II Premio SEPAR de Relato Breve

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II PREMIO SEPAR

sobre salud respiratoria

PACIENTES COMITÉ SEPAR


II PREMIO SEPAR RELATO BREVE Sobre salud Respiratoria

PACIENTES COMITÉ SEPAR


DL: B 25461-2019 ISBN: 978-84-949729-3-5

Copyright 2019. SEPAR Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner Diseño e ilustraciones: Laura Lázaro para AlaOeste Communication Management Con el pratocinio de:

Editado y coordinado por Editorial Respira RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR Provença, 108, Bajos 2ª 08029 Barcelona - ESPAÑA Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de reprodución de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.


Prólogo El esfuerzo siempre tiene su recompensa, aunque todo el esfuerzo del mundo no importa, si no hay inspiración. Llega a buen término el libro II Premio SEPAR de Relato Breve 2019, convocado por SeparPacientes, que alcanza su segunda edición. Una andadura que comenzó con los retos y desafíos del Año SEPAR 2017, convertido ya en tradición y bálsamo para el espíritu. Y hoy se ve colmada de éxito por su gran participación. Son 49 relatos, 49 perlas que componen el precioso collar de nuestra existencia. Relatos, porque son narraciones de carácter literario. Breves, porque se acotan y ajustan a un espacio determinado. Sin embargo, estos relatos breves tienen un carácter muy especial. Son intensos y emotivos, están escritos con el alma y dirigidos directamente al corazón. En cada uno de ellos se vislumbran vivencias e inquietudes compartidas, que reflejan nuestra vida. Cada relato nos sumerge en recuerdos, en aquellos que fuimos, en los que conocimos y que ya forman parte de nuestra biografía, en aquellos que somos, o nos transportan a situaciones que podríamos vivir. Esta es la fuerza del relato breve. Llega sin querer y se introduce silencioso, como el aire que respiramos, distribuyendo oxígeno renovado en nuestro cuerpo. Todos somos pacientes, porque siempre esperamos, porque siempre tenemos esperanza. Cuando parece que el mundo se oscurece a nuestro alrededor, se abre invariablemente un rayo de esperanza. Así son nuestros pacientes respiratorios, débiles pero firmes en las decisiones; en ocasiones enojados con la enfermedad, pero alegres con su entorno; solidarios y generosos; a veces culpabilizados por sus malos hábitos, aunque fue nuestro ambiente el que en realidad los envolvió y castigó sin saberlo ni quererlo, rodeados por malos aires. Mundo de ficciones o de realidades, así son nuestros relatos breves, que inevitablemente tienen unos magníficos premiados, auténticas joyas literarias. Pero son muchos otros, reflejados en estas páginas, los que han participado y nos invitan a disfrutar y respirar con fuerza este oxígeno vital que nos permite seguir soñando. Eusebi Chiner Vives y Carme Hernández Carcereny Octubre de 2019 Directores de SeparPacientes


PREMIOS SEPAR DE RELATO BREVE 2019

1r PREMIO / Palabras para seguir viviendo. Miguel Sánchez Robles . . . . . . . . . . . .

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2º PREMIO / Jamás te mataría. Josefina Solano Maldonado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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3r PREMIO / Los mejores años. Sergio Sánchez Fraile . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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OTROS RELATOS

A través de tus ojos. Ada Luz Andreu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cuando dos almas conectan. Ada Luz Andreu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Algún sentido a mi tormento. Silvia Aparicio Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dando voz a un silencio. Ana Balañá Corberó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La terraza. Almudena Batanero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Equinoccio de otoño. Francisco Javier Campano Lancharro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Respiras y no te oigo. Francisco Javier Campano Lancharro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pasado, presente y futuro. Catia Cillóniz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mis mejores vacaciones. Sandra Garay Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El humo de la “vida”. Raúl Godoy Mayoral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un sueño de inmortalidad. Raúl Godoy Mayoral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ventanas abiertas de hospital. César Gutiérrez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La pecera. Fabiola Hanssen Carrión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Día muy especial. Inmaculada Lassaletta Goñi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Por qué me tratáis así?. María Cristina Martín Sardina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Soplar las velas. Cristina Martín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un esfuerzo en observación. Iñaki Moreno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vela y duerme. Iñaki Moreno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Respira pacientemente, respira! Yuliana Pascual González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Atrapando el aire. Pedro Pérez Navarro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Treble dance. Javier Pérez Frías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El fantasma de mi casa. Carolina Reyes Escobar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Primavera in extremis. Sherezade Rodríguez García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El aliento del diablo. María Concepción Rodríguez González-Moro . . . . . . . . . . . . . . . ¿Todo es causa del azar? Paloma Ruiz Torregrosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Rutinas. Sergio Sánchez Fraile . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Solo uno más. Santiago D. Sánchez García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Recuerdo. Elena Serna Tinao . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Runrún. Elena Serna Tinao . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El fármaco de la verdad. Ángel Silvelo Gabriel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tormenta de deseos. Inmaculada Lassaletta Goñi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La humareda. Manuel Warnken . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PRIMER PREMIO

Palabras para seguir viviendo Taller de poesía de la quimioterapia Ejercicio nº 2: Veces que amas la vida cada día (Lista para colgar con imán en tu frigo) Miguel Sánchez Robles

—Cuando suena el despertador. —Mientras me ducho. —Mientras me preparo despacio el vaso de leche. —Cuando voy en el coche camino del oncólogo y ponen una canción hermosa, una canción de amor... Por ejemplo, Resurrección de Amaral. —Cuando huelo despacio el alcohol de curar y luego me lo friego por el pecho. —Cuando paso los dedos por el azul de un mapa. —Mientras me sacan sangre y abro y cierro la mano y abro y cierro la mano y abro y cierro la mano. —Cuando paro de toser y respiro anchamente. —Cuando compro un libro, o lo abro, o lo cierro, o lo huelo. —Cuando me como un dátil, y me digo: ¡Qué buenos están los dátiles! ¿Habrá dátiles en Europa? —En el supermercado. —Cuando me caliento a mediodía la comida. —Cuando como con alguien y lo miro de pronto y quiero que seas tú. —Cuando leo algo que me parece bueno, que tengo que contarte. —Cuando me compro ropa. —En el parque porque allí toso menos.

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Palabras para seguir viviendo

—Cuando se me cae el móvil al suelo, o pierdo algo, o se dirige alguien de una ONG a mí en la puerta de El Corte Inglés. —Cuando ayer bajé a Madrid, estuve en la Gran Vía y caminé muy triste por la Calle Montera. —Cuando nos pensamos en silencio y a distancia y sé perfectamente que nos estamos pensando así. —Cuando siento que no hay tiempo suficiente para decirte todo lo que te diría. —Cuando siento que no puedo decirte nada. —Cuando le cuento cosas a mi madre antes de ayudarla a acostarse. —Cuando a veces voy andando por la calle y cierro los ojos y puedo sentir tu lengua o tus brazos en mi lengua o mis brazos. —Cuando me pongo el pijama. —Cuando me como una manzana frente al ordenador, leyendo, releyendo, volviendo a releer un correo tuyo desde Ámsterdam. —Cuando me ato muy bien el pañuelo a mi cabeza. —Mientras me depilo. —Mientras clasifico la ropa para poner una lavadora, o la tiendo. —Mientras hago una lista con todo lo que tengo que hacer antes de acostarme, todo lo que tengo que preparar, todo lo que me tengo que tomar. —Mientras escucho música clásica planchando. —Cuando me quedo en silencio, sola, y escucho tu voz o me la invento. —Cuando entro en youtube y pongo vídeos de Amedeo Minghi. —Mientras te imagino por esos pasillos en los que ya no estoy, en esas aulas de informática en las que ya no estoy, en las que una vez estuve y te conocí y te besé por primera vez una tarde. —Siempre que lloro. —Cuando hace muy buen sol y abro todas las puertas y las ventanas de mi casa para que entre el aire y pueda respirar mejor. —Si veo una película de amor. —Si me pongo un poco a soñar despierta. —Cuando imprimo un email largo tuyo y me lo llevo para leer en la cama. —Cuando me limpio las palmas de las manos en las rodillas de las mallas negras al volver de la quimio. —Cuando no consigo conciliar el sueño. —Cuando noto una opresión en el pecho que no me deja respirar. —Cuando alguien me dice que estoy más delgada.

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Miguel Sรกnchez Robles

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Palabras para seguir viviendo

—Cuando alguien me dice que estoy muy guapa. —Cuando me entra el miedo. —Cuando me siento más viva que nunca. —Cuando no entiendo nada, o no quiero entender nada. —Cuando a veces me acuesto antes de tiempo para pensarte. —A veces, incluso cuando duermo. —Cuando salgo a la calle y tropiezo con el mundo y no lo veo. —Cuando miro mucho a un mendigo y me pregunto desde cuándo ha dejado de importarle lo que ocurre en la Tierra. —Cuando siento que el mundo es un avión no tripulado repleto de pastillas y marionetas tontas. —Cuando uso el hilo dental. —Cuando subrayo este verso: “Tu boca es un país donde nunca hace frío”. —Cuando imagino ciertas fantasías eróticas que nunca me atrevería a escribir en una lista como esta...

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SEGUNDO PREMIO

Jamás te mataría Josefina Solano Maldonado

Hay momentos en que uno necesita respirarse, vivirse, pensarse, para seguir caminando en mitad de la niebla. Hoy es ayer, cuando el tiempo pesaba en mis pulmones y el aliento se me iba deshojando como un árbol quieto. Hoy soy otra vez aquel hombre desvelado y sangrante, aquellos ojos oscuros que sólo sabían mirar la hondura del barranco. Hoy es todavía ayer… Ya te apresaron, malnacido. ¿Creías que ibas a aguantar viviendo en el monte como las alimañas? A ver, Sanchico, cántame a mí, el sargento Clavelé, una de esas canciones de monte que tan bien sabes. Venga, canta, si no quieres que te fusile. “Tiene que llegar el día / que llores por mí querer…” canté, mirándole de frente, canté. El puñetazo me derribó. Las botas de Clavelé pateaban incansablemente mis costados. Un río de sal y lodo corría por mi boca, por mis dientes, por mis uñas. Era un muñeco desarticulado, un rumor herido, acaso empezaba ya a ser olvido… Encerradlo en el torreón árabe, nos servirá de prisión mientras llega el camión para el traslado a La Provincial. No dejéis pasar a nadie, que Sanchico descanse como un rey. Aún oigo la risa del sargento, su voz de acero. Vuelvo a la oscuridad de la guarida, al dolor en el pecho, a las horas que dejaban de ser horas para ser cuchillo y fuego. Me costaba respirar, me ahogaba. Cerré los ojos y pensé en mi esposa Carmen, en el jazmín turbador que nacía en su vientre, en la cereza de sus labios, en su pelo oscuro que se derramaba en el lecho como la hierba. La boca se me agriaba, las lágrimas resbalaban por mis mejillas, porque nunca fue verdad eso de que los hombres no lloran, nunca fue verdad. Lentamente me fui sumergiendo en un sueño donde yo fui más que el dolor, más que la tristeza, más que una garganta asfixiada. Allí fui desanudando los gritos hasta que fueron palabras, allí fui descosiendo la bruma para que fuera luz, allí habité de otra manera. No había temor, ningún viento desataría sobre mi alma el fragor de la tormenta.

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Josefina Solano Maldonado

¿Cómo dice, soldado? ¿Que Sanchico ha escapado? Sois unos verdaderos inútiles, os merecéis el paredón. En vez de estar alerta y vigilantes, os pasáis la noche bebiendo y durmiendo. ¡Sois un atajo de gañanes! Avisa a la comandancia que mande refuerzos, vamos a batir la sierra. Juro por Dios que encuentro a ese cabrón y a sus piojosos compañeros. Cuando recobré la conciencia, estaba en la cueva de Los Gatos. Los maquis me habían liberado, no recordaba nada. Me contaron que habían robado el caballo del señorito Don Ernesto para llevarme hasta allí. Habían traído al doctor Castelar, que siempre había prestado auxilio a los fugitivos de la sierra. Este comprobó que una costilla había lesionado las pleuras pulmonares. Tuvo que actuar de inmediato, evacuó el aire de la hendidura con una aguja y me fabricó un drenaje con los útiles que llevaba en su maletín. Mis compañeros se las arreglaron para conseguir los medicamentos necesarios para la recuperación. La fiebre desapareció, y aunque no podía respirar del todo bien, había mejorado notablemente. Los soldados de Clavelé habían batido el monte, sólo quedaba la zona donde nos escondíamos, que era de difícil acceso por los desfiladeros. Pedro Postigo nos advirtió que no tardarían en dar con la senda que llegaba a la cueva si empezaban el rastreo por la ladera de la Luna. Nos preparamos para escapar cuando cayera la noche. De madrugada, guiados por un candil de aceite, comenzamos la huida. La marcha era lenta porque yo no podía caminar con rapidez. Una ráfaga de disparos llegó desde un cerro. Habíamos sido descubiertos. Les dije a mis camaradas que corrieran, que no miraran atrás, debían ponerse a salvo. Yo fui apresado en la emboscada. Pero, ¿dónde te habías metido, Sanchico? ¿No te gustó el castillo que preparé para ti? ¿No fue del gusto de la princesita? Lo lamento, lamento que no te gustara. Lo elegí con mucho esmero, deberías estarme agradecido. Se me olvidó que eras el hijo del maestro, ese malparido que renegaba del mismísimo Dios para enseñar perversiones. Lástima que la vejez se lo llevara, porque si no, los dos ibais juntos mañana al paredón. Hala, cabrón, entra en el torreón. Esta noche seré yo mismo quien vigile. Al amanecer vendrá el padre Nicasio para ofrecerte confesión antes del paseo. ¿Que no lo necesitas? No seas como el necio de tu padre, Sanchico, y ajusta las cuentas con el Altísimo antes de reunirte con él. Al alba el cura entró en la celda del torreón para pedir la recesión de mis pecados. Le dije que no tenía nada de qué arrepentirme. El sacerdote rezó en voz baja, trazó en el aire la señal de la cruz y salió. El sargento me encañonó y comenzamos a caminar hasta las tapias del cementerio donde sería fusilado. A mitad de trayecto, Clavelé ordenó a los dos soldados que lo acompañaban que volvieran a sus puestos, asegurándoles que la tarea de la ejecución le correspondía sólo a él. Cuando llegamos me preguntó si quería que me vendara los ojos. Tras mi negativa, me señaló el lugar donde debía ponerme. A unos metros, él me apuntaba directo al pecho. Yo esperaba el momento definitivo, y en ape-

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Jamás te mataría

nas unos segundos refugié en mi corazón el abrazo de todos los que me habían querido, todos los besos que fueron, todas las palabras que merece llevarse el que va a morir. El sargento apretó el gatillo y la bala se estrelló en la pared. Con voz enérgica gritó: “¡Huye, Sanchico! ¡Huye! Empecé a correr hacia el monte. Me refugié de la lluvia en un caserón medio derruido que se hundía en la espesura. Estaba vivo, el sargento no había podido hacerlo. Juan Clavelé había sido mi compañero de pupitre y mi mejor amigo desde que íbamos a la escuela. Juntos nos íbamos al campo a buscar nidos, a trepar por los árboles, o al río a pescar truchas. Los días de tormenta le gustaba venirse a casa, para subir a la buhardilla. Mi padre tenía allí una enorme lámina con el aparato respiratorio dibujado, y todas sus partes rotuladas. Mirando aquella ilustración me dijo cientos de veces que de mayor sería médico, y que cuando estuviera enfermo él me salvaría la vida. Con una varita de avellano iba señalando las partes que primero operaría. Su imaginación infantil trazaba un peculiar laberinto desde la tráquea hasta los bronquios. “Creo que saldría de tu operación así”, le decía envolviéndome en una manta como si fuera la mortaja de un difunto. “Jamás te mataría” aseguraba, y luego comenzábamos a reír a carcajadas. Aquella maldita guerra llegó y nos separó sin un por qué, sin un empuje verdadero. Semanas antes habíamos estado juntos en las fiestas del pueblo, donde él tocaba el violín y yo cantaba en la misma panda verdial. Luego un río de pólvora y odio recorrió el pueblo y nos recorrió a nosotros. Pero en aquel último momento, Juan Clavelé lloró, porque no es cierto que los hombres nunca lloren. Juan Clavelé lloraba mientras el viento del alba arrastraba hasta mí su voz: “¡Huye, Sanchico! ¡Huye! ¡Jamás te mataría!”

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TERCER PREMIO

Los mejores años Sergio Sánchez Fraile

Por dos veces reprimió una ligera tos antes de levantarse, excusándose ante aquellos que la acompañaban en la mesa. —Me tendréis que disculpar. Necesito ir al aseo a empolvarme la nariz —dijo Melissa. —Voy contigo —dijo la esposa de uno de los ejecutivos, a quien había conocido dos copas de champán atrás. —No te molestes. Melissa debió de decirlo de tal manera, que su mirada interrumpió de súbito el superficial interés de la mujer por acompañarla. Recogiendo su diminuto bolso perlado, se levantó buscando con la mirada y con una sonrisa exclusivamente educada a todos los que había en la mesa. Incluido a su marido, Charlie. Un par de días atrás, el presidente Kennedy había sido disparado con fatal desenlace en las calles de Dallas. La junta directiva de Aston & Perk llevaba varias semanas anticipando esta cena, y a pesar de la tragedia siguieron adelante con la celebración. Los últimos dos trimestres habían obtenido unos beneficios históricos. Melissa se levantó de su silla para descubrir un espectáculo: la luz hacía juegos de formas oníricas con el humo de los cigarrillos y puros, cargando el ambiente, dándole esa calidez y esa clase de las que pocos lugares de la ciudad podían presumir. El aroma era característico también, pero a Melissa hacía tiempo que le costaba diferenciar algunos olores. Incluso algunos sabores. Las mismas figuras onduladas le hicieron dudar hacia dónde comenzar a caminar en busca del aseo. Hacia allí. Entró, y con el puño sosteniendo sus labios, reprimió una tos ligera, sin fuerza, pero que parecía llegar de lo más profundo de sus pulmones. La sensación volvió a su gargan-

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Los mejores años

ta; se preparó de nuevo para contener los impulsos reflejos, pero esta vez el ímpetu vino con una fuerza mayor. Su tos llamó la atención de algunas de las mujeres que estaban usando el baño en ese momento, más por la inconveniencia que por una preocupación sincera, por lo que trató de contenerse apretando el pañuelo contra su boca y entrando en el cubículo que quedó libre. Tras un par de minutos sentada, y con la cara entre sus manos, la sensación que intimidaba su garganta se fue disipando. Retiró el pañuelo de sus labios. La sabana de papel blanco, suave y lisa, se había convertido en una bola deforme y maltratada, pero nada más. Siempre temía encontrarse un pequeño círculo carmesí, inequívoco sello de problemas. Salió del cubículo y, ciertamente, retocó su maquillaje. Sacó de su bolso un paquete a medias de Aston & Perk, y extrajo con cuidado un cigarrillo. Estaba exhausta, y aunque su ausencia llamaría la atención, necesitaba recuperar el aliento. —Pensábamos que habrías perdido el conocimiento ahí dentro, querida —dijo una de las mujeres más mayores al volver a su mesa. Melissa sonrió educadamente sin responder. —¿Te encuentras bien, Mel? —le susurró Charles, que únicamente la llamaba así cuando estaban solos, una vez sentada —Claro. Un poco de tos. No quería aguaros la sobremesa. —Siempre es un poco de tos. Tenías que haber pedido cita con el doctor. —Es sólo tos. —Mel, toses cada mañana cuando te levantas. No puede ser “sólo tos”. —Tú también toses. —¿Yo también? —Sí —respondió cortante. A Charles le tomó un par de segundos encajar la contestación. —No sé, no me habré dado cuenta. Supongo que es normal —Charles agachó la cabeza, literal y metafóricamente, y se quedó mirando el mantel al tiempo que jugueteaba con un Cohiba entre sus dedos. Pasaron las últimas horas de la noche en silencio. No estaba enfadada, sólo que no le apetecía hablar. A Charles le estaba yendo bien. Nos estaba yendo bien. Quizá un pequeño Charlie. Pronto. ¿Quién sabe? Mejor no precipitarlo. Ambos éramos jóvenes y teníamos tiempo a pesar de que mis mejores años ya habían pasado. Mi madre se preocupaba más por mis “mejores años” que yo misma. Charles ni tan siquiera hablaba del tema. “Cuando tenga que ser, será.” Así solía zanjar cualquier conato de discusión.

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Sergio Sรกnchez Fraile

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Los mejores años

Los beneficios de la tabacalera Aston & Perk Ltd. no paraban de crecer. Charles se encargaba de que el producto tuviera esa distinción que las élites buscaban en el tabaco: “Si un hombre no tiene un cigarrillo en la mano mientras habla y en la boca mientras escucha, no es un hombre.” Los compromisos la habían dejado derrotada. Lo cierto es que no tenía tiempo de pensar en ir al médico cuando todo lo que le iba a recetar era reposo y aire fresco. Quizá por eso prefería el silencio. Le avergonzaba, pero en ocasiones se sentía aliviada culpando a Charlie de estos estúpidos ataques de tos. Se mantuvieron callados hasta que los dos estuvieron metidos en la cama. —Lo siento. De verdad. Pero estoy preocupado por ti —dijo Charles. —Lo sé, pero no tienes por qué. Llevamos unos días bastante movidos. Las vacaciones nos sentarán bien. Ya lo verás —dijo Melissa. —El aire de Hawái... —Charles esbozó una sonrisa sin darse cuenta—. Sí. Tienes razón. Pero creo que deberías ver al doctor, para quedarnos tranquilos. Hazlo por mí. Melissa entornó los ojos por enésima vez esa noche. Lo cierto es que la preocupación de Charles era sincera, e incluso tierna. —De acuerdo, Charlie, mañana llamo sin falta —dijo con una sonrisa. Sienta bien dejarse ganar en algunas batallas. —Gracias, Mel. Y su cara de orgullo se iluminó al tiempo que aplastaba con satisfacción el cigarrillo contra el cenicero dorado de la mesilla de noche. Esto sí era nuevo. La tos la asaltó en mitad de la noche arrebatándole el sueño. Se incorporó a medias en la cama sin encender la luz. Charles seguía dormido y su tos no bastaría para despertarle. Por pereza o por sueño, Melissa no se molestó en levantarse al baño, pero quizá fuera uno de los ataques más intensos que recordaba. Alargó el brazo y tanteó la mesilla en la oscuridad buscando un pañuelo. Como hizo en el aseo, lo apretó fuerte contra sus labios al tiempo que trataba sin éxito de reprimir la tos. Apenas consiguió aliviarla, se recostó, y el sueño y el cansancio no le dieron oportunidad de soltar el pañuelo de entre sus dedos. —Melissa. Mel. Cariño, ¿estás bien? La voz de Charlie sonaba lejana pero en un tono extraño que la obligó a despejarse más rápido de lo normal. Melissa abrió los ojos con dificultad, distinguiendo la silueta de su marido al borde de la cama. Cuando alcanzó a enfocar su cara, pudo ver la preocupación en sus ojos. 18


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—Mel. Tenemos que ir al médico. No estás bien. —Sí, te lo prometí. Llamaré a lo largo de esta mañana —dijo casi sin abrir los ojos. —No cariño, tenemos que ir ya. Ahora. Melissa se tomó el mensaje con sorpresa y de tal manera abrió los ojos. Los rasgos de Charles se debatían entre la inercia y la tensión. Hasta ese momento, no había sido consciente del regusto metálico en su boca y de la tirantez en sus labios secos. El pañuelo que Melissa aún sujetaba tenía un color rojo oscuro. No sólo la sangre no había respetado ni una pulgada del pañuelo, sino que la tos la había extendido también por la almohada y las sábanas. Melissa cerró los ojos. “Mis mejores años”, pensó.

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OTROS RELATOS

A través de tus ojos Ada Luz Andreu

A veces nos volvemos insensibles sin darnos cuenta. Quizás la cercanía de la muerte, la enfermedad, el dolor, el duelo, nos obligan a ocultarnos tras esa coraza impenetrable que separa mis sentimientos de los tuyos, o que al menos limita el punto hasta el que puede llegar a invadirme tu presencia y tu situación. Pero hay veces que puedes ver el alma de alguien a través de sus ojos. Hay veces que alguien te dice “Ayúdame”, y si le miras, si no apartas la mirada a tiempo, ves su alma, y en ella, ves su miedo, pero también el tuyo. Su fragilidad, pero también la tuya. Y cuando esto pasa, puedes huir o responder. Y lo que hagas es lo que va a marcar la diferencia de la clase de persona que eres, de la clase de médico que quieres ser, del mundo en el que quieres vivir y que quieres contribuir a crear. Llevábamos un rato hablando de tu salud delante de ti. No podías respirar. Llevabas meses esperando un pulmón compatible que no llegaba, y ahora lo necesitabas en días, quizás en horas. El tiempo se estaba agotando. La situación era muy grave, y tú, un joven más joven que todos los que discutíamos sobre ti sin contar contigo, lo sabías. Y sabías que la vida se te escapaba por momentos, y estabas asustado, muy asustado. Y nosotros no nos habíamos dado cuenta aún. Sí de tu gravedad, de tu temperatura, de tus constantes vitales, de la frecuencia de tu respiración, de lo azulado de tus dedos, de lo tenso de tus músculos, pero no de tu miedo, de tu humanidad, de tu fragilidad. Entonces me miraste y me dijiste ayúdame. Y me atrapaste. Me arrancaste de mi mundo helado y frívolo, para meterme en tu pesadilla. Me preguntaste si te ibas a morir, y yo no pude contestar. Y entonces me dijiste que solo querías que te quitásemos eso de la cabeza, eso que hacía que no parases de pensar. No querías nada para el dolor, para el ahogo, para la fiebre, para las náuseas… querías que tu cabeza

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A través de tus ojos

parase, que nosotros parásemos, que alguien te cogiera de la mano y te tocase, que te trataran como un niño asustado, como una persona agonizante que no se quiere ir, que quiere agarrarse a la vida como sea. Y entonces te miré y te vi, creo que por primera vez. Y no es que antes no te viera. Es que antes trabajaba para tu cuerpo, todo lo que podía y todo lo que sabía, y de repente me vi haciéndolo también para tu alma, porque me habías atrapado. Me senté, te cogí de la mano, te pedí disculpas, y te dije que confiases en nosotros, que todo iba a salir bien, que tenías una oportunidad y que íbamos a ganarla para ti. No sé si me creíste o no. Creo que no. Pero me apretaste la mano, tus ojos me dieron un abrazo, y tu cabeza paró un poco, solo un poco, pero lo suficiente para espantar al miedo, un minuto al menos, de aquel lugar. Otras veces me ha pasado esto. No sé si mis compañeros lo sienten, si alguna vez les han atrapado los ojos de alguien. Seguro que sí, pero nadie habla de ello. Ese chico tuvo que atraparme a traición, pero hizo que le dedicara un minuto muy profundo, y cuando me acuerdo de él, aún veo su alma a través de sus pupilas, y siento su mano asiendo la mía con fuerza.

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Sergio Sánchez Fraile

Cuando dos almas conectan Ada Luz Andreu

EL PACIENTE. Aquel día amaneció más temprano. Al menos para mí. Estaba nervioso. A mis 70 años era quizás la primera vez que estaba nervioso. Al menos desde que Marisa decidió abandonarme para pasar a una vida supuestamente mejor. Y seguramente mejor, porque desde aquel instante hace ya 9 años, aunque mis días pasaron a ser más tranquilos, más relajados, también perdieron en parte su sentido. Mis hijos me visitaban casi todos los días, y he de reconocer que me gustaba verlos con tanta frecuencia. Nunca se quedaban mucho rato. La ajetreada vida de los jóvenes de hoy no les deja tiempo para Vivir, con mayúsculas, aunque ellos creen que sí, que están viviendo. Pero no es cierto. Están preparándose para un futuro que no saben si llegará. ¡Y quién soy yo para juzgarles! Cuando Marisa me dejó, quizás era yo el que no sabía lo que era vivir. Me limitaba a pasar los días, uno detrás del otro, sin ilusiones, sin sueños, sin apenas ganas de existir. Luego la desesperanza pasó, y aprendí a disfrutar sin esperar nada, pero a disfrutar. Aquel día me desperté pronto. Había tenido una pesadilla que me inquietaba pese a que no podía recordarla. Sudaba mucho, aunque en la casa hacía frío. Estábamos a mediados de abril, pero ese año la primavera se resistía a llegar y todavía eran frías las noches. Me levanté despacio, algo mareado, un poco aturdido, completamente empapado en sudor, y me fui al baño a refrescarme. El espejo me devolvió una imagen que me sorprendió. Mis arrugas me parecían más profundas, mis ojos más hundidos, y todo mi cuerpo más cansado. Me lavé la cara y me senté en el sofá. Encendí la tele. No había nada interesante. En una hora empezarían las noticias. Me gustaba verlas, porque todos los días pasaban cosas. Y en mi vida no pasaba nada. No todo eran desgracias esa mañana. Había buenas noticias: la mujer de los sextillizos se había llevado a todos sus niños a casa, un héroe local acababa de salvar a una anciana de una muerte segura… Sí, todos los días pasaban cosas.

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Cuando dos almas conectan

Cuando acabaron las noticias me vestí sin prisa. Era un día especial, lo presentía, y había que estar preparado. Salí a por el periódico y decidí sentarme en un banco en una calle bastante transitada, un martes a esa hora en que todos corren porque tienen muchas cosas que hacer: llegan tarde al trabajo, los niños al colegio, la compra… Nadie reparó en mí. Era como si no existiera. Una señora se cayó al suelo. Me acerqué a ayudarla y agarró fuerte su bolso. Creo que pensó que se lo iba a quitar… ¿de verdad pensaría esa mujer que a mi edad sería capaz de correr para llevarme su bolso? A veces las personas te sorprenden. Luego lo entendí. La gente ya no estaba acostumbrada a que les ayudaran. Yo tampoco lo estaba. Pasé el resto del día así, con una sensación de vacío por dentro, de miedo, de anticipación de algo importante… Nunca había tenido miedo a los médicos, pero ese día lo tenía. Y llegó la hora. Las 5. Mi médico me había mandado urgente a aquel sitio, y quizás eso era lo que más me angustiaba. ¿Por qué urgente? Estaba cansado, nada más. A la doctora tampoco le gustó que fuera urgente, se lo vi en la cara. Yo sabía leer los rostros, y también detrás de ellos. Aquella chica, con su bata blanca y su fonendo, pensaba que dominaba la situación, se sentía segura. Pero yo la inquieté. Y la inquieté porque leí a través de sus ojos y vi que estaba enfadada con la vida, con el mundo, con los pacientes y con ella misma. Y que detrás de su ira había miedo y deseo de protección. Ese día necesitaba un abrazo. ¿Se imaginan que se lo hubiera dado? Habría agarrado el bolso, seguro… por si le robaba, como la señora de la calle… EL MÉDICO. ¡Menudo día! Se me acababa de romper el coche, me había peleado con mi jefe, había llegado tarde a trabajar y todos los pacientes me esperaban enfadados en la puerta. Se oían comentarios: “Qué poca vergüenza”, “mira qué horas”, “que falta de profesionalidad”, “que se habrá creído”… Estuve tentada de dar explicaciones, de contar que llevaba media hora esperando un taxi, que cuando terminara de trabajar tendría que llamar a la grúa, que me había peleado también con mi marido y me sentía sola, que los últimos tres días solo había malcomido un sándwich frio en medio de un pasillo… pero decidí que no. Que, si nadie me preguntaba, yo no debía ninguna explicación. Quizás no estaba en lo cierto. A lo mejor sí la debía. Pero no quería, y punto. Ellos llevaban media hora en la puerta de la consulta. Estaban enfadados. Yo solo tenía cinco minutos para verlos. Y estaba muy, muy cansada. Pasó el primero. Un catarro. Tres días con tos. Una receta, un jarabe y no salir de casa. El segundo no puede respirar bien, y sabe que es por el tabaco. “Yo me lo dejo si usted me garantiza que me voy a encontrar bien” (¿yo le garantizó qué?). Uno más, “es que señorita, su obligación es curarme, porque para eso le pago yo a usted con mis impuestos” (¡otra vez eso!). “Tome, su receta y 24


Ada Luz Andreu

vuelva en tres meses” (o mejor, no vuelva, al menos hasta que me pague más). Muchos días era así. La presión, mucha; el tiempo, poco; la gente, exigente, y yo… humana. Algunos días sentía a aquellas personas ansiosas de respuestas que a veces no tenía, como un enemigo del que había que defenderse. Me atacaban con sus volantes, sus radiografías, sus miles de cajas de pastillas en una bolsa… y yo no podía respirar. Me gustaba mi trabajo, y solía hacerlo bien. Me importaban las personas. Y era capaz de hacerlas sentir cómodas, confiadas... Aunque ese día no. Ese día estaba cansada. “Verá doctora, me manda el cardiólogo. Es que me canso mucho”. Frialdad, distancia, prisa, desdén... y entonces esa radiografía. La mancha… la dichosa mancha… “Vaya, señor, parece que tiene una cosa en esta radiografía que no debería estar ahí… hay que estudiarla mejor”. La mancha. Y el hielo se derrite, y la distancia se acorta, y el desdén se evapora. Y aparece la persona. Y las imágenes. Su vida en mi imaginación. La mía tan perfecta pese al coche, pese a las discusiones, pese a las prisas. “Mañana venga al hospital en ayunas, que tenemos que tomar muestras”. “Pero doctora, ¿es doloroso?” “Usted confíe en nosotros, que con la prueba vamos a saber qué es lo que tiene. ¡Ah!, y no fume” (es triste, pero realmente ya da igual que fume...). Se fue. Pero antes de irse me miró, y supe que me había visto. Que descubrió mi enfado, mi fragilidad, mi cansancio. Y también descubrió que, una vez más, su desgracia lo transformó todo. A él se le había acabado el tiempo. Yo tenía todo el del mundo, o eso creía. Yo lo sabía. El aún no. O sí. Porque esta vez había algo diferente. Algo en sus ojos, en su mirada, era distinto. Sentí una especie de conexión. Creo que él me leyó por dentro, y eso me calmó. Y mi calma le acompañó a él en ese momento en que algo importante estaba pasando. Y se fue. Con miedo, pero se fue. Iba a ver a Marisa, me pareció escuchar. Y estaba tranquilo. La jornada terminó. Y cuando salí a la calle, me importó un rato, y luego se me olvidó. Pero, una vez más, mi vida había vuelto a cambiar.

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Algún sentido a mi tormento Silvia Aparicio Martínez

Nunca he creído en ningún dios. Creo firmemente que cada uno es el diseñador de su propio camino, que nuestras decisiones no dependen de algo superior que nos condicione. Tampoco soy supersticiosa. No tendría miedo a abrir un paraguas en un lugar cerrado, ni a viajar en el asiento 13 de la fila 13 de un avión. Pero algo que sí me inquieta y entorno a lo que siempre he tenido dudas son las casualidades. Me intriga por qué las cosas que nos pasan nos pasan precisamente a nosotros. Cómo, de entre toda la gente que vive en una ciudad, dos personas que llevan años sin verse se encuentran en el mismo cruce, el mismo día a la misma hora. Cómo de entre todos los instantes en los que podrías decidir llamar a alguien es justo cuando estás buscando su nombre en tu lista de contactos cuando entra una llamada suya. Cómo nunca habías reflexionado sobre un tema y basta con leer un libro sobre este para que todo el mundo a tu alrededor comience a hablarte de ello. Se me ocurren innumerables ejemplos de escenas sorprendentes que suceden por algo a lo que no he sabido poner otro nombre que casualidad. En realidad, a lo largo de mi vida me ha servido para justificar muchas cosas que no he podido comprender. Muchas cosas, pero no todas. Por ejemplo, todavía no he logrado poner nombre o dar explicación al hecho de que, de entre millones y millones de personas, haya algunas que, como yo, hayan tenido que interrumpir el curso de su vida repentinamente, sin previo aviso y haciendo daño a todo aquel que estaba a su alrededor. La primera vez que sentí que algo no iba bien fue cuando me despertó una fuerte presión en el pecho. Un sudor frío me recorría el cuello y la espalda. Intenté incorporarme despacio y, sentada en la cama, traté de concentrarme en mi respiración, pero había algo que fallaba. Pensé que estaba sufriendo un ataque de ansiedad y me levanté a abrir la ventana. El choque del aire fresco contra mi rostro alivió en gran medida el agobio que había empezado a sentir.

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Algún sentido a mi tormento

A pesar de que aquella noche logré conciliar de nuevo el sueño, dos días más tarde el episodio se repitió. Esta vez, frente a la ventana, comencé a toser. Una tos que, cada vez con más fuerza, me impedía permanecer en silencio en la madrugada de aquel día de diciembre. Me acerqué al baño y, sin estar preparada para ver lo que vi, encendí la luz. Fue allí, ante mis ojos, donde esa mancha roja en la parte delantera de mi pijama me avisó de que mi vida no volvería a ser la misma. Recuerdo que odiaba ir de compras. Desde que habíamos pasado a primero de Bachiller, ya no llevábamos uniforme. Al principio me pareció una buena idea, un regalo de la vida. “Menos mal que la tortura de llevar una falda tan incómoda y unos zapatos tan feos ha llegado a su fin”, pensaba. De lo que aún no era del todo consiente era de que ahora tendría que elegir qué ponerme cada día. Cada día. Durante todo el año. El primer mes todo fue más o menos bien. Solía llegar algo tarde a clase, habiendo luchado porque mis camisetas y pantalones consiguieran formar conjuntos medianamente aceptables. Sin embargo, poco a poco las ideas se me fueron agotando y mi madre y yo tuvimos que empezar a “ir de compras”. Nos pasábamos horas buscando y sin que nada terminara de convencerme, a mi madre le frustraba mi falta de autoestima hasta el punto de que terminaba mosqueándose. En esta línea, otra de mis grandes preocupaciones era Iván. Siempre me habían fascinado las historias de amor. Empezando por esos cuentos infantiles que leía antes de dormir, en los que dos personajes enamorados vivían felices para siempre, pasando por esas novelas adolescentes en las que dos jóvenes se esforzaban inmensamente por amarse a pesar de toda vicisitud, y terminando por cada película americana de alguien que finge pasarlo bien en una fiesta a la que en realidad solo ha asistido para ver a otro alguien del instituto con quien apenas ha intercambiado dos frases. Por eso me pasaba día y noche fantaseando con el día en que Iván se fijaría en mí. Sin embargo, en aquel momento, en medio de la noche, atónita ante las manchas de sangre que tenía sobre la ropa, me encontraba completamente sola, con las manos temblorosas y sin saber qué era lo siguiente que debía hacer. Ya no me preocupaban ideas superfluas como mi aspecto físico o un chico estúpido de mi clase. Estaba realmente aterrorizada. Dos días después me encontraba en la tercera planta del hospital, donde tras varias pruebas y algo de espera tuvieron claro mi diagnóstico. La fatiga y la pérdida de apetito que había estado sintiendo no se debían a ninguno de los motivos que mi familia se había planteado. No estaba pasando por ninguna fase de mi adolescencia: estaba enferma de tuberculosis.

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Silvia Aparicio Martínez

Todo aquello que había asumido como normal desapareció prácticamente de un día para otro: ir a clase, quedar con mis amigos, salir de fiesta, dar una vuelta o simplemente ver la televisión sin ninguna otra preocupación que la de que al día siguiente tenía un control de matemáticas. Dejé, durante meses, de preguntarme sobre mi futuro, de pensar en qué carrera quería entrar, de qué deberes tendría si todo siguiera siendo como antes. Cada día durante seis meses tuve que tomarme los antibióticos (sí, he dicho “los”) nada más despertarme, y esperarme después media hora para poder desayunar. Pasaba la mayor parte del tiempo en mi habitación con las persianas medio bajadas para evitar el excesivo contacto con el sol, pero una vez al día debía airear la habitación en la que, por cierto, nadie más que yo pudo entrar durante el primer mes. Pasé las navidades así, sin apenas poder salir a ver las luces, las calles, sin visitar a mi familia y, lo que es mucho peor, sin permitirles disfrutar de una época tan emotiva. En general, me dio mucho tiempo para pensar. “¿Por qué me está pasando esto a mí?”, mi mente me bombardeaba con preguntas. Al principio me sentía un ser muy desgraciado. Con el paso de las semanas, me sumergí en grandes obras literarias, musicales, cinematográficas. Mi abuela venía dos días a la semana y cambiaba los libros que me había dejado la semana anterior por otros nuevos, aun sabiendo el peligro que esa práctica comportaba. Mi padre me traía un periódico cada día, contento de ver que yo prefería la información mucho antes por escrito que vista a través del televisor. Mis amigos me contaban todo tipo de chismes que sucedían en el instituto. En cierto modo, me acostumbré y sentía que no me había ido del todo. Y fue entonces cuando me di cuenta. Empeñada en culpar a la vida de lo que estaba sucediéndome, no me había permitido a mí misma ver lo que realmente tenía ante los ojos. Si yo era una niña desgraciada, ¿qué había entonces de todos aquellos que no podían prácticamente ni soñar con la mitad de las cosas de las que yo disponía? Había podido acceder a un tratamiento médico que estaba dando buenos resultados, tenía a mis familiares y amigos plenamente entregados en la misión de mantenerme feliz, podía saber qué pasaba en cualquier parte del mundo al instante, podía ir a clase, pasar tiempo con mis amigos… Todas aquellas cosas que no había sabido valorar nunca me estallaron en la cara. Y es que, realmente, nunca había sido consciente de lo afortunada que era hasta que todo aquello que daba por sentado se tambaleó. Y al fin, aunque tuviera claro que las enfermedades pasan porque sí, había empezado a encontrarle algún sentido a mi tormento.

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Dando voz a un silencio Ana Balañá Corberó

El tiempo pasó inexorable desde el diagnóstico, “qui dia passa, any empeny”, decimos en catalán… pero en este caso, sería todo lo contrario. Cada día que pasaba, de una manera u otra, una mella en la trayectoria vital se hacía presente y la enfermedad nos recordaba que quedaba menos hasta el día del “sueño final”. Llegó el día… tenía que cruzar Barcelona con la ambulancia, escasos seis kilómetros separaban el hospital del barrio de Sants donde él vivía con su encantadora mujer. Ya acumulaba más de ocho horas al día de ventilación mecánica y usaba el aparato que le ayudaba a toser más a menudo de lo esperado. Todo estaba yendo muy rápido. Pero el trayecto se atragantó en su garganta, como acostumbraba a pasarle con la comida. Justamente el día que le citamos para colocarle la sonda para comer, su garganta le jugó una mala pasada, o más bien la enfermedad. Algo se le atascó en el peor lugar, en el peor momento, dentro de una ambulancia camino al hospital. Se le hizo eterno, desde la ambulancia nos avisaron, no llevaba consigo el Cough Assist… y no podían resolver la angustia. Nosotras ya preparadas en urgencias le esperábamos como quien espera una mala noticia, con ganas de saber detalles y poder ponerse a resolver el problema, si es que había posibilidades aún. Llegó, muy fatigado, el sufrimiento se leía en sus ojos, la máscara de la ventilación le tapaba casi el rostro y suplicaba auxilio. Pudimos ayudarle, hicimos las maniobras justas, en un box de urgencias, evitándole la burocracia, sin triaje, sin despachitos… entró directo para hacer fisioterapia respiratoria, que le devolvió lo más básico, la respiración, la vida. Estaba estable, toda la angustia la dejamos en el box de urgencias, como el que se quita unos zapatos bonitos pero inhumanos al llegar a casa. Zona de confort, con su equipo de neumología, le dirigieron hacia la sala de endoscopia digestiva. Todo el equi-

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Dando voz a un silencio

po de digestivo, anestesistas, nos esperaban, pasaban ya unos minutos de la hora de la programación. Todo preparado para la PEG. El procedimiento fue rodado, como no lo había sido el traslado, se colocó sin incidencias, como dicen en el argot médico. Una vez más, dimos apoyo durante el procedimiento con la mascarilla y el ventilador. Siempre nos reservan un lugar privilegiado a la cabecera del paciente para dar apoyo ventilatorio durante la colocación de la sonda y no dejar que fugue demasiado el ventilador para que las constantes respiratorias se mantengan en rango. Así que nos tuvo cerca, durante todo el proceso. Pendientes de él, de abrir los ojos hubiera intuido dos presencias a escasos dos palmos de su cara. En estas circunstancias, todo el equipo, unas ocho personas más el paciente, luchábamos por oxígeno en escasos seis metros cuadrados, al menos durante treinta minutos. Pero como en los mejores momentos del dream team, casi sin hablarnos, nadie entorpeció a nadie; cual reloj suizo, todos los engranajes rodaron a la perfección. Teniendo en cuenta que nos vemos con una frecuencia casi mensual, somos bastante exactos. Y he aquí, el motivo de mi recuerdo, el porqué no desaparece esta anécdota de mi memoria, saldo una deuda con él, en el rincón al que llamamos “recovery”, aún bajo el efecto del cóctel de la felicidad pero orientado, entreabrió los ojos, me miró con una cierta pena en la expresión y me preguntó: ¿por qué me habéis despertado?… Era feliz en mi viaje, y ya no sufría.

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La terraza Almudena Batanero

En cuanto la viste, te enamoraste de ella. Al instante. Tus ojos se trasformaron, se iluminaron, se convirtieron de pronto en un océano de luz azul. Yo conocía esa mirada. Esa era la casa. Un barrio del norte de Madrid. Casas de ladrillo rojo, cinco alturas, diez casas por portal. Plazas interbloques, arena, árboles, jardines detrás de algunos bloques. Barrio con comercio de cercanía, cadenas comerciales a las que poder ir andando, fuera coche. Aire. Calma. Fue pisar la casa y recorrerla con decisión. Tres habitaciones, salón, cocina, baño. Todo exterior. Y la joya de la corona: una terraza a la que daban las ventanas de la habitación principal y conectada a la cocina por una puerta. Daba igual los metros, la reforma, el precio… esa era la casa. Nuestra casa. En Huertas no respirabas. A pesar de la disminución de la circulación, la contaminación se masticaba. Y eso no era bueno para tus pulmones. Pulmones que habían marcado tu vida desde pequeño y lo seguían haciendo. Pitos, tos y aquellos bronquios que se hacían “chiquititos” de pronto. Lo que decías a tu madre. Mamá, por donde pasa el aire se me ha hecho chiquitito. Al mes y medio, la bronquiolitis. Tu madre comenzó a ejercer de enfermera. Nebulizaciones, fisioterapia, cuna con la cabecera elevada, vahos de eucalipto para abrir las vías respiratorias y evitar que se acumularan las flemas… Ambiente sin humo, sin polvo, inhaladores customizados con pegatinas infantiles al lado de la merienda en la mochila del cole. Informes continuos al profesor de gimnasia. Que no corra sin haberse dado antes el inhalador… No le va a pasar nada... O sí, que se lo dé. Peregrinaje al pediatra, de ahí al neumólogo. Cuando se desarrolle se le pasará. Pues no. No se te pasó. Y vino el diagnóstico. Asma de difícil control.

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La terraza

Ahora soy yo otra de tus enfermeras. Aprender a mantener la casa sin polvo, limpiar sin levantarlo, fuera humos… Todo eso que era tu ambiente de vida, ahora es el mío. No viví el diagnóstico poco a poco. Lo supe desde el primer día. Conocía a tus amigos de vista, igual tú ya andabas entre ellos. Pero sólo me fijé en ti cuando te oí reír. Risa franca, continua, fresca. Risa que de pronto se transformó en tos, tos continua que te dejó agotado, como si hubieras subido de golpe tres pisos a la carrera. Te vi sacar algo del bolsillo, agitarlo y dártelo. La primera de muchas que te vi usar tu amigo azul, siempre a mano, siempre ahí. Al guardar el inhalador, levantaste la mirada hacia mí, me sonreíste. Luego todo fue rodado. Me acompañaste al metro, antes de llegar a la boca me cogiste de la mano, al levantar la vista la vi por primera vez, tu mirada azul, llena de vida, de promesas, de futuro. Me habías encontrado. Tu aire. Mi luz. Tu paz. Ahora mirabas así la terraza, llena de promesas, de noches compartidas con los amigos, de aperitivos convertidos en meriendas, de domingos leyendo, de pausas durante la jornada de trabajo. Tu sitio. No te costó despedirte de Huertas. Del mundo de turistas incansables buscando por el barrio el rastro de Cervantes y Lope de Vega, de gente dispuesta a tapear con un buen vino, de asistentes al teatro, de fanáticos del jazz, de las cenas al aire libre. Qué difícil hacerlo contigo. Si no fuma uno, fuma el del otro lado. A mí no me importa, de verdad. A mí sí, y a tus pulmones también. En este barrio está el Kiosko, un bareto con una explanada estupenda. Mesas separadas. Sitio para que campen a sus anchas niños y perros. Para cenar. Para respirar. La mudanza la hicimos en cuentagotas. Un ascensor con parada entreplanta. Comenzaste bien, con energía. Al tercer viaje, ya te faltaba el aire. Bueno, subes dos maletas, las dejas entre el primero y el segundo. Una sonrisa. Ya subo yo lo que falta. Tú y tu inhalador teníais una cita. Poco a poco. Amueblaste la terraza lo primero. Tumbonas de teca, respaldo y asiento acolchado a rayas blancas y azules. Mesita baja. Estantería de madera a juego. La llenaremos enseguida de recuerdos de viajes pasados y futuros. Y tiestos, muchos tiestos, flores por todas partes. En Huertas dos macetas, aquí, tres jardineras llenas. Color. Las flores no me hacen mal. No. Mal te hace conducir por la ciudad, la polución del aire. Mal enseñar casas en obras, polvo en suspensión. Mal enseñar sextos sin ascensor. Mal discutir con el jefe. Mal llorar de impotencia cuando tus pulmones no te dejan mandar en la cama, a veces ni con tu amigo azul como preliminar. Al final has acabado trabajando desde casa. Tres visitas al mes al centro. Una de reunión con los jefes, y dos al Hospital. Estás probando una nueva medicación. Hoy te 34


Almudena Batanero

toca analítica y recogida de esputo. Medicación intravenosa, y un par de horas muertas esperando si aparece la tan temida mala reacción. Y a veces la espirometría, a ver ese FEV1, como va. Tu barómetro científico. Tu barómetro de vida es otro. La terraza es tu barómetro, lo que haces en ella. Te has convertido en un amo de casa. La comida solo para ti. La cena para los dos. Y en la terraza si el tiempo lo permite. Cuando llego y te encuentro en la cocina de pie, trajinando en una nueva receta y me asomo a ver la mesa, ya preparada, pienso, buen día. Otras me asomo y te veo sentado ya. Ensalada. Con frutos secos y trozos de manzana. Ensalada, y nosotros con jersey. Hay días en que me asomo y estás sentado, mirando a través de la barandilla observando a los paseantes de perros en su ruta diaria. Me sonríes. Hoy pedimos pizza. La nueva medicación aún no funciona del todo. Tiempo. Otros días te encuentro sentado a la mesa de la cocina. Cortando verduras. Hoy pisto. Se me ha hecho tarde. Bajas la mirada, ocultas las ojeras negras. Cefalea, el precio del tratamiento. Mal día. Pero tiras adelante, bajas el ritmo, pero no paras. Es curioso cómo varía tu enfermedad. Te levantas bien, un chico normal de 35 años. Y al caer la tarde, una plancha se posa sobre tu pecho. Usas la medicación de rescate. Y tiras. Puedes con el resto de tareas. Otras no. Te sientas a ver la vida a través de los barrotes de la barandilla. El ritmo te lo marcan tus pulmones. Y eso a veces cansa, cansa luchar contra la sensación de que los bronquios se hacen chiquititos, y hay que abrirlos. Ayer fue mal día. Mal día y mala noche. Soñé que el gato maullaba. Bajito al principio, más fuerte después. De pronto la luz. No tenemos gato. Te veo con los ojos abiertos como platos, concentrado, intentando acallar los pitos que salen de tu pecho. Tu amigo azul está vez sirve para llegar a Urgencias. Cambio de medicación, visita al neumólogo. Te anima, hay que tener paciencia, la medicación seguro que te va a mejorar. Hay que seguir igual. Paciente = PACIENcia. Enfermo = FE. Es tu mantra. Y tiene que funcionar. Bajo las escaleras hasta la plaza. Levanto la vista. Hoy estás en tu terraza. Me saludas. De pie delante de las sillas. Azules y blancos los cojines. Azul tu amigo. Azul el jarrón del centro de la mesa. Preparada. Azul tu mirada. Mi océano. Tu aire. Mi luz. Tu paz.

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Equinoccio de otoño Francisco Javier Campano Lancharro

Cae la tarde. Sopla el viento. La ropa tendida en el balcón de tía Amparo se agita gritando libertad para poder surcar el cielo nublado e infinito. Ese aire caliente. Esa tarde ventosa. Esos días de septiembre que van anunciando el final de un verano seco y pausado. Alguien se acerca por el camino. Y huele a tierra mojada. Huele a ese rancio y a la vez melancólico recuerdo de la tierra que te vio nacer y crecer hasta que marchas. Suena la olla de vapor. Y el canturreo dulce desde la cocina. Alguien prepara la cena con el placer de quien va a probar ese plato a la hora determinada. Pero sin horarios ni reloj. Sin prisas. Solo ahonda la tarde y con ella los reencuentros y costumbres de la vida que camina a otro paso (diferente). Nada ha cambiado. He cambiado yo. Año tras año, el tiempo corre por nuestras venas mientras observamos el mundo que nos rodea impasible. Y llega tía Carmen. Ella siempre habla. Habla y yo callo escuchando como cuenta sus historias una y otra vez. Me gusta oírla. Me gusta cómo se expresa. Cómo transmite todo ese lenguaje no verbal donde veo reflejados algunas personas de mi familia (mi abuela, mi tía, mi padre…). ¿Seré yo así? ¿Y sin darme cuenta? Añoro cada recuerdo de esa infancia con los abuelos mimando a los nietos y los nietos soñando historias incompletas pero felices. Ahí estamos todos. Sentados y hablando. Como una foto por la que han pasado tantos años que apenas se reconocen las figuras. Falta gente, ellos. Faltan matices y voces. Las risas esconden miedos y sueños, melancolía y sufrimiento… y vida. Porque la vida sigue. Sigue el devenir del día a día. Pero no se irán los buenos recuerdos de todos esos momentos de sofá mientras dure nuestra memoria. Refresca la calle del calor. Y la vida fluye. Las señoras sacan sus sillas al fresco que empieza a correr por las calles ojerosas. Se acerca la noche. Despierta la vida. La gente invade las calles y los niños jubilosos con sus gritos y carreras lo llenan todo. 37


Equinoccio de otoño

La calle estrecha. Unos pocos coches aparcados. Y las casas se engalanan como muestra de la dignidad del más humilde. Piedra, cal y arena. Teja vana de rojo añejo. Y la sombra de un gato agazapado, que mira la calle como un vigilante denostado. Vuelan golondrinas. Suena a lo lejos un mochuelo. Los pájaros se posan en los cables que cruzan azarosos de un lado a otro de las viviendas. Parece un caos. Es un caos controlado. Un perfecto misterio de la vida que profundiza en el alma y la acaricia. Que transmite calma. Que genera gozo. Que descarga el yo interior para hacerlo libre y eterno, en un mismo susurro con el viento. Y olvido que respiro. Olvido que no puedo. El aire entra en mi pecho, lo hincha, lo palpa, lo toca, lo libera… Me siento en mi pueblo. Así, con mi gente. Así suena y se siente uno cuando regresa a sus raíces, alejado del mundo caótico y monótono que nos aprieta. Y ahí está mi vida. Ahí la fuente de mi alma. Ese sitio del mundo en el que, por fin, uno se siente a gusto y encaja. Ese sentimiento, que estremece. Ese sentimiento, que se añora. Ese punto en el estómago que se acrecienta a medida que el coche se aleja en sentido inverso al cartel de bienvenida. Otro verano. Otros recuerdos. Otro tiempo que corre segundo a segundo para verte volver a ese escenario que baja el telón y duerme en la espera.

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Respiras y no te oigo Francisco Javier Campano Lancharro

Todo empieza con una pregunta… o una reflexión pausada en el falso tempo adormecido de una tarde de verano. Corre el tiempo y se escapa de nuestras propias manos sin poder agarrarlo (como se agarrarían las riendas de un caballo desbocado ante una carrera intrépida y final desesperado)… con miedo. El valor de las pequeñas cosas que no se valoran mientras suena de fondo el tic-tac del reloj (sabiéndose ganador en cada segundo que pasa)… lo que provoca que nuestra mente apenas sea consciente de cómo se escapa ese minuto. Y así se me pasa una hora (quizás otra), mirando al seudoinfinito del horizonte, pensando sin querer pensar en nada, absorto en esa brisa y el rayo de sol que la atraviesa, como ese niño impávido que espera una repetida reprimenda. ¡Despierta! Despiertas del letargo… y sigues respirando. ¿Cuánto vale cada aliento?, ¿Cuánto cada átomo de oxígeno que alimenta el cuerpo y lo mantiene vivo en ese medio? Tus pies descansan sobre el agua que los cubre al borde de un poyete y el mar infinito, una pelea constante en cada ola sobre la sólida pared que te sostiene. Parece que, por un momento, se rompe ese hechizo que te tenía atrapado, despierta tu cuerpo y vuelves a ser consciente de él en todos sus sentidos. Decides moverte (ya es hora, piensas) y (con este calor) darte un baño e ir adentrándote en el agua (vida que te envuelve a cada paso, gotas —miles— que te rodean y van despertando cada uno de los poros y terminaciones nerviosas que los inervan). Entras, respiras, nadas y braceas. Braceas y braceas mientras corre el sol de la tarde, hasta que paras en la orilla y notas en tu pecho el latir fuerte del corazón, bombeando cada ápice de tu sangre, llevando oxígeno a tus células. Por eso respiras como si el hambre de comerte el aire que te rodea fuera el mayor y único deseo del mundo. Tus pulmones se hinchan y deshinchan como globos que aspiran todo ese cielo infinito. 39


Respiras y no te oigo

¡Respira! Coge aire, inunda cada milímetro de tu pecho, henchido de ‘placer’ efímero… Y te sumerges. Y desde ahí, en el fondo, con todo ese ‘mar’ sobre tu cabeza, miras el cielo… azul (de nuevo azul infinito). Escuchas el mar golpeando tu cuerpo, tu latido (acelerándose), tu sino, tu momento… Y de nuevo sales a la superficie a coger aire, mientras no permites que tu cuerpo (a pesar de sus lamentos y el paso del tiempo) sea quien te marque un límite que se rinda cuando ves cercana la meta. Respirando esa mezcla de aire y melancolía del tiempo que se escapa, del verano que nos olvida, de la tierra que es tuya y tú de ella, de una tarde diferente en tu narcótica vida. Porque aprendemos a valorar poco las cosas que tenemos. Porque de pronto, (llegado a ese punto de la vida en que maduras y te encuentras cara a cara con el destino futuro) el dinero, lo material o las propiedades dejan de tener el sentido real que suponíamos. Porque ese día a día es una oportunidad para vivir, un lienzo impoluto con mil y una acuarelas de colores que nos invitan a empezar un nuevo sol que calienta, un nuevo mar que acompasa contra el muro, un nuevo cielo azul y limpio, un cuerpo que se relaciona con todo y que muere cada día para nacer de nuevo.

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Pasado, presente y futuro Catia Cillóniz

La vida ha sido muy buena conmigo, a mis 40 años he viajado por ciudades poco conocidas y en algunos casos algo peligrosas, he pasado noches tras noches con mis amigos, he bebido todo lo que he querido. Confieso que he tenido suerte en el amor, recuerdo a cada mujer en cada lugar que he visitado, aún puedo recordar los momentos disfrutando con ellas. Me considero un aventurero nato, y no lo digo yo, lo dicen todas las personas que me conocen. No hay quien me eche un reto y que yo no lo pueda cumplir. Aunque debo reconocer que tengo mi lado sentimental, momentos en los que mi guitarra y un buen cigarrillo me acompañan las noches en vela. Hoy me he despertado algo sudoroso, intranquilo, hasta me costaba respirar al levantarme. Creo que debe ser mi edad, ¡ja, ja, ja!. Dicen que los hombres pasan la andropausia. ¿Será eso? Mejor relajarme con los amigos. Esta tarde vamos a ver un buen partido, unas copas y un bailetón, y el cuerpo como nuevo. Casi son las 9 de la noche, pronto vendrá Pedro y José para llevarme al puerto. ¡Qué día tan maravilloso está siendo! El verano siempre ha sido mi estación favorita, aunque nunca antes me sentí tan cansado como ahora, siento dolor al respirar profundo y no sé por qué tengo estos mocos que no me dejan ni fumarme el cigarrillo. Tal vez me daré una ducha fría antes de salir de fiesta. Pero, ¿qué me pasa?, no puedo respirar. ¡José, José! ¡Peeedrooo! —Hola, hola, me escucha, Xavi, tranquilo, soy la doctora Martín, tranquilo, no intente levantarse, está usted en el hospital, sus amigos lo encontraron desmayado en casa y llamaron a la ambulancia, pero no se preocupe, aquí estamos cuidándole. —Pero, ¿qué me ha pasado? —Le explico, Xavi, usted tiene una neumonía. —¿Cómo?, pero, ¿quién me ha contagiado?, ¿cómo lo he pillado?

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Pasado, presente y futuro

—No se preocupe ahora Xavi, descanse, volveré más tarde para explicarle mejor, ahora esperamos los resultados de las analíticas y las pruebas microbiológicas. Qué difícil se me hace respirar, parece que me hubieran dado una golpiza en las costillas. Casi han pasado diez años desde aquel despertar en el hospital con la mirada de la doctora Martín pidiendo que me tranquilizara, y aquí estoy para compartir mi experiencia, para contar como fue mi contacto con la vida real, esa vida que yo mismo me arrebaté por los malos hábitos de vida y los riesgos a los que me expuse. Ahora, aunque deberé medicarme toda la vida y protegerme para no infectar a mis parejas, he decidido disfrutar de la vida. ¡Quién me diría que esta sería la lección de vida que todo mundo alguna vez se pregunta cuál será! Esta lección me llegó a los 40 años, y no era la andropausia, como yo decía, era mi estupidez que me hizo desperdiciar mi vida. Pero siento que este mundo aún tiene sentido, ¡claro que sí! Me recompensa enseñando, compartiendo y aprendiendo de todas las personas. Siempre digo que cuando uno da un paso atrás no es para retroceder, es para saltar hacia adelante. Ahora, ¡¡¡respirar me da vida!!!

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Javier Bris Pertíñez

Mis mejores vacaciones Sandra Garay Martínez

El verano se había marchado dejándome un sutil color canela tostado en la piel, un mapa de pecas sobre las mejillas y un color de pelo dos tonos más clarito. En verdad, el verano se fue tal cual llegó, y en lugar de pecas solo tenía varias marcas de agujas a lo largo de mis brazos. No entendía por qué nadie se podía alegrar de que hubiera conseguido por fin un trabajo de ocho horas como cualquiera, aunque eso me impidiese cuidarme como debía y me trajese complicaciones. Aunque llevaba apenas un par de meses, ese día empezaron mis vacaciones improvisadas. No tenía ni idea de que mi destino contaba con servicio especial de recogida a domicilio con vehículos propios. No había tenido tiempo de preparar una mochila con un par de básicos como calcetines y ropa interior. Solo una maleta cargada da decepción y a la vez entusiasmo en un intento por estar mejor. Al menos esta vez no tenía que ir cargando con una bolsa de medicación intentando explicar que ese montón de pastillitas blancas fuera de su blíster no eran precisamente lo que parecían ser. Me perdí las fiestas más esperadas del año. 365 largos días esperando para poder montar en las atracciones, ver los fuegos y todo Bilbao desde la noria a vista de pájaro, donde todo parece encogerse y el mundo se vuelve pequeño. Al menos me había alojado en el mejor hotel. 5 estrellas y pensión completa. Nada más llegar, te dan una pulsera VIP con el paquete de todo incluido. Tenía una habitación individual con vistas, espaciosa y luminosa, con la posibilidad de cama supletoria gratis. Algo así como un servicio 2x1 para un acompañante. Cuenta con un servicio personalizado de 24 horas, personal totalmente cualificado con un máster en cariño. No tienes que hacer tu habitación y hay un montón de máquinas vending donde poder comprar y comer lo que te dé la gana sin regañinas.

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Mismejores vacaciones

Ese placer cuando el despertador no suena y no tienes que tantear a ciegas con los dedos hasta encontrar el botón que lo hace callar. Ese placer de abrir un poco el ojo izquierdo siendo consciente de que no es de día todavía, estirando el cuerpo y llenando la habitación de silencio. No podía ver a mis amigos, aunque les tenía a un click de distancia. Mientras sus Instagram me chivaban que todos se habían levantado con resaca arrastrando sus pies con pereza hasta la cocina buscando con los ojos entreabiertos una taza de café, a mí me habían dado los buenos días con la mayor de las sonrisas y además me traían el desayuno completo a la cama: cola cao, galletas, Kreon y vitaminas. Desde primera hora, el aroma del café recién hecho se colaba de forma sigilosa por toda la planta. No solo no tenía ni que preocuparme por fregar los platos o dejar limpia la mesa, sino que me retiraban todo para poder dormir de nuevo o seguir soñando despierta. Además si esa noche no descansas bien, cuenta con un servicio Deluxe que, con una mascarilla, te dejará en un sueño profundo alejado de las preocupaciones. Tras quejarme de un fuerte dolor en el pecho, he disfrutado de varias atracciones y sin esperar colas. “Coge bien de aire… Respira”. No soy una persona especialmente fotogénica, así que posiblemente sea la mejor foto con un filtro vintage en blanco y negro para el recuerdo que me hayan hecho. Mientras cientos de personas buscaban un hueco entre empujones y la multitud, yo no tenía más que subir a la planta 11 para poder ver los fuegos artificiales desde la escalera de caracol. No es como estar allí, pero al menos te metes un poco en ambiente. Así que allí estaba yo, en mi particular resort, disfrutando del espectáculo de colores que me regalaba el cielo sentada en primera línea en los asientos acolchados de la sala de espera con un chupito de codeína y unas patatas fritas de bolsa. Es una pena que no tuvieran esas bolsitas de garrapiñadas que tanto le gustan a mi abuela. Además, dice que yo soy un poquito como ellas: dulce por diabetes y salada por fibrosis quística. Era un mote cariñoso que me hacía mucha gracia. Y me causaba tos, pues no sabía reírme sin toser. Cuánto más fuerte reía, más tosía, lo que a su vez me hacía volver a reír y toser al mismo tiempo. Eso le contagiaba de risa a ella también, lo que me parecía un gesto cruel a la vez que tierno. Los aerosoles me ayudaban bastante a controlarlo. Siempre me ha costado mucho ponerme con ellos. Supongo que tengo un trauma de cuando era niña, pues odiaba quedarme sola con mis obligaciones mientras mis primos jugaban en la calle. Me sentía castigada. No entendía por qué mientras ellos podían coger un cigarrillo jugando a ser adultos yo tenía que dejar de ser niña para convertirme en una persona responsable y disciplinada que debía seguir unas normas en lugar de saltárselas. A día de hoy, es mi

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Sandra Garay Martínez

momento de relax: té, un montón de cojines, música lenta y mi cachimba de suero salino como en los mercadillos medievales. Era como volar a la vez que el salbutamol se elevaba hasta el cielo en un intento por alcanzar el infinito. En la verbena de hoy teníamos como teloneros a “Sobredosis de omeprazol”, y a “Moco verde matinal” como artista principal, que al menos era mejor que “Los Iniston” de la planta de geriatría. Una gran noche liderada por la más famosa orquesta de tos fuera de tono en un festival de mocos que me dejaba la mañana siguiente con una gran resaca de antibiótico e ibuprofeno. Quizás ese no fuese el concierto de mi vida, y aunque en ella no suene la canción que todos esperábamos… ya que suena la música. ¿Por qué no bailar? Hasta que duelan los pies y se enrede el pelo. Hasta quedarse sin voz. Reír y disfrutar para cuando llegue el momento en que entremos en ese sueño profundo, pensemos: “¡Buf, menuda fiesta!” Estas vacaciones me habían dado la oportunidad de restablecerme y recuperar, además de servirme de recordatorio cuando las cosas no se hacen del todo bien. Era agotador pensar que aún quedaban muchas batallas que pelear mientras notaba cómo a pesar de todo el aire también luchaba por entrar y salir de mi cuerpo. Si nos facilitaran el Orkambi, se habrían ahorrado mis vacaciones, porque no quiero que nadie más las regale. Sólo quiero estar bien, trabajar y poder pagarme yo las mías propias. Todos contentos. Pero queda claro que respiramos un aire demasiado caro. A los fiquis nos podrá faltar el aire y nos intentarán quitar los sueños, nos negarán los tratamientos que mejoren nuestra calidad de vida, las grasas, el alcohol, el dulce y el tabaco. Pero siempre habrá algo que no nos podrán robar: el humor.

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Equinoccio de otoĂąo

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El humo de la “vida” Raúl Godoy Mayoral

Tengo un problema. Todo empezó hace más de treinta años y fue consecuencia de una historia de amor. Intenté solucionarlo antes de que se tornara irresoluble, pero no pude, no lo conseguí. Sucumbí a mis deseos y sentimientos. Ahora el monstruo ha engordado y se ha reproducido entre los míos. Sabía que esto podía pasar, pero deseaba, rezaba porque no sucediera. Los primeros indicios llegaron hace 3 años. Parecía un simple catarro, pero tardaba en curarse. Una tos que se tornó productiva. Esa falta de aliento que me hacía reducir el paso y esperar angustiado que no fuese nada, pero lo era. Cada vez más frecuente, cada vez con menos esfuerzo, la respiración se agitaba y la recuperación era más lenta. Lo peor es que me afectó al corazón, a lo que más quería. Sabía que ese vicio afectaba a este órgano, que aumentaba la frecuencia de problemas cardíacos, pero un infarto no puede producir tanto dolor como el que yo he sentido. Quise solucionarlo, quise atajarlo de raíz, lo juro, lo intenté. Pero me salió mal. Al principio, hace tres décadas me parecía hasta atractiva la manera en que el humo escapaba de la boca como si pudiésemos ver la vida, el alma, juguetear alrededor de los labios. Sin embargo, yo sabía que esa atracción era fatal. No me equivoqué, y lo estoy pagando ahora. Escucho el sonido del aire entrando y saliendo apresurado, escucho el ruido de los pulmones intentando mantenerse funcionando, interrumpidos periódicamente por esa tos que te desgarra por dentro. Ahora, cuando veo entrar y salir el humo, no siento que sea la vida o el alma, ahora me horroriza ver cómo las nubes que se forman componen figuras monstruosas, amenazantes. Y aquí estoy, en este hospital, en esta habitación con olor a medicinas, en esta noche oscura. Aquí estoy, escuchando esos ruidos que me estremecen y sobresaltan. 47


El humo de la “vida”

Tengo miedo, mucho miedo. Sé que el final se acerca. Sé que este dolor en el pecho, este vacío que siento, va a empeorar. Ahora no hay solución. Vuelvo atrás en el tiempo, años, décadas. Imagino que en aquel momento me mantenía firme, que cuando descubrí el engaño actuaba en consecuencia. Me angustia pensar en lo que podría haber perdido, tuve miedo, pero y si mi amor hubiese ganado… Hace treinta años le dije, si no dejas de fumar terminamos. Lo dejó, o eso creía en un principio, hasta que descubrí el engaño. Creo que es la única vez que me ha engañado y la pelea que tuvimos fue monumental. Yo perdí en aquel momento y ahora… La oigo respirar, me horroriza y me tranquiliza. Me horroriza por la angustia con que lo hace, me tranquiliza porque sigue haciéndolo, rezo por seguir escuchando ese horrible sonido, pero sé que no durará más allá de esta noche. Lo peor será enfrentarme a mis hijos, que me escucharán angustiados, mientras encienden un cigarrillo tras otro. Lo peor será ver esos monstruos que se formarán alrededor de sus bocas e imaginar que el pasado vuelve a repetirse.

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Un sueño de inmortalidad Raúl Godoy Mayoral

Miraba hacia arriba y veía a Saturno en el cielo, hacia la izquierda estaba la Luna llena y a la derecha Júpiter brillaba con mucha más fuerza, mucha más intensidad. Un poquito más baja titilaba Antares. Era hermoso, y era más bello al conocer su significado. Si lo pensaba fríamente, sólo veía puntos de luz que brillaban más o menos, pero saber que eran mucho más que eso me ofrecía sensación de bienestar. Me imaginaba un mundo en el que ese conocimiento no estuviera, no existiera, un mundo en el que uno miraría al cielo y vería sólo puntos que circularían por el firmamento. ¿Quizás pensaría que si saltaba lo suficiente podría alcanzar cualquiera de esos puntos y cogerlos con la mano? Parecían una minúscula mota, una sola mano bastaría, dos dedos: el índice y pulgar, para cogerlos con cuidado y que no se escapasen. Ese sería un mundo de posibilidades inimaginables con el conocimiento actual. A nadie se le ocurriría hoy en día coger a Júpiter entre dos dedos con cuidado para que no se perdiera. Sin embargo, quizás alguien lo haya pensado alguna vez y haya ideado el método. Con el conocimiento actual varían nuestras posibilidades, ya no puedes coger a Júpiter, pero puedes soñar con acercarte a él, pasar al lado de una de sus lunas, puedes soñar con medir sus tormentas. ¿Qué tonterías estaremos imaginando? ¿Qué posibilidades nos abrirán los nuevos conocimientos del futuro? ¿Cuáles nos cerrarán? En medicina pasa lo mismo, el conocimiento nos descubre múltiples posibilidades con las que soñar. Hemos tenido que abandonar otras que con lo que se sabía antiguamente parecía que podrían ser posibles, por ejemplo la curación por los rezos, la imposición de manos… Antiguos sueños siguen vigentes disfrazados de promesas científicas: la eterna juventud, la longevidad, la inmortalidad. Hace 30.000 años, un antepasado mío murió de 49


Un sueño de inmortalidad

viejo a los 32 años. Hace 600 años, otro antepasado murió a los 48. Mi abuela murió a los 93 años. Todos nacemos con una fecha de caducidad, a pesar de que la intentemos retrasar lo máximo posible y de que, a veces, lo consigamos. Yo aún sueño con que podremos vencer al tiempo, a mis 324 años las articulaciones me empiezan a molestar, todos me dicen que la edad no perdona, pero yo no me rindo. Tengo sueños y el conocimiento actual me permite tenerlos, espero que la realidad los supere y no los limite. Mi sueño es acabar con la enfermedad, con el dolor, con el deterioro y con la muerte.

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Ventanas abiertas de hospital César Gutiérrez

Un relato sobre las ventanas de un hospital, la medicina, la amistad y la humanidad durante la enfermedad. CAPITULO I: LA DISNEA EN SILENCIO, SUBJETIVA Preguntó si podía abrir la ventana. —¡Claro padre! ¡Sólo tienes que pedirlo! —¿Qué hora hace afuera? ¿Tan temprano es? ¡Hace mucho calor para ser tan temprano! ¿Puedes abrir la ventana? —¡Claro padre!... Pero están abiertas de par en par… ¿quieres que abra la puerta? —¡No!, déjala así, las enfermeras son muy cotillas —inmenso amor en esas palabras— y van con el cuento a los doctores. —¿Estás bien, papá? ¿Necesitas algo más? —(Que me des más oxígeno, ¡mis pulmones! ¿no ves que me ahogo?). Todo eso en silencio, por su boca sólo salió: —¡No hija todo está bien!, ¡buen viaje!, ya me cuentas a tu regreso… (Prometo esperar) (eso también se lo calló). El viaje no debería durar mucho, un visita de médico… me permito la ironía, y volver con buenas noticias al padre, ojalá sean buenas… CAPITULO II: VISITA DE MÉDICO —Buenos días, tengo cita con el Dr. Montesinos, es por un paciente de Sevilla, ya hablé antes con el doctor por teléfono… —Tiene cita a las 9 am, pero el doctor no llega hasta las 10 am (con desidia la auxiliar mientras el doctor entraba a su consulta). ¡Vaya! Tiene suerte, el doctor acaba de llegar (como todas las mañanas, a la misma hora). 51


Ventanas abiertas de hospital

—Buenos días doctor, vengo por mi padre, ingresado en Sevilla, le hablé de él por teléfono, ¿recuerda? Tiene FPI, ¿usted cree que puede ser candidato a trasplante pulmonar? —Déjame revisar su historial y te digo algo… ahora voy a desayunar. Date una vuelta en un par de horas. CAPITULO III : ETERNO DESAYUNO —¿Ha vuelto el Dr. Montesinos? —¡No! Sigue fuera, suele volver a las 12 o así… creo que tiene docencia. CAPITULO IV: FERIA DE ABRIL —Padre, ¿cómo estás hoy? —¡Bien, bien! Creo que esa “maquinita” ¡me viene de puta madre! Lo dice con voz de Dark Vader a través de la BiPAP, (¡mentira! ¡Me sigo ahogando!) ¿No es la noche del alumbrado hoy? ¿No vais a ir con tu madre y Ernesto, tu novio? (que me cae fatal, pero que a finales es contigo con quien se besa y se acuesta, no?… eso en silencio) ¡Vayan!!!, yo estoy bien aquí, el corticoide me está asentando muy bien (miente mejor que en toda su vida), además, hoy tiene guardia el residente ese al que le gusta venir a charlar conmigo… —¡Vale papi! Ya te contamos mañana. CAPITULO V: VALENCIA —¡Hola Clara! He revisado el historial de tu padre, deja que mañana hable con el comité y te diga algo… ¿Puedes esperar verdad? —¡Claro, Dr. Montesinos!... (tengo el AVE para dentro de dos horas, no tengo hotel y no conozco esta puta ciudad) mañana vengo a verle. CAPITULO VI: GUARDIA DE NEUMOLOGÍA R3 —Ponerle 500 mg de actocortina y 5 mg de mórfico subcutáneo, en 5 minutos voy a verlo. —¡Vale doctor! No tarde… Está muy agobiado. CAPITULO VII: RELACIÓN MÉDICO - PACIENTE —¡Buenas noches Fernando! ¿Cómo vas? —Buenas noches doctor… (Con respiración entrecortada). El íntegro del diálogo obra en mis archivos y no están disponibles para el presente relato, por compromiso explícito entre médico y paciente. ¡Respeto la promesa, Fernando! 52


César Gutiérrez

CAPITULO VIII: EL EXPERTO HABLA; EL RESTO, A CALLAR —Doctor, el paciente de la 712-A sigue con dificultad respiratoria, O2 a 100% y sigue con disnea, el residente (desdén) ha dicho que le pongamos otros 5 mg de mórfico y si se “agobia” con la BiPAP que se la quitemos… ¿Algo más que ponerle? —Hablaré con el paciente y luego te digo. Cinco minutos eternos… lo que suelen durar 5 minutos de vida. —Por favor, ponerle perfusión continua de mórfico a 10 mg/hora y BiPAP a demanda, el paciente (Fernando se llama… se llamaba) está bastante regular. Ya me voy, llamar al “resi” si hace falta. CAPITULO IX: PUTA ENFERMEDAD —¿Sigues agobiado Fernando? Le pongo el O2 a 100% y ajusto los parámetros de la BIPAP, el mórfico navegando en tus venas te hace olvidar la disnea. —¿Así está mejor? —¿Sabes si ha vuelto mi hija de Valencia? —¡No!, no ha vuelto aún. —Me ahogo, tengo mucha asfixia a pesar de todo… ¿abres la ventana por favor? —Está abierta Fernando, ¡la puerta también!, ¿Te derribo la pared? —¡No, hombre! Es un muro de carga, te “cargas” todo el hospital. Risas absurdas, incomprensibles (aunque ahora las comprendo), todavía me hacen sonreír… ¿6 años ya? Risas incómodas. —¡Doctor!, yo sé de medicina y más aún de esta enfermedad, aquí en España no hay tratamiento, aunque en otros países… (todo entrecortado, con satO2 80%, y voz darkvaderiana). —Fernando, lo tuyo sería el trasplante, esperamos noticias de tu hija…¡Fernando! Sigo manteniendo en secreto esta conversación… Los lectores pueden leer entre líneas, de mi boca, o de mis dedos sólo sale: silencio… CAPÍTULO X: ¿CUÁNTO PESA EL ALMA? —¡Doctor!, abra la ventana por favor, necesito que me entre aire. Las ventanas están abiertas de par en par, irresponsabilidad en un hospital con antecedentes de suicidios por precipitaciones… —¡Claro Fernando! Las abro ahora mismo. Me doy cuenta que se me da bien mentir (lo siento reina, estoy cambiando por ti). 53


Ventanas abiertas de hospital

—¡Gracias!... noticias de mi hija (entrecortado y somnoliento). —Creo que buenas, está volviendo a Sevilla, pero tú no pienses en ello… ¿Viste el fútbol ayer? Ganó el Betis por fin!!!! (mentí). —No lo sabía, vaya, las cosas van mejorando (entrecortado, desaturando y más dormido). Dice mi nombre, (a quién le importa)… Estoy agotado, me cansa respirar… ¿Están abiertas las ventanas? —Claro Fernando, de par en par, y la puerta y lo que haga falta… —¡Creo que me muero doctor! ¿Le subes al O2 por favor? (entrecortado y con los ojos cerrados). —Ahora mismo (está a tope). —Me da un poco de sueño. —No pasa nada Fernando, tú tranquilo, ¡todo está bien!— (miento como una puta). Le subo la dosis de mórfico y añado midazolam… —¡Tú duerme tranquilo! Fernando duerme, ya no siente disnea, ya no quiere que abra las ventanas, no siente nada. ¿Ahora es feliz? Su familia le ama, sus médicos están al pie de cama, las enfermeras lo atienden con cariño… con lágrimas en los ojos (humana condición pocas veces entendida, mis respetos eternos). CAPÍTULO XI: NOTICIAS FINALES… A DESTIEMPO —Tu padre ha fallecido esta madrugada… —Le habían aceptado el trasplante en Valencia… —Lo siento mucho. —Gracias por todo. Se abraza al “resi” y a las enfermeras. El doctor experto no volverá a la hospitalización, ha aprendido a rezar en soledad. CAPITULO X: TARDE, MUY TARDE Se aprueba en España el uso de antifibróticos en la fibrosis pulmonar idiopática. Termino la residencia de neumología… Apenas empieza todo y ya he llegado al final. El recuerdo son cicatrices en el alma, aún así… por si acaso, siempre dejo las ventanas abiertas todas las noches, incluso las de invierno…

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La pecera Fabiola Hanssen Carrión

Transcurría una tarde más en el hospital de tuberculosos, así era conocido por la gente porque cuando se construyó solo atendía a este tipo de pacientes. Era un gigante blanco en medio de la ciudad. Las personas caminaban apresuradas ante él, inmersas en sus pensamientos. En la acera siempre había gente sentada a la sombra de los múltiples árboles de las jardineras exteriores. Eran familiares de los enfermos que no tenían otro sitio dónde ir, y alrededor de ellos, vendedores de comida y artículos varios que los distraían y los sacaban de sus cavilaciones. Era el tercer mes de mi primer año de residencia y ese día tenía guardia. Sí, esos días de 36 horas que se pasaban volando en un respiro, noches interminables frente a la máquina de escribir, tazas de café y el automatismo que te da el no dormir pero siempre mantener tus sentidos al máximo por la adrenalina que sientes todo el tiempo, la responsabilidad de tener las vidas de un hospital en tus manos pesaba mucho sobre los hombros. Acabábamos de recibir guardia en urgencias, pase de visita agotador ya que el servicio estaba lleno (mi hospital tiene muchas camas, por lo que decir lleno significa que la situación era caótica en verdad), se escuchaban los silbidos a lo lejos de los asmáticos, toses por doquier, el movimiento de aire de los ventiladores, y un monitor que otro nos recordaba que teníamos pacientes que podían ponerse muy mal en minutos. Estábamos revisando a los pacientes que iban llegando, la rutina suele ser parecida en casi todos, interrogarlos, explorarlos, verificar la radiografía o espirometría y tomar una decisión. Así transcurrieron varias horas, cambios de turno, los camilleros llevaban y traían enfermos, la luz blanca permanecía invariable —ya saben, esas lámparas típicas de hospital que le dan un tono muy característico a la piel. El olor a isodine y medicamentos que flotaba en el ambiente hicieron que no me diera cuenta que ya se acercaba la medianoche. Decidí salir un momento a la rampa exterior, lugar oficial entre nosotros para tomar un respiro cuando vemos por las ventanas que la oscuridad se ha instaurado, hacer alguna llamada a alguien que quieres escuchar o simplemente respirar 55


La pecera

y ver el cielo estrellado y la extensa vegetación que nos rodea. No podía quejarme, estaba en un hospital muy bonito, con patios extensos cubiertos de pasto y árboles, la luz de la luna inundaba los jardines mostrando los caminos a los diferentes lugares del nosocomio, y siempre uno que otro gato maullaba por los pasillos espantándonos cuando corríamos al llamado de una enfermera por un paciente que estaba en otro pabellón. Para ese momento, yo pensaba en cómo iba transcurriendo mi vida, tenía días de no hablar con mi familia y meses de no ver una cara conocida fuera de mis compañeros del hospital. La soledad era habitual entre nosotros, éramos foráneos y nuestra única familia estaba dentro de esas paredes blancas. Solo llevaba unos minutos ahí cuando llegó una ambulancia, descendió el paramédico y nos alistamos a recibirlo a Él. Lo traían ventilando con mascarilla, lo cual disparaba nuestras alarmas para prepararnos para una intubación inminente. El médico, mientras ventilaba, nos dijo: tiene fibrosis pulmonar terminal y no acepta intubación, Él tiene un documento firmado... Estaba despierto, jadeante, con los ojos desorbitados y una expresión de angustia… Y estaba solo. No tenía familiar. Era el primer paciente que me tocaba ver en esa situación, la mayoría llegaban inconscientes y los familiares tomaban la decisión por ellos. Pero Él estaba despierto, su expresión de ahogo me hacía sentir que tenía que actuar, había que convencerlo, había que hacer algo, sino, ¿para que estábamos ahí? En unos minutos ya estaba en cama y conectado al oxígeno, el cual no le servía de mucho. Su tórax iba y venía con una respiración jadeante y un vacío que no lograba llenar, y sus ojos perdidos en la nada, no lloraba, no hablaba, solo esperaba. Mientras lo veía postrado, recordaba a los pececillos que tratan de respirar en el piso cuando saltan de la pecera. Pero yo estaba atada de manos, no podía devolverlo al agua, Él ya no quería. Todo el servicio iba y venía, pasaron minutos incontables, más pacientes, quejidos, monitores, camillas, había mucho que hacer, pero yo me quedé ahí parada junto a Él, me miraba, ya cansado, su tórax ya había disminuido la marcha. Tenía el oxígeno en la nariz, pero de vez en vez abría la boca tratando de llenar sus pulmones ya rígidos por la fibrosis. Mis pies estaban pegados al piso frente a su cama, sudaba y me sentía inútil, en ese momento comprendí que podía hacer algo más importante que tratar de curarlo... podía acompañarlo. Cuando pude moverme, me coloqué a su lado, su cama estaba en una esquina del lugar, el personal pasaba apresurado pero, sabiendo que no podían hacer nada por él, no volteaban a verlo, ya su respiración era muy superficial y estaba con los ojos casi cerrados. No supe si hacía lo correcto, pero decidí tomarlo de la mano y alcanzó a mover los dedos, y en ese instante entendí una de las lecciones más importantes de mi vida: hay 56


Fabiola Hanssen Carrión

lugares, como el alma, donde el oxígeno no llega, y cuando ya no podemos curar solo nos queda estar ahí... Dije una oración en mi mente por Él, se me escurrió una lagrima que no alcanzo mi mejilla, ya que me apresuré a quitarla para que nadie me viera, y me quedé hasta que el monitor hizo evidente su partida. Mi guardia terminó al día siguiente por la mañana. Salí del hospital un poco triste, pero al ir por la calle los rayos del sol inundaron de calor mi cara, y mientras caminaba lentamente pensé: vamos, que aún faltan muchos peces por devolver a la pecera...

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Mientras me miran

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Teresa España

Día muy especial Inmaculada Lassaletta Goñi

Era un miércoles de invierno. Un invierno típico de Alicante, templado y con sol. Nuestro equipo está preparado y dispuesto a acoger a un grupo de pacientes muy especiales. Son personas con ELA. Cogemos aire y esperamos que empiecen a venir. Tenemos de varias edades, jóvenes, mayores, y muy diversas patologías: Duchenne, Ela, Steiner… Los esperamos con alegría. Abrimos la puerta y nos encontramos en la sala de espera con varias personas en silla de ruedas. Los conocemos, les damos la bienvenida y los identificamos por su nombre. Son Juan, Pedro y María. Les aplaudimos y hacemos entrar al primero. Pero ¡que nos encontramos! ¡Pero si es Juan que viene de Valencia! Le decimos lo guapo que está. Nos contesta su mujer que se ha comprado un jersey nuevo para venir, porque cuando toca consulta en Alicante es una fiesta para él. Él ya no puede hablar, pero vemos su rostro y nos sonríe. Es impresionante este momento. Es un día muy especial. Juan tiene 52 años y hace un año empezó con los síntomas. Nos cuenta su mujer que acababan de aprobar los dos una oposición un año antes de que le diagnosticara su enfermedad, los habían hecho fijos y se acababan de comprar una casa. Una casa con jardín para poder disfrutar de las flores y la naturaleza. Eloisa, con agua en sus ojos, nos mira y no puede expresar ese sentimiento tan profundo de dolor. Entre tristeza y a la vez alegría al ver a su marido bailar con nosotros desde su silla de ruedas. Nos dice que cada vez está peor, pero que intenta que esté lo más feliz posible. Lo lleva al teatro, al cine, y le lee libros. Tiene un grupo de amigos que se turnan cada día para leerle unas páginas de los libros de la gran biblioteca que tiene, la lectura es su gran vicio.

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Día muy especial

A los tres meses, una llamada nos rompió el corazón. Juan había fallecido. Pero quería agradecer todo lo que habíamos hecho por él. Juan le pidió que nos transmitiera ese sentimiento. Nos quedamos con esto. Gracias, Juan.

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¿Por qué me tratáis así? María Cristina Martín Sardina

Amigos míos de la Tierra, ¿por qué me tratáis así?, ¿es que no me conocéis? Soy el aire, vuestro aire. Ese que os acaricia la cara y os susurra al oído, el que os llena el pecho de vida. El que os regala momentos inolvidables. Os acompaño en verano en vuestros paseos en barco impulsando las velas, con la brisa marina y el sabor a sal. Os embriago en primavera con los aromas del jazmín y el azahar. El que en otoño alfombra vuestros jardines de hojas doradas que brillan al caer con los rayos del sol y en invierno juega con los copos de nieve en las ventanas ante los ojos abiertos de los niños. ¿Por qué me tratáis así? ¿Por qué me enviáis tantos gases nocivos que no puedo soportar? Por favor, no me contaminéis más. Dejadme acompañaros siempre limpio y libre.

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Mis mejores vacaciones

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Sandra Garay Martínez

Soplar las velas Cristina Martín

Hoy ha sido un día muy especial, el cumpleaños de Canita. Con mucho esmero, su familia ha preparado una fiesta en casa. Todo estaba perfectamente organizado para cuando llegaran sus amiguitos. Canita ha estado jugando con ellos toda la tarde muy contenta. No le importaba quedarse siempre la última cuando había que correr. Estaba deseando que llegara el momento de comer la tarta y le cantaran cumpleaños feliz. De repente, se quedó todo oscuro y apareció mamá Patita. La habitación se iluminó. Llevaba la tarta con las velas encendidas y empezaron a cantar. Entonces, Canita cogió todo el aire que pudo y sopló fuerte, muy fuerte. Pero, ¿sabéis qué ocurrió? Que no se apagó ninguna vela. Volvió a intentarlo y le pasó lo mismo que en años anteriores. Ella se entristeció y pensó: “¿Por qué siempre me sucede a mí y los demás niños lo consiguen?”. Decidió indagar el motivo de su fracaso para que no le volviera a suceder. Se reunió entonces con sus amigos para ir a investigar juntos. Se fueron a la calle, y cuando llevaban un rato caminando, vieron una puerta grande, reluciente, que les invitaba a entrar. La empujaron y sus ojos se abrieron de par en par. Era un lugar enorme, luminoso, con muchas encrucijadas. Se dividieron con el fin de recorrerlo más rápidamente. Canita se introdujo por un callejón. Andaba observando lo que había a su alrededor. De repente, sintió como le invadían en su cuerpo unos virus y bacterias, que no los podía ver a simple vista. Le produjeron una sustancia cada vez más espesa, eran los muccus pervesus, que sorprendentemente iban cambiando de color: blanco, amarillo, verde. Éstos últimos parecían radiactivos. Además, se multiplicaban con rapidez, ni la tabla del nueve servía para saber cuántos eran. 63


Soplar las velas

Se sentó en un banco porque empezó a sentirse mal, tenía mucho cansancio y fatiga. Entonces, se acercaron unos gigantes vestidos de blanco para auxiliarle. Realizaron una foto donde se veía su interior. Cuando ella la miró, vio una caja de dimensiones reducidas, con dos globos, uno de ellos muy pequeño y deformado. Los gigantes estudiaron la foto y dijeron: —Canita, hemos observado que tienes un pulmón malito y lo tenemos que cuidar para controlar la invasión. —¿Qué pueden hacer ustedes para que mejore? —Te vas a tomar este sobre y notarás mejoría. Contiene unos polvos amarillos que, al diluirlos en agua, parece una limonada. —¡Qué malo está!, esto no se parece a un refresco. Pero gracias por su gentileza. Canita continuó su camino. Al salir del callejón, se encontró con sus amigos que estaban preocupados porque no la encontraban. Tranquilos, dijo, he sido atacada por unos virus y bacterias que han formado numerosos muccus perversus. Están un poco revolucionados: unos tocan los pitos, otros las flautas, y desafinan un montón. Con este concierto dentro, parezco la niña orquesta. Necesito alejarlos de mí, ¡me están agobiando! Su amiga Lulú pensó que lo mejor sería ir hacía la salida. Y le dijo: —No te preocupes. Yo te llevaré a la espalda, porque la calle que tenemos que subir tiene mucha pendiente. De pronto, se cruzaron con unos seres que pasaban desapercibidos, eran los fisiogim. —Hola ¿podéis ayudarnos? —Por supuesto. ¿Qué os pasa? —contestaron los fisiogim. —Canita no se encuentra bien. Le cuesta respirar y queremos salir de este lugar lo antes posible. —Venid a nuestra estancia. Siguieron a los amables seres y llegaron a una gran habitación. Se quedaron asombrados: era una sala de juegos, amplia, alegre, con un gran ventanal por donde entraba la luz del sol. Había muchas cosas para jugar: colchonetas, balones, bicis… Les explicaron que aprenderían a hacer unos ejercicios muy divertidos que les ayudarían a respirar mejor y que así los muccus perversus serían expulsados a propulsión como un cohete. Pero tenían que hacerlo muy despacio y tener mucha paciencia. Canita les dijo: —No me importa. Yo los voy a hacer porque tengo un arma secreta muy potente. ¿Adivináis cuál es? La fuerza de voluntad.

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Cristina Martín

Poco a poco, con coraje y tesón, se fue encontrando mejor. Los muccus perversus fueron desapareciendo. El aire iba entrando cada vez mejor en los pulmones, notando un bienestar que nunca había sentido. En su siguiente cumpleaños cogió una bocanada de aire grande, tan grande, que apagó las ocho velas de golpe.

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El humo de la “vida”

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Un esfuerzo en observación Iñaki Moreno

Que levante pesas, dice el médico… ¡Pesas! ¿Qué pretende este hombre, que me ponga musculitos, a mi edad? A ver, que he ido a verle porque me fatigo con nada y la tos mañanera no me deja vivir. Tantos años estudiando para al final mandarme remedios de manual: que si fuera tabaco, que si ejercicio, que si dieta sana… ¿Para qué investigan tanto si son incapaces de encontrar soluciones para alguien normal como yo? Gente débil, con la fuerza de voluntad justa para ir tirando, que no concibe la vida sin un piti para arrancar el día y a la que hacer deporte le supone una tortura. Porque digo yo que esto al final es como todo: lo que interesa es mantener el sistema a base de tratamientos largos, caros y complicados. Las farmacéuticas son las primeras que no quieren sacar al mercado medicamentos que resuelvan los problemas de un plumazo. ¿Dónde estaría entonces su negocio? Estoy convencido de que saben cómo solucionar este problema que tengo. Dicen que es por el tabaco, porque a mis 58 llevo desde los 13 con un cigarro en el punto de mira: entre los dedos, consumiéndose en el cenicero o a la espera de llegar a zona “tobacco friendly” para encenderlo. Pero siempre presente. ¿Y qué, me van a decir que esta es una situación que les pilla por sorpresa, que no llevan ya décadas enfrentándose a fumadores empedernidos y que no saben cómo solventar su situación? ¡Venga, menos lobos! Lo que pasa es que la ecuación resulta perfecta: tenemos un agente externo, el tabaco, al que culpar de todo. Han creado el consenso necesario para que lo tachemos como el mayor de los males, pero los gobiernos se empeñan en mantenerlo como un producto legal. Luego estamos los incautos como yo que nos dejamos llevar por ese vicio del que dicen que no nos pueden desenganchar. Añadamos a unas farmacéuticas encantadas con tener una sustancia legal en el mercado que va deteriorando la salud de esos incautos. No nos mata rápidamente, nos va sumiendo en un cúmulo de atrocidades menores en 67


Un esfuerzo en observación

nuestro día a día que nos engancha sin remedio a múltiples fármacos. Hasta el mismo día en que dejas este mundo estás consumiendo a discreción sus productos, de los que dependes para seguir llevando una existencia llena de miserias. Y por fin, los médicos: esos seres todopoderosos con eterno gesto de saber más que tú respecto a lo que estás pasando, a cómo te encuentras, a cuánto afecta a tu organismo… incluso parecen saber cuándo te vas a morir, pero en un gesto magnánimo y condescendiente no te dicen en qué punto estás de la cuenta atrás. Añadamos a eso el tono paternalista con que se regaña a un niño travieso que ha metido el dedo en la tarta: “Ay, calamidad… tienes que aprender a resistir la tentación”, parecen decir mientras niegan lentamente con la cabeza. Pues, ¿sabes qué? Que paso. Que les den a todos ellos. No me van a amargar el poco o mucho tiempo que me quede en este mundo. Si de todas formas estamos aquí de paso, ¿qué sentido tiene que la última fase de mi vida la llene de renuncias que, encima, no me van a solucionar el problema? Además, hay que ser consecuente: yo elegí en su momento vivir de una determinada manera y ahora toca afrontar las consecuencias. Sabía lo de las dificultades para respirar, lo de las toses intempestivas, lo de la fatiga, lo del gusto y el olfato atrofiados, lo del amarillear de dientes… Hasta acepto el olor particular que nos acompaña a los fumadores empedernidos. ¡Sí, señor, yo soy así y punto! Asumo que tendré que aceptar limitaciones físicas, pero estoy seguro de que peor sería tratar de enfrentar su causa. Me considero incapaz de variar mis hábitos a cambio de tan poco beneficio como supuestamente obtendría de hacerlo, dado que el daño es ya tan profundo… —Cariño, ¿cómo vas? —¿?… —Con las pesas, ¿cómo lo llevas? Hoy tocan tres series de diez. ¡Venga, que vas fenomenal! Recuerda que el primer día no podías ni terminar la primera serie sin ahogarte, ahora ya tienes mucho más aguante. —Sí, sí, ya hace rato que terminé... ¿Vendrás luego conmigo de paseo?

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Vela y duerme Iñaki Moreno

Voy a acompasar la respiración al ritmo de la música, ese lejano rumor que entra por la ventana. Igual el silencio absoluto me ayudaría más, pero en esa calurosa, agobiante noche de julio, ¿cómo demonios conciliar el sueño con todo cerrado? Tranquilo, tranquilo, los nervios no ayudan. Mejor escuchar el tralará, tralará… Poner la mente en blanco y dejarse llevar, pensar en nada, flotar… ¿Nada? ¿Cómo se piensa en nada? Siento presión en el pecho y la tripa, como si la camiseta hubiera adelgazado dos tallas de repente. Ya ni oigo la música, ahora lo ocupa todo el sonido de un coche que parece no saber a dónde se dirige, lento, insistente, dubitativo… A punto estaba de asomarme a la ventana para ver quién era y qué hacía cuando me he dado cuenta a tiempo de dónde venía realmente el ruido: es Raquel, que tiene la manía de usar cada noche esa máquina infernal de irrigación que se compró en una web china. Y después, el cepillo eléctrico. ¡Gracias, compañera de vida! No importa, voy a sustraerme de todo eso. Acabo de recordar la técnica de la sofronización: me concentro en los dedos de mis pies y desde ahí voy subiendo. Mi mente da por dormida cada parte de mi cuerpo que visualiza en ese recorrido de abajo arriba. Alcanzo el abdomen y parece que el peso que sentía antes ya no molesta tanto. Si todo va bien, para cuando llegue a la cabeza acabaré por caer. Veo mis clavículas, el cuello, la barbilla. Esto marcha, según avanzo, voy perdiendo noción de esas partes de mi cuerpo. ¡Espera! ¿Qué ocurre? ¡Maldita sea, la nariz! La visualizo, la domino, trato de recomponerme. Pero es imposible: la siento extraña, acartonada, sensible. No dolorida, pero me molesta… ¿Y si me rasco? No, aguanta, que al más mínimo movimiento vas a perder ese estado de sopor en el que has conseguido sumir a cada miembro. Más vale conservar lo ganado

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Vela y duerme

hasta ahora. Aunque, pensándolo bien, si me concentro a fondo en la mano y trato de ignorar el resto del cuerpo puede que lo logre… Adelante, con decisión pero sin desconcentrarme. ¿Qué ocurre ahora? Mi mano no se mueve como debería, algo tira de ella… ¿Qué pasa? Cuanto más me esfuerce, más voy a romper esta irrealidad en que me encuentro, esa sensación se va a disipar como el humo en la cocina al abrir la ventana. ¡Qué desesperación! Otra noche sin pegar ojo, y eso que hoy no he empezado a obsesionarme con algo como me pasa otras veces. En ocasiones es por el trabajo, porque revivo la última reunión y me veo ridículo, patán y lento en mis reacciones y respuestas; o anticipo la reunión del día siguiente tratando de prever mis reacciones para no resultar torpe y patético. Resultado: los ojos como platos. Por no hablar de cuando me altero por cosas nimias, como pensar si habré aparcado el coche bien, que la rueda de adelante pisa ligeramente una raya amarilla, y claro, como pase un municipal quisquilloso… ¡Uf, en mala hora estoy pensando en estas cosas! Ni sofronización ni gaitas, voy a cambiar de postura, que me estoy empezando a agobiar. No sé qué pasa hoy que hasta el menor movimiento me resulta extraño… Mira, paso. Me levanto ya, que deben ser casi las seis. ¡Ostras, pues son ya las siete y media! Parece que he dormido algo más de lo que pensaba. Pero aun así estoy hecho polvo, la verdad. —Señor Muñoz, espere un momento antes de levantarse, que vamos a quitarle los electrodos y el resto de sensores. —¿C… cómo? —Señor Muñoz, su prueba del sueño ha sido un éxito. Como era de esperar, no hará falta repetirla de momento. Pero espere hombre, que en seguida vamos a liberarle de todos esos cables…

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María José González

¡Respira pacientemente, respira! Yuliana Pascual González

Cada día, ilusionadamente, despierto en medio de la incertidumbre de una jornada avariciosa. Esa jornada de trabajo que, con ansias de iniciar, me aguarda en el hospital como residente. He allí donde las horas transcurren, sin dejar tregua al descanso, donde nunca se está solo y donde cada uno tiene su función, incluso la de ser paciente. ¡Mi paciente! Sin ti no existirían nuestros hospitales, sin ti las lecciones de los libros se quedarían en palabras y la satisfacción de ayudar a otros sería solo poesía. ¡Mi paciente! Es esta relación de empatía que ambos cosechamos la que me ayuda a comprender tus largos días de espera hasta poder vernos en la consulta... esa espera que finaliza con el lento paso del tiempo en una sala, donde el agobio y el cansancio intentan perturbar tu calma. ¡Mi paciente! Eres tú quien me dibuja la realidad de la práctica clínica, quien enriquece mis conocimientos en el campo de la neumología y quien me acerca más al sentir humano. Pero, ¿quién soy yo, más que un humilde instrumento de la medicina, que lucha por mejorar tu calidad de vida? En mis manos no está decidir el futuro; no obstante, en esta noche fría y oscura de guardia, dejo fluir mis conocimientos para que, junto a moradores de un mismo recinto, luchemos por brindar un poco de alivio a tu sufrimiento. Preocupada me encuentro por tu ahogo, desesperada por calmarlo en medio de nebulizaciones, ventilaciones e inyecciones de medicamentos, mientras cuento tus respiraciones y lucho por aplacar la causa de tal infortunio. ¡Oh, respira! Inhala lentamente mientras escuchas mi voz y con paciencia esperamos que cada rama de ese árbol de paso al aire de la vida, tal cual bálsamo para tus pulmones.

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¡Respira pacientemente, respira!

No permitas que la fatiga le gane al esfuerzo de tus músculos por hacerte respirar. ¡Oh, respira! Oigo tu respiro, un respiro que sosiega mi angustia, reconforta mi corazón y recompensa mi esfuerzo. ¡Lo hemos logrado!

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Atrapando el aire Pedro Pérez Navarro

Intento alcanzar el aire, retenerlo conmigo. Pero se me escapa de las manos sin poder ni tan siquiera rozarlo. Mi 32% de capacidad pulmonar me adentra de nuevo en ese túnel del terror que últimamente es tan habitual. Lleno el pecho de nada y miro de reojo el horizonte viendo cómo las hojas siguen moviéndose en aquel bosque gris oscuro. Siento como mis dedos se esconden, mi cuerpo se contrae, buscando la manera de encontrar una brizna de oxígeno que llevarme a los labios y cómo mi cara endurece mi sonrisa. Mi boca engulle el vacío, mi corazón corre, galopa. El tiempo se detiene a mi alrededor y no encuentro aire, ni una gota, tan solo una oscuridad que me cierra cada vez más y más. Tengo miedo a no volver, a no poder, a que sea el punto y final. Mis pupilas se dilatan de angustia y todo lo que me rodea desaparece. Todo sobra, hasta la ropa, que me arranco con desesperación hecha jirones, intentando que su peso no moleste, que la desnudez me alivie. Pero no, me sigo arrastrando por el suelo de aquella eterna escalera que había empezado a subir, lleno de desesperación e impotencia. Y sigo sin ser capaz, sin lograr atraparlo, sin conseguirlo. Rabia, impotencia, pavor. Intento gritar pidiendo ayuda, pero un silencio sepulcral lo invade todo, bombeando mis oídos. Y solamente se escucha el sonido de mi agonía y el fluir de esas lágrimas que se me escapan sin querer. De repente, una mano suave se aferra a la mía, unos ojos cálidos se mezclan con mi mirada, una voz dulce, dulcísima, me invita a calmarme. “Respira”, me susurra, “respira hondo”. Y una bocanada de aire puro acaricia mis mejillas y vuelve a abrir mi ventana de par en par. Noto cómo entra, cómo camina, cómo me envuelve y me abraza. Y mi sonrisa regresa, mi cuerpo se eleva, mis delgados dedos renacen. Mi corazón pasea de nuevo lentamente a través de esa brisa fresca que inunda mis sueños. El reloj vuelve a reanudar su paso, la luz empieza a encenderse y todo comienza a llenarse de un intenso y precioso color azul. 73


Atrapando el aire

Y el miedo da paso a la tranquilidad, la angustia, a la esperanza, y la impotencia desaparece siendo reemplazada por un agradecimiento enorme a esa piel que acaricia la mía y ya no me deja escapar. Mis pupilas conectan, mi boca inhala profundamente aferrándose a ese regalo tan grande que es respirar. Y ahora lo que escucho es la música de mis pulmones y las lágrimas de alegría.

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Marta Guijarro Herraiz

Treble dance Javier Pérez Frías

Hacía tiempo que no veía, si es que en verdad la había visto alguna vez, una Treble Dance tan sentida… y tan divertida. Y el lugar tampoco es que fuese el más habitual. Vestidas de verde, color de Irlanda por excelencia, tomadas de los hombros o de la mano, avanzaban, alegres, las dos muchachas; morena la más alta, trigueña la que parecía un poco mayor. Interpretaban acompasadamente la vivaz sintonía que resonaba en sus cabezas, y sólo en las suyas, mientras se intercambiaban, entre brinco y salto, un minúsculo objeto de brillante color azul violeta. Danzaban tan pendientes la una de la otra que, tras un par de minutos acercándose mientras bailaban ocupando todo el pasillo, sólo repararon en mí, apoyado en el quicio de la puerta y con actitud indolente, gorro —verde también, como correspondía— en mano, en el momento que levantaron la vista. Entre risas, cesaron la danza; graciosamente saludaron destocándose al unísono, y desaparecieron cruzando la puerta. Sus risas se siguieron oyendo y en el aire quedó un aroma indefinible a jabón de lavanda, jazmín y desinfectante. Al pasar me arrojaron la brillante bolita con la que jugaban. —¡No la pierdas! —gritaron— esa va al museo. Con ella en las manos, me giré, y vi los ojos más violetas y más abiertos que nunca había contemplado iluminando una cara pecosa enmarcada en una mata de cabellos rojos que caían desordenadamente. La joven era de una belleza silvestre. Maureen O´Hara en El hombre tranquilo de John Ford. Me miraba con angustia infinita sin atreverse a articular palabra. Nada más. Cuando le indiqué con la mano que tomara asiento, soltó un grito, se tapó la cara con las suyas y dijo: —¡Lo tienen!, ¡lo tienen! Y me abrazó como una posesa, mientras me besaba apasionada, sonora, desordenada y desaforadamente. Me quedé sonriendo como un idiota ante tan tremenda efusión de la linda pelirroja. En ese mismo momento, por la puerta que había dejado entreabierta 75


Treble dance

la joven, siguiendo a un enorme brazo, apareció su gigantesco propietario, joven moreno y agitanado; un armario de los que coloquialmente describimos como de dos por dos. Serio y con cara de pocos, muy pocos, amigos. La joven, ante la aparición del hombre, se separo rápidamente y, extendiendo su brazo izquierdo con el dedo índice al frente mientras con su mano libre tomaba la del marido, como para sujetarle, empezó a acusarme: —Él, ha sido, él… El hombretón no esperó más, apartó la silla que se interponía entre nosotros y, todavía cogido de la mano de la mujer, avanzó hacia mí. Casi al instante volvió a abrirse la puerta, y yo, en cobarde acto reflejo, señalé a las jóvenes bailarinas que, atraídas por los gritos y el ruido de los muebles, acababan de aparecer. —¡Ellas! ¡Han sido ellas las culpables…! —casi grité, mientras las señalaba. La aparición de las mujeres alteró el curso de los acontecimientos y el orden en que se estaban desarrollando. La exigua habitación con tres sillas, dos puertas, mesa, ordenador, dos teléfonos y las cinco personas que la ocupábamos, cada vez se parecía más al camarote de los hermanos Marx. La pelirroja y el gigante, cogidos aún de la mano, en medio de nosotros tres movían la cabeza sin saber qué partido tomar, parecían haberse quedado atónitos por la inesperada aparición. —¿Sí?… ¿pero cuál de las dos? —tronó el gigante, en un tono que hizo dar un paso atrás a las danzarinas. —Verá, señor —terció la trigueña, ahora con bata blanca sobre su pijama verde quirúrgico—, aquí la culpa siempre es compartida. Una hora y pico de quirófano da para mucho. Y somos un equipo. Esto último lo dijo guiñándome un ojo. —¿Han visto ya a Manolín? —fue la morenita quien hablo, dirigiéndose a la mamá—. Se acaba de espabilar y pregunta por sus papis. El gigante y la pelirroja miraron la puerta buscando hacia dónde ir. Y de nuevo fue la morena quién, tomando a la mujer por los hombros, se los llevó camino de la recuperación quirúrgica del Materno. —Ya los acompaño yo; id rellenando papeles —dijo—. Ahora nos vemos. Verdad que fue una intervención difícil. Primero, con Manolito ya sedado y bajo respiración consciente una rápida ojeada con el fibroscopio flexible para localizar el cuerpo extraño en la vía aérea, y comprobar que efectivamente estaba, y que estaba donde sospechábamos por la clínica y las radiografías. Entrada de bronquio principal izquierdo. Acto seguido, relajar, sedar, intubar y ventilar a través del broncoscopio regido, para

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Javier Pérez Frías

comenzar el proceso de extracción —nunca fácil en un niño de tan corta edad— con pinzas y óptica adecuada. Salió la dichosa bolita a la última —siempre es a la última— antes de rendirnos y dejarlo para otro día, u otro equipo. Empleamos una técnica de broncoscopia combinada trabajando con fibro de 2,8 mm a través del rígido y con unas pinzas de boca de cocodrilo por delante del flexible hasta conseguir prender la cuenta y realizar la extracción en bloque. Rezando porque no chocase en la epiglotis y hubiese que volver a empezar todo de nuevo. Y salió. Salió la cuenta del collar, salió la pinza, el fibro, el rígido, el niño y… la anestesista. Y todo salió bien. Y de ahí la Treble Dance irlandesa en el pasillo que nos hizo olvidar la hora anterior, y las precedentes del cómo y el cuándo. A veces hay cosas que festejar. Dos días después, mi compañera extendió su brazo mostrando una bonita pulsera de cuentas de vidrio tornasolado del color de la flor de la jacaranda. —¿Te gusta? —Sí, claro, muy bonita —contesté. —Pues tengo dos más… igualitas. Una es para ti… Aunque creo que no te la voy a dar. Mejor se la daré a la anestesista que nos ayudó en la extracción del cuerpo extraño del martes; le sentará mejor a ella que a ti… supongo. Nos las regaló el papá de Manolito. Entonces caí en la cuenta, las cuentas de la pulsera eran idénticas a la que yo conservaba todavía en el bolsillo superior de mi bata, la bolita de cristal que extrajimos, después de más de una hora de tensión, del bronquio izquierdo de Manolito; el gitanillo pelirrojo al que dimos de alta el día anterior. —Mejor tú te quedas con la cuentecita que sacamos. Y no te la comas. Agitó su pulserita delante de mi cara y dijo: —¡Equipo! Saqué la perlita violeta y la puse sobre la mesa. Iría a la colección de cuerpos extraños extraídos. Cada uno tiene su historia; y la fecha de la intervención en la etiqueta. En esta pondremos: 17 de marzo, día de San Patricio.

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Ventanas abiertas de hospital

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César Gutiérrez

El fantasma de mi casa Carolina Reyes Escobar

Aún recuerdo como si fuera ayer cuando me dieron el diagnóstico. Lo que había empezado como una revisión rutinaria de empresa terminó con pruebas complementarias, citas y especialistas. —Siéntese por favor. Esas palabras ya me decían que algo no iba bien. Cuando me dieron el diagnóstico, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Pensé que era un error. —¿Yo? No, doctor. ¿Cómo que cáncer de pulmón? Si yo no fumo, sabe que no le miento. ¡Cuántas veces hemos coincidido en el bar del pueblo! ¿Yo? Si he trabajado en la mar toda mi vida, bajo el aire limpio. ¡Y no he salido de mi aldea, de mi tierra! Mi médico me miraba pausado, con una mirada limpia y afable. —Mire Juan —me decía— en su comarca he visto muchos casos como el suyo, le recomiendo que analice su casa, la zona en donde usted vive tiene altos niveles de radón, es probable que sea la causa. Quiero que sepa que ha sido un diagnóstico precoz, hay posibilidades. Salí de allí con la mente en blanco hacia mi casa, la casa heredada de mis abuelos, donde tantos recuerdos tengo… Donde jugué tantas tardes, donde olía a hogar, a leña, a tardes de hierba mojada. Cuando mi abuelo murió, mi abuela solía decir “cuando le vino el mal nada se pudo hacer”. ¿El mal? ¿Será lo mismo que tengo yo 40 años después? Ahora entiendo por qué mi vecina María se apagó. Se fue tan pronto… ella que nunca había fumado, una mujer trabajadora que se pasaba de sol a sol en la tienda familiar de aquí para allá, en el bajo de su casa, siempre con una sonrisa. Llegué a mi casa, entré en mi cuarto y me acosté. Esa noche me imaginé aquel fantasma llamado radón, insidioso, que no se ve, que no huele, que se cuela en los hogares de mi aldea, que no avisa, como un fantasma tras las cortinas, mirándome fijamente, y a la vez me lo imaginé esfumándose, desapareciendo por las ventanas abiertas al mar azul, a 79


El fantasma de mi casa

mi hermoso mar que de invierno azota la costa rocosa, salvaje, espumosa y violenta, que me llena de vida… y que en verano se asoma brillante, resplandeciente, que te llena de paz, de fuerzas para seguir. Miré a mi alrededor y pensé, “estoy aquí, estoy aquí, aún puedo seguir…” Me dormí exhausto. Al día siguiente volví a la consulta y me senté tranquilo frente a mi médico. Él me miró y me dijo: —Me alegro de verle nuevamente. Levanté la cabeza y pregunté: —Doctor ¿Se puede hacer algo? Él asintió. Llevo muchos meses luchando, ya no soy el hombre fuerte que un día fui, se esfumó, pero hoy es un día especial, me han dado el alta. He descubierto el don de la vida ¡Estoy aquí y ahora! Me he despedido de todos los que han luchado junto a mí, de mi médico y amigo, de las enfermeras que me daban su mano cuando me sentía desfallecer. De mi fisioterapeuta con sus artilugios que me enseñaron a respirar otra vez después de la cirugía y de la señora de la limpieza que tanto se esmeraba por sacarme una sonrisa. Todos fueron mi familia en los momentos duros, en mi lucha. Mejor dicho, en nuestra lucha, porque nunca me sentí solo. Ya han tomado los valores de radón, han tapado grietas y han puesto una extractora antes de mi llegada. Ahora sé que el fantasma de mi casa desaparecerá de mi vida y de la vida de mi familia, la princesita de mis ojos dormirá sin fantasmas en casa porque el radón se irá por las ventanas abiertas hacia el mar azul y volará libre junto al viento.

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Primavera in extremis Sherezade Rodríguez García

A Alba, mi sobrina. A Andrés Suárez, por acercar el mar a mis montañas. A Carmen María, con quien compartí habitación en mayo y que ha fallecido recientemente a causa del cáncer de pulmón que padecía. A Clara, a la amiga y a la médico, por su contagioso optimismo. A Inma, por traerme de vuelta. A Jean Carlos, my favourite illustrator in the whole wide world. A Jesús Candel, por ser un buen ser humano, un buen médico, y por tener dos cojones muy bien puestos y no mirar a otro lado. Al Majorero, ¿a qué nube debo mirar, abuelo? A Mike, mi maño favorito. A mi neumólogo, el Dr. Fumero, por presentarme a Asclepio, mi ventilador. Y a Olivia, mon unique et belle amie, pour m’avoir appris à sourire. Mis ojos y mis oídos seguían divertidos el vuelo de aquellas grajas que jugaban a columpiarse en el aire en medio de una alegre algarabía al tiempo que sus oscuras siluetas moteaban el tapiz verde de las montañas. No había nubes en el cielo de aquella mañana de verano y la superficie de mi amado océano Atlántico brillaba, azul y en calma, bajo los destellos del sol de agosto. De pronto, una ráfaga de brisa me trasladó a través del tiempo y la distancia cuatro meses atrás. Había comenzado a sentirme mal tras regresar de un viaje a finales de marzo. Lo que en principio parecía un simple resfriado derivó con el paso de los días, sin que apenas me diera cuenta, en algo mucho más grave. Desconozco el momento exacto en el que fundí a negro. Cuando desperté, tras mirar a mí alrededor e intentar reconocer el entorno, comprendí que me hallaba en el hospital, aunque no sabía cómo, cuándo o porqué había llegado allí. Disnea, astenia, insuficiencia respiratoria… Tras varias semanas de hospitalización, regresé a casa con oxigenoterapia. Pese a la TRD, la situación empeoró. Se produjo una nueva hospitalización. Y a partir de entonces, el miedo. El miedo a saber. El miedo. El miedo como un puño de hierro que te estruja el estómago mientras

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Primavera in extremis

la angustia te muerde como un perro rabioso y vacía de aire tus pulmones dejándote sin un hálito de vida. El miedo. La asfixia. La muerte. Cada tarde, al anochecer, el silencio y la oscuridad que antaño me traían paz y sosiego ahora volvían en compañía de los monstruos de mis días y mis noches de la infancia. Una de aquellas noches en el hospital me di cuenta de que había perdido toda joie de vivre. Durante varias horas, recé a un Dios en el que no sé si creo con la convicción de que aquella sería una de mis últimas noches en la Tierra. Y al terminar de orar, deseé caer en el más profundo sueño estigio. Al día siguiente, la situación dio un vuelco. Poco a poco, las cosas fueron tomando un cariz más positivo. Gracias a la ventilación mecánica no invasiva comencé a encontrarme mucho mejor con el paso de los días. El edema fue remitiendo, la frecuencia cardíaca volvió a su ritmo habitual... Y algunas semanas después volví por fin a casa. Me conmueve y es remarcable el buen trato que recibí y continúo recibiendo por parte de todo el personal del hospital en el que fui asistida: desde las señoras de la limpieza, los auxiliares, las enfermeras, los médicos… Todos y todas deberíamos poner nuestro granito de arena para cuidar, defender y proteger nuestro maravilloso sistema de sanidad pública de los apesebrados y corruptos que llevan años minándolo y desmantelándolo, desde dentro y desde fuera, antes de que sea demasiado tarde. De algún modo, todo parecía haber cambiado aunque nada parecía diferente. Con el paso de los días, lo vivido meses anteriores comenzó a parecerme extrañamente lejano. Onírico, incluso. Pero cada vez que coincidía con alguno de los maravillosos seres humanos que forman parte del personal del hospital donde habían cuidado tan bien de mí, su interés y su alegría por encontrarme mejor me recordaba que todo había sido dolorosamente real. Los cambios en mi cuerpo, las marcas de las vías en ambos brazos, la noticia de la muerte de Carmen María, las pesadillas que me despertaban en mitad de la noche... Pero en la vida tan solo existen dos opciones: adaptarte o lamentarte. Nuestra vulnerabilidad revela nuestras heridas, es en nuestra vulnerabilidad donde reside la fuerza para sanar. Sanar exponiendo nuestras heridas al sol porque cubiertas jamás llegarían a cicatrizar. Porque cuando nos negamos, cuando miramos a otro lado y nos resistimos a lo que es, sufrimos. El viento que comenzó a soplar débilmente me devolvió al presente sacándome de mi ensimismamiento. Posé la mirada en el lienzo que tenia ante mí. Observe con detenimiento lo que mis ojos contemplaban. Me detuve a pensar sobre que lo que no se ve es lo que antes despierta. Dejé caer al suelo el pincel que sostenía desde hacía rato en mi mano y comencé a deslizar suave y lentamente la punta de mis dedos sobre el dibujo. Delineando el con82


Sherezade Rodríguez García

torno de aquel rostro tiernamente, con delicadeza, pretendiendo acariciarlo con cada roce de la yema de mis dedos sobre la tela. No estaba segura de si él poseía o no una mente brillante, pero la luz en su interior resplandecía en su mirada. Era la viva imagen de un ángel terrenal lleno de gracia y segundas oportunidades: Siarhei. Uno de esos seres humanos raros, por lo infrecuente de que su camino y el tuyo se crucen. Algunas veces puedes encontrártelos en una calle cualquiera de una ciudad lejana, otras veces aparecen junto a tu cama en el hospital. No tienen alas, pero les reconocerás porque su presencia hace que sientas que te envuelve una mantita tejida con rayos de sol. Aquel hombre era alguien en concreto y al mismo tiempo era cada uno de aquellos a los que había conocido a lo largo de mi vida. Acudieron a mi memoria las noches y los días compartidos entre susurros, las respiraciones entrecortadas, el cansancio feliz, la risa de después de hacer la vida… Y entonces sucedió algo mágico… Siarhei traspasó el lienzo y apareció junto a mí transfigurado en Céfiro, el dios del viento del oeste (el más suave de todos los vientos, conocido por ser el mensajero de la Primavera). Cerré los ojos mientras desordenaba mis cabellos tan azules como el cielo bajo el que nos hallábamos. Sentí por vez primera en mucho tiempo que mi cuerpo volvía a la vida. Sus dedos comenzaron a dibujar mi boca como si saliera de su mano, como si por primera vez mi boca se entreabriera, como en Rayuela de Cortázar. Notaba como, muy despacio, mis sentidos parecían despertar tras un letargo de cien años. Ambos sin mar pero mojados, el viento rizándonos la piel. Puestos de sol. Su mano en mi rostro reflejando la vida que quiero. Solo luz. El tiempo detenido mientras caminamos descalzos, sube la marea, llena de sol y besos mi cuarto menguante y compartimos el corazón (porque el corazón no se entrega, se comparte). Sentir su respiración sobre mi piel me calentó por dentro e hizo que gotitas de sudor resbalaran por mi cuerpo mientras sus manos descendían desde mi busto, circundando mi ombligo, continuando luego el descenso hasta mis muslos. Instintivamente mis piernas se separaron. Sentí como buceaba en mi sexo suave y tiernamente, fuerte y lento hasta que una marea de lava comenzó a derramarse en mi interior. Como el caudal del río cuando crece antes de desbordarse. Mi respiración que antes era pausada y profunda, ahora comenzaba a acelerarse. In crescendo. Sentía como la brisa que corría aquella mañana penetraba a través de mis fosas nasales y el oxígeno del aire limpio y puro que descendía desde las montañas recorría mi cuerpo hasta llegar al último de los alvéolos en mis pulmones. Casi podía visualizar el intercambio de gases sucediendo en mi interior. Permanecí allí dejándome llevar por aquellas sensaciones hasta que sobrevino el orgasmo. Poco a poco mi respiración y los latidos de mi corazón fueron acompasándose hasta recuperar su ritmo habitual. Mientras me arreglaba el vestido, tuve una epifanía: 83


Primavera in extremis

Siarhei no había devuelto únicamente el aire a mis pulmones. Me había devuelto, in extremis, la primavera que creí negada en abril. Y tras esta revelación y con todo lo que había aprendido a lo largo de los últimos meses, decidí no volver a morir. Porque aquí y ahora, lo tenemos todo. En el presente. Estamos vivos. Renaciendo. Y no hay nada más hermoso.

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El aliento del diablo María Concepción Rodríguez González-Moro

Amanda era asmática, algo que no casaba bien con su labor de investigadora histórica acostumbrada a bucear en las profundidades de las bibliotecas. Con frecuencia solía llevar mascarilla, e incluso guantes, cada vez que le tocaba investigar en el submundo de los depósitos de libros, ese lugar reservado para quienes tenían el privilegio de ser autorizados a enfrentarse cara a cara con la historia impresa del ser humano. Manuscritos ancestrales, incunables y libros de cualquier época y en cualquier condición conformaban el día a día de Amanda, que nunca dejaba de sorprenderse ante la inquietante belleza que significaba para ella ponerse en la mente de quienes plasmaron con tinta tanto conocimiento, un saber rodeado de pensamientos dispuestos a descubrir esencias conformadoras de una mística inigualable. Como investigadora, Amanda sabía que en alguna ocasión podría encontrarse frente al Santo Grial de los descubrimientos, ese documento impreso que sería para ella como la alquímica transmutación de los elementos con formato de pensamiento revelado. Y el día llegó. Era una fría mañana de marzo, apenas se veía gente en la Biblioteca Vaticana y se encontraba inmersa en el estudio del Manuscrito vaticano Ross. 350. Estaba imbuida en la lectura de la segunda mitad de la «Exhortatio» y encontró que alguien había dejado una nota escrita con caligrafía ya de otros tiempos. Aquello le pareció muy extraño, no era la primera vez que analizaba el manuscrito y nunca se percató de esa anotación al margen, y ni la tinta ni la escritura daban la sensación de pertenecer al tiempo y formas del documento. Cualquier persona que, desde otro ángulo, pudiera observar a Amanda, estaría en condición de afirmar que en ella no se daba el más mínimo atisbo de inquietud o nerviosismo por el inusual hallazgo, sin embargo su interior más excelso se dejaba llevar intrépidamente por el acantilado de las emociones al no saber, a ciencia cierta, si unas pocas frases que ahora estaban donde no debían estar, y probablemente donde nunca 85


El aliento del diablo

estuvieron antes, resultarían la llave de un secreto por el que pudieran darse por bien invertidas las miles de horas en silencio que en su oficio dejó por el camino. El nerviosismo oprimía el pecho de Amanda, tanto, que sus pulmones clamaban desesperadamente por una buena dosis inhalada del remedio antiasmático que siempre llevaba consigo en evitación de que un día las emociones la dejasen sin palabras, y también sin respiración. Ahora que, por fin, volvía a ser persona, se enfrentó a aquellas líneas ignotas dejadas expresamente por quien, intencionadamente, tenía la intención de airear un secreto con el mismo énfasis que ella aireó su dificultoso respirar a golpe de inhalador. Lo que leía no podía ser cierto, de nuevo su cuerpo se contraía víctima de la pasión por el trabajo. Necesitaba contrastarlo cuanto antes con su contacto en la Santa Sede, el padre Benedetto, alguien que, de no ser humano, tendría tantos años como los muros en que se aposentaba el catolicismo. Cerró el manuscrito, después de hacer una foto con el móvil, y lo depositó con sumo cuidado en la vitrina que lo protegía de cualquier cambio externo de temperatura. Salió con tanta premura de la biblioteca, que no se percató de la presencia del propio padre Benedetto en el patio de Belvedere, quien la agarró del brazo lanzándole al tiempo una mirada tan inquisidora como escrutadora. Sorprendida, Amanda le susurró al oído lo que venía de hallar, un instante después contemplaba al sacerdote agachando la cabeza con el sentir de quien las novedades dejaban herido. El padre Benedetto puso la mano de Amanda entre las suyas y, sin llegar a mirarla, advirtió del posible tiempo del fin que llegaba para la Iglesia, porque aquellas palabras no estaban escritas con tinta, sino con el fuego de los mismísimos infiernos. La espetó a ser el estandarte de una cruzada en tiempo real buscando otro misterio con el que combatir la amenaza diabólica que se cernía sobre los más de dos mil años de cristiandad. Al día siguiente, Amanda tomaba un avión en dirección a Suecia. Siguiendo las instrucciones del padre Benedetto, iría a la Biblioteca Nacional de Estocolmo y hablaría con Kajsa, una bibliotecaria de su confianza que le permitiría el acceso al Codex Gigas, un antiguo y gigante manuscrito medieval datado a principios del siglo XIII, escrito en latín y que también era conocido como la Biblia del Diablo por contener un retrato del mismísimo Satanás. Debía buscar respuestas en uno de los textos incluidos en el Codex Gigas: Chronica Bohemorum, una relación de tres libros que relata la historia del mundo desde su creación y, más concretamente, era necesario encontrar un código oculto al comienzo del libro I: Incipit Primus Libellus. Pasaron más de tres años desde su visita a Estocolmo sin que Amanda pudiera completar la vital misión encomendada como rescatadora del bien sagrado. Había regresa86


María Concepción Rodríguez González-Moro

do a su cuartel general en un pequeño pueblo perdido de la serranía de Ávila, las noches pasaban en blanco dando vueltas al misterio del código oculto, hasta en dos ocasiones había vuelto a la ciudad santa romana del padre Benedetto sin conseguir entrevistarse con él, era como si se lo hubiera tragado la historia de aquel mensaje cavernario. La salud de Amanda se deterioraba por momentos, su otrora sensación de ahogo por el asma se reconvirtió en suspiros agónicos provocados por una enfermedad con nombre de jeroglífico: aspergilosis broncopulmonar alérgica. Su neumólogo le hizo saber que la exposición a un determinado tipo de hongo era la causante de esta reacción pulmonar alérgica, y probablemente su relación con libros antiguos no estuviera lejos del problema. Pocos meses después, una nueva complicación vino a sumarse al ya casi derrotado cuerpo de la investigadora. Ante la debilidad manifiesta para oxigenarse, su médico decidió ingresarla en el hospital. No tardó en dar la cara otra parte del jeroglífico que faltaba: neumonía necrotizante crónica. A pesar de todo, los diferentes tratamientos y el tiempo consiguieron recomponer de alguna manera aquellos pulmones que tanta historia llevaban dentro, pero la vida ya no volvió a ser igual, el concepto de “tomar aire” para afrontar las dificultades era casi una oda a la heroicidad cada vez que se invocaba. En un anochecer otoñal, Amanda permanecía meditabunda en una mecedora que apenas llegaba a balancearse. Sus pensamientos la llevaron a Roma, y después a Estocolmo. No acertaba a saber quién ejercía de Satanás en toda esta concatenación de acontecimientos religiosodiabólicos, pero sí tenía muy claro que en uno de sus suspiros, mientras realizaba una pormenorizada lectura de la parte encomendada del Codex Gigas, sintió como que el diablo le entraba en el cuerpo. El diablo o un hongo que habitaba allí a sabiendas, la cuestión es que ella estaba poco menos que agonizante y la Iglesia Católica continuaba respirando enérgicamente a pleno pulmón.

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De aire, de amor y de palabra

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Nélida Leal

¿Todo es causa del azar? Paloma Ruiz Torregrosa

Para unos será azar, para otros será destino y para mí... una gran suerte. Y ahora preguntaréis, ¿suerte? Pues suerte es lo que define mi relación con un paciente. Finales de agosto de 2017, una planta de hospitalización, Alicante. Este es el escenario en el que me encontraba como médico en mi segundo año de formación. Bata blanca, fonendoscopio, pulsioxímetro e ilusión. Fallo respiratorio, Medicina Intensiva e ilusión. Circunstancias diferentes, pero con una similitud: ilusión. En un caso, la ilusión propia de una persona de 25 años por aprender y comerse el mundo y, en el otro, la ilusión como modo de superación en un hombre de 63 años con una terrible enfermedad, la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Me encontraba al inicio de mi primer rotatorio en planta de hospitalización, y a las dos semanas del inicio del mismo, mi tutor debía ir al Congreso Europeo de Neumología, que ese año se celebraba en Milán. Todos los días revisábamos las pruebas complementarias de nuestros pacientes y hacíamos una exploración física exhaustiva. Tengo que decir que mi tutor no es como el resto, no es como muchos de los de ahora, es de los de antaño. De los que les gusta la semiología, de los que preguntan al residente el porqué de las cosas y, aunque a nosotros eso a veces nos genera ansiedad, en el fondo creo que es la mejor manera de aprender. Mi primer día de rotatorio coincidió con su vuelta a planta tras las vacaciones de verano. Era un día soleado, y recibimos una llamada del servicio de Medicina Intensiva. Nos consultaron por un paciente de 63 años enfermo de ELA, que se encontraba ingresado por un fallo respiratorio, secundario a su enfermedad. Durante su ingreso había precisado, no sólo de intubación orotraqueal, sino también de la realización de una traqueostomía. El paciente iba a ser dado de alta a nuestra planta de hospitalización. Ese mismo día fue mi primer contacto con una persona con esta dura enfermedad, y creo

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¿Todo es causa del azar?

que lo recordaré siempre: finales de agosto en el BOX-4 de la UCI de mi hospital. Él se encontraba allí, repleto de vías y monitores, con su mujer, Maricruz, al lado. Cuando llegamos y nos vio, sonrió. No lo escribo por quedar bien. Lo escribo porque así ocurrió. Él supongo que estaría feliz de saber que había ganado nuevamente otra batalla a su dura enfermedad, de saber que salía de la UCI y, por lo tanto, de la situación de máxima gravedad, y supongo que feliz de ver a su neumólogo, un médico que él conocía bien. Si os digo la verdad, yo no estaba tan feliz. Estaba impactada. Nunca antes había visto a una persona que únicamente moviera unos pocos dedos de la mano y no hablara y, mucho menos, que sonriera a pesar de su situación. Recuerdo que le devolví la sonrisa. No sé si él lo recuerda. Tras esa visita, y con un día de diferencia, subió a planta. No subió él solo, sino con toda la parafernalia que conlleva padecer esta enfermedad. Subió con un aparato para asistirle en su debilitada tos, el aspirador de secreciones, su respirador artificial, todos los tubos y cables del mundo y con su familia y su sonrisa. Pero lo noté cansado, y ese mismo día comenzaron los cuidados por parte de Neumología. Iniciamos en la planta de hospitalización los cuidados médicos que precisa un paciente con ELA y con traqueostomía. También instruimos a Maricruz en el modo de usar el asistente de la tos con la traqueotomía o sobre cómo debía realizar las aspiraciones de secreciones. Por nuestra parte, además del ajuste del ventilador, progresamos en la ventilación y con el desinflado del balón de la cánula. Tras varios días con estos cuidados, mi tutor me comunicó que se ausentaría del hospital porque debía asistir al Congreso Europeo de Neumología y que sería yo la responsable del paciente, bajo supervisión de otro tutor cuando lo necesitara. Fue en este momento cuando fui realmente consciente de la seriedad del asunto. ¿Una residente en formación a cargo de un paciente tan complejo? Me enfadé. No me parecía justo y, además, me parecía una temeridad. Sin embargo, ahora pienso lo afortunada que fui con esta oportunidad. Ya lo he dicho al principio: no fue azar, fue suerte. Recuerdo perfectamente cuando llegué a la habitación y estaba él mirándome tan sonriente mientras Maricruz le aspiraba sus secreciones, y les dije: “Buenos días, el doctor no podrá estar esta semana y vendré yo todos los días”. Mi sorpresa fue cuando Maricruz me respondió: “Estupendo, ningún problema”. Yo, mientras tanto, pensé: “¿Cómo es posible que se fíen de mí y de mi nula experiencia?”. Fue este momento en el que decidí implicarme más a fondo. No podía permitirme deshacer todo el trabajo y los avances conseguidos. Me repetía a mí misma: “Eres su médico y confían plenamente en ti, así que no te puedes permitir defraudarles, ni a ellos, ni a ti”. Tal como suena, así fue. En ese momento fue cuando me puse a estudiar a fondo. Si apenas sabía ventilar en modo presión, imaginaos en modo volumétrico. Si no había aspirado 90


Paloma Ruiz Torregrosao

nunca una secreción respiratoria, imaginaos cómo lo hacía y le enseñaba a Maricruz. Si no sabía los tipos de cánulas y cómo se debía inflar y desinflar el balón, imaginadme haciendo esto, y así, con otras muchas cosas. Por todos estos motivos, por la ilusión que le puse y la necesidad de aprender, me dediqué de lleno a estudiar. Gracias al cariño e implicación de esta familia, mi empatía, el estudio, la ilusión por hacer las cosas bien, y con el fin de mantener su sonrisa a diario, nuestra relación se forjó. Desde el Congreso de Milán mi tutor se interesaba por el paciente y su situación todos los días. Os recuerdo que no es cualquier tutor, no es de los que salen del hospital y se olvidan. No. Él es diferente. Ya finalizado mi rotatorio en planta de hospitalización y con mi tutor como nuevo responsable del paciente, mientras me encontraba en un servicio diferente, me enteré que, tras varios meses ingresado, el paciente iba a ser dado de alta. No me permitía mi religión, como dicen en mi casa, no despedirme de él y Maricruz. Así que eso hice, fui a verlos y a darles las gracias por todo lo aprendido. Ni el paciente, ni su esposa, ni el resto de la familia causaron el menor problema durante el ingreso, nos dieron todas las facilidades, ninguna queja, y se mostraron siempre llenos de optimismo. Sí, optimismo, pues no se me olvidará el momento en el que, tras varias semanas encamado, lo sentamos en un sillón y desinflamos el balón de la cánula, ya que esto le permitía empezar a emitir sonidos e incluso alguna palabra. En ese momento, después de más de un mes ingresado y con nula movilidad, me dijo: “Hoy estoy muy contento. Si sigo con estos avances, lo siguiente será apuntarme a los Juegos Olímpicos”. Con esa frase lo admiré nuevamente. ¿Cómo podía encontrar siempre el lado bueno de las cosas? ¿Cómo podía tener tanto humor? Una vez más, me dio una lección de vida. Desde su alta hospitalaria, el lazo entre nosotros se ha ido afianzando. Tanto es así, que cada vez que el paciente ingresa para una nueva revisión paso a saludarle. En uno de sus ingresos, tuve que acudir justo el día que iba a ser dado de alta y me confesó: “Me parecía raro que no pasaras a vernos, pero sabía que, aunque fuera el último día, lo harías”. También recuerdo cuando tras pasar por unos días de tristeza y sentimiento de soledad, mi paciente tuvo que ingresar nuevamente y, al verme entrar a visitarlo y preguntarle cómo estaba y aun sabiendo cómo se encontraba, me respondió airoso: “Ya con verte estoy bien”. Es por esto, por lo que sé en quién me quiero convertir y qué tipo de médico me gustaría llegar a ser. Gracias a esta relación y a lo que esta familia me ha enseñado, aprendo lo importante que es la vida, la familia y la salud. Gracias a ellos ha aumentado mi motivación por aprender. Gracias a ellos me he decidido a pedir un rotatorio en el extranjero para aprender ventilación, en general, e invasiva, en especial. Porque creo que, con estos pequeños 91


¿Todo es causa del azar?

gestos y aprendizajes, aunque nos quede mucho camino por recorrer, algo de ayuda podemos prestar a estos pacientes. Y aunque no podamos curarles, al menos podemos procurarles facilidades en este mundo tan complejo y, muchas veces, tan injusto. Fijaos si es especial nuestra relación que de las pocas veces que ha tenido que asistir a Urgencias, en varias de ellas hemos coincido. ¿Qué mejor que encontrarse un médico con su paciente? Y, no solo esto, sino que el mismo día que aterrizo en Italia para iniciar mi rotación, él se pone en contacto conmigo. ¿Azar? Yo creo que no. Cuando aparece el sentimiento de soledad al encontrarme en otra ciudad, con otro idioma, con la sensación de no entender qué hago allí, entonces pienso en él, en su familia y en todos los afectados por esta terrible enfermedad. Y es ese pensamiento el que me devuelve las ganas de arrasar aquí y donde esté, de mejorar y de ayudar. Y ahora aquí me encuentro, sentada en una cafetería de Bolonia, enfrente de este para mí nuevo hospital, y hablando un idioma que he aprendido en once meses. Me esperan en una Unidad de Terapia Respiratoria Intensiva que consta de 7 camas, 5 de ellas ocupadas por pacientes traqueostomizados como él, y varios con enfermedades neuromusculares, muy similares a la de mi paciente. No sé si esto es otra señal, no lo sé, pero lo que sí que sé es que no fue azar, que lo mío fue suerte. Gracias a ti y a tu familia por vuestras sonrisas y por enseñarnos lo que de verdad es importante. Gracias por cruzaros conmigo en agosto de 2017. Gracias por dejarme plasmar esta historia. Gracias por recordarme en qué consiste ser médico.

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Rutinas Sergio Sánchez Fraile

Abro los ojos. Veo el techo de la habitación y algunos rayos de luz que ya se cuelan por la persiana. Oigo a mi mujer trajinando en la cocina. Noto el roce de las sábanas y las mantas, calientes y sudadas después de la noche. La mascarilla apretada de la CPAP, la piel de mis mejillas acartonadas y la máquina rugiendo en la mesilla. Aire que entra y me llena la boca. Click-clack. Desengancho los velcros de las sienes y el aire de la habitación de nuevo roza mi cara mientras vuelvo a abrir los ojos. Apago la máquina. Me incorporo, deslizo los pies en las zapatillas y sigo el olor del café. El cuchillo roza la margarina y dejo restos de migas tostadas en la superficie amarilla. Café con sacarina y leche desnatada. Dos pastillas me esperan al lado de un vaso de agua: metformina y enalapril. Mi reflejo me mira en el espejo del baño, los dos inhaladores se reflejan también. ¿Y si no me los tomo hoy? Echo el aire, meto la cápsula y aprieto, cojo aire y se oye ese bufido como de helicóptero despegando cuando la cápsula gira. Los restos de polvillo me pican en el fondo de la garganta. Tiro la cápsula vacía. Abro el otro inhalador, suena el clic, vuelta a echar todo el aire. Me lavo los dientes, dirán lo que quieran, pero con esto a mí ya me vale de enjuague. Llaves, móvil, cartera. Cojo la basura. El botón del ascensor se ilumina. 2 - 1 - 0, las puertas automáticas se abren y me reflejo aparece otra vez. Aún tengo las marcas de la máscara en la mejilla, me masajeo a ver si van. Le doy los buenos días al mendigo que vive en el portal de enfrente, ya es un vecino más, solo que huele peor que el resto. Ni molesta ni le molestamos, a veces dudo de si siempre es el mismo. Abro la puerta del bar de Chus, el ruido de la calle se apaga y se cambia por murmullos de varias conversaciones. Cojo el periódico, aunque solo sea para pasar las páginas. Segundo café. Chus me deja azúcar y sacarina, para que yo decida qué le echo. Todo el mundo comenta el partido, este año no acabamos la Champions. 93


Rutinas

Puerta del bar. Al salir de nuevo, el cambio de ruido. Un fumador solitario en la puerta, con el cigarro humeando en formas sinuosas, con su puntita roja iluminada como un guiño. Respiro hondo, pensando que por hoy ya he me he tomando la licencia del azúcar. Entro en la panadería, que huele a harina tostada. 85 céntimos la baguette, adónde vamos a llegar. Me dan también una empanada que había encargado mi mujer, todos me conocen y me preguntan cómo voy después de la neumonía. En el bar ya no me dicen nada, si no aparezco suponen que estoy de vuelta en Urgencias, pero en la panadería... Seguro que Marisa les ha ido con el cuento. Que si otra vez la tos, que si le di un susto de muerte porque respiraba tan mal que pensó que esta vez me moría. Que a ver qué hace ella cada vez que ingreso, que no puede estar yendo y viniendo todos los días y encargarse de la casa. Me dan el cambio, me despido rápido porque noto que buscan en mi ropa el olor del tabaco y el relieve de la cajetilla en el bolsillo de la camisa. Semáforo rojo, semáforo verde, hago una parada de un euro en la Once, y cojo un rasca que no tiene premio. Giro a la izquierda y tanteo en el bolsillo las llaves del portal, ¿escalera o ascensor? Solo son dos pisos, si llamo al ascensor y está más allá del cuarto, subo andando. Las puertas se abren antes de que lo pulse y sale el del 1º A. “Nosdías, qué hay”. Esos siempre van a su aire, nunca hablan con otros vecinos. Pulso el número 2, veo mi uña todavía amarilla. Huele a judías verdes al entrar en casa, dejo el pan en la cocina y voy al sillón. Me siento y busco el tubo trasparente del oxígeno, que está enterrado entre los cojines del sofá. Menos mal que he subido en el ascensor. Noto como el oxígeno empieza a hacer efecto y respiro más despacio. Maldito oxígeno con su maldita goma de plástico, es como un perro al que habría que sacar a pasear, pero no quiero más miradas de pena. Marisa trae un vaso de agua y dos pastillas sin decir nada. omeprazol y aspirina infantil. Mientras ponemos la mesa, Marisa comenta que le ha llamado su hermana, que su cuñado se ha jubilado ahora y que no sabe qué hacer con su vida, insinuando que yo le entretenga, como si fuéramos dos niños que sus madres ponen a jugar juntos. En fin. Judías y un filete de pollo. Veo la cara del médico cuando le digo que sólo como verduras y carne a la plancha, y aún así. Una naranja de postre, este año han venido buenas. Ahora sí que me sentaría bien un cigarro. Media siesta en el sofá. Dicen de mí, pero Marisa ronca bien a gusto. Esta tarde quiere ir al centro a mirar los regalos de los nietos. Ya se empieza a hacer de noche pronto. Abrigos, bufandas y paraguas por si acaso. De nuevo ascensor, portal, mendigo y semáforo. De aquí al centro son 549 pasos, los tengo contados. Marisa camina a su ritmo, no me dice nada, pero me mira de reojo a ver si respiro bien, y yo como si nada. No me habla 94


Sergio Sánchez Fraile

porque sabe que me canso más si le tengo que responder. 387 pasos. Voy mirando cada banco de la calle a ver si está libre. Un poco más. Suerte de los semáforos en rojo que me dejan recuperar el aliento. Entra en una tienda de ropa y yo me siento en la zona de los zapatos. A ver si dejamos comprado aquí todo. Al menos a nadie le extraña que me siente aquí, sobre todo si estoy mirando el móvil. Veo a Marisa en la caja registradora, saca la tarjeta de crédito y la dependienta envuelve algo. Objetivo conseguido. —Cuando lleguemos a casa, te enseño lo que le he comprado, a ver qué te parece —me dice—. Primero pasamos por el súper a ver si compro algo de pescado para cenar. Calculo rápido el trayecto: tres calles, dos semáforos y los pasillos del supermercado; tendré que poder. Me levanto sin prisas. Tendría que haber traído la maldita mochilita del oxígeno o al menos un ventolín de esos. Supermercado, ruido, gente con cestas y carros, niños corriendo por el pasillo de los yogures. Cola en la pescadería, Marisa murmura que está poco fresco, pero coge dos pescadillas. Cola en la caja, tarjeta de crédito que asoma de nuevo. Sí, sí queremos bolsa, gracias. Marisa lleva las dos bolsas, yo la sigo un paso por detrás con el aire que respiro quemando al entrar en mis pulmones. Estoy deseando llegar a mi sofá y al maldito oxígeno. Portal, ascensor, dos vueltas de llave, el sofá que parece inalcanzable. Me siento, me pongo el cable en la nariz y por las orejas, respiro hondo. Marisa me mira con el ceño fruncido, pero recoge las bolsas que traemos sin decir nada. Saca una sudadera con cremallera de color rosa, ¿tú crees que a la niña le irá bien de talla? Igual ha crecido desde la última vez que la vimos. Mantel, platos, vasos, cubiertos. Pescadilla empanada, unos espárragos, atorvastatina y otra vez metformina; de postre, un yogurt. Después de cenar, televisión y sofá, más bien cabezadita y sofá, porque lo que echan puede ser de médicos o de policías, pero siempre es lo mismo. Toño, que son las doce y media, vamos a la cama. Paso por el baño dormido y veo los inhaladores por el rabillo del ojo, pero esta vez no tengo fuerza, ya mañana. Me meto en la cama que está algo fría, me pongo la mascarilla, y pulso el botón de encendido. Noto el aire suave del principio de la noche que da la máquina, me aprieto bien las correas. Cierro los ojos. Cojo el móvil para poner la alarma, que mañana toca visita a las nueve y media. La luz de la pantalla me deslumbra. Se me había olvidado que primero tengo que ir a soplar y al pinchazo. Mañana sí que llevaré el oxígeno conmigo para que no me digan nada. Pongo la alarma a las ocho. Cierro los ojos y me dejo llevar por la suave presión de la rampa.

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Soplar las velas

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Cristina Martín

Solo uno más Santiago D. Sánchez García

Agustín se incorpora en la cama al compás del segundero, al que lleva vigilando más de dos horas. «Duermo menos que un mochuelo», piensa. Son las ocho en punto. El reúma y la artritis le aconsejan moverse despacio. Echa la mano a la espalda para mitigar el dolor. Se acicala en el baño de la habitación. Frente al espejo, tose y escupe. Trata de controlarlo, aunque no es capaz, ninguna mañana lo es. Una vez ya tranquilo y sentado en la cama, se viste y le da los buenos días a la foto de Carmen que tiene sobre la mesilla de noche. Cierra la puerta del cuarto y baja a desayunar. En la mesa ya le espera su camarada Nicolás dando vueltas al café con la mirada fija en la taza. —¿Qué, aprendiendo a leer los posos para predecir el futuro? —pregunta Agustín a la vez que toma asiento. —¡Ah!, buenos días, Agus. No sé qué me pasa, no me encuentro bien. —¡Ja! Esa es buena. Si te encontraras bien no tendrías esos tubos metidos por las narices y vivirías en tu propia casa. —Te lo digo en serio. Me encuentro raro. —Déjate de monsergas de viejo y apura el café, que me apetece echar uno. Todavía quedan, ¿no?. —¿Cómo no van a quedar? Si el chico me trajo un cartón el domingo y estamos a martes. —Y yo qué sé, a lo peor uno de estos cabrones te lo ha confiscado. —No, no me han encontrado nada, menudo soy yo para esconder cosas. ¿No te conté cuando estuve en «el convento» de Torrijos? —Claro que me lo has contado. No me hagas caso, que estoy de guasa. Ambos apuran el café y se dirigen a la puerta principal. La chica que está en la recepción les da los buenos días con un gesto y amablemente les pregunta: 97


Solo uno más

—¿A estirar las piernas, guapos? —A respirar un poco de aire fresco, maja —responde con sorna Agustín. Y señalando a su compañero con el pulgar, añade: —¿Lo de guapo no lo dirás por este? La chica sonríe y Nicolás ni se inmuta, habituado a los chascarrillos de su compañero. Bastante tiene con arrastrar su respirador y sus sombríos pensamientos. Cruzan el patio, repleto de residentes, cuya mayoría dormita sentada al sol con la boca abierta cual lagartos. No los saludan. Doblan la esquina del edificio y esquivan las grandes letras metálicas que dan nombre al complejo. Allí, resguardados de miradas curiosas, Nicolás busca entre la chaqueta y saca un paquete de Ducados. Agustín, por su parte, espera a que su amigo acabe y se despoje de los tubos que lleva en la nariz. Tras ofrecer lumbre y encenderse el suyo, entorna los ojos aspirando su cigarro con fruición y delicadeza. Por un instante, su aroma le retrotrae al corral de la antigua casa familiar, junto a él está su hermano fumando a hurtadillas de sus padres. Ironías de la vida, setenta años más tarde sigue escondiéndose para fumar. Nicolás no aguanta una segunda calada y empieza a toser de manera compulsiva. No quiere tirar el cigarro y hace gestos para no preocupar a su cómplice. —Cof, cof… ya se me… cof, pasa —atina a decir sin cesar de convulsionar. Agustín le entrega su pañuelo y Nicolás se tapa con él en un intento de disimular sus espasmos. Por fin acaban los esputos y las toses. Observa el pañuelo y encuentra en él un firmamento de puntos rojos a modo de pequeñas constelaciones. «Aquí sí que puedo predecir el futuro», cavila resignado. A la mañana siguiente Agustín no encuentra a su compañero en la mesa del desayuno. Imagina que se habrá adelantado y que se encontrará echando un cigarro en su escondite. Al pasar por recepción, la chica sale a su paso y, posando una mano en cada hombro, lo besa en las mejillas y le susurra al oído: —Lo siento mucho, Agus. Éste asiente ligeramente con la cabeza y en silencio cruza el umbral. Le brillan los ojos. Un pensamiento cruza su mente: «Otro que ha dejado de fumar».

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Recuerdo Elena Serna Tinao

Si cierro los ojos y me mantengo en silencio, si los aprieto fuerte y me zambullo en el pasado, si avanzo decidida hacia lo más profundo de mi memoria, con brazadas fuertes, vuelve a mí el olor a tabaco negro. Ya sólo puedo encontrarlo en el recuerdo, ya nadie fuma Ducados. En la oscuridad de mis párpados cerrados, veo el paquete sobre la mesa camilla, letras blancas sobre fondo azul. La mano izquierda de mi abuelo se apoya sobre él, lo rodea como si estuviera a punto de levantarse y fuera a metérselo en el bolsillo de su camisa, pero no, permanece sentado con los codos apoyados sin ninguna intención de moverse. Creo que le gusta sentirlo, notar su contorno rellenando la oquedad de su mano. Las manos de mi abuelo se mueven con elegancia. Tiene un aire distinguido, dicen. Su bigote fino de cerdas grises, su pelo peinado hacia atrás mostrando los surcos reconocibles del peine, su porte, sus maneras de galán. Aprovecho que sigo con los ojos cerrados para sumergirme un poco más y acariciar cada detalle. Estoy de nuevo en el salón. Es la sobremesa de un domingo cualquiera y casi puedo sentir el peso de las faldas de la mesa camilla sobre mis rodillas, son las de invierno, las marrones, y abrigan como una manta. Sobre el tapete siguen sus manos posadas. La tele está encendida. Contemplo sus uñas fuertes y curvadas, el vello salpicando las falanges, los costados amarillentos de los dedos índice y corazón, justo por donde sostiene el cigarro, justo por donde sostiene también el pincel cuando pinta. A mi espalda, a través del encaje de los visillos blancos del ventanal, entra el sol. Cuando el viento los agita, distingo a lo lejos los adoquines de la callejuela, tres pisos más abajo.

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Recuerdo

Es imposible subir los escalones de dos en dos, son altísimos. Mientras lo intento, mi abuelo está parado en el descansillo, apoyado en el bastón, toma aire a bocanadas rápidas y poco profundas, su pecho elevándose y descendiendo. No recuerdo cuándo dejó de poder bajar esos escalones porque ya no era capaz de subirlos. En la infancia todo es normal, ¿no te parece? Simplemente sucede. No hay lugar para el por qué, el no hay derecho, el culpable. Aún ahora, no hay enfado, no me rebelo. Supongo que crecí aceptando que para él respirar no era un oleaje inconsciente, desatendido. En algún lugar del guion debía estar escrito que a él le tocaba vencer una fuerza invisible para llevar el aire hasta el fondo, y por eso lo soltaba despacio, sonoramente, como si lamentara despedirse de él, después de tanto esfuerzo. Y así, como casi siempre sucede, lo que va llegando se integra, se acomoda, se aprehende. Se va renunciando y se va aceptando, a pequeños sorbos, a tragos o a empujones. La vida se llenó de pijamas. De pijamas de caballero. Todos de rayas, con sus botones blancos relucientes. En todas las gamas de azul posibles. Con solapas, sin solapas, de manga corta o de manga larga. Y yo vigilé ese pecho ascender y descender a lo largo de los años, en todos los hospitales imaginables, mientras me hacía una mujer, mientras me convertía en enfermera, antibiótico tras antibiótico, nebulización tras nebulización. Quiero cerrar los ojos de nuevo para encontrarme con él. Mi abuelo. Mi abuelo bajo la noche estrellada del pueblo, en la terraza, mi abuelo mirando las montañas, mi abuelo contando chistes, mi abuelo y el vino con gaseosa, mi abuelo con el transistor sobre la almohada, mi abuelo haciéndome una tostada con la mantequilla mal untada, mi abuelo y sus pañuelos con iniciales, mi abuelo y su brocha de afeitar, yo afeitando a mi abuelo, junto a la mesa camilla, con su pijama azul de rayas. La última vez, no hizo falta que nos dijéramos nada. Antes de que llegara la ambulancia, al pie de su cama, nos miramos a los ojos y nos dio por reír mientras llorábamos. Y así, nos lo dijimos todo.

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Runrún Elena Serna Tinao

—¿Te molesta mucho el ruido, cariño? —Lo normal. —Yo diría que es un cortador de césped de esos norteamericanos que se conducen como un carrito de golf. Seguro que hay un tío subido encima dando vueltas por la parcela, con la barriga asomando por debajo de la camiseta, una mano en el volante y otra amarrando una cerveza. No para de dar vueltas. Va, viene, viene, va. Y vuelta a empezar. —Ya… —No me des la razón porque sí, que te conozco. A lo mejor es el sonido de una barcaza. Me imagino que está subiendo río arriba, a contracorriente, y avanza con dificultad entre las aguas espesas y verdosas, dejando un reguero turbulento a su paso. Es de madera, tiene asientos en la cubierta y hasta una barandilla para asomarse. Navega cerca de la orilla, esquivando las siluetas de los árboles que crecen bajo el nivel del agua y despliegan sus ramas hacia el exterior, en la superficie. Como si tuvieran una doble vida, dos familias, dos hogares. Mitad arriba, mitad abajo. ¿Cómo se llaman esos sitos? Manglares, creo recordar. Me dan muchísimo miedo, te lo juro. Me imagino el fondo turbio, lleno de peces barbudos, gelatinosos, que se ocultan entre las raíces y las marañas de las algas pegajosas que surgen del fango. Están siempre al acecho, con sus fríos ojos de cristal, buscando alimento desesperadamente entre el barro disuelto. Te aseguro que no son de fiar. —Mamá, ¿qué estás diciendo? —Shhhhh, calla. Escucha bien. Atento. Es el quejido de la nevera vieja de la casa del pueblo. ¿A que sí? Cuando te levantas a hacer pis, en mitad de la noche, oyes su zumbido en el silencio de la madrugada. Sale del corazón de la casa, de la cocina, es su latido. Se extiende por el pasillo, por las habitaciones, hasta el último rincón, como si llevara

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Runrún

oxígeno para mantenerla con vida. Vas algo desorientado, camino del baño, pisando las losas heladas con los pies desnudos, y cada vez se oye más fuerte. Parece increíble que no nos despierte. A veces pienso que en realidad sirve para hipnotizarnos durante el sueño, sintonizando su frecuencia con las ondas REM de nuestros cerebros, y que, si dejase de zumbar, nos despertaríamos todos. —Mamá, tenemos que dormir algo. —Yo no me puedo dormir, con la que hay liada, todos los niños saltando en el castillo hinchable. Qué desastre, mira la fila de zapatos todos revueltos, desparejados, desperdigados. Y los niños, ahí los ves, sin parar, con los mofletes rojos y el flequillo pegado a la frente por el sudor. No sé para qué les ponemos guapos para las comuniones, si acaban todos descompuestos, con los faldones de la camisa por fuera y las rodillas negras. ¿Oyes el runrún? Es el motorcillo que lo mantiene inflado. Te lo incluyen en el precio del alquiler. Si lo paras, porque te pone la cabeza loca, se deshincha en un pispás y adiós fiesta. A ver qué van a hacer los niños si dejan de saltar. Aguanta un poco, tampoco se oye tanto. —Como sigas hablando, vas a despertar a papá. Con lo que le ha costado coger el sueño. Ya has oído a la enfermera, la simpática, ha dicho que tiene que descansar. Y nosotros también, aunque sea en esta birria de sillón, que ya son las tantas. Ya sabes que antes de las siete empiezan los trajines, que si la temperatura, que si la tensión. Y han dicho que sobre las ocho se lo bajan a quirófano, de los primeros. —Déjame que te pregunte una cosa, Joaquín. ¿Tú te has planteado alguna vez, hijo mío, lo que supone para mí, con el insomnio, los sofocos, lo de las piernas inquietas y demás plagas, dormir al lado de tu padre con esa máquina? Diez años hace ya, que se dice pronto. Diez, uno detrás del otro. —Pues la verdad, mamá, ahora que lo dices, no. Creo que nunca se me ha pasado por la cabeza. Supongo que sólo he pensado en él, en lo incómodo que le debe resultar dormir con toda esa parafernalia en la cara. Pero tienes razón, nunca me había planteado cómo sonaría, diría que es la primera vez que lo escucho funcionando. Y tampoco he pensado en ti, para variar. Apúntamelo en la cuenta de mal hijo, que ya va cargada. —A mí me ayuda esto, ¿sabes? —¿A qué te refieres? —Inventar historias, ponerle imágenes al ruido, vestirlo, darle un sentido. De hecho, lo hago todas las noches. —No sé si reírme o llorar, mamá. —Pues si puedes elegir, ríete, vaya un dilema. Tengo todas las historias posibles y no se me acaban. Si me gusta el sitio que me he inventado, me quedo allí más rato, si no, pues cambio. 102


Elena Serna Tinao

Verás, la semana pasada, por ejemplo, con todo el follón que se armó con las riadas, estuve media noche con la bomba del camión de los bomberos achicando agua de los garajes. Te parecerá una tontería, pero me dormí contenta, con la sensación de haber ayudado a esa pobre gente. Me gusta imaginarme en los ríos, no sé por qué. Me dan paz. Avanzo lentamente, acunada por el ronroneo del motor y me entretengo con el paisaje. Nubes de mosquitos que tapizan el agua, el reflejo de las nubes, las orillas frondosas. A veces ni siquiera puedo ver la otra orilla de lo ancho que es. No siempre estoy tan poética, no te creas, hay ocasiones en que cierro los ojos y no soy capaz de ver más que un secador de pelo recalentado, oliendo a chamusquina. Cuando la cosa se me pone cuesta arriba, me concentro mucho, hasta que soy capaz de sentirlo como una leve vibración en el pecho, como cuando te pones cerca de un altavoz. Imagino que ese sutil temblor agita mis moléculas, como si las obligara a bailar hasta ponerlas contentas. Siento como si se movilizara una energía invisible y el cosquilleo me recorre de los pies a cabeza. —Mamá, te quiero mucho. Y estás como una cabra. —Ya lo sé. No se lo digas a nadie. —¿Nos dormimos? —Nos dormimos.

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ยกRespira pacientemente, respira!

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El fármaco de la verdad Ángel Silvelo Gabriel

«Dulces color cobre, dulces color cobre...», se repetía sin cesar, porque lo que más deseaba en ese momento era comerse una de esas dulces peras carnosas de color marrón de su pueblo; peras de invierno las llamaban, pero por mucho que lo intentó no supo llegar al inicio de la madeja que le llevara a ese color y a su sabor. «Necesito encontrar el fármaco de la verdad que me permita acabar el relato de mis sueños», se dijo. Hoy se había levantado de mal humor por culpa de su maldita y perenne apnea. Siempre pensaba lo mismo al levantarse: le gustaría volver a ser un niño, cuando todo era normal en su vida y su mayor deseo era montar una vez más en el carrusel que instalaban en las fiestas de su pueblo; un carrusel que no parara de dar vueltas y vueltas, vueltas y vueltas… Su resquebrajado mundo interior solo se recompondría si se pudiesen unir sus truncados sueños con la realidad, pues en su caso siempre había un eslabón en esa cadena que no era capaz de entrelazarse con el siguiente. Una mala operación del tabique nasal en su juventud y el sobrepeso que le acompañaba desde hace tiempo, por no añadir el tamaño anormalmente grande su lengua, le impedían dormir seguido más de una hora. Al principio, cuando su neumólogo le recomendó la CPAP la cosa mejoró, pero con el transcurrir del tiempo había dejado de hacerle el efecto deseado. Y ahora, lo único cierto era que su futuro se veía abocado a someterse a una cirugía dura y compleja. Sin embargo, en lo que nadie podía ayudarle todavía era en llenar de luz la oscuridad de sus recuerdos. «Ese era el verdadero milagro», pensó. Algo así como volver a inventar la máquina del tiempo a través de las coordenadas del olvido. «Sin duda, el gran invento del siglo», se repitió una vez más, aunque sin mucho convencimiento; invento, hallazgo, luz. Miró el reloj y se dio cuenta que de nuevo se había quedado dormido. La máquina del tiempo recorría sus días a pleno rendimiento en el devenir de su existencia, y lo hacía pegada a imágenes que le arrastraban hacia esa sensación tan suya de estar perdido en mitad de la nada. Todavía no sabía adónde le llevarían todas sus disquisiciones que, más 105


El fármaco de la verdad

que certezas, eran frases que se asemejaban demasiado a esas ramas secas de los perales de la parcela de sus padres que aún cortaba en la época de la poda; sensaciones, ilusión, recuerdos. Bajó a la calle pensando que hasta el momento esos estímulos que le llegaban del pasado eran el único antídoto que había encontrado para aliviar sus estados de lapsus mentales. Sin embargo, en seguida desistió del intento, pues cayó en la cuenta de que se pasaba toda su vida comparando las cosas; un matiz que siempre le llevaba a un grado de insatisfacción que rápidamente se convertía en lo que él identificaba como infelicidad y que, aparte de en el mal humor que siempre se cernía sobre él en esas ocasiones, ahora se traducía en la psicosis que se había creado acerca de la apnea del sueño que padecía. Desechó ese pensamiento negativo de su cabeza al darse cuenta de que se había quedado dormido sobre la mesa del bar en la que ahora había un vaso de café con leche vacío y los restos de unos dulces color cobre; rojizo, brillo, latón... Se encontraba tan desorientado, que apenas percibió que todas las personas presentes en el bar le estaban mirando de una forma extraña, como si esperasen a que se despertara. La tormenta a la que debía hacer frente en su cabeza era tan profunda, que no le dejó divagar por las profundidades de sus recuerdos y se conformó con irse a su casa; huida, lejanía, soledad. Su vida era como un carrusel de imágenes sin hilo argumental, a las que él solo intentaba buscar un porqué que le alejara de sus parálisis mentales. «Tenía que darle más vueltas a su gran invento del siglo. Sí, eso era, luces en la sombra», pensó de nuevo. Una máquina que se asemejara a un fármaco de la verdad capaz de unir imágenes con las que construir el guion perfecto de toda una vida, su vida. Esa era la solución. Imbuido en su idea, decidió navegar sobre su pasado una vez más, y llegó a la conclusión de que no todo era confuso y molesto en su biografía, porque también había momentos que él identificaba como de felicidad, y hoy, al levantarse por la mañana, descubrió uno de ellos: dulces peras carnosas de color marrón como el cobre. «Entonces, cuando ayudaba a su padre en la recolección de las peras que luego convertirían en su mayor parte en una dulce compota, fue feliz», pensó; una felicidad que, como todo, se interrumpió cuando dejó de dormir bien. Ahora, sin embargo, creía haber dado con la solución a su desasosiego, porque en uno de sus escasos momentos de lucidez tuvo la feliz idea de fabricarse él mismo sus recuerdos, para de esa forma plantarle cara a su apnea del sueño que tanto afectaba a los recuerdos de su vida. De ahí, que lo primero que hizo al llegar a su casa fue recopilar las fotos que tenía guardadas en el fondo de los cajones. Fotografías desordenadas en álbumes desteñidos por el paso del tiempo. Cuando acabó su particular recopilación de instantáneas, se enfrentó al reto más arriesgado, por imposible, pues tenía que ordenarlas cronológicamente más allá de la altura de su imagen, cambiante a 106


Ángel Silvelo Gabriel

medida que fue creciendo. «Necesitaba mirar a las estrellas», pensó. Y por primera vez se acordó de Galileo; Galileo, inventos, ciencia. De ese recuerdo y, de una forma espontánea, le surgió la idea de iluminar la oscuridad cual carrusel que va dando vueltas y vueltas, vueltas y vueltas a lo largo de una circunferencia infinita. Intentó plasmar esa imagen en un desafortunado dibujo que le salió tan esquemático que apenas si se veían sobre el papel unas cuantas líneas que se buscaban las unas a las otras sin llegar a encontrarse. «Tenía que ser más sencillo que el Cinexin de su infancia, pues tendría que ser él mismo quién compusiera los fotogramas de la película», se dijo. «Vueltas y vueltas, eso era» se repitió. Tenía que inventar una gran rueda sobre la que se desplazaran sus recuerdos. Entonces fue cuando tuvo claro que ese sería el hilo que uniría la falta de recuerdos de su vida producidos por la maldita apnea. «Ya no tenía que recurrir a sus instintos, sino a su memoria», pensó. Y, como si hubiese tenido una aparición, extrajo la cartera del bolsillo trasero de su pantalón. De uno de sus compartimentos extrajo el papel, desgastado y casi roto por las dobleces que tantas veces había deshecho. Ese papel era el último informe médico que tenía y al que él, de una forma sarcástica, había llamado “El fármaco de la verdad”. Lo leyó una vez más: «De su estudio sugerimos que la apnea del sueño puede afectar a la capacidad de su cerebro para codificar o consolidar ciertos tipos de recuerdos de la vida, lo que dificulta que las personas recuerden los detalles del pasado, tal y como en su día apuntó la doctora Melinda Jackson». En ese momento se acordó de Galileo otra vez; azul, cielo, estrellas, y de todos los contratiempos que tuvo que superar para liberar la revolución científica de su tiempo. Se asomó a la ventana y miró a las estrellas, e, igual que una cometa yace abandonada en la pared de un acantilado, él se sintió perdido como nunca antes lo había estado. «¡No sé cómo, pero necesito recuperar mis recuerdos!», se dijo enojado; rueda, carrusel, recuerdos. Y en otro de sus momentos de tenue lucidez renunció a adivinar cómo acabaría su ruta hacia el pasado a través de su fármaco de la verdad; un fármaco que no tenía forma de pastilla efervescente que se disuelve en agua, sino de enigma repleto de palabras que, como un proyector, le mostrase las diapositivas caprichosamente ordenadas de su vida; proyector, diapositivas, Kodak. Le dio la vuelta al papel, desgastado por los dobleces, y no vio nada escrito en su reverso. En ese instante creyó que todo formaba parte de una película que ya no era la suya, porque si no había nada escrito, eso significaba que su vida, a partir de ese momento, tendría que ser otra, como otro tendría que ser el fármaco de la verdad que le ayudase a recorrer su nuevo camino; un fármaco de la verdad que esta vez tenía que venir acompañado de prospecto y de receta médica; hombre, hallazgo, incomprensión.

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Treble dance

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Javier Pérez Frías

Tormenta de deseos Inmaculada Lassaletta Goñi

Tormenta de deseos, Lluvia de estrellas, Hambre y aliento, Es lo que siento. Abro mis párpados, Busco tu mirada, Ahora te encuentro, Feliz en mi morada. Sueño volar, Como aves en el cielo, No quiero despertar, Dame alas y suspiros. Abre la ventana Deja entrar el viento, Inspiro, espiro Un día más viviendo. Máscaras y sondas, Inundan mi cuerpo, Sirenas y alarmas, Despiertan mis sentidos.

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Tormenta de deseos

Déjame soñar, Soñar que respiro, Respiro contigo, Amor consentido. Déjame volar, Cumplir mis sueños, Sueños dulces de miel, Los amargos se olviden. Déjame vivir, Pero cuando te alejes, Acuérdate de mí y Déjame morir.

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La humareda Manuel Warnken

Caía la noche mientras Andrés caminaba tranquilamente por la acera enfrente de su casa, esperando que esa fuera una distancia que su hija considerase prudente. Interrumpieron entonces su paseo con una acusación tan vieja como inagotable: —¡Vaya! Parece que ha vuelto usted a fumar. Era cierto, además de obvio. Fumar había sido el último movimiento de un juego que, aunque sencillo, tardó un tiempo considerable en orquestar. Y aún le quedarían años para conocer su desenlace, irremediablemente trágico. ¿Acaso podría ser de otra forma?, se repetía a sí mismo mientras recordaba el camino que le llevó a verse en esta situación. Hace algún tiempo, aconsejado por su médico, tomó (o tomaron, si se prefiere) la decisión de dejar el tabaco porque era malo para sus pulmones. Además, parece ser que mata. Curiosamente, estuvieron de acuerdo, con interesantes argumentos, su hija, sus dos hijos, su nieta, su sobrino, su amigo del club de lectura, su antiguo compañero de la fábrica que se encontró hace no demasiado, la abuelita del quinto que sufría en silencio por el olor de las cortinas del cuarto de su nieto, y hasta el perro ciego y gordo de la vecina de enfrente. No requirió de grandes esfuerzos la primera semana. De forma similar, tampoco los requirieron las mejoras de su estado de salud, si se puede ser sincero en esto también. Ávido y fiel a la costumbre de entretenerse buscando motivaciones en el día a día, decidió entonces profundizar sobre los efectos que fumar podría tener en las personas. Si no los notaba en su cuerpo, al menos quería intuirlos en su mente antes de que su voluntad se esfumase. O quizás solo buscaba entretenerse. Cada uno puede reflexionar sobre sus motivaciones el tiempo que estime necesario. Sin muchos remordimientos, descartó preguntarle a su sobrino, estudiante de medicina, con más alma de adoctrinador que habilidades en dialéctica, y más preocupado por lo segundo que por lo primero, confía en mí. 111


La humareda

Sus pesquisas las catalizó finalmente a través de Internet. Antes de que alguien malévolo pueda jactarse y tomarlo a la ligera, quede constancia que conocía los buscadores específicos y no dudó en usarlos. Fue abrumador, el peor de los laberintos: mil cuervos acechando y nadie despierto a su lado que le acompañara o le prepara un café con leche. Pero lo consiguió y pudo saborear el aire fresco. En lugar de vanagloriarse y caer postrado ante su victorioso reflejo, se dejó arrastrar por la poderosa inercia de lo que sintió al comprender y actuar en consecuencia. Además, coincidió este proceso con una etapa en la que disponía de más tiempo para sí mismo del que había tenido en cualquier otro momento de su vida. Sin embargo, era pequeño el valor de aquel tiempo libre, que se mostraba vacío y dolorosamente solitario. Decidió llevar a cabo el mismo ejercicio detectivesco sobre otros objetivos que parecían cómplices del vil tabaco. Recordaba entonces las inútiles recomendaciones de hacer ejercicio o de cuidar su dieta que alguna vez había escuchado, decidiendo empezar por la alimentación. Y fue en ese instante en el que se vio asediado por la inmensa bandada de cuervos que sintió que le acechó en su primera incursión. La historia del azúcar le parecía inverosímil: intereses económicos, por un lado, reputación como argumento, del otro, y un remate final en forma de enemigo común, también cómplice, como fue el colesterol. Todo acabaría materializándose en forma de datos y publicidad tejidos en la perfecta medida: la ambigüedad como escudo era infalible y los terrones de azúcar se volvieron omnipresentes. Era imposible apartar la mirada, esquivarlos y fingir que el camino era seguro y que bastaba con seguir las indicaciones prescritas. Todos los cuervos tenían que ser negros, como se infería de que no se hubiera visto jamás uno blanco y que lo blanco siempre apareciera sobre otras aves. Sin embargo, era suficiente con encontrar uno que rompiese la norma para sentirse traicionado, y basta con cruzarse con un gran número para realizar la inevitable observación, como le ocurrió a Andrés. Unas semanas más tarde, todavía molesto por el descubrimiento, decidió retomar su búsqueda de un estilo de vida más saludable, pese a que no existiera un patrón claro. Pero un día cualquiera, tras llegar a casa de pasear con su nieta y poner la televisión mientras se lavaba las manos para empezar a preparar la comida, escuchó que la contaminación del aire podía afectar gravemente la salud, el aparato respiratorio particularmente. Era una noticia, de actualidad. Parecía obvio e incluso lógico, pero despertó en ese momento la duda de si se podía estar repitiendo algo similar a la historia anterior pero esta vez con el tabaco como protagonista. Andrés ya sabía que dejar de fumar no le libraba a nadie de tener enfermedades respiratorias, como le recordaba un ramo de flores que renovaba cada año, pero empezó a preocuparle la idea de que solo fuera el medio 112


Manuel Warnken

elegido para canalizar la atención y los esfuerzos y de esta forma ocultar que otros factores podían influir tanto o más que el tabaco. Su antiguo espíritu positivista fue eclipsado por un escepticismo joven e incontrolable que ni siquiera sospechaba. Siguió buscando y buscando de forma frenética, confirmando sus sospechas, en gran medida porque había algo que quería encontrar y no algo sobre lo que quisiera realmente investigar. Su odio era cada vez mayor, hasta que finalmente estalló: “¡A la mierda todo! ¡Qué se atraganten con sus ensayos aleatorizados, su significación estadística y su maldito 0’05! Qué la mitad de esta gente no entiende que ni el mundo ni los resultados son dicotómicos y así nos lo hacen creer a todos. Blanco o negro, pero sin conflictos de intereses. Todo está más que claro hasta que se demuestra lo contrario, como pasa siempre y con todo, pero claro, de eso va la ciencia, de ensayo y error, nadie dijo que fuera una verdad absoluta… ¡y, por favor, que cualquier verdad que sea rentable prevalezca el tiempo que sea necesario!” Andrés agarró entonces una moneda de su bolsillo para ponerle fin a toda esta farsa: cara, volvía a fumar; cruz, no. Caía la noche mientras Andrés caminaba tranquilamente por la acera frente a su casa y encendía un cigarrillo. Cuidaba de su nieta, así que su hija, entre lo que algunos considerarían enfado y otros simple decepción, le había prohibido fumar en casa, aunque la verdad es que no habría sido necesario, pese a la imagen rocosa que mostraba Andrés. Nunca fumaba en casa porque sentía vergüenza de sí mismo. Evitaba cualquier rincón con espejos o conocidos en los que pudiera verse reflejado. Solía fumar de noche y solo. De vez en cuando, lo hacía sentado en un banco mientras daba de comer a los pájaros. Ellos no se escandalizaban demasiado por el olor a tabaco. En cierto modo le parecía un espectáculo agradable: una docena de pajarillos grises con los que compartía un pedazo de pan mientras disfrutada de sus honestos silbidos. Mañana volvería finalmente al médico para pedirle consejo. Lo había intentado dejar de nuevo, pero, qué culpa tenía él, que hasta en la luna veía impreso un cenicero. ¿Le entendería? ¿Empatizaría con él?

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Primavera in extremis

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“-Mientras me sacan sangre y abro y cierro la mano y abro y cierro la mano y abro y cierro la mano - Cuando paro de toser y respiro anchamente - Cuando compro un libro, o lo abro, o lo cierro, o lo huelo” (Palabras para seguir viviendo). “Hay momentos en que uno necesita respirarse, vivirse, pensarse para seguir caminando en mitad de la niebla. Hoy es ayer, cuando el tiempo pesaba en mis pulmones, y el aliento se me iba deshojando como un árbol quieto. Hoy soy otra vez aquel hombre desvelado y sangrante, aquellos ojos oscuros que sólo sabían mirar la hondura del barranco. Hoy es todavía ayer…” (Jamás te mataría). “Esto sí era nuevo. La tos la asaltó a mitad de la noche arrebatándole el sueño. Se incorporó a medias en la cama sin encender la luz. Charles seguía dormido y su tos no bastaría para despertarle” (Los mejores años).

Este libro es una recopilación de los trabajos participantes en el II Premio SEPAR de Relatos Breves convocado por SeparPacientes.

Con la colaboración de:


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