

Pequeña imitación de las formas breves
Por Clara María Parra Triana
Para Raúl y Mary Luz, palomas de mi hombro
1.Esta es una celebración breve como la materia que contiene. Pero no puedo afirmar que contenga sino, más bien, que es contenida en una forma que se ha definido como breve, apostando por un espacio y un tiempo condensados: el tiempo de la lectura y su escritura. Se sabe ya que realizamos muchas lecturas que no necesariamente terminan en la escritura; siempre escribimos menos de lo que leemos y resulta casi imposible escribir sin haber leído lo suficiente (aunque nunca lo sea). Esta es, por tanto, una celebración de las lecturas escritas, de esas lecturas acuciosas que, en amistad, por formación en el oficio, por curiosidad, por inquietud, por necesidad o por deseo, no pude dejar de hacer y, al mismo tiempo, me permitieron participar del circuito de difusión de escrituras varias, disparejas, discordantes, pero siempre memorables.
Es entonces esta una revisión de las formas breves contemporáneas que he acuñado en los primeros años de mi afirmación lectora. Las llamo formas breves, pues no pretenden el
largo aliento; estas se concibieron pensando en los lectores y las lectoras de los otros y de las otras, como orientación, como guía, pero también como intuición primaria en la que los tanteos cobran espacio y ganan valor.
2. Pensar y plantear una poética de la brevedad no implica necesariamente una apología a la rapidez (o a la velocidad); la brevedad no es una física sino una química. Esta (como cualidad) se parece mucho a lo que Salvatore Quasimodo plasmó en el poema
Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra, traspasado por un rayo de sol: y enseguida anochece1
La condensación del tiempo de la tierra en el hombre solo atravesado por el instante de la luz y su posterior y consecuente oscuridad es lo que define la concreción de la brevedad. Es el instante desapercibido en vida de la humanidad sobre la Tierra, sus pequeñas causas, sus inexorables consecuencias y todo ello en una
¹ El poema es de Aguas y tierras (1920-1929).
imitación de las formas breves
soledad que al no pronunciarse se abrevia hasta desaparecer. En el corazón de la noche, un día, la humanidad tuvo lugar y de su pequeña e ínfima huella somos testigos al pasar por encima el tacto que se escribe. Somos pequeños como aquel que amaneció un día y enseguida le anocheció. Yuche2 –nos recuerdan los tikunas– una mañana se sintió (por fin) solo; de su rodilla enferma salieron los hombres y mujeres que arrebatarían la soledad a la Tierra. Su crecimiento paulatino acabó con la vida de Yuche, quien les otorgó la suya. Hombre solo, atravesado por la luz en pleno corazón de la Tierra (el Amazonas) y nosotros, sus pequeños vástagos aceleradamente devoramos la vida a medida que nos anochece. El poema de Quasimodo es en realidad un mito, una cosmogonía: nos atraviesan la luz y la sombra en la experiencia del instante que es la vida y su duración –siempre relativa– celebra la brevedad. Las formas breves celebran la vida entre el rayo de sol y el anochecer humano, o mejor, su ocaso. Son aspiraciones de sobrevivencia corta, apenas memorable, como una chispa lejana.
3. La brevedad es siempre relativa. Su figuración del tiempo, del espacio y de su condensación pueden apreciarse retórica y metafóricamente. Pequeños objetos y creaturas, miniaturas, pero también trozos y fragmentos nos hacen creer que en lo poco se encuentra todo y que en su portabilidad aseguramos la permanencia. En el uso de la palabra, la asíndeton, la apócope o el diminutivo juegan como en una ronda alrededor de la entidad que particularizan ante la avasalladora grandeza. Una narradora brasileña fue en esto una maestra: Clarice Lispector3. En ella la observación de lo pequeño, de lo minúsculo y con ello de lo ínfimo consigna buena parte de su ética creadora.
² Me refiero, por supuesto, a “Los tikunas pueblan la tierra”, relato que leí por primera vez en los libros con los que mis padres enseñaban las lecciones de lectura a niños campesinos (incluyéndome) en Colombia. La brevedad de la infancia imita muy bien su pequeñez.
³ A Mary Luz Estupiñán le debo mis lecturas más concentradas sobre Lispector.
La pasión según G. H. así lo sostiene. Una mujer entra en la habitación más insignificante de la casa y se observa minúscula ante el rayo de luz que golpea los objetos del recinto. Una cucaracha aplastada, con sus vísceras al aire (la más repulsiva de las creaturas de la Tierra) remueve lo innombrable. En el encadenamiento de sus capítulos, la voz narrativa explora desde el fondo atravesado de su propia subjetividad hasta el fondo de la Tierra en donde la geología, las capas milenarias de las edades del mundo cuestionan a la dueña de casa (creatura silenciosamente insignificante). Lispector construye así una cosmogonía contemporánea: del cascarón de la cucaracha al corazón humano y de este a las entrañas de la Tierra hay un parpadeo breve, un pensamiento insumiso que se expresa de forma irrefrenable. El yo que articula aquel desenfreno parece haber descubierto el mundo recientemente, como si nunca hubiese experimentado la vida: el tiempo del amor, de la muerte, del sueño, de la soledad y la locura –con sus espacios consecuentes– se encabalgan como grandes estructuras al borde del desplome. La brevedad de las pasiones descarta el valor de lo eterno. Cristo es también cuestionado, pues ¿cuán durable es la eternidad de un dios aplastado por una especie sin grandeza?
4. A sus notas perdidas las tomó Ricardo Piglia en 1986 y las llamó ‘formas breves’4, por lo que inevitablemente esta pequeña reflexión retoma ese guiño. Sin embargo, ha de reconocerse que, fiel a las búsquedas que cultivó, las formas breves piglianas son principalmente narrativas, experimentales, teóricas y críticas; mientras que estas –en las que pienso– no lo son del todo. Lo que sí comparten es la mirada introspectiva a manera de autobiografía lectora. Lo de Piglia fue también una teorización de la escritura literaria, basada en sus predilecciones, en sus afinidades electivas (el cuento y los cuentistas, Borges, Arlt, Fernández, entre otros), pues sobre la advertencia del “Epílogo”
⁴ Ricardo Piglia, Formas breves.
Pequeña imitación de las formas breves
(otra forma breve) que indica “[l]a crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas (…). El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee” (p. 141), el escritor argentino legó para sus lectores futuros la dignificación de las escrituras diseminadas, de los apuntes y notas que en su momento no pretendían demasiado. Esa “forma moderna de la autobiografía” que es la crítica para Piglia, es, de alguna manera, el relato de la vida secreta de quienes nos ganamos la vida leyendo. Y no digo que ejerciendo la crítica pues, si la definimos como lo hiciera Alfonso Reyes, como una “insolencia de segundo grado”, los textos en los que acá pienso no siempre alcanzan ese cometido, pero sí persiguen lo que ingenuamente en nuestros ejercicios cotidianos hemos denominado convencionalmente como “el sentido”, no tanto de la lectura como de la vida secreta del lector y la lectora. Entiendo que lo que Piglia ensayó fue el discurrir amoroso de la lectura (y de la escritura) y es a este al que le declaro mi afinidad, aunque también –por supuesto–a “La crítica como autobiografía” que ensayó Ludmer en el año 2009, en donde declara que su crítica como militancia se hizo para ella “máquina de lectura” en tanto fue adoptando al mismo tiempo que abandonando las diversas formas de la crítica académica para encontrarse paulatinamente con el sujeto que lee, el punto y la meta de toda crítica.
Frente a lo acuñado por Piglia como ‘forma breve’, pienso en la diseminación derrideana 5 que deconstruye los prefacios y los prólogos (y las pre-palabras antes del texto) así como su cuestionamiento al adentro y al afuera del libro. La búsqueda del sentido que para Piglia tienen sus formas breves es para Derrida, por el contrario, la pretensión apriorística, de tesis, temática e incluso de ostentación metafísica de una presencia en la escritura. Piglia se cuida, sin embargo: le deja al breve (y tardío) epílogo la responsabilidad de unir los puntos
⁵ La recomendación, es, por supuesto, de raúl rodríguez freire.
que enlazan el conjunto, cuyo sentido no se halla en la temática diseminada sino en el voluntarismo autobiográfico; en todo caso, para Piglia, el libro sigue siendo un lugar, un ‘allí’ en donde se consigna, se reúne y se convoca. El deíctico para Derrida es significativo: si el libro es un ‘lugar’, el prefacio (y el prólogo) son sus ‘antes’ que paradójicamente se realizan a posteriori, ¿a posteriori de qué? De la escritura, insinúa Derrida. Pero ese tiempo tardío del prefacio (que va antes, aunque se haya hecho después de la lectura) ocupa un lugar preocupante si lo que nos interesa es pensar una escritura que (se) abre y (se) cierra. Y de nuevo el libro como lugar (ficticio, con puertas y ventanas) resulta problemático. Desliza Derrida que lo mejor será ver el prefacio en tanto diseminación, pues esta “inscribe (…) otra ley de los efectos de sentido o de referencia (…) otra relación entre la escritura en su sentido metafísico y su ‘exterior’” (p. 64).
5. El gesto. Afortunadamente se ha publicado el libro de Tamara Kamenszain, Libros chiquitos (2020). La alegría de su lectura para mí es definitoria: el tono de este ‘librito chico’ es como el de sentarse a conversar con la autora sobre su biblioteca desperdigada, los amigos que le recomendaron libros, la forma de leerlos, la absurda –pero significativa– preocupación por la extensión de los textos publicados y publicables, el ganarse la vida leyendo y la gran cantidad de afinidades declaradas por Kamenszain en las que celebro algunas de mis predilecciones lectoras: Josefina Ludmer es una; Juan L. Ortiz, el otro. A Ludmer la recuerda en su manifiesto “Las tretas del débil” y en sus pies de página (otra de las formas breves a las que se aspira, si es que suman y no solo distraen) y a “Juanele”, el poeta de Paraná, para mí la voz poética argentina más sutil, como el rumor del río, aparece aquí como un personaje un tanto jocoso. De Libros chiquitos me quedan varias felices coincidencias: la búsqueda personal de los ‘antivates’ (esos poetas grandilocuentes), la persecución de las novelitas (que no preten-
den la novela total, esa gran ficción de los ‘bumes’ latinoamericanos), como Formas de volver a casa de Zambra, y el hallazgo maravilloso de los ‘ensayos bonsáis’ (esos que se separan del ensayo de la gran intelectualidad, del largo aliento, de la interpretación total). Si ustedes se fijan, como acabo de hacerlo yo, sin pretender hacer una lectura feminista, Kamenszain nos regala una forma de crítica literaria que se distancia de los “grandes poetas”, los “grandes novelistas” (que pretendieron decirlo todo) y de los “grandes ensayistas” (que le cantaron a la identidad latinoamericana como mandato). Su opción que, de alguna manera, también es la mía, es la de encontrar las formas chiquitas, así, con diminutivo, pues, para ella, este es un valor literario que también encontramos en la vida, como una breve y pasajera “revelación”.
6. Pienso ahora en, al menos, cuatro formas de la escritura reconocidas y reconocibles: la reseña, la nota, la conferencia y el prólogo. A la primera se le encuentra casi siempre en los márgenes de las publicaciones periódicas. Forma breve en la que el ojo no se detiene; la infeliz, muchas veces ni siquiera tiene título propio. Es la eterna “a propósito de…”, pero desde mi punto de vista es la que, si es veraz, señala el presente del libro, de la lectura. Un presente pulsional, vertiginoso y quebradizo de libros que se quedan o que se olvidan, que se pierden o que se hacen inhallables si sus ediciones escasean. Recuerdo ahora el apunte sobre el oficio del reseñador que Virginia Woolf publicó en 19216; haciendo algo de mofa sobre las vanidades de los escritores (cruza de pavo real y de simio), lo veleidoso del público, lo implacable del mercado y la insignificancia del reseñador (de nuevo, la metáfora del insecto, esta vez un piojo que pica de forma molesta). Se ocupa Woolf del reseñador de literatura creativa (no de libros de estudio) con el fin de mostrar el falso antagonismo entre reseñadores (ras) y autores (ras), por la incomodidad que los pri-
⁶ Lo leí en la página de Ediciones mimesis, luego en un libro chiquito de Abada.
meros producen en los segundos y por la poca mella que, a la postre, realizan sobre la obra. Al reseñador Woolf le tiene las horas contadas por ser este sustituible por un resumidor de vidriera (la imagen es –también– de Macedonio Fernández).
La nota, esa extraña forma que no termina (¡qué bien!) de definirse resulta ser la más interesante en las publicaciones seriadas. Aparece esporádicamente con rostros diversos, a veces superficial, a veces profunda, se acerca a la noticia sin apegarse al presente y, de repente, de forma desinteresada indica una línea en el mapa de las lecturas por venir. La nota busca ser huella, no trazo; breve parpadeo sobre el acontecimiento del arte... del arte de leer.
La conferencia es la forma que mejor acuña la oralidad premeditada de nuestro presente. Ante (la) incapacidad de improvisar y de mirar de frente al público, el papel impreso de la conferencia ha sido un salvavidas, un rostro que me mira amigable para que repare en él mientras (se) tiembla de espanto. Y, sin embargo, en las conferencias es cuando mejor se pueden decir las breves y taciturnas verdades. En la forma de la conferencia se diluye la frase de Alejando Zambra “leer es taparse la cara, escribir es mostrarla”, pues el momento de la escritura ayuda al ocultamiento, así como la lectura a viva voz y en tiempo real es un acto de peligroso exhibicionismo. Para mí, la oralidad de la conferencia es la conferencia, no su lectura ni su escritura. Es el eco de la voz que ya no será tan joven, es el acento y el tono, la muletilla y la duda insostenible, por eso, una conferencia leída nunca será la conferencia.
…Y el prólogo… el bien amado. El clásico de clásicos, el que aguarda, el que respalda. Recuerdo haber escrito mi primer prólogo antes de los 30 años, con la mano temblando de absoluta incapacidad. El honor de escribirlo y la responsabilidad de hacerlo me abrumaron; sin embargo, lo dicho allí se sigue poniendo a prueba. Prologar poesía ha sido el acto amoroso que he logrado cometer con la lectura y, ante este, la prexistencia del “Prodromo”, de Simón
Pequeña imitación de las formas breves
Rodríguez o del “Prólogo al Poema del Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde”, de José Martí me indican que el camino largo hacia el prólogo de prólogos está siempre por venir7; por lo que no pierdo la esperanza. Diríamos como el buen amigo: “al prólogo aspiro, por el prólogo espero”8. La (el) prologuista goza con
⁷ El museo de la novela de la eterna (acá soy inevitablemente pigliana y también macedoniana) piensa al prólogo como la forma constitutiva de la lectura por venir. El prólogo es la larga promesa, la teoría in situ de la novela, de la literatura, la lectura futura. Es el post-logo la forma de la eterna, el personaje literario total no es la subjetividad ficticia, sino el lector... el lector de prólogos, de formas breves.
⁸ Como esta es una celebración de la lecto-escritura, qué mejor que recordar el eco del diálogo perpetuo de la ‘amistad literaria’ entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. La paráfrasis de arriba fue tomada del epistolario de la primera época de amistad entre estos dos grandes lectores (otra forma breve que persigue la perpetuidad del diálogo). Recordaré ahora la anécdota: Reyes, solitario y algo perdido en el mundo de los libros y de las escrituras juveniles, le pide recomendaciones a su joven (pero ya maduro amigo) Pedro; dentro de dichas recomendaciones se permite ser nostálgico por los tiempos del Ateneo de la Juventud y de la Sociedad de Conferencias, echa de menos (casi) todo incluso el sentirse (casi) especial por extrañar más la intelectualidad que los lazos familiares. Pedro, por su parte, le dice que se calme, que no sufre de nada especial y que mejor se concentre en leer y escribir; a vuelta de correo Reyes le dice: “a ti aspiro y en ti espero”... por lo visto, no le hizo mucho caso. Para continuar con el gozo de esta apenas enunciada amistad, recomiendo leer el ensayo de Víctor Barrera Enderle, sobre la genealogía de una amistad: Alfonso Reyes/ Pedro Henríquez Ureña 1904-1916)
haber tratado al libro como si fuera uno antes de que fuera tal; esta trata con una ficción de totalidad y contribuye con dicha ficción toda vez que se ocupa de este como algo acabado, como un antes del texto en la lectura primera y un antes del texto en su materia publicada. El prólogo, como un antes de la razón, antes del discurso articulado, nos recuerda Derrida, es siempre a posteriori, pero persigue ingenuamente el sentido, la guía, el dedo índice.
7. …“y enseguida anochece”… Es por todo lo anterior que opto por la imitación de la brevedad, por su forma mas no por su pureza. “Mitad gatito mitad cordero” nos dice el cuento de Kafka, describiendo aquella creatura que, en su ternura incógnita, casi gráfica nos muestra dos formas de brevedad animal: el gatito y el cordero son brevemente pequeños. El cordero está condenado a ser carnero y el gatito un felino lejano. Anochecerá un día y las formas breves dejarán de serlo, serán lecturas al pasar, de corta duración, pestañazo a la distancia de algo olvidado, algo que fue. Mientras tanto, opto por darles un techo. Estas formas que estaban a la intemperie han encontrado en estas palabras una casa tardía para guarecerse del inescrutable paso del tiempo.

De Copiapó a Valparaíso. Poesía de Rosario Orrego, expatriada de sus caros lares
Por Felipe González Alfonso
Presentación
En 1853, época en que Chañarcillo experimentaba una de sus épocas más productivas, Rosario Orrego (1831-1879) abandonó Copiapó junto a su familia, vinculada a la minería, y que tras la revolución de 1851 –propone el biógrafo Osvaldo Godoi– buscaba mayor seguridad y “un ambiente más sosegado y sofisticado”. Se dirigen pues a Valparaíso que, de hecho, se consolidaba entonces como puerto principal de Chile, prominente entrepôt y emporio del Pacífico. Según Ignacio Domeyko, en este momento los barcos provenientes de Europa encuentran en la bahía “descanso, reparación y factorías”, y antes de partir “se proveen de víveres, cobre y plata y otros productos chilenos”. Son los años en que, como informa la historiadora Karin Schmutzer, se construyó el edificio de la Aduana junto a centenares de bodegas y “se estimuló la llegada de mercaderías en consignación”.
Es a este Valparaíso al que Rosario Orrego llega con veinticuatro años, donde vivirá el resto de su vida y escribirá su obra poética y narrativa. En términos estéticos-generacionales, como poeta se ubica entre los “Neoclásicos y románticos” (periodización de Naín Nómez), y más cerca de estos últimos. En las revistas de la época compartió páginas y dedicatorias con Guillermo Matta, Mercedes Marín, Eduardo de la Barra, José Antonio Soffia. Por entonces, dice Augusto Orrego Luco al homenajear a la poeta en Playa Ancha hacia 1922, “resonaban las Armonías de Lamartine, las Odas de Víctor Hugo, y los Lamentos de Musset”. En cuanto a la tradición de
la literatura de Valparaíso, Rosario Orrego hace parte de una genealogía de escritores afuerinos y extranjeros que representan la ciudad fluctuando entre el asombro y el extrañamiento, entre la asimilación del nuevo territorio y la añoranza del espacio natal: desde la naturalista inglesa María Graham, pasando por el vanguardista húngaro Zsigmond Remenyik, su coterráneo copiapino Salvador Reyes, hasta los poetas emigrantes de la actualidad, como los haitianos Jean Joseph Makanaki y Jean Jacques Pierre-Paul. El traslado a Valparaíso y la muerte ahí de su hijo Héctor –desbarrancado cuando se dirigía a Santiago a entregar, por si no fuera poco, un soneto fúnebre dedicado por su madre al hijo de Andrés Bello–, se encuentra a la base de los afectos más recurrentes de su poesía, particularmente en los poemas citadinos, por así llamarlos: “A Copiapó”, “En el cementerio de Valparaíso” y “A Santiago”. El desarraigo, la nostalgia, la maternidad herida, se proyectan en la descripción y captación sensorial de los espacios, y parecen consolarse en la celebración del progreso material, vinculado al mineral de Chañarcillo y a la arquitectura santiaguina, ejes de un patriotismo que en la poesía de Rosario Orrego se sustenta menos en un abstracto “amor patrio” que un sensorial “amor al terruño”.
Los espacios poéticos
El poema “A Copiapó”, fechado en 1861, rememora la ciudad natal, de naturaleza e industria floreciente pese al entorno desértico, y en correspondencia con “la estación florida” de la
hablante, su infancia. La nostalgia de un pasado feliz se ve acentuada por la situación enunciativa: a la distancia temporal se añade la distancia espacial, lo cual se pone de relieve hacia el final en la datación porteña del poema. El sentimiento preponderante es pues, junto a la nostalgia, el de desarraigo del terruño original; la hablante se siente “Como expatriada de mis caros lares”. Compensatoriamente el territorio se hace sublime en la memoria de los sentidos: primero el oído, al escuchar ella “Cual si fueran mil truenos / Los estampidos del trabajo fiero”; luego la visión, cuando “El Ande portentoso / Dibuja en lontananza el horizonte”; después el tacto, ya que la ciudad se erige “bajo un sol de fuego”; y, por último, el olfato y el gusto, al recordar la hablante “…los chañares, / Ese árbol de la fruta bendecida”, que va “Dando al viajero con su miel la vida”. La dolorosa añoranza de Copiapó se resuelve a continuación en un deseo de prosperidad bajo la vía del liberalismo decimonónico; una prosperidad equitativa, como la defendía Lastarria, entre el éxito material y el desarrollo cultural. La poeta espera entonces para la ciudad: “Ricos veneros de fecunda fama / Y un porvenir de inmarcesible gloria”. El modelo es al parecer la capital, cuya admiración se proyecta en el poema “A Santiago”, en su arquitectura y ornato, en sus construcciones y jardines, aunando la preferencia romántica por la naturaleza con la fascinación ilustrada por el orden civilizatorio. El tono elegíaco de este poema resulta menos pronunciado en comparación al poema de Copiapó: el ánimo es pues menos afligido que gozoso y la hablante se exalta al evocar la “Alameda de acacias gigantes”, “Tus plazas que adornan purísimas fuentes”, “Tus bellos palacios, tus calles hermosas”.
“En el cementerio de Valparaíso” funciona como el reverso espacial y sentimental de esta celebración y, podría decirse, escenifica el lugar enunciativo de la añoranza por las otras dos ciudades, de las que la hablante guarda felices recuerdos. Se trata de un lamento sobre la tumba de su hijo Héctor, sepultado en el Cementerio 1° del cerro Panteón, a mitad de la ciudad, entre el
barrio puerto y el Almendral; división a la que se suma otra, la del plan y los cerros:
Una plegaria santa dirige el alma al cielo
Y le responde el ruido, del murmurante mar, Que, cual un otro abismo de transparente velo, Extiéndese a la vista del ser que viene a orar.
El eco de los vivos resuena allá distante Y llega a este santuario cual nota bacanal; Pero lo apaga la ola cual plañidera muerte, Y, a poco, reina en torno silencio funeral.
Hay también aquí una reconstrucción sensorial de la ciudad, sobre todo visual y auditiva: el cementerio es un mirador, desde donde se observa el mar y se oyen las olas y el ajetreo de la ciudad allá abajo. Pero si en los poemas anteriores las ciudades se encuentran unificadas, digamos, por su industria y belleza arquitectónica, en este se encuentra partida en dos a nivel geográfico, urbanístico y espiritual: por un lado, en el plan está el Valparaíso agitado de los negocios y el comercio, “cual nota bacanal”; por otro lado, en el cerro, el Valparaíso semirural que desprecia el mundo de abajo y mira con complicidad al mar, ese memento mori cuyas olas resuenan “cual plañidera muerte”; recordatorio y confrontación de Rosario Orrego con el imaginario preponderante de la época, el del puerto cosmopolita consolidado como espacio del capital donde las élites europeizantes, dice el historiador Santiago Schiaffino, respiran un aire de familia.
Se imponen en este poema, por el tema fúnebre, el desgarro materno y la atmósfera religiosa, así como una función simbólica del espacio, según la comprensión sagrada-romántica de la significación en que, dicho con Paul Ricoeur, “la capacidad para hablar, se funda en la capacidad del cosmos para significar”: el entorno físico literariamente elaborado obtiene su validez, se hace trascendente, en tanto manifestación de fuerzas primigenias invisibles. La materia no es por esto secundaria: es la única forma en que, según el credo romántico, un credo ecléctico, se presenta para los poetas lo invisible. En palabras

de C. M. Bowra: “La naturaleza no lo era todo para ellos, pero ellos no hubieran sido nada sin ella, porque sólo a través de ella encontraban esos momentos de exaltación que les hacían pasar del espectáculo a la visión, para penetrar –según creían– en los secretos del universo”. Puede reforzarse esta idea heterodoxa, religiosamente hablando, para la poesía de Rosario Orrego, por algunos datos: “el debilitamiento de su fe [católica] ante la pérdida del hijo” que Ricardo Tapia observa en otro poema dedicado a él y en el hecho de que, dice Isaac Grez, “fue supersticiosa y vidente” y “tenía la superstición de las fechas y de los números”. Desde la contemplación, en este caso del panorama porteño, citadino y marítimo, la poeta romántica pasa a la visión y se hace entonces visionaria (como se sabe, el simbolismo de Rimbaud y compañeros, no es sino un neorromanticismo).
Si solo a través de la materia, la del paisaje circundante –el campo santo, el mar y la ciudad–, se accede a la visión del espíritu –la temporalidad, la muerte avasallante, la banalidad vital–, hay pues una reapropiación-revaloración de lo visible, opuesta al desprecio cristiano del mundo señalado en la época por Nietzsche. Y esto se
aprecia en el cariño de Rosario Orrego por el espacio: es decir, en el recurso sensitivo para trazar en versos la naturaleza e industria de Copiapó, el remozamiento urbano de Santiago y, con mayor detalle, el trazado geográfico de Valparaíso: desde el cementerio en la altura del cerro, descendiendo por el sector plano, financiero y comercial, hasta la inmensa bahía, con su oleaje y embarcaciones.
Amor patrio / amor al terruño
El afecto por los pequeños espacios, presente en los tres poemas, puede comprenderse desde el pensamiento de Yi-Fu Tuan: la nación, por la magnitud del territorio abarcado, requiere de ciertos dispositivos prediseñados (banderas, escudos, himnos) para inducir los sentimientos. Los espacios pequeños, en cambio, con continuidad histórica y fisiográfica, producen la auténtica topofilia, desde que surgen de la experiencia directa, desde los sentidos; se puede echar una mirada sobre una ciudad, pero no sobre un país ni menos sobre un imperio. Es en pequeñas extensiones, además, donde ocurren los hechos biográficos determinantes, los que se guardan en la memoria y “dan lugar” a la conciencia propia del tiempo. Esto es lo que Augusto Orrego Luco no comprende en su homenaje de 1922, al extrañarse por “el amor apasionado por su patria” que muestra Rosario Orrego, siendo oriunda del norte grande, de “los que han nacido mirando las tristezas de esas comarcas desoladas” (como si el amor al terruño se basara solo en su apariencia y no mucho más en el hecho de haber vivido y sentido, de haber querido y quizá odiado en ese lugar).
Pero en realidad este “amor apasionado” por la patria es bastante débil en la poesía de Rosario Orrego, como lo es el pegamento de la cohesión nacional; se sustenta en un retoricismo abstracto, pobre de elementos sensoriales (unos Andes épicos, comparables a titanes griegos). Distinto es el amor local, su amor al terruño: y es porque el afecto nostálgico por el Copiapó de la infancia se corresponde con un espacio sus -
ceptible de evocarse en una sola visión panorámica: “Contemplé al otro extremo de tu puerto, / Tocando ya el desierto, / Gigantesco elevarse a Chañarcillo…”; y lo mismo pasa con el afecto doloroso-amoroso por Valparaíso, enmarcado en un reducido espacio, ahí donde el “murmurante mar, extiéndese a la vista del ser que viene a orar”; y también con el cementerio, urbe en miniatura, donde descansan los restos de Héctor y “El alma acongojada respira dulcemente […] pues miro entre esas tumbas un algo de mi amor”; paraje que, más allá del tópico fúnebre, se vuelve para la desenterrada un “sacro asilo”, tal como Copiapó fue “asilo de ventura”.
El constructo autoral: “Una madre”
El espacio porteño, el de la muerte del hijo y la maternidad herida de la hablante en el poema anterior y algunos otros, está también a la base del constructo autoral de Rosario Orrego y del autor implícito de su obra poética. De los veintiséis años que vivió en Valparaíso (entre 1853 y 1879), dieciséis los dedicó a escribir –mientras permaneció viuda– y durante catorce mantuvo el seudónimo de “Una madre”, con el que publicó en revistas sus novelas y poemas; de entre estos, varios dedicados a hijos fallecidos propios y ajenos. A la luz de su operación de entrada al campo cultural, en cuanto a su seudónimo y hablantes poéticos, quisiera deslizar una lectura más abierta que la común, en que la “maternidad” de Rosario Orrego aparece como una reproducción mecánica de clase privilegiada, donde la mujer puede concebirse únicamente bajo el rol de esposa, madre, ángel, guardiana y reclusa del orbe doméstico. Es la lectura, por ejemplo, de Claudia Ortiz, para quien Rosario Orrego “no tuvo un tono rupturista que propusiera quiebres respecto del rol de esposas y madres y como piedra angular de la sociedad”, y lo que hizo fue “encumbrar el sentido de los deberes femeninos por sobre sus derechos”.
Para matizar lo anterior, es necesario recordar ciertas figuraciones femeninas de la época. Las mujeres fatales pergeñadas por la literatura de-
cimonónica y todo el bestiario asociado, piensa Anna Peluffo, constituían una elaboración simbólica con que los hombres acusaban el peligro y su temor ante la irrupción de la mujer en el espacio público; el verse metafóricamente castrados-devorados. A estas mujeres desnaturalizadas, imaginadas en novelas y poemas como arpías, salomes, sirenas, lucrecias borgias, etc., no es prudente dejarlas entrar en lo que compete a todos, y tampoco, se deduce, serán ya confiables para retornar al hogar. Ante esto Rosario Orrego se presenta, tradicional pero efectivamente, como “Una madre”, como quien dijera “una madre más”. Y esta no deja de ser una estrategia ingeniosa de inserción; hacer lo que todos esperan y nadie extrañaría de una mujer de elite, presentarse bajo una figura tradicional, y conseguir sin embargo un resultado inédito, es decir, ingresar y ser aceptada gradualmente como escritora mujer en el campo poético del romanticismo chileno, un campo cultural casi exclusivamente masculino. Poetas de la época como Ricardo Bustamante, Elías Cousiño, Jacinto Chacón, Joaquín Lemoine, José Antonio Soffía, le dedicaron poemas celebratorios en Valparaíso y en el medio fundado por ella misma, la Revista de Valparaíso, tras su incorporación como socia honoraria en la Academia de Bellas Letras en una ceremonia presidida por el mismísimo Lastarria, fundador de la literatura chilena.
Poemas citadinos de Rosario Orrego
En el cementerio de Valparaíso
De hinojos sobre el mármol de la mansión de luto Me encuentro muda, inmóvil, pensando sólo en él, Pagando con mis lágrimas tristísimo tributo A la memoria dulce de aquel que tanto amé.
El alma acongojada respira dulcemente, Mi corazón herido se siente aquí mejor, Refrescan esas brisas mi enardecida frente, Pues miro entre esas tumbas un algo de mi amor.
Poesía de Rosario Orrego
Una plegaria santa dirige el alma al cielo Y le responde el ruido, del murmurante mar, Que, cual un otro abismo de transparente velo, Extiéndese a la vista del ser que viene a orar.
El eco de los vivos resuena allá distante Y llega a este santuario cual nota bacanal; Pero lo apaga la ola cual plañidera muerte, Y, a poco, reina en torno silencio funeral.
¡Sepulcros donde yacen mil seres en la nada!
¡Mis mudos compañeros de llanto y soledad! Más quiero yo el silencio de esta glacial morada Que el ruido de ese mundo donde mi amor no está.
Más, ¡ay! qué veces juzgo que espíritus me invocan... ¡Mi corazón entonces se hiela de pavor!
Las inscripciones me hablan y nombres mil evocan Y entre ellos veo el de Héctor... el de Héctor, ¡oh, [dolor!
¡Oh, Dios, y en noche horrenda, bajo esta losa fría, Ha de morir un ángel que luz y vida fue!
¡Y aquí, su triste madre, vendré yo día a día, Y entre esa turba siempre su nombre habré de ver!...
¡Oh, sombras! si os ofende mi despechado acento, Si vuestro sacro asilo me atrevo a profanar,
¡Perdón! Soy una madre, me embarga el [sentimiento…
¡Dejadme entre vosotras, dejadme aquí llorar!...
Julio de 1862.
A Copiapó (Recuerdos)
¡Qué ideas cruzan por la mente mía!
Tristeza y alegría
Siento yo al recordarte, pueblo amado.
Asilo de ventura
Donde veo una luz modesta y pura
Ente las turbias nieblas del pasado.
¡Quién tuviera en el pecho la arrogancia
Para pensar en la tranquila estancia
Donde he pasado la estación florida
Sin derramar el llanto
Por el perdido encanto
De esa sencilla y deliciosa vida!
Paréceme que ayer no más corría
Triscando de alegría
Por tus campos sin lluvia, y tapizados
De erguidos lirios, flores, altaneras
Que tienen por praderas
Desiertos arenales abrasados.
Y dada al viento la melena blonda
Sin nada que la esconda
De los ardientes rayos del verano,
Tras lindas mariposas
Raudas volando entre silvestres rosas,
Libre vagaba en el inmenso llano.
Lista acudía a tu ribera hermosa,
En siesta calurosa
Y en tu tranquilo mar de claras olas
Que transparentan la brillante arena,
Cual pequeña sirena
Me bañaba cantando barcarolas.
Cuando pasaba aquella edad de niña
Di mi postrer adiós a la campiña
Y a la ribera de apacible calma,
Admiré tu grandeza
Y tu rica sin par naturaleza
Doblegó de emoción la joven alma.
Contemplé al otro extremo de tu puerto,
Tocando ya el desierto,
Gigantesco elevarse a Chañarcillo, Orgullo de Atacama,
De universal y deslumbrante fama
Por sus tesoros de envidiado brillo.
¡Cuánto es hermoso desde inmensa cumbre
Antes que el sol alumbre
Contemplar esos cerros de granito!
Al mirar desde lejos
Sus vividos reflejos
Se eleva el pensamiento al infinito!
Al contemplar las vetas diamantinas,
Hilos de luz que cruzan tus colinas,
Do medra el rocicler, se anida el oro,
Donde cual musgo verdeguea el bronce, El hombre exclama entonce:
¡Grande es el Creador, aquí le adoro!
¡Y cuán grande es el hombre, y cómo ostenta
El alma que le alienta!
Su altiva frente por el sol tostada,
Del combo armada su potente mano, Impera soberano
En esa regia, colosal morada.
No más escucharé dentro tus senos
Cual si fueran mil truenos
Los estampidos del trabajo fiero, Ese estruendo profundo
Que aún que parece desquiciar el mundo
Hace el encanto del feliz minero.
¡Todo es allí magnífico, grandioso!
El Ande portentoso
Dibuja en lontananza el horizonte
Y bajo un sol de fuego
Envía undoso y cristalino riego
Que ávido bebe el abrasado monte.
Y en medio de esa gran naturaleza
Radiante de belleza
Se eleva la mujer de tez morena, Ardiente, apasionada, De virtudes ornada, Tan tierna esposa como madre buena.
No pisaré ya más esos lugares
Do crecen los chañares, Ese árbol de la fruta bendecida, Desnudo y secular cual la palmera, Que así como ella en el desierto impera
Dando al viajero con su miel la vida.
Poesía de Rosario Orrego
¡Salud, oh tierra, que entusiasta adoro, Cuna del hijo a quien perdido lloro, Cielo do goza y vive mi memoria!
Yo te deseo, próspera Atacama, Ricos veneros de fecunda fama
Y un porvenir de inmarcesible gloria.
Quien ha perdido en su fatal camino
Las bellas flores de su alegre infancia, Quien atesora en su lugar abrojos
Desgarradores;
Sabe cuán grato el corazón ansía
Volver al tiempo de la edad florida:
Hoy su memoria deliciosa y pura
Dulce me halaga.
¡Plácida imagen del hogar paterno, Bálsamo suave al corazón herido, Fiel melodía que amorosa suena
Dentro del alma!
Como expatriada de mis caros lares
Ando apartada del rincón lejano
Donde las horas para mí tan breves
Se deslizaban.
Largo es el tiempo que alejada vivo
De aquella tierra que arrulló mi infancia, Yo la recuerdo como al rostro tierno
De ausente madre.
Ora en la cima de la adversa suerte, Ávida anhelo su feliz ribera, Y en la estación de su abrasada arena
Leo mi historia.
Quizá la calma se me espera un día
Entre sus ricas, refulgentes sierras...
¡Si entre sus peñas de granito muero, Muero contenta!
Valparaíso, octubre de 1861.

Al comienzo, bastante antes de todo gesto, de toda iniciativa y de toda voluntad deliberada de viajar, el cuerpo trabaja, al modo de los metales bajo la mordedura del sol. Sumido en la evidencia de los elementos, se mueve, se dilata, se tensa, se distiende y modifica sus volúmenes. Toda genealogía se pierde en las tibias aguas de un líquido amniótico, ese primitivo baño estelar en el que parpadean las estrellas con las que, más tarde, se fabrican mapas celestes y topografías luminosas, donde se señala y localiza a la Estrella del Pastor –que mi padre fue el primero en enseñarme– entre las diversas constelaciones. El deseo del viaje toma confusamente su fuente en esa agua lustral, tibia, se nutre extrañamente de ese manto metafísico y de esa ontología germinativa. No se hace uno un nómada impenitente si no es instruido en propia carne, en las horas en que el vientre materno es redondo como un globo, un mapamundi. El resto es el desarrollo de un pergamino ya escrito.
Michel Onfray

Poética de la geografía
Diario de Marrakech
Textos inéditos y fotografías
de Juan Manuel Mancilla
Yamaa el Fna
Hay un hombre lisiado sobre una especie de cama-carreta. Una cama móvil, cama de ruedas inclinada donde el hombre ya anciano reposa mirando el cielo que ahora arroja los innombrables colores del crepúsculo. Creo que está mirando la punta de la media luna plateada, o las nubes que parecen velos cubriendo el sublime rostro platinado de la astral piedra flotante. Quizás mira las estrellas que brillan con especial rutilancia, como si se acompasaran al ritmo de la música. Llego a pensar que no mira, que no está mirando nada de lo aparente, porque ya es el no-vidente que puede verlo todo, más allá de todo desvelo provisto. Sus ojos abiertos miran algo que yo no logro ver en el universo desde uno de los múltiples centros de la Plaza y que espero por ver aparecer.
Manifestación
Encontrar donde no se busca. Lo que el viento de las buenas noches atrae luna. Inesperado encuentro, insinuado en un sueño hace más de 12 mil noches. Semejante a una flor que nació de la sombra, innominada sin querer ser flor, sin querer ser la sombra. Y que sin querer se hace la savia del pétalo invisible cuando amanece bajo este cielo ensordecedor.
Besos
Dos cobras se arrancan del hipnotizador. Con su mirada vigía, el flautista las sigue. Sus ojos bizcos captan simultáneamente sus opuestas direcciones. Arrancadas de las manos como dos desaforadas niñas para ir a jugar en la arena, a la orilla de algún mar desconocido. En un momento la música de su boca se agitó, sonando mucho más fuerte y veloz con el viento. En ese instante las cobras giraron al unísono, y cara a cara, sus esfinges cabezas en círculo se reencontraron hasta juntar la carne trémula de sus lenguas. El movimiento de sus cuerpos superpuestos a la flauta configuró un invisible triángulo amoroso. Un delta de amor arrancado y reunido por la música, el deseo y el azahar espolvoreado del desierto.
Juego
Pareciera que todo o gran parte de las relaciones gestadas en y alrededor de la Plaza están dadas por el juego: transas, apuestas, adivinanzas, trabalenguas, puntería... Es la jugada por no saber, por entregarse al azar, eliminar o eludir la exactitud, cualquiera sea. Todo tiene una quebradura, como en las dentaduras, o también su punto bizco como en algunas miradas. Nada es directo. Nada es exacto, ni siquiera los días en que celebran años tras años el milenario Ramadán. Todo está revestido de algo dado al juego, que también es misterio.
Poética de la geografía

Bab Agnaw, puerta sur de la Medina
Armonía caótica
Patrones sincrónicos y rítmicos no sólo se pueden oír sino también se logran ver en los motivos de la losa y la alfarería. Esta configuración simétrica también está en los mosaicos y en los puestos de fruta, cada una de ellas no solo apiladas, sino organizadas de tal prolijidad y simetría que desafía la más mínima alteración. Pequeñas escalas puras y concentradas que arman un todo a partir de sus múltiples fragmentos. Así también se manifiestan los patrones rituales y armónicos utilizados en la música Amazigh: una coloratura fragmental sincronizada y precisa, cuyos cortes señalados por silencios diminutos logran acentuar tanto en el oído como en la vista el tejido marcado de su ser en el universo.
Cuerpo
Sigo enfermo. Prosigo despierto por estas calles de tierra. Sueño en Essaouira. Despierto en el mar. Ahí estás, flotando sobre una cama de agua ardiente. Veo en tu ojo el mar venirse encima. Dentro de su pupila, una fogata amatista me quema la yema y me derrite la mirada. Quiero tocar el agua, quiero sumergirme en esas aguas azulosas. No puedo ver, no puedo mirar. Un velo. Entro. Me duermo en un acuario lleno de estrellas.
Poética de la geografía

El Mellah, antiguo barrio judío.
Direcciones
En Xemmá El Fná la alteración es la constante y cada vez que se entra, se sale o se llega para partir. Momento único e irreversible, a no ser por el camino del sueño. Singularidad planetaria difícil de hallar en otra parte del mundo occidental. Aquí las sombras se proyectan al cielo y la lluvia del desierto precipita en forma de arena granulada con partículas de océano en su interior. Quizá sea el único lugar donde la brújula baila y donde el imán se relaja y abraza a su opuesto.
Amazigh: iluminados de la luna
Amazigh, el pueblo y su lengua expresando eso que dicen ser: hombres libres. Los nómadas del desierto que bajaron de la Cordillera del Atlas con sus instrumentos y cantos hace ya más de dos milenios. El pueblo que busca y llega al final para volver a comenzar una y otra vez. El signo representa todo este dinamismo de la eternidad, no redunda decir infinita como su errancia por la tierra: tiempos y espacios inconclusos, sin ir más lejos, el universo que expanden sus manos y pies cantores.
Vida eterna al entero pueblo Amazigh. Eternidad que les pertenece. Aquellos que viven con la mente suelta sobre la tierra y con los pies muy bien puestos sobre el cielo de Marrakech, en la gran Plaza Jemmá el Fná, dimensión milagrosa desde la cual nunca me retiré ni retiraré.
Sirenas
El mito de la fuga
Textos (publicados e inéditos), traducción al español y fotografías de Giorgio Mobili
Míralo: el indómito Ulises de nuevo rengueando por las ramblas… Ondulan los pinos, las damas le preparan el viaje a orillas solitarias entregándolo a juegos de inercia y propulsión embotellan en cuclillas la ilusión que lo sustentará.
Nota que todo artículo fidedigno se ha quedado aquí en las nieblas que nos desbastaron... Ya se huye por debajo cada extraño continente los ardores y flaquezas desfilan en sueño y ausente en el centro la sirena que nos alejó.
Sirene. Guardalo: / l’indomito Ulisse di nuovo / arranca lungo i viali... /Ondeggiano i pini e le donne / gli preparano il viaggio a lidi inesplorati / affidandolo a giochi d’inerzia e propulsione / imbottigliano chine / l’illusione che lo sosterrà. / Vedi che / ogni articolo degno di fede / è rimasto qui / tra le nebbie che ci hanno formati... / E ci sfuggono sotto stranieri pavimenti / e ritornano, in sogno, gli ardori e i cedimenti / ed assente nel centro / la sirena che ci allontanò.

Hollywood
Poética de la geografía
Relatividad
A bordo el tiempo se cuajaba: un pozo de aire se había tragado la pelota de ping pong a mitad de su parábola, mi padre apareció a popa en tres versiones (todas borrosas) y la radio difundió tu necrológica mientras aún nos mofábamos del pan añejo de Sant’Elpidio a Mare en el año ochenta y dos.
Detrás de las puertas estancas discrepan los relojes si bien no llegan a trastocar el ritmo de los turnos.
Es más: anoche dormí boca abajo como
Capitanes de Saboya
Lobos de mar cerrando filas en torno al magistrado negro de moscas: yo cierro la persiana y abro velas.
¿Sobre la costanera ronda el sonido de ti?
La geografía de los deseos me engaña ahora como ayer cuando espiábamos en vilo los veleros deslizándose hacia otro porvenir.
Capitani di Savoia. Lupi di mare fanno muro / in torno al magistrato / nero di mosche: / io chiudo la persiana e apro le vele. / Sopra il lungomare / volteggia il suono di te? / La geografia dei desideri / mi inganna oggi come ieri / quando spiavamo sulle spine / i velieri scivolare / verso un altro avvenire.
acostumbraba de niño. En el sueño había vuelto a casa para rescindir con un simple artilugio un compromiso estipulado en el mesón de la cocina antes que yo naciera.
Relatività A bordo il tempo si cagliava: / un pozzo d’aria aveva risucchiato / la pallina da ping pong / a metà della parabola, mio padre / apparve a poppa in tre versioni / tutte sfuocate / e le onde radio diffondevano il tuo necrologio / mentre ancora si scherzava / sul pane raffermo di Sant’Elpidio a Mare / nel millenovecentottantadue. / Dietro le porte stagne / discrepano i quadranti, ma non tanto / da sovvertire i ritmi di corvée. / Anzi, stanotte / ho dormito a pancia in giù / come facevo da bambino: in sogno / ero tornato a casa / a revocare con un semplice congegno / un voto stipulato al tavolo / della cucina / prima che io nascessi.
Bajo las palmeras inmóviles de una ciudad sin horizonte ya ningún amante se expondrá a la luz o al hierro de una aurora ningún jardín secreto ocupará las mismas coordenadas que las noches previas en que lo visitó y de sus proezas antiguas quedarán (tras espléndidos infundios) nombres y direcciones surtidos al azar ante un letárgico tribunal de cuentas: Julia Wong
Elisabeth Del Carlo
Michelle Altamirano-Ruiz
Marina Desrochers, Romi Montoya doscientos tres Contessa Street veintiséis noventa y uno West Ventura
Selma Porterville Delano
Santa Clarita, California.
American Casanova
Mientras empujamos bajo el sol el carrito de sandías por estas calles sin límite no dejemos que se muera el mito de la fuga pirotécnica por techos, huertos, sótanos, portillos llevada a buen fin por intrépidos galanes en otras eras y distritos.
La decisión
Fue detrás de los cobertizos de almacenamiento que en un santiamén nos invadió la determinación de partir, cada arrepentimiento concedido en puerto franco.
Dejamos menguando en el espejo las dunas de inmundicia y las ruinas de balsas a la espera del próximo diluvio y regresamos al camino en dirección a Castel di Guido con destino reservado el cinturón deslizado tras los lomos para sentirnos prontos.
La decisione. Fu dietro i capannoni di stoccaggio / che in pochi attimi ci invase / la determinazione / di partire, ogni rammarico / concesso in porto franco. / Lasciate striminzire nello specchio / le dune di pattume e le carcasse / di zattere in attesa / del prossimo diluvio / ci rimettemmo in viaggio / verso Castel di Guido / sotto riserbo la destinazione / la cintura passata dietro ai lombi / per sentirci pronti.
American Casanova. Sotto le palme immobili / di una città senza orizzonte / nessun drudo si esporrà alle sberle / o al ferro di un mattino / nessun giardino segreto / occuperà le stesse coordinate / della notte precedente / in cui l’ha visitato / e delle antiche sue bravure avanzeranno / (oltre a corbelli di estremo riguardo) / nomi e recapiti a casaccio / gettati in pasto a una letargica / corte dei conti: Miriam Wu / Elizabeth Del Carlo / Michelle Altamirano-Ruiz / Marina Desrochers, Toni Montoya / duecentotré Contessa Street / ventisette novantuno West Ventura / Selma Porterville Delano / Santa Clarita, California. / Mentre spingiamo sotto il sole / il carretto delle angurie / per queste strade senza limite / non lasciamo che muoia / il mito della fuga pirotecnica / per tetti, scantinati, orti, postierle / portata a buon fine da intrepidi amanti / in altre epoche e contrade.

Solo entrada
Poética de la geografía
Solo de Nueva York
Textos (publicados e inéditos) y fotografías de Luis Andrés Figueroa
En las pequeñas penínsulas de Stamford, el viento sobre la mar crispada golpea y desvía el vuelo de las gaviotas. Es un viento penetrante que no deja andar y que ha azotado, hasta domesticarlas, las planicies de hierba larga y rojiza. Es el paisaje costero de Edward Hopper, pintado por sí mismo, por los extensos brochazos de esta hierba y de estas olas. Todo horizonte y luz más real que lo real. Costa en donde la huella del hombre tiene su lugar prefigurado en el banco y el sendero frente al faro lejano, una nota blanca sobre la línea grave del horizonte. La gaviota vuela detenida en el viento. Recorta un golpe de hoja en sus tijeras. Se quiebra. Cae en curva instantáneamente lejos y de nuevo la cresta de la ola la trae a la orilla. El brochazo seco del viento y la mirada que va y viene al mismo punto en el escenario de la marina. Faro, figuras, sendero. La gaviota, más poderosa. El instrumento que raya el pliego del mar sobre el cual se divisan, dibujadas a carbón en la pauta fría del horizonte, las barras grises de la ciudad de Nueva York.
Los pequeños puestos de flores de Broadway atendidos por mexicanos parecen guardar siempre un hálito de verano. Caminas, próximo el anochecer, por la larga avenida. Transeúntes, buses y oleadas del subway a esta hora, cuando la ciudad entra en el reposo, nunca absoluto, humanizándose en el declive de la luz. Solo avenida, pasajes, ir y venir de conversaciones, risas y bolsas de compras. Se camina como en ciudad conocida que, por un imperceptible cambio de luces y sombras, aproxima lo familiar, las provisiones de otra noche. El pan. La fruta y las verduras. El vino, la cerveza, el café de mañana. La salida del cine. El ramo de flores.
A la altura de 125 Street con Broadway, en el viaducto de Harlem, la ola aérea del subway comienza a sumergirse. Es una acezar súbito y extenso sobre la cabeza y luego bajo los pies que se aleja apagándose en un tableteo sincopado de aburrida trinchera. Un aliento mecánico que pareciera anudado a la vida inmóvil de estas flores vivas en la luz que declina. Aquí arriba, en donde Broadway aún no es el teatro del neón, sino el deshilado rosario de tiendas que cierran sus ojos casi sin saber, mientras la arboleda de semáforos toma el pulso del dormitar callejero que no llega a dormir.
Un cuadrado de luz sobre la acera de Broadway, un restaurante mejicano casi imperceptible, adentro una imagen de la Virgen de Guadalupe entre apagadas conversaciones y repentinos regueros de risas y silencios. No se abre ni se cierra, al parecer.
Poética de la geografía
Está allí, simplemente. Semioscuro, semiluminado, palpitando ante la 125 Street de Harlem, junto al puesto de arroz chino, el almacén de especias pakistaní y los gritos de tres niños negros en el zigzag de la escalera de incendios al paso del bajo continuo de Manhattan –la ola de otro subway sobre el viaducto– acercándose, alejándose, allá lejos, hacia la profundidad de la tierra.

En el plano de la oquedad, la ciudad se mueve en grupos compactos a las señales sincopadas del rojo, el amarillo y el verde. Las vidas mínimas destacándose entonces. Un abrigo negro. Un periódico que se abre y se cierra –mariposa blanca– en el banco de un parque. Puertas de tabaquerías con el primer humo doblándose en sus espejos. Gritos de niños que perforan la sombra de una plaza de juegos. Es el suelo. La avenida. El encuentro de las lejanas esquinas, los pasos de cebra y sus códigos de barra desechos por el derrame de mil pisadas. Sobre las cabezas, la serie espejeante de los árboles queriendo tocar sus reflejos en las vidrieras de las avenidas duplicadas.
Ramas y ventanas de edificio en Tribeca, Manhattan.
Poética de la geografía

Avenida Amsterdam y ese color de fruto de caqui atravesado de lámparas. Manhattan al atardecer, con el silencio ya oculto en el Parque Central, sus lagunas de patos dormidos y su jardín de Alicia bajo el sombrero y el reloj de sombras. La diminuta oruga haciéndose mariposa en el sueño del bronce. Jardín escondido al que te ha llevado la mano amiga que de tan extraño es familiar y de tan familiar se hace extraño. Las dos caras del espejo de Central Park que no se miran, pero se tocan.
Solo de Nueva York. Caminando extensiones escucho reír, desde allá, donde el Sur no se puede alcanzar, a dos seres en el chapoteo del agua –madre e hija– y su llamado en el móvil sorpresivo (palpitante luciérnaga silente) en una breve calle donde el mundo se vacía y ya no es Nueva York.
Magnolia Street podría llamarse aquella calle. Flores de magnolias suspendidas y cerradas en el frío para el fósforo malva del amanecer. Las escucho. A ellas cuyos labios ya se duermen... como ellas solas.
Dicen que las magnolias florecen dos veces porque no saben nacer.
Dicen que así renacen.
Dicen cosas.
La mano de Alicia. Central Park.
(pequeñas) señales

Nocturno
Engarzado en la noche el lago de tu alma, Diríase una tela de cristal y de calma Tramada por las grandes arañas del desvelo.
Nata de agua lustral en vaso de alabastros; Espejo de pureza que abrillantas los astros Y reflejas la sima de la Vida en un cielo!...
Yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros, Voy manchando los lagos y remontando el vuelo.
Delmira Agustini 1913
Estrenos poéticos

Daniela Catrileo
Santiago, 1987. Escritora y profesora de Filosofía. Ha publicado los libros de poesía Río herido (2016), Guerra florida (2018), El territorio del viaje (2021), Las aguas dejaron de unirse a otras aguas (2020), Todas quisimos ser el sol (2023), el libro de relatos Piñen (2019), la novela Chilco (2023) y el libro ensayo Sutura de las aguas. Un viaje especulativo sobre la impureza (2024).
Poemas inéditos
no sé si piensas en las alturas
Las montañas parecen diosas imponentes que ligeras contemplan nuestra nimiedad huyen del arrebato majestuoso, mientras necias despreciamos esa única virtud para aligerar la existencia
En el tajo abierto que es el río confluyen el Yeso y el Maipo uno más transparente que el otro Al encontrarse forman un cauce las aguas se tornan verde opaco
Imagino que a su paso arrastra minerales difíciles de memorizar acarrea sedimentos y uno que otro tesoro incubado en su interior
En la orilla centelleante de las olas estás tú
examinas la cúspide, sus relieves no sé si piensas en las alturas, en nuestra [pequeñez o en el recuerdo de tu padre subiendo pedruscos
Sólo deseo escribir de tus ojos aquello que se oculta tras la mirada pero me pierdo en un recuerdo de infancia y en la pintura «Cajón del Maipo» de Pedro Lira que dibujé en el colegio. En ese momento [creía que tenía talento para hacer réplicas de paisajes o andar en patines
El río era una pequeña mancha plateada cubierta por álamos y otras especies
Todavía no levantaban una hidroeléctrica ni conocía la nieve
Un águila me interrumpe, circunda minuciosa la cúspide rostros de piedra enmarañados
por cactus oliva espinas, todo parece en consonancia en una armonía ajena a nosotros
qué sentirán las rocas ante la ausencia del Niño del Cerro El Plomo y su estancia en un museo Digo, ni siquiera conocemos su nombre o el sonido de su voz
al otro día de la fiesta
El azul diamante del océano se inclina tras las persianas tu habitación de niño un vaso de agua tibia reposa en la mesita roja
dijiste que tu papá la confeccionó entre tantos otros artefactos, [invenciones caseras, cachivaches que hoy eclosionan como crías de helechos espada bajo la humedad de la tierra
Por el rabillo de tu ventana un conjunto de esporas tiemblan, oscilan sin [premura hasta morir eclipsadas por el sol de verano las confundo con restos de cenizas que permanecen en el incendio de esta ciudad lumbre
Todavía no es medio día en el Quinto Sector
y por las grietas del cerro se internan gorjeos de tórtolas, gaviotas, [cardos, vendedores de huevos
poéticos
cómo sentirán el arrebato o la extracción
ya sé que algunos piensan que las piedras no se afectan
pero de su corazón nacen plantas que resisten al hielo
ellas guardan lo posible.
Allá, más a lo lejos también se escucha el motor de un auto que raudo sube por [las quebradas el tarareo de la vecina mientras hace el [aseo y el bolero radial canta Soy tan pobre, ¿qué otra cosa [puedo dar?
Es sábado por la mañana y tu cama es un ojo al océano que abre su párpado al otro día de la fiesta.

De Todas estas muertes
Lo inevitable de la muerte
Se escribe y se seguirá escribiendo sobre lo inevitable de la muerte los lugares se cubren de musgo verdeácido las sillas se desocupan o vuelven a su soledad hay un hueco en la memoria yo tú nosotros un alguien-sombra menos se evapora en algún rincón de las casas nombres rostros tarjetas de visita encuentros casuales con el ángel se esconden en la lluvia o la neblina y escribimos para amortiguar lo que sea este remordimiento de seguir existiendo esta delgada línea que separa el aliento acompasado de la respiración o los orificios de la palabra rechinando en la boca día tras día resistiendo a lo inevitable de la muerte.
Todas estas muertes
Vinieron y se agolparon entre los huecos de los huesos hilando sus vértebras como sílabas entrecortadas en la humedad de las copas vaciadas sin respiro
Naín Nómez
Profesor de Filosofía de la Universidad de Chile, Master of Arts de Carleton University y Ph. D. en la Universidad de Toronto, Canadá. Ha sido profesor en la Universidad de Chile, en la Universidad Técnica del Estado, en Queen's University de Canadá, California State University en Long Beach, Estados Unidos, la Universidad de California en Irvine, Estados Unidos y la Université de Poitiers en Francia. Actualmente es Profesor Emérito de la USACH. Ha publicado más de 20 libros y cerca de 100 artículos de su especialidad. Las últimas publicaciones poéticas son Exilios de medusa (2015), Historias del reino vigilado (reedición corregida, 2018) y Baldío (2020).
en el cemento de las calles aplanadas a medianoche entre las rodillas cuando las juntábamos sin querer para luego distanciarlas sin pudor ni culpa cuando nos atrapa el deseo de ser inmortales aunque aburridos aburridamente inmortales
Pero vinieron igual de golpe una a una por bloqueadas y se quedaron mirándonos con una pena [indefinida como si no supieran que hacer con una vaga sonrisa de conmiseración como si conocieran de antemano nuestro olvido nuestra penuria nuestra soledad incalculable imposible de soldar todo este retraso las noticias inexactas del + allá sin hallarlos o traerlos de vuelta
Vinieron aunque no se quedaran mucho y era tarde lloramos con ellos por los minutos que dejamos de verlos por esta pena incierta casi desconocida agolpada en sus caras brumosas ya desvanecidas sin saber por qué
Responso
Durante muchos años no nos cruzamos Eras como un fantasma junto a otros fantasmas que deambulaban por el mundo después del holocausto en lugares de nombres impronunciables como Vladivostok Eugene Poitiers o Kazakstan aunque yo mismo no lo hacía nada de mal viviendo en Ottawa pero Bucarest sonaba a Danza Húngara a exilio auténtico bastante lejos de las playas del sur de California o la atracción decimonónica de la Tour Eiffel
Todo eso para decir que ni en los sesenta no en los setenta nos avistamos de ninguna manera Éramos una generación diezmada y enemistada quien sabe por qué Sólo después cuando los demonios ya no estaban creo que por Lolol o Nancagua en un encuentro provinciano que organizó el Pato Morales nos reconocimos, nos olfateamos nos gruñimos y nos tocamos con las uñas y las voces y recobramos alguna lejana palabra del azar entre duermevelas y fiordos de calendarios amarillentos entre direcciones lentas evocadas en el marasmo de los años aunque por supuesto miento y debe haber sido mucho antes en las postrimerías de los ochenta cuando el dictador todavía respiraba entre nosotros (y la poesía salvaría al mundo) por ahí en un terminal de buses en Valdivia o Concepción nos hablamos porque como decías “la poesía ¿para qué puede servir sino para encontrarnos?”
Así fue creciendo una amista que más tarde se hizo duradera y sobria como nosotros sus destinatarios pero no duró tanto como hubiéramos deseado porque los años “ayer, hoy, mañana” no pasan en vano Así que aquí estamos en distintos lados de la mesa jugando las cartas que nos tocaron mientras te vas alejando en este viaje no prometido un poco desconcertado por la falta de aviso y los encuentros pendientes
Como esa celebración que sería apoteósica
Ese número de Trilce con el poema rezagado del más allá o del más acá donde seguimos esperando tu regreso “porque al final no estamos más que preguntando.
No estamos más que preguntando…”.
(A Omar Lara)

Sara Jordán Palet
Santiago, 1982. Escritora. Residió en Londres los años 1990 y 2001. Es Licenciada en Humanidades mención Literatura por la Universidad Adolfo Ibáñez y Magíster en Literatura por la Universidad de Chile, del que se graduó con distinción máxima. Obtuvo el segundo lugar del Concurso de Cuento y Poesía Joven de la Universidad de Viña del Mar en 1997, en la categoría de cuento. El año 2007 publicó el poemario Media estación, el 2013, una antología de poesía política, Entre escombros, de Armando Uribe, y el 2017, su último poemario Estado civil. Actualmente tiene un conjunto de poemas en preparación.
Poemas inéditos
Para M. B. J.
Chile, fértil provincia y señalada en la región antártica famosa de remotas naciones respetada, por fuerte, principal y poderosa
Alonso de Ercilla y Zúñiga
Entre nubes aparecidas o niebla, Entre nocturnos días que se esconden
Con su ávida espuela, las banderas, esas señales
Flameantes de ignotas fronteras…
El mar aparece en medio de tribulaciones
Como el grito de un ciego las olas se encabritan
Y los mendigos huyen pavorosamente lentos.
Estamos en tiempos de esos, aquellos
En que Dios se “arrepintió” de crear al hombre
Y mandó a tu padre a hacerle un Arca
Para reproducir lo digno de mérito.
Ojalá aprendas a remar desde ahora
Recién llegado como premio celeste,
Balbuceando un lenguaje nuevo
El de esa humanidad que te recibe
Con la bandera flameante
Porque habremos
Vencido a la muerte.
Cultos
Por más que traten,
Mis amigos evangélicos y mi primo lefebvrista
No lograrán cambiar mi opinión,
Por más que busquen lo verdadero.
Por más que me intenten convencer
De que en esta patria
Esos son los únicos cultos posibles
De que los modernistas son unos imbéciles
No echaré pie atrás, no no,
Ni aceptaré que charlen con el Santísimo
Patria
Sin intermediario alguno
Como tampoco un manifiesto anticlerical.
Y si acaso el pecado
No fuese original
Y los niños nacieran santos
Qué sentido tendría el bautismo,
Sino solo el de incluirlos en el credo
Y hacerlos parte de la Iglesia
Que hace de una cruz en su arquitectura
Un símbolo triunfal.
La condena
No aceptaré nunca más a un ex
Aunque tenga tatuada mi soledad.
Su doble vida era como andenes de metro
Condenado a moverse
Sin decidirse por una estación terminal.
In a station of the metro
Con dos pelirrojas paseando por la ciudad.
Cuál la oficial, cuál la amante.
Nosotras éramos brotes distintos,
Pero flores en fin.
Y lo condenamos a no pisar el andén a seguir una flor inexistente.
De allá para acá, del más allá al más acá, Nosotras ya desaparecidas entre la multitud.
De norte a sur, su vida lo terminó condenando de norte a sur.
Las dos RAES
ex-
1. m. y f. coloq. Persona que ha dejado de ser cónyuge o pareja sentimental de otra. 2. pref. Significa 'que fue y ha dejado de serlo'. Expresidente 3. U.t.c.s. Más pateado que pelota de fútbol. J

Marjorie Mardones Leiva
Estudió Castellano en la Universidad de Concepción y Bibliotecología en la Universidad de Playa Ancha donde cursó el Magister en Arte y Patrimonio. Actualmente cursa el Doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y su tema de investigación es la destrucción del libro en las dictaduras latinoamericanas. A la fecha ha publicado Cuentos y poemas (2006), Amarillo en el Sur (2007), La luz al Basural (2009), Catalepsia (2015) y Queridas desconocidas (2019).
Poemas inéditos
Reverdesiento
Hace años cuando niña, en la ventana de mi corazón cantaba día tras día, una alondra. Era hermosa y eterna.
En ella no existía el sufrimiento, ni el dolor, ni los años, ni los días. Solo vientos benditos.
No había Waterloo, no mareas, no tempestad.
No había ancianos atrapados por las llamas.
En esa ventana siempre había un cielito de mi pieza soplando en mi rostro las horas del ocio que llamábamos, patudamente, productivas.
El viejo Marx me enseñó eso. Después vinieron los anarcos que habitaban la ciudad de Concepción. Luego todo el hiperío de Quilpué.
Con los años el viento y la bruma arrancaron mi rostro de niña encandilada quedando, apenas, el aroma espeso de una bella margarita.
Pero hoy, cuando todo había terminado atrapó mi alma los ojos de este negro cholo, crespo, pelusón. De manos grandes como su corazón noble y herido.
Y volvió a cantar la tierra.
Estreché los brazos de mis amigos, de mis amigas, de mis niñas, de mis nietos, de todos a quienes nos jodió este mega incendio.
Y brotó de nuevo la poesía
El verso se ancló en el pavimento espeso y aún ardiente.
También besó mi cara ese árbol lleno de hollín, contándome en secreto que las raíces verdes y porfiadas con un estoicismo rotundo y silencioso, reverdecerían día a día sin importar nuestras crudas muecas de rostros desolados.
Desapego
Mi familia es un árbol deshojado.
Luego del incendio partimos cada quien buscó (encontró o no) un abrazo que calmara esta tristeza infinita esta ternura infame esta dulzura que se montó sobre iras y desencuentros.
El tiempo es una farsa lo sabes. Lo supimos desde siempre.
Ahora solo nos queda este pedazo de tierra y un par de corazones hambrientos que buscan, erráticamente, un consuelo entre los cuerpos que nos piden tiempo para arrancar indemnes de este fuego incandescente.
Hoy no estaré en tu paraíso
Siniestro tuvieron que llamarte siniestramente viniste a engullirnos con tu boca inmensa con tu siniestra vibra
Siniestro a la izquierda de la diestra te sentaste. Y bebiste, entre brasas, el llanto silencioso del dolor.
En silencio te llevaste a los viejos que resistieron a tu llamarada infame.
Ya no hay canto que detenga tu inmunda codicia y veleidad. Salvaste o asesinaste a tu antojo.
Hoy lágrimas caen, a sabiendas, que solo son risa fresca en tu indómito calor enarbolado.

Felipe de los Ríos
Santiago, 1977, escritor y performista autodidacta.
De Textos para nefandos (inédito)
Prólogo
Los talleres literarios municipales están desapareciendo, la escritura proletaria es una especie en extinción, ya no quedan poetas en los barrios bajos, ya no quedan afiladores de cuchillos, todos se marcharon, se pusieron a trabajar o a robar o a traficar, se aburrieron de los libros y de las navajas, se cansaron de gritar al vacío y de vivir al filo, pobres niños, pobres viejos, yo soy uno de ellos, un paria sobreviviendo a la vacuidad, un nefando gritando dentro de una botella, un reo rallando el muro con las uñas y confiando en la posteridad, que es igual a la inexistencia.
Letras sucias
Las flores más bellas se desvanecieron en los espirales del tiempo los poetas jóvenes del barrio se marchitaron sus fantasmas inexactos se repiten en espacios cambiantes perdidos en la amnesia que sufre la historia arruinados por el escamoteo de los hechos y las distancias.
A veces los puedo imaginar escondidos en alguna calle de la villa tomando una caja de vino en la cuneta fragmentando con abulia las espigas que se repiten en el potrero hasta puedo verlos en una habitación hostil sin lámpara ni cigarrillos parados sobre el cemento
desde una ventana abarrotada mirando la ciudad y los ecos de un futuro fluorescente que les sabe a engaño ya que pasaron sus mejores años y la suerte perra nunca llegó.
Tampoco llegaron las inspiraciones ni la máquina de hacer poemas ni los cables de energía ni el radar.
Perdieron la conexión con la alquimia y el dedo solitario del Dios extendido en la capilla Sixtina se durmió quinientos años esperando.
Los poetas ordinarios extienden su dedo a Dios en un callejón sin salida en una celda proletaria bebiendo éter sintético raspando el sarro de las murallas pensando en el horizonte inalcanzable y llorando por su muerte recordando (como se hace en los velorios) felicidades antiguas y cuadernitos de poemas fiestas austeras y baños verdes de población los fracasos ignorados por la fe y las risas a pesar de la guerra el temor de los besos y la insolvencia de los abrazos el resplandor de la seguridad la sabiduría juvenil que los hacía inmunes a la verdad incurable.
Resistentes a la vergüenza y al hambre sepultaron sus letras sucias en los patios roídos de sus casas pareadas y aceptaron.
La derrota ante un mundo de pocas llaves y muchas puertas cerradas.
Nuevos poetas robots 2.0
Poeta robot se levanta de su cama para mirar con cansancio el caos de su pieza y su biblioteca privilegiada, entra la madre, habla de desorden y falta de higiene, poeta robot odia a su madre, para él su madre es alimentación y su padre es dinero, su novio es carne, los chicos trofeos, los poetas son trofeos de alto valor, las mujeres poetas son enemigos, los poetas de barrio bajo son demonios petulantes, pero ricos, los poetas de rango e influencia son eminencias desagradables a las que debe agradar a toda costa, los poemas son artimañas para imitar a los escritores que le gustan, los concursos son peldaños para escalar, la fama es la conquista, los premios chicos son la fundación y los grandes la corona, la que compartirá con los vendidos y los vendedores, los proxenetas del arte, los refregones de la consciencia, los hocicones, los envidiosos y los matones de la lengua, esos mismos que condenan la vulgaridad y descuartizan la vanguardia.

Manuel Florencio Sanfuentes Vio
Diseñador gráfico y poeta. Desde el año 2000 es profesor del Taller de Amereida de la Escuela de Arquitectura y Diseño PUCV, donde también dirige las Ediciones e[ad]. Es también director de Ediciones Al Fragor y en sus colecciones de arte y poesía ha publicado varios ejercicios escriturales tratados como elementos poéticos y plásticos; ha expuesto su trabajo en Santiago, Valparaíso y Europa; su último libro de poemas, Noli me tangere, aparece en 2019. Ha publicado con Al Fragor las ediciones chilenas del poeta Luis Mizón y de la Premio Nobel polaca Olga Tokarczuk.
De Gradas ciegas (inédito)
en la llama triste una nota desierta callaba la mesa la velada se esconde entre los guindos corre
terminarían sus pies desnudos en una trilogía momentánea
imperfecta corazonada lánguida primaveral tardíamente
trivias pastoriles
surco francamente atrás cubriendo
un prófugo desigual mareo general en el descenso
parece habitar en la memoria quedar su adiós como un envío
y cada día ya no más
lo vivo disminuye su presencia en el contraste secuencial del monitor
siempre a penas semillas al viento bordados que se olvidan cuando hechos
madre mía este momento solo
en realidad corrige el atractivo que sueña despedazándose
la máscara contempla la distancia y nada

De Del tiempo y nuestra muerte (inédito)
El despertar de mi país prestado
Ahí estaba yo, cuando los estudiantes de mi país prestado no pudieron más con la quietud, y brincaron, como caballos de un tablero de ajedrez, los torniquetes del impenetrable metro de [Santiago, enterrando el miedo heredado de sus padres, –sobrevivientes del fraude de la alegría–para evadir los años de penosa impavidez.
Como una moderna guerra florida vi ofrendar sus cuerpos, de ropas negras al verde protector del despotismo. Y entrar balas desmentidas a sus ojos estudiosos, a sus pechos peones.
Chile, país del pisoteo a la carne del futuro.
Ximena Figueroa Flores
Santiago, 1982. Docente e investigadora en Literatura en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Dirige el proyecto Fondecyt: “Escrituras del desarraigo: espacio, lengua e identidad en nueve obras literarias del exilio y la inmigración en Chile (1990-2018)”. Ha sido investigadora, guionista y realizadora de dos cortometrajes documentales: El desarraigo de la lengua en Luis Mizón y Jean Jacques Pierre Paul (2021) y La poesía del desarraigo de Valparaíso: Galaz, Embry, Mizón y Rodríguez (2024). Su trabajo poético ha sido publicado en la revista peruana virtual de literatura El Hablador, en la antología de literatura latinoamericana Palabras CarniVoraz (Guayaquil, 2012) y en medios nacionales de difusión literaria. Tiene en preparación un poemario titulado Del tiempo y nuestra muerte
A la carne de los sin favores por cobrar.
Estuve cerca, me adentré en sus batallas, que también me pertenecían como a mi madre, por haber nacido como había nacido ahí.
Emigré y volví.
Caminé con torpeza en sus casillas renovadas, esa y otra y otra vez más.
Me hice aún más pequeña, inclinada a la [esperanza.
Suplicando en nuevos pergaminos las mismas voluntades.
Y perdí. Perdimos. Como se esfumó el color de sus pupilas, y el de sus jóvenes corazones, que hoy crecen palpitantes de sueños sin cumplir.
Después de aquí - después de ahora
Después, después las sombras de los de antaño
Los murmullos callejeros que ahora anhelo
La sangre derramada en humedales de esfuerzo; La salvia y la ignominia
Y sus rostros, después sus rostros
Despojados del recuerdo de los míos, Mis facetas enfrentadas
A ese umbral resiliente del tiempo y la deriva.
Después, después la casa
La de siempre
Natal en sus cuatro esquinas,
Y sus objetos, perdidos en la utilidad.
Después la madre y el senil
La imagen del exilio al fin evanecido, en el después
Ese que se empeña en postergarse hasta incluso
Desaparecer.
Después, después el viento.
El río de ese nombre
Quiero acechar de frente
A ese río turbulento de aguas rojas
Que nos está arrastrando las ternuras
Quiero una fatua idea de la espera
Agua óxido o raíces
Un adiós a esta fatiga de no ver
Quiero un camino más allá de la materia
Convocar a la muerte si no irrumpe
El puente urgente de tus besos y su continuación
Quiero componer los sueños desahuciados
Sanarte con caricias la lesión de las entrañas
El velo roto de tu instinto y mi inconformidad
Quiero dejar correr
A ese río alborotado de flores secas
Al llanto de ese nombre
Al nombre de ese hijo
Que no está por venir
Arena movediza, nube silenciosa
Llorar a escondidas en la oscuridad de un bus nocturno que nos lleva al cráter en cuya fosa caímos hace tiempo
Repetición de un plato mil veces enfriado
Llorar
Con los lentes empapados de la sal de lo finito y a golpe de lágrimas limpiarlos discreta por miedo a que te despiertes –nube dormida–y se dé cuenta el mundo de la inminente lejanía y se acople y se pacte como siempre a nuestros silencios
“…sleeping sand, silent cloud, touch me”
´Julia´ en mis oídos
The Beatles en todo el bus
Y tantas tantas lágrimas que nunca nos dijimos
Suele suceder que el mérito de un poema radique en una sola línea o incluso en una palabra meritoria. De modo que cuelga pesadamente pero firme en su tallo; el árbol reacio a soltarlo.
William Carlos Williams Kora en el infierno (1920)

El poeta concentra el mundo en una palabra, la palabra que es sólo un reflejo de una dulzura retenida, sobre la cual el mundo aparece como si fuera percibido por primera vez.
Hugo Mujica La palabra inicial (1995)
…cuando un poeta honrado lee a otro honrado sólo le busca una palabra, una sola, la que hace sonar a las otras.
José Watanabe Los poetas (1999)