La locura

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Atrocity Exhibition, el fanzine: La Locura

Hablando de cadáveres, nuestro padre lleva varios años muerto. Se llamaba Lucas, y por este nombre lo conoce Cloe. En realidad sabe muy poco de él. Me he ocupado personalmente de ello. Pero como 1. Nadie es perfecto y 2. Las cosas tienden al desastre, el otro día mi hermana encontró una vieja foto en el fondo del cajón que hay en la mesilla del teléfono. Se le cayó al suelo. Boca abajo, por supuesto, y no era capaz de darle la vuelta. Quizá esto le hizo sentirse impotente, torpe en exceso, o quizá la náusea sedada se despertó en su interior al contemplar aquellas dos caras, no lo sé, pero Cloe estaba llorando bajito cuando la descubrí acuclillada junto a la mesilla. No sé qué estaba buscando allí, ella nunca utiliza el teléfono (el hecho de que mi hermanita no tenga ni una verdadera amiga hace que esto sea menos penoso). El caso es que encontró la foto. Se veía a Lucas y a nuestra madre sentados en la arena muy amarilla de alguna playa, probablemente de la costa este, ambos aún objetivamente jóvenes, ambos sonriendo a pesar de los hombros enrojecidos por el sol. Yo estaba dentro de la prominente barriga de nuestra madre, cuyo nombre no importa. Cloe está medio ausente desde entonces. Supongo que su mente ha recordado cosas. Habrá atado cabos en la medida de sus posibilidades. Eso es algo de lo que no puedo protegerla mientras está en el colegio con sus asquerosos compañeros, que le cuentan la versión más cruel posible de lo que oyen a sus padres comentar en casa, que le preguntan burlones por qué no se apunta a la clase de piano y le lanzan a la cara pelotas o estuches para que ella haga el ridículo intentando despejarlos. Pero me duele en el alma y no puedo perdonarme que aquí mismo, después de todo el esfuerzo que los dos hemos invertido para lavar las manchas de aquella noche y convertir esta casa en un refugio impermeable a la mierda, mi niña haya tenido que encontrarse literalmente cara a cara con sus monstruos. Siempre ha sido muy inteligente. Su pediatra lo detectó en seguida. Le sorprendió que la niña reaccionara tan pronto y de forma tan evidente a estímulos demasiado complejos para una criatura de nada más que meses. Letras, música. Al año ya hablaba de forma inequívoca. Era capaz de pedir con palabras lo que quería o necesitaba. Agua, comida, algún juguete. Y socorro. Por eso, dijo, tuvo que amordazarla. Aunque imagino que en esos momentos Cloe debió de gritar y llorar como cualquier otro niño. De hecho, tras lo que sucedió esa noche, pasaron años hasta que volvió a utilizar sus cuerdas vocales. Lo hizo para emitir una especie de gruñido larguísimo, supongo que el eco interno del alarido que no pudo hacer oír a nadie durante aquel interminable par de horas encerrada en el cuartito de los trastos de limpieza. Dos horas eternas. Inextinguibles. Proyectadas hacia el futuro y encadenándolo sin remedio a un lugar muy negro del pasado. Ciento veinte minutos que nada podrá matar nunca, ni el amor más sublime ni el dolor más insoportable. Porque lo primero es muy improbable que le toque con su varita brillante y porque lo segundo simplemente no existe para un niño que ha visitado el infierno. Tengo entendido que encontraron a Lucas colgando del techo del garaje de casa. En el suelo, junto al lógico charco de pis, había un cubo lleno


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