Programa Combattimento

LĂ­rica

Combattimento Claudio Monteverdi Temporada 2020/2021

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Combattimento Claudio Monteverdi (1567-1643)

27 y 28 de noviembre, 2020 20h.

Sumario

Ficha artística

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Artículo 8 Pablo J. Vayón

Libreto 14 Combattimento

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Combattimento Producción del Festival Castell de Peralada

Dirección musical

Soprano

Fausto Nardi

Rocío Martínez*

Dirección de escena y dramaturgia

Mezzosoprano

Joan Anton Rechi

Anna Alás i Jové

Diseño de vestuario

Tenor

Mercè Paloma

David Alegret

Diseño de iluminación

Tenor

Alberto Rodríguez

Víctor Sordo

Producción del Festival Castell de Peralada Orquesta Barroca de Sevilla** Retransmisión en vídeo cedida por el Festival Castell de Peralada.

Grabado en agosto de 2016.

*En la retransmisión Sara Blanch **En la retransmisión Orquesta Vespres D’Anardí

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Teatro de la Maestranza

Combattimento

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Teatro de la Maestranza

Amor y luchas en los Madrigales de Monteverdi En el ring de la vida somos cautivos del gran combate de las emociones.

Claudio Monteverdi, que hace 400 años descubrió al mundo la potencia del teatro lírico musical, se adentra en ellas para enfrentar la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el amor y su trágica pérdida. A partir de Il combattimento di Tancredi e Clorinda, cuya modernidad seguirá inalterada cuando en 2024 cumpla 4 siglos de su estreno en Venecia, el director de escena Joan Anton Rechi nos propone un combate de boxeo en el que personajes enmascarados como deportistas de lucha libre vestidos con galas medievales, libran el combate de la vida cantado en bellísimos madrigales.

Modernísima puesta en escena para una música que sigue resonando igual de nueva. Combattimento, dirigida musicalmente por Fausto Nardi cuenta con un equipo de cuatro cantantes especializados en el canto de Monteverdi que nos enseñan que las grandes emociones en liza siguen siendo las de ayer, las de hoy y las de siempre.

Programa 1) Tempro la cetra (Libro VII, 1619)

9) Lidia spina del mio core (Scherzi Musicali, 1607)

2) I l Combattimento di Tancredi e Clorinda (Madrigali guerrieri a amorosi, Libro VIII, 1638)

10) Lamento d’Arianna (L’Arianna, 1608)

3) I l Lamento della Ninfa (Madrigali guerrieri a amorosi, Libro VIII, 1638) 4) Chiome d’oro (Libro VII, 1619) 5) Zefiro torna (Libro IX, 1651)

11) Et è pur dunque vero (Scherzi Musicali, 1632) 12) Si dolce è il tormento (1624) 13) Ohimè, ch’io cado (1624) 14) Pur ti miro (L’Incoronazione di Poppea, 1642)

6) Damigella tutta bella (Scherzi musicali, 1607) 7) Interrotte speranze (Libro VII, 1619) 8) Ohimè dov’è il mio ben (Libro VII, 1619)

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Artículo

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Teatro de la Maestranza

Combates de amor

Pablo J. Vayón Crítico musical

En el carnaval veneciano de 1624, Monteverdi tomó dos famosos poemas épicos de Torquato Tasso (Gerusalemme liberata y Gerusalemme conquistata) para una composición “en género representativo” que había de ofrecerse en el Palacio Mocenigo. Monteverdi había utilizado ya a Tasso con frecuencia en sus primeros libros de madrigales, y si ahora recurría a él era “por ser poeta que expresa con toda propiedad y naturaleza con sus palabras las pasiones que quiere describir, y hallé así la descripción que hace del combate de Tancredi y Clorinda y pude tener así las dos pasiones contrarias para poner en canto, es decir, guerra, oración y muerte”.

El compositor pretendía servir de este modo al que consideraba más alto objeto de la música: su capacidad para conmover al oyente mediante el dibujo de las más diversas pasiones humanas. El vehículo para hacerlo no había dejado de evolucionar en las últimas décadas, y Monteverdi había estado en la vanguardia de los experimentos que convirtieron a la monodia acompañada en su arma más eficaz, ya fuera a través del nuevo género operístico o de la conversión del viejo madrigal renacentista en algo nuevo.

A lo largo del siglo XVI, el madrigal polifónico se había ido conformando como la más elevada actividad de los compositores italianos del tiempo. A mediados de siglo, el género era tan apreciado ya en las casas de los cardenales romanos como en las cortes aristocráticas del norte, en las más refinadas tertulias literarias como en las academias de Venecia o de Verona, pero además había penetrado también en el ocio de las clases medias (pues de no ser así sería incomprensible que las imprentas pusieran en circulación tal cantidad de colecciones madrigalísticas).

Es también más o menos desde 1550 que se venía produciendo un cambio relevante en las relaciones entre texto y música. En 1569, en la dedicatoria de su primer libro de madrigales, Marc’Antonio Mazzone lo expresó de esta forma: “Las notas son el cuerpo de la música, mientras que el texto es su alma, y como el alma, siendo más noble que el cuerpo, ha de ser imitada y seguida por este, así las notas han de seguir e imitar también el texto, y el compositor ha de prestarle la debida atención, expresando su sentido con música triste, alegre Combattimento

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o austera, según el texto lo pida e incluso ha de hacer en ocasiones caso omiso de las reglas”.

Esta idea de la música como servidora de la palabra, incluso más allá de las reglas, hallaría en Monteverdi a uno de sus principales valedores. La famosa diatriba con Artusi en torno a la cuestión la zanjaba el compositor cremonés por medio de su hermano Giulio Cesare en una célebre Declaración publicada con su libro de Scherzi de 1607 en la que afirmaba que “la armonía, de dueña, pasa a ser sierva de la oración, y la oración dueña de la armonía, al cual pensamiento tiende la segunda práctica o bien el uso moderno”. Cuando en 1638 Monteverdi consiga publicar en su último libro de madrigales el Combattimento di Tancredi e Clorinda que había estrenado en el veneciano Palacio Mocenigo catorce años antes, el concepto de madrigal se ha estirado para abarcar una extraordinaria multitud de formas, cuyo objetivo sigue siendo no obstante el de representar las pasiones humanas por medio de la vinculación entre la oratione (el texto poético) y la armonia (la música).

En el prefacio de este libro de Madrigales guerreros y amorosos, Monteverdi alude a la retórica remontándose a Platón, quien distinguía tres estilos de oración –alta, media y baja– que en música se corresponderían con lo agitado, lo moderado y lo suave. Según Monteverdi, la música había tratado lo moderado y lo suave, pero no había alcanzado a representar lo agitado (básicamente, las expresiones de ira), una carencia que él se propuso solventar mediante la invención del estilo concitato, una forma de representar esos estados alterados de conciencia a través de la rápida repetición de notas, que se aprecia con absoluta facilidad en el Combattimento.

En último término, si Monteverdi bautizó a su último libro como Madrigales guerreros y amorosos, conviene advertir que los lances de armas son (a pesar de ese Combate entre Tancredi y Clorinda) meramente circunstanciales, pues las batallas que se libran aquí son batallas amorosas, que resultan presentadas en diferentes géneros de música. Partiendo de la heterogeneidad formal de ese último libro monteverdiano, este espectáculo ha reunido obras extraídas de diversas fuentes: en todas ellas laten las pasiones de amor de sus protagonistas.

Sencillas piezas estróficas con ritornelos, como las extraídas de los Scherzi de 1607 (Damigella tutta bella, Lidia spina del mio core) conviven así con una canzonetta anacreóntica como Chiome d’oro, sacada del Libro VII de madrigales, publicado en 1619 y significativamente titulado Concerto, y de hecho esa pieza está concertada para dos violines y bajo. Dos dúos más de esa colección figuran también en programa, Interrotte speranze y Ohimè dov’è il mio ben, este segundo construido sobre el bajo de la romanesca. Para aquella fecha,

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Monteverdi había asumido sin complejos el giro del madrigal hacia el género teatral, de tal modo que su libro empieza con una sinfonía instrumental que antecede a una pieza para voz sola escrita sobre un soneto (Tempro la cetra), una introducción que podría ser la de cualquier melodrama del tiempo y en la que se apela también a Marte y a Venus.

Los bajos estróficos como soporte de arias vocales (la romanesca, por ejemplo) eran en realidad una herencia del siglo XVI, pero los compositores los usaron con profusión también en el siglo siguiente. Así Monteverdi en las dos pequeñas arias publicadas en una miscelánea milanesa de 1624, el año del Combattimento (Ohimè, ch’io cado y Si dolce è il tormento), en Et è pur dunque vero de los Scherzi de 1632, que en su intensa sucesión de reproches se acompaña sólo del bajo continuo, o en el Zefiro torna e di soavi accenti, que fue publicado en un Noveno libro de madrigales (póstumo) en 1651 y se apoya en uno de los bajos más populares y empleados de todo el Seicento, el de la chacona.

Queda la ópera, la máxima expresión del género representativo. En la Venecia de 1630, el género daría un paso decisivo para su futuro: se haría pública, y lo mismo que cuando en la primera década del siglo se convirtió en el principal divertimento de las cortes florentina y mantuana, Monteverdi estaba allí para certificar la máxima exigencia artística. En el carnaval de 1642-43 presentó L’incoronazione di Poppea, que parece ser más bien una obra de taller, en la que, aun con la traza general del genio cremonés, participaron diversos compositores: aún se discute el nombre del autor del dúo que la cierra, ese “Pur ti miro” en el que las voces de los protagonistas se anudan como lo hacen los amantes en sus encuentros.

Tres años antes, en 1640, Monteverdi había recuperado su Arianna, la obra escrita en 1608 en Mantua para las bodas entre el duque Francisco Gonzaga y Margarita de Saboya. Lamentablemente, la copia de 1640 no corrió mejor suerte que la de 1608 y la música se ha perdido, salvo el famoso lamento de la protagonista, escrito en un expresivo estilo recitativo y modelo esencial para la larga saga de lamentos barrocos que llegan hasta bien entrado el siglo XVIII (y aun más allá), con su tetracordo descendente en el bajo y sus cromatismos como marca dolorosa. Es el caso del Il Lamento della Ninfa, que Monteverdi publicó también en su libro de Madrigales Guerreros y Amorosos, un prodigio de poco más de cinco minutos de duración, auténtica ópera en miniatura en tres partes, con la central dedicada al canto transido de dolor de la ninfa abandonada por su amante. Los testigos dejan al final fe de la tortura amorosa, mas también de la belleza imperecedera del momento: “Así, entre amargas lágrimas,/ llenaba el cielo con su voz;/ así en el corazón de los amantes/ el amor mezcla el fuego con el hielo”.

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Libreto

Tempro la cetra (Libro VII, 1619) Afino mi lira, y para cantar las loas a Marte, alzo el tono de mi estilo y mis cantos; Mas en vano la taño, imposible me parece que pueda acompañar cantos de amor.

Así, en la arena o entre las flores, Amor vuelve a dictarme amorosas notas, y no quiere que cante a otras armas sino solo a las que hieren los corazones.

Oh, musa, afina como antaño mi humilde plectro y sus rudos e indignos sonidos, hasta que digna del canto de la sublime lira te juzgue el cielo.

Retoma tus tiernos juegos, mientras, sereno, el dios guerrero, suavizando su fiero aspecto, en brazos de Venus duerme al son de tu canto.

Il Combattimento di Tancredi e Clorinda (Madrigali guerrieri a amorosi, Libro VIII, 1638)

Tancredo, que a Clorinda cree hombre, quiere con ella medirse en armas.

Ella rodea las escarpadas cimas, buscando un paso para entrar. Él la sigue impetuoso, y mucho antes de alcanzarla, se oye el entrechocar de sus armas, entonces ella se vuelve y grita: –Oh tú, ¿qué quieres, que así corres?–. Responde él: –¡Guerra y muerte!

Oh noche, que en tu profundo y oscuro seno relegaste al olvido un hecho tan grande.

Dignas de ser representadas a la luz del sol serían estas acciones tan memorables.

Concédeme pues que lo evoque y claramente, a las futuras edades lo explique y lo transmita.

Que su fama se perpetúe, y su gloria y memoria resplandezcan en la oscuridad.

– ¡Guerra y muerte tendrás! –dice– No me niego a dártela si la buscas y me esperas quieto.

Tancredo, viendo a su enemigo a pie, no quiere ir a caballo y desmonta.

Y empuñan ambos el agudo acero afilando su orgullo y encendiendo su ira, y se enfrentan a pasos firmes y lentos, como dos toros celosos y de ira ardientes.

Ni esquivar, ni frenar, ni retroceder quiere ninguno, y la destreza aquí no interviene.

No asestan golpes fingidos, ni de lleno, ni pocos: la oscuridad y el furor impiden el uso del arte.

Oíd cómo las espadas chocan horriblemente y el acero destella; el pie no se aparta de su huella siempre firme, y siempre en movimiento la mano, el tajo no baja en vano, ni apunta al vacío.

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La ofensa empuja la furia de la venganza, y luego la venganza renueva la ofensa, y así al herir, siempre con rapidez, estímulo nuevo y nueva llaga se añaden.

Cada vez más confusa y estrecha se hace la lucha, y la espada ya no sirve: así, usan las empuñaduras, y furiosa y crudamente con cascos y escudos se embisten.

Tres veces el caballero aferra a la mujer con sus robustos brazos, y otras tantas se libra ella de tan tenaces abrazos, abrazos de fiero enemigo y no de amante.

Vuelven al acero, y uno y otro se tiñen de mucha sangre; y cansados y anhelantes, uno y otro finalmente se retiran y luego de tanto combate respiran.

El uno al otro mira, y sus cuerpos exangües sobre la empuñadura de la espada apoyan.

Ya la luz de la última estrella se extingue en el primer albor que se enciende en el oriente.

Ve Tancredo que es más copiosa la sangre de su enemigo y viéndose menos herido, se complace y enorgullece. ¡Oh, loca la mente que alaba el viento de la fortuna!

Mísero, ¿de qué te complaces? ¡Oh, qué tristes serán tus triunfos e infeliz tu jactancia!

Tus ojos pagarán, si sobrevives, cada gota de esa sangre con un mar de llanto.

Así en silencio y observándose, los ensangrentados guerreros se aplacan un poco.

Rompe el silencio al fin Tancredo y dice, para que cada uno al otro su nombre revele: – ¡Qué desventura la nuestra, que empleemos tanto valor donde lo oculta el silencio!

Pero pues quiso la mala suerte negarnos alabanzas y testimonios dignos de tal hazaña, te ruego, si en las armas hay lugar para ruegos, que tu nombre y tu estado me reveles, para que yo sepa, vencido o vencedor, quién honra mi muerte o mi victoria.

Responde la feroz mujer: –En vano pides aquello que nunca suelo revelar.

Pero sea yo quien sea, ante ti ves a uno de los dos que incendió la gran torre.

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Tancredo, feroz ante estas palabras, responde: – En mala hora lo has dicho.

Tus palabras y tu silencio me mueven por igual, bárbaro descortés, a la venganza.

Vuelve la ira a los corazones, y los transporta, aunque débiles, a la guerra y a fiera lucha.

Sin arte y con las fuerzas agotadas, donde en lugar de ellos lucha el furor. ¡Oh qué sangrienta y profunda brecha hacen una y otra espada allí donde llegan, en las armas y la carne! Y si la vida no pierden, es porque la furia la mantiene dentro del pecho.

Pero sobreviene por fin la hora fatal en que llega a su final la vida de Clorinda. Él empuja la punta del acero en el bello seno, y allí se hunde y, ávido, su sangre bebe; y la malla, que con precioso oro los pechos apretaba suave y ligeramente, se inunda de un caliente río. Ella se siente ya morir, y el pie le falla, débil y sin fuerzas. Él persigue la victoria, y a la virgen herida con amenazas embiste y acomete.

Ella, mientras cae al suelo, con voz afligida dice sus últimas palabras, palabras que le dicta un nuevo espíritu, espíritu de fe, esperanza y caridad, virtudes que ahora Dios infunde a la que rebelde fue en vida y, en la muerte, sierva.

– Amigo, me has vencido y te perdono. Perdóname tú también, no al cuerpo, que nada teme, sino al alma; reza por ella y dame el bautismo que lave todas mis culpas.

Con estas débiles palabras resuena una especie de dulce lamento que inunda el corazón, y toda furia extingue, y a los ojos a llorar mueven y obligan.

No lejos de allí, en el monte, nace entre murmullos un pequeño arroyo.

Allá que va él, llena el casco en la fuente y vuelve enseguida al grande y piadoso oficio.

Siente temblar su mano, mientras la frente de ella, desconocida aún, libera y descubre.

La ve, la reconoce y queda mudo e inmóvil. ¡Ay, vista! ¡Ay conocimiento!

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No muere porque todas sus virtudes reunidas consiguen juntas preservar su corazón, y de prisa se dispone a dar vida con el agua a quien con el acero mató.

Mientras él pronuncia las sagradas palabras, la felicidad la transmuta, y ríe, y en el momento supremo, vivaz y dichosa, parece decir: “¡Se abre el Cielo, me marcho en paz!”.

Il Lamento della Ninfa

(Madrigali guerrieri a amorosi, Libro VIII, 1638)

Febo no había todavía revelado al mundo el día, cuando una doncella salió de su propia morada.

Pues su orgullo se satisface sabiendo que por él me consumo, ¿acaso, acaso al alejarme me empezará él a rogar?

En su pálido rostro afloraba su dolor, y a menudo profería un gran suspiro su corazón.

Acaso sea más serena que la mía su mirada, pero no alberga su seno un amor tan fiel como el mío.

Pisando así las flores vagaba de aquí a allá, llorando de esta manera su perdido amor:

Nunca tendrás, nunca, besos tan dulces de otra boca, ni más tiernos, ay callas, callas, bien lo sabes.»

«Amor», decía, de cara al cielo, deteniendo su caminar, «¿Dónde, dónde está la fidelidad que el traidor me juró?»

Así, entre amargas lágrimas, llenaba el cielo con sus lamentos; así en el corazón de los amantes el amor mezcla fuego y hielo.

Pobrecilla, no puede más, ay, soportar tanto sufrimiento.

«Haz que vuelva mi amor tal como antaño fue, o déjame morir, para que no sufra más.

No quiero ya que él suspire sino estando lejos de mí, no, no quiero que me cause más dolor.

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Chiome d’oro (Libro VII, 1619) Cabellos de oro, bello tesoro, de mil maneras me atrapáis, recogidos estéis, o sueltos.

Cándidas perlas sublimes, si las rosas que cubrís, descubrís, ¡cómo me herís!

Vivas estrellas, que tan bellas y brillantes resplandecéis, ¡si reís, yo muero!

Preciosos, amorosos, coralinos labios amados, si habláis, ¡dichoso me hacéis! ¡Qué bello lazo con que gozo! ¡Qué suave fuente de vida! ¡Bienvenida sea mi herida!

Zefiro torna (Libro IX, 1651) Céfiro vuelve, y con dulces acentos el aire encanta y la hierba mece, y murmurando entre las verdes frondas, hace bailar a su son a las flores del prado.

Con guirnaldas en el cabello, Filis y Cloris cantan canciones de amor, dulces y alegres, y desde montes y valles, altos y profundos, resuenan su armonía las cuevas con su eco.

Surge hermosa en el Cielo la aurora, y el Sol derrama luz más dorada, y de pura plata orna el celeste manto de Tetis.

Solo yo, por selvas solitarias y abandonadas, el fuego de dos hermosos ojos atormentándome, como exige mi fortuna, ora lloro, ora canto.

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Damigella tutta bella (Scherzi musicali, 1607) Apagado, ya no siento el furor de mis ardores, menos candentes menos ardientes son, ¡ay!, los étneos fuegos.

Damisela hermosa y bella, vierte ese buen vino, haz que caiga el rocío destilado de rubí.

Tengo en mi seno atroz veneno que mi amor profundo esparce. alejarlo quiero, y dejarlo oculto en el fondo.

Una nueva llama más aún me inflama el corazón con nuevo fuego: si mi vida no me socorre, en otro volcán yo me convierto.

Damisela hermosa y bella, con ese vino no me sacias, haz que caiga el rocío destilado de rubí.

Pero este fuego que en mí crece y cada hora más me consume y me destruye, es para mí buena ventura.

Interrotte speranze (Libro VII, 1619) Quebradas esperanzas, eterna fe, potentes llamas y rayos en débil corazón, Un solo suspiro nutre de fiero ardor, y oculta su mal ante los ojos ajenos.

Seguir los pasos de un pie fugitivo conduce a un voluntario error, a perder flor y fruto de la semilla y languidecer la esperada merced.

Que una sola mirada sea ley y freno al deseo de un casto querer, y transcurrir llorando lustros enteros.

Todos estos duros tormentos, cruel mujer, que os deseo, serán vuestro trofeo y mi condena.

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Ohimè dov’è il mio ben (Libro VII, 1619) ¡Ay! ¿Dónde está mi bien? ¿Dónde mi corazón? ¿Quién me esconde mi bien? ¿Quién me lo quita? ¿Cómo pudo la sola ansia de honor ser para mí causa de tanto dolor? ¿Más poderosas que mi amor han sido pues mis vanas y ambiciosas veleidades? ¡Ay, insensato y ciego mundo! ¡Ay, cruel fortuna, que en causante de mi propia muerte me conviertes!

Lidia spina del mio core (Scherzi Musicali, 1607) Lidia, espina de mi corazón, cuyo amor me lacera y hiere, pero con dulcísimo licor también a veces mi herida alivia, calmando mi dolor sin ciencia ni pócima de hierbas.

Pues cuando el corazón languidece, extiende una suave y blanca mano, que las almas llena de amor y de alegría los corazones, y con sus toques y caricias va sanando con dulzura mi corazón. ¡Oh, qué afortunada llaga, si tan bella y blanca mano, en mi seno reposando, cura poco a poco mi corazón, sanando mi herida con las perlas de sus dedos!

y al cabo vuelvo a sufrir de una nueva pena el tormento?

Pero, si Lidia me toca el corazón, una pasión tan dulce me embarga que con solo una mirada suya mi ánimo de nuevo se enciende, y Lidia, severa y dulce a la vez, mi corazón ora hiere y ora sana.

Pues cuando tu mirada frena con rudeza mis deseos, y la dulce blancura de tu piel no alivia mi martirio, Lidia mía, ¡que dulce suerte, si en tus brazos recibo la muerte!

Pero, ¿a qué sirve ese remedio, si en otro momento siento que otro gusano muerde mi pecho, atormentando mi corazón,

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Lamento d’Arianna (L’Arianna, 1608) Dejadme morir, dejadme morir. ¿Y quién queréis que me consuele en tan cruel suerte, en tan duro sufrimiento?

Dejadme morir. ¡Oh Teseo, oh Teseo mío!

Sí, te quiero llamar mío, porque eres mío, aunque huyas, ay cruel, lejos de mis ojos. ¡Vuelve, Teseo mío, vuelve, Teseo, oh Dios mío!

Vuelve sobre tus pasos, para mirar otra vez a aquella que por ti su patria y su reino dejó, y todavía en esas orillas sigue, y presa de despiadadas y crueles fieras, dejará sus huesos descarnados. ¡Oh Teseo, oh Teseo mío!

Si supieses, ¡oh Dios mío!, si supieses, ¡ay!, cuánto sufre la pobre Ariadna, quizá, preso del remordimiento, volverías tu proa hacia esta orilla.

Mas con los vientos serenos, te vas feliz y yo aquí quedo llorando; para recibirte, prepara Atenas magníficas y alegres pompas, y yo me quedo pasto de las fieras en esta solitaria orilla; te abrazarán tus viejos padres rebosando alegría, y yo no volveré a veros, ¡oh madre, oh padre míos! ¿Dónde está la fidelidad que tantas veces me has jurado? ¿Es así como me vuelves a sentar en el trono de mis antepasados? ¿Son éstas las coronas con que adornas mis cabellos? ¿Son estos los cetros, éstas las joyas y los oros? ¿Dejándome abandonada frente a fieras que me desgarrarán y devorarán? ¡Ay Teseo, ay Teseo mío!,

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¿dejarás que se muera, llorando en vano, en vano pidiendo ayuda, la desgraciada Ariadna que en ti confió y te dio gloria y vida? ¡Ay, ni siquiera contestas!

Ay, ¡más sordo que un áspid a mis quejas!

Oh nubes, torbellinos y vientos!, hundidlo bajo esas olas. ¡Corred, orcas y ballenas, y con sus miembros inmundos llenad los abismos profundos! ¿Qué estoy diciendo, ay, estoy delirando? ¡Desgraciada de mí! ¿Qué acabo de pedir? ¡Oh Teseo, oh Teseo mío!, no soy yo, no soy yo quien profirió esas crueles palabras: habló mi angustia, habló mi dolor; habló la lengua sí, mas no el corazón. ¡Desgraciada de mí! Sigo alimentando una esperanza traicionada, y no se apaga a pesar de tanto escarnio el fuego de Amor. ¡Apaga, tú, muerte, las llamas indignas! ¡Oh Madre, oh Padre, oh del antiguo Reino soberbias moradas, donde tuve de oro la cuna! ¡Oh sirvientes, oh fieles amigos (¡ay, indigno destino!)!

Mirad adónde me llevó la cruel fortuna, mirad qué dolor heredé de mi amor, de mi fidelidad y de quien me ha engañado.

Así vive quien demasiado ama y se fía.

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Et è pur dunque vero (Scherzi Musicali, 1632) Luego entonces es cierto, corazón inhumano, alma cruel, que al cambiar de idea te despojaste de fe y de amor.

Tanto alardeas de haberme traicionado que las notas de mi lira se harán llanto.

después de ya acabadas mis dichas, mis amores y alegrías.

Tal es mi aflicción que nombrar quiero émulo del infierno a mi tormento.

¿Es este el premio a todos mis amorosos empeños? ¿Así me hace justicia vuestro cruel destino, estrellas enemigas?

Mas si tu corazón rechaza la fidelidad, Lidia, la culpa es tuya, no de las estrellas.

Beberé, en mi infortunio, las turbias lágrimas de mi dolor, y, siempre dolorido, para todo aquel amante abandonado a fe mía que esculpiré en mármol: “Necio es el corazón que cree en una mujer bella”.

Privado de consuelo, mendigo de esperanza, partiré errante; y sin cuerpo, ni puerto, viviré entre borrascas solitario y triste.

No habré de temer al abismo de la muerte, pues no puede morir quien no está vivo.

Todos esos años que al sol de tu belleza viví siendo nieve, me colmaron de aflicciones que jamás me dieron el menor alivio.

A los vientos enseñarán a murmurar tus crueles perfidias y mis tormentos.

Vives con un corazón de hielo, y tu inconstancia al aire desafía; abraza, abraza fuerte a tu amado y disfruta y ríe con él de mi desgracia; y ambos, en dulce y grata unión, preparad el sepulcro de mi vida.

Abismos, abismos, oíd los últimos ecos de mi desesperación,

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Si dolce è il tormento (1624) Tan dulce es el tormento que siento en mi pecho, que vivo contento por una cruel belleza.

Aunque en el cielo de la hermosura aumente la soberbia y falte la piedad, que siempre cual roca entre las olas del orgullo permanezca mi fidelidad.

En fuego y en hielo no encuentro reposo.

En el refugio del Cielo hallaré reposo.

Si un golpe mortal con afilada flecha me hirió el corazón, cambiando mi suerte, con el dardo de la muerte sanaré el corazón.

Aunque me vuelva la espalda la esperanza falaz, ni dicha ni paz desciendan sobre mí, y la cruel que adoro me niegue el solaz de una dulce merced, aun entre infinitos pesares y mi esperanza traicionada, mi fe sobrevivirá.

Si la llama del amor no sintió jamás ese duro corazón que el mío me arrebató, si me niega piedad la cruel belleza que ha prendado mi alma, puede que doliente, arrepentida y languideciente, un día suspire por mí.

Ohimè, ch’io cado (1624) Ay de mí, que caigo, ay de mí, que tropieza otra vez mi pie como antes.

Y la marchita y perdida esperanza mía volver a regar con frescas lágrimas me conviene.

Triste de mí, del viejo ardor reconozco su huella aún dentro de mi pecho que ha roto el bello aspecto

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y las miradas de amor, esmalte adamantino donde se armó el infeliz con pensamientos helados. ¡Loco! Y yo que creía tener un escudo seguro frente a un desnudo arquero y, sin embargo yo, tan guerrero, ahora soy cobarde, incapaz de sostener el golpe lisonjero de una sola mirada.

Teatro de la Maestranza

Oh Campeón inmortal, indigno eres y frágil ahora retrocedes.

Con armas de cristal, cantando errante, me has conducido infiel contra espada cruel de áspero diamante.

Oh cómo sabe castigar tirano amor la osadía del alma rebelde: una dulce palabra, un sereno rostro, una cariñosa mirada suelen encadenar a un corazón libre.

Ojos hermosos, ah, si hubo alguna vez bella virtud, justa piedad ¡ay! Vos no me neguéis la mirada y la sonrisa, que sea mi prisión, hermosa razón, el Paraíso.

Pur ti miro (L’Incoronazione di Poppea, 1642) Yo te miro, Yo te gozo, Yo te estrecho, Yo te abrazo.

Ya no peno, Ya no muero, Oh mi vida, Oh mi tesoro.

Yo soy tuya, Tuyo soy yo, Mi esperanza,

Dilo, di, Eres tú El ídolo mío, Si, mi bien, Sí, mi corazón, Vida mía, sí.

FIN

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Agradecimientos Agradecemos a todos los artistas participantes y al Festival Castell de Peralada su colaboración para llevar a cabo la retransmisión online de la función los días 27 y 28 de noviembre a las 20h. a través del canal de YouTube @MaestranzaOficial.

Grabado en Peralada en agosto de 2016.

© Del artículo: Pablo J. Vayón © De la presente edición: Teatro de la Maestranza y Salas del Arenal, S.A. © De las fotografías: Toti Ferrer Diseño gráfico: StudioRoses

El Teatro de la Maestranza está asociado a:

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