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Crónicas del olvido

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Libros

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Cuatro poetas suicidas chinos

[ Alberto Hernández] 1.-

G

u Cheng, Hai Zi, Ge Mai y Luo YI-He forman el parte suicida de un libro en el que Wilfredo Carrizales ha sabido trasegar un tema bastante delicado. Por supuesto, el autor de Cuatro poetas suicidas chinos (Ediciones Cinosargo, San Marcos de Arica, 2003) aclarará que no son cuatro los poetas de ese país que hicieron de sus vidas escenario de una trama personal más parecida a una épica que multiplica nombres y destinos. No; el estudioso sinólogo venezolano habla de una cantidad importante de escritores de esa inmensa nación asiática que escogió el suicidio como una salida a sus angustias. En el prólogo de la obra el autor afirma: “La tradición del suicidio en China es única en dos sentidos. El primero: el sistema de valores de la antigua China tenía una clara definición de misión que cada persona estaba obligada a su cumplimiento como un adulto responsable (…) El autosacrificio, por lo tanto, denota un positivo gesto que afirma la santidad de la existencia humana”.

Más adelante Carrizales destaca “El segundo sentido en el cual los chinos valoraban el suicidio puede ser única en la tradición de China: la narrativa y la historia con frecuencia emergen como un todo, con la segundo sirviendo a una distintiva función descriptiva”. Así, según expresa el autor, en el país asiático los llamados letrados y los hombres de Estado “eran uno y el mismo y los funcionarios en la posición de inmortalizar a otros y las figuras históricas estaban también bien entrenados en la imaginación literaria”. En fin, en China el suicidio no es un simple argumento para acabar con el sufrimiento. Va más allá de cualquier metáfora. Se trata de un valor. En tal sentido, quienes acudían o acuden al suicidio tenían o tienen a su cargo altas responsabilidades morales, políticas o académicas. De allí la importancia de este texto que Wilfredo Carrizales ha puesto en nuestras manos. 2.Colgarse de una viga, lanzarse a un río, a un lago, a un pozo o al mar, cortarse la garganta con

un cuchillo, incinerarse, matarse de hambre, saltar de un edificio, cortarse las venas, pegarse un tiro en la boca son algunas de las modalidades o métodos usados por los chinos quienes ya no quieren estar en este mundo. El poeta Gu Cheng, luego de usar un hacha contra su mujer, en octubre de 1993, decidió ahorcarse. A los 37 años este privilegiado ciudadano chino, hijo de un alto jerarca del Partido Comunista, se quitó la vida luego de haber pasado por muchas experiencias, entre ellas haber superado la hegemonía de la llamada revolución cultural. Su trabajo comenzó a ser valorado a partir de 1979. Leer este texto de Gu Cheng nos acerca a un verdadero poeta: “si tú andas conmigo, / entonces puedes sumar las huellas de mis pies; // si yo te sigo a ti,/ sólo puedo ver la sombra de tu espalda”. 3.El poeta Hai Zi, quien realmente se llamaba Cha Haisheng, escogió una terrible forma de morir: se acostó sobre los rieles del tren y dejó que éste lo destrozara. Había nacido

el 24 de marzo de 1964. Estudió Derecho en la Universidad de Peking y dio clases en la Universidad de Ciencias Políticas y Jurídicas de China. Se le considera como uno de los más relevantes poetas contemporáneos de China. Dejó una larga lista de poemas donde desarrolla el sentir por la pérdida de la China agrícola. Se trata de una poesía quizás un tanto conservadora, pero de mucho brillo paisajístico. “Canción del suicida” define su destino: “escondido en el agua de la tarde/ levanta brevemente la cortina/ una o dos ramas de árbol se extienden hacia acá/ cuerpo, la piedra preciosa de la superficie del agua/ enfrentada a la botella medio agrietada/ el agua dentro de la botella no puede agrietarse (…) tú disparas el rifle, solitario regresas a la tierra natal/ tú pareces una paloma/ que cae en la cesta escarlata”. 4.Ge Mai o Chu Fujun tomó la decisión de arrojarse a un río con una roca atada al cuerpo en la cercanía de la capital. Había superado los exámenes para ingre-

Gente de película

sar a la Universidad de Peking de donde egresó como experto en idioma chino y llegó a trabajar en la revista “Literatura de China”. Sin mirar a los lados, el 24 de septiembre de 1991 se lanzó a las aguas de un río próximo a Peking. Amante del agua, escogió el agua para morir. Escalaba montañas y le gustaba viajar mucho. Escribió poesía libre, sin rima, pero también trabajó el ensayo. Destaca en sus trabajos un conocimiento del idioma y una manera muy particular de usarlo, según destaca Carrizales. En “Señor de lo desconocido” lo podemos advertir: “Yo te escuché a ti en medio de la vida solitaria/ Tu gran sonido0 estremece las brillantes tejas y los cultivos/ Desde una oscura noche, como esa, como esa niebla densa/ Yo ando el viaje de vuelta, la ruta de ese destino (…) Mas él finalmente obedece el llamado del destino:/ Yo me convierto en el más joven entre el grupo de cadáveres/ Pero no puedo ser el rey del grupo de cadáveres”. 5.El último de los poetas

estudiados por Wilfredo Carrizales es Luo Yi-He, quien nació en Peking en febrero de 1961. Sus padres fueron castigados durante la malhadada revolución cultural, y fueron enviados al exilio a la China central. Se especializó en literatura china en la Universidad de Peking. Trabajó como periodista en la revista” Octubre” donde desarrolló artículos sobre poesía y novelas. Comenzó a publicar sus trabajos creativos en 1983. Participó en muchos eventos poéticos. Luego de los acontecimientos de la plaza Tian An Men pierde la vida. Se dice que se envenenó. Contaba con sólo 28 años. Un segmento de “Lodo”, dice: “Junto con el sol que brilla/ Yo regreso para ser lodo/ La tierra machaca mis dedos”. El símbolo es más que evidente.

Columnistas

[Roger Vilain]

A Pedro Suárez De muchacho me daba por imaginar que la realidad era en verdad una película. Caminaba por las calles, compraba en los abastos, y a cada rato suponía que un ojo gigantesco a modo de lente cinematográfico seguía mis pasos filmándome, tomando panorámicas de la ciudad, empaquetando en celuloide la rutina que me tocaba despellejar con la navaja del absurdo o del humor. Soy un animal prehistórico en eso de las tecnologías, pero reconozco que entre una cámara y yo existen más coincidencias que razones para suponernos mutuamente excluyentes. Así como ella registra el universo desde el horizonte de su óptica particular, uno también lleva el mundo adentro,

trazado en imágenes, como si desde el estómago un trípode y una handycam se elevaran hasta los ojos capturando la vida en tecnicolor. De niño me pasaba que al entrar en un lugar, pongamos por caso un restaurante al que a veces me llevaban mis padres, de pronto a dos mesas terminaba su postre Ursula Andress. Y al rato Jackeline Bisset cruzaba el salón tomada del brazo de un señor que siempre me parecía (todos, todos me lo parecían) indigno de semejante mujer salida quién sabría de dónde. En la plaza, en la parada de utobuses, en el café que existió toda mi infancia a media cuadra de la casa: Alain Delon, Juliet Binoche, Sophia Loren, Woody Allen, Julia Roberts, Stephanie Zimbalist, a cada uno de

ellos vislumbré un día cualquiera entre la gente, el tráfico, el ir y venir de la Upata que me tocó transitar años atrás. Repito entonces que tengo mucho en común con una cámara de cine aunque jamás he visto una de cerca. Nunca estuve en un plató de filmación y fíjense, juraba que abrir los ojos, salir a la escuela, hacer los deberes, jugar con el perro o telefonear a un compañero formaba parte de un entramado mayor, integraba escenas que todo lo abarcaban, que un director -acaso Hitchcock si el asunto paraba los pelos, quizás John Ford cuando había trifulcas al estilo vaqueros de por medio- grababa con paciencia de artista en pleno oficio y ya lo saben, prohibido dedicarse a molestar. Cada quien vive su película particu-

lar y la mía era una que duraba veinticuatro horas al día. ¿Algo hilarante en las calles? “Chaplin debe andar muy cerca”, me decía. ¿Enredos truculentos mientras mordía un pan en la cantina del colegio? “Moe, Larry y Curly tienen que estar haciendo de las suyas”. Y así. Con el tiempo uno aprende que la vida no es como una pantalla por mucho que lo deseemos, lo cual va poniendo las cosas en su sitio hasta que por fin hallamos nuestro lugar en el set de los adultos. Para que no nos llamen locos, por supuesto. El otro día una estudiante disparó en voz baja: “profesor, usted es igualito al Dr. House”, y juro que la nostalgia me agarró por el pescuezo. Retrocedí una pila de años, me vi comparando al tío Max con Marcelo

Mastroianni, a la prima Lola con Catherine Deneuve. Sólo me dio por sonreír, por recordar. No he sido el único con semejantes ocurrencias, por lo visto. Luego de un buen tiempo el abanico se abrió como una rosa y el gremio de los escritores hizo acto de presencia. Borges deambuló por el mercado de mi pueblo, Cortázar, Dostoievski, Ítalo Calvino, Garmendia y Úslar Pietri fueron avistados cuando menos una vez. Ya a punto de cumplir los dieciocho y en plena Tropicana, burdel upatense al mejor estilo de “La casa verde”, creí ver a Vargas Llosa Polar en mano sobándole las piernas a una dama. Pasaron décadas, quedó atrás una montaña de lunas. Como he dicho antes, la vida no es como una película, y ahora

agrego que ni como una novela, pero aún así todavía dejo la puerta semiabierta para charlar con los fantasmas. Anteayer cené con un amigo, conversamos -por lo general éste es un deporte que me gusta practicar con regularidad-. Al terminar, ya listos para subirnos al carro y largarnos, noté a un señor de pie en un balcón del centro comercial. “Mira a Salman Rushdie”, le dije. Él sonrió desconcertado, le conté entonces el por qué de semejante comentario, mencioné alguna anécdota infantil y noté otra vez su sonrisa a medias, gesto de complicidad que únicamente la amistad ofrece sin trámites mayores. Era Salman Rushdie, claro, estoy seguro de que el tipo del balcón era el mismo Salman Rushdie.


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