunicación de la rutina. Escribir tiene una intensidad que no encontré en otras actividades.

La muerte ¿paraliza o, por el contrario, motiva la creación?

La muerte ajena paraliza, la propia genera apuro, al menos en mi caso. Aparece una necesidad de hacer donde se sabe que está ese límite. Supongo que quien escribe tiene una necesidad o necedad de trascender a su propio límite o historia. Es una ilusión, pero suele estar como motor en la acción.

¿Cómo se expresa el material para qué usted se dé cuenta lo que está escribiendo?

En algunos proyectos soy convocado para escribir, otros los propulso, me los impongo. Lo teatral suele ser algo grupal, en varias oportunidades escribí para actrices o actores, para una puesta concreta, con algún director o directora. En cine la escritura es más técnica o estratégica, tiene que ver con las posibilidades reales de producción que puedo llegar a tener en un futuro rodaje. Cuando escribo narrativa hay un trabajo con el lenguaje que tal vez no está presente en un guión de cine. Pero el oficio es el mismo, tal vez por limitación, no me siento otra persona cuando escribo en distintos soportes. Incluso me siento limitado, no puedo escribir cualquier guión en cine o todo tipo de teatro, tengo un rango acotado de imaginación. Y escribo muy lento, muchas cosas, algunas a la vez, pero muy lento, con mucha dispersión.

¿Hay algún proyecto en camino del que nos pueda hablar?

Estoy terminando una película que se filmó el año pasado, en contexto pandémico, de manera artesanal, aún siendo una producción pequeña me dejó agotado y estoy trabajando en la post producción. Estoy escribiendo algo que no tiene forma. Tomé talleres de poesía en la pandemia con Laura Wittner, me asomo a la poesía con mucho pudor. También damos talleres con Andrés Gallina de dramaturgia, son espacios estimulantes que me han salvado en estos tiempos.

¿Cuál es el sentido de todo esto?

No lo sé, si lo supiera creo que no escribiría.

Santiago Loza

Dramaturgo, cineasta, escritor.

Algunos de sus largometrajes participaron en festivales nacionales e internaciones como el de Cannes, Locarno, Berlín, San Sebastián y Londres. Como dramaturgo escribió Nada del amor me produce envidia, Matar cansa, Pudor de animales de invierno, Todo verde, La mujer puerca, Todas las canciones de amor.

Fue creador de la serie televisiva Doce casas, ganadora del Martín

Fierro mejor unitario en 2014. Público los libros Textos reunidos, Obra dispersa, Yo te vi caer, Empiecen sin mí y la novela El hombre duerme a mi lado. ¡Gracias querido Santiago! un placer enorme.

LA PATA DE MONO

Dibujos y adaptación

Alberto Breccia y Carlos Trillo sobre cuento de William Wymark Jacobs

© Herederos de Carlos Trillo y Alberto Breccia
La presente publicación se realizo con autorización previa de los herederos de Carlos Trillo y Alberto Breccia.

(continuación de CAZADOR de Marinaro Salvador)

lía la panza del hambre. Así que me encerraba en el baño para saltar, lavarme la cara, correr en dos metros cuadrados o gritar frente al espejo con la boca tapada. Cualquier cosa que implicara un gasto de mi energía contenida. Mientras tanto, Ernesto pasaba casi toda la tarde sentado en la galería. Leía un tomo grueso y con los márgenes rotos que tenía imágenes de los pájaros de la zona. Entre foto y foto se veían sus anotaciones. Cada tanto dejaba el libro y se daba vuelta para chequear que yo estuviera sentado en la mesada. A veces, pasaba y revisaba mi tarea y con un lápiz corregía un signo o una cifra de mis ejercicios de matemática. Cuando él miraba para otro lado, yo borraba sus marcas. Prefería que mis ecuaciones estuviesen mal.

En los ratos libres, yo inventaba historias para sus candelabros y las bailarinas camboyanas que decoraban las vitrinas de la sala. Cazadoras de serpientes de una tribu de Amazonas ayudaban al valiente niño a alcanzar el cenicero dorado después de atravesar el valle del Señor de la Serpiente. Una vez, me guardé el candelabro con la cara del tigre. Mamá se dio cuenta que había algo pesado en mi mochila cuando me ayudó a subirla en el auto. Me dijo que estaba pesada:

—¿Qué tenes acá?

—Nada —le contesté.

—Pero algo tenes…—y con un movimiento, abrió el cierro, sin darme el tiempo para que se la quitara. Entre mis cuadernos y libros de texto, vio el candelabro del tío Ernesto. Se bajó del auto con el objeto en la mano. Yo miraba la escena desde el asiento trasero con la ventana baja: mi madre aplaudiendo desde el portón y los segundos eternos que el tío Ernesto se tomaba para abrir la puerta, después

las palabras entrecortadas de ella pidiéndole disculpas una y otra vez.

—Cosas de niños —le dijo el tío, cada palabra suya era un esfuerzo que lo impulsaba de nuevo a mantenerse callado—. Esto también es duro para él.

Mamá le dio las gracias, le dijo que no iba a volver a pasar y le pidió que no se agitara, que volviera a descansar. Cuando se subió al auto de nuevo, me dijo que no podía estar haciéndole esto. Lo dijo así, como si fuera contra ella. Yo sentía que ella me había traicionado.

Antes de venir, desarmé mi departamento de Buenos Aires, tiré la ropa que quedaba de Mariela, vendí mis libros y con eso pagué el envío de la cama de dos plazas y la heladera que eran los muebles que suponía iba a necesitar. Cuando llegó el camión de la mudanza a la esquina de Caseros y Córdoba, uno de los hijos de Carranza, que viven en la casa de al lado desde la época de Ernesto, se paró en la puerta a revisar lo que estaba pasando.

—Ya sabía que uno de ustedes vendría a vivir acá. Lo sabía —me dijo y cruzó los brazos como si evaluara el trabajo de los empleados de la mudanza.

—Ya no hay casas como esta en la ciudad. No le contesté. Decirle cualquier cosa hubiera bastado para que me invitara a pasar, tomar café y, un minuto después, estaría viendo las fotos de sus nietos. Cuando se dio cuenta de que no era el vecino que hubiera esperado, agregó:

—Espero que no se hayan tomado mal lo de las denuncias.

Traté de ser conciliador y llamarlo a silencio. Le dije que estaba todo solucionado, todo enrejado y fumigado, así que ya no tenía nada de

qué preocuparse.

—No era algo contra ustedes. Pero me afligía el estado de la casa. Varias veces me entraron a robar saltando por una de esas pircas. Y a mi esposa la mordió una rata…

Cuando los empleados de la mudanza terminaron de bajar mis pocas cajas, él se despidió con una de esas palmadas que dan por concluida una conversación:

—Pero ahora me quedo más tranquilo —dijo. Pasé varios días limpiando la habitación del segundo piso. Saqué bolsones con pañuelos deshilachados y sacos con manchones de humedad de los placares que seguían en los placares. Tiré todo lo que pude y el resto, es decir las acuarelas de Virginia y los expedientes de Marco, los apilé con delicadeza en el patio interior para que aprovecharan la luz del sol y la lluvia del verano.

Mis hermanos esperaron varios días para llamarme. Una noche me invitaron a cenar en el restorán italiano que era el favorito de mamá. Pedimos pasta y tomamos vino. Marco me dijo que le parecía bien que alguien cuidara de la casa de Ernesto hasta que encontráramos un comprador que pagase el precio justo y real. Mi hermano sonaba como el ejecutivo de una multinacional ante una crisis: necesitaba justificar mi presencia, como si fuera parte del plan que él había trazado.

—No hablemos de eso cuando recién llega — dijo Virginia y le sirvió más vino a Marco. Quería insultarlos a los dos, decirles que cada uno se había quedado con una casa, con un departamento o con una baldosa donde caerse muertos. Ahora yo haría lo que se me dé la gana con la casa de Ernesto que fue el único tío que me recibió cuando papá se fue con sus otros hijos y su otra esposa. Y no me importaba lo que ellos dijeran, porque ya estaba den-

tro de la casa y en esta familia no había nada más estable, nada más duradero en el tiempo y permanente, que lo provisorio. Y eso era lo único que compartíamos los tres hermanos: la bronca y la dejadez.

Virginia dijo que estaba contenta de que nos habláramos de nuevo.

Una de mis tardes a la salida de la escuela intenté darle charla a Ernesto. Ya sabía lo que había dicho mamá sobre su enfermedad, pero aún así me rehusaba a creerle que no podía mantener una conversación. Él me respondía cortante con su voz ronca. Le pregunté por sus pájaros, por sus jaulas, por las maneras de atraparlos y cuántos pájaros de su libro había visto en la vida real. Le pregunté por qué él no había tenido hijos. Él cerró los ojos y después señaló su propia garganta con un gesto como si cortara el aire.

Desde ese momento, me di cuenta de que, en esta casa, no se hablaba, se percibían las cosas y se esperaba. Una vez, Ernesto señaló el horizonte con el mentón, alargando su cuello y dejando ver debajo de su pañuelo, su piel escamosa y de tortuga. Yo buscaba algo más allá de los molles, detrás de la medianera, en el recuadro de árboles que se veía del parque. Después Ernesto abrió el libro y me señaló: “Pechito colorado”, decía el título sobre una imagen de un pájaro nada especial posado sobre una rama que desaparecía entre los márgenes del libro.

Una tarde, después de aplaudir en el portón para que él me abriera, una mujer vestida con un ambo celeste me atendió. Me miró extrañada hasta que alguien, detrás de la puerta le hizo señas para que me dejara pasar. Cuando entré, vi a Ernesto en el sillón, con cables y tubos que le salían de la muñeca. Me saludó con

un gesto felino, cerrando y abriendo los ojos del cansancio. Su olor había cambiado, ahora la casa estaba impregnada de lavandina. Al poco tiempo, mamá me inscribió en las clases de francés e italiano de la Fundación Luz y Razón, entre las doce y media y dos de la tarde. Las clases las daba la misma profesora enamorada de cualquier ciudad europea que pudiera pronunciar en su lengua original y me resultaba casi tan aburrida como pasar las tardes con Ernesto.

Mamá me llevó al velorio, pero no me dejó entrar donde estaba el cajón. Me lo imaginaba tendido con su pañuelo de dibujos geométricos y su saco de lino como en la reposera de la galería cuando miraba sus pájaros.

Ocupo la casa de a porciones. Después de preparar el café de la mañana, empiezo por la sala. Los ventanales, que daban a la galería de Ernesto, dejan ver la pared de ladrillos sin revoques del edificio del frente. Son ladrillos toscos, esos ladrillos que están hechos para esconderse dentro de un muro y no para ser vistos.

“Esta casa es un perno”, decía mamá. Después de que murió, le ofrecieron comprar la parte de atrás del jardín para un edificio de oficinas. Ahora, la casa parece desmedida para el tamaño del jardín, si es que a este segmento de tierra seca y apelmazada, que termina unos pocos metros más allá de donde estaba la galería, se puede llamar “jardín”.

En la habitación de arriba, debajo de los diarios viejos y un sillón roto, hay una caja con fotos. La encontré cuando buscaba desesperadamente las jaulas de madera, el libro de pájaros, el candelabro con la cara del tigre o cualquier cosa que atara este lugar a la casa de mi tío. En las fotos, Ernesto sonríe inclinando la

cabeza hacia atrás como un actor de teatro de revistas; en otra, sostiene un dorado con una mano y con la otra abraza a ese amigo con el que iba a pescar al Río Bermejo. Hay una de mi madre y él, disfrazados con sombreros de plumas y máscaras para el carnaval.

Pienso que debe haber sido difícil, con sus pañuelos de seda y sus sacos de lino, vivir en un lugar como Lerma. En uno de los libros, encontré una foto de los dos, yo con pantalones cortos y cara de empaque, miro al costado; mientras él, con el mismo porte de siempre, me toma del brazo e intenta que sonría a la cámara.

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SOBRE MONOS Y MONERIAS

“El tenaz empedernido” Matias Thano

–Director y Coordinador General–

“El entusiasta de la imagen” Francisco Jara –Diseñador Editorial–

“El colaborador vitalicio” Rodrigo Medrano –Luces y Espectáculos–

“El ojo desnudo” Daniela Garcías –Fotografía y Visuales–

RUSOS

Mientras miraba esa película blanco y negro tan bella que es Leto, pensaba en Chéjov. En sus burgueses ociosos que se la pasan hablando y cortejándose en sus casas de veraneo. Tolstoi, que amaba sus cuentos, solía decirle que su teatro no valía nada, que sus comedias eran amorales, que sus héroes no hacían más que ir del sofá al desván y del desván al sofá.

Cotilleo e intrigas de la Rusia zarista. La escena no tenía nada que ver; sin embargo, ese grupo de jóvenes de la película que pasan toda la tarde y toda la noche hinchando, haciendo música y metiéndose desnudos en el mar me hizo acordar a las obras de teatro de Antón Chéjov. La opresión del régimen soviético de principios de los 80 se muestra implacable (aunque no subrayada), un estado policial que el cine pre y pos caída del muro nos mostró tantas veces y que todavía hoy, treinta años después, sigue causando escalofríos. Persecuciones no tan lejanas. El director de la película, Kirill Serebrennikov, terminó de filmarla dando indicaciones desde la cárcel porque fue detenido por el gobierno de Putin.

Todavía no sé bien por qué Leto y Chéjov se parecen, pero hay algo ahí intrínsecamente ruso, la rusidad de una forma de vivir y de ver el mundo. “Leto” quiere decir verano. Chéjov, tuberculoso grave, se la pasaba viajando por distintos lugares, dentro y fuera de Rusia, persiguiendo el verano. A veces no hacía caso a las indicaciones médicas y, aun con frío, se iba para su casa de campo en Mélijovo o viajaba a Moscú para asistir a los ensayos de una obra suya en el Teatro de Arte que dirigía Stanislavski. También seguía escribiendo cuentos, aunque a medida que avanzaba la enfermedad le costaba más. Lo que más le gustaba de

las personas, dice Natalia Ginzburg en su breve y bella biografía, era su fuerza vital, aunque no parecía tener ninguna fe en el pueblo ruso: “Rusia es un país de gente ávida e indolente. Comen, beben muchísimo, roncan y sueñan”.1 Sin embargo en sus cuentos y en sus comedias hay hombres y mujeres que parecen avanzar hacia un porvenir menos oscuro y menos embrutecido.

Cuenta Ginzburg que mientras yacía moribundo en la cama de un hotel alemán y su esposa, la actriz Olga Knipper, lo acompañaba en silencio, el doctor Schwöher hizo traer una botella de champán. No hubo brindis. Hacía mucho que no bebía champán, dijo Chéjov antes de vaciar su copa. Se acostó de lado y poco después dejó de respirar.

Texto extraído del último libro de Alejandra Zina: Íntima Distancia editorial DÁBALE ARROZ Colección Malabar ¡Gracias Ale!

1.- Natalia Ginzburg, Antón Chéjov: Vida a través de las letras, Acantilado, Barcelona, 2016. Traducción de Celia Filipetto.

PUNTOS SUSPENSIVOS

Leí las obras de Chéjov como si me invitaran a una fiesta. Viajé a otra tierra y vi a los dueños perder sus posesiones mientras hacían planes para el futuro. Algunos eran maestros rurales. En todo momento había luz de día. Y las casas tenían techos altos.

Aquellos conversadores habían leído libros, a veces tocaban el piano o comían fruta. Sabían de la agronomía, la administración de estancias, y también acerca de las constelaciones estelares. Todos aquellos habladores sabían algo acerca de algo. En 1994 adapté uno de los vodeviles de Chéjov. Fue la primera obra que dirigí, la primera de una serie de obras que compartí con mi amigo Osmar Núñez. Osmar siempre hablaba de Chéjov, decía que en sus obras “había de todo”, que ahí “estaba todo”. Le hice caso y tomé la mano de Chéjov como se toma la mano de un maestro, dándole gracias, creyendo que es posible atrapar un perfume.

Tiempo después leí unas palabras de Gorki sobre la vida y obra de Chéjov. En ese prólogo, fechado en 1898, encontré la anécdota para ilustrar con mi corta pieza titulada Ostras frescas. Más tarde, volví a buscar la fábula contada por Gorki y no la encontré, no pude. En el epígrafe de mi texto hago el debido reconocimiento, pero no puedo encontrarla en este libro que tengo ahora en mis rodillas, ¿será que esas letras impresas cambiaron de lugar?

Recuerdo que escribí aquellos diálogos jugando con las palabras de ese poco probable idioma en que tradujeron a los rusos (no sé nada de idiomas, pero las personas no hablan así en este planeta). Escribí Ostras frescas “de una sentada” -como solían decir- como un pescador que silba para entretener su espera. ¡La espera, la obra se trataba de una espera...! Esperar sin cargar las tintas, sino cuchicheando suavemente, reunidos por el ridículo, bufoneando; asumiendo lo extrañas que somos las personas.

Chéjov pedía, dicen que, para la realización de sus obras, los actores llevaran zapatos amarillos y calcetines de color lila. Cuando hicimos, junto con Osmar Núñez, una versión teatral de la historia de Carver: Tres rosas amarillas, lo tuvimos presente. Sabiendo que, si un personaje lleva paraguas, es la posibilidad para que el paraguas se le caiga de la mano... Aunque sin esa certeza.

Sé que para vivir en una obra de Chéjov hay que fumar cigarros hasta que el tabaco se pegue al labio y tomar aguardiente de caña (eso, aquí, en Buenos Aires). Y saber jugar a las cartas, es decir: jugar como si se tratara de la vida.

Espero que cada futuro montaje sea compasivo con ese par de hombres que espera la llegada de un tren (eso es todo lo que sucede en Ostras frescas). Y que los actores no se priven de hacer bromas. Que se permitan ser alegres y sentimentales.

¿Cómo se ve a u s t e d im ms a ?

p o r v e n i r l e e s p era a LaZarpa del Mono?

¿Qué

ENTREVISTA A COCO BORDER

¿Cómove al mundo de acá acinco años?

¿ C o mó nosha de jado la pand e mia?

Tamar departe con Satán a las puertas del Averno (o Los inescrutables designios del Señor)

Pero no está mal que quieras el bien. También yo en algún momento lo he deseado.

Después el Padre fustigó mi alma con empresas oprobiosas. Esculpió en mí al monstruo necesario.

Y al mirarme al espejo también yo temí.

Fui sin dudar la serpiente alada, Eva, Caín y las fieras degolladas, el cuchillo de Abraham, la lascivia procreativa de Yahvé, Lot fingiéndose dormido, los hijos incestuosos, el círculo perfecto, la lepra de Job, la viudez de Ruth, los hijos de Jacob, las diez plagas de Egipto, Egipto, la chispa que originó el gran incendio de Roma, Roma, la noche en que fueron concebidos los niños perentorios, la insidiosa mirada de Juan el Bautista, la avaricia de Herodías, las caderas de Salomé, yo mismo en el desierto saboreando la piedra, las falsas promisiones, el ósculo de Judas, la negación de Pedro,

los clavos, el madero, la mosca pordiosera zumbando en el oído virgen de mi hermano, la doctrina crepitando bajo el cuerpo combustible Juana de Arco, los herejes y las brujas, Santa María, La Niña, La Pinta, 1492, Primera Guerra Mundial.

La serialización en las fábricas de la muerte, Auschwitz.

Y Amnón he sido entrando el Tamar.

Su horrenda virilidad. Su miembro tumefacto.

La palma de su mano abierta contra mi boca. de esa mañana. La impunidad iluminada

El temor de los sirvientes a auxiliarte.

La obediencia.

La vara quebradiza de David.

Y también los celos de Absalón.

La rama inoportuna del árbol que lo ahorcó.

La oscilación pendular de su cuerpo por segunda vez impotente.

La manga de tu túnica rota en el piso.

La impudicia de esa brisa en tu brazo desnudo.

Tu pequeño puño cerrado.

Tus uñas incrustadas en la línea del destino.

La mudez de tu lengua desde entonces.

Lo que he debido soy.

Hace calor, mi niña. Y estoy temblando.

MARÍA BELÉN AGUIRRE

¿por qué este poema?

Hay un sinsentido que me guía más allá del ejercicio de toda razón. Un sinsentido que, a los efectos de la brevedad, llamaré

“El Mal”. Y a los efectos de la longitud, “Historia universal de la infamia”, hurtando las palabras del ciego mientras ensimismado mira hacia dentro. Elegí este poema pues partiendo de una tragedia bíblica apenas bocetada en el segundo libro de Samuel (una tragedia intramuro, incestuosa y silenciada), pude catapultar mi jabalina temporal. Una operación literaria retrospectiva y prospectiva, cuyo presente es el de una Tamar vejada afín de que el plan divino entrone en el poder al pequeño Salomón.

El poema pertenece a mi libro

El silencio de Tamar (Ediciones de La Eterna, 2014), una nouvelle en verso que narra, a veces elípticamente, a veces detalladamente, un drama palaciego de inconcebible injusticia e indefensión. El

drama refiere la violación de Tamar, hija del rey David, por su medio hermano Amnón y cuya venganza es asumida por su hermano sanguíneo Absalón. Si bien el tema fue abordado por Lorca en uno de sus romances (Thamar y Amnón), yo quise, yo necesité imperiosamente volver a él. Necesité darle voz a la víctima. Una voz, por lo demás, escrituraria; pues en mi versión Tamar enmudece tras el hecho traumático. Enmudece pero deviene escritora. Partí, pues, de Tamar para llegar a Auschwitz, por ejemplo; o al descubrimiento de América y su genocidio cultural, pasando por la Inquisición. Partí del cuerpo de esa mujer para, al menos intentar, dar cuenta de la humanidad. Los hechos que menciono en cada verso son la conglobación apretada de hitos insalvables. Una suerte de lacrimae rerum, un aleph maldito, donde cada verso es una lágrima acidulada.

INSTRUCCIONES PARA A(R)MAR

Ella se levantó de la cama, todavía era de noche. Prendió la luz de golpe y salió del cuarto ¿cómo va a hacer eso sin avisar?

¿para qué prendió la luz?

Ni siquiera fue cuidadosa al abrir la caja de herramientas que está en la cocina, justo debajo de la mesada ¿Qué quiere a esta hora y con mis herramientas?

Ella volvió al cuarto, tenía un destornillador en la mano. Se sentó de este lado de la cama, quiero decir, de mi lado y sin decir una sola palabra, comenzó a desarmarme.

-¿Qué haces? –le dije, no me contestó, ni siquiera me miraba. Pensé en gritar, en pedir ayuda. No pude, hubo algo de todo eso que empezó a gustarme. Ella estaba muy concentrada. Yo cerré los ojos, no quería molestarla.

Después de unos minutos, cuando ya no escuché ningún ruido, abrí los ojos: ella estaba de pie, parecía estar a punto de llorar. Miré a mí alrededor, yo estaba desparramado por todas partes.

Ella se dio media vuelta.

-¡Espera! -grité con la voz quebrada. No sé qué cara le habré puesto que después se agachó y apoyo el destornillador cerca de mi mano izquierda.

-Toma, volvete a armar -me dijo- pero tené cuidado, no vayas a armarte igual.

Matías Thano

Liliana Heker: escribir en mujer

Zona de clivaje se publicó en octubre de 1987, y con ella Liliana Heker ganó el Premio Municipal de Novela. Tengo ante mí aquella edición de Legasa que en la tapa tiene por ilustración un pastel al óleo de María Luisa Manassero cuyo título es “Esta muñequita vio”. En ese entonces su autora fue de visita al taller de Balvanera, de Abelardo Castillo, donde fui tallerista. Y recuerdo vagamente que ella había hablado del título, de la palabra “clivaje”, que no existía en el Diccionario de la Real Academia Española. Y constato hoy que aún no está. Pero sí la encuentro en la web referida a Spaltung que es el nombre alemán de lo que los psicoanalistas lacanianos conocemos como la división del sujeto del inconsciente. Y con este dato cobra un sentido nuevo para mí, treinta y tres años después de haberla leído: el amor de Irene Lauson por Alfredo Etchart fue su división subjetiva más íntima, ese hombre la dividía y la angustiaba horrores. Lo que hoy llamarían en la jerga de la divulgación un “amor tóxico”. En aquél entonces yo soñaba con escribir ficción y no tenía pensado dedicarme al psicoanálisis. La historia de Irene me fascinó y me solidaricé con su sufrimiento, su gran inteligencia y

humor. Es una historia que podemos ubicar en lo que Luce Irigaray, filósofa fundadora del feminismo de la diferencia, proponía como “parler femme” o “womanspeak”, hablar en mujer. Aquí se trataría de “escribir en mujer”, de una letra femenina, de una historia de amor contada por una mujer. Que Irene logre salir de ese amor sufriente es también una nueva pérdida, la razón pierde frente al afecto.

Ahora también entiendo por qué, allá lejos y hace tiempo cuando la leí por primera vez, me recordó a “La invitada” de Simone de Beauvoir, porque esta novela también fue producto de un escribir en mujer.

Mi escena preferida es la que narra a Irene transportando su máquina de escribir Remington de catorce kilos doscientos en un acto de heroísmo y amor propio digno de una prueba mítica. Pero no se trata sólo de una mujer de contextura pequeña cargando con un armatoste, sino de un rasgo de carácter muy propio del personaje: “La venganza es el placer de los dioses, piensa, humorista a pesar de la adversidad. Apoya la máquina en el suelo para buscar la llave, si por lo menos estuviera el portero. No. Sus hados quieren que llegue sola hasta el final. Si llega. Va a llegar, aunque muera en el intento. Una energía o furia des-

proporcionada, que no está en relación directa con sus cuarenta y siete kilos, sino con algo que a veces cree que lleva en su corazón, la está haciendo llegar.

Ha salido del ascensor y ha vuelto a apoyar la máquina en el suelo. Ha abierto de nuevo la máquina y avanza. A las seis y veinte, como quien le pone la firma a una obra desmesurada, apoya la Remington sobre su escritorio.”

Hoy que vemos las máquinas de escribir como un objeto de la nostalgia, esta escena también resuena en mí como metáfora de ese esfuerzo de escribir con las propias armas, esa desmesura de decir lo propio en un mundo de hombres. Irene es una mujer inteligente que ama, y entre el pensar y el amar hay una zona de clivaje de sutura imposible. La joven que tolera las otras de su hombre, que parece jactarse de sobrellevar sin dolor el donjuanismo del hombre que ama, se sincera en esta historia y cede la proeza de sobrellevar el dolor, y se deja elegir por quien la amará finalmente. Lo conmovedor de esta historia es ese tránsito de Irene de una impostura de su Ideal a una posición más dócil en la que descubrirá la versión feliz que subestimaba. Esta novela cobra nueva vigencia en la revitalización de los feminismos, por su sinceridad valiente, por el humor que ya conocemos en los relatos de Liliana Heker. Vuelvo a hojearla y la considero un clásico, vigente, sonora y vital. Esta novela es un homenaje a esa aventura que practicamos cuando “hablamos en mujer”, el gran desafío que viene siendo y que continuará.

Nos recomienda una serie...

Horacio Convertini

Si existe una mínima posibilidad de asomarse a la profundidad de la tristeza humana viendo Netflix, acaso sea con “After Life”. Esta serie es una creación de Ricky Gervais, el rey de la comedia británica, autor de “The Office”, “Extras” y “Life’s Too Short”. Lo suyo es el humor ácido e incorrecto, los perdedores arrogantes, las ambiciosos que dan vergüenza ajena, las situaciones cotidianas vistas desde el absurdo. En “After Life”, toca esa cuerda, claro, si no no sería él, pero le agrega una dosis inmensa de desconsuelo.

Gervais interpreta a Tony, periodista del diario local de un pueblito inglés. Su vida perdió sentido luego de la muerte de su esposa Lisa. Ella le dejó un video grabado en el hospital en el que le recuerda que es un inútil para las tareas de la casa y le da una serie de amorosas recomendaciones para que salga adelante solo. Tony lo guarda en una laptop, junto a otras filmaciones que registran los recuerdos de un matrimonio feliz: él asustándola con una bocina, los dos bailando el tango “Por una cabeza” en una fiesta de casamiento. Escenas de una vida conyugal de la que sólo quedan unos pocos bytes de memoria y a las que Tony recurre, junto al vino, para esmerilarse en el dolor.

Así, hundido en un duelo feroz, con la idea del suicidio rondándole la cabeza de manera permanente, Tony enfrenta un día a día cuesta arriba, que incluye a un padre con Alzheimer en el geriátrico y a un trabajo que no lo satisface. Ácido con él y con los demás, cada uno de sus actos estará impregnado de cinismo y desencanto existencial. Cuando el cuñado le pide que afloje con la bebida, él le responde que el secreto de un buen alcohólico es no lastimar a nadie. No entra en razones ni siquiera con los argumentos referidos al cuidado de la salud. “Todos estamos muriendo. Estar sano es sólo morir más lento”, dirá Tony.

Lo genial de “After Life” es que, partiendo del punto cero de la depresión, no deja de ser una comedia tierna, divertida, en la que se discute la naturaleza humana: qué es la bondad, qué es la estupidez, cómo y para qué nos relacionamos, qué sentido último tiene todo lo que hacemos en sociedad. Los personajes secundarios son gloriosos (el cartero, el psicoanalista, el fotógrafo; en ellos se concentra la posibilidad de la carcajada) y se recomienda verla con un paquete de carilinas a mano. Un sprint a la melancolía insondable de un hombre que perdió la felicidad.

La Zarpa del Mono recomienda

UN TEMPORAL, editorial Entropía (2021) la primera novela de la queridísima Ansilta Grizas.

“Pero acá estamos y el dique ya se rompió y el agua ya nos tapó y apagó el fuego prendido y se llevó las mesas redondas y las canciones y te dejó ahí, nos dejó aquí, dejándonos llevar por el agua con un hilo de voz y aguantando”, dice Ansilta cuando lo que se apaga es la memoria de su padre. Y por eso escribe: para conjurar recuerdos, como si temiese que en los olvidos de su padre pudiera desvanecerse ella también.

Romina Paula.

FUERTES, PERO NO TANTO

El mercado de pequeñas editoriales argentinas es intenso y movedizo. Hay muchas y en gran variedad, pero para empezar, debemos diferenciarlas. Porque si bien la gran mayoría se consideran independientes y autogestivas, no es lo mismo una editorial que imprime sus 50 ejemplares en casa y guillotina los ejemplares como puede (a veces, con cuter), que una editorial que depende de la imprenta en cuanto a tiempos y calidad ofrecida. Ahí, la independencia pierde mucha fuerza y la calidad se reduce a lo que puedan ofrecer las 4 o 5 gráficas especialistas en libros que hay en Buenos Aires. Incluso, muchas editoriales pequeñas del interior dependen de éstas mismas ofreciendo el mismo producto, del cual solo varía el diseño y el perfil editorial.

Lo cierto es que el mercado de libros se mantiene y crece a medida que aparecen las ferias como propuesta distribuidora. En el comienzo del auge allá por el 2006, fue la FLIA, hoy es la Feria de Editores y el incipiente embarco en la Feria internacional del libro de La Rural y sus pequeñas sucursales en municipios del conurbano como Malvinas Argentinas o Merlo. También surgieron en el año 2019 la PEPA, la FilFem (feria del libro feminista) y demás exponentes en el interior. Pero está claro que la feria es lo que incentiva y multiplica y son los autores y sus ganas de autogestionarse los que provocan el incidente.

Actualmente, la crisis económica logró que se visualicen varias cosas: la caída de las editoriales pequeñas con pretenciones económicas y la resistencia de las editoriales que tienen amor por el oficio. Entre ellas, las que forman colectivos similares a La Coop que pretenden encontrar en el trabajo en equipo, una salida y otra forma de distribución que pretende diferenciarse de las grandes distribuidoras pero termina pareciéndose demasiado. Las cooperativas de editoriales se hicieron fuertes en los stands colectivos de la feria del libro de La Rural y desde ahí ganaron lectores y visibilidad. Se hicieron fuertes aún a fuerza de no recuperar lo invertido porque, se sabe, las crisis nunca son favorables para el mercado de libros y mucho menos para inversores.

Las editoriales chicas estamos siempre invirtiendo, tratando de hacer crecer nuestro pequeño negocio sin perder la identidad ni caer en el mercantilismo. Los autores son lo más importante. Nosotros mismos somos autores y lo hacemos valer en el trato diferenciado y el entendimiento de la materia.

¿Es posible sostener una editorial pequeña editando solo lo que te gusta? Algunos mueren en el intento. Otros lo logran editando pocos títulos por año (entre 2 y 6), otros editan libros que no son de su preferencia para poder financiar los que sí quieren editar. Lo cierto es que no es fácil no caer en las garras del mercado porque no todos los libros son exitosos y se necesita de las ventas para poder subsistir. Todas las editoriales se autofinancian con la venta de pequeños autores y siempre estamos más cerca del fracaso que del éxito. Editar es siempre una apuesta y lo que ocurra con los títulos, una sorpresa. Apostar al mercado editorial después de una pandemia que se llevó consigo a varios sellos y librerías, es un desafío a la astucia más que a la economía. Un desafío a la modernidad y a los ebooks de distribución gratuita. Un combate cuerpo a cuerpo con la inflación y el precio del papel. A mitad de año, una protesta poco exitosa se llevó a cabo en el Congreso Nacional pretendiendo que los diputados voten un proyecto para ponerle un cepo al precio del papel. No lo logramos, pero seguimos en la lucha. Los que sobrevivimos al 2020 sabemos que este es un trabajo que depende más de la visibilidad que del dinero, a pesar de no poder subsistir sin él. Editar es un oficio, más que una profesión. Y si fuimos capaces de sobrevivir a lo inestable, seremos capaces de brillar en la prosperidad. En ése camino andamos.

Cielo líquido

Mariano Agnone

Ves toda la mar en coche con su tráfico de risas

Dale prisa al ascensor y dale rabia a los ceniceros

Lo primero que se pierde no es la paz son las caricias por ahí!!

Ya colgué todos tus cuadros más bien lejos de la noche

Ya bajé por el derroche a las botellas del pilar

Si ese afán de darle fin al corazón tuviera el don de la mañana Por ahí! por ahi!!

Al fin y al cabo fue cielo líquido!!!! Fue cielo liquido!!!

Por lo menos vino un poco el vicio de juntar tus libros algo de ellos, creo, ya llevan un tiempo en la canción mirá vos? entre estas cuerdas aún vibra tu aire vivo por ahi!! por ahi!!

Ahora te ves con la lengua rajada el secreto ya no es lo que fue Salvo cuando toca ir a dormir

A mi me agarra la de esperar al Sol, o sino morir!!¡ Habrá sido el faro del fin del mundo

Quién no se enloquece con el agua del Drake

Y a la piedad ¡las bolas de Magallanes! Culito de rana! Si no sana, hoy… andá a colgarte a Gardel!

Por lo menos vino un poco el vicio de juntar tus libros

Ya bajé por el delirio a las botellas del pilar

Lo primero que se pierde es el don de la mañana Por ahí!!!

Cielo líquido!!!! cielo liquido!!!

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