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Solus Deus: Sus Vestidos

Por Marcela Toledo

Estaba tan enojada con mi madre que decidí darle una lección. Merecía ser castigada severamente. Ella misma me convenció de que no hay enemigo pequeño. Necesitaba un plan para demostrarle que el valiente vive hasta que el cobarde quiere. Otro de sus dichos favoritos. 

 Ese domingo eran alrededor de las tres de la tarde. La casa estaba más tranquila de lo normal. No había nadie en la cocina. Por lo general, mamá o mi abue Herlinda se sientan ahí después de cocinar. Mi abuelo Ruperto no estaba en el patio, donde usualmente pica el plátano macho y limpia la vaina para sus canarios, tortolitos, cenzontles y un loro. Mis hermanos no estaban. Tampoco mis hermanas. Era el momento adecuado. 

Entré en la recámara de mi madre. Y aunque caminé de puntitas, mis pasos resonaron en el piso viejo de madera, pintado de color amarillo azufre. Sentía el corazón en la garganta y el estómago apretado por el miedo. Pero la emoción y la venganza me hicieron seguir. Mamá necesitaba una lección. 

Miré el altar situado arriba de su cama. La estatua de la Virgen de Guadalupe me miró con sus dulces ojos cafés y sus pestañas largas. Espesas y oscuras. Y esa su sonrisa perpetua y amable. Cómo quisiera que mi madre me sonriera como le sonríe a ella. 

Yo no le rezo a la Lupita. Cada vez que estoy en la habitación de mi amá trato de no verla. Me dan muchos celos porque mi madre siempre la mira como yo quisiera que me mirara a mí. Le habla como nunca me ha hablado a mí. Quizás cuando era bebé. Me da mucho coraje porque siempre está de malas conmigo y soy el chivo expiatorio de las travesuras de mis hermanos y hermanas mayores.  

Ni siquiera creo en la virgen. Si es tan milagrosa, ¿por qué no nos defiende cuando mamá nos pega tanto y tan feo? 

Traté de ignorar su mirad, pero la culpa siempre me arruga el pecho. Incluso antes de hacer algo malo. Mi abue me ha convencido de que nací con pecado. “Dios ve todo lo que haces y por eso te castiga”, dice. Pero también dudo de que Dios exista. De lo contrario mi vida habría sido muy diferente. 

Encontré las tijeras dentro del primer cajón de la máquina de coser Singer de mamá. Las tomé y me escondí detrás de la pila de vestidos de mi amá. Estaban colgados en un par de clavos enormes que sobresalían de la pared. Eran seis o siete. Sus mejores vestidos. Los usaba sólo en ocasiones especiales. Los acaricié y sentí una alegría perversa. La mayoría eran de encaje y tenían forro. Hacían ruidito al caminar. Los otros eran suaves y sedosos. Todos olían a iglesia. No pensé dos veces y comencé a cortarlos de abajo hacia arriba, en tiras, como faldas hawaianas. Las tijeras se deslizaban feroces por la tela. Mis manos cortaban implacables. Sin piedad alguna. Cortaban. Cortaban.

Descansé tantito y miré hacia arriba. Allí estaba ella. Callada. Me sonreía como si aprobara lo que hacía. Yo creo que ella sabía lo que sucedía y estaba de acuerdo conmigo en que mamá necesitaba una lección. Y ahora era mi cómplice. Al menos no me traicionó cuando la puse en el suelo y le pateé la cabeza hasta que se la desprendí. Mamá le pegó la cabeza de nuevo y le dio una paliza mi hermano el mayor. Fue su culpa por pegarme tanto. Tanto ella como él. 

Mamá tiene varios enemigos en casa. Sólo estudió hasta el cuarto año de primaria pero es muy trucha. Me deleita ver que ni se imagina que fui yo. No puede creer que sea yo, su ojos de carcayú. La lombricienta, jiotosa, cara de rata cautelosa, como me llaman mis hermanos. 

Disfruté tanto cortando sus vestidos… Tal vez sentí la misma alegría que ella sentía cuando nos castigaba a mi hermana Monique y a mí. Nos tumbaba en el piso, se trepaba encima de nosotras, y nos llenaba la boca con jabón de pasta o tabaco. Otras veces nos pegaba con varas de laurel hasta que nos orinábamos de dolor. Y luego se reía. 

 Decía que bailábamos como perro bailarín cuando nos daba de varazos donde cayera. Los verdugones me ardían como si me hubieran arrancado la piel. Sus burlas me calcinaban el rostro. Y me helaban el corazón. Al cortar sus vestidos sentí tanta paz y alivio que casi le perdoné todas las palizas. 

Tal vez la Virgen o Dios me ayudó, porque mi venganza fue más allá. Mamá pensó que mi hermano Rui había sido el mal diseñador. No sentí remordimiento pues él también era muy malo conmigo. Sólo me cubrí los oídos con ambas manos y miré a través del cristal de la puerta con un doble gozo en mi interior. 

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