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Una larga espera

TODA LA FAMILIA se apretujó en el auto y llegaron hasta el aeropuerto.

—Esta es una actitud provinciana —rezongó Antonia—. Salir de viaje dentro del país no es algo tan extraordinario como para que se movilicen seis personas, además de los viajeros, por llamarlos de algún modo.

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—¡Es fabuloso, volaremos en avión! —exclamó Pablo, quien aún no podía creer su suerte. Soñaba con los aviones desde pequeño y eran su mayor pasión, después del tenis, el fútbol y el atletismo. No sabía si cuando fuera grande escogería ser piloto comercial o deportista profesional.

—Este aeropuerto está repleto de gente, nunca vamos a encontrar a la familia de Cósima —dijo Antonia cruzando los brazos. Ella tampoco había viajado en avión y estaba un poco envidiosa. La abuela la invitó a que fueran junto a Sarita a mirar las elegantes vitrinas que brillaban a lo lejos y, de paso, comprar algunas golosinas.

—Para distraernos un rato —propuso la abuela.

—No se pierdan —dijo la mamá.

—Si no nos encontramos, ubiquémonos frente a esa puerta. Tarde o temprano nos veremos, no te preocupes.

—Vamos a recorrer todo el aeropuerto —agregó Sarita.

Apenas se alejaron, Diego exclamó:

—¡Allá está Cósima!

La niña lo vio al mismo tiempo y lo llamó desde lejos. Era alta y delgada, y al hacerle señas se movía como una marioneta de trapo. Su pelo castaño se sacudía alegremente y su hermosa sonrisa no descansaba.

Junto a ella estaba un grupo de personas de variadas edades, todas muy elegantes, llevando maletas de cuero y mirando con disgusto la lentitud con que se realizaba el elemental chequeo del equipaje.

—¿Cómo es que no existe primera clase en los viajes locales? No entiendo qué clase de país es este —dijo una joven de aspecto muy moderno, mientras revisaba su maquillaje en un espejito dorado.

—Con esa actitud no serás capaz ni de conocer el desierto —le respondió una señora que parecía alegre y enérgica.

—Has visto un desierto, los has visto todos —rezongó la joven.

—Son dos horas de viaje, no será tan cansador hacerlo en la clase turista —la confortó un señor, que seguramente era su padre, y que abrazó amorosamente a la señora que decía:

—Estas pequeñas molestias valen la pena cuando se quiere ver mundo.

—¿Mundo y desierto te parecen palabras sinónimas? —farfulló la joven, quien, evidentemente, tenía decidido quedarse con la última palabra. Luego sacó un cigarrillo de su cartera, le hizo señas a un hombre que diligentemente se lo encendió y luego se cruzó de brazos a fumar y mirar con disgusto a la azafata que registraba a los demás pasajeros.

Mientras los padres de Cósima hablaban con los de Pablo y con la mamá de Diego, la niña los llevó aparte y les dijo:

—¡Me han salvado la vida! ¿Se imaginan lo que sería para mí pasar diez días con esta gente y nadie de mi edad con quien hablar y hacer cosas entretenidas? ¡La peor pesadilla!

—¿A qué hora nos subiremos al avión? —insistió Pablo, que ni por un momento había olvidado su mayor motivación.

—Después que chequeen esa enormidad de bultos pasaremos a la sala de embarque a esperar otro rato hasta que nos llamen. Y entonces podrás subirte al avión y descubrir que no es tan espectacular como crees —Cósima había viajado tantas veces que ya ni recordaba cuántas eran, y el trámite del aeropuerto y el vuelo le resultaban indiferentes de tan habituales.

—¿Conocías a estas personas? —preguntó Diego.

—A unos mejor que a otros, pero sí, los conozco a todos. En realidad, todo se debe a la señora Osorio, la de la chaqueta azul. Está casada con ese gordito que la acompaña, a quien todos le hacen reverencias solo porque es un hombre muy rico en México, en Australia y en donde lo pongan. Él parece muy simpático, pero cuando uno lo conoce más descubre que es rabioso y dominante. Tiene cadenas de televisión, viñas, bosques, fábricas y muchos otros negocios. Ella podría dedicarse a gastar su plata en lo que quisiera, pero en vez de eso se dedica a hacer obras de beneficencia cultural, como las llama. Ahora se le ocurrió que la religiosidad popular es algo muy importante, le contaron de La Tirana y decidió venir a vivirla “en plenitud”. Si le gusta, después hará un cheque millonario y todos felices. Quien más le celebra sus ocurrencias es su marido, que la adora; llevan no sé cuántos años casados y siguen comportándose como adolescentes. Es vergonzoso. Diego miró a la señora de aspecto amable y alegre que antes había hablado con la muchacha rezongona y le pareció que sería interesante conocerla.

—¿Es pariente de ella? —Diego señaló con la mirada a la joven ceñuda que ahora miraba con disgusto las páginas de una revista de modas, mientras empujaba su maleta con el pie.

—Sí, esa es su encantadora hija. Se llama Daniela Osorio y odia al mundo. Así como son de alegres y entusiastas sus padres, ella vive quejándose de todo. Yo creo que es así porque ellos no pudieron tener más hijos y la han malcriado en todo. Cuando terminó el colegio decidió ser fotógrafa, tomó clases con el mejor profesor, tuvo los equipos más modernos, pero se aburrió antes de un año. Después le dio por hacer unos diseños computacionales y también los dejó; luego armó una revista de ciberar- te, gastó una fortuna y al tercer número descubrió que ya no le interesaba. Ahora creo que va a dedicarse a algo de moda y perfumes.

—Definitivamente, no sabe lo que quiere —dijo Diego.

—Es una antipática. A fines del verano, para la fiesta de la vendimia, vino con sus padres a nuestro campo. Se pasó la semana completa criticando cada cosa que veía. A mí me daba rabia, pero al final hice como si no existiera. Y siempre es igual; la llevan de viaje, anda con cara larga porque nada le parece bien, pero tampoco se queda en su casa haciendo algo útil. Parece creer que su misión en la vida es quitarles alegría a sus padres y a todos quienes los rodean.

—Es un hecho que no lo consigue —comentó Diego mirando a los señores Osorio que, tomados de la mano, conversaban sonrientes con otras personas del grupo.

Cósima continuó con las presentaciones:

—Ese joven con cara de pajarón que da vueltas alrededor del señor Osorio es su secretario particular, asistente o como se llame esta especie de esclavo que debe preocuparse de que nada funcione mal en la vida de su jefe. Se llama Pedro. Efectivamente, el joven estaba atento a cada movimiento y palabra del señor Osorio: quitaba los maletines a su paso, encendía los cigarrillos, acercaba ceniceros, servía cafés, retiraba las tazas vacías y se hacía atrás para no importunar. Diego pensó que no le gustaría tener que realizar un trabajo de ese estilo por mucho que le pagaran. Finalmente, las maletas fueron pesadas y transportadas, los niños se despidieron de su familia, recibieron la bolsa de golosinas que les entregó la abuela, así como los efusivos abrazos de Sarita, los reiterados consejos de sus padres y las sugerencias de Antonia acerca de cómo pasar inadvertidos sin molestar a la humanidad completa, y entraron en la sala de embarque.

Mientras esperaban para subir al avión, Cósima les dijo:

—Voy a contarles quiénes son las demás personas para que después las ignoren sabiendo quiénes son. Ya les mostré a Pedro, a Daniela y a los señores Osorio. Él es mexicano, pero ella es francesa, como habrán podido advertir por su pronunciación. El año pasado se fascinó con la celebración de la Semana Santa en Guatemala e hizo tantas donaciones que creo que le van a poner su nombre a una calle.

—¿Qué es eso de religiosidad popular? Yo creía que la religión era religión y punto —dijo Pablo, mirando con decepción hacia la pista de despegue, que estaba en total quietud.

—Yo tampoco sé mucho. Son fiestas o algo así —respondió Cósima.

—Creo que la religiosidad popular tiene que ver con las costumbres que se mantienen en un lugar, a partir de sus creencias, de sus leyendas y tradiciones —dijo Diego—. La religiosidad popular de un lugar no es igual a la de otro, aunque estén celebrando la misma fiesta o al mismo santo. Si te acuerdas, hemos visto como se celebra San Pedro en la caleta. Se lleva al santo en un bote y se arma la procesión en el mar, pero esto no es igual en todos los puertos.

—Como sea, a la señora Osorio le gustan las fiestas religiosas, los bailes, las máscaras y la alegría por las calles. No le preguntes, porque te da un discurso eterno acerca de la identidad de los pueblos, de la globalización que va en contra de la cultura y dice mil veces que lo que más vale es lo auténtico. Yo creo que es su palabra favorita: ¡Autenticó! —Cósima imitó el acento de la señora Osorio.

—Lo que no entiendo es por qué tanta gente la sigue en este tema que solo le interesa a ella —reflexionó Diego.

—Es por negocios, siempre negocios —Cósima hizo un mohín de disgusto—.

Resulta que mi papá tiene una viña muy grande y con alta tecnología. Hace unos vinos muy finos, con unas etiquetas que hasta las diseñaron unos pintores famosos. Pero ahora se quiere asociar con el señor Osorio porque él tiene una red que le permite vender en todo el mundo y así también va a poder producir más botellas tanto acá como en Francia. A cambio, mi papá puede enseñarle su tecnología para que las viñas que este señor tiene en Australia produzcan con la misma calidad. Así es que están tratando de ponerse de acuerdo en los miles de detalles que forman un negocio, porque cada uno quiere ganar lo más posible. Total que hablan de eso la mayor parte del tiempo y son aburridísimos.

—Parece simpático —comentó Pablo.

—A mí también me cae bien algunas veces, pero eso no quiere decir que no sea aburrido el hecho de que solo hable de negocios. Él se hizo millonario siendo muy joven, no porque haya heredado, sino porque se ha esforzado mucho y es muy inteligente y mandón y tiene esas cualidades que hacen que alguien sea empresario y le resulte.

—Está cien por ciento dedicado al tema, tiene todas sus energías puestas para lograrlo —dijo Diego.

—Justo. No tiene otro tema. Lo úni- co que hace aparte de trabajar es estrujar a su señora como si fueran novios y hablarle como a un bebé. Es atroz —los miró arriscando su naricita picuda.

—No quiero pensar cómo irá a ser Antonia cuando tenga novio —intervino Pablo, que aunque había estado pendiente de los aviones en la pista, permanecía atento a la conversación.

—Bueno. Esos son ellos y ya saben por qué están aquí. Más allá tenemos al señor Velasco. Es españolísimo, pero vive en París. Vende no sé qué sistemas de embalaje que según él les servirían mucho a mi papá y al señor Osorio y por eso los persigue sin cansancio. Por supuesto, su interés por la fiesta de La Tirana es fingido y lo hace solo para estar cerca de un posible negocio.

Diego pensó que a fin de cuentas el señor Velasco se estaba esforzando mucho por lograr vender esas máquinas.

Aunque estaba algo grueso y sudaba copiosamente, era un hombre joven, de facciones agradables.

—Esos señores que están más allá son los Peña. Son dos hermanos muy diferentes entre sí.

Diego miró a los dos jóvenes. Uno de ellos era muy expresivo, conversaba sin parar y reía con frecuencia. El otro era un hombre de pelo claro, pálido y con una expresión triste y lejana; parecía que nada de lo que sucedía a su alrededor podía importarle.

—Ellos también están acá por negocios. Tienen un campo enorme y parece que sus tierras son las mejores del mundo para producir una variante del vino tinto.

—¡Puaj! Qué asco el vino —interrumpió Pablo.

—Ni les digas. Lo olfatean con los ojos cerrados y hacen una alharaca con cada sorbo como si fuera algo mágico.

A mí no me gusta ni el olor —dijo Cósima.

—¿Quieren comprarles su campo?

—preguntó Diego.

—No, ellos adoran sus tierras, las han heredado de generación en generación y en su campo hay una casa preciosa. También les interesa asociarse porque no tienen plata suficiente para hacer crecer el negocio por sí mismos. Les falta la tecnología de mi papá y los contactos para vender del señor Osorio. El de pelo largo se llama Alfredo y es algo así como el alma de la fiesta —siguió Cósima—. Era soltero y vivía rodeado de novias, pero se casó hace poco. El otro es Luciano y en verdad su historia es muy triste, porque estaba casado con una mujer a quien adoraba.

Cuando llevaban como un año juntos sufrieron un accidente en el que ella falleció. Lo peor es que él iba manejando y aún no logra superar la culpa.

—¿Por qué, acaso era en verdad el responsable? —preguntó Diego.

—No se supo bien. Fue en un cruce con semáforo y ambos conductores dijeron que tenían luz verde. El caso es que un camión embistió al auto por el lado de ella y lo destrozó. Los dos vivían en Santiago, porque Luciano trabajaba en un banco, pero después del accidente él no quiso volver a su departamento, dejó su oficina y se fue al campo. Dicen que pasa encerrado, que no sale a ninguna parte, sólo recorre las viñas y trabaja. En cambio, su hermano Alfredo es bastante flojo cuando se trata de trabajar. Le gustan los caballos, las fiestas y los viajes, así es que vive principalmente a costa de lo que rinde ese campo familiar donde él sólo se divierte invitando gente y organizando fiestas de lo más elegantes.

Mientras Alfredo conversaba alegremente, se acercó por detrás una joven con su largo pelo castaño atado en una trenza; alta y delgada, iba vestida como si fuera a montar. Se veía muy segura de sí misma, sabía lo bonita que era y cómo atraía las miradas de los demás.

—Ella es Constanza, la mujer de Alfredo. También pasa las horas detrás de los caballos y las fiestas. Vinieron a este viaje porque quieren ayudar a Luciano a concretar la fusión de las viñas con mi papá.

—No creo que sean una gran ayuda

—dijo Diego.

—Yotampoco.PeroaAlfredolegusta participar en la parte entretenida de los negocios: las comidas en restaurantes, los viajes, los festejos. Cuando hay que recorrer las tierras, sacar cuentas, pagar sueldos, escribir cartas y todo eso, él desaparece y deja las tareas en manos de su hermano —Cósima tomó aire y continuó—: Y por último, ese simpático con cara de duende es Francisco, un súper experto en producción de vinos y todo eso. Trabaja con mi papá y es considerado el mejor de Chile y quizás de Sudamérica. Parece que a las uvas más roñosas les saca buen vino y sabe cuáles plantar en cada tipo de terreno, según el clima, la acidez de la tierra, esto y lo otro. Mis papás lo adoran. Francisco era rubio, de rostro pecoso y grandes orejas, alto y delgado. Su aspecto juvenil contrastaba con la seriedad de su mirada; estaba atento a lo que hablaban los demás y se mantenía en silencio.

—Es raro pensar que un viaje de entretención sea parte de un negocio

—reflexionó Diego—. A mí me parecía que el trabajo se realizaba en la oficina, visitando clientes, haciendo cursos, pero que los paseos y las vacaciones se destinaban a descansar, a pensar en otras cosas, a ver a otras personas.

—Eso es espantoso; mi papá solo tiene amigos de negocios, está todo el día enchufado en el tema, nunca descansa. Cuando sale a un viaje como este, conoce lugares espectaculares, se aloja en buenos hoteles y come en restaurantes elegantes; todos creerán que descansa y lo pasa sensacional, pero en realidad está la mayor parte del tiempo alerta a las conversaciones, a negociar mejores condiciones, a leer y responder mails, revisar las cuentas que le mandan, llamar por teléfono a su secretaria y ponerse nervioso por cualquier problema... Yo nunca me voy a dedicar a los negocios. Voy a ser caricaturista.

—Y vas a ser la mejor, estoy seguro —dijo Diego con sinceridad. Había visto sus dibujos llenos de detalles que demostraban que era una observadora muy aguda, con un talento irónico y espontáneo. Entretanto, Pablo miraba con impaciencia como la azafata se instalaba con gran calma en la puerta, acomodaba el micrófono y revisaba unos papeles, sin dar inicio al embarque de los pasajeros al avión.

Pero como no hay plazo que no se cumpla, finalmente se abrió la puerta que conectaba con la manga. Recorrieron aceleradamente el tramo, subieron al avión y se acomodaron en una fila de tres asientos contiguos.