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POEMA

Francisco García Noyola

Estoy de pie frente a la tumba de nuestro pasado, la visito de vez en cuando pensando que los muertos pueden volver a la vida. Te dejo las últimas flores de una persona que te ha soltado.

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Tengo el boceto de tu cuerpo en el lienzo de mi mente, permíteme pintarte con los pinceles de mis dedos.

Tu ausencia es la corona de rosas y espinas que adornan mi cuello. Las cicatrices en mi pecho producto de tus palabras lacerantes son el recuerdo de tu paso.

¿Quién te enseñó el camino a mi morada? ¿Quién te enseñó a masticar mi corazón? La razón ya no importa, te marchaste como ave satisfecha de su presa.

He aquí de rodillas a la tierra gritándole mis dolencias, hasta triste se puso ella qué lloró sobre mi cabeza.

Una noche, en el poblado celebraron un baile al que la muchacha quería ir, contra la voluntad de su madre. Discutieron tan fuerte que la chica recibió una bofetada y, furiosa contra su progenitora, se marchó de casa jurando que se iba a ir para siempre con el primer hombre que se le cruzara en el camino. Se encaminó al baila, pasando por el Puente Viejo del Barrio de la Gloria, cuando de pronto apareció ante ella un hombre muy alto y apuesto, todo vestido de negro y a la moda de los charros. Montaba en un caballo majestuoso y también oscuro.

El desconocido le tendió una mano a la chica, invitándola a ir al baile con él, cosa que ella aceptó encantada. Allí bailaron y rieron, y la joven se enamoró locamente del charro. Cuando este le pidió que fuera su novia, ella le respondió que sí sin pensar en las consecuencias y apenas salieron del evento, montaron en el caballo y el hombre la condujo hasta una cueva sombría.

A la muchacha se le hizo extraño que la llevara a un lugar como ese, pero fascinaba como estaba, hizo caso a su orden de no hacer preguntas y entró en la cueva.

El charro la besó y ella le prometió que sería suya para siempre.

—¿Me lo juras de verdad? —preguntó él, con una sonrisa malvada.

—Sí, yo te amo, te amo con todo mi ser.

El charro soltó una carcajada malévola y dejó ver uno de sus pies. Cuando ella lo miró, creyó que se desmayaría ahí mismo: había una enorme pezuña de cabra en lugar de un pie humano. Fue así como comprendió que su novio no era tal, sino el mismo diablo. Llena de horror y con el corazón roto, la chica intentó salir, pero el maligno la tomó por el cabello y la llevó de vuelta a sus aposentos, donde pasaron la noche.

Por la mañana, la joven fue encontrada malherida en las cercanías de la cueva y llevada a casa de su madre, quien la recibió muy preocupada. Curó sus heridas, pero por más que intentó averiguar lo que había sucedido la noche anterior, no hubo manera de saber la verdad. Eso sí, a partir de entonces no volvió a ser grosera con su madre y se convirtió en una muchacha ejemplar.

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