Misterio en La Tirana - Beatriz García-Huidobro

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Misterio en La Tirana

Beatriz García Huidobro

Ilustraciones de Andrés Jullian

Misterio en La Tirana

Beatriz García-Huidobro

Ilustraciones: Andrés Jullian

Dirección de Publicaciones Generales: Sergio Tanhnuz

Dirección de Arte: Carmen Gloria Robles

Diagramación: Kevin González

Producción: Gonzalo González

Primera edición: enero de 2009

Cuarta edición: julio de 2017

© del texto: Beatriz García-Huidobro, 2009

© Ediciones SM Chile S.A.

Coyancura 2283, o cina 203, Providencia, Santiago de Chile

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Teléfono: 600 381 13 12 www.ediciones-sm.cl chile@ediciones-sm.cl

Registro de propiedad intelectual: 177.546

ISBN: 978-956-264-644-4

Impresión: Salesianos Impresores General Gana 1486. Santiago, Chile.

Impreso en Chile / Printed in Chile

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Misterio en La Tirana Beatriz García-Huidobro

Ilustraciones de Andrés Jullian

La llamada

A

PENAS EL TELÉFONO empezó

a sonar, Antonia corrió a contestarlo, a pesar de lo lejos que se encontraba del aparato y de lo cerca que estaban su hermano Pablo y su primo Diego.

—¡Atrás, atrás! ¡Es para mí, no lo toquen! —exclamó.

Diego comentó:

—Si se estuviera quemando la casa, hubiese un terremoto o un avión estuviera a punto de aterrizar en el techo, no se apuraría tanto.

—Caminaría tan campante, calladita, y salvaría su pellejo —agregó Pablo, mirando como su hermana alcanzaba el aparato.

—Y mientras tanto, las paredes se

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desplomarían sobre nosotros sin piedad —concluyó Diego.

Antonia cogió el teléfono con energía, lo levantó aceleradamente y una vez que lo tuvo en su mano, respiró profundamente, se alisó el pelo y dijo con voz calmada, suave y cantarina:

—¿Alóoooo?

Su cara adquirió rápidamente un gesto que combinaba decepción, extrañeza y curiosidad. Decepción, porque siempre estaba dispuesta a conversar largamente con su interminable cantidad de amigas y amigos; extrañeza, porque era poco común que el teléfono repicara para otra persona que no fuera ella, y curiosidad, porque quien llamaba era una niña y preguntaba por Diego. Los niños miraron la expresión inquisidora de su rostro al decir:

—Sí, está aquí. ¿Quién lo llama? Un momento, le voy a avisar.

Tapó la bocina con ambas manos y mirando a Diego dijo:

—Es Cósima, pero no te voy a pasar el teléfono hasta que me aclares por qué

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te está llamando, qué pasa entre ustedes, desde cuándo ella te persigue, qué piensas tú de...

—Sabes perfectamente que la conocimos en el campamento y que desde entonces somos amigos —respondió Pablo haciendo gestos para atrapar el aparato, sin éxito.

—Eso ya lo sé, pero quiero saber por qué llama a Diego.

—Si me dejas hablar con ella, te podré responder —le dijo su primo.

Antonia lo pensó un segundo y determinó que la respuesta era de toda lógica, así es que extendió el teléfono y se quedó a escasos centímetros de Diego.

—Cuando quieres ser molestosa, eres la especialista número uno, la campeona indiscutida —murmuró Pablo.

—¿CelosoporqueCósimaloprefiere a él antes que a ti?

Pablo empezó a enojarse, sin saber qué hacer. No le podía pegar porque sería abuso, ya que a pesar de tener dos años menos, era mucho más alto y fuerte que ella. Si le gritaba o le decía

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frases hirientes, a Antonia se le ocurrían respuestas peores y fingía que la opinión de su hermano no tenía ninguna importancia ni para ella ni para el resto de la humanidad. Por eso cuando discutían, Pablo sentía que la rabia le revoloteaba por el cuerpo y que no había modo de hacerla salir.

Antonia murmuró:

—Calma, calma. Si alegas, te va a oír y, definitivamente, va a preferir a Diego. A nadie le gustan los gritones. Esperaron que Diego terminara de hablar, limitándose a lanzarse miradas furibundas y desafiantes durante esos minutos.

Cuando cortó el teléfono, Antonia fue la primera en hablar:

—¿Para qué te llamaba a ti? ¿Por qué estaba tan impaciente que no pudo esperar a que llegaras a tu casa y te llamó acá? Vamos, primito, cuéntamelo todo. No sacas nada con esconderlo, si sabes que más temprano que tarde me enteraré de cada detalle.

Diego miró a su primo, le palmoteó

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la espalda y dijo:

—Pobre de ti, tener que soportarla a diario.

—Me estoy ganando el cielo —suspiró Pablo.

Y se alejaron, dejándola sola. Antonia partió acelerada detrás de ellos, pero en ese momento sonó nuevamente el teléfono y esta vez se cumplió la ley de las probabilidades y el llamado resultó ser para ella. Antes de empezar una larga conversación con su amiga, Antonia les advirtió:

—Igual voy a saberlo.

Diego le contó a Pablo que Cósima lo llamaba para invitarlos a ambos a un paseo espectacular, una oportunidad única. Sus padres debían atender por negocios a unos visitantes extranjeros que tenían mucho interés en conocer el norte de Chile, y la mamá de Cósima, que era muy aprensiva con su única hija, no quería dejarla sola durante esos días. Como los padres de Cósima eran franceses, ella no tenía abuelos ni tíos con quienes pudiera quedarse y cada

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vez que ellos viajaban, llevaban a su hija. Eso le había permitido conocer muchos lugares interesantes, pero también le desordenaba su rutina y le impedía estar con gente de su edad, situación que últimamente había empezado a molestarle y se lo manifestaba a sus padres en cada nueva oportunidad que surgía.

Esta vez protestó alegando que no quería perder sus vacaciones de invierno, que no sería capaz de resistir una semana casi entera rodeada de señores y señoras persistentemente aburridores, transpirando copiosamente bajo el sol del desierto, mirando con angustia los kilómetros de aridez que recorrerían con exasperante lentitud y que, por lindos que fueran los paisajes, eran tan divertidos como tener un pez por mascota.

La mamá de Cósima la complacería en lo que fuera con tal de que estuviera con ellos, así es que la niña accedió a ir sin rezongar solo si la acompañaban sus nuevos amigos.

—Sería sensacional, pero... ¿estaremos de viaje una semana? —dijo Pablo,

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con voz decepcionada—. No nos van a dar permiso para ir, no podemos faltar cinco días al colegio. Y menos cuando se acercan las vacaciones de invierno, con todas esas pruebas globales al acecho.

—Esa es la gracia: nos iríamos el mismísimo día en que salimos de vacaciones. Como sabrás, la fiesta de La Tirana se celebra el 16 de julio y nosotros quedamos libres de preocupaciones escolares dos días antes, con todas las pruebas de fin de semestre aprobadas.

—Ese es tu caso, no necesariamente el mío —tembló Pablo. Su primo obtenía las más altas notas sin mayor esfuerzo. En cambio, para él era un misterio saber qué sucedería después de una evaluación. Un siete lo sorprendía tanto como un dos y se aparecían caprichosamente, sin consideración a cuánto hubiese estudiado.

—De cualquier modo, la mamá de Cósima llamará mañana a tu mamá y a la mía. No les digamos nada hasta entonces, porque, como sabrás, un adulto no niega fácilmente un permiso a otro

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adulto. En cuanto a nosotros, ni les temblaría la voz para decirnos que no.

—¡Cómo me va a molestar Antonia hasta entonces!

—Esa es la mejor parte. Hazla sufrir de curiosidad. Mantente firme y mudo.

Durante la comida, Antonia esperó pacientemente a que Diego o Pablo mencionaran la conversación telefónica, pero aunque los niños hablaban sin parar, sus temas eran los deportes, la preparación de los exámenes, el próximo interescolar de atletismo y algunas anécdotas, como el derrumbe en una construcción cercana.

—El ruido era impresionante —comentó Diego—, como si un temblor de tierra sacudiera los cimientos y el edificio se quejara.

—¡Fue increíble! —contó Pablo—. Las paredes cayeron en cámara lenta y cada trozo de ladrillo y cemento levantaba una polvareda tan grande que no se podía respirar.

—Espero que se hayan mantenido

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lejos —dijo la abuela—. El cementerio está lleno de boquiabiertos que se quedaron mirando un derrumbe que les cayó encima.

—Acá estamos enteritos, como prueba viviente de nuestra prevención —sonrió Diego.

—Si los hubiera aplastado un trozo de muralla, Diego no habría recibido cierto llamado telefónico —se burló Antonia, que ya no aguantaba un minuto más sin que el tema se pusiera sobre la mesa.

—Lo habría recibido igual. La diferencia es que no habría podido contestarlo —dijo Diego, a quien la precisión y la lógica le importaban mucho.

—¿Cuál llamada? —preguntó Sarita. Era la menor de la familia y solía ser la última en enterarse de lo que sucedía. Aprovechaba de abrir sus grandes ojos negros y mirar fijamente a cada cual, intentando distraerlos para pasarle un pedazo de carne a su perro Salomón, que estaba echado junto a su silla. En ese momento sonó el timbre y

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entró la mamá de Diego. Trabajaba en una importante empresa y aunque había comenzado como secretaria, llegó a dirigir una sección. Eso la obligaba no solo a tener un largo horario y viajar a las distintas sucursales dentro de Chile, sino también a realizar constantes cursos de perfeccionamiento. Por eso, como no podía estar con su hijo más que al anochecer, Diego volvía del colegio con su primo y compartía cada tarde con la familia. La más contenta con ese arreglo era la abuela, que tenía la oportunidad de ver a sus cuatro nietos todos los días. Diego tragó rápidamente los últimos bocados de su postre, limpió sus anteojos salpicados de helado y se despidió.

—Estás muy apurado —le sonrió su mamá—. ¿Tienes algo que hacer en la casa, alguna tarea pendiente?

—No, tía —intervino Antonia—. Lo que pasa es que está escapándose de mí porque lo llamó una niña y no quiere decirnos para qué lo buscaba con tanta insistencia.

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—Me llamó Cósima. Siempre hablamos, no tiene nada de especial —dijo Diego—. Por favor, mamá, aclárale que es así para que se quede tranquila y no piense que le ocultamos algo.

—Es cierto —dijo la tía—. Se han hecho muy amigos desde que estuvieron en el campamento de la cordillera y hablan constantemente por teléfono. Además, Diego ha ido varias veces a su casa.

—Eso ya lo sé —masculló Antonia—. Y también sé que en el verano ella viajó a Francia a visitar a la familia de su papá y que al aterrizar lo primero que hizo fue llamar a Diego, que en su casa hablan en francés y tienen una cancha de tenis en la que Pablo se vuelve loco de felicidad dándole tumbos a la pelotita mientras Diego y Cósima se miran a los ojos. Sé que te adora, primo. Pero también sé que nunca te ha llamado a esta casa, sino a la tuya. Si lo hizo así, es porque algo sucede. Tal vez no sepa qué es, pero sé que existe. Y que es urgente. ¡Algo de lo que debo enterarme! ¡Necesito saberlo!

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La tía se rió, se despidieron y se fueron a su casa. Y aunque Antonia siguió a Pablo hasta su dormitorio, haciéndole preguntas y molestándolo, él le deseó las buenas noches formalmente y cerró la puerta en sus entrometidas narices.

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Una invitación muy especial

DIEGO Y PABLO subieron al bus desde el paradero del colegio y se sentaron al fondo, donde casi no había pasajeros.

—¿Sabes lo que hay aquí? —preguntó Diego exhibiendo un sobre blanco con el membrete azul del colegio.

—¿Te dieron una comunicación?

¿Un castigo? —Pablo habló con extrañeza. Su primo era favorito de los profesores y se había mantenido en los primeros lugares del curso durante toda su vida escolar.

—Este es nuestro pasaporte al desierto más árido del mundo. Como sé que tu mamá y la mía se van a resistir a darnos permiso, porque van a pensar

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que es una invitación muy importante y cara, que vamos a molestar a esos señores extranjeros, que tal vez prefieran que vayamos a la playa con ellos y todo eso, le pedí al jefe del departamento de Historia que nos solicite un reportaje acerca de La Tirana, que será equivalente a un trabajo de investigación.

—¡Hablaste con el Perro Matus! —exclamó Pablo con admiración. El señor Matus era el profesor de los cursos superiores y era reconocido por su estrictez.

—Así es. Le conté que teníamos esta oportunidad y le ofrecí un completo documental acerca de esta fiesta.

—¿Vamos a hacer una película?

—Pablo no era amigo de los trabajos rigurosos y complicados. Había imaginado esa semana en el norte como una aventura donde no realizaría más esfuerzo intelectual que, tal vez, solo tal vez, abrir ocasionalmente el cuaderno de matemática y echar una ojeada a los ejercicios y problemas que tanto lo atormentaban. Así se lo hizo saber

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antes de bajar en el paradero. Diego se rió. A diferencia de su primo, él nunca imaginaba lo malo que pudiera venir, sino que, por el contrario, solo esperaba lo mejor para los días siguientes.

—Entrevistaremos a todo el mundo, no solo a la gente de Iquique y de los otros pueblos, sino también a los sobrecargos del avión y, si tenemos suerte, a los pilotos...

—¿Avión, dijiste avión? ¿Nos vamos a subir a un avión? —Pablo miraba con incredulidad a su primo, temeroso de que él le respondiera que había entendido mal.

—¡Por supuesto, si son casi dos mil kilómetros! Tomaremos el avión hasta Iquique, nos alojaremos en un hotel y desde ahí viajaremos a La Tirana, a Matilla, a...

—¡Vaya, subir a un avión! ¡No puedo creerlo! ¿Estás seguro, realmente seguro? Yo, Pablo Hernández, tras doce largos años de espera, subiré a un avión, sabré cómo se ve el mundo desde las al-

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turas, veré como atravesamos las nubes y nos montamos sobre ellas, sentiré el vértigo del aterrizaje y...

Diego aprovechó la pausa que hizo para respirar y dijo:

—Estás hablando más acelerado que Antonia.

Pablo se enfurruñó un poco, pero la perspectiva de volar en avión lo alegró de inmediato.

—Tú ya anduviste en avión, por eso no te interesa tanto.

—Tenía tres años. Es como si nunca hubiera pasado.

Diegohablabaconvozenronquecida. Cada vez que recordaba su primera infancia, desviaba el tema tan pronto como podía. Poco después de cumplir los tres años, su padre abandonó a la familia y nunca más supieron de él.

Aunque su mamá se esforzaba porque nada le faltara y era muy comprensiva y dedicada con él, y además contaba con el papá de Pablo como si fuera su propio padre, Diego sentía que carecía de algo importante. Como no podía

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solucionarlo, prefería apartarlo de su mente.

Rápidamente se repuso y dijo:

—Lo importante es que deberemos realizar ese reportaje para nuestros compañeros, nos vamos a evitar el próximo proyecto de investigación y tendremos un registro de nuestra experiencia. Y los demás van a aprender gracias a nuestro paseo.

—Con tal de viajar en avión, no me importa si tenemos que hacer veinte trabajos —siguió Pablo—. A todo esto, ¿qué es La Tirana? ¿Una fiesta? ¿Un pueblo? ¿Y por qué se llama así?

—Acá traigo un libro que nos cuenta la leyenda de su origen. Te lo voy a leer.

—¡No, gracias! —interrumpió Pablo—. Ya me enteraré de todo. Por ahora voy a buscar en Internet el modelo de avión en que nos tocará volar. Me pregunto si es un Airbus 320 o el 340, o un Boeing 767 o...

Apenas entraron a la casa, la mamá de Pablo salió a recibirlos. Llevaba

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puesto el delantal con que pintaba cuadros de paisajes que producían una sensación de calma y bienestar en quienes los miraban.

—Qué bueno que ya llegaron. Necesito hablar con ustedes. La abuela se asomó desde la cocina con un cuchillo y un tomate en la mano y les hizo un gesto de cariño, demostrándoles que, pasara lo que pasara, ella estaba de parte de ellos. Entraron a la sala y la mamá cerró la puerta.

—Hace un rato me llamó la mamá de Cósima para invitarlos a un viaje durante las vacaciones de invierno. Yo sé que es una gran oportunidad, pero no estoy segura de que podamos aceptarlo.

—¡Por favor, mamá, no puedes decirnos que no! ¡Iremos en avión! —exclamó Pablo.

—Por eso mismo. Imagínate lo caro que es que ustedes vayan de viaje junto a su familia. Y la preocupación que significa hacerse cargo de dos niños en medio del tumulto de la fiesta de La Tirana. Es

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una invitación demasiado grande.

—¡Mamá, es un viaje en avión! —insistió Pablo.

—No les he dicho que no en forma definitiva. Aún no logro comunicarme con el papá ni con tu mamá, Diego. Yo creo que es algo que debemos decidir en conjunto, de común acuerdo entre los tres.

—Tiene razón, tía —dijo Diego—. Convérselo con ellos, pero tengan en cuenta que, como usted dice, es una oportunidad única para nosotros, que nos vamos a portar responsablemente y que coincide perfecto con un proyecto de documental que presentaríamos en el colegio y que nos permitiría cubrirnos de gloria. Imagínese, durante las vacaciones reportaremos la fiesta religiosa más espectacular de Chile, la editaremos y exhibiremos no solo a nuestro curso, sino a todo el ciclo. Los profesores van a estar felices y nos van a poner una nota excelente.

—¡Sin necesidad de hacer otro trabajo de investigación! —saltó Pablo.

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—De hecho, acá tengo una comunicación del profesor jefe de Educación Media que nos solicita que si tenemos la posibilidad... —Diego extendió el papel, que su tía leyó con atención.

—Es cierto que es un gran viaje —dijo ella—. Yo he estado en el norte y he visitado el pueblo de La Tirana, pero no en la época de la fiesta. Parece que el fervor popular es impresionante, son días durante los cuales nadie descansa y los bailes y los cantos se desbordan por el desierto.

—Debe ser espectacular —murmuró Diego.

—Y se llega en avión —agregó Pablo.

—Como sea, tenemos que pensarlo y discutirlo esta noche.

Antonia irrumpió en el cuarto sin la menor consideración, se dejó caer en el sofá y dijo:

—¿Qué hicieron los angelitos que tienen que pensar y discutir su castigo?

¿Algo del colegio...? No creo que Diego haya hecho nada en contra de sus ama-

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dos profesores. Tiene que ser Pablo el culpable. ¿Desorden, malas notas? Todo es posible para mi hermanito. Y cualquiera que sea el castigo, lo tiene merecido. La mamá miró fijamente a Antonia y le pidió que saliera. Ella se fue refunfuñando a la cocina a interrogar a la abuela para saber qué estaba sucediendo. Esa noche se reunieron la mamá de Diego y los padres de Pablo. La abuela, intentando ejercer su autoridad de madre de las respectivas mamás y suegra del papá, interrumpía constantemente a favor de los niños. Además, debía demostrar su sabiduría de persona mayor, descendiente directa de un empresario de las salitreras que había dejado sus huesos en la pampa:

—Ellos deben conocer el lugar donde trabajó durante tres años mi padre, es decir, su bisabuelo, y donde su hermano, o sea, mi tío, se quedó administrando una de las salitreras más grandes del mundo. En medio de la aridez del desierto, rodeado de peligros, cuando el viaje desde Santiago hasta Iquique era de varias

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semanas en tren y la gente moría en el trayecto, mi tío se instaló con su familia y sacrificadamente trabajó de sol a sol.

—La que en verdad se sacrificó fue su familia —dijo Antonia, temblando al pensar que pudiera tocarle un destino semejante—. Porque si a él se le ocurrió buscar ese trabajo espantoso, es su problema. Pero la pobre familia que tuvo que dejarlo todo para instalarse en el medio de la nada... —miró a sus padres con cara de súplica y agregó—: Por favor, nunca me hagan eso.

—Iquique es una ciudad preciosa, estarías feliz ahí —dijo su mamá.

—Tal vez ahora lo sea y ya no esté tan lejos gracias a los aviones. Pero imagínate que a ustedes se les ocurriera irse a colonizar unas islitas en el extremo sur, cerca de la Antártica. ¡No cuenten conmigo!

A pesar de las interrupciones y tras un llamado a los padres de Cósima, acordaron aceptar la invitación. Les dieron miles de instrucciones que los niños escucharon pacientemente e iniciaron los preparativos del viaje.

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Una larga espera

TODA LA FAMILIA se apretujó en el auto y llegaron hasta el aeropuerto.

—Esta es una actitud provinciana —rezongó Antonia—. Salir de viaje dentro del país no es algo tan extraordinario como para que se movilicen seis personas, además de los viajeros, por llamarlos de algún modo.

—¡Es fabuloso, volaremos en avión! —exclamó Pablo, quien aún no podía creer su suerte. Soñaba con los aviones desde pequeño y eran su mayor pasión, después del tenis, el fútbol y el atletismo. No sabía si cuando fuera grande escogería ser piloto comercial o deportista profesional.

—Este aeropuerto está repleto

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de gente, nunca vamos a encontrar a la familia de Cósima —dijo Antonia cruzando los brazos. Ella tampoco había viajado en avión y estaba un poco envidiosa. La abuela la invitó a que fueran junto a Sarita a mirar las elegantes vitrinas que brillaban a lo lejos y, de paso, comprar algunas golosinas.

—Para distraernos un rato —propuso la abuela.

—No se pierdan —dijo la mamá.

—Si no nos encontramos, ubiquémonos frente a esa puerta. Tarde o temprano nos veremos, no te preocupes.

—Vamos a recorrer todo el aeropuerto —agregó Sarita.

Apenas se alejaron, Diego exclamó:

—¡Allá está Cósima!

La niña lo vio al mismo tiempo y lo llamó desde lejos. Era alta y delgada, y al hacerle señas se movía como una marioneta de trapo. Su pelo castaño se sacudía alegremente y su hermosa sonrisa no descansaba.

Junto a ella estaba un grupo de personas de variadas edades, todas muy

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elegantes, llevando maletas de cuero y mirando con disgusto la lentitud con que se realizaba el elemental chequeo del equipaje.

—¿Cómo es que no existe primera clase en los viajes locales? No entiendo qué clase de país es este —dijo una joven de aspecto muy moderno, mientras revisaba su maquillaje en un espejito dorado.

—Con esa actitud no serás capaz ni de conocer el desierto —le respondió una señora que parecía alegre y enérgica.

—Has visto un desierto, los has visto todos —rezongó la joven.

—Son dos horas de viaje, no será tan cansador hacerlo en la clase turista —la confortó un señor, que seguramente era su padre, y que abrazó amorosamente a la señora que decía:

—Estas pequeñas molestias valen la pena cuando se quiere ver mundo.

—¿Mundo y desierto te parecen palabras sinónimas? —farfulló la joven, quien, evidentemente, tenía decidido quedarse con la última palabra. Luego

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sacó un cigarrillo de su cartera, le hizo señas a un hombre que diligentemente se lo encendió y luego se cruzó de brazos a fumar y mirar con disgusto a la azafata que registraba a los demás pasajeros.

Mientras los padres de Cósima hablaban con los de Pablo y con la mamá de Diego, la niña los llevó aparte y les dijo:

—¡Me han salvado la vida! ¿Se imaginan lo que sería para mí pasar diez días con esta gente y nadie de mi edad con quien hablar y hacer cosas entretenidas? ¡La peor pesadilla!

—¿A qué hora nos subiremos al avión? —insistió Pablo, que ni por un momento había olvidado su mayor motivación.

—Después que chequeen esa enormidad de bultos pasaremos a la sala de embarque a esperar otro rato hasta que nos llamen. Y entonces podrás subirte al avión y descubrir que no es tan espectacular como crees —Cósima había viajado tantas veces que ya ni recordaba

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cuántas eran, y el trámite del aeropuerto y el vuelo le resultaban indiferentes de tan habituales.

—¿Conocías a estas personas? —preguntó Diego.

—A unos mejor que a otros, pero sí, los conozco a todos. En realidad, todo se debe a la señora Osorio, la de la chaqueta azul. Está casada con ese gordito que la acompaña, a quien todos le hacen reverencias solo porque es un hombre muy rico en México, en Australia y en donde lo pongan. Él parece muy simpático, pero cuando uno lo conoce más descubre que es rabioso y dominante. Tiene cadenas de televisión, viñas, bosques, fábricas y muchos otros negocios. Ella podría dedicarse a gastar su plata en lo que quisiera, pero en vez de eso se dedica a hacer obras de beneficencia cultural, como las llama. Ahora se le ocurrió que la religiosidad popular es algo muy importante, le contaron de La Tirana y decidió venir a vivirla “en plenitud”. Si le gusta, después hará un cheque millonario y todos felices. Quien

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más le celebra sus ocurrencias es su marido, que la adora; llevan no sé cuántos años casados y siguen comportándose como adolescentes. Es vergonzoso. Diego miró a la señora de aspecto amable y alegre que antes había hablado con la muchacha rezongona y le pareció que sería interesante conocerla.

—¿Es pariente de ella? —Diego señaló con la mirada a la joven ceñuda que ahora miraba con disgusto las páginas de una revista de modas, mientras empujaba su maleta con el pie.

—Sí, esa es su encantadora hija. Se llama Daniela Osorio y odia al mundo. Así como son de alegres y entusiastas sus padres, ella vive quejándose de todo. Yo creo que es así porque ellos no pudieron tener más hijos y la han malcriado en todo. Cuando terminó el colegio decidió ser fotógrafa, tomó clases con el mejor profesor, tuvo los equipos más modernos, pero se aburrió antes de un año. Después le dio por hacer unos diseños computacionales y también los dejó; luego armó una revista de ciberar-

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te, gastó una fortuna y al tercer número descubrió que ya no le interesaba. Ahora creo que va a dedicarse a algo de moda y perfumes.

—Definitivamente, no sabe lo que quiere —dijo Diego.

—Es una antipática. A fines del verano, para la fiesta de la vendimia, vino con sus padres a nuestro campo. Se pasó la semana completa criticando cada cosa que veía. A mí me daba rabia, pero al final hice como si no existiera. Y siempre es igual; la llevan de viaje, anda con cara larga porque nada le parece bien, pero tampoco se queda en su casa haciendo algo útil. Parece creer que su misión en la vida es quitarles alegría a sus padres y a todos quienes los rodean.

—Es un hecho que no lo consigue —comentó Diego mirando a los señores Osorio que, tomados de la mano, conversaban sonrientes con otras personas del grupo.

Cósima continuó con las presentaciones:

—Ese joven con cara de pajarón que

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da vueltas alrededor del señor Osorio es su secretario particular, asistente o como se llame esta especie de esclavo que debe preocuparse de que nada funcione mal en la vida de su jefe. Se llama Pedro. Efectivamente, el joven estaba atento a cada movimiento y palabra del señor Osorio: quitaba los maletines a su paso, encendía los cigarrillos, acercaba ceniceros, servía cafés, retiraba las tazas vacías y se hacía atrás para no importunar. Diego pensó que no le gustaría tener que realizar un trabajo de ese estilo por mucho que le pagaran. Finalmente, las maletas fueron pesadas y transportadas, los niños se despidieron de su familia, recibieron la bolsa de golosinas que les entregó la abuela, así como los efusivos abrazos de Sarita, los reiterados consejos de sus padres y las sugerencias de Antonia acerca de cómo pasar inadvertidos sin molestar a la humanidad completa, y entraron en la sala de embarque.

Mientras esperaban para subir al avión, Cósima les dijo:

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—Voy a contarles quiénes son las demás personas para que después las ignoren sabiendo quiénes son. Ya les mostré a Pedro, a Daniela y a los señores Osorio. Él es mexicano, pero ella es francesa, como habrán podido advertir por su pronunciación. El año pasado se fascinó con la celebración de la Semana Santa en Guatemala e hizo tantas donaciones que creo que le van a poner su nombre a una calle.

—¿Qué es eso de religiosidad popular? Yo creía que la religión era religión y punto —dijo Pablo, mirando con decepción hacia la pista de despegue, que estaba en total quietud.

—Yo tampoco sé mucho. Son fiestas o algo así —respondió Cósima.

—Creo que la religiosidad popular tiene que ver con las costumbres que se mantienen en un lugar, a partir de sus creencias, de sus leyendas y tradiciones —dijo Diego—. La religiosidad popular de un lugar no es igual a la de otro, aunque estén celebrando la misma fiesta o al mismo santo. Si te acuerdas, hemos

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visto como se celebra San Pedro en la caleta. Se lleva al santo en un bote y se arma la procesión en el mar, pero esto no es igual en todos los puertos.

—Como sea, a la señora Osorio le gustan las fiestas religiosas, los bailes, las máscaras y la alegría por las calles. No le preguntes, porque te da un discurso eterno acerca de la identidad de los pueblos, de la globalización que va en contra de la cultura y dice mil veces que lo que más vale es lo auténtico. Yo creo que es su palabra favorita: ¡Autenticó! —Cósima imitó el acento de la señora Osorio.

—Lo que no entiendo es por qué tanta gente la sigue en este tema que solo le interesa a ella —reflexionó Diego.

—Es por negocios, siempre negocios —Cósima hizo un mohín de disgusto—.

Resulta que mi papá tiene una viña muy grande y con alta tecnología. Hace unos vinos muy finos, con unas etiquetas que hasta las diseñaron unos pintores famosos. Pero ahora se quiere asociar con el señor Osorio porque él tiene una red

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que le permite vender en todo el mundo y así también va a poder producir más botellas tanto acá como en Francia. A cambio, mi papá puede enseñarle su tecnología para que las viñas que este señor tiene en Australia produzcan con la misma calidad. Así es que están tratando de ponerse de acuerdo en los miles de detalles que forman un negocio, porque cada uno quiere ganar lo más posible. Total que hablan de eso la mayor parte del tiempo y son aburridísimos.

—Parece simpático —comentó Pablo.

—A mí también me cae bien algunas veces, pero eso no quiere decir que no sea aburrido el hecho de que solo hable de negocios. Él se hizo millonario siendo muy joven, no porque haya heredado, sino porque se ha esforzado mucho y es muy inteligente y mandón y tiene esas cualidades que hacen que alguien sea empresario y le resulte.

—Está cien por ciento dedicado al tema, tiene todas sus energías puestas para lograrlo —dijo Diego.

—Justo. No tiene otro tema. Lo úni-

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co que hace aparte de trabajar es estrujar a su señora como si fueran novios y hablarle como a un bebé. Es atroz —los miró arriscando su naricita picuda.

—No quiero pensar cómo irá a ser Antonia cuando tenga novio —intervino Pablo, que aunque había estado pendiente de los aviones en la pista, permanecía atento a la conversación.

—Bueno. Esos son ellos y ya saben por qué están aquí. Más allá tenemos al señor Velasco. Es españolísimo, pero vive en París. Vende no sé qué sistemas de embalaje que según él les servirían mucho a mi papá y al señor Osorio y por eso los persigue sin cansancio. Por supuesto, su interés por la fiesta de La Tirana es fingido y lo hace solo para estar cerca de un posible negocio.

Diego pensó que a fin de cuentas el señor Velasco se estaba esforzando mucho por lograr vender esas máquinas.

Aunque estaba algo grueso y sudaba copiosamente, era un hombre joven, de facciones agradables.

—Esos señores que están más allá

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son los Peña. Son dos hermanos muy diferentes entre sí.

Diego miró a los dos jóvenes. Uno de ellos era muy expresivo, conversaba sin parar y reía con frecuencia. El otro era un hombre de pelo claro, pálido y con una expresión triste y lejana; parecía que nada de lo que sucedía a su alrededor podía importarle.

—Ellos también están acá por negocios. Tienen un campo enorme y parece que sus tierras son las mejores del mundo para producir una variante del vino tinto.

—¡Puaj! Qué asco el vino —interrumpió Pablo.

—Ni les digas. Lo olfatean con los ojos cerrados y hacen una alharaca con cada sorbo como si fuera algo mágico.

A mí no me gusta ni el olor —dijo Cósima.

—¿Quieren comprarles su campo?

—preguntó Diego.

—No, ellos adoran sus tierras, las han heredado de generación en generación y en su campo hay una casa

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preciosa. También les interesa asociarse porque no tienen plata suficiente para hacer crecer el negocio por sí mismos. Les falta la tecnología de mi papá y los contactos para vender del señor Osorio. El de pelo largo se llama Alfredo y es algo así como el alma de la fiesta —siguió Cósima—. Era soltero y vivía rodeado de novias, pero se casó hace poco. El otro es Luciano y en verdad su historia es muy triste, porque estaba casado con una mujer a quien adoraba.

Cuando llevaban como un año juntos sufrieron un accidente en el que ella falleció. Lo peor es que él iba manejando y aún no logra superar la culpa.

—¿Por qué, acaso era en verdad el responsable? —preguntó Diego.

—No se supo bien. Fue en un cruce con semáforo y ambos conductores dijeron que tenían luz verde. El caso es que un camión embistió al auto por el lado de ella y lo destrozó. Los dos vivían en Santiago, porque Luciano trabajaba en un banco, pero después del accidente él no quiso volver a su departamento, dejó

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su oficina y se fue al campo. Dicen que pasa encerrado, que no sale a ninguna parte, sólo recorre las viñas y trabaja. En cambio, su hermano Alfredo es bastante flojo cuando se trata de trabajar. Le gustan los caballos, las fiestas y los viajes, así es que vive principalmente a costa de lo que rinde ese campo familiar donde él sólo se divierte invitando gente y organizando fiestas de lo más elegantes.

Mientras Alfredo conversaba alegremente, se acercó por detrás una joven con su largo pelo castaño atado en una trenza; alta y delgada, iba vestida como si fuera a montar. Se veía muy segura de sí misma, sabía lo bonita que era y cómo atraía las miradas de los demás.

—Ella es Constanza, la mujer de Alfredo. También pasa las horas detrás de los caballos y las fiestas. Vinieron a este viaje porque quieren ayudar a Luciano a concretar la fusión de las viñas con mi papá.

—No creo que sean una gran ayuda

—dijo Diego.

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—Yotampoco.PeroaAlfredolegusta participar en la parte entretenida de los negocios: las comidas en restaurantes, los viajes, los festejos. Cuando hay que recorrer las tierras, sacar cuentas, pagar sueldos, escribir cartas y todo eso, él desaparece y deja las tareas en manos de su hermano —Cósima tomó aire y continuó—: Y por último, ese simpático con cara de duende es Francisco, un súper experto en producción de vinos y todo eso. Trabaja con mi papá y es considerado el mejor de Chile y quizás de Sudamérica. Parece que a las uvas más roñosas les saca buen vino y sabe cuáles plantar en cada tipo de terreno, según el clima, la acidez de la tierra, esto y lo otro. Mis papás lo adoran. Francisco era rubio, de rostro pecoso y grandes orejas, alto y delgado. Su aspecto juvenil contrastaba con la seriedad de su mirada; estaba atento a lo que hablaban los demás y se mantenía en silencio.

—Es raro pensar que un viaje de entretención sea parte de un negocio

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—reflexionó Diego—. A mí me parecía que el trabajo se realizaba en la oficina, visitando clientes, haciendo cursos, pero que los paseos y las vacaciones se destinaban a descansar, a pensar en otras cosas, a ver a otras personas.

—Eso es espantoso; mi papá solo tiene amigos de negocios, está todo el día enchufado en el tema, nunca descansa. Cuando sale a un viaje como este, conoce lugares espectaculares, se aloja en buenos hoteles y come en restaurantes elegantes; todos creerán que descansa y lo pasa sensacional, pero en realidad está la mayor parte del tiempo alerta a las conversaciones, a negociar mejores condiciones, a leer y responder mails, revisar las cuentas que le mandan, llamar por teléfono a su secretaria y ponerse nervioso por cualquier problema... Yo nunca me voy a dedicar a los negocios. Voy a ser caricaturista.

—Y vas a ser la mejor, estoy seguro —dijo Diego con sinceridad. Había visto sus dibujos llenos de detalles que demostraban que era una observadora

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muy aguda, con un talento irónico y espontáneo. Entretanto, Pablo miraba con impaciencia como la azafata se instalaba con gran calma en la puerta, acomodaba el micrófono y revisaba unos papeles, sin dar inicio al embarque de los pasajeros al avión.

Pero como no hay plazo que no se cumpla, finalmente se abrió la puerta que conectaba con la manga. Recorrieron aceleradamente el tramo, subieron al avión y se acomodaron en una fila de tres asientos contiguos.

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Cósima, la chica que Diego y Pablo conocieron en un campamento durante las vacaciones de septiembre, invita a ambos a un paseo espectacular al norte de Chile para conocer el mágico desierto y la tradicional fiesta de La Tirana. Pero aquel viaje se ve ensombrecido por la desaparición de importantes documentos.

Beatriz García-Huidobro es profesora y escritora. Sus libros han conseguido un gran éxito, principalmente, por sus ingeniosos argumentos cargados de suspenso, misterio y aventuras.

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