La zarpa del mono Nº 3

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Buenos Aires - Argentina

nuestro árbol genealógico por una parte es la trampa que limita nuestros pensamientos, emociones, deseos y vida material. Por otra, es el tesoro que encierra la mayor parte de nuestros valores - Alejandro Jodorowsky

¡IRRECONOCIBLE!

El intendente Hugo Di Mandola envuelto en una noche de pasión, excesos y tragedia.

El lado B de un funcionario que se atreve a todo.

SUMARIO. GIANELLONI Lila - FLORES Florencia

GARLAND Inés - ARAKAKI César - GARZÓN Ramiro

PAPASSO Guillermo - SCHVARTZMAN Nicolás

BORDER Coco - PARISÍ Lilia - GRAFF Carolina

MANZINI Fernando - IRIBERRI Luca - KARTUN Mauricio

ISSN: en trámite.

CUENTO

ETHEL Y GRETEL

Mi abuelo enderezó el espejito, puso en marcha el auto y agarramos por el camino que llevaba a los campos. Yo iba en el asiento de atrás con el estuche sobre las rodillas. No se tenía que golpear el aparato de tomar la presión que estaba adentro. Lo tenía fuerte, con las dos manos, porque había un montón de pozos en el camino, que era de tierra y estaba lleno de barro después de la lluvia. Iba mirando la nuca blanca de mi abuelo, que tenía una cabeza enorme. Me gustaban sus orejas, que parecían las dos manijas de una azucarera y que él me apoyaba en el pecho o en la espalda cuando me agarraba catarro. Yo me quedaba callada para que él pudiera oír lo que me pasaba adentro del cuerpo. Ese día era viernes y por eso yo sabía que íbamos de visita a la casa de la señora Ethel. Mi abuelo revisaba al marido que siempre estaba enfermo y yo me quedaba en el auto; entonces ella venía, apoyaba los brazos flacos en la ventanilla y podía verle las rayitas que tenía alrededor de los ojos mientras sacaba nísperos del delantal. Me daba dos y ella se agarraba uno. En invierno comíamos mandarinas. Ese

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viernes la tranquera estaba abierta. Mi abuelo bajó. Los perros ladraban alrededor. La voz de la señora Ethel los hizo callar. Ella y mi abuelo conversaron debajo de una magnolia que tenía flores grandes como platos. La señora Ethel señaló para el lado del camino por el que habíamos venido y mi abuelo se dio vuelta. Yo esperaba que dejaran de hablar y que la señora Ethel viniera a darme un beso con olor a hinojo. Pero mi abuelo volvió solo, caminando rápido y puso en marcha el auto. Dimos una vuelta que nos hizo llegar cerca del alambrado y agarró para la salida a todo lo que da con los perros siguiéndonos. El auto corcoveó. Una bandada de tijeretas salió disparada hacia el cielo. Le pregunté a mi abuelo adónde íbamos. Me dijo que a lo de la hermana de la señora Ethel. Yo la conocía porque habíamos ido a visitarla un día de frío, cuando la hija tenía tos. Mi abuelo le dio un jarabe y dijo que estaba embarazada. Esa vez era invierno y el campo estaba escarchado, por eso yo tenía puestos los guantes de lana, y había tenido que alcanzarle a mi abuelo el aparato de tomar la presión.

—¿Vamos a ver a la chica embarazada? Mi abuelo dijo sí y apretó el acelerador. La panza de la chica debía estar grandota. Íbamos rápido. Agarré fuerte el estuche cuando el auto se metió en una huella y después salió patinando hasta que mi abuelo frenó y se bajó a mirar. Dijo que íbamos a seguir a pie. Agarró la caja y se la puso abajo del brazo. Se había formado una laguna en el camino y tuvimos que dar una vuelta por un bosquecito de eucaliptos. En el apuro, perdí mi sombrero de paja. Volví a buscarlo pero mi abuelo siguió caminando ligero. Un hombre alto le abrió la tranquera y la cerró sin esperarme. Les grité pero no me oyeron porque los perros ladraban. El hombre los

espantó y entró a la casa junto con mi abuelo. Me puse el sombrero y me quedé lejos del alambrado. Los galgos a veces son malos. El sol estaba fuerte porque sería la hora de comer. Unas mariposas amarillas revoloteaban arriba de los charcos. No quise agarrar ninguna. Las chicharras cantaban y eso quería decir que iba a hacer calor. Mi abuela seguro nos estaba esperando. Por ese camino no pasaba nadie. Por suerte la hermana de la señora Ethel fue hasta el molino a sacar agua. Los perros ladraron y ella levantó la cabeza y me vio. Se acercó enseguida y me hizo pasar a la casa. Me senté en una silla delante de una mesa. Ella sacó una jarra con agua y un vaso de la alacena. Estaba oscuro y hervía algo en una cacerola. La casa estaba silenciosa. Por la ventana se veía la galería. Un reloj que yo no veía hacía tac tac tac y de a ratos gong. Descubrí que debajo de otra silla había una pata echada en un nido. No la había visto cuando entré. Levanté las piernas porque dan unos picotazos. Los huevos son de color verde clarito. Seguro la ponían adentro porque andaría por ahí una comadreja. Escuché unas puertas que se abrían y se cerraban. Las comadrejas se comen los huevos. Se escuchaban unos quejidos. La señora me había dicho ya vengo y había salido por un pasillo oscuro. Se llamaba Gretel, así me dijo cuando estaba llenando la palangana con agua hirviendo. Ethel y Gretel eran hermanas. El molino chirriaba. La pata dormía o se hacía la dormida. Por la ventana vi a la señora Gretel pasar con unas sábanas blancas manchadas con sangre. Mi abuela las ponía en remojo, después las limpiaba con agua oxigenada. Hacía eso cuando había lastimados en el consultorio o también cuando nacía un bebé. A veces las tiraba sucias como estaban. Se ponía los guantes de goma. La señora Gretel volvió a la galería con un balde 2

y se secó las manos en el delantal que era igual al de su hermana Ethel. Son parecidas y se visten con vestidos parecidos. Ethel y Gretel, Gretel y Ethel. Se escuchaban voces bajitas adentro. Había nacido el bebé, estaba segura. Por la ventana vi a mi abuelo que se lavaba las manos en el balde que sostenía la señora Gretel. Estaba despeinado y transpiraba. Salí a la galería. Dejaron de hablar. Mi abuelo me miró como si no se acordara que había venido con él, como si no se acordara de nada o como si ahora tuviera un problema. Se secó con un trapo y me dijo: vamos. Y me agarró de la mano.

La señora Gretel me dio un beso. El hombre alto me pasó la mano por la cabeza y se metió adentro. Ella nos acompañó hasta la tranquera. Me puse el sombrero. Cuando pasábamos por el bosquecito de eucaliptos le pregunté a mi abuelo si era nena o varón. Tardó un montón en contestarme. Nena, dijo. Le pregunté cómo se iba a llamar y me dijo que no sabía y movió la cabeza para un lado y para el otro. No sé, dijo y se secó la frente con el pañuelo. No estaba acostumbrado a caminar tanto. Subimos al auto; me senté atrás, con el estuche en las rodillas. Tenía las botas de goma llenas de barro. Gretel, pensé. Se va a llamar Gretel. Me puso contenta haber encontrado el nombre. Me dieron ganas de volver a esa casa y decírselo a todos. Mi abuelo dio vuelta el volante, despacio.

—No escuché llorar a la bebé —dije fuerte para que me escuchara.

—Algunos no lloran.

—¿Qué hacen?

No me contestó. El camino se hizo ancho y apareció el molino de la casa de la señora Ethel. Mi abuelo paró en la entrada y bajó. Yo lo seguí. Ella estaba sacando unas sábanas blancas de la soga. Apenas nos vio vino

corriendo hasta la tranquera. Llevaba las sábanas hechas un bollo. Tenía puesto un vestido con flores chiquitas. Mi abuelo me hizo un gesto con la mano y yo me quedé parada en el camino. Hablaban bajito. Le veía la espalda y las orejas a mi abuelo. La señora Ethel apretaba el bollo contra el cuerpo, después bajó la cabeza y se secó la cara con las sábanas. Parecía que lloraba sin hacer ruido. Mi abuelo me dijo: vamos. Me arrodillé en el asiento y fui mirando por el vidrio de atrás. La señora Ethel se quedó en el alambrado. Cruzamos los campos de centeno que son marrones, los de trigo que son amarillos y los silos de la entrada del pueblo. Estábamos cerca de casa. Me senté bien, mirando para adelante.

—¿Por qué lloraba la señora Ethel? No había nadie en la calle. Íbamos despacio, casi sin hacer ruido. Cuando pasamos por la plaza, mi abuelo se puso la mano en la cabeza y preguntó, como si estuviera hablando solo, si el cura estaría durmiendo la siesta.

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LA ESPERANZA NO SIEMPRE TIENE MALA PRENSA

¡CINZANO CON UN CHORRITO DE FERNET!

¿QUÉ TIENE QUE VER LADY DI EN TODO ESTO?

¡QUÉ COSA DIVINA LOS AMIGOS!

un hombre escribe la editorial de una revista. En realidad, hace cinco horas que está escribiendo. Lee.

Piensa que lo mejor sería caminar un poco. Agarra el abrigo y sale. Caminar es ordenar la vida.

Gallo. Dobla hacia la izquierda de Guardia Vieja.

Le Troquet de Henry. Saluda y pide lo de siempre, ¡Cinzano con un chorrito de Fernet!

Hace más de tres años que padece hemorroides.

Efecto Placebo: un chorrito de Fernet y el mullido de las banquetas.

Esta vez pampa y la vía. ¿Necesitará un milagro?

¿Cuál es el tema principal de este número? No sabe. No contesta. Se lleva el vaso a la boca ¿Qué sería él sin el primer trago de una bebida? El único que vale la pena. Piensa: el resto es cotillón.

¿Literatura y familia? ¿Actualidad? Argentina pez panza arriba. ¿Es que todo le duele? ¿Por qué hay imágenes de un hombre travestido? Porque sí

¿Qué tiene que ver Lady Di en todo esto?

Se apoya sobre la barra. Hace un año que se separó. Hace un año que a veces todavía la extraña. Ya no está más distanciado de su hermano. Ahora hasta parecen amigos.

Ruidos. Se estira y mira por el pasillo a la puerta del bar. Qué cosa divina los amigos. Piensa que al volver las palabras saldrán como cohetes. Sonríe.

Ojalánadadetodoloqueahoraestásintiendosediluya. Elige creer. La esperanza no siempre tiene mala prensa.

La dirección

Una escritora en la familia

INÉS GARLAND

“Cuando en una familia aparece un escritor, arruina la idea de familia”, dice la irlandesa Edna O´ Brien en una entrevista para la revista de El País. Las hermanas de O´Brien sintieron que ella les había robado. Como respuesta las mandó a escribir sus propios libros.

Hay una carta donde el hermano de James Joyce, Stanislaus, lo corrige y le dice que él fue testigo de los hechos y que las cosas no fueron así como aparecen en el libro. Raro comentario, porque Stanislaus también era escritor y aunque no tenía el vuelo de su hermano, compartían el amor por la literatura.

En una viñeta que salió en la revista New York Times, un matrimonio hace fila para que la escritora que acaba de presentar el libro les firme un ejemplar. “Si hubiéramos sabido que te ibas a convertir en escritora, te habríamos tratado mejor”, dice la madre. En mis talleres me topo una y otra vez con el miedo de mis alumnos a ofender a sus seres queridos con lo que escriben o, peor aún, con lo que “quieren” escribir. Es un obstáculo extremadamente efectivo, un argumento contundente contra el propio deseo de escribir. He visto alumnos talentosos postergar así durante años el material que puja por salir, las historias que están vivas, que tienen verdades emocionales más certeras que todos los inventos políticamente correctos, inocuos, que no ofenderían a nadie de su entorno. Les digo que la escritura es un ama cruel, que acaten primero y que, llegado el caso, decidan después si quieren publicar o no, pero que no se le puede poner un dique y que acepten de una vez que los escritores somos gente malvada y vengativa. No importa si un escritor inventa historias de ciencia ficción o novelas de otra época, crónicas de guerra o biografías de terceros. Ya sea autobiográfico, contado por alguien o investigado minuciosamente, por las similitudes o las diferencias, no hay otra manera de escribir que no sea desde nuestra mirada y en la base de nuestra mirada están nuestra infancia y nuestra familia. “Miramos el mundo una sola vez/en la infancia/ el resto es memoria”, dice un poema de Louise Glück.

Mi amiga Romina Doval le dedicó su primer libro de cuentos a sus padres agradeciéndoles por haberle dado tema. Años antes de leer la anécdota de las hermanas de O’Brien, les dediqué mi primer libro de cuentos a mis hermanas. En una entrevista a Rosa Montero le conté que ellas y yo teníamos recuerdos parecidos de nuestra infancia y ella me dijo que eso seguramente fuera porque yo era la que había impuesto mi narrativa de los hechos. No fue un comentario que me dejara tranquila.

Escribiendo aparecen derivas insospechadas y las cosas que pasan son más verdaderas que las que pasaron, verdaderas en el sentido emocional, no en su fidelidad a los hechos. Esto nunca es fácil de explicarles a los involucrados. Mi madre, o, debería decir, aspectos de mi madre mirados por mí, es una estrella central en muchas de mis historias. Cuando publiqué “Una reina perfecta”, dijo que sus amigas la compadecían por tener “esa chica que escribe”. Tiene todos mis libros en su biblioteca y los ha leído más de una vez, pero hace poco me preguntó si en “Diario de una mudanza”, mi próximo libro, también “le doy duro”. Sí. Como Romina, le agradezco haberme dado tema. La buena escritura es lo opuesto al lugar común. El lugar común exalta las familias como el lugar del amor, el refugio, el alimento. Yo quiero compartir el dolor del abandono y del desamor, mirar de frente lo que otros no se animan a mirar. Me interesan las maneras de cada familia infeliz, me consuela que aparezca en palabras y en imágenes, con todos los recursos y dones del ama cruel. Nunca me es suficiente. Sharon Olds, Bette Howland, Julie Hayden, Jamaica Kincaid son escritoras que traduje y me enseñaron maneras de contar la familia con lenguaje implacable. Y de las familias, me interesa también el amor: con los laberintos y la ambigüedad, claro que también el amor.

A más de seis años de la reforma previsional del 2017 dialogamos con

CÉSAR ARAKAKI

por Matías Thano

Escrita y dirigida por Ivan Moschner, Tintorero es una obra de teatro hecha para luchar por la absolución de César ARAKAKI y contra la criminalización de la protesta social.

Tintorero es la historia de un hombre que juega con su hijita en el tiempo en que tarda en prepararse un arroz.

¿Qué recordás del 18 de diciembre de 2017?

¿Qué hiciste aquel día? ¿Cómo te preparaste para ir a la movilización? ¿Por qué decidiste ir?

Me acuerdo que estaba acá en mi casa. Agarré una botellita de agua, una remera. Llevé lentes de sol porque ese día había muchísimo sol. Y bueno, normal fui, como a cualquier otra movilización importante. Se definían las condiciones de vida de los jubilados.

¿Qué delito te imputaron?

Atentado a la autoridad, lesión en agresión y la más complicada, intimidación pública. La intimidación pública es un delito muy grave, me están acusando de haber intimidado a todas esas personas que salieron a manifestarse. En 40 años de democracia no existe un solo condenado por salir a protestar por intimidación pública.

¿Por qué crees que te sucedió esto?

Porque estábamos (y seguimos estando) en un momento de mucha crisis, inflación, deuda, pobreza, y entonces, tenían que justificar eso castigando a las personas. Ha ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad, siempre se ha castigado a personas por salir a denunciar, por salir a mostrar otra realidad. Con ese mensaje nos estaban diciendo: no salgas, quédate callado, no protestes, no salgas a manifestarte.

En 40 años de democracia no existe un solo condenado por salir a protestar por intimidación pública.

Un buzón en la calle servía para depositar cartas. ¿Qué es un buzón en la cárcel de Marcos Paz? ¿Cómo fueron los días de encierro?

Esta pregunta que me haces es muy buena. Los buzones, no solamente en Marcos Paz, en todas las penitenciarías, son celdas antiguas que se construyeron, la mayoría, durante la dictadura militar, para alojar presos políticos y presos comunes. Son lugares muy pequeños donde hay una cama, una mesa y una letrina con una canilla de agua. En ese espacio diminuto entra todo y te tienen encerrado ahí, todo oscuro. En la puerta hay una mirilla por donde el guardia te ve cada vez que pasa o cuando te trae la comida. Yo estuve dos días. Después pasé a un pabellón común. El trato con la población carcelaria fue muy bueno. Te hacen preguntas como le hacen a cualquiera que llega por primera vez. Imaginate que están acostumbrados a verse las caras todos los días. En cambio, con los policías fue otra cosa. La policía te hostigaba psicológicamente, todo el tiempo. A cada rato.

¿Qué hiciste para mantenerte entero, de pie?

Para mantenerse en pie lo único que vale es la convicción. Estás encerrado en un lugar dónde no te llega ninguna información de afuera. Estás con personas que no conoces. Lo único que te mantiene en pie es la convicción. ¿Por qué saliste a luchar?

Esa es la pregunta, siempre. Uno cuando milita en un partido termina denunciando muchas cosas que están mal. Sacarles el dinero a los jubilados, crear pobreza, endeudar cada vez más, fugarse la plata. Entonces uno tiene la convicción de que va a triunfar, a la corta o a la larga va a triunfar.

Se cumplió más de un año de la primera función de Tintorero. ¿Qué motivación te llevó a querer mostrar parte de tu vida?

Fue como un alegato artístico para mí. Yo tenía acumulado un montón de bronca. Habían provocado una imagen mía que no era. Un periodista sacó fotos de mi perfil de Facebook y dijo que yo era un mercenario porque estaba con un revólver en la mano. ERROR. Primero no soy ningún mercenario, tengo convicciones políticas, y segundo, el revólver que yo tenía en la mano era de una foto artística, de una película, de un backstage. Se habrá querido matar el periodista cuando se dio cuenta de que yo era actor y de que estoy asociado a la Asociación Argentina de Actores, que es mi gremio.

Me dio mucha bronca, millones de televidentes miran eso y confunden las cosas. Tenía el desafío como artista de poder hacer una obra que retrate momentos de mi vida y de quién era. De contar realmente quién es César Arakaki.

Uno tiene que luchar contra lo que no le parece justo.

¿Cómo conociste a Ivan Moschner? ¿Cómo fue trabajar junto a él?

A Ivan, este gran actor y director, lo conocí en una marcha; fuimos a pedir por los trabajadores despedidos de una fábrica. Él militaba en mí mismo partido. Después yo me incorporé al grupo de teatro que tenía que se llama Morena Cantero Jrs., que ya tiene 28 años de trayectoria.

Yo admiro desde antes a Iván, su presencia en el escenario, como él domina el arte de este oficio. Es un detallista, un profesional, un laburante de esta profesión. Para mí es un orgullo que me dirija.

¿Cuál es el impacto que el espectador tiene al ver la obra?

El impacto es contundente y muy emotivo. Ahí yo estoy contando la vida que transcurrió desde que mis padres llegaron desde la isla de Okinawa después de una guerra. También hablo de su lucha acá en Argentina, no sabían el idioma. Tuvieron cuatro hijos, uno de ellos soy yo. La obra va transcurriendo, mi vida, mis gustos, mis amores. La gente queda muy emocionada. Sale muy impactada por cómo le ponemos el cuerpo a esta obra. Estoy muy contento.

¿Cómo sigue tu vida? ¿Cómo continúa la campaña y la lucha por tu absolución? Uno está impaciente porque no sabe lo que va a pasar. Me han rechazado los recursos. Me queda un recurso nada más. Así que estoy con un pie afuera y otro pie adentro. Mi vida transcurre en la actuación. También trabajo, en este momento limpio casas. Soy fumigador. Donde me llamen voy. Siempre trabajando. Militando. Voy a seguir militando siempre. Uno tiene que luchar contra lo que no le parece justo.

La campaña por mi absolución continúa. Pasaron muchos años y cuesta mucho mantenerla. Llegan momentos de impasse, llegan momentos en los que hay que remontar la campaña y cuesta, la gente se olvida. No así los jueces, que en cualquier momento me llaman y puedo volver a ser detenido.

Hay que leer un montón de historia para que no vuelva a ocurrir nada de lo que ahora está ocurriendo.

Ahora estamos en medio de una fuerte campaña porque hace poco nos dieron la noticia de que el juez afirmó la causa por los tres años y cuatro meses de condena. Nosotros apelamos a la Cámara de Casación. Dos jueces estuvieron de acuerdo con las penas pero no con el tiempo. Una jueza dijo que no se me podía condenar porque el policía que cae tirado, del que me acusan de agresión, no cae producto de que yo le pego. Está visto Ven el video. Encima, el policía se retira de la querella sabiendo que no fui yo. Hay una injusticia tremenda. Una arbitrariedad del juez que seguramente, seguirá alineamientos políticos. Después está la intimidación pública. De ninguna manera yo fui a intimidar a esa gente a que se manifestara. A parte si afirman esta condena y voy preso, estarán asentando un precedente para que en las futuras movilizaciones apliquen esta misma condena a otras personas. Hay muchos compañeros criminalizados por salir a luchar, por el agua en Chubut, docentes en Santa Cruz. En Jujuy contra la reforma constitucional reaccionaria de Morales. Todos esos compañeros están siendo procesados en este momento en democracia. Es muy peligroso de lo que se me acusa.

A seis años de aquella movilización, gran parte de la sociedad argentina parece haber elegido el mismo escenario donde nació Tintorero ¿Qué pensás de este retorno político neoliberal?

Lo que viene es tremendo. Pensar en ese retorno, a uno ya lo pone mal. Uno sabe que van a ir contra la clase trabajadora, cómo no me voy a preocupar. Estamos en estado de alerta continuamente. Es tremendo lo que pasó. Es tremendo cómo se llegó hasta acá también. No hay que echarle toda la culpa a un candidato, aunque no te guste. Siempre hay algo anterior que te lleva a esto. Estamos en un momento terrible para la gente. Hay que leer un montón de historia para que no vuelva a ocurrir nada de lo que ahora está ocurriendo. Ahora, la política está muy manejada por las redes y en las redes todo vale. Y esta gente que hoy salió “ganadora” se dedicó mucho a meterse en las redes. Mucha juventud comiendo eso. Mucha gente grande también comiéndose esas mentiras. Y entonces, tenemos estos resultados. Este resultado fue también por otras cosas que han hecho mal los que han gobernado antes. Ahora estamos en estado de alerta, cómo ya te dije, preparados para lo que se viene. Lamentablemente condenado. O estaré adentro luchando o desde afuera, pero siempre ahí, poniendo el cuerpo, luchando por evitar que toda la pobreza caiga sobre las espaldas de la gente trabajadora.

SOBRE MONOS Y MONERIAS

“El tenaz empedernido” Matias Thano

–Director y Coordinador General–

“El entusiasta de la imagen” Francisco Jara –Diseñador Editorial–

“El colaborador vitalicio” Rodrigo Medrano –Luces y Espectáculos–

“El encantador de algoritmos” Manuel Quiroga –Diseñador Web–

“El ojo desnudo” Daniela Garcías –Fotografía y Visuales–

“El maquinista sonoro” Federico Bellver –Sonidos y Rayos Láser–

Marica, Actora, Directora de Teatro y Cine

Personaje nacida en Tartagal, Noroeste Salteño. Podría decirse que su gran inspiración fueron los carnavales coloridos, las bailantas de barrio, las travas bailando en las carrozas de los corsos, los grotezcos gauchos borrachos de fiestas populares.

Un artista performatico de sótanos húmedos, de teatro independiente, amante de la imagen, la poesía, la textura y el humor.

Un payaso psicodélico gestado de un trío entre Batato, Almodóvar y Madonna.

Con música de fondo: Virus. Y filmado por David Lynch.

De chico le tenía miedo a los sapos y de grande a los gorilas.

Le gusta el helado de chocolate y limón. Las humitas al horno de su madre.

Raro y profundamente tímido.

Un trolo más del montón, que habita por el barrio del Abasto.

Cree en la magia, en la naturaleza, en las miradas profundas y el universo.

Un alma vieja en un viaje cósmico.

Una loca que te invita a su galaxia para robarte una sonrisa.

Ramiro Garzón

Registro fotográfico: Ramiro Garzón (Changuitho)

Modelo: Guillermo Papasso

Puntos en el mapa

Una línea recta. Trescientos, cuatrocientos metros de distancia entre la tumba de papá y la del abuelo, aunque ahí sea difícil calcular. El paisaje es todo igual: un cielo abierto que se viene encima y el suelo encogido, pura piedra, caminos angostos entre lápidas que, vistas de lejos, parecen la misma repetida. A diferencia del cementerio de Recoleta o el de Chacarita, en La Tablada los muertos pasan desapercibidos. Es difícil ubicarse, encontrar a los propios requiere memoria fina: un determinado árbol, la curva del paredón, la fábrica, el camino entre los eucaliptos y después puntos sin referencia, o con referencias vagas, puro pálpito, como en la llanura. Tal vez por eso, o porque con mis hermanos nunca lo habíamos recorrido así, una después de otra, es que recién la última vez nos dimos cuenta de que la tumba de papá y la de Simón, nuestro abuelo materno, están en línea recta, sobre el mismo camino angosto, a trescientos, cuatrocientos metros. No conocí al papá de mi mamá, así que me cuesta decirle abuelo. Llevo su nombre, Simón, aunque soy Nicolás para todos los que me conocen, para el Estado argentino y las aduanas, la Universidad, la obra social. Simón es mi nombre hebreo, el que me pusieron en el brit milá, en pleno llanto de recién venido al mundo mientras me sacaban un pedazo y hacían en mi nombre un Pacto. Mi nombre sagrado. Lo llevo porque no conocí a mi abuelo, porque no pudo ejercer su rol. Un pudor místico inhibe a los judíos ashkenazíes de nombrar a alguien igual que un pariente vivo.

Mamá era adolescente cuando él falleció. Tuvo que salir a trabajar. Mi abuela, enojada con la vida, vendió el piano, se dejó crecer las uñas, no volvió a tocar. Juró que ningún hombre iba a entrar a la casa, Simón había sido el último. Mamá aprendió de eso, y cuando le tocó enviudar, hizo lo opuesto. No había pasado un año de la muerte de papá que ya estaba en pareja con el que había sido su primer novio. Se habían reencontrado en Villa Crespo, en la calle, de casualidad, en una escena digna de telenovela judeo-porteña. No mucho antes, aunque en el medio hubo un abismo (la enfermedad, la quimio, papá que iba a salvarse y no, la recaída, el hospital), cuando papá todavía tenía chances, pensé en Dios. Lo típico: Dios no iba a permitirlo. Una osadía, una exigencia de cliente en ventanilla cósmica. Tenía mis motivos, o eso creía, así que más que un pedido fue una convicción, la expresión de una tranquilidad estadística: la carta, esa carta, no podía tocarle a mamá dos veces, no en el mismo juego, a tan pocas manos de distancia. Mamá ya había tenido suficiente.

Cuando papá murió, ella no se sintió estafada. Al contrario, buscó a Dios, y encontró lo más parecido que había a un colectivo de distancia. Un rabino de barba medieval, con un estudio que daba a un vergel edénico. Él le dio un libro, el de otro rabino, un clásico juego talmúdico, nuestra versión de la canción del palo en el fondo de la mar (un rabino dice que otro rabino dijo que un sabio interpretó algún versículo de la Torá).

Cuando la gente buena sufre: buen título para un best seller. Un libro cansado hoy, veinte años después. Lo recorro y las páginas se le desprenden, no quieren saber más de gente que cree no merecer lo que sufrió, que alza la vista al cielo igual que el autor ante la muerte de su hijo. El libro intenta explicar el sufrimiento de los justos, o más bien volverlo compatible con la idea de un Dios bueno. Por eso se detiene en el Libro de Job, una suerte de fábula sin moraleja, opaca e inquietante, como toda gran obra literaria.

Cuando Jehová alardea de la rectitud de Job, Satanás lo desafía: “toca todo lo que tiene”, dice, “y verás si no blasfema”. Entonces Job pierde su hacienda, un tornado se lleva a sus hijos. Pero no pierde la fe. Satanás redobla la apuesta: “toca su hueso y su carne, y verás si no blasfema”. Job contrae sarna. Busca

en vano el consejo de amigos, pero sus respuestas le parecen vacuas. Aferrados a una concepción tradicional de premios y castigos, ellos sostienen que algo habrá hecho Job, que Dios tendrá sus razones. Cuestionan el inconformismo, la insistencia, la arrogancia de su amigo, que se sabe libre de culpa y pide una respuesta. Hasta que Jehová aparece y le habla desde un torbellino. Al contrario de lo que Job espera, Él no se justifica, sino que proclama su poder: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?”, dice y se pone a repasar la Creación, destaca su magnificencia, infla el pecho. Es el Dios colosal, el Dios implacable del Antiguo Testamento. El que dice las cosas como son.

Papá se fue, dijo mamá cuando volvió del hospital, y esas palabras para mí siguen sin

tomar forma.

Llegaron a mí como sonido puro, algo que nunca había escuchado ni podía asociar con nada, solo captar su carga ominosa. Las tragedias revelan la distancia entre lenguaje y realidad, ese cortocircuito que olvidamos para funcionar. Dios enumera ante Job las cosas del mundo, que dichas así, una después de otra, tampoco parecen tener sentido, o suenan tan arbitrarias como las desgracias que él acaba de vivir. Los monstruos son el núcleo del recuento: en la fuerza de Behemot, capaz de beber un río entero, en el lomo del Leviatán, hecho de escudos, en su boca de fuego, en sus párpados del alba, queda evidenciada la tiranía de la naturaleza. Borges ve en ellos símbolos de Dios, de su poder inescrutable. Yo veo el nombre de papá en el cartel del auto fúnebre, escucho el sonido de las paladas de tierra contra el ataúd.

“Acepta el misterio”, le dicen al protagonista de Un hombre serio, la película de los hermanos Coen. El azar también se ensaña contra él, que como profesor de física, cuenta con un arsenal de herramientas seculares para llegar a la misma conclusión que Job. A la hora de explicar el principio de incertidumbre, tras haber llenado el pizarrón de ecuaciones y fórmulas, concluye: “esta es la prueba de que nunca podemos saber realmente lo que está pasando”.

La dignidad de Job, la de mamá, fue suspender la comprensión sin renunciar a la búsqueda de sentido. Para María Zambrano, Job no busca como filósofo, sino como poeta. Se planta ante el torbellino, se deja aturdir por su bramido de tormenta. Llamado a silencio, se vuelve “hermano de chacales y compañero de avestruces”.

Otra vez los animales, como en aquel poema:

Por eso es que no tengo miedo. O sea, claro que tengo miedo, pero puedo enderezarme firme, un humilde monito, y esperar.

Tal vez, la única actitud posible. Mientras esperaba que pasara el temporal, mamá no dejó de sonreír, de maquillarse. Con mis hermanos no la vimos derrumbarse ni emitir quejas, aunque le sobraban motivos. Mucho después, supe que sobrevivió esa época a base de pastillas, y que lloraba en el auto, lejos de donde pudiéramos verla. El llanto con que acompañaba el nuestro era distinto, un llanto dulce, sanador. Su desconsuelo quedaba para otro momento.

Esa línea recta, esos dos puntos en el mapa de la vida de mamá, en nuestro mapa del cementerio de La Tablada, pueden no significar nada. En un cuento de Federico Falco, la protagonista se pregunta si la vida no será como esos juegos de unir puntos para formar un dibujo. El miedo de ella, el de todos, es que al hacerlo no se forme nada, “solamente un manchón, un rayoneo puro”. Tengan o no significado, los espacios pueden oficiar de máquinas del tiempo. Dejan su huella en nosotros y se quedan con parte de lo que fuimos. Ese día con mis hermanos recorrimos la distancia entre los puntos donde mamá se asomó al abismo: desde que supo que la vida sería cuesta arriba, hasta que entendió que esa pendiente nunca se termina de subir, y que el aliento frío del abismo acecha siempre, que nos respira en la nuca. En el trayecto entre un punto y otro, mamá armó una vida en la que fue y volvió a ser Job. Nos enseñó su dignidad y nos legó así una fuerza oculta, a veces hasta para nosotros mismos.

PRIMERA CANCIÓN A MI PADRE

Ese día me había peinado mi padre como si fuera un hombre dispuesto a subir a un caballo yo él como una cabra

Maté a alguien, dijo con las mismas manos de peinar pensé y yo de ahí todo y yo de ahí los cismas los barrancos sin aire y por las mañanas sin peinado

Y los niños perdidos de ese entonces que venían los niños sangrantes de esos días que venían a jugar ponían la locura junto al dulce de la tarde junto al cuchillo y al humus negro de donde regresan sus manos cada vez que mi padre me peina.

Lilia Parisí

Dice Sartre: un escritor dinamita su vida y construye con los escombros de su biografía los ladrillos de su literatura.

Digo yo: mi madre ha dinamitado su vida. Podré con sus escombros construir los ladrillos de mi poesía?

Responde:

Si tan solo hubiese leído aquel poema el de los caballos que comen

flores azules

tal vez me hubiera salvado y está pregunta no existiría.

Pero no he leído ni ese ni ningún otro poema. He estado ocupada en el derrumbe demasiado ocupada es que mis caballos no comen mi caballo anda enfermo.

Ya no llores hija ni te preguntes porque no he leído aquel poema de Caballos muertos/ caballos azules

Hay cosas que no podré decir. Mucho menos podremos callar. Lamento no haber escuchado cuando la hembra paso gritando: los caballos comen flores/flores comen los caballos!

Tal vez te estaba pariendo o... lamento no haberlo escuchado.

Esto es David:
el libro que menos recomendaría y que, sin embargo, muero por recomendar

David Foster Wallace quizá pertenezca a esa clase de escritores cuya popularidad le debe más a su actividad performática (continua pose de intelectual posmo, sarcástico incontinente, monologuista saturado de nerdismo, grasa capilar y tartamudez) que a su actividad literaria propiamente dicha. Y como empiezo a sentirme algo culpable por lo que acabo de decir, voy a explicarme mejor. Un gran porcentaje de todos los que leemos y escribimos literatura conocemos más o menos su facha, un Axl Rose de ojos oscuros y anteojos de abuela, alto como un pivote de los Lakers, mitad campechano sobrecogido, mitad académico sobrador, el tipo exacto de gordura que caracteriza a los ñoños sin ganas de gimnasio. Muchos de nosotros admiramos, en revistas on line, en solapas tuneadas por diseñadores gráficos sin cultura literaria, su pose de Prometeo atribulado, esa mezcla entre Lorenzo Lamas con pavor metafísico, Thor sin martillo, y vagabundo en rehabilitación podrido de sacar Cum Laude en esta y aquella otra Facultad. Incluso la gente que no consume literatura, que solo mira programas de chimentos y Gran Hermano y memes de Facebook o Instagram, sabe que se ahorcó en el patio de su casa, a los cuarenta y seis años, después de haber llenado de comida las vasijas de sus perros. Vamos: hasta mi mamá pudo enterarse de eso en un resumen del noticiero, mientras tomaba el mate de las seis y aplastaba el pucho de su Red Point contra el plato de las galletitas. Hasta logró emitir algo así como un gruñido empático antes de cambiar de canal para ver el programa de Beto Casella.

Debido a la popularidad de estas minucias, es evidente que muchos conocemos varias de las cosas más jodidas de la vida de este escritor. Sin embargo… ¿quién de nosotros leyó, entera, La broma infinita? ¿Y El rey pálido? ¿Y La escoba del sistema? ¿Y Todo y más? Yo, por lo menos, no las leí. Mi mamá tampoco.

Ahí tienen. (Aplausos burlones para la prensa sensacionalista; abucheos graves contra el casi nulo impacto divulgativo del periodismo cultural, el hedonismo nuestro de cada día, el sistema educativo argentino, etcétera.)

Con todo, se puede decir de David mucho más que sus ocasionales borracheras, las drogas (legales o no) que consumía, el tipo de viga en la que eligió atar la soga. Porque sucede que entre su porte de cerebrito grunge y su autoeliminación casera, Foster Wallace, a pesar de su juventud y su afán experimentalista y su depresión crónica, logró publicar más libros que muchos escritores célebres que lo duplicaron en edad. Buenos libros, además; premiados algunos, singulares todos. Cuentos. Novelas. Ensayos. Crónicas. Artículos críticos y de divulgación científica.

Yo leí algunos de esos libros, y por eso aquí estoy. Pero antes de hablarles de uno de esos textos, me gustaría plantear algunas de las razones por las que D.F.W. me voló la tapa del cráneo, entró como una flecha de fuego en mi encéfalo visceral, encendió algo adentro que tiende a permanecer en estado de llama intensa. Fá.

Ahí van:

1) Su prosa clara, precisa, cuidada, trabajada, pero libre. Una prosa transparente que no se sacrifica en el altar de ningún preciosismo (ningún sonidito agradable, ningún rebusque sintáctico, ningún rulo poético). Un fraseo suelto cuya forma parece estar determinada por la ferocidad de su propio espíritu.

2) Su inteligencia osmótica, capaz de

abalanzarse sobre cualquier objeto (real o ideal) para reflexionar sobre él y sentirlo hasta que duela. Desde un festival de langostas hasta la candidatura presidencial de John Mc Cain en 2000; desde Kafka y Dostoievski hasta David Lynch y Terminator 2; Desde Borges hasta Federer; desde un crucero caribeño hasta el 11 de septiembre: todo parecía convocar su curiosidad, su pensamiento, su deseo de entender, su entusiasmo por comunicar a los demás los tesoros que veía y rumiaba y analizaba con precisión matemática y arrebato épico.

3) Su rebeldía formal, es decir la permanente transgresión a los pruritos narrativos que encorsetaron su época (y que, increíblemente, siguen encorsetando la nuestra): el iceberg Hemingwayano, el minimalismo a lo Carver, la descripción desapasionada y muda de observador catatónico, la confusión que posa de profunda. A cambio de esto, D.F.W. nos ofreció toneladas exquisitas de monólogos circulares y auto conscientes, aclaraciones a pie de página que superaban en cantidad de palabras al cuerpo central del texto (y que, después de todo, constituían el verdadero cuerpo central del texto), y una sinceridad filosa y sin tapujos que no temía superar los límites de la corrección política; más bien, se oponía a esos límites, los chicaneaba con rabia y alegría.

4) Su humor a la vez corrosivo y moral, algo que podríamos llamar sarcasmo ético, un empaste entre broma, condena y “¡a ver cuando empezás a hacer bien las cosas, nene!”. En sus cuentos, sus ensayos, sus crónicas, se burla de los presidentes y candidatos a presidente; de los periodistas, los locutores de radio, los presentadores de televisión; de los jugadores profesionales de tenis, los semi profesionales, los novicios; de los escritores emergentes copiadores-de-modelos-pre establecidos, de los libros de estos escritores, los lectores de esos libros. De David Lynch llegó a decir: “…

parece la versión adulta de uno de esos niños a los que pegan en los recreos”. Del actor Balthazar Getty: “…se parece a Tom Hanks, John Cusack y Charlie Sheen, todos juntos y luego vaciados de esencia vital.” Malo, sí. Lo que lo salvaba era la aplicación incesante de su rigor crítico a cualquier objeto, incluso a sí mismo. En sus ficciones, sobre todo, pero también en algunos ensayos, se burló de su necesidad enfermiza de valoración ajena, su deshonestidad consigo mismo, y hasta de la misma dolencia psíquica que lo llevaría un día a matarse.

Enumerados ya los motivos del encanto, no esperen que les resuma ahora sus libros más importantes: tendrán que buscarlos ustedes mismos en ediciones importadas carísimas o en versiones digitales piratas (la mayoría truchas, sí, pero más o menos legibles). De lo que sí voy a hablarles es de uno de sus libros menos relevantes, una especie de casi libro, un seudo libro, un panfletito que no se sabe bien cómo llegó a ser libro, pero, una vez publicado, resulta que se convirtió en un éxito de ventas, la cosa más leída de D.F.W. en el mundo, su última proclama, su ofrenda redentora para toda la humanidad: Esto es agua

(Música de trompetas triunfalistas. Fuegos artificiales con forma de paloma. Olor a lavanda y nuez moscada en el alba peregrina. Etcétera.)

Esto es agua pertenece a esa clase de librejos que podríamos incluir dentro del género 7B-W3, es decir, Discursos de graduación universitaria más o menos improvisados que por algún motivo conmovieron a la audiencia, lograron viralizarse y se vendieron como pochoclos . Categoría literaria que podría caber en un anaquel estándar de Yenny y que incluye best sellers modestos como Que levante mi mano quien crea en la telequinesis, de Kurt Vonnegut, o Felicidades, por cierto, de George Saunders, libros que se caracterizan por ser meras desgrabaciones de lecturas pronunciadas en ceremonias de egreso académico. Lo común a estos textos (además, por supuesto, de su articulación oral) es su estilo claro, ligero y comunicativo, cierta afabilidad condescendiente y la búsqueda de efectos entusiásticos e inspiracionales en la audiencia (durante su lectura en vivo) y en los lectores (después de su accidental publicación). Otros rasgos propios de esta clase de obras son su brevedad, el abuso de espacios en blanco (suelen haber páginas con solo una o dos frases, supuestamente para que nos demos el tiempo de pensarlas mejor) y un rejunte de

¿La Zarpa del Mono y el cine?

Adivina quién viene esta noche (1967)

Una joven de familia acomodada lleva a su casa, para presentarle a sus padres, a su novio: un médico afroamericano con el que tiene la intención de casarse. A pesar de ser personas de ideas liberales, los padres de la futura novia se sienten confundidos, creen que el matrimonio terminará por culpa del qué dirán y la presión social.

Protagonizada por una de las parejas más queridas del mundo del cine, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, la película es una comedia dramática que recibió dos Oscar en las categorías: Mejor Actriz y Mejor Guión Original. Inoxidable. Una obra maestra que nos damos el lujo de compartir y recomendar.

dibujos chantados acá y allá, necesarios para rellenar la cosa y justificar la publicación en formato libro.

Pues bien, Esto es agua pertenece a esa clase de libro, lo cual podría, a priori, llenarnos de suspicacias. Sin embargo, incluso un libro así de mal nacido puede salvarse si acaso fue escrito por un escritor genial. Y como D.F.W. es, sin dudas, un escritor genial, lo que sucede es que el libro se salva.

Esto es agua es un discurso pronunciado en 2005 a los egresados en Humanidades de la Universidad de Kenyon, Estados Unidos, y publicado por los herederos de D.F.W. seis años después de su muerte. El discurso pone el dedo sobre uno de los mantras más remanidos del mundo universitario moderno, el que dice, orgullosamente, que las Humanidades no llenan las cabezas de los estudiantes con datos más o menos supernumerarios, sino que les enseñan a pensar. Para David, esta enseñanza no intervendría en la capacidad en sí de pensar sino en la elección de en qué pensar. Según él, esta injerencia es necesaria. Porque si bien todos tenemos la sensación de que elegimos lo que pensamos, en realidad casi nunca lo hacemos. Estamos mal configurados de fábrica: cada uno de nosotros se siente el centro absoluto del universo, nuestra vida nos lo

confirma: nunca tuvimos ninguna experiencia de la que no fuéramos el eje central. De esta manera, es nuestro egoísmo el que elige por nosotros, basado en un sistema de creencias que ni siquiera estamos dispuestos a revisar. Para salir de esta trampa, D.F.W. nos propone rechazar nuestro egoísmo, hacer a un lado las reacciones más perezosas y mecánicas. Es preciso ejercer cierto control consciente sobre los pensamientos. Decidir auténticamente a qué le prestamos atención y elegir el modo de construir sentido a partir de nuestra experiencia.

Y esto que parece un poco new age, otro poco mindfulness, consejo de psicólogo saturado de pachuli, tiene, según David, efectos importantes en nuestra vida diaria. Porque elegir implica, entre otras cosas, contener la puteada cuando un señor pelado se nos cuela en la fila del super; sonreírle amablemente a la mirada aburrida y deshumanizada de la kiosquera adolescente que nos carga la tarjeta SUBE; saludar el día de su cumpleaños al amigo a quien le prestamos el pulóver que prometió devolver seis meses atrás. En todos estos casos, responder de forma desagradable no es ni siquiera una opción: es el modo natural y automático en que nuestro egoísmo tiraniza

nuestra capacidad de decidir. Si nos creemos el ombligo del mundo, las únicas personas reales a las que les pasan las cosas, cualquier acontecimiento adverso nos resultará molesto y nos hará rabiar. Esa rabia no se elige: salta solita con el resorte de nuestra arrogancia. Para elegir, entonces, habría que salir del resorte, huir de la respuesta automática. Entender que no todo pasa por nosotros. Después de todo, las conductas que más nos molestan del otro pueden estar justificadas por factores desconocidos.

Volviendo al pelado del super, ¿qué nos autoriza a dar por supuesto que se coló a propósito? ¿Y si ni siquiera se dio cuenta de que se estaba colando? ¿Y si el señor padeciera una desorientación temporo-espacial que le impidió configurarse un mapa mental de su contexto, en el que accidentalmente estuvimos incluidos? ¿Y si en el preciso momento en que se nos coló estaba pensando en su hijo enfermo, y la distracción consecuente bloqueó cualquier posibilidad de ser percibidos por él? Y aunque lo hubiera hecho a propósito, ¿qué nos impide pensar que el señor estaba apurado por llegar a tiempo a una consulta médica, último chequeo cardíaco previo a una operación de válvulas? Me ahorro los ejemplos para la kiosquera

mala onda y el amigo deudor. Los pueden imaginar por su cuenta. Creo que se trata de un buen mensaje. No importa que D.F.W. tome como axioma el existencialismo sartreano, es decir, que parta de la base de que somos nuestra elección. No importa que en su discurso haya obviado descubrimientos científicos contundentes y rimbombantes (véase, por ejemplo, Libet, 1985) que demuestran que nuestra supuesta capacidad de decisión no sería otra cosa que la ilusión de un cerebro que elige por nosotros. No importa: de lo que se trata aquí es de la fe del autor en ese posible cachito indeterminado de la experiencia llamado libertad humana. Una fe que, aunque incierta, muchos consideramos necesaria para sentirnos vivos. Y si no… ¿qué nos queda?

Esto es agua no es, ni por lejos, el libro que más me gusta de D.F.W., más bien todo lo contrario. Pero si el peor de sus libros tiene aún algo valioso que decirnos, ¿qué podríamos esperar de los verdaderamente buenos?

La recomendación, entonces, es indirecta. Vayan por el resto de sus obras, las mejores. Los estará esperando un buen festival de relámpagos, se los juro. Mi consejo: léanlas sin pararrayos.

Entonces ¿toda identidad es una construcción?

La familia nos hereda el lenguaje, las costumbres, los sentidos estéticos, los mandatos, las maneras con las que afrontamos las adversidades que implican la presencia de la otredad. Ese rincón en el que aparecemos en el mundo es por un momento lo único, lo totalizado, lo último, nuestra más plena universalidad, de la cual no parece aún que podamos escaparnos.

Se está ahí, simplemente.

Todo lo externo a conocerse está aún lejano. Y a esa lejanía la enfrentamos con el reservorio que fuimos adquiriendo, todo lo que hemos visto: los recuerdos, las entonaciones, las discusiones y las variadas emociones que fuimos alojando.

Desde ahí salimos al gran teatro trágico de las pasiones humanas.

La familia: herencias y reservorios Luca Iriberri Amigo de la casa

NOTICIAS DE AYER

¡Extra! ¡Extra!

Si de algo estamos seguros, es que casi todas las noticias que decidimos publicar sobre la actualidad, al momento de imprimir la revista, ya son viejas. Sin embargo, no queríamos perder la oportunidad de compartir parte de un texto escrito por nuestro querido Mauricio Kartun, publicado durante el transcurso del mes de enero de este año, cuando el gobierno nacional propuso la derogación de la Ley Nacional del Teatro, que implicaba el cierre del Instituto Nacional del Teatro (INT), incluida en el paquete de reformas enviado al Congreso.

ROMPER UN PIANO A HACHAZOS

¿Un acto loco? ¿Una perfo frívola? ¿Una pura maldad?

Cerrar el Instituto Nacional del Teatro sería romper un piano a hachazos. Destrozar caprichosamente un instrumento preciso que exigió en su armado un larguísimo tiempo y dedicación. Y veintiséis años de afinación paciente después para que produzca el prodigio actual: un circuito teatral único en el mundo, que funciona en círculo virtuoso. Pocas cosas maravillan más que un ecosistema. Nuestra actividad teatral, reconocida en todo el mundo por su variedad y calidad es eso. Un sistema que se alimenta a sí mismo, una conexión redonda cuyo conector es precisamente el Instituto. Y que no exige partidas del presupuesto del estado para funcionar, sino que recurre a sus fuentes preestablecidas. No es cierto que se financie con tus impuestos, ni que esos fondos se sustraigan a necesidades sociales urgentes. Se solventa con un pequeño porcentaje de ingresos de ENACOM y otro de Lotería Nacional.

Y luego, puesto a producir, reproduce esos fondos de manera categórica.

El cierre del INT disolvería una experiencia y la volvería irrecuperable. Un piano es también su afinación, perfección intangible. Entregarían a una próxima gestión una bolsa de astillas y un frasquito de cola. Hacete un piano de nuevo, a ver… Cerrar el INT sería un acto vano. Y dañino. Aquello de la banalidad del mal, de la que hablaba Hannah Arend: “Daño porque una ley me lo permite”. Un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus actos.

Un circuito cerrado también, esa banalidad, al fin y al cabo. Pero siniestro. Un sistema que gira de manera irremediable hacia la catástrofe.

Por ponerlo en términos teatrales: si no lo paramos, una tragedia.

A la fecha, el paquete de leyes enviado al congreso volvió a foja cero.

Primer registro fotográfico. Staff La Zarpa del Mono. Año 1953

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