LOS EQUIVOCADOS
Siempre vi a una mujer maquillándose. No era una madre, era una mujer maquillándose. Como Judy Garland, Audrey Hepburn, ya sabes, de esas películas blanco y negro donde las chicas se ven angelicales e inalcanzables y te las imaginas afuera del plató y zas. Te encuentras más cerca de un ser perverso, aunque es algo que no ves. Nunca lo ves Elena, solo lo imaginas, porque uno solo ve a la mujer de la película. Uno solo quiere ver a la mujer de la película. Tampoco es que sean todas iguales. Ni adentro ni afuera. Ya sabes.
Jota y el tema de su madre. Cualquier recurso servía para enredarse con su recuerdo. Desde su muerte se acentuó la imagen divina que tenía de ella. ¿Te imaginas Elena? Una mujer maquillándose, día y noche, día y noche, ella y su espejo. Yo podría vivir en su espejo Elena, aunque nunca me dejó que le diera un beso cuando se maquillaba, porque ella era regia. Mi niño, decía, al mismo tiempo que me estaba sacando de su lado. Entonces Jota miraba los cerros que rodean Coyhaique, o algún sitio en altura de la habitación, algo que le diera tensión al asunto de la madre, apretaba los labios y se sumía en su propia progresión dramática y monólogo, hasta llegar a esa parte del guión que decía es que de veras no le importamos a nadie (a veces variaba el orden, pero siempre parecía lábil y divo). Ya, olvidemos esto mejor, y se sacudía, pasaba a otra cosa, tipo conductor de programa de televisión, y toda esa gravedad se había esfumado y daba la impresión que daría paso a los comerciales. Lo sabía, nunca se hundía en la tragedia,
Siempre lo mismo. Vivíamos en un pueblo donde todo se repetía y Jota había repetido tantas veces la historia que me producía la sensación de estar en El día de la marmota. Todos queríamos a la tía, pero ya habían pasado varios años para encontrarle un lugar, Jota no la recordaba como una madre, para él era un ícono gay.
Lo esperaba mirando carátulas de sus cassettes mientras se arreglaba, se tocaba el rostro, se miraba al espejo y abría los ojos, hacía muecas, algunas muecas, y el clásico mirarse el culo antes de salir. Le hacía creer que mi
silencio era empatía. Nuestra amistad era así, diálogos de una película que conoces de memoria y la dejas pasar, dejas que suene, que se muevan los personajes, que suene el stop del VHS, y si tienes suerte, que no se rebobine automáticamente.
Éramos distintos, él ya no creía en nada y pocas cosas le importaban, y yo recién estaba entrando en un túnel de preguntas. Éramos dos perdidos en una habitación. La habitación tenía treinta mil personas. Paredes de cerros, viento colándose por la ropa y apellidos que se repiten. Crecimos en un pueblo incestuoso donde los hermanos de los hermanos y los primos de los primos rellenábamos las carencias como si fueran trincheras. Había urgencia de cariño, había tiempo, pasaba el mate por el silencio de un triste escenario donde no había mucho que hacer y demasiado que hablar.
Crecí mirando esos cerros, detrás de ellos parecía haber vida, vida de veras, quizás una ciudad, no la sensación de cansancio y aislamiento que nos pegaba las manos a los bolsillos y la soledad se parecía mucho al frío. La Patagonia es un espacio curioso, mientras unos pagan millones para jugar al citadino outdoors cuidadores de la naturaleza, a otros nos apretaba y succionaba una vasta pampa y el zumbido del viento nos acercaba a un trance, a un espacio vacío, al eco de un monólogo que no termina de completarse, que nos estremece hasta la autodestrucción. Ese lugar donde el agua y las montañas se vienen encima. La Patagonia y sus paisajes sobrecogedores y en nuestra soberanía le asignamos una historia, le zurcimos la tragedia y ahí tienes tu identidad.
En la sonrisa de Jota se marcaba la misma imposibilidad que en la sonrisa de muchos que teníamos que vivir escondidos, mirando de reojo, jugando a las adivinanzas (no vayas a decir algo incorrecto y que no se te note mucho, por favor). Jota se obligaba a sonreír y lo exageraba cuando tenía que doler. Yo no sonreía, no me esforzaba en agradar, apenas tocaba a la gente, me había llenado de obsesiones y necesitaba sentir una asepsia social acorde a mis ritos. Y de algún modo se me permitía, siempre fui la niña rara con la que preferían no meterse para no tener problemas, porque una encantadora hipocresía. Así crecimos, ese fue nuestro sistema. Y Jota, que decía no importarle el mundo decenas de veces al día, que él ni ahí, que le daba igual, una de las pocas cosas que le importaban era lo que decía la gente, ese rumor zumbido, ese rumor mirada, ese rumor sonrisa. A veces se
le escapaba la rabia cuando la gente lo miraba en la calle (y enojado se te nota más, no seas ridículo Juan Luis), y aparecía su paranoia, camina más rápido Elena, crucemos la calle, mira, ese que viene ahí, pero no lo mires. Había días en que estaba insoportable y medía todos sus gestos porque le venía la culpa y Elena por favor, se más señorita. Estábamos demasiado pendientes unos de otros, le molestaba esa efervescencia que provoca el aburrimiento, en esas conversaciones que se escuchan como susurros cuando caminas por afuera de las casas, en esas palabras y adjetivos que creen inocuos. Ahí estaba Jota, destruyéndose, destruyéndolo. Cuando estábamos solos insistía en que se sentía encerrado, decía vámonos y yo le cantaba la Chavela Vargas riéndome de su dramatismo. E insistía en que nos hagamos ermitaños, en una montaña por ahí en la Carretera Austral. Pero cómo hombre, con todo lo que necesitas para salir a la esquina no sobrevivirías en ninguna parte. A veces subía el volumen de la música y bailaba como un gato que de pronto se acuerda que estaba jugando. Me acariciaba el pelo con la ternura de un hermano mayor mientras movía la cabeza al ritmo de la canción que sonaba, y luego venían las advertencias (siempre las advertencias Jota), cuando ya estábamos chascones, en un estado de sopor, con las mejillas rojas y la lengua traposa por el vodka. Tienes que tener cuidado Elena, y yo (cara de ternura) me dejaba acariciar. Lo escuchaba, pero no lo escuchaba, no quería escuchar de nuevo las mismas cosas: no tomes tanto, no fumes, eres una niña, ten cuidado, no quiero que te hagan daño. Cuidado con la gente que conoces. Disociado Jota querido, ya sé cuidarme sola, mientras tú levantas chicos en la calle y me pides que te acompañe. No te queda bien el cuídate Elena.
Habíamos crecido como hermanos. Nuestra diferencia de edad no era un problema. Él intentaba cuidarme, pero a Jota no le quedaba bien el papel de hermano mayor, era inestable, un desastre, solo quería ser admirado y quería probarlo todo. Eso le molestaba a Mateo, que insistía en que todo lo malo que le sucedió a Oscar fue culpa de Jota; para mí fue lo más parecido a lo que cualquiera de nosotros pensó como amor. Yo no creo en culpables, pero fue lo que nos separó a los cuatro. Fue un tiempo en que todo sucedía como si fueran balas que había que esquivar. Comprendo que Mateo haya sentido desprecio, Oscar era su hermano. Nos pasaron la cuenta tanta música y escenarios de Coyhaique, y sácate la ropa y ponte la ropa, seamos populares, vamos a las luces, luciérnagas; echémoslo a perder de nuevo, hagámoslo de nuevo. Nuestra propia, irrepetible e inédita película de adolescentes pueblerinos.
Con Jota crecimos juntos. Nuestros padres eran amigos desde la universidad. Entraron a la escuela de derecho el mismo año, en los sesenta, y ambos llegaron a la Patagonia porque pensaron que la dictadura se sentiría que escapar. También se podía trabajar el campo si todo salía mal, el país de ellos se había acabado. Tomás, el papá de Jota (que no era su papá, pero le dio el apellido) era abogado del banco estatal; Horacio (mi papá) ejer-
café manchadas, ceniceros, máquinas de escribir, libros, revistas, decretos,cionario de la Real Academia Española (un arma mortal), y los percheros donde él y los clientes dejaban sus sombreros y boinas. Laura era la secretaria, quien disminuía todo ese caos y siempre tenía la palabra precisa. O eso me parecía, me gustaba estar con ella, porque yo no le gustaba a mi madre. Cuando quedó embarazada de mi tuvo que dejar la universidad, también estudiaba derecho, y tenía un talento especial para hacerme responsable de sus sueños truncados.
La madre de Jota iba y venía. Así que en esa complicidad de madres ausentes nos fuimos acercando. Jota me cuidaba. Me leía cuentos, me acariciaba el pelo como si fuera una mascota, me llevaba a andar en bicicleta, me compraba chocolates, era la hermana que no tuvo y que no quería tener. Comenzamos por la ternura. Él me sentaba en sus piernas y lo abrazaba, lo miraba hacia arriba y veía una nariz gigante, y el caballito y tenía que estar moviéndose hasta que no daba más. Lo perseguía para que me hiciera dibujos para pintar, insistía en que no sabía dibujar, pero no me importaba, y, obviamente, para no provocar en la niña un trauma de abandono y frustración, él tenía que aplaudir. No me interesaba si los otros aplaudían, yo quería que mi hermano no hermano me aplaudiera. Supongo que desde entonces nos habitó una premonición, una conexión, la sensación de que teníamos un secreto supeditado a una cuenta regresiva, un secreto que aún no tenía nombre.
A medida que iba creciendo los juegos y las conversaciones cambiaron. Jota debe haberlo agradecido. Las burlas se convirtieron en nuestra entretención. Nos reíamos de nuestros padres, de la ropa, de sus modales, que la música y sus bailes, y esos gestos forzados de la gente para no verse aburrida. Ni se enteraban de que no los mirábamos. Esa era la entretención. Ya conocíamos algunas escenas. El tío tanto tanto se emborrachaba y se
rebelaba contra esa tía tan desagradable y quién no, si era una mujer insoportable (la misma que me apretaba los cachetes y miraba a Jota con desdén). También estaba la tía que intentaba no aburrirse y sonreía a cualquier cosa que le decían, y de vez en cuando iba a su cartera a sacar un pastillero y tomaba una, dos, tres, y luego parecía estar caminando sobre una nube, hasta que tenía una buena excusa para irse. Y otros que eran amantes y se escondían, y los seguíamos para molestarlos.
Todo comenzó por cinco colegas y sus parejas, no entendía esa insistencia en ser amigos. A ellos que se les sumaban sus hijos, que se suponía que tenían que ser amigos de nosotros. Y estaba la que quería ser dueña de los juegos y el otro que insistía que Jota juegue con ellos como si tuviera su edad. Esa era nuestra pequeña fauna de señores y señoras que interpretaban el mismo rol en cada reunión. Almuerzos, cenas, cumpleaños, paseos, velorios. Cuando nos aburríamos, íbamos a la pieza a ver tele y nos turnábamos para sostener la antena en las posiciones más ridículas, para poder sintonizar TVN, el único canal que la dictadura nos dejaba ver y que tenía una pésima señal. La antena nos convertía en una versión cíborg pobre; alargándola, achicándola, moviéndola, poniéndola cerca de la ventana. Y cuando lográbamos que la señal sea estable, bastaba a veces con respirar y todo se iba al carajo. Era un artefacto inútil, salvado por el VHS y los videoclubs. Así fue que la televisión se volvió algo accesorio, hacer coincidir audio e imagen (audio con puntitos, imagen en silencio) era agotador, excepto cuando sonaba extra ¡Extra! ¡Extra! y cada vez se volvía más fuerte porque algún adulto le subía el volumen, como si con eso pudieran escuchar más rápido, y ahí no importaba si se veía o no, ellos negociaban con la antena, pero esa información se necesitaba porque las radios tardaban y más aún los diarios, que llegaban al día siguiente (si las condiciones de vuelo lo permitían). Jota entendía la urgencia, y ponía el dedo en su boca y shhh, Elena, espera un poco. Aunque estuvieran bebiendo o discutiendo, quedaban congelados, a ver a ver a ver, shhh, cállense. Cosas de adultos. Por un lado susurraban los hombres y las mujeres por otro, abrían los ojos, gestos de preocupación, tenían una cantidad envidiable de expresiones faciales. Veía labios moverse, veía miradas (¿Qué pasa papá? nada, anda a jugar hija, los grandes estamos conversando). La reunión se volvía un murmullo, nos decían que nos fuéramos a la pieza o a jugar. Si escuchábamos nos convertíamos en la amenaza, podíamos repetir algo en nuestros estupendos colegios católicos repletos de hijos de militares y de voluntarias de CEMA-Chile. Eso lo sabían nuestros padres. Una vez escuché comunista
entre los balbuceos de los grandes. En mi colegio de monjas alguien dijo algo de los comunistas y dije que de eso hablaba papá el otro día. Y una niña me quedó mirando, era hija de militar, albergada en las casas construidas sobre terrenos usurpados del barrio residencial, y ella lo repitió en su casa, y las monjas llamaron a papá, papá me preguntó qué había dicho exactamente. Solo eso dije. Elena, nunca más repitas eso por favor, estaba hincado, a mi altura (insistió en el por favor, me tomó la mano y me apretó con un abrazo). Y nos fueron llenando de silencio, fragmentos, tareas mal hechas, para que sacáramos nuestras propias conclusiones, porque (por si no te enteraste) no nos contaron la historia.
Años después, cuando fue el boinazo, la mesa del teléfono se volvió el centro de operaciones. Se cerraron las cortinas, no mires. No salgas. Quédate, pero ¿qué pasa? (¿se acabó o no se acabó la dictadura?). Y pasaba la herida de mi papá, pasaba su miedo, y no me decía si se había acabado o no, veíamos las imágenes en la tele, milicos por el centro de Santiago. Pero en mi pequeña vida hubo tanto milico que supuse que eso funcionaba así. Fuimos a ver a una tía que le dio crisis de pánico con el ejercicio de enlace, como llamaron a esa amenaza. Estábamos lejos, teníamos que rellenar con la imaginación demasiadas frases que llegaban. También un miedo así apareció con el hongo gigante en el cielo. Un hongo que lanzaba rayos verdes, rojos, azules, morados. Estábamos jugando en la plazoleta y quedamos perplejos. Cuando advertimos esa cosa gigante que aparecía en el cielo, todos corrimos a nuestras casas. Mi casa estaba a una cuadra y sentía el miedo que me alcanzaba, mientras los rayos seguían ahí. Nadie sabía qué era. La gente salió de sus casas, giraban y giraban la perilla de las radio por si alguna radio estaba informando algo (busca las argentinas, busca las una invasión extraterrestre, pero hubo gente en los campos que se acordaba
que eso mismo lo dijeran en la radio o la televisión. Recemos. De pronto todo se volvió ceremonioso, veíamos caer la ceniza y oscurecía todo, era como una película en blanco y negro. Llegaba la hora de dormir, pero nadie quería ir a dormir. Aún no había certeza sobre qué era eso, un hongo hermoso con rayos de todos colores que nos iba a matar. La única invasión extraterrestre que conocía era de la serie V, esos que se sacaban la piel y comían ratones. Y pensaba en ellos mientras miraba por la ventana y apenas se veía la casa del frente, ni el viento blanco nos había dejado con tan poca visibilidad. Arreglemos las cosas por si hay que evacuar dijo papá, si
llueve va a ser un desastre, el olor a azufre se colaba a la casa, usen mascarillas si salen a la calle. Son ruidos subterráneos, Elena, duérmete, no pasa nada. Dijeron dios, rapto, los caminos del señor. Arrepiéntanse. Yo pensaba en la serie V. Tenemos que cerrar el colegio porque las cenizas pueden ser tóxicas. Mascarillas. No se puede salir de casa. No tomen agua de la llave.
volcán, el Hudson (jadson, jatson, jacson, jason). Papá sacó una carta de navegación de la biblioteca que tenía en casa y conocimos la ubicación exacta del volcán, pero solo nos servía para saber de geografía. El viento cambió dijeron en la radio, llegaba algo de información. Las cenizas ya no caerían en Coyhaique, se fueron al sur, hacia la frontera Chile-Argentina las cenizas que nos han unido. Se acumuló un metro de cenizas en los techos, murieron animales, se cortaron los caminos, quedaron aislados hacia Chile. Alguien recordó la última erupción, veinte años antes, y la nevazón que se vino junto con las cenizas y que parecía que hubieran tirado engrudo en las calles. Nos envolvía esa mística de pánico tan particular que solíamos procurarnos en los pueblos pequeños en tiempos de desgracia. Habían muerto varias personas.
No se sabía de Chile Chico, la zona donde se fueron las cenizas. Las radios argentinas informaban de lo que ocurría en sus provincias, y cruzaron a ayudar a los chilenos (tan solos estos chilenitos). Y después, estábamos en la tele, puntitos de colores en la tele. Había llegado el presidente las autoridades son testigos del esfuerzo que se ha hecho, de la gente de acá con ayuda del gobierno, dijo el presidente y la vieja negación de nuestros vecinos argentinos (y la siguiente pregunta de este sorteo queridos televidentes: ¿se siente usted chileno o argentino?). Yo era pequeña y nadie me dijo como sentirme, fueron días de miedo y me quedó una herida con Chile, eso que sucedía lejos. Y había ido alguien a recibir los aplausos, como esos compañeros de colegio que no habían hecho nada del trabajo en grupo, ni siquiera habían ido a la biblioteca a revisar la enciclopedia, ni habían cortado del Icarito ni dibujaron algo que se parezca a lo que pedían, y tampoco tenían buena caligrafía para pedirles que pasaran en limpio el trabajo, o que hicieran la portada. Y después se paraban frente a la profesora muy dueños de la palabra. Eso sentía que era Chile, el trabajo de otros.
Las relaciones familiares comenzaron a tragarnos pronto. Éramos cómplices, ya nos costaba reírnos de lo mismo que se reían todos y pese a nuestra diferencia de edad, queríamos estar siempre juntos, algo que algunos relacionarse con adolescentes, se aislaba con la niña rara, como si hubiera algo más (paranoias de que hubiera algo más en todo). Les causábamos sospecha, no querían que estuviéramos solos. Nos iban a ver por sorpresa. Juan Luis, las manos donde las vea, decía su padre. Y así crecimos, demasiados años, en el privilegio de pertenecer al jet set pueblerino, donde todos teníamos una doble vida.
Cuando Jota se fue a la universidad supe lo que era echar de menos. Todos tenían que irse de Coyhaique si querían seguir estudiando. Entonces, desde marzo era esperar julio y desde agosto era esperar diciembre y ojalá que no llegué marzo de nuevo y que el verano sea eterno. Los primeros dos años esperaba con impaciencia que volviera, luego ya no, tenía cara de adulto, hacía otras cosas. Algunos años después papá me contó que Jota no regresaría a estudiar, que se tomaría un tiempo, nos reencontramos, yo también había crecido. Ya no era una niña.
pendiente de conseguir lo último, lo que estuviera de moda, lo que sonaba en las radios santiaguinas. Lo buscaban para todo, matrimonios, bautizos,
un grupo de gente. Accedía a todas las peticiones mientras no fuera folclor, no le gustaba ese alarde del orgullo patagón. Para mí era el chico más moderno de Coyhaique. Hacía bailar a la gente, tenía ese poder. El que sabía de música algo más sabía de la vida. Los hacía entrar en trance, pronunciar un mal inglés, buscar a alguien con quien terminar la noche con un lento, una sillita musical, el lento, el beso, toda la noche esperando ese momento, y la euforia con Depeche Mode, Pet Shop Boys, New Order, Erasure, Cocteau Twins, Tears for Fears, The Cure, y la ola anglo que venía con la modernidad capitalina. Disfrutaba ver a la gente siendo devorada por su ego, que imaginaran neones cuando cerraban los ojos, la velocidad del mareo, los semáforos en verde, la velocidad de las miradas, la ciudad que no existía, el vaso nunca vacío, los secretos de los baños (cuidado con los sapos) y la euforia. Sonaban los ochentas, los noventas, y se sumaba la electrónica que cruzaba el Atlántico a un ritmo progresivo. Pedía catálogos por correo a las tiendas de música, eran tiempos no aptos para impacientes,
pieza repleta de cassettes, originales y otros que solía titular varios o lo mejor de, sonaban bien a pesar de estar grabados con un improvisado juego de cables. Me gustaban los cassettes de cromo en los que tenía sus propias mezclas, eran oscuros y elegantes, me gustaban para mi personal estéreo. Él decía que la cinta duraba más y que el sonido era mejor, que disminuía los bajos, o lo que sea, me parecía que era idea de él. Yo los prefería porque soportaban mejor las vueltas que les daba con el bic para encontrar las canciones, y para no gastar las pilas, prefería ese ritual de dar vueltas, mientras contaba para encontrar alguna canción (una de tres minutos contar hasta quince, una de cinco contar hasta veinticinco), a veces daba vuelta el cassette para que retrocediera desde el otro lado. Cuando Jota viajaba a Santiago grababa de las radios que hacían sus propias mezclas, algo que se convirtió en una costumbre de los patagones con poco acceso a la música y a esa modernidad que nos alumbraba los sueños cuando pensábamos en dejar atrás a toda esa gente, en otro lado estaban pasando cosas, quizás la vida, y ni nos enterábamos… that their jokes don’t make me laugh, they only make me feel like dying, in an unguarded moment
extraños y adolescentes asuntos, y la música de fondo siempre era una base monótona con más bases monótonas que lograban algo analgésico y afásico. Mientras bailaba me sentía enorme, como si mi energía fuera a explotar el lugar, me podía meter encima todo lo que quisiera. La electrónica era un fenómeno de países desarrollados que conocíamos solo por rumores y rave, y luego alguien dijo que en esas
saltaron los moralistas y decían que Coyhaique se llenaría de pervertidos, invertidos, violencia y pelos teñidos, algo que me pareció una gran ironía, como si de eso ya no hubiera bastante.
la modernidad en nuestro pueblo. Agradecí la llegada de la televisión por cable, ya había visto tantas películas en VHS que iba al videoclub y me quedaba a hablar de películas con el dueño. Comenzábamos a estar co-
quien coquetear, sino que comenzó la necesidad de explorar. Sentía avidez por leer, viajar y enterarme de otros modos de vida. Con Jota conocimos a turistas ingleses, canadienses, franceses, alemanes, y nos contaban de un mundo que nos parecía tan lejos, aunque apenas entendíamos sus idiomas. Tan pequeña y frágil la Patagonia, congelada como una dimensión para-
lela, me parecía que estábamos saltando en una cama elástica y que no podíamos salir, ni llegar más alto, ni rompernos en una caída.
Crecí con la sensación de que no era de ahí, una idea que fue instalada en los colegios católicos y los profesores que insistían en que teníamos que irnos, porque hay que irse porque futuro porque profesional porque marido porque dinero porque casa porque expectativas porque hijos porque sí. No me preocupaba ese discurso, sabía que me iría de todas maneras porque papá lo podía pagar. No era un tema. Solo sabía que tendría que exfoliarme la moral y culpa tatuada por la religión. Tenía avidez por abrir corazones y puertas e irme, quitarme la ruralidad…we are strong, no one can tell us we’re wrong, searching our hearts for so long, both of us knowing, love is
Cada vez que alguien nombraba a Jota me miraban y se quedaban en silencio, esperando a que yo dijera algo, pero los miraba del mismo modo que ellos a mí, después de todo es fácil parecerse a cualquiera y jugar a no saber. A los padres les incomodaba lo que no era dicho, tanto como a nosotros lo que no nos decían. Pensar en la homosexualidad era simplemente descabellado. A los únicos que se les permitían tales comportamientos, con abierto y declarado desprecio, era a los peluqueros, que linda, que la tintura, que los visos, que el brushing. Y si alguien confesaba la vergüenza era insostenible, llamaban al psiquiatra, al cura o los enviaban a vivir afuera, una beca moralista, cualquier cosa para esconder el proyecto fallido, porque se volvería contagioso y mortal, que había una operación decía alguien, y otro, que la fe mueve montañas. No había familias ni padres que entendieran, simplemente éramos la mosca que caía en la sopa y no había devolución. Nosotros nos atrevimos, no lo planeamos. Si me gustaba alguna chica, miraba. Miraba hasta provocarla, porque tampoco tenía la culpa (y aquí está la culpa) de ser así. Una vez estaba en el baño del colegio y entraron tres chicas mientras me lavaba las manos. Una de ellas se cruzó y me cerró la puerta de golpe cuando iba saliendo, le sonreí con sarcasmo. Me miró amenazante, me miraba así porque me vio hablando con su pololo, al menos eso dijo cuando se corrió el rumor. Pero a mí no me dijo nada y creo que le pasó lo mismo, esa cosa en el vientre, ese deseo de que se vayan sus amigas, y quedarnos solas. Me siguió mirando, no supe qué hacer porque tampoco estaba segura de mis alardes sexuales, sabía que yo no haría nada, y quizás le molestó saber que yo de veras no haría nada. Eso me excitó y noté también un cambio en su mirada, y aunque quise acusarla con el inspector, me pareció que dejarlo así sería más interesante. Mirar, el secreto y el placer de mirar, me provocaba más. Y ya había encontrado mi modo de provocación. La miré en todos los recreos, primero tuvo miedo, lo noté, porque sabíamos que lo del baño no era por su pololo ni para golpearme. Ella también me miraba, besaba a su pololo y me miraba, abrazaba a su pololo y me miraba. Yo le sonreía. Nunca hablamos. Otra tarde, me estaba lavando las manos en el baño y apareció, sola. Me miró a través del espejo, la miré también. Preguntó cómo estaba, dije que bien. No pregunté de vuelta. Se puso nerviosa. Iba saliendo y nuevamente me cerró la puerta, esta vez me reí. Le toqué el rostro, con descaro, como si ella fuera un animal herido que desea escapar, aunque era ella quien me retenía. Me acerqué, la tomé de la cintura y la atraje hacia mi. Entonces sentí su miedo. Me acerqué a su oído, lentamente, ella seguía sosteniendo
la puerta. Notaba como cedía a mi cercanía, se acercaba a mi boca y ya en su oído le dije: hoy no. Y me fui. Luego ella me miraba con vergüenza, quería acercarme, pero no le podía explicar que lo del baño fue un juego, es algo que sabes. Busqué otro momento para seguirla al baño. Entré. Le hablé a través del espejo y me acerqué a su nuca, ella se quedó quieta. Vi que cerró los ojos, que se estremeció, entonces giró, miré su cara, sus labios, sus ojos, estábamos muy cerca, y me escapé. El juego acabó una tarde que estaba nevando, el profesor suspendió la clase y nos dejó salir a jugar. A todos nos dejaron salir. Me quedé viendo como nevaba, la felicidad de mis compañeros, sus caras de frío que me enternecían mientras las bolas de nieve cruzaban de un lado a otro. De pronto sentí un fuerte golpe en la cabeza, no era un juego. Pregunté quién había sido, y ella dijo: yo. Quedamos cerca, muy cerca, pero esta vez no la miré del mismo modo, la miré con decepción y me fui. Me puso triste el episodio porque me gustaba mirarla en los recreos y nuestros encuentros secretos en el baño, pero su violencia me pareció una pérdida de tiempo. Evitó mi mirada el resto del año. No entendí para qué hizo todo ese despliegue innecesario de torpeza, en vez de habernos encerrado en el baño a besarnos todos los recreos. Iba a ser mi primera vez.
Jota nunca me lo dijo, nunca me sentó en un lugar especial y dijo escucha. Hablaba de chicos, no dije nada, y hablaba de nuevo y de nuevo y no pasó nada. Una vez develado el secreto, la caja de pandora se abrió, las plumas volaron y no hubo más clóset. Jota jamás escatimó en discreciones conmigo.
Pronto nuestras familias comenzaron a aburrirnos. Tuve la sensación de haber despertado, como si se me hubieran destapado los oídos luego de viajar en avión. Estaba con Jota, el DJ, nada me podía pasar, tenía la mejor música, y bailaba. Si le gustaba algún chico, me preguntaba su nombre, su edad y, si el apellido sonaba conocido, de quién era hijo. Era la espía y así fuimos conociendo otro Coyhaique. Nuestro Coyhaiqueer. Había que saber si era pariente de tal o cual porque podía traer problemas, por eso él prefería esos niños que pocos conocen, esos de familias recién llegadas que vivían en las faldas del cerro y deambulaban hasta tarde por el centro. aparecía él y ambos intentábamos conquistarlo, era una caza en manada. En algunas estrategias éramos iguales, fríos, despiadados, irónicos, pero también nos alcanzaba para llorar con una película cursi. Reíamos por las calles, tanto que nos faltaba el aire y venían las miradas de reproche en el silencio inmaculado de nuestro Coyhaique. Jugábamos, no podíamos tomarnos en serio, pero corríamos detrás de cualquier oportunidad de amor. Ocurría por dentro, cantábamos a oscuras. Besábamos el aire al recordar los cuerpos robados. No nos importaba. Nos enamorábamos cada noche que salíamos, uno y dos chicos en cada paseo por la ciudad, en las vacaciones jugábamos cuando regresaban los universitarios, cuando llegaban los turistas. Nos enamorábamos y nos olvidábamos de los nombres, algo solo de nosotros. Yo no quería buscar una chica. Prefería mirarlos, me quedaba mirándolos hasta que desaparecían en las sábanas. Luego me iba, con el estómago apretado. Desarrollé un instinto observador, contenido, voyerista. Me especialicé como espía. Nos sentíamos únicos y marginados, debíamos permanecer juntos. No contaríamos nuestras salidas secretas a nadie, no contaríamos los secretos de nadie. Esa discreción (omertá) nos reportó ciertas ventajas. Éramos unos hijos de, unos respetables hijos de, ni los narcos ni los proxenetas se meterían con nosotros. Y saludábamos a los hijos de y sonreíamos cómplices, luego nos íbamos donde fuéramos quitarnos el aburrimiento. Ensayábamos miradas, probábamos miradas. Deseábamos besar, para dejar de sentir sed entre tanta montaña y viento, para calmar la angustia porque comenzamos a tener una cuenta regresiva, porque no podíamos vivir ahí.
Me dolió haberme enterado que Jota había muerto y no haber llegado a su funeral. Ya había pasado más de un año. Fue en una conversación casual con coyhaiquinos que también estudiaban en Valdivia, donde me había ido a estudiar sociología (¿No sabías Elena? ¿Cómo no sabías? ¿Tu papá no te dijo? No, no me dijo). Quedé en silencio. Una oleada de frío golpeó mi frente. No pregunté nada. No quise, lo negué. Luego llamé a papá y le pregunté por qué no me había dicho. Quedó en silencio al otro lado del teléfono. Luego dijo, Elena, lo siento, pensé que iba a ser mucho para ti (¿Mucho para mí? ¿Pero quién te crees que eres? ¿Cuándo vas a crecer Elena?). No sabía si estaban en contacto, no quise molestarte (¿Molestarme? ¿Cuántas veces te mueres?). Papá. Si Elena. Ándate a la mierda, y corté.
Eso sucede cuando te vas de Coyhaique. El rastro de cualquiera que fue tu cómplice se vuelve difuso en ese deambular sin patria como si para conseguir cierta redención tuviéramos que olvidarnos. Quizás papá lo entendió antes que todos, quizás a él le pasó cuando llegó a la Patagonia.
LO MEJOR DE COYHAIQUEER...
The Unguarded Moment - The Church - Pat Benatar
Mad world - Tears for Fears
Self-Control - Laura Branigan
Being Boring - Pet Shop Boys
Bluebeard - Cocteau twins
Love to hate you - Erasure
Here Comes The Rain Again - Eurythmics
A strange kind of love - Peter Murphy
I’ve been losing you - A –Ha
Don’t Leave Me This Way - The Communards
Smalltown Boy - Bronski Beat
Kiss them for me - Siouxie and the bunshees
The Crying Game - Boy George
Shout - Tears For Fears
Space Oddity - David Bowie
The More You Live, The More You Love - A Flock Of Seagulls Nobody´s diary - Yazoo
Love Is A Shield
Queer - Garbage
ÍNDICE
LOS EQUIVOCADOS (13)
DOS MÁS DOS (27)
LOS DESCONOCIDOS (36)
LA VIDA MILITAR (41)
LA MADRE (56)
EL CONTAGIO (61)
LA DESPEDIDA (68)
EL EXPERIMENTO (70)
LA MÚSICA Y LAS MESAS (85)
LA PLANTA Y LAS PLANTAS (96)
LOS NIÑOS ESTÁBAMOS MUY SOLOS (108)
ELENA (124)
LOS INÉDITOS DE COYHAIQUEER (136)
LO MEJOR DE COYHAIQUEER (138)