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Opinión

Inhumanos Racimos

Debe ser aparente para el público que observa las vicisitudes propias de la guerra que este no es —nunca lo será— un fenómeno sencillo. Todos pierden en la guerra, los victoriosos incluso. La práctica en su esencia es destructiva, obvio, pero hay algunos de entre nosotros que la miran con una fascinación perversa. Generalmente conciben la guerra de manera maniquea: blanco y negro; buenos y malos; agresores y agredidos; hegemones y “liberadores”, sin pensar en las complejidades y el lastre catastrófico de la guerra. Ucrania no es la excepción, sino el capítulo más reciente de un fenómeno que es —podemos negarlo hasta la náusea— muy humano. Nos topamos ayer con la noticia de que la presidencia y elementos del liderato congresional en Estados Unidos estaban a un paso de aprobar el uso de municiones de tipo ‘racimo’ —lo que llamaríamos en inglés “cluster bombs” o “cluster munitions”. Esto luego de meses de solicitud y ruego por parte del gobierno ucraniano, para uso de combatientes en el esfuerzo —ya evidente e inconfundible— de una contraofensiva para recuperar terreno. De pronto, la épica de liberación del valiente pueblo ucraniano encuentra escollos, usar este tipo de armamento pone en tela de juicio el beneplácito de un pueblo que lucha por su liberación. Las bombas municiones racimos son parte del arsenal de cualquier fuerza armada —eso incluye EE.UU.— y consiste en proyectiles que —lanzados desde una batería de artillería, tanque o avión de combate o ataque— explotan en el aire liberando submuniciones que se riegan de manera amplia por el campo de batalla impactando fuerzas enemigas amasadas en grandes cantidades. A riesgo de parecer obvio, el daño es considerable para el lado que recibe el golpe de este instrumento tan nefasto, tan mortífero.

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Las municiones de racimo son efectivas, terriblemente efectivas. Digo esto en todos los sentidos y dimensiones de la frase. No es solamente la capacidad expansiva de golpear la mayor cantidad de fuerzas enemigas de manera “eficiente”, es el hecho de que cuando estas submuniciones impactan sobre el terreno algunas de estas ni siquiera se activan. Lo que esto implica es aterrador, no solo en el presente, sino en una eventualidad cuando la movilización de tropas haya cesado y se deje de apretar el gatillo. Las submuniciones —mini bombas, si se quiere— que no explotan al impactar el suelo se quedan allí, esperando sin piedad su próxima víctima. Se convierte en efecto en minas antipersonal, las mismas que dejan sin bra- zos o piernas a aquellos que la tocan o la pisan sin tener idea de lo que son. La gran mayoría de estas víctimas simplemente cruzaban un campo abierto en son de esparcimiento o juego.

Sus vidas —si sobreviven la explosión— cambia para siempre; un buen número de los impactados son niños. Basta una búsqueda en línea para evidenciar el desastroso impacto en individuos y comunidades, tanto de minas antipersonal como de municiones de racimo. Mozambique, Camboya, Angola, Kuwait, Irak, Afganistán, pero también el Congo Kinshasa, Colombia, Somalia y Bosnia y Herzegovina. La remoción de estas minas es mucho más costosa que el simple acto de colocarlas y no registrarlo en un mapa; una contabilidad desafortunada. Ahora Ucrania se une a esta lista tristemente inhumana.

Más triste aún es la serie de circunstancias que nos trajeron hasta aquí, una desafortunada coyuntura en la que la pared ético-moral se resquebraja a nombre de una causa. En honor a la verdad, Estados Unidos, al igual que otros países, ha dejado de producir este tipo de armamento, aunque todavía tienen cantidades considerables en inventario. Igualmente, la última vez que estos usaron municiones de racimo fue en 2003 en su desacertada guerra en Irak —ya notamos la nefasta consecuencia, pero esto es otra conversación. Washington aprueba esta movida de proveérselas a Ucrania renuentemente, consciente

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