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Acerca del “mangrullo de Vicente Lopez
from tecuentomibarrio
Acerca del “mangrullo” de Vicente Lopez.
Por Liliana Miñán Zapata
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Nací y crecí en este barrio, que es algo así como el “mangrullo” de
Vicente López, no sólo porque acá está ubicado el mirador por excelencia: la Torre de Ader, sino porque además está en la frontera con San Martín y San Isidro a lo externo, y es un área gris entre Carapachay, Villa Adelina y Munro a lo interno del municipio. Soy una convencida de que esa condición geográfica dejó una impronta en mi manera de relacionarme con el mundo: la curiosidad por comprender y compartir los códigos de la diversidad. Mi amiga y hermana de la vida Ana Luisa cree que así es.
También tengo que reconocer que la genialidad de la imagen del “mangrullo” no es de mi autoría, sino de mi ex. Desde la distancia y
supuesta superioridad que le daba haber nacido en la centralidad de Vicente López, en el barrio de Vicente López, todo aquello que está más acá de la Panamericana, que divide al municipio como la primera frontera entre ricos y pobres, es de una distancia abismal. Imagínense esta triple frontera intermunicipal, casi en el límite con el malón, diría alguien en el colmo de la discriminación negativa. Tengo que confesar que vivir en el límite (tanto físico- territorial como en casi todo lo demás) me encanta, me hace sentir distinta, única.

Otoño. La torre Ader vista desde la calle Castelli. 2018 Crédito: Liliana Miñan Zapata

Mi papá solía contarme que cuando mi abuelo Enrique y él compraron el terreno en el loteo del año 51, estaban convencidos de que estas manzanas estaban destinadas a ser solo de uso residencial1. Sin embargo los avatares municipales determinaron otra cosa y comenzaron a proliferar casas y fábricas en un mix dinámico y complejo que le dio a la zona un dinamismo innegable durante los años del desarrollismo y de la “Industria Argentina” en el que crecí.
La zona ya contaba con dos calles asfaltadas, Ader y Montes de Oca, por donde circulaban varias líneas de colectivos, además de estar entre la parada km18 del Ferrocarril General Belgrano y la estación Villa Ballester del General Mitre2 . Ahora sigue siendo un sitio atravesado por cerca de 8 líneas de transporte que unen el conurbano entre sí, y con la capital. Es un cruce de caminos, y de destinos.

La nuestra fue la segunda casa en construirse en medio de esta zona de frontera llena de espacios “vacíos”, la primera fue la de don Moisés
y sus hijos, sobre la calle Castelli. Cuando la entrañable doña Nieves se mudó, mi abuela Dominga y ella se comunicaban desde las respectivas huertas para ponerse de acuerdo para ir semanalmente a la feria de Munro o a misa a la parroquia San Antonio de Carapachay. Mi familia venía de la ruralidad gallega, y reprodujeron en los 355 metros cuadrados del lote parte de sus costumbres. Así aprendí a cuidar a las gallinas y recoger los huevos, a tener conejos
1 Este loteo fue el último de las “tierras de Ader”, y fraccionó las 10 has. alrededor de la Torre Ader que se conocieron como la “Quinta de Ader”. 2 La parada 18km es la actual estación de Carapachay
que luego terminaban en la olla, algunas berzas, árboles frutales y una hermosa parra que nos proveían de fruta todo el año. También aprendí cuáles eran las frutas de verano y las de invierno, algo que los nacidos en las ciudades en los últimos 30 o 40 años no saben, porque están siempre disponibles en las verdulerías y supermercados de este mundo interconectado.
El jardín de mi abuela con su helecho, sus dalias y calas solo estaba en la parte de adelante, el fondo era un espacio productivo. Allí estaba el galpón de mi amado abuelo Enrique con sus manos laboriosas y sarmentosas que convertían en algo útil todo lo que encontraban, desde calesitas para secar la ropa más rápido hasta máquinas de rallar queso o pan duro con una cajonera para que no se cayera sobre la mesada. También gracias a ellos tuve una infancia plena de amor y cuidados; en esta zona llena de migrantes jóvenes en edad productiva y reproductiva no abundaban los abuelos, y los míos fueron determinantes en mi felicidad.

En los años 60 los chicos y chicas jugábamos en la calle, ¡Éramos muchos! Y jugábamos a todo lo que podíamos: a las bolitas, a la pelota, a la escondida, a la rayuela, a subirnos a los árboles, a explorar los terrenos baldíos. El terreno de enfrente de mi casa, donde ahora está Tecin y antes estaba la parte de atrás del parque de la casa de los Ader-Torralva, tenía una construcción en estado de abandono. Nosotros, chiquilines curiosos y osados, nos asomábamos por las ventanas rotas y vislumbrábamos el misterio de los restos de esculturas y de muebles desvencijados. Con el correr del tiempo me
enteré de que era el estudio de un famoso escultor. Pero en esa época y después de pasar la alambrada nosotros acampábamos en ranchos improvisados por nosotros mismos, abríamos un agujero en el piso y allí asábamos papas robadas de nuestras casas en las tardes de invierno. Siempre volvíamos sucios de hollín y oliendo a humo. Una delicia. Como la calle Castelli siempre estaba embarrada, era más difícil circular con las bicicletas; ahora que lo pienso debía ser por la sombra perenne que daban los altos eucaliptos de lado y lado que no dejaban que el sol secara la calle. Toda la zona era nuestro patio de juegos, y la libertad estaba acotada por la distancia a la que alcanzara el grito de mi mamá llamándome a tomar la leche. Tenía que volver inmediatamente porque de lo contrario no me dejaban salir al día siguiente. No sé por qué la Torre no formaba parte de mi zona de juegos, aunque otros chicos sí lo hacían, y poco a poco se fue vandalizando el lugar. Quizás alguna de las escasas prohibiciones de mi mamá para protegerme de espacios peligrosos.

Mi mamá, Felicidad, Feli para todo el mundo, era modista, una mujer trabajadora, con mucho amor y manos maravillosas para cuidar a su familia y para hacer blusas, polleras, vestidos, tapados. Por eso crecí tocando la textura de las telas, mirando una y otra vez las revistas Burda que marcaron una época en la moda, oyendo escondida las confidencias de las clientas que pasaban a probarse antes o después de ir a trabajar en alguna de las fábricas que estaban en la zona. A los 11 años mi mamá y yo tuvimos una pelea llena de hormonas de lado y lado, por un vestido de verano con florcitas y rayas que me negué a probarme porque no me gustaba el modelo; en medio de la
trifulca me prometió que nunca más me iba a coser nada, y lo cumplió. Creo que por eso pocas veces me quise vestir con pollera y tacos en mi adolescencia y juventud rebelde y setentosa (a menos que fueran minifaldas de espanto por lo cortas). Creo que mi mamá volvió a reconocerme como su hija y heredera forzosa de su coquetería y gusto por la moda, cuando me recibí en la facultad y tuve que empezar a vestirme “como mujer” y dejar de lado los jeans y los blusones que parecían adheridos para siempre a mi cuerpo. Fue la época dorada de nuestra relación, allí ya mi hijo se portaba tan rebelde como yo lo había hecho, y mi mamá veía cumplida su sentencia de que “todo se paga en esta vida”.
Volviendo al mangrullo, el vivir un poco lejos y estudiar en el Nacional y Comercial de Vicente López, lo que podía verse como una desventaja, al final se convirtió en una fortaleza. Me obligó a una disciplina férrea de manejo de horarios que me fue útil toda la vida: para levantarme temprano, para esperar pacientemente el aún impredecible colectivo 130 (y estudiar en el trayecto), para aprender a organizar la agenda, entrenar en todos los deportes que siempre practiqué fervorosamente aunque con aptitudes solo para jugar de banco, para moverme en el mundo externo con seguridad, superando miedos, desarrollar habilidades de una adolescente independiente y un poco intrépida.

También estaba el tema de los códigos verbales: cómo se hablaba, las referencias geográficas que se usaban, los sitios de compras, así como los otros códigos no verbales: el peinado, la ropa, la cartera, los
zapatos que se usaban más allá del barrio. Y al principio sentirme un poco distinta, y superar eso de ser distinta cuando todos los adolescentes luchamos por ser iguales. Estoy convencida que me enseñó a convertir mis diferencias en una fortaleza, no sólo para ajustarme a un mundo nuevo, sino para aprender a partir de la observación de lo diverso, para valorarlo y tomar lo que me interesaba de ese otro mundo. Dicen que la curiosidad a veces es un defecto (¡miren los gatos!), pero en mi caso se convirtió en un motor de búsqueda de nuevas experiencias, de nuevas gentes, de nuevas maneras de vivir. Quizás por eso en esa época sentía que los límites del barrio me quedaban un poco apretados, y el mundo real, divertido y desafiante generalmente estaba afuera. La aventura estaba afuera. Pero eso vino después…
En este barrio alejado y cerca de todo, había un sitio al que todos concurríamos: “la tiendita”, que atendían sobrina y tía políticas: Delma y la Tía Juana. Era un sitio de encuentro para los chicos porque tenían útiles escolares y golosinas; para las habilidosas que cosían, bordaban y tejían porque había hilos, agujas y todos los pertrechos, y también para disponer de la ropa a la última moda que traían del centro a veces por encargo. Siempre tenían para vender hermosos pañuelos personales bordados, de esos que lamentablemente ya no se usan y que mi mamá coleccionaba y guardaba en una caja de cartón especial, para usarlos perfumados en las carteras de salir al centro, o para hacer pequeños regalos cuando me invitaban a alguna casa, a algún cumpleaños, porque no se podía llegar con las manos vacías. “La tiendita” fue el primer sitio al que me dejaron ir por mi

cuenta, cuando había solo dos calles asfaltadas y todas las demás eran de tierra (mejoradas, aclararía mi papá). Fue mi primer aventura independiente, un espacio de libertad recién conquistado.

La tiendita. La tia juana de Bortolín. Decada del 60. Gentileza: Mara y Hugo Bortolotto.

Delma de Bortolotto y su hijo Hugo. Decada del 60. Gentileza: Mara y Hugo Bortolotto.

Ese local entre Montes de Oca y Triunvirato, abrió allá en los años 60 por la iniciativa de tía y sobrina, dos generaciones hermanadas por la vida y la migración desde el norte de Italia, ambas esposas de tío y
sobrino. Sobre el local estaban, y siguen estando, los departamentos de las dos familias. Delma, con sus dos hijos, y la tía Juana que era la tía cariñosa de todos nosotros. Fue el primer sitio que tuvo teléfono de la zona, cuando había que esperar años para que Entel atendiera una solicitud, su número permanece en mi memoria porque era la única referencia a la que podíamos recurrir cuando necesitábamos dar una. Y siempre fueron solidarias para con los vecinos. Mis recuerdos siguen presentes, no sólo porque estuvieron abiertas hasta el verano de 1984, sino porque después siguieron cosiendo para todo el barrio en el taller que quedaba en la trastienda. Eran amigas y compañeras de costura de mi mamá, que siempre tuvo muy en alto el concepto de amistad, por eso tenía pocas y le duraron toda la vida.
Cuando me empeñé contra todo sentido común en aprender a coser en el año 1976 (A.C., es decir, antes de casarme), mi mamá, que tenía manos habilidosas pero conocía mi carácter me dijo que le pidiera asesoría a Delma, que sabía coser con patrones. Y allí fui unos meses, entre clases en la facultad ya controlada por los “milicos”,

estado de sitio y puntadas irregulares. Aprendí algo muy valioso a partir de la recomendación de Delma ante mis desprolijidades y falta de paciencia: mejor seguí estudiando para que puedas comprarte la ropa que quieras, o pagarle a alguien que te la haga…no tenés madera
para esto. Y así hice, estudié y sigo estudiando todavía, en esa carrera silenciosa que me impone la curiosidad infinita por aprender un poco de todo. Sabio consejo. ¡Gracias Delma!
Antes de que cerraran el negocio a la calle, mi hijo Pablo, que venía todos los años religiosamente de vacaciones largas desde el maravilloso clima caribeño al invierno bonaerense, aprendió a ir a comprar solo allí. Otro espacio seguro para ejercitar la libertad de la que carecía en la populosa e insegura Caracas. Delma y la Tía Juana formaron parte importante de este ecosistema que lo hizo infinitamente feliz una y otra vez entre bicicleteadas lejos de la torre, primos en la casa de al lado, árboles frutales y techos para trepar, jugar a la pelota en la calle sin tránsito, abuelos devotos, un tío incansable para divertir a los chicos y mucha familia girando alrededor. Mi tío Pepe le sigue diciendo “Caracas” en lugar de Pablo.
La utopía de vivir en Buenos aires lo persiguió toda la adolescencia y juventud temprana, hasta que la diáspora venezolana lo trajo hasta este puerto, y ahora reconoce la enorme diferencia entre ser turista y vivir en esta mega ciudad.

En el mangrullo también teníamos otro ícono por el que todos pasamos alguna vez, el Estudio Fotográfico Gauder. En una época donde los migrantes escribían y recibían cartas de sus familias del otro lado del Atlántico, el fotógrafo alemán retrató (y disfrutó de los sandwichitos de miga) todos los momentos cruciales de la vida de los vecinos: bautismos, comuniones, cumpleaños de 15 y casamientos. Y además, cada cierto tiempo mi mamá nos vestía lindos antes de irnos a alguna fiesta y pasábamos por ahí para que nos tomaran una foto que luego viajaría miles de kilómetros, para contarle a mis abuelos paternos cómo crecían sus nietos en esta tierra lejana de la que los migrantes no volvían casi nunca. Cuando
cumplí 15 años y me negué rotundamente a que hicieran la granfiesta-gran, me empeñé en tener una cámara fotográfica que le encargamos al Sr. Gauder. Todavía sigue intacta en uno de los arcones de mi departamento caraqueño, junto a otros recuerdos de mi otra vida.

Liliana y Emilio Miñán. Decada del 60. Estudio Gauder.

Un poco más adelante por la asfaltada Montes de Oca, había una academia de esas que eran usuales en esa época. Mi mamá me enviaba allí a la tarde, para estudiar todo lo que se le ocurrió que debía aprender adicional a la escuela para enfrentarme al mundo, o simplemente para mantenerme ocupada y que no peleara con mi
hermano. Ahí aprendí inglés, a escribir a máquina, a dibujar aceptablemente y a pintar horrorosamente con óleo. Cada vez que pelo una mandarina y me invade su maravilloso olor a frescura y huerta del fondo, recuerdo un comentario desagradable que la profesora de inglés le hizo a una amiguita que cursaba conmigo, diciéndole que olía a pobre porque sus manos tenían la fragancia de la mandarina. Me sigue indignando la discriminación en cualquiera de sus presentaciones, pero en especial la que hace un pobre a otro que lo es un poco más. A eso se llama ser desclasado, y también lo aprendí en esa academia.
En esa cuadra había 3 casas “pitucas”, chalets que resaltaban sobre
las demás construcciones: la casa de Doña Julia en una esquina con un pino que sigue en pie, maestra simpática, querible y sin hijos que auxiliaba con los deberes a los chicos cuyos padres no podían apoyarlos, porque en el mejor de los casos apenas habían podido terminar la primaria. A mitad de cuadra nuestra dentista, la Dra. Margot, que nos salvó de las caries reincidentes y me ayudó con su don de gentes a no temerle nunca al ruido invasor del torno. Y en la esquina frente a “la tiendita” una casa en la que vivía una chica de mi

edad, María Elena, que creo que iba a un colegio privado lejos de la zona y tenía un aura un poco lejana porque no jugaba en la calle con nosotros. Nos hicimos amigas cercanas durante un verano de pileta diaria en la UVVA, donde aprendí a nadar de manera autodidacta y comíamos panchos al salir con los dedos arrugados de tanto estar en el agua. Una vez entré a su casa y vi en su cama el cubrecama acolchado más hermoso y lujoso que había visto nunca, y al regresar
le dije a mi mamá que quería uno así, y recibí una lección sobre la existencia de clases sociales cuando me dijo que éramos pobres y que no podíamos comprarlo. Desde entonces he tenido muchos cubrecamas: artesanales, lujosos, tejidos, caros y no tanto, y en las mudanzas lo primero que pongo en las cajas son los cubrecamas. Doy gracias a la vida por eso.
El barrio ha cambiado, algunos antiguos vecinos permanecen, otros nos fuimos y regresamos, pero sobre todo hay gente nueva, familias que ocupan el espacio con nuevas lógicas y chicos que crecen en los patios y no tanto en la calle, cada vez menos segura. A pesar de los cambios, éste sigue siendo un sitio de encrucijada, el barrio que alentó mi motivación fascinante por el horizonte, por estar en el límite de las fronteras y vislumbrar desde el mangrullo qué hay del otro lado. ¿Realmente somos tan distintos? ¿O al final somos los mismos aunque con pequeñas o grandes diferencias? En época de pandemia parece que si bien todos somos vulnerables y transitamos la misma tormenta, algunos lo hacen en yates de 30 metros de eslora, otros en kayacs y la gran mayoría en botes inflables que amenazan con desinflarse en cualquier momento. Aún así seguimos…

Fuentes
Vivencias y recuerdos de la autora
Agradecimientos
Mara y Hugo Bortolotto por compartir fotos y recuerdos.
Gracias a la vida que me ha dado tanto. Y a mi familia que me protegió y abrazó para que tuviera la más feliz de las infancias.
