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Crónica- Un alemán amante de Siria en Dinamarca

Roberto Candiani Jiménez

El tren se detuvo en la pequeña ciudad de Odense. Se abrieron las puertas y cansado, con lágrimas en mi cara por despedirme de mis amigos, salté al pie de la estación. De manera recurrente, un dolor con fuerza escalaba mis piernas. Mis brazos temblaban por el viento helado que recorría la ciudad. Dinamarca siempre se encuentra vulnerable a temperaturas bajas. Subí las escaleras eléctricas con dirección a la sala de espera. No había dormido bien en días, por lo tanto mi cabeza se encontraba perdida entre el mundo real y el de los sueños. Me detuve a observar la pantalla que

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contenía los horarios de los trenes y ahí fue cuando lo vi por primera vez. Su cabello era blanco, grasoso y se encontraba descuidado. Tenía una gorra roja con palabras escritas en alemán. Sus botas eran enormes y parecían tener una historia interesante que contar, estaban llenas de lodo y manchas verdes. Al caminar un poco más cerca de él, pude percatarme de su hedor. El vodka parecía tener un papel trascendente en su vida diaria. Un poco desconfiado, me alejé lentamente. Cuando creí haberlo dejado atrás, una mano de gran tamaño y negra a causa de la suciedad me tocó el hombro y me hizo girar en mi propio eje. Aquel señor que observé sentado en una banca hace pocos segundos, me preguntó si me encontraba perdido. Como manera de autodefensa, el sueño se fugó de mis ojos e inmediatamente le contesté que no. El señor, que parecía autoritario y atemorizante, encogió sus hombros y dijo: –Bueno… si tú lo dices. — me contestó sonriendo. –Pues, en realidad no estoy seguro a qué anden debo de ir– dije con duda. –¿Vas a Copenhague? –Así es. ¿Cómo lo supiste?– afirmé mirándolo con extrañeza. –Todo mundo aquí se dirige para allá. He estado en esta estación más de cincuenta veces y siempre me preguntan por el mismo destino– suspiró el extraño– es en el andén cuatro. –Muy bien, gracias– exclamé con rapidez para alejarme lo más pronto posible de él. –Espera …¿tienes tiempo?– me preguntó el hombre. En este punto, dudé en huir. Mi percepción sobre el señor cambió mucho. De hecho, sí tenía tiempo, muchísimo. Pero él era un extraño que olía a alcohol. Solamente por el concepto, no me daba confianza. Finalmente, estábamos en una estación con mucha gente, hacerme daño no era tan fácil. Así que decidí tomarle la palabra y nos sentamos a platicar. –Y usted qué hace en esta ciudad tan poco conocida– le pregunté con sinceridad.

–Vine a visitar a mis antiguos amigos. Tenía muchos años sin verlos. De hecho, la última vez peleamos juntos en Siria. – me contestó con mucha naturalidad. –¿QUÉ? ¿SIRIA? ¡Wow, qué interesante! ¿Usted a qué se dedica?– dije con muchísima emoción e intriga. –Fui soldado en Alemania. Mira esto. – me acercó su muñeca que tenía un viejo reloj polvoriento– Es mi reloj de la suerte. Lo tengo desde que fui a mi primera batalla. Me lo dio mi comandante con la orden de romperlo en el momento en el que esté a punto de dar mi último suspiro. Así se sabrá con exactitud la hora de mi muerte. Mi cara no podía tener gestos de sorpresa más grandes. Estaba platicando con un antiguo soldado de guerra. Lo único que no me agradaba era que seguía empinándose la botella de vodka cada cierto tiempo. Incluso me ofreció más de dos veces. Conforme el tiempo pasaba, me recalcó que tenía un enorme amor por Siria: –¿Sabes?– exclamó el soldado con un aire pensativo– no es el país en sí. Siria siempre se me ha hecho interesante. Pero gracias a aquel lugar, conseguí a mi hija. –¿Cómo?– dije con mucha curiosidad. –Lo que pasa es que me dieron la tarea de cuidar el pueblo de Latakia. Éramos un escuadrón de 20 soldados y yo estaba al mando. Nos mantuvimos conviviendo con la gente de Latakia por tres años, nunca hubo ningún problema. El 13 de marzo de 1992 recibí un mensaje de mi comandante. Él necesitaba a mis hombres para movilizar un cargamento

en una ciudad cercana. Salimos dos horas, no más– al terminar estas palabras, el hombre se quedó callado unos segundos. –¿Y qué pasó?– pregunté casi seguro de la respuesta. –Latakia fue destruida. Esas dos horas de ausencia por parte de mi gente marcó el final de la vida de 70 personas. Estuve devastado, me sentí enteramente culpable por la muerte de tanta gente. Sentí un vacío gigantesco. Lloré por las cinco horas siguientes. Caminé entre los restos que había dejado la explosión. Sin ánimos, me sentía rendido. Sin embargo todo cambió cuando la escuché. Un lloriqueo débil se asomaba entre dos paredes que habían colapsado formando una especie de triángulo. Me acerqué rápidamente y vi su carita llena de polvo. La tomé en mis brazos y le limpié los ojos. Inmediatamente mi corazón sintió calidez, era amor a primera vista. Mi hija, aquel día adopté a Sunny, mi niña. Para este punto, me sentí completamente conmovido. Al mismo tiempo, mis gestos expresaban asombro, intriga, felicidad, tristeza y dolor. Jamás había experimentado tantas emociones en tan poco tiempo. Miré mi reloj y me sorprendió el paso del tiempo. Ya era hora de abordar mi tren hacia Copenhague. –Me tengo que ir. Gracias por la plática. Estoy contento que por lo menos tuviste la oportunidad de encontrar el amor a raíz de esa horrible experiencia– comenté. –Gracias a ti por escuchar– me dijo el señor con una sonrisa.