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Opinión

¿Mundo bizarro?

Todo parece indicar que en términos de política mundial nos encontramos en una etapa crítica —en el sentido de crisis— del ciclo recurrente. El lento descenso hacia el autoritarismo, no solo en las sociedades donde no sorprende su enraizamiento, Rusia, China, Bielorrusia, Tailandia, Myanmar o Nicaragua, sino también en sistemas políticos en donde la democracia, como parte fundamental de estos, se resquebraja paulatinamente. Así, tenemos a Italia, Hungría, Francia, España e incluso los Estados Unidos. En el caso de estos últimos, observamos la penetración lenta, pero firme, de organizaciones políticas que aprovechándose de los disloques del sistema —que incluye una cultura política deficiente, acrítica y susceptible a la desinformación— avanzan en el espacio político accediendo al poder por la más “democrática” de las vías: la electoral.

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Lo desconcertante de todo el asunto en las democracias es precisamente el hecho de cómo permite la apertura de aquellos entes políticos que en palabra y acción promueven su desmantelamiento.

Bajo un criterio —muy liberal, por cierto— de que en una sociedad que se pretende abierta se tiene que abrir el espacio a todas las “ideas y propuestas”. Todas las ideas son válidas, incluso las viciosas y peligrosamente absurdas. Es decir, ese “liberalismo” político que pretende mostrar al país y al sistema como uno abierto, admite en el ruedo del debate público asignándole una validez innata —a veces absoluta— a aquellas nociones que promueven y vanaglorian la desigualdad como un dado “natural e irremediable”; o las que pretenden fijar los roles de género a partir de criterios culturales obsoletos; o esas que incitan el odio hacia lo alterno en la asunción de una orientación e identidad, o que señalan a individuos y grupos que huyen de la guerra, la miseria, de países que se han quedado sin posibilidades, como los “culpables de los males que aqueja cierta sociedad”.

Los argumentos y el intercambio se tornan tóxicos, tanto a nivel político como mediático.

La polarización trajo consigo la fragmentación del espacio político que ya no respeta la pluralidad, ni la diversidad, ni el dirimir en el espacio cívico las diferencias y los conflictos en un “espacio agónico de democracia”. Esto es, procurar convergencias en aras del bien común, al mismo tiempo que se continúa dialogando sobre las diferencias con el propósito de encontrar convergencias y consensos futuros a los retos encarados por individuos y sociedad. En su lugar, tenemos operadores políticos que activamente buscan humillar, cancelar, neutralizar la disensión e incluso una solución aceptable —llamémosle “tercera vía” por falta de un término aceptable— a las contingencias que afectan el relativo buen funcionamiento de una sociedad.

Pasa en Francia lamentablemente; allí, las tensiones raciales exacerbadas por la extrema derecha de Reagrupamiento Nacional —pero que tampoco han sido abordadas por el poder público desde… nunca— detonó, en su capítulo más reciente, en la forma de motines que buscan denunciar el puño arbitrario y mortífero de la policía francesa, que le quitó la vida a un joven argelino-francés —Naël— que tuvo el infortunio de salir sin licencia. Pasa también en Italia y Grecia, donde los navíos migrantes zozobran en el traicionero Mediterráneo solo para encontrarse con la cruel severidad de políticas migratorias impuestas por el gobierno italiano, o la brutal indiferencia de las autoridades griegas ante la tragedia. Ocurre desafortunadamente en los Estados Unidos, donde una mayoría conservadora en su corte suprema revierte sus propios precedentes legales, tirando a la irrelevancia un esfuerzo intenso de varios elementos de su sociedad en procurar y mantener un aura y propósito de equidad racial en la educación postsecundaria. La suerte está echada, supongo; el tiempo dirá cuál será la nueva e intensa trinchera de lucha racial.

Falta comentar el bizarro suceso del fin de semana pasado en Rusia.

Al momento de publicación de esta columna reina aún la especulación y el temor a una consecuencia mayor, tanto en la dinámica política interna de Rusia, como en el campo de batalla en Ucrania —en medio de la ya mentada contraofensiva. Pero algo me queda claro: en el “paraíso autoritario” que se construyó Vladímir Putin —sin oposición, con “instituciones” al servicio de sus arbitrarios designios, con una dinámica hostil entre oligarcas, clase política y fuerzas de seguridad— la movilización desaconsejada a Ucrania mostró su naturaleza tambaleante.

El mercenario Prigozhin —también oligarca— mordió la mano del que lo alimentó, del que lo alimentó política y militarmente. Su frustración con la competencia, el Estado Mayor de las fuerzas armadas de la Federación Rusa, le llevó a revelar verdades incómodas que a su vez pusieron de manifiesto otra naturaleza: Putin vive en un castillo de naipes.

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