VII CERTAMEN SEPAR Relato Breve

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VII CERTAMEN SEPAR

sobre salud respiratoria

VII CERTAMEN SEPAR RELATO BREVE

Sobre salud

Respiratoria

ISBN: 978-84-127307-7-7

© Copyright 2025. SEPAR

Coordinadores: Esperanza Doña, Paz Vaquero y Ana Balañá

Con el patrocinio de:

Editado y coordinado por Editorial Respira

RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR

Provença, 108, Bajos 2ª 08029 Barcelona - ESPAÑA

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de reprodución de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.

Prólogo

La libertad del ser humano para configurar su vida sin dejarse llevar por un supuesto destino, tan magistralmente expuesto por D. Pedro Calderón de la Barca en “La vida es sueño”, es el marco idoneo donde situar este Séptimo Certamen SEPAR de “relato breve” sobre salud respiratoria.

Todos los relatos son intensos y no dejan a nadie indiferente, pues transmiten sentimientos como la alegría, la tristeza, la pérdida, la esperanza, la nostalgia… que todos compartimos en relación a una vivencia de salud o enfermedad.

El sueño y el soñar como principio de la realidad se convierten en estos relatos, en lazos de unión entre los que sufren, los que conviven con ellos y el personal sanitario que los acompaña y asiste.

Si respirar es vivir, respiramos hasta en sueños.

Con la escritura de estos relatos se explican nuestras vivencias, se exteriorizan nuestros sentimientos y se muestran nuestras interacciones y al igual que con los sueños podemos simular que somos otros.

Lo más gratificante para los escritores y lectores de este Séptimo Certamen SEPAR de “relato breve” es la esperanza de que año tras año se mantenga y consagre este certamen literario.

PRIMER PREMIO

A mi hermana Mara

“Hermana me han visto una mancha en el pulmón”.

Y sin más, esta simple frase daba comienzo a lo que sería una nueva realidad.

Mara nació dieciséis años antes que yo. Siendo ella la segunda mayor de siete hermanos y yo la pequeña, no es de extrañar que para mí fuera más una madre que una hermana. Los años bifurcaron nuestros caminos no sólo consecuencia del lugar de residencia sino también por lo personal, siempre hemos sido muy diferentes, quizá porque aunque nacimos en la misma familia, nuestra vivencia en su seno fue completamente desigual. Pero eso ahora no tiene importancia.

En el momento que aquellas palabras aparecieron en la pantalla del teléfono en forma de mensaje llamé a mi hermana.

– Mara, cuéntame, ¿qué pasa?

– Me han hecho un TAC y han visto algo en un pulmón, me han citado para una biopsia. Últimamente me fatigo mucho y tengo tos. No le digas nada a mamá, ¿vale?

– Vale, pero me vas contando.

Era agosto del año 2023, ella continuó con sus pruebas médicas y yo proseguí con mis vacaciones. Nunca creí que fuera nada importante. La distancia hace las veces de amortiguador del sufrimiento y los cien kilómetros que nos separan son suficientes para que cada una vivamos nuestra vida; de ese modo pasaron los días, las semanas, los meses. En octubre, mes de caída de hojas y lumbre, recibí otro mensaje:

“Me han diagnosticado fibrosis pulmonar autoinmune. No tiene nada que ver con haber fumado, autoinmune significa “te ha tocado”, no es hereditaria ni yo la transmito. Están afectados los dos pulmones y no tiene cura. El tratamiento la va frenando pero no cura. Me van a mandar a Madrid a ver si soy candidata de trasplante pulmonar. No comentes nada de momento. Yo estoy bien, con un aparato portátil de oxígeno. Tranquila y contenta con mis hijos. Un beso”.

La llamé, no pudo o no quiso hablar. Quizá le faltaba el aire para empujar las palabras por su boca, quizá le dolía el corazón de tanto llorar, quizá debí insistir, quizá quiso estar sola, quizá la dejé yo.

En noviembre me contaba en un audio con voz enferma, que ya tenía cita en el Hospital Puerta de Hierro para una primera visita en marzo de 2024. Los meses posteriores se sucedían los mensajes en los que nunca faltaba un “te quiero” que los cerrase, cada vez enviaba menos audios, cada vez cogía menos el teléfono. El desgaste era tal que la navidad de ese año no pudo venir a visitarnos: – Virginia, estoy peor, no tengo estabilidad, son como vértigos, posponemos la visita. Te quiero.

– Vale, cuídate mucho, ya hablamos y nos vemos cuando estés mejor. Yo también te quiero.

En enero de 2024 fuimos a visitarla. Encontré a una hermana mayor, muy mayor, agotada, encadenada a una oxigenoterapia continua que apenas la dejaba hablar. Ese día fui consciente de lo que estaba pasando. En el tren de regreso lloré al amparo del regazo de mi hermano Pedro.

En febrero tras una consulta de neumología escribió para contarme:

– El bicho sigue a su bola, sigue deteriorándome los pulmones, las cosas no van bien. Ha sido una sorpresa, yo me encontraba bien –me explicaba.

El año 2024 atizaba duro, el agravamiento de mi hermana era inevitable y nuestra madre avanzaba en su propio declive. Vividos ochenta y siete años y con la dulzura enmarcando esa mirada amable que siempre ha tenido, nos dejó un dieciséis de agosto, mi madre se fue para siempre. Con ella mi esencia, mi germen de hija, mi cordón umbilical.

Mara no pudo asistir a su entierro, lloré tanto que enfermaron mis ojos, maldije la marcha de mi madre y juzgué la ausencia de mi hermana, ignorando que ella libraba su propia batalla. Y es que sus pulmones marmolados no dejaban que los alveolos vibraran libremente, mi hermana se moría ahogada mientras esperaba un trasplante que no llegaba.

Pasaron dos meses de duelo en soledad, porque no hay otro modo de vivirlo, por muy arropada que estés. Cuando faltaban dos días para el segundo mes sin mi madre la vida echó leña a un fuego ya de por sí atizado. Mara ingresaba en el hospital tras varios días de fiebre y astenia. Cogí un tren que me llevó, como meses atrás, de nuevo a la “capitalilla”. ¡Qué grises son los pasillos de un hospital! fatal augurio del que vive de cerca el sufrimiento y la pérdida. Allí tumbada en su cama parecía más enferma, más pequeña, menos mi hermana. Me acerqué y la besé con genuino amor fraternal, como queriendo darle oxígeno y energía. Se le iba la vida.

Veinte minutos más tarde su tez tornó violácea, sus párpados muy abiertos protegían los ojos de un intenso sudor por hipoxia, el neumococo ya se había apoderado de sus pulmones. Entre aerosoles, Actocortina® y Urbasón® se la llevaron de urgencia a la unidad de cuidados intensivos (UCI) y con ellos arrastraron el llanto de sus hijos y la esperanza de no perder a mi segunda madre.

Hay imágenes que quedan grabadas para siempre, una de ellas es la de tus ojos arrasados de lágrimas al vernos entrar al box de la UCI, con tus labios perfilados y esa pequeña coletita recogida a modo de moño. Te dije que saldrías de allí, que te curarían, te mentía, tú lo sabías pero aún así asentías.

Cuando un número largo en mi pantalla anunció tu empeoramiento volé para llegar a tu lado. Tus hijos estaban junto a la cama, sujetando tu mano. Cuando por fin nuestro hermano Pedro y yo atravesamos la puerta nos despediste con tu último latido. Esperaste a que llegáramos para dibujar asistolia en el monitor de aquel box de intensivos. Ya estás con mamá –susurré en tu oído. Y me despedí para siempre con un beso en tu frente. Te quiero –te dije sintiendo tu piel por última vez.

Después de tu marcha vinieron los “¿y si...?”: ¿y si hubiera llegado a tiempo un trasplante? ¿y si no hubiera tenido aquella dichosa neumonía? ¿y si no la hubieran intubado? ¿y si la hubiera llamado más? ¿y si...?

Negación, Ira, Regateo, Depresión y Aceptación; son las fases del duelo, cinco meses después ni siquiera he pasado de la “N”. Ojalá algún día consiga que duela menos. No puedo plasmar tu experiencia en tres páginas, ni aunque tuviera cien para hacerlo lo conseguiría, sólo tú viviste tu enfermedad y tu deterioro. Ojalá que estas palabras lleguen a los ojos de quien necesite leerlas y que le ayuden a acompañar en la enfermedad llegado el momento. Vivir cada día es un regalo, sanos o enfermos, cada amanecer es un presente. En cada uno de ellos os siento junto a mí, mis madres, acompañándome en esta nueva vida sin vosotras. Siempre mías.

SEGUNDO PREMIO

El secreto

Paz Arizti Compañón

Clara

Tras más de 5 años saliendo, habían decidido mudarse juntos a un pisito pequeño en un barrio de las afueras de Barcelona. Iban a ir justos, tendrían que utilizar el autobús y el metro para acercarse al trabajo…, pero Clara estaba contenta. Le había costado tomar la decisión. Y mucho. Que si la parte económica, que si separarse de familia y amistades, que si… ¿en verdad era Jaime el hombre de su vida? ¡Cómo pesaba en la ecuación la educación clásica que le habían inculcado! Pero todo iba tal y como se lo había imaginado. Estaban inmersos en una auténtica luna de miel.

Con el paso de las semanas, Clara comenzó a notar pequeños cambios en Jaime. Al principio, eran detalles insignificantes: un déjame; un ahora-no-me-va-bien; un esperaque-voy-al-baño… Clara intentó no preocuparse, atribuyendo aquellos gestos al estrés del trabajo y a la mudanza.

Pero poco a poco, esos indicios se hicieron más evidentes. Jaime daba vueltas y más vueltas en la cama, la rehuía, se escondía en el baño durante horas y, peor aún, no le daba ninguna explicación.

Clara intentó espantar sus pensamientos, pero una noche, mientras cenaban, viéndole a él un tanto inapetente, le preguntó:

– ¿No tienes hambre?

– No me apetece más crema –dijo él, apartando el plato.

– Jaime, cariño, ¿hay algo que no me estás contando? –preguntó, tratando de sonar más tranquila de lo que realmente se sentía.

– ¡Qué tonterías dices! –dijo él con una leve sonrisa y llevó su mano al encuentro de la de ella–. Estoy bien. Solo necesito dormir un poco más. El trabajo y estas idas y vueltas me están pasando factura.

A ella no le convenció la respuesta, pero lo dejó estar.

Esa misma noche, mientras se acurrucaban en el sofá, Jaime se ausentó al baño. ¡Qué raro!, pensó ella. Estaban dando una de Ironman. Él nunca se perdía ni un minuto de sus pelis favoritas. Clara bajó el volumen del televisor y escuchó atenta. Le oyó abrir el grifo, toser y hablar por teléfono. Clara sintió un nudo en el estómago.

Días después, Jaime le llamó desde el trabajo:

– Cariño, voy a quedarme a dormir en casa de Paco esta noche. Tenemos que terminar un proyecto urgente.

Clara sintió una punzada de inquietud. Jaime nunca se quedaba fuera sin avisar con antelación. Resignada, aceptó la explicación y colgó el teléfono.

Esa noche, Clara no pudo dormir. Se levantó varias veces y deambuló por el apartamento. ¿Qué le pasaba a Jaime? ¿Estaba ella haciendo algo mal? Su mente no podía dejar de pensar en lo peor. ¿Habría otra? Según volvía a la habitación, observó algo debajo de la cama que llamó su atención. Se agachó y encontró un pañuelo arrugado empapado en sangre. El pánico la invadió. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué Jaime no le había dicho nada? Las preguntas se agolpaban en su mente. Unas lágrimas cayeron por sus mejillas. Cuando Jaime regresó al apartamento, Clara le esperaba en la sala, con el pañuelo en la mano. Cuando él la vio, su rostro se ensombreció. – Jaime, ¿qué es esto? –preguntó Clara, tratando de mantener la calma. Jaime suspiró y se dejó caer en el sofá. Un ataque de tos le sobrevino. Rápidamente cogió un pañuelo y lo tiñó color carmesí.

– Tenemos que hablar –dijo ella.

Jaime

Tras más de 5 años saliendo, habían decidido mudarse juntos a un pisito pequeño en un barrio de las afueras de Barcelona. Jaime estaba contento. Él habría dado el paso hacía tiempo, pero había respetado los tiempos de ella. Todo iba tal y como se lo había imaginado. Estaban inmersos en una auténtica luna de miel.

Sin embargo, unas semanas después, Jaime sintió que las cosas empezaban a torcerse. Su salud se resentía. Toses, toses y más toses. Le costaba coger aire. Aquello le transportó a su adolescencia cuando tenía un ingreso tras otro. ¡Qué rabia! ¡Había estado tan bien! ¡Su fibrosis quística atacaba con fuerza de nuevo! La única vez que había tenido un ingreso desde que estaba con Clara había coincidido con una escapada de ella a Japón con sus amigas, y no tuvo que contarle demasiado: un catarro que derivó en una neumonía leve… Ahora se había pillado una bacteria resistente y su médica le había hablado de ingreso hospitalario largo para hacer un tratamiento intravenoso. ¡21 días había dicho! ¿Cómo iba a justificar esto frente a Clara?

La cosa no iba a mejor. Cada día dormía peor y tenía más ataques de tos, que acallaba en el baño. Su médica le había pautado antibióticos, pero había decidido no tomarlos porque había que guardarlos en nevera, y él no quería que ella los viera. No quería preocuparla. Aún no. Nunca le había hablado de su enfermedad. Y si lo hacía ahora tenía miedo de que ella le abandonase, que no quisiera seguir con él.

Una noche, mientras cenaban, Clara le preguntó:

– ¿No tienes hambre?

– No me apetece más crema –dijo él, apartando el plato.

– Jaime, cariño, ¿hay algo que no me estás contando? –preguntó ella.

– ¡Qué tonterías dices! –dijo él con una leve sonrisa y llevó su mano al encuentro de la de ella–. Estoy bien. Solo necesito dormir un poco más. El trabajo y estas idas y vueltas me están pasando factura.

Esa misma noche, mientras veían Ironman, una de sus películas favoritas, Jaime sintió venir un ataque de tos. Sin decir nada, se levantó, se encerró en el baño y dejó correr el grifo para cubrir el sonido. Tosió. La sangre en el pañuelo le asustó más de lo que quería admitir. Llamó a su fisioterapeuta. No podía seguir así, pero tampoco podía decirle la verdad a Clara. Al menos, no todavía. ¿Y si ella le dejaba?... Ya encontraría el momento.

Días después, tuvo un sangrado masivo en el trabajo. Alarmado, llamó a su médica, quien le dijo que se pasara por Urgencias. Más tarde llamó a Clara:

– Cariño, voy a quedarme a dormir en casa de Paco esta noche. Tenemos que terminar un proyecto urgente –mintió.

Esa noche en el hospital, ya estabilizado, él no pudo dormir. Tenía que contarle a Clara su situación, pero ¿y si le dejaba? Le sobrevino un ataque de ansiedad. No era el primero. El peso de su secreto se estaba haciendo insoportable.

Cuando regresó al apartamento, encontró a Clara en la sala, sosteniendo un pañuelo empapado en sangre. Su rostro era una mezcla de tristeza y confusión.

– Jaime, ¿qué es esto? –preguntó ella con la voz quebrada.

Jaime la miró, derrotado. Suspiró y se dejó caer en el sofá. Un ataque de tos le sobrevino. Rápidamente cogió un pañuelo y lo tiñó color carmesí.

– Tenemos que hablar –dijo él.

TERCER PREMIO

El ajolote mágico y la máquina de los suspiros

Mi abuela decía que hubo un lema que le salvó la vida a ella misma, pero más aún a mi abuelo: “Cuídate bien para cuidar mejor”. Mis abuelos eran mis seres extraordinarios. Mi abuela era el perfecto manual demostrativo de cómo el amor y los cuidados eran la mejor terapia para las enfermedades, de cómo cuidar al que cuida permite aumentar las dosis de atenciones y afecto, y de cómo un beso en la frente, mientras te apretaba con sus deformados dedos contra su mandil, te llevaba al lugar más seguro y reconfortante del mundo. Mi abuelo tenía las manos tatuadas por el carbón que, herida a herida, penetró su gruesa piel creada por el duro trabajo en el subsuelo. Estaban acompañadas de un corazón que emanaba kilos de ternura en cada uno de sus latidos, los cuales estaban guiados por un incesante marcapasos que, antaño, marcó el inicio de un nuevo capítulo en su vida. Era muy discreto, demasiado, diría yo. Decía que nunca quería molestar con sus achaques de salud, pero los colores azulados de sus labios le delataban mientras de forma disimulada, se agarraba a las sábanas, como si estas pudieran ayudarle a penetrar aire en sus deteriorados pulmones con muy escaso éxito.

Estaba unido a través de un tubo a modo cordón umbilical a lo que él llamaba “la máquina de suspiros”, la cual le hacía circular incesablemente las moléculas de vida que tanto necesitaba.

Cada día, al salir del colegio, corría hacia su casa con el único deseo de que nada hubiese cambiado: su sillón, su mesa camilla, la máquina de suspiros y él… con su ilusionada mirada empezando a narrar una nueva historia que nos teletransportaría a un lugar maravilloso de su imaginación. Nunca salió de su pequeño pueblo castellano, pero su mente lo había llevado a los lugares más recónditos y exóticos del mundo, y tenía una especial capacidad para llevarnos en esos viajes, a cualquiera que tuviera la oportunidad y la suerte de escucharle.

El ajolote mágico y la máquina de los suspiros

Habíamos recorrido safaris, buceado en el mar Rojo, leído jeroglíficos sobre maldiciones faraónicas…y en todas esas aventuras siempre había un ser que no faltaba: su mágico ajolote. Nunca supe dónde descubrió su existencia, pero sin duda mi abuelo fue el origen de mi fascinación por estos anfibios. Según narraba, el origen estaba en un pantano mexicano, y su enigmática fisiología hechizaba a cualquiera, especialmente a mi abuelo. Decía que, a ambos, los estaba extinguiendo el maldito tabaco que contaminaba tierra, agua y aire, llevándose todo por delante. Ni la espectacular capacidad del ajolote de respirar por branquias, piel y pulmones, o la habilidad de regenerar sus órganos, ni la magia de la máquina de suspiros de mi abuelo o sus inhaladores, les permitían hacer frente a sus devastadoras consecuencias.

Como cada tarde, al salir del colegio, llegué a casa. Recibí el reconstituyente beso en la frente de mi abuela y seguí el cordón umbilical que lo unía a él. Tomé sus manos con la convicción de que a través de ellas, el amor, el acompañamiento y la empatía se difundían como el oxígeno. Ese día, mi abuelo tenía reservado un buque de la marina mercante del que era el capitán para llevarnos hasta lejanas tierras, donde un globo aerostático nos esperaba para poner rumbo hacia Japón. Yo era el encargado de controlar los artilugios que nos guiarían, como el cataviento, el barómetro y el sextante.

En ese ambiente mi abuelo estaba como pez en el agua, y yo, mientras él estuviera presente, cualquier lugar me hacía sentir igual. Contra viento y marea tuvimos unas cuantas lunas, pero en cuanto todo amainó, empezamos a pensar en nuestras aventuras niponas.

Nuestro ajolote tenía un lugar privilegiado en la cabina, adyacente al ojo de buey, por donde controlaba las ballenas, tortugas y calamares gigantes. Pocos lo sabían, pero sus rosadas branquias predecían los vientos y las mareas y lo mejor de todo, la llegada de enigmáticas sirenas. Mi abuelo se entendía muy bien con él, hasta el punto de llegarme a dar bastante envidia que él sabía, por lo que estratégicamente cada día, hacía por reservarnos nuestro encuentro en proa para hablar de la vida y limar asperezas.

Era maravilloso escuchar a mi abuelo desde su sabiduría y humildad, convirtiendo lo ordinario en extraordinario, las penas en alegrías y las debilidades en ventajas. Aprovechábamos estos viajes para explorar todo lo que el tiempo y las oportunidades nos deparaban, mientras la máquina de suspiros le daba una tregua en sus aventuras y la hacía desaparecer de su historia y su vida.

Cuando por fin en cubierta pudimos divisar tierra firme, empezaron a bajar los nudos y nos preparamos para fondear. Ajolote en mano y telera cerrada tras izar la bandera, nos dispusimos a bajar del buque. Allí nos esperaba su gran amigo de la infancia, con quien, en cada viaje de una forma u otra, encontraba la manera de reencontrarse. Ambos sabían que no eran las flores más bellas las que daban los mejores frutos, y es que la sabiduría que llevaban a sus espaldas pesaba más que el monte Fuji que desde allí se divisaba.

El ajolote mágico y la máquina de los suspiros

Cada mañana, el ajolote y yo salíamos a caminar por las rosadas sendas de cerezos en flor. El sakura había impregnado el paisaje con un tono que permitía al ajolote camuflarse hasta desaparecer sin necesidad de usar su magia. Por las tardes, nos reuníamos todos con un caliente té que, a través de un tradicional y riguroso ritual, ponía fin a la velada entre lecturas de Miguel Hernández, Benedetti o García Lorca.

Todo lo que allí pasaba y existía tenía un sentido en aquellas lejanas tierras. Donde yo veía un simple jarrón roto, mi abuelo me ponía sus maravillosas gafas para mostrarme el arte del kintsugi: la filosofía de que un objeto roto, con sus costuras doradas, acababa siendo más bello que el original y único en su clase.

Las gafas de sabiduría de mi abuelo me enseñaron a mirar todo desde una perspectiva diferente. Al final, las personas no somos más que jarrones que la vida nos ha ido rompiendo y reconstituyendo, y según las personas que nos han rodeado, las costuras pueden contener oro que nos embellece, o simplemente resina que ayuda a seguir adelante como se pueda, mientras luchas por no resquebrajarte del todo.

Mientras disfrutábamos de nuestra aventura oriental, como irremediablemente ocurría, llegaba mi madre para ponerle fin a la historia e iniciar el viaje de vuelta a casa más rápido jamás contado. A regañadientes, volvíamos a la salita con la mesa camilla, la máquina de suspiros y el sillón donde mi abuelo estaba bien incorporado. Lo único bueno de volver, era que nos esperaba mi abuela con sus deliciosas orejuelas, cuyo aroma impregnaba todo el barrio y y era capaz de atraer a todo el vecindario.

Una fría tarde de invierno, como cada tarde al salir del colegio, llegué a casa y recibí el reconstituyente beso en la frente de mi abuela, pero esta vez fue más húmedo y frío. La máquina de los suspiros había dejado de suspirar. Con desesperación seguí el cordón umbilical como habitualmente hacía, pero esta vez en el extremo, no estaba mi ser extraordinario. Se había ido discretamente, como había planeado, sin avisar y con honor. Se llevó muchas cosas de mí, pero me dejó las más importante de él al enseñarme a interpretar el mundo a través de sus sabias gafas impregnando de oro las costuras de las personas rotas, mientras me dedico a ofrecer suspiros de vida con máquinas mágicas y cuidar a su ajolote mágico y su gran amor, mi abuela.

Por él, por todos los que necesitan costuras de oro y suspiros de vida.

Respirando a contrarreloj

A lo largo de la vida pasamos por una variedad de experiencias, algunas positivas y otras negativas. Cada una de ellas nos deja una lección, nos enseña, nos hace reflexionar y nos recuerda lo que significa ser humanos. A menudo, tenemos la oportunidad de compartir nuestras vivencias con otros, y en ocasiones, esas conversaciones nos cambian el horizonte. Recuerdo una de esas experiencias: una conversación profunda con Mark sobre su testimonio de vida. Mark ha luchado contra la silicosis, una enfermedad que lo ha acompañado durante más de 10 años. Hoy, su lucha lo ha llevado a estar en lista de espera para un trasplante pulmonar doble, en un esfuerzo por seguir respirando, como tú, que lees estas líneas, o como yo.

Mientras escuchaba a Mark relatar detalladamente su experiencia con la enfermedad y los desafíos que ha enfrentado en su vida familiar durante estos 10 años, no pude evitar dejarme llevar por lo que contaba. Sentí su desesperación al recibir su diagnóstico, la angustia al luchar por respirar, y la fuerza de superación que mostraba cuando hablaba sobre su futuro. Pero no solo me deje llevar por sus palabras; si no que podía sentir la dificultad que tenía al respirar. Observaba cómo su cuerpo hacia esfuerzos para continuar con su relato, cómo, en algunos momentos, se detenía parar poder recuperar el aliento. Pude sentir su cansancio, su frustración y también pude ver su valentía de seguir adelante con su relato por ser importante para el que las personas entiendan su situación. En algún momento de la conversación nuestras miradas se cruzaron y sentí su cansancio, su frustración, pero también vi la valentía en su mirada. Yo no pude evitar sentirme culpable por no poder hacer nada para ayudarlo a respirar mejor. Vi cómo sus manos ajustaban con esfuerzo las gafas nasales que llevaba puesto, buscando fuerzas para seguir contando sus vivencias. Fue entonces cuando, por un instante, ya no vi a Mark el paciente, sino a Mark el luchador, que a pesar de la frustración que le causaba no poder hacer más, hizo el inmenso gesto de compartir su experiencia con los demás.

Como mencioné al inicio, en la vida vivimos todo tipo de experiencias, y lo que viví durante la conversación con Mark, marcó un antes y un después en mí. No puedo decir que no soy una persona empática, porque lo soy, pero aquella conversación me hizo darme cuenta de que a veces no somos completamente conscientes de lo que otras personas enfrentan día a día, de su lucha por simplemente despertar cada mañana. no siempre lo vemos. Al terminar mi conversación con Mark, me senté en un parque por un rato y solo miré a la gente pasar: algunos con sus niños saliendo de la escuela, otros en pareja, algunos solos, otros con sus mascotas. Traté de imaginarme la historia de cada uno de ellos, esa historia que los ojos no pueden ver, esa historia que solo se cuenta en silencio. Pensé dentro de mí que debo hacer algo más, algo para compartir la experiencia de Mark como ejemplo para los demás. Enseñar el valor de inspirar y expirar sin tener que luchar por cada respiración, sin que ese simple acto de respirar se vuelva una batalla, es algo que todos debemos aprender y valorar. Estas conversaciones profundas no cambiarán el mundo, pero sí pueden cambiar personas.

Susurros

El viento pasaba a través de la ventana entreabierta de la consulta, cargado de susurros. El doctor Ignacio Márquez, neumólogo, ajustó el estetoscopio sobre el pecho de Luisa, una paciente con EPOC avanzada. Al escuchar sus pulmones, no solo percibió el crepitar de los alveolos dañados, sino algo más: una melodía tenue, como si el aire en sus bronquios tarareara una canción antigua.

En el pueblo el aire tenía memoria. Los ancianos decían que cada respiración guardaba un secreto, y los niños jugaban a atrapar soplos en frascos de cristal. Pero aquel año, la tos seca de la antigua fábrica de tabaco se extendió de nuevo como un manto gris sobre los tejados.

– ¿Lo oye? –preguntó Luisa, sus dedos aferrados al borde de la camilla–. Desde que empecé la rehabilitación pulmonar, a veces siento que respiro notas musicales en lugar de oxígeno.

Ignacio esbozó una sonrisa profesional, pero esa noche, revisando las espirometrías, notó un patrón insólito: los gráficos de flujo aéreo de Luisa formaban espirales concéntricos, como partituras de un pentagrama invisible. Al salir de la consulta, el viento le rozó la nuca con una frialdad que no era invernal.

Y durante el camino, mientras revisaba mentalmente estudios sobre alveolitis alérgicas, un sonido de vitrales quebrados le llevó en espíritu a la fábrica abandonada. Entre hierbajos y máquinas oxidadas, encontró un nido de cristal: dentro, criaturas translúcidas, mitad esporas mitad hadas, tejían telarañas con partículas de PM2.5. Eran Pneumothrix oneiroi, seres mitológicos que alimentaban la fibrosis con los suspiros no dichos. En las semanas siguientes, más pacientes describieron fenómenos similares. Un niño asmático juró que las crisis se aliviaban cuando “los murciélagos de luz” en su habitación danzaban al ritmo de su inhalador. Un hombre con fibrosis pulmonar aseguró que las grietas en sus radiografías se cerraban tras soñar con ríos de mercurio plateado. Ignacio, formado en el rigor científico, comenzó a registrar estos casos en un cuaderno azul, del mismo color de los nebulizadores.

La clave llegó con Luisa. Durante una prueba de difusión de monóxido de carbono, el monitor mostró valores imposibles: 150% de capacidad pulmonar. Mientras la máquina pitaba en falsete, Ignacio vio cómo el aliento de la mujer dibujaba en el aire un árbol cuyas hojas eran sacos alveolares.

– El viento habla –susurró Luisa–. Dice que la cura no está solo en los broncodilatadores.

Una madrugada, siguiendo un mapa trazado con los silbidos de su propio asma infantil, Ignacio llegó a una sección oculta de la pequeña biblioteca de su padre. Entre tratados de GesEPOC, encontró un manual antiguo con ilustraciones de pulmones que exhalaban nubes con forma de ciudades, y una frase subrayada: “El aire contiene memorias de todos los que lo han respirado”.

Al tocar el texto, una ráfaga le arrancó las gafas. Cuando las recuperó, las lentes mostraban imágenes superpuestas: neumólogos viejos auscultando tormentas, chamanes andinos diagnosticando neumonías mediante cometas. Entonces entendió: cada jadeo, cada tos, cada suspiro atrapado en un espirómetro era un fragmento de historia compartida.

La revelación culminó durante el Congreso Anual de SEPAR. Mientras presentaba su investigación sobre biomarcadores en EPOC, una corriente repentina agitó las diapositivas. Los asistentes contuvieron la respiración cuando las gráficas de función pulmonar comenzaron a vibrar al unísono, emitiendo un coro de sibilancias y estertores que se transformó en música.

En la última fila, Luisa levantó las manos como una directora de orquesta. A su gesto, los ventiladores mecánicos de la sala sincronizaron sus ritmos, y por primera vez, Ignacio vio el aire: un tejido dorado que conectaba cada pulmón en la sala, desde los enfermos hasta los sanos, tejiendo una red de resistencia frágil y colectiva.

Hoy, el doctor Márquez sigue recetando corticoides y programas de ejercicio. Pero en su consulta hay un nuevo instrumento: un anemómetro que registra las historias contenidas en el aliento de los pacientes. Los datos, publicados en Archivos de Bronconeumología, sugieren que la esperanza media espiratoria aumenta un 23% cuando los enfermos aprenden a escuchar la canción de sus propios pulmones.

Luisa falleció en primavera, rodeada de familiares. En su certificado de defunción, Ignacio añadió una nota al margen: “Causa de muerte: EPOC. Causa de vida: haber convertido cada respiración en un acto cotidiano”.

El viento sigue entrando por la ventana. Ignacio ahora lleva gafas más gruesas de pasta y en las noches de estudio las espirometrías susurran en su oído como viento que agita los árboles de cerezo.

Entre sueños y respiros

Capítulo 1: Dudas y primeros respiros

Alex tenía 16 años y estaba en 4º de la ESO, viviendo cada día con la convicción de que cada respiro era un regalo, un logro en su constante batalla contra la fibrosis quística. A pesar de las limitaciones que le imponía su enfermedad, se encontraba inmerso en una etapa de su vida llena de incertidumbres: el futuro profesional parecía un horizonte confuso.

En las aulas, mientras algunos debatían sobre ciclos formativos o bachillerato, Alex se debatía entre dos pasiones aparentemente diferentes. Por un lado, la digitalización lo fascinaba: le intrigaba saber cómo un ordenador podía interpretar una combinación de unos y ceros para transformar datos en mensajes, imágenes, sonidos o incluso el resultado de una operación matemática. Sin embargo, en lo profundo de su ser, se percataba de que su verdadera vocación surgía de una conexión más íntima: aprender sobre el funcionamiento del cuerpo humano y ayudar a otros a cuidarlo con la misma dedicación que él había aprendido a cuidar el suyo.

Capítulo 2: Entre códigos y corazón

En clase de informática, Alex se dejaba llevar por el misterio que le planteaba la digitalización. Cada algoritmo y cada línea de código lo hacían soñar con mundos donde la tecnología daba forma a realidades totalmente distintas. Se preguntaba, asombrado, cómo es que aquellas simples combinaciones de unos y ceros podían convertirse tanto en algo tan simple como letras y números, como en sistemas que controlan ciudades enteras. Pero, cada sesión de fisioterapia y cada ejercicio respiratorio le recordaban que su cuerpo, con todas sus fragilidades y luchas, también tenía una historia que contar. Esa experiencia personal despertaba en él una profunda admiración por la mecánica interna del organismo y por la manera en que el entrenamiento y el cuidado físico podían transformar vidas. Así, el contraste entre la objetiva lógica de la digitalización y la subjetividad de la salud humana lo impulsaba a buscar un equilibrio entre ambas pasiones.

Capítulo 3: El despertar del cuerpo

Un día, mientras repasaba unos apuntes de anatomía y realizaba ejercicios de respiración en su habitación, una idea asombrosa apareció dentro de su cabeza. Al igual que en la programación, donde cada bit es esencial para construir un mensaje, cada célula y cada músculo formaban parte de un sistema vital que, bien cuidado, podía alcanzar grandes niveles de rendimiento. Esta relación le abrió los ojos: si llegaba a entender el cuerpo humano en su totalidad, no solo podría superar sus propios límites, sino también ayudar a otros a descubrir la fuerza que hay en cada respiro.

En ese instante, se dio cuenta de que su experiencia personal y sus conocimientos en digitalización podían fusionarse para crear algo verdaderamente innovador.

Capítulo 4: Decisiones con respiro

Impulsado por esa idea, Alex decidió tomar un camino que uniera lo que más le apasionaba: la tecnología y la salud. Usando sus habilidades informáticas, se puso manos a la obra para desarrollar una aplicación que a partir de información personal como altura, peso, edad y otros datos relevantes, generara planes de dieta y rutinas de entrenamiento personalizadas para el usuario. Esta herramienta digital no solo ofrecía consejos para mejorar la salud integral, sino que también servía como un recordatorio diario de la importancia de cuidar el cuerpo.

En una charla con amigos y profesores, Alex expresó con certeza: – Cada respiro que tomo es un recordatorio de mi fortaleza. La tecnología me enseña que, al igual que simples combinaciones de 1 y 0 pueden crear maravillas, cuidar nuestro cuerpo trabajando al detalle siempre que podamos, puede transformar nuestras vidas. No tengo que elegir entre la digitalización y la salud: puedo fusionarlas para ayudarme a mí y a los demás a alcanzar nuestro máximo potencial.”

Así, entre sueños y respiros, Alex trazó el camino hacia un futuro lleno de posibilidades, donde la tecnología y el bienestar se juntaban para ofrecer soluciones reales y humanas. Su historia, llena de dudas y descubrimientos, se convirtió en un testimonio del poder de la fortaleza y de la importancia de escuchar al corazón al definir nuestro destino.

¡Despertar! El cambio está en nosotros

Clara, una mujer de 34 años, se despierta una mañana sintiendo que el aire de la ciudad está más pesado de lo habitual. La bruma gris que cubre el paisaje parece más densa, un recordatorio de la contaminación que ha marcado su vida. Aunque siempre ha convivido con esta realidad, en los últimos años su salud ha comenzado a resentirse. Lo que comenzó como ocasionales episodios de tos y dificultad para respirar, ahora es un diagnóstico de asma que la obliga a tomar precauciones diarias.

Esa mañana, al prepararse para el trabajo, Clara siente una presión en el pecho. Trata de calmarse, pero al salir a la calle, la realidad la golpea con fuerza. El aire cargado de smog hace que cada respiración sea un esfuerzo. Se cubre la boca con una bufanda, pero no es suficiente. Mientras camina hacia la estación del metro, observa a su alrededor: las personas parecen ajenas al ambiente contaminado, absortas en sus teléfonos o rutinas. Algunos usan mascarillas, pero la mayoría ignora el peligro invisible.

Dentro del metro, el aire es sofocante. Clara se aferra al pasamanos, tratando de sobrellevar la falta de oxígeno. A su lado, un joven tose sin cubrirse la boca, y aunque ella lo observa con preocupación, él simplemente se encoge de hombros. En su mente, Clara se pregunta cómo llegaron a normalizar algo tan dañino. Al llegar a la oficina, la presión en su pecho persiste. Sale a la terraza en busca de alivio, pero al observar el horizonte, todo está cubierto por una capa gris de contaminación. Se da cuenta de que ya no puede seguir ignorando el problema. Decidida a actuar, Clara se une a un grupo local que lucha por mejorar la calidad del aire. En las reuniones conoce a otras personas afectadas por la contaminación: padres preocupados por sus hijos, ancianos con problemas respiratorios y jóvenes que sueñan con un futuro más limpio. Juntos organizan una campaña de concienciación para alertar a la comunidad sobre los peligros del aire contaminado.

Clara se convierte en una de las voces más activas del movimiento. Comparte su historia en redes sociales, relatando cómo su asma ha cambiado su vida. Su testimonio resuena en muchas personas que también han sido afectadas y pronto su historia se vuelve

¡Despertar! El cambio está en nosotros

viral. La respuesta es inmediata: cientos de personas comparten sus propias experiencias y la campaña crece. Organizan marchas, talleres y conferencias sobre la importancia de la calidad del aire.

En una de las reuniones, Clara interactúa con un grupo de niños y les pregunta qué quieren ser de mayores. Las respuestas son diversas: astronauta, bailarina, científico. Ella sonríe, pero también siente una punzada de tristeza. ¿Qué futuro les espera si continúan respirando aire contaminado? Esto la motiva a incluir a las nuevas generaciones en la lucha. Con ayuda de su grupo, organiza talleres en escuelas donde enseñan a los niños sobre la contaminación del aire y cómo pueden ayudar a mejorar su entorno. Utilizan juegos y actividades didácticas para hacer el aprendizaje más ameno y efectivo.

El impacto de la campaña de Clara no pasa desapercibido. Los medios de comunicación comienzan a interesarse en su historia, y pronto es invitada a entrevistas y foros sobre políticas ambientales. Su mensaje llega a funcionarios locales, lo que le brinda la oportunidad de expresar la urgencia de tomar medidas para reducir la contaminación. Sin embargo, también enfrenta críticas. Algunas personas la acusan de exagerar, argumentando que la contaminación es simplemente parte de la vida urbana. A pesar de la oposición, Clara sigue adelante, recordando a los niños que han aprendido de ella y a las familias que han encontrado esperanza en su lucha.

Un día, tras una reunión, un anciano se le acerca y le agradece por su labor. Su esposa tiene problemas respiratorios, y gracias a la campaña han encontrado apoyo y concienciación. Estas palabras refuerzan la determinación de Clara. Sabe que su lucha no es solo por ella, sino por todos los que sufren en silencio.

Con el tiempo, la presión de la comunidad y la creciente conciencia sobre la contaminación del aire comienzan a dar frutos. Las autoridades anuncian nuevas regulaciones para reducir las emisiones de vehículos y fomentar el uso de energías renovables. Clara y su grupo celebran, pero son conscientes de que esto es solo el inicio. La lucha por un aire limpio es un camino largo y lleno de desafíos.

Un año después de haber iniciado su campaña, Clara organiza un evento en el parque donde todo comenzó. Reúne a quienes han apoyado su causa, a los niños que han aprendido sobre la contaminación y a los ancianos que han compartido sus historias. En un día soleado, con el aire más fresco que en mucho tiempo, Clara sube al escenario y se dirige a la multitud.

“Hoy celebramos un pequeño paso hacia un futuro más limpio”, dice con voz firme. “Pero no podemos detenernos aquí. Cada uno de nosotros tiene el poder de hacer un cambio. No solo por nosotros, sino por las generaciones que vendrán. Respirar es un derecho, y debemos luchar por ello”.

La multitud estalla en aplausos. Clara siente un nudo en la garganta, pero esta vez no es por la falta de aire, sino por la emoción. Mira a su alrededor y ve esperanza en los rostros de las personas. Sabe que, aunque la lucha es difícil, no está sola. Han logrado algo importante: despertar conciencias, movilizar a la comunidad y demostrar que el cambio es posible.

Esa noche, mientras regresa a casa, Clara levanta la vista al cielo. Por primera vez en mucho tiempo, las estrellas se ven con más claridad. Sonríe, sintiendo que cada esfuerzo ha valido la pena. Porque al final, el aire limpio no es un privilegio, sino un derecho. Y mientras haya quienes estén dispuestos a luchar por él, siempre habrá esperanza.

Astrid Crespo Lessmann

El transistor

Ocho de la mañana. Huele a café desde la entrada al pasillo de la planta. Un sordo rumor de carritos y conversaciones se escucha en la lejanía. Un timbre suena al final del pasillo. La 6ª C empieza su actividad matutina. Antonia, con los ojos bien abiertos y expresión de preocupación en la cara, me sale al encuentro: “El 642-1 se ha puesto muy malito”.

Es Enrique, un viejo conocido de la consulta y de otros ingresos previos. Me saluda con los ojos, con la boca no puede, anda dando “bocados al aire”. Le digo a Antonia que traiga un pulsioxímetro. Le echo las gomas, está muy cerrado. Empezamos a ponerle medicación por vena. Reparo en un pequeño transistor a pilas encima de la mesita. Me parece recordarlo de otros ingresos previos. Suena amortiguado el sonido de las noticias de Radio Nacional de España.

Son las diez de la mañana. Enrique respira de nuevo. Ya puedo hablar con él. Me saluda con afecto. Le pregunto como se encuentra, le pregunto como le va la vida, cuando fue el último ingreso…

Como en otras ocasiones no vendrá nadie a visitarlo. Nunca hay familia acompañándolo. Sé que es viudo. Desde que murió su mujer anda regular, le cuesta hacer las cosas de la casa y cada vez sale menos a la calle. Probablemente tengamos que ponerle oxigeno a domicilio, pienso para mí.

Trabajó muchos años en el puerto. Fumó “como se hacía entonces”. Sus hijos viven fuera. Ha disfrutado de la vida a su manera. Hablamos de futbol, sé que es del Real Madrid. Le comento los resultados del domingo. Noto que le va interesando menos el futbol. Le doy la mano y le saludo con la mirada.

Las once de la mañana de un día cualquiera en la planta de neumología. Estamos pasando planta el residente, la enfermera y yo. Enrique está sentado en el sillón. Suena música de fondo en el transistor de la mesita. Explico al residente por encima la historia de Enrique. Lo auscultamos. “Vamos a pedirle una radiografía y una analítica para mañana

con gasometría arterial y ajustaremos el tratamiento”, le digo a la enfermera. Cuando salimos de la habitación le explico al residente. Me gusta explicar a los residentes cosas que no vienen en los libros.

– ¿Te has fijado en el transistor que tiene en la mesita?

– Sí, me responde el residente.

– Eso es que Enrique viene preparado esta vez para una estancia larga. A esto le llamo yo “el signo del transistor”, recuérdalo.

Otro día más. Reunión a las ocho de la mañana para el pase de planta. Me dirijo a la planta como suelo hacer a diario. Estruendo de carritos con medicación, timbres a lo lejos…

Voy a la sala de enfermería. El cuerpo me da un vuelco. Sobre la mesa veo el transistor de Enrique. Le pregunto a Antonia: “Fue ayer por la noche, tuvo otra crisis, avisamos al médico de guardia, hizo una parada cardiorrespiratoria y no salió…”. Nos miramos serios. No puedo reprimirme, siento el impulso de poner la radio y ambos nos quedamos embelesados oyendo la cantinela de las noticias de Radio Nacional de España.

El ruido de la cafetera y el olor del café nos devuelve a la realidad. Suena de fondo un nuevo timbre.

José Calvo Bonachera

Una extraña sorpresa

De joven, Bernardo, había sido un vividor y no se había privado de ninguna diversión. Le gustaban las motos, la fiesta, la música rock, los bares, la comida, pero sobre todo fumar. Se lo había fumado todo, y con los años, ese tabaco fue su perdición. Sus bronquios no lo pudieron resistir. Enfermaron y le fueron estropeando prematuramente su vida. Al principio no se lo tomó nada en serio y durante años, fue sometido a diferentes tratamientos, que rechazaba por su espíritu rebelde, que le llevó, además, a seguir fumando a escondidas de su familia. Y así siguió hasta aquella vez en que tuvo que ser hospitalizado de urgencia. Aquel fue el primero de muchos ingresos que vinieron después y de temporadas horrorosas de tos, de opresión en el pecho y de fatiga que le impedían llevar la vida que a él le gustaba, o cualquier otra vida. Después de muchas bajas, se fue deteriorando tanto, que no le quedó más remedio que abandonar su vida disipada. Ya no pudo permitirse más transgresiones. Ya no pudo volver a esas reuniones que tanto le gustaban con sus viejos amigos roqueros con sus motos Harley cada primavera. No le quedó más remedio que irse a vivir con su única hija Mónica. Ella se encargaba fervorosamente de cuidarle, y de vigilarle, luchado contra su indisciplina, sacando tiempo de sus múltiples obligaciones como madre soltera con un hijo.

Sus médicos empezaron a pautarle tratamientos más modernos y más agresivos. Incluso, tenía que llevar oxígeno en casa, durante muchas horas al día. Ahora, después de mucha lucha, está bastante controlado. Ya empieza a apañarse solo para sus actividades cotidianas e incluso le permiten desconectarse del oxígeno durante unas horas cada día, que aprovecha para salir a la calle dos o tres veces por semana. Los días que sale, lo hace en silla de ruedas, porque si no, solo podría resistir andando tramos muy cortos y a él le gusta ir más lejos. Suelen acompañarle su hija, cuando puede, o su nieto Hugo. No le gusta nada salir con su hija, porque siempre le riñe y protesta por todo. Se le ha agotado la paciencia después de años de sufrimiento y de lucha con su enfermedad, su rebeldía y su carácter díscolo. Él lo entiende, pero no lo aprueba. Para él su día preferido es el

jueves por la mañana, porque sale con su nieto que acaba de cumplir 18 años. Con él sí que se entiende y se divierte. Se alejan del barrio, y exploran otros lugares, por calles distintas, miran escaparates y edificios, coches y motos. A veces se compran frutos secos o chucherías o se toman un zumo en un bar, la única transgresión que se permite en su monótona vida de enfermo. Un día, después de callejear y de pararse en varios edificios para mirar unos carteles, mientras estaban tomando un aperitivo, de repente preguntó: – Hugo, ¿tú me ayudarías a cumplir un sueño? –. El nieto, sorprendido por la insólita petición de su abuelo, escuchó atentamente su deseo y decidió aceptarlo. Tendría que acompañarlo al lugar que él le indicara, probablemente durante varias semanas, hasta que terminara su plan. No le iba a contar nada más.

Así fue, al siguiente jueves, su abuelo le indicó muy animado el camino a seguir. Hugo, lo acompañó hasta el interior de un edifico y, después de dejarlo en el ascensor, se esperó fuera. Ese día, tardó menos de media hora en salir.

– Todo ha ido genial–, le dijo a su nieto, –pero tendré que venir varias veces, porque el proceso es un poco lento y ya sabes que yo no puedo quedarme mucho rato–.

De esta manera, durante varias semanas, Bernardo, esperaba ansiosamente a que llegara el jueves para que Hugo lo acompañara religiosamente a ese lugar, donde casi siempre permanecía unas dos horas y otras veces solo unos minutos. Transcurridos más de 3 meses desde la primera vez, su abuelo salió del lugar con una amplia sonrisa y le dijo:

– Ya se ha terminado, vámonos a casa que hoy estará tu madre esperando–. Empujando rápidamente la silla de ruedas, Hugo se dirigió a su casa. Mónica, les abrió la puerta y viendo la sonrisa de oreja a oreja en la cara de su padre y la complicidad de su nieto, dijo:

–Me tenéis intrigada con estas salidas misteriosas de los jueves–, –no sé qué estáis tramando–. Entonces Bernardo le dijo:

–Verás hija, es que quería darte una sorpresa–. Muy despacio, se levantó de la silla de ruedas, dio dos pasos lentos hacia adelante como si fuera a buscar algo y ceremoniosamente empezó a quitarse el jersey y la camiseta que llevaba puestos. Se giró para que su hija y su nieto pudieran contemplar bien su espalda, en la que lucían unos espléndidos pulmones tatuados meticulosamente con tinta negra, cubriéndola por completo. A continuación, añadió:

– Mónica, sé que los has pasado muy mal con mi enfermedad, pero se acabó para siempre. Hoy, este viejo motero, estrena pulmones nuevos, ¡por fin podré respirar!–.

Mette Marit

Me llamo Mette Marit y nací en 1973 en la bella ciudad de Kristiansand, en Noruega. Mis padres, Sven Hoiby y Marit Tjessem, me educaron como a los demás chicos que nos rodeaban. Fui una niña vital y divertida, con mis amigos y perros. Se divorciaron pronto, lo que me afectó grandemente. Mis dos hermanos mayores, así como mi hermana menor, fueron de gran ayuda en la crisis. Pero algo se rompió dentro del pecho y entró en mi espíritu el demonio, juvenil, de la rebeldía y de las fiestas sin límite.

Tuve a mi hijo, Marius, con un novio que no se responsabilizó de él. Esto me hizo bien y mal. No podía contar con su apoyo económico, aunque me forjó como adulta ya que aquel inerme pequeño dependía en todo de mí.

Fue al conocer a Haakon, príncipe heredero de mi país, cuando una luz ignota se encendió frente a mis ojos. Me quería de veras, no como los chicos que había encontrado antes, y tan profundamente que fue capaz de encajar mi pasado y enfrentarse a su familia y a la lengua terrible de la sociedad. Prometí a Noruega que había muerto la antigua Mette Marit y resucitado otra, solo al servicio de mi patria junto a Haakon.

Habitábamos la Residencia de Skaugum, cerca de lagos y árboles. Nuestros dos hijos, Ingrid y Sverre, fueron el culmen de tanta felicidad. La naturaleza, que adoramos de tal forma los nórdicos, era vecina, madre y confidente.

Aunque un año después del nacimiento de Sverre empecé a cansarme. De vez en cuando me faltaba el aliento y el latido cardiaco se desbocaba. Siempre había sido de talante deportista, amaba la navegación y jugué balonvolea, además de caminar por los bosques largamente. Mi hijo menor me chupaba, jugando, y decía que sabía a sal.

Esto sucedió en el 2018. Se lo dije al médico de palacio y comenzaron los chequeos. Por primera vez en mi vida sentí pánico. Creía, sin duda irracionalmente, que mis equivocaciones se vengaban y el pasado venía para destruirme en la cima de mi existencia. Los galenos me explicaban datos sobre los genes, los alelos, las probabilidades. Yo me tapaba los oídos, porque tras ser madre cualquier mancha genética me abrumaba: podía haberla transmitido yo a mis criaturas.

El dinero es poderoso, aunque las joyas y cuadros clásicos y las porcelanas y los jardines centenarios y hermosísimos nada significaban para mí. Hubiese deseado ser una mendiga sana, una campesina trabajando de sol a sol para dar de comer a mi prole.

Me hicieron el test del sudor. Entonces comenzaron los dolores intestinales y las sibilancias. No podía respirar con fuerza, a lo ancho, y ese ahogo me hundía. ¿Qué sabía yo de las mil puertas por las que se aproximan el dolor y la incertidumbre? Pero uno de los dramas de vivir es que aprender Medicina, para los legos, suele ser a costa del drama de familiares o de uno mismo. Esta fue la primera, después llegaron muchas pruebas hospitalarias.

El Hospital Universitario se volvió un amargo segundo hogar. Llegué a conocer a otros enfermos, más estoicos, que me hicieron sentir insignificante. Pedí, se me sugirió, tratamiento psiquiátrico. Mi doctor ha puesto la balanza de la justicia en su sitio. Cesé en mis quejas. Le llamo «Mi general››.

He pensado en la muerte, sobre todo por mis hijos, aún pequeños. Los médicos aseguran que la esperanza de vida es de 25 años más. Es decir que, si las cosas van bien, falleceré de vieja. Eso, sin contar con las probables mejoras en el tratamiento y medicación que se sucedan en este lapso.

Durante la pandemia estuve tan aislada que comenzó en mí un ardiente amor a los libros. Ellos, libres de virus, me acompañaron con sus lenguas sabias, con sus emociones y aventuras. También inicié un diario, como en la adolescencia.

He llorado, no lo voy a negar. Aunque al recetarme antidepresivos ese desvalimiento, ese hoyo bajo mis pies, han desaparecido. La terapeuta, mi psicóloga, es más que amiga, en ella me apoyo y su voz me sustenta. He de decir que la fidelidad callada y constante de Haakon me sorprende. Yo no sé si la paciencia de otro hubiera llegado tan lejos. Mi madre, aunque angustiada al principio, no recibe de nosotros más que las buenas noticias y los adelantos en la investigación farmacéutica. Papá falleció hace tiempo.

Además, sufro el síndrome de los Cristales, por lo que tengo muy a menudo vértigo e inestabilidad. Antes de cambiar de posición he de pensármelo y calcular dónde me encuentro y cómo sujetarme.

Al constatar mis dolencias, se hicieron públicas. Fui criticada, pues me puse en el camino a la corona siendo plebeya, madre soltera y con graves limitaciones físicas. Mis comparecencias oficiales se subordinan a mi estado de salud.

Me escoció mucho, al principio, la expresión compungida de mis conciudadanos. Ahora lo agradezco: hemos aprendido todos a llevarlo con naturalidad.

A veces aparece la tos. Puede durar una noche completa. Quisiera sacarme los pulmones, una noche lo soñé, y humedecerlos, suavizarlos, besarlos y reintegrarlos a su puesto. Son fantasías, lo sé, abismalmente irracionales.

De joven me alejé de Dios como de una patraña. Ahora he vuelto a Él y me abandono en sus manos cariñosas. Un pastor me visita a menudo y sus palabras son bálsamo para mi corazón.

Tengo días de oro, soleados, llenos de luz, donde mido la belleza intensa de la vida. Juego con mis niños, abrazo a Haakon y caminamos por una vereda a la que bautizamos como “El camino de la esperanza”.

Vuelven los dulcísimos recuerdos de nuestra boda en la Catedral de Oslo. Quise casarme ataviada como princesa medieval, pues estudiaba esa época de la Historia: cuando los hijos de mi nación eran valientes y duros. Nunca supuse que tan pronto debería convertirme en una heroína privada, en una enferma crónica.

No soy nadie para dar consejos a otros. Aunque mi testimonio quizá contenga algún sentido y ayuda. He encontrado un equilibrio y las personas cercanas ejercen una bondad sin límites que jamás podré corresponder.

Nunca pensé que la contribución a mi país fuera a través de mi mal, pero he abierto las conciencias de muchos a una patología no corriente. Cuando antes sea estudiada, mejor se presentará el horizonte vital del afectado y más se enlentecerá el deterioro.

Ya a los recién nacidos se les hacían pruebas, inmediatas al parto. Aunque a mi edad, y con síntomas más leves, había ciudadanos que no se decidían a acudir al médico. Mi caso ha levantado la veda y los especialistas diagnostican más precozmente.

Se me han ofrecido conferencias y patronatos, un premio con mi nombre para los investigadores de la fibrosis y mil otras posibilidades. Me he negado pues soy, en contra de lo que se piensa, vergonzosa. Sin embargo, al fin me he rendido y escribo estas páginas, que quisiese chispeantes de luz, pues se hallan tejidas de confianza y futuro.

Princesa Heredera de Noruega

Respirar de nuevo: una lucha contra el asma grave

En el año 2023, viví una experiencia que no solo marcó mi vida, sino que redefinió mi comprensión sobre la fragilidad de la existencia. Como paciente de asma grave de riesgo vital, enfrenté tres crisis asmáticas extremas que me llevaron a un estado crítico, en donde la intubación se convirtió en mi única salvación. Cada una de estas experiencias fue aterradora, un recordatorio contundente de que la vida puede desvanecerse en un instante y, sin embargo, yo soy una superviviente; cada vez que volví a respirar, lo hice con una fuerza renovada.

Cuando pienso en esos momentos en los que el aire me faltaba, sé que estuve al borde de la muerte. La sensación de ahogarme, de querer respirar y no poder hacerlo, es indescriptible. El miedo envolvió cada fibra de mi ser, y la angustia se apoderó de mí. En esos segundos que se sintieron como eternidades, entendí que el acto de respirar no es solo un reflejo de vida, sino un verdadero regalo que a menudo se subestima. La primera vez que estuve intubada, lo recuerdo vívidamente: la mirada atónita de los médicos, el sonido de las máquinas y la sensación de ser incapaz de controlar mi propio cuerpo. La intubación, aunque aterradora, fue un acto de salvación, y cada vez que la necesitaba, me decía a mí misma que debía mantener la esperanza.

Superar una experiencia de casi perder mi vida no ha sido fácil. Mantuve un largo camino de recuperación tanto física como psicológicamente. Cada crisis, cada hospitalización, dejó secuelas que no solo son visibles en mi cuerpo, sino que también resuenan en mi mente. Debí enfrentar miedos profundos relacionados no solo con la enfermedad, sino con la idea de que la próxima crisis podría ser la última. Durante este proceso, me di cuenta de la importancia de trabajar mi salud mental y mi fortaleza física. Encontré que la terapia, el ejercicio, y la meditación se convirtieron en mis aliados en esta lucha por recobrar mi vida. Entender que respirar es vivir me llenó de determinación; aprender a relajarme, a aceptar mis limitaciones y a luchar por lo que quería fue crucial para continuar.

Respirar de nuevo: una lucha contra el asma grave

Una de las lecciones más poderosas que aprendí en este viaje fue la necesidad de rodearme de personas que comprendan mi condición. He tenido la suerte de contar con verdaderos ángeles de la guarda: amigos, familiares y profesionales de la salud que han estado a mi lado en los momentos más oscuros. Estas personas no solo me proporcionaron asistencia médica, sino que también me brindaron consuelo emocional y apoyo incondicional. Estoy profundamente agradecida por cada uno de ellos y por su capacidad de actuar en momentos críticos. La realidad es que, durante una crisis asmática severa, me encuentro en una situación en la que no puedo comunicarme ni moverme prácticamente. Muchas veces, incluso puedo llegar a perder la conciencia, lo que me vuelve completamente dependiente de los demás para que, literalmente, me salven la vida. Por ello, es esencial que las personas que me rodean estén preparadas y tengan conciencia de las señales de urgencia que conlleva el hecho de que padezco una crisis de asma grave. Es fundamental que estén informados sobre los síntomas y sepan cómo actuar, ya que el tiempo puede ser un factor determinante en estos casos. La preparación y la comprensión por parte de los demás pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Pero de todo se saca algo bueno y es que, tras cada caída, he sido capaz de encontrar una fuerza superior. Cada intubación, cada momento oscuro me dejó una lección importante sobre la resistencia del espíritu humano. He aprendido a valorar la vida de una manera que nunca antes había concebido. Respirar de nuevo se convirtió en un acto sagrado, un recordatorio diario de mi fortaleza. A pesar de la lucha constante y el miedo que puede acompañar a vivir con una enfermedad crónica como el asma grave, soy un ejemplo de que es posible seguir adelante. Cada día es una nueva oportunidad para disfrutar de la vida, de cada respiro, y de las maravillas del mundo que me rodea. He aprendido a sentir la vida a través del aire que respiro. Ser sobreviviente no es solo un estado físico; es un estado de ánimo, una declaración de guerra contra la adversidad. Respirar es vivir, y estoy aquí respirando para seguir luchando.

Río de aire

Ester Llamazares Contreras

Crecí con una olla de caldo gallego y con un río de plástico.

Me crie entre figuras de cerámica, tapetes, dedales y líneas azules que conectaban distintos rincones de un piso pequeño de dos habitaciones y un salón. El zumbido de la televisión se solapaba con otros ruidos. Las conversaciones entre vecinas reptaban por las paredes del patio interior. El “vete a comprar el pan”, el “súbeme dos huevos” o el “bájame un poquito de sal, Julita, una pizquita no más”, se entremezclaban con ropa tendida, geranios, olor a jabón lagarto, grelos y lacón.

Antes de saber cuál era el río más largo del mundo, yo pensaba que era el de la casa de mis abuelos. Los tubos que unían las diferentes estancias por el techo. El hilo de aire limpio que se movía de una máquina al interior de mi abuelo. Del baño al butacón, de ahí a la cocina y vuelta otra vez.

Un río que no estuvo siempre.

Antes del río no hubo nada. Antes de la nada hubo una mina. Entre el río y la nada hubo algunas cosas. Pasillos y camas de hospital. Baños en el mar cantábrico. Termómetros y batas blancas. Churros y medicinas. Paseos y enfermedad.

Mi abuelo era un interruptor. Cuando estaba encendido íbamos al parque, a la playa, a merendar, a tomar el aperitivo. Cuando se apagaba, cogíamos la bolsa que siempre estaba preparada e íbamos al hospital. Se sucedían aquí días en los que aprendí que quinientas pesetas eran tres programas de cine de barrio. Semanas en las que los médicos reprogramaban los pulmones cansados de mi abuelo para volver a casa otra temporada más. Llegó un día, en el que esta puesta a punto no fue suficiente. El encendido y el apagado eran tan recurrentes que ya no había bolsa. Solo hospital. Y, aquí, es cuando apareció el río.

De repente, un día, al amplio listado de visitantes semanales (el butanero, el gaseosero, la de la enciclopedia…) se sumó un personaje más.

Gerardo era el encargado de revisar tanto el caudal del río como el estado del aparato que lo ponía en marcha. Mi abuelo le preguntaba, entre risas, cuál era el estado del aire embalsado ese día y Gerardo contestaba que todo bien, que se notaba que era estación de lluvias.

Lo que para mi abuelo fue, al principio, una situación de tedio y dependencia, fue para todos una liberación. Gracias al fluir del aire, la televisión no volvió a ser de pago. La sucesión de distintos colores de purés dieron paso a un único color, el del caldo y mi abuela, por fin, puedo volver a respirar tranquila. El cable que comunicaba todo, nuestro Nilo particular, nos conectaba a la casa, manteniéndonos lejos del hospital.

Donde habita el aliento

En el sosiego de la mañana, cuando un tímido sol comenzaba a desperezarse, las ramas de los viejos olivos parecían deslizarse suavemente entre quejidos. Aura caminaba por el sendero que bordeaba el río, siempre le gustó perderse en los amaneceres. El aire fresco de la mañana colmaba sus pulmones con la templanza de la naturaleza, ella intuía un susurro que parecía decirle que la vida, incierta y turbulenta, siempre ofrecía un respiro sanador en medio de las tormentas. Era una mujer que había conocido el peso de los días oscuros, aquellos que parecían consumirla en su fragilidad, cuando las ansiedades del mundo se le ataban al pecho como si fuera un lienzo gris, difícil de interpretar. Algunas veces, sentía que la vida le jugaba una mala pasada, presionando su pecho de manera que no podía comprender, arrebatando de inmediato aquello que le daba la vida. Otras noches en las que no podía conciliar el sueño, se preguntaba si acaso el destino había decidido olvidarse de ella. ¿Por qué algunos suspiros se sentían tan pesados? ¿Por qué el aire algunas veces, parecía tan lejano?

Una tarde, mientras paseaba por el campo, y al borde del camino, se encontró con un viejo libro arramblado entre hojas y tierra. Su curiosidad por leer la portada la paró en seco, recogiéndolo y sacudiéndolo para poder indagar sobre él. Cuando consiguió abrir aquél extraño libro y comenzar a leerlo, sintió una extraña paz. Sus letras parecían alborotar las páginas, llenándolas de vida, como si fuera un viento que pasa sin previo aviso, que acaricia con su suavidad. “El aire, respirar, vivir, agradecer…”, muchas palabras resonaban en el ambiente con sintonía musical, le hacían sentir que era el regalo más grande con el que vivimos, inhalar con el alma, exhalar con amor, y la carga se vuelve más ligera.

Aura siguió leyendo, en algunos momentos no comprendía la totalidad de sus palabras, pero algo en su ser la agitaba y la impulsaba a seguir investigando. Era como si esas volátiles palabras hubieran encendido una chispa en su pecho, llenándola de pasión y curiosidad. Desde ese momento, comenzó a prestar atención al más sutil de los milagros

que ocurría a su alrededor: el simple acto de respirar. Al principio, lo hizo como una prueba, como si el aire fuera conquistable. Sin embargo, al pasar de los minutos, comenzó a comprender que no había nada que conquistar, solo algo que recibir para vivir.

Sus pulmones se concienciaron de la suerte que los protegían, eran los directores de la orquesta “Aire Fresco”, y su música le hacía sentir una conexión más profunda con el mundo que la rodeaba, con la tierra, con los árboles, con el susurro del viento entre las hojas, con el sonido del riachuelo, era todo un descubrimiento, como si nunca hubiera estado allí. Empezó a respirar con su corazón, dejando que el aliento recorriera su cuerpo como un río tranquilo que atraviesa el paisaje. Poco a poco, fue sintiendo que esos miedos oscuros que la acompañaban durante tanto tiempo, se desvanecían como las nubes grises en el amanecer celeste.

Entendió que la vida no siempre se controla, y que las dificultades llegan como tormentas, pero también que siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo, para encontrar paz incluso en los momentos más difíciles. El aire, que antes le había parecido solo una necesidad vital, ahora se convirtió en su refugio, en el abrazo invisible de vida y alma.

Y así fue como ella, dejó de temerle al futuro, y mirar sólo al presente, porque sabía que cada vez que sus pulmones se llenaban de aire, estaba siendo sostenida por algo más grande que ella misma, algo inmediato, mágico. La vida podía llegar a ser incierta, el camino podía ser largo y complicado, pero el simple hecho de respirar era, en sí mismo, un auténtico milagro.

La mañana continuó, el sol se alzó más alto, y Aura caminó hacia el horizonte con una nueva luz en sus ojos, consciente de que el mejor regalo de todos era el poder disfrutar del presente, con la promesa y esperanza de que, en cada aliento, la vida siempre se abre camino.

Me despierto por las mañanas y creo que estás a mi lado. Me giro hacia el centro de la cama y abro los ojos, no te veo, aún estoy medio dormida y no veo bien. No ha salido el sol, todavía es muy temprano, puede que sin luz no vea bien.

Estiro mi brazo para tocarte y cerciorarme de que estás aquí, a mi lado. Te siento, siento tu presencia, siento tu calor y tu respiración, pero mi brazo no te siente, mi mano no alcanza a tocarte, la cama está vacía.

Quiero levantarme y despertar del todo, pero no puedo, no tengo fuerzas, no me siento. Consigo levantarme y salir de casa. Paso por el parque por el que solíamos pasear disfrutando del olor de las flores en primavera. Siempre veíamos niños jugando y recordábamos a nuestro hijo, cómo le gustaba ir cuando era pequeño, disfrutaba muchísimo. Me giro hacia el lado dónde te siento para mirarte, darte mi mano y cogernos, pero no hay nadie, no estás. Me vuelvo a girar hacia adelante para andar, casi no puedo, el tiempo parece haberse parado.

Voy a comprar el pan, paso por el obrador dónde nunca lo comprábamos porque a mí no me gustaba. Siempre hacías un chiste de ello, cuando ibas tú solo a comprarlo decías que habías ido allí porque estaba más cerca, luego me mirabas y empezabas a reírte, yo hacía ver que me enfadaba y terminábamos riéndonos todos juntos en casa. Entro en el que nos gustaba a todos, estoy haciendo cola y te siento a mi lado, siento que me rozas, huelo tu presencia, me giro para cruzar tu mirada, no hay nadie a mi lado, no estás.

Regreso a casa. Tramo final una pequeña subida, mis pulmones me dicen que baje el ritmo, no les entra suficiente oxígeno para seguir andando, mi corazón lo nota y ahora va a cien por hora, sufre y no puede seguir así, le falta oxígeno y late mucho más rápido, lo estoy forzando, debería coger la máquina de oxígeno, la mochila que tengo en casa, pero no, no quiero, prefiero ir más despacio, aunque parezca una abuelita andando, la máquina de oxígeno pesa y lo soluciono bajando la velocidad en una pequeña cuesta.

Estás

Recuerdas, tú me llevabas la mochila y teníamos que andar muy juntos para poder llevar puesto el cableado, así iba mucho mejor, más tranquila.

Recuerdas, cuando no llevaba la mochila de oxígeno, en las cuestas bajábamos el ritmo, me cogías por detrás, por la cintura, con la mano abierta y me ayudabas a subir empujando flojito. Cómo se notaba tu ayuda, no me ahogaba tanto y no sufría tanto al andar. Llego a casa y preparo el desayuno, saco la tostadora y la enchufo, pongo la rueda al máximo para que se vaya calentando, saco el pan y corto dos rebanadas, las introduzco dentro de la tostadora y vuelvo a poner la rueda, pero un punto menos, no tan fuerte. Voy a prepararme el café con leche y por instinto pregunto ¿tú con la leche fría aún?, entro en shock, me giro, no estás, estoy sola.

Toca salir para dar un paseo lo más largo que pueda y hacer que mis músculos sigan fuertes. Estoy andando mínimo una hora; cuando es plano, rápido, cuando hay una pequeña cuesta, más despacio, para dejar que el oxígeno entre en mi cuerpo y pueda llegar a mis pulmones y a mi corazón. Te veo a lo lejos, es tu silueta, llevas esos tejanos azules y estrechos que tanto me gustan, la sudadera negra con capucha y el bolso de Star Wars que te regalaron tus hermanas hace ya algunos años, está viejo, pero te encanta y lo sigues llevando, dices que solamente parece un bolso envejecido, que también se llevan de este color desgastado, me río cuando lo comentas y tú lo sigues llevando todo orgulloso. Voy andando hacia ti, nos acercamos rápidamente y cuando estamos lo bastante juntos como para mirarnos y hablar, tu figura se desvanece, como si fueras un dibujo hecho de lápiz o carboncillo y lo borrara con una simple goma, te difuminas, desapareces y te vas, me vuelvo a quedar sola.

Llego a casa muy cansada. Salgo al balcón y no percibo nada, no noto el aire en la cara, las nubes no se mueven, no hay coches, no hay nadie por la calle, estoy sola. Pasa el tiempo, o eso me parece, debe de ser la hora de preparar la cena. Qué raro, aún hay luz, será verano, pero voy en manga larga, claro, al tomar mi medicación siento más frío, no le doy importancia. No llega nadie a casa, igual no es tan tarde, miro el reloj de mi muñeca, lo llevo en la derecha, siempre me ha gustado más en la derecha, será para llevar la contraria, no lo sé. Lo miro, pero no puedo leer la hora, no lo veo bien, está difuminado. Mis gafas de leer, será eso, no las encuentro, no le doy más importancia y dejo de pensar en la hora. Por fin, llegan los dos a casa, ni me saludan ni me dan un beso, nada, como si no estuviera, como si no me vieran. Mi hijo pone la mesa para cenar, pero solamente para dos, no lo entiendo, somos tres. Me siento sola otra vez.

A veces bajo la basura con mi hijo por las noches y como mi calle es un poco empinada hace lo mismo que su padre, pero a su manera, me espera cuando bajo el ritmo y me coge de la mano para estirar y ayudarme a andar, así me cuesta menos andar y respirar a

la vez. Estas cosas me gustan mucho, pero a la vez me hacen sentir triste y mal. Mi hijo sabe que su madre no puede respirar con normalidad, que tiene una enfermedad rara llamada Linfangioleiomiomatosis, unas células van fibrando y destruyendo mis pulmones poco a poco, dejándome sin capacidad pulmonar suficiente para respirar, para vivir.

Llega la hora de asearse, ponerse el pijama e ir a dormir. Me quedo un rato más mirando alguna cosa en la televisión. Te vuelvo a notar a mi lado, te siento cerca, siempre nos quedamos mirando un capítulo de alguna serie antes de acostarnos y aún percibo tu presencia en el sofá, a mi lado, junto a mí. Me quedo medio dormida…

Ostras, ¿qué es esta luz tan fuerte?, ¿qué está pasando?, ¿dónde estoy?

Abro los ojos con desesperación y me parece verte, estás a mi lado sonriendo de felicidad y a la vez medio llorando, me hablas, pero no te entiendo, veo más gente junto a mí. Cierro y abro los ojos muchas veces hasta que te empiezo a ver mejor y a oír, estáis a mi lado tú y mi hermana, los dos sonriendo con una cara de felicidad inmensa. Entiendo que estoy en el hospital, mi hermana va con su bata blanca, es médica, todo un súper lujo tenerla siempre a mi lado. Empiezo a recordar. Me doy cuenta y recuerdo que me acabo de despertar de una larga operación. Me han cambiado los pulmones por unos “nuevos”, es como cambiar las pilas al despertador cuando ya casi no podía sonar para que vuelva a ser el de antes. Sonrío. Ya no estoy sola, no me siento sola.

Al cabo de unas semanas vuelvo a casa, nuestra casa. Pasamos en coche por delante del parque. Pienso en cómo mi cabeza mezclaba hechos reales con hechos imaginarios, en la importancia de tenerte cerca a ti y a nuestro hijo, la vida que vivimos y la familia que hemos formado juntos. Sin ti no podría pasar por esto. Vuelvo a vivir, a tener vida, a sentirme útil y a tener cerca a todos mis seres queridos. Podré hacer muchas cosas que no podía desde hacía años. Correr con mi hijo. Ir con nuestros amigos a subir una montaña sólo para hacer ejercicio y contemplar las vistas desde arriba, sin ser consciente del esfuerzo de subir, como cualquier persona.

Vive intensamente siempre, como si fuese el último día o, simplemente, como si fuese un día menos en tu vida, porque así es, cada día que pasa es uno menos, pero a la vez uno más, contradictorio.

Vuelves a estar conmigo, pero esta vez de verdad, te siento y te puedo tocar, ahora sí, ahora estás conmigo, ahora estás.

Cuento con uno

Las noches son lo peor. Durante el día puedo manejar la situación, con mayor o menor éxito. Me dificulta la vida, pero nada comparado con las noches.

En las mañanas, en el trabajo, sobre todo lo noto en las conversaciones. Me encuentro incómodo hablando, me cuesta extraer las palabras. Suerte que en general soy más un oyente comprensivo que un gran orador, y entonces la diferencia con un día normal no es tan llamativa para nadie. Pero el esfuerzo que tengo que hacer para que las palabras superen la barrera de mucosa que tengo en la garganta me desanima a repetir. La voz, además, sale con menos fuerza de la habitual, y en los que ya hacían un esfuerzo para escucharme, noto como supero el límite de su paciencia. Veo en mis interlocutores más asentimientos de cabeza incrédulos que nunca, y menos reparos para pasar a otros temas. Es curioso como nadie me pregunta por ello, quizá porque perciben tan claramente que es un tema médico que el decoro les impide interpelarme.

Las comidas hace tiempo que dejaron de saber. He aprendido a apreciar las texturas crujientes y las temperaturas de los alimentos, aunque me sigo haciendo cruces al notar como algunas carnes sueltan un jugo al ser masticadas y no ser capaz de saborearlo. Pronto encontré la ventaja de la situación, puesto que era más sencillo mantener una dieta sana. Ahora como todo aquello que despreciaba por su sabor y que es, según todas las pirámides con dibujitos, la base de una alimentación equilibrada. El día que lo descubrí entendí por qué la gente pedía ensaladas: ¡Todos estaban en mí misma situación!

Que a fin de cuentas no es algo doloroso, si no más bien molesto. Una afección con un nombre elegante. Podrías decir a un desconocido que tienes un pólipo, sin dar demasiados detalles, y la gente casi desearía tener uno, ya que externamente nada parece estar afectado. Parecería una afección del siglo XIX, donde sí sabían ser elegantes. “Cuento con un pólipo”. Pero si te preguntan, y quieren saber detalles y la única explicación que se te ocurre es la de un saco interno lleno de mocos, el hechizo de la elegancia se rompe irremediablemente. Mejor no preguntar, por si hay que responder.

La convivencia con un pólipo es sencilla durante la mayor parte del año. Solo hay que darle su ración de budesonida diaria, y estar atento a todas sus necesidades vitales. Hemos aprendido a convivir y entendernos. Es bueno no ignorarlo, pues puede sentirse herido, y se rebelaría. Es aún mejor no darle demasiada importancia, porque entonces crece sin remedio. Hay que trabajar para mantener un equilibro para coexistir.

Existen dos momentos al año en los que el equilibrio es imposible. Los malditos resfriados. Como siempre, uno en octubre, corto y leve. Otro en marzo, intenso y duradero. El pólipo se alía con el moco, y cierran como pueden los conductos de la nariz. Durante el día la batalla es más sencilla, pero por la noche la perdida de consciencia hace que el combate se desnivele.

El aire necesita entrar y salir, y al no encontrar espacio suficiente por la nariz, encuentra la boca. Los labios se agrietan y cuartean por el paso del fluido, los ronquidos se intensifican, alguno tan poderoso que consigue incluso despertarme. Si no lo hace un ronquido, lo hace la sensación de ahogo, con el consiguiente susto, la incorporación en la cama, la visita al baño para refrescarse, el desvelo, la búsqueda de un cojín para dormir en posición vertical e intentar engañarse a uno mismo de que el resto de la noche irá sin incidencias.

Pero a la segunda o tercera interrupción del sueño, con los labios ya sangrando, la cabeza asume que será una noche de insomnio, y que quizá mejor encender la luz y asumirlo. Y entonces es cuando miro el reloj y veo que son las 4 de la mañana. Y que el nuevo día ya ha comenzado.

Esa hora es mágica. Nada ocurre, si nos fiamos de los sonidos como el lenguaje de la tierra. La ciudad ni siquiera respira. Solo aquellas noches en las que la lluvia cae, o aquellas en las que el viento ulula entre las contraventas, el silencio se ve roto. Por lo general, parezco solo en el mundo.

Y me da por pensar que la enfermedad es necesaria. Que el dolor es necesario. ¿Cómo si no sabría qué es estar bien cuando estoy bien? ¿Cómo si no sabría yo, a las 4 de la mañana, rodeado de un silencio apacible, tumbado en la cama, en perfecta calma, que estoy fatal?

El blanco necesita al negro para no ser infinito. El sol necesita la noche, para no ser todopoderoso. Y yo necesito a mi querido pólipo, para saber lo bien que estoy cuando estoy bien.

Y así estoy, a las 4 de la mañana, en casa, solo y agradeciéndome que tengo un pólipo. Que me obliga a mirarme cada día, y a cuidarme. Que me recuerda, aunque solo sea durante unas semanas al año, que estar bien es una tarea, un trabajo que solo puedo comenzar yo. Un trabajo que nadie va a hacer por mí. Una misión en la que puedo contar con ayuda, pero en la que solo yo puedo ordenar soltar las amarras. Suena el despertador. Las seis y media. Bebo un poco de agua, los labios han vuelto a resecarse. Comienza el día, con la lección bien aprendida. He de dejaros. Mi pólipo y yo tenemos que ducharnos.

En el silencio de la madrugada

El silencio de la madrugada en el pequeño piso de Barcelona fue interrumpido por la respiración entrecortada de Miguel. Su pecho se alzaba y caía con dificultad, como si cada bocanada de aire fuera una batalla. Su esposa, Berta, lo miraba con angustia mientras él erguía su espalda con dificultad contra el cabezal de la cama, intentando abrir sus pulmones en vano. Berta sabía que su esposo, diagnosticado con EPOC, DAAT1, bronquiectasias, asma y enfisema, (a sus 67 años lo tenía todo, pobre...) padecía en aquel instante serios problemas.

No le había visto nunca tan apurado. Sí alguna vez una exacerbación con una fuerte disnea que había hecho que ambos se asustasen, pero en unos minutos, largo tiempo de espera en esas circunstancias, se había recuperado. Cuando no era así, acudían a urgencias de un hospital cercano en el que podían atender a Miguel por tener contratada una póliza de una mutua privada. Le ponían una mascarilla con oxígeno y le administraban broncodilatadores y una inyección de cortisona y en unas horas a lo sumo le daban el alta tras el susto. En alguna ocasión se había quedado dos o tres días en observación, como aquella vez que Barcelona estaba azotada por la tormenta ‘Gloria’ y el médico le recomendó quedarse ‘a resguardo’ unos días en la clínica, pero hasta ese día, eso había sido lo más grave que le había sucedido.

Aquella madrugada, con manos temblorosas, Berta tomó el teléfono y marcó el número de emergencias. En cuestión de minutos, una enfermera y un sanitario llegaron a su domicilio. La voz tranquila y serena de la enfermera fue el primer alivio para Miguel. Con profesionalidad y empatía, le habló con suavidad, le tomó la mano y le administró oxígeno para aliviar el broncoespasmo. Poco a poco, la respiración de Miguel se estabilizó lo suficiente para ser trasladado al hospital.

1Déficit Alfa 1 Antitripsina

En el silencio de la madrugada

El ingreso en urgencias marcó el inicio de un mes difícil. En las primeras horas, los médicos confirmaron que, además de su crisis respiratoria, había dado positivo en COVID-19. La situación se agravó cuando unos días después de ser ingresado le detectaron una infección por el hongo Aspergillus y otra por la bacteria Pseudomonas. La combinación de estas enfermedades con su ya deteriorada condición pulmonar lo llevó a la UCI. Durante los primeros días, su estado fue crítico. Cada respiración era un esfuerzo monumental y la fatiga consumía su cuerpo.

En medio de tanta adversidad, el personal sanitario se ocupaba de Miguel las 24 horas del día. Los médicos monitoreaban su evolución con diligencia, los enfermeros lo atendían con esmero y las auxiliares le adecentaban y hacían la cama de donde él no podía moverse. Pero la lucha no terminó ahí: una gastroenteritis causada por el virus Norovirus lo debilitó aún más, provocándole una pérdida de peso drástica. En pocos días, su cuerpo se volvió más frágil y su energía se desvaneció. Sin embargo, su fortaleza mental, alimentada por el cariño y los cuidados de Berta, lo mantuvieron en pie.

Durante su estancia en el hospital, Berta acudía todos los días a verlo. A pesar de su fatiga, ella lo aseaba, lo animaba y le recordaba lo mucho que lo amaba. Su presencia era un bálsamo, una razón más para seguir luchando. Con el paso de los días, Miguel fue recuperándose lentamente. Había pasado de la UCI a una habitación en planta, donde continuó su rehabilitación. Con esfuerzo, logró volver a sentarse, a comer con mayor autonomía y, eventualmente, a dar sus primeros pasos con la ayuda de las fisioterapeutas que trabajaban con él para evitar un mayor deterioro muscular. El trato recibido por el equipo médico que le visitaba cada día; el cuidado también diario de enfermeras y enfermeros, en turnos de mañana, tarde y noche, así como el buen humor de las auxiliares que cada mañana le arreglaban la habitación, ayudaron a Miguel y a Berta a sobrellevar aquel episodio, el más grave en 20 años desde que a él le diagnosticaron la enfermedad. Un mes después de aquella madrugada sin aire, Miguel recibió el alta. Berta le vino a buscar ayudándole a recoger sus pijamas y útiles de aseo. Vino el médico que le atendió la mayor parte del tiempo a darle el alta personalmente. Este médico y otra doctora que le habían tratado en diferentes fases de su hospitalización, habían sido cruciales en la recuperación tanto física como anímica de Miguel. El médico por su gran empatía y respeto hacia el paciente. Le preguntaba y le escuchaba, le hacía partícipe de los diagnósticos y previsiones de duración de la hospitalización, le explicaba con detalle los cambios en medicamentos y pautas de administración de éstos... y todo eso ayudaba a Miguel a tener confianza y la seguridad de que estaba en las mejores manos posibles. La doctora por su parte se sinceró con Berta un día explicándole las posibles consecuencias que otra situación parecida y el empeoramiento de la salud de Miguel podría tener y las decisio-

nes que tal vez deberían tomar. Ambos agradecían mucho la labor de estos dos profesionales, no solo de neumología, también de la relación emocional con los pacientes.

A mediodía de aquel día de principios de agosto, tras 32 días de hospitalización ¡vaya mes de julio que pasaron ambos! se despidieron agradecidos de las enfermeras obsequiándoles con unas cajas de deliciosas galletas ¡qué menos!

Al llegar a casa, ‘hogar, dulce hogar’, Miguel se dejó caer en su sillón favorito y respiró hondo, esta vez sin la sensación de asfixia. Reflexionó sobre lo afortunado que había sido al recibir un tratamiento tan completo y humano en el sistema sanitario de su Comunidad. Pensó en aquellos que no tenían acceso a esta atención en otros lugares del mundo, donde la sanidad es un lujo inalcanzable para muchos. Sintió gratitud, pero también indignación por la desigualdad que aún persiste, incluso en un país tan rico como los Estados Unidos donde, si no tienes dinero, mucho dinero, es imposible contar con la asistencia que Miguel había recibido en el último mes.

Mientras Berta le tomaba la mano con una sonrisa cansada (qué demostración de amor, una más, le había hecho en este trance) Él sabía que esta experiencia no solo había sido una prueba de resistencia para ambos, sino también una lección de humanidad. Se trataba igualmente de los y las profesionales de la sanidad, de cómo llegaban a ser vitales para la vida de los pacientes en tantos momentos críticos que vivían, cientos al final del año, en la asistencia, el acompañamiento y su recuperación.

Agradecido, prometió valorar cada respiración y cada momento, consciente de que la vida, con todas sus dificultades, seguía siendo un tesoro inestimable.

El

mal tiempo

Justo se despertó aturdido una mañana nublada de marzo. Tenía cita con su médico de cabecera debido a sus pequeños indicios de olvidos que comenzaron hace unos meses.

– Graciela, ¿recuerdas dónde dejé el nintendonib? –le dijo a su esposa mientras hurgaba los cajones de su mesilla.

– ¡Nintedanib!¡Aunque prefiero cómo le llamas a este respecto al que usabas antes (pirfemetadona)! –contestó, Graciela, su mujer, mientras recordaba el primer tratamiento que tomó su marido cuando le diagnosticaron de fibrosis pulmonar idiopática.

A sus 68 años, Justo se había negado a jubilarse. Su librería daba lo justo y necesario para sostener a su familia, aunque tampoco podían darse lujos. Justo se deleitaba al beber su café acompañado de una tostada con aceite de oliva y jamón serrano por las mañanas y, a continuación, su pastilla para la terrible enfermedad que tan solo le producía algo de tos y fatiga con esfuerzos extenuantes. Camino a la librería, disfrutaba del paseo matutino observando a los padres y a las madres acompañando a sus niños a la escuela. Envidiando aquel sentimiento que vinculaba a tres seres para toda la vida; ese nexo que jamás se vería afectado por el tiempo o el mismo espacio. Justo y Graciela, pese a sus intentos incluso con medicina alternativa, no experimentaron la sensación de llevar en brazos a su propia sangre, ni de otros detalles que hiciesen de su vida algo más hilarante. En esta ocasión, Justo acudiría al médico antes de abrir su librería.

– Doctor, dicen que me olvido de las cosas y, a veces, me levanto algo confuso –comentó Justo a su médico de cabecera que lo atendía desde hace 15 años.

Tras realizarle unos cuantos cuestionarios y un examen físico completo, su médico atribuyó a la medicación el cuadro inespecífico que atormentaba más a Graciela que al propio Justo.

– Perfecto doctor, yo tampoco le daba importancia porque sigo administrando mi propio negocio y todavía aguantamos –contestó Justo sin ocultar esa sensación de orgullo propio al dominar su librería pese a la edad.

Con el paso de los meses, Justo sentía el peso del paseo diario a su librería, buscando atajos entre los parques llenos de árboles para esquivar la fatiga. Una vez en su negocio, se recuperaba, bebía agua y corría al servicio por segunda vez sujetándose las tripas.

– Justo, ¿solicitaste los nuevos ejemplares de Han Kang? –le recalcó Marta, su ayudante de la librería, mientras se percataba de la inexistencia de La vegetariana.

– Recuerda que tras el premio que ganó, nos quedamos sin ejemplares casi todas las semanas –farfulló Marta sabiendo que tenía que estar al tanto de absolutamente todo.

– Juraría que escribí un correo al distribuidor la semana pasada –dijo dubitativo Justo al revisar su bandeja de salida.

– ¡Me he olvidado de lo único que la gente está leyendo en la actualidad! –se castigó a sí mismo y se dio cuenta de que los olvidos ya no eran tan infrecuentes.

Graciela decidió contratar a Marta para que ayudase a Justo con la librería y era imprescindible, aunque tenían que hacer un esfuerzo considerable para pagar su nómina. Justo no dejaba que nadie le diese una mano con su negocio y siempre había sido así. Además, consideraba que, en estos tiempos, la gente había dejado de leer y, por tanto, los clientes habían disminuido de forma proporcional a su motivación.

– ¡No tengo ni idea de qué hago abriendo la tienda algunos días! –le comentaba a Marta mientras organizaba los libros y cobraba a los clientes.

Además del apoyo en la librería, Marta fue contratada para vigilar la salud de Justo, recordándole acerca de la toma de sus medicinas y llamando a su mujer cuando lo veía muy deteriorado. El tiempo no pasaba en vano y, tras 5 años desde su diagnóstico, Justo se fatigaba a escasos pasos. Su neumóloga le recomendó usar el oxígeno durante las 24 horas del día y, sobre todo, al andar. Justo se disponía a emplearlo solo cuando se encontraba más cansado, pero se rehusaba a salir a la calle con él, dándole la razón a sus clientes y amigos que creían que algo no iba bien. Tampoco soportaba la misericordia de la gente que le preguntaba por su salud.

A sus 74 años, Justo tuvo que cerrar su librería porque sin darse cuenta regalaba libros y ya no existía una armonía entre lo que entraba y salía de su caja registradora. Además, los olvidos fueron tan frecuentes que, en ocasiones, no respondía al saludo de sus amigos y de los clientes fijos. Por otro lado, la tos lo dejaba exhausto y, durante el invierno, atravesó una infección respiratoria de probable origen viral que detonó un empeoramiento brusco de su fibrosis y tuvo que ser ingresado en el hospital.

Durante el ingreso, su mente cambió drásticamente. No reconocía a sus familiares y su cabeza parecía estarle jugando una mala pasada. Al menos el recuerdo de Graciela permanecía intacto en su memoria y ella decidió quedarse a su lado durante su sufrimiento. Algunas noches, Justo se arrancaba la vía ante cualquier descuido y luego se

rascaba la zona hasta crear un cráter que se infectaba continuamente. Asimismo, Justo había perdido masa muscular y le costaba ponerse de pie y, cuando lo intentaba, caía al suelo golpeándose todas las partes de su cuerpo sin misericordia alguna. Pero lo que más destrozaba a su mujer era cuando Justo se levantaba algo más lúcido y le preguntaba: – ¿Qué me ha pasado? ¡Quítame esta mascarilla infernal que me ahoga! –gritaba como un reo sentenciado a la silla eléctrica.

Justo parecía absorto en su pensamiento, con movimientos absurdos y repetitivos, se chupeteaba el labio superior y con la lengua intentaba retirarse el oxígeno. Sin embargo, respondía afablemente a la voz de su mujer. La miraba con esos ojos melancólicos y le sonreía desde allí donde su mente estuviese. Diciéndole amor mío, eres mi definición del realismo mágico, por ti la vida valió la pena, inclusive en este instante. A continuación, se volvía a desconectar del medio y ya no hablaba, callaba como si le cobrasen por emitir un sonido. Mantuvo su silencio constante, inmutable, hasta combinarlo con el cierre eterno de sus párpados.

Siempre fui madre

Desde muy pequeñita, mi sueño había sido ser madre. A pesar de nacer en una familia muy humilde, mis padres se las ingeniaban todas las Navidades para que yo tuviera una muñeca debajo del árbol. En realidad todos los años era la misma, la muñeca que meses antes había desaparecido misteriosamente y que ahora, con la ropita que mi madre le había hecho para la ocasión, reaparecía con un nuevo aspecto. Era tal mi ilusión por el regalo que nunca me di cuenta de la trampa.

Durante aquellos años, cada muñeca se conviritó en un hijo al que daba de comer, regañaba, educaba e incluso presentaba en el barrio. “A ver si esta no se escapa de casa como sus hermanas”, me decía Angelina, amiga de mi madre y su cómplice en el juego de cada Navidad. Yo, convencida, le respondía cosas como que esta última no se iba a escapar. “Aunque igual quiere ir a ver a sus hermanas…”, añadía después, intuyendo quizá lo que acabaría pasando meses más tarde.

No es de extrañar que en cuanto tuve ocasión, mi sueño se hizo realidad. Conocí a mi marido con 17 años, nos casamos cuando yo tenía 22 y 10 meses después estaba en el hospital esperando a que naciera David. Yo sabía que ser madre no era fácil, ya me lo decía a mí la mía, pero confieso que siempre creí que la práctica con las muñecas me había conferido una especie de talento para cuidar. Algo que, por supuesto, nunca conté a nadie, no vaya ser que se pensaran que estaba loca.

La llegada al mundo de David nos colmó de felicidad. Éramos jóvenes, llenos de vitalidad, y ni siquiera el constante llanto del recién nacido hacía mella en nosotros. Nos gustaba vernos como un equipo, y así lo sentimos desde el inicio. Sin embargo, fueron pasando los meses y los llantos no remitieron, sino que se agudizaron. Pronto nos dimos cuenta de que David no cogía peso y que cada resfriado era una pesadilla para él; y también para nosotros. Los médicos siempre intentaron tranquilizarnos: “Ay, estos padres primerizos”, nos dijo uno de ellos en una ocasión. Supongo que en parte tenía razón.

La situación se volvió más complicada cuando en la guardería nos dijeron que no podían ocuparse de David, que eran incapaces de entender por qué lloraba tanto y que nos recomendaban insistir al médico. “A su hijo le pasa algo”, se sinceró un día una de las cuidadoras. Episodios de este tipo nos hacían sentirnos todavía más unidos, a pesar de que la desesperación iba ganando cada vez más protagonismo. Hay momentos en la vida que no se olvidan. En la enésima consulta médica, con David en brazos, llorábamos mientras intentábamos explicar lo que sufría nuestro hijo. Para entonces, ya se habían descartado algunas de las posibles enfermedades, pero como si se tratase de un rayo de luz en mitad de la oscuridad, una frase vino a mi cabeza: “Ya no sabemos qué hacer. No para de llorar y es tan pequeño... Y encima… Y encima cuando le beso sabe a sal”.

La fibrosis quística, también conocida como la enfermedad del beso salado por la alta presencia de sal en el sudor de los enfermos, fue el diagnóstico que nos dieron dos semanas después. Una enfermedad rara que, a principios de los noventa, tenía una esperanza de vida muy corta para casos como el de David. Así nos lo hizo saber la especialista en la primera sesión: “Su hijo está muy malito... Vamos a empezar con el tratamiento, y aunque hay que ser prudentes, tengo que ser honesta con ustedes”. David tenía dos años. Recuerdo aquella época como un túnel. Fueron tres años en los que vivimos por y para nuestro hijo, con continuas visitas al hospital, nuevos tratamientos, subidas y bajadas. En una ocasión, tuve la idea de acudir a un congreso que reunía a padres y madres de hijos enfermos. Para entonces, David estaba mejor; o eso creía yo. “Ha cogido dos kilos, parece que la medicación está surtiendo efecto. Sigue teniendo pseudomona, pero le veo mejor”, le compartí a una madre. Aún recuerdo la cara de pena de aquella mujer. “¿Pseudomona? Cuánto lo siento”. No supe ni qué decir. En ese mismo congreso me enteré de que aquella bacteria es una de las que más problemas causan a los enfermos de fibrosis quística.

Tuvieron que pasar tres años más hasta que dejé de sentirme en medio de la oscuridad, cuando David empezó a sentirse mejor y los médicos nos comenzaron a transmitir mensajes más optimistas. Nunca podré agradecerles el cariño con el que nos acompañaron durante aquella etapa en la que se convirtieron en una parte esencial de nuestra vida, de la lucha contra la enfermedad. Echando la vista atrás, el camino fue tan duro como lleno de enseñanzas.

Actualmente, tengo 30 años y vuelvo a estar embarazada. Teniendo la experiencia de David, no ha sido fácil tomar la decisión de ir a por el segundo. Gracias a la pruebas diagnósticas, sabemos que Carlos no tendrá fibrosis quística. Hasta entonces, habíamos sido muy prudentes a la hora de contar que esperábamos otro hijo, pero la explosión

de felicidad de nuestro entorno cuando lo comunicamos hizo que la espera mereciera la pena. Familiares, amigos y conocidos que nos habían acompañado durante los peores momentos celebraban ahora que David fuera a tener un hermano sano.

Pero quizá fue la reacción de David la más bonita de todas. A sus seis años, tras volver del colegio, nos sentamos con él en el sillón para darle la noticia. Él llevaba tiempo pidiendo un hermanito y no terminaba de entender por qué nosotros no se lo dábamos. “David, tenemos una cosa que contarte”, le empezó diciendo su padre. “Estoy embarazada”, seguí yo. “Vas a tener un hermanito”, rematamos entre los dos.

Como si de un gol de su Atleti se tratase, David gritó al cielo un “toma ya” que resonó en el tiempo. Nos abrazó, saltó y volvió a gritar. Y entonces, como si la adultez se apoderara de él por un instante, torció el gesto e hizo la pregunta. “¿Él también…? ¿Él también tendrá fiqui?”. Nos quedamos de piedra. “No, cariño, él no”, le dijimos. “Cuantísimo me alegro por él”, respondió antes de volver a abrazarnos.

Estoy a punto de dar a luz a Carlos. Tengo 30 años y me acompañan en este momento mi marido y mi hijo, un equipo de tres que pronto será de cuatro y que ha demostrado que puede con todo lo que le echen. Puede parecer una locura, pero cada vez estoy más segura de que mi experiencia con aquellas muñecas que con tanto mimo me regalaban mis padres ha tenido mucho que ver en este camino. Además, creo que el regalo era lo de menos, la verdadera magia estaba en la trampa.

Herencias respiratorias en cuatro actos (I)

(Acto I)El latigazo

– Un ensayo clínico es un estudio de investigación que puede determinar si un medicamento o un tratamiento es eficaz contra una enfermedad –dijo la joven doctora de neumología, a quien, apenas acabar la residencia, la reclutaron para participar en aquel ensayo de fibrosis pulmonar en uno de los mejores hospitales de la ciudad.

Nunca antes había participado en ningún tipo de estudio o ensayo clínico. Ni siquiera sabía qué significaba, qué pretendía. Pero cuando uno enferma y procura con todas sus fuerzas encontrar fórmulas para mejorar su salud, acepta todas las explicaciones.

– Se lo agradezco.

– Tú decides si aceptas participar o no. Con todas las consecuencias.

Su voz encerraba una cierta vacilación por la inquietud ajena.

– ¿Qué tengo que perder?

– ¡Oh, mucho! Lo siento. No te puedo tranquilizar diciendo que es sencillo, plácido e inofensivo. Mejor lee las hojas de información. Ahí encontrarás todo lo que te interesa saber.

– Bien. Lo haré. Sin embargo, no puedo renunciar, sea como sea. Si es bueno para los demás, será bueno para mí.

– No te quiero desilusionar, pero no es exactamente como piensas. Es probable que no te aporte nada. Que sea tarde. O que, por las razones que sean, no te aporte ningún beneficio y, por lo contrario, te pueda ocasionar algunos problemas. Incluso problemas serios. Lo que es seguro es que otros se beneficiarán tarde o temprano de los resultados que aporte ese ensayo, donde tú serás uno de sus protagonistas.

– ¡Cuánta sinceridad! ¡Me ha dejado con la boca abierta! Y con frío sudor entre las nalgas. Me siento como John Wayne sobre caballo mojado.

– ¿Qué querrías? ¿Que mintiese?

Cuando se ponía seria utilizaba el plural más enfático.

– Supongo que sí. Una dulce mentira es mejor que un latigazo por toda la espalda.

– De esta manera ha evolucionado el mundo.

– ¿A base de latigazos?

– No quería decir eso. Me refería a la ciencia. Sin los ensayos médicos, nos hubiésemos quedado en el siglo diecinueve.

– Mucho antes los indios sanaban a base de herbajes y de pócimas. No tenían tiempo para ensayos, pues los gringos les perseguían sin piedad.

– ¡Jajaja! Hemos llevado la conversación al lejano oeste.

– Discúlpeme. Un poco de humor no viene mal. Estoy preocupado. ¿Lo entiende verdad?

– Claro. Verás como todo va a ir bien.

– Eso espero. Y si no es para mí ni para John Wayne, que sea para los demás. Él siempre fue a favor de los débiles, los inocentes y los perseguidos. Me refiero a los vaqueros claro. A los indios es otra historia.

(Acto II) Plumas

Me contó un día la misma doctora que llevaba mi caso, de la manera más convincente, que, un síndrome que se llama alveolitis alérgica tiene como principal causa la alergia a las plumas de aves. Y que es posible que mi fibrosis pulmonar tenga una relación igual de estricta con mi exposición a esas formaciones córneas que ornamentan el cuerpo de los galliformes voladores, pues las proteínas y las escamas propias de las mismas al ser inhaladas, pueden provocar inflamación pulmonar, la cual si no se trata a tiempo –desafortunadamente, hay pocas terapias para su tratamiento –puede provocar la formación de cicatrices en los pulmones y derivar en fibrosis.

Lo dijo con el semblante tan serio y doctrinal que me incitó a parodiarlo:

– ¿Qué habría sido de mi presencia en la tierra si trabajase en un matadero de pollos?

– ¡Va en serio! –respondió ella con condescendencia–. Si así fuese quizás no lo podrías contar.

– Ha sido un chiste desafortunado. No me haga caso. En realidad, estoy cada día más convencido de que si no hubiese acudido a tiempo a su unidad, la enfermedad hubiese avanzado muchísimo más. Aunque siempre habrá dudas razonables.

– El otro día me comentaste que en tu caso hubo la tormenta perfecta. Pues en este caso, la más que probable exposición a las plumas actuó como el viento huracanado que la originó. Por tanto, cualquier chiste sobre ello está más cerca de la realidad que intentar ignorarlo.

– Es cierto. Cuando yo era un crío, había un gallinero en nuestro huerto frente a la casa. ¿Pero fue eso suficiente como para que ahora esté entre la espada y la pared? ¡Qué pena no haber fomentado la conveniencia de cuidar y mimar a aquel pobre borrico esquelético al que alimentaba mi padre y al que nunca le hice caso en vez de hablarles a las gallinas del coral! ¿A que ahora no tendría nada que reprocharle al ´pollino´?

– Puede que todos los animales sean causa constante de alergias. Directa o indirectamente. Especialmente los equinos mediante sus albúminas séricas. Sin embargo, tendría más que temer el borrico de ti que tú de él, pues no es infrecuente que el humano contagie a este animal, que es muy sensible de padecer neumonías y enfermedades respiratorias. Y para él no hay entidad como la Unidad Funcional del Intersticio Pulmonar de Bellvitge para ayudarlo.

– Me alegro de lo que se libró el pobre ´Don Mendo´.

– ¿Se llamaba así?

– ¡No, qué va! Ha sido una semejanza. ¡Ni me acuerdo cómo se llamaba aquel viejo y noble équido de nuestra entrañable unidad familiar!

– Bueno… Nos hemos detenido bastante en uno de los causantes de la afección, que son las plumas. Hora de ir progresando.

– ¡Ni se lo imagina! Pero para mí es muy importante. Premonitorio podría decir.

– Ah. ¿Tiene que ver con tus chistes anteriores?

– No. Esta vez no. Tiene que ver con mi desempeño. Con mi identidad.

– Cada vez te entiendo menos. Y se está acabando el ensayo.

– Si yo hubiera vivido en el siglo XV, lo tendría difícil. ¿Lo entiende? Seguramente tendría que cambiar de profesión.

– ¿Qué tienen que ver las plumas con tu profesión?

– ¡Soy escritor! No lo puedo remediar. Sin duda, el bolígrafo y la máquina de escribir me salvaron la vida.

– ¡Qué imagen más hermosa era ver a un literato escribir con pluma y tintero!

– Para mí una imagen mortal.

– Ya habías dicho antes que te fascinaba John Wayne y el Toro Sentado con su penacho en la cabeza. Ellos tenían más peligro.

– Eso es cine. Nosotros rodamos la vida. Es diferente. Gracias y buenos días.

…Continuará

Herencias respiratorias en cuatro actos (II)

Herencia indeseada

– Es un gen mutante.

– No entiendo.

– El motivo, digo, es un gen mutante. Una célula heterocigota se revolucionó en tu ADN y sufrió una inoportuna transformación que afectó a tus pulmones. Esto, en combinación con posibles trastornos autoinmunes, alergias o exposición a sustancias químicas, el humo de los cigarrillos, la contaminación ambiental, agrava la situación y casi siempre conduce al riesgo de padecer enfermedades respiratorias como la tuya.

– O sea, la tormenta perfecta. Yo soy alérgico a las plumas. ¡Quién lo diría! Y dicen que eso podría ser una causa predominante.

– Se puede decir que sí.

– ¡Me imagino ahora a un jefe indio con aquel tocado de plumas en la cabeza y que fuera alérgico!

– Como dijiste, tienen que confluir varias circunstancias. Una tormenta perfecta. No basta solo la alergia. O no siembre basta.

– ¿Esto quiere decir que no es determinado ni definitivo que los jóvenes de la familia padezcan también la enfermedad?

– Supones bien. Pero hay un elevado porcentaje de que sí puedan heredar el mal. Por ejemplo, tu enfermedad, la fibrosis pulmonar familiar, sigue un patrón autosómico dominante. Tus hijos tienen un cincuenta por ciento de posibilidades de haber heredado tu alelo patológico.

– La mutación, las plumas y hasta los exones del ADN que me contaste el otro día los entiendo, pero ¿qué es exactamente un alelo?

– Es una versión de una secuencia genética determinada.

– ¿Y cuál es la consecuencia?

– Es como si a tu hijo le llegase una herencia maldita en vez de una suculenta fortuna y la tuviese que aceptar sin remisión.

– Hablando de herencias malditas… Mi padre nos dejó, a mi hermano y a mí, una casita de pueblo algo ruinosa que en vez de alegrar acabó con las riñas familiares.

– ¡Qué bien!

– ¿Cómo qué bien? No hay más riñas porque, dejamos de hablarnos.

– ¿¡Cómo!? Menuda manera de romper los vínculos familiares.

– Pues sí. Eso tienen las herencias malditas. Y no se preocupe. Me hago cargo de lo que quiso decir sobre el alelo y sus consecuencias. Aunque en los asuntos de la salud y del amor no caben los del dinero. Por lo menos para mí.

– Eso quiere decir que no crees mucho en los refranes populares.

– En algunos sí. Por qué no. Son sabios. Salud, amor, pero ¡herencias no!

– ¿Entonces te parece bien que avancemos con el estudio genético de tu fibrosis pulmonar en vez de anatematizar esos asuntos infortunados?

– Creo que para mí un estudio genético para detectar el gen mutante que provocó mi fibrosis quizás no tenga mucho sentido, pero para las nuevas generaciones de la familia será útil. Será un aviso para cuidarse y estar expectantes a la evolución de la ciencia sobre el asunto. Sin embargo, a los coherederos de la casita familiar ni se lo comunicaré. Y que se queden con sus alelos ignorantes. Creo que el gen dominante, el bueno, que lo era de su padre, es el que se quedó enmascarado en el ADN de mi sobrino y al final ganó el gen del otro progenitor, el maldito. No creo que a estos personajes malvados les afecte alergia alguna ni la contaminación ambiental ni las plumas ni nada. Por supuesto que avisaré a todos los demás para que se hagan un estudio genético. Me ha convencido.

– Se le ve muy dolido con este asunto familiar.

– ¡No qué va! Tiro de ironía así suavizo mi ansiedad. ¿Sabe que mi padre que se supone fue el culpable de dejarnos esta herencia maldita tosía mucho todo el día durante años y nos tenía preocupados? Pero al final fue mi madre la que murió de fibrosis. Para que vea cómo se confunde a veces la propia naturaleza. De vez en cuando hay que repudiar a sus herencias. ¡No todas son beneficiosas!

Alimento divino de asnos

Begoña, mi enfermera del servicio de Neumología y mi energía cinética de rehabilitación pulmonar —como me gusta catalogarla—, volvió hace unos días entusiasmada de su viaje a Atenas, Miconos y Santorini, pues el Vulcano se había comportado como todo un señor y bañarse en sus aguas azufradas resultó un desafío y un placer inexplorado. Como agradecimiento por haberle elaborado una guía de visitas mӗīgeneris, me trajo

una caja de lukumis con sabor a pistacho y agua de rosas. Al tardar en volver a su consulta y haberse encontrado a su regreso con una visita imprevista de familiares lejanos de Andalucía, se vio obligada a abrir la caja y a convidarlos. Pero como la gulosidad de unos allegados descastados nunca tiene límites, la pequeña caja de tesoro glaseado se vació tan pronto como se vacían los pantanos en un verano caluroso.

Ella no mencionó nada sobre los lukumis, así que nunca han existido.

– ¡Cuánto tiempo!

– Estoy siguiendo todas tus instrucciones.

– ¿Estas vigilando la dieta? Sabes que es muy importante para la medicación que tomas. ¿Encontraste la harina de garrofa? Dicen que es fabulosa.

– No te preocupes. Lo tengo controlado. Es pesado, pero no queda otra. ¿Sabes que la algarroba les encanta a los borricos?

– Sé que se utiliza como alimento para muchos animales, pero no sé nada semejante. ¿No te habrás equivocado con los borricos? Quizás porque te confunde su nombre, pues algarrobo en persa significa ´quijada de burro´, quizás por su forma.

– ¡Vaya! ¡Me hacía gracia la coincidencia! En mi pueblo a las algarrobas las tenían como alimento para pobres, animales y vagabundos. Pero a la chiquillada nos encantaban esas vainas. Ese sabor intenso, dulce y empalagoso tan peculiar. En fin.

– ¿Vamos a las pruebas y dejamos los asnos? A ver cómo va tu función pulmonar.

– Dicen que Mette-Marit tiene la misma dolencia.

– ¡Ah! ¿Se trata de otro chiste zoológico? ¿Y quién es Mette-Marit?

– La princesa de Noruega.

– ¡Ya ves! La enfermedad no hace distinciones.

– Si tienen sangre azul, podrían permitirse pulmones de acero.

– No se puede frivolizar con las enfermedades.

– Pero si nuestro alimento principal ha de ser el sustento de indigentes y de asnos, ¿qué hay más hilarante que eso?

– Que sin la harina de la garrofa tendrás que agenciarte urgentemente la tarjeta solidaria de ´Lo necesito ya´ para que los establecimientos asociados se apiaden de ti si no quieres pasar la mayor vergüenza de tu vida en plena calle.

– Te pido perdón. Necesito expiarme por ser tan bocazas, carente de delicadeza en un asunto en el que, como involucrado de primera mano, tendría que ser más sensible. Propongo un “Walking” de doble recorrido y sin respiro.

– Tendrás que prometerme algo más que eso. Para ti no es un reto sino un placer.

– ¡Te perdono los lukumis! Si nos tenemos que ver tan a menudo… ¡otra vez será!

Dimitri Rodatos

El camino a nuestro corazón

El Chi Kung me ayuda a conocerme mejor como mujer y como mujer con una enfermedad ultra rara con afectación grave pulmonar, en mi caso (Linfangioleiomiomatosis). Gracias a él descubrí que mi corazón estaba frío, como el invierno. Tras atravesar años de enfado, ira y muchas preguntas sin repuesta mi pobre corazón estaba congelado. Anteriormente no era consciente. Ahora ya lo soy. También he empezado a querer a mis pulmones, pobrecitos. No tenían culpa de nada.

Una enfermedad crónica y degenerativa como la mía, como la de muchas personas es un despertar de golpe y porrazo ante la cara amarga de la vida y es muy, muy difícil de aceptar. Dicen que es como un duelo y no me extraña te deja huérfano de vida, de tu vida anterior, de la vida en que te considerabas una persona plena. Entonces lloras de forma desconsolada, intentas encontrar el por qué y por qué a mí y ello se convierte en un duro y lento transitar por un mundo nuevo, feo, incomprensible en el que tienes que aprender de nuevo a caminar. Miras tus pies, tus manos, tu corazón, tus pulmones y ya no son los mismos. No los reconoces. No te reconoces.

La vida es un aprendizaje y en el caso de las enfermedades graves respiratorias es un aprendizaje duro. Mi enfermedad es una enfermedad rara, minoritaria y a día de hoy no tiene cura. En mi caso ha afectado gravemente a mis pulmones.

Pienso que a pesar de todo lo anterior, la enfermedad ha traído cosas buenas a mi vida (nunca pensé que diría ésto).Creo que me ha hecho ser mejor persona, ya no pierdo la energía que no tengo en cosas insustanciales, en discusiones que no llevan a nada e intento vivir en paz y armonía conmigo misma y con las personas y el mundo que me rodea. Valoro mucho lo que sí funciona en mi cuerpo, le doy la importancia que merece, que es mucha. También valoro lo que no funciona bien porque mis pobres pulmones están haciendo un trabajo enorme por mantenerme viva y doy gracias por ello.

He descubierto que la tristeza afecta mucho a mi respiración por lo que intento alejarla de mí siempre que puedo.

Como os decía al principio de este pequeño relato, quiero seguir el camino de mi corazón. Mi corazón me hizo salir adelante cuando pensaba que todo estaba perdido. Pensar en mi hija desde el hospital me daba las fuerzas necesarias para querer luchar, para poder verla crecer y llegado a este momento de mi vida, ya transito por la madurez, pienso que el amor a mí misma es lo que me hace luchar.

Ahora después de un largo caminar por la vida estoy aprendiendo a quererme y a luchar por mí, por la vida, por un nuevo amanecer, por sentir la fragancia de una nueva primavera, por ver de nuevo la sonrisa inocente de un/a niño/a, por el calor reconfortante de una tacita matutina de café. Ese mismo corazón que luego se quedó congelado, a través del tiempo, empieza a renacer como las flores en primavera y el gusano empieza a convertirse en una bella mariposa, que cada vez vuela más alto y que sonríe a la vida.

Dedicado a todas mis compañeras que tienen como yo esta extraña enfermedad minoritaria y de nombre impronunciable: Linfangioleiomiomatosis así como a todas las personas con enfermedades respiratorias.

María Luisa Mateos Calvo

Hijos de un mismo padre

– Pero ¿qué estás diciendo Marcial?

Llego sin resuello subiendo de dos en dos los peldaños de esa maltrecha escalera que un día fue testigo de nuestra infancia. Hoy, fiel guardiana de diabluras inconfesables, aflora una sonrisa en la comisura de mis labios.

Sonó el teléfono con insistencia, con exigencia imperativa. Era la llamada de Engracia, vecina del rellano donde vivía padre. Una vieja experta en husmear mirillas y vidas ajenas. En esta ocasión, estaba disculpaba.

– Fermín, tu padre se ahoga, respira con mucha dificultad. Algo le ocurre, está muy fatigado, deberíais de venir.

– Gracias por avisar Engracia, en cuanto pueda, voy para allá, no se preocupe.

– Por cierto, ¿ha avisado también a mí hermano?

– No, ya sabes, es difícil que Marcialito atienda mi llamada y dada la situación, sabía a quién tenía que llamar era a ti Fermín, hijo.

Marcial, hombre egocéntrico, el mundo era él, sus necesidades y sus demandas. Madre en vida, se lo había consentido y los demás sufrimos las consecuencias de un hermano primogénito malcriado.

Marqué su teléfono y le dejé un mensaje: “Marcial, padre está grave, tiene una insuficiencia respiratoria severa, cuando puedas acércate a casa”. A mí, tampoco me cogió la llamada; era de esperar.

Nervioso no atinaba en abrir la puerta. El primero en llegar, curiosamente, fue Marcial. No se percató de mi presencia y pude escuchar la súplica que, móvil en mano, lanzaba a no sé qué oráculo divino con cobertura terrenal.

Atónito le dije:

– ¿Pero ¿qué estás diciendo Marcial? ¿He oído lo que he oído? ¿Te has preocupado de llamar al médico? ¿Cómo se encuentra padre?

Entré en la oscuridad del dormitorio mal oliente, falto de ventilación y ausente de vida, allí yacía padre, tumbado en decúbito lateral con una asfixia que le oprimía. Una carencia respiratoria que le desorientaba, asediado por una tos impertinente y unos escalofríos abrasadores. Le incorporé lentamente y grité a Marcial que aún no se había dignado entrar en el cuarto.

– ¡Abre esa ventana! ¿Cómo no has atendido antes a padre?

Silencio por respuesta, noté como se aproximaba sibilino al habitáculo que se había negado a ocupar. Se arrastraba con una parsimonia dramatizada, mirada a la lontananza, que le confería un grado de superioridad. Me quedé sorprendido, toda una interpretación teatralizada, un guion escrito por otra pluma. Y comenzó la representación:

– Fermín, quiero decirte algo –percibí en su voz una intranquila calma.

Padre ya ha vivido su vida, tenemos que dejarle marchar, no fuerces lo irremediable. Esta asfixia es consecuencia de su neumonía bilateral de repetición. Tú bien sabes, que finalmente, le va a provocar la muerte. No luches por evitar lo inevitable –pronunció su aseveración, sentando cátedra.

Una ovación desmedida surgió de mis manos: – ¡Bravo, Marcial! ¡Bravo!

Una perplejidad que me llevó a meterme en escena: – ¿Qué pretendes decirme? ¿Qué dejemos morir a padre por omisión de socorro humanitario?

Silencio atronador después de la descarga eléctrica.

– ¿No será Marcial, que lo único que te preocupa, es la dedicación que va a suponer este nuevo empeoramiento de padre? Nadie mejor que tú, conoce su situación económica, no puede permitirse contratar a una persona que le cuide. También sabrás, que solicitar una residencia, es cuestión de tiempo, el que él, según tú, ya no dispone.

Intentando cambiar de registro la escena, me aproximé hacia él y echándole mi mano por su hombro de forma conciliadora, le dije: reflexiona hombre, no nos queda otra que organizarnos y apechugar con la situación que se nos viene encima, es nuestra responsabilidad. Eso lo entiendes ¿verdad Marcial?

Señalándome con su índice inquisidor, sentenció:

– No te equivoques Fermín ¡Es tú responsabilidad, no la mía! Bastante tengo yo con cuidar de mis nietos ¡Esos sí que necesitan de mí, toda una vida por vivir! Tú, al no haber tenido hijos, estás libre de cargas, es por ello, que eres tú quien tiene que cuidar de padre. ¿No te parece lo más coherente y justo?

No me esperaba este punto de giro en la trama, me cogió fuera de juego y reaccioné dando un sonoro golpe en la mesilla con los nudillos engarfiados y carcomido por una ira insolente grité:

Josefina Fernández

– ¡Me parece inaudito! ¡Cómo puedes ser tan ruin! ¡Cómo puedes creer que yo, por el hecho de no tener hijos, he de ser el único cuidador de padre! ¡Que bajeza moral! ¡Que irresponsabilidad filial!

Tomé aire para calmarme y con una voz más teatralizada, le dije: ya entiendo hermano, según tu criterio, hablamos de coherencia, no hablamos ni de sentimientos, ni de afectividad por los cuidados recibidos. Me aproximé y le susurré al oído, como si de una confidencia se tratara, has de saber Marcial, que la ley te exige, nos exige, cuidar de padre. No cuidar a los padres con necesidades demostradas, constituye un delito por vía penal. Estaba seguro de que este argumento legalista, le atemorizaría. Era un cobarde.

– No te ofusques Fermín. No cierres los ojos a lo inevitable.

– ¿Pero de qué me estás hablando Marcial, si aún no tenemos ni siquiera un diagnóstico médico de valoración?

Atendiendo a mi padre y a la espera del médico, la punzada de los hijos no dejaba de sangrar, me revolví como bestia herida y le lancé una flecha envenenada:

– O tal vez, ¿quieres que hablemos de la herencia, Marcial?

– No sé a qué te refieres, respondió displicente dándome la espalda para evitar un mayor enfrentamiento.

Le giré sujetando sus hombros fornidos:

– ¡Mírame cara a cara, no me evites Marcial! Siguiendo tu premisa de coherencia, cuándo muera padre, entiendo que tu parte de la herencia y la mía van a ser diferentes. Si cuidar de padre, es mi responsabilidad ¿Cuál será la tuya en el reparto? Con la misma lógica que predicas, tendrás que cederme tu parte de la legítima por los servicios no prestados. Y tú conciencia hermano, ¿en qué tenebrosa ciénaga quedó ahogada?

Se revolvió con ira, ojos desorbitados, ceño fruncido y señalándome con un dedo acusador me dijo:

– ¿Quién te crees tú que eres para darme a mí lecciones de moral? Tú, que decidiste no tener hijos por no perder tu libertad, por no saber vivir para alguien que no seas tú mismo, ¡Egoísta de mierda!

– ¡Cuidado con esa verborrea Marcial! Cada elección vital ha de ser respetada, aunque dudo que sepas de lo que te estoy hablando –le vociferé.

– Por favor, hijos, no discutáis, se va a enterar la Engracia. Se escuchó un hilo de la débil voz de padre.

– Recapitulando Marcial, según tu criterio, le dejaremos marchar con premeditación y alevosía. Ahora recuerdo “¡Por qué no se morirá ya el viejo! Él ha vivido ya su vida” Tal y como proclamabas al cielo cuando entré en casa de padre, o quizá ¿era con tu mujer, al otro lado del teléfono, ensayando el guion redactado?

Después del reconocimiento arduo del neumólogo, nos corroboró la neumonía bilateral de padre.

– “He de confirmarles que, con el antibiótico adecuado, levofloxacino, paracetamol si cursa fiebre y un nebulizador, a su padre, aún le queda mucha guerra que dar”.

Josefina Fernández

Vivir o sobrevivir

Durante quince años siendo su fisioterapeuta, hemos respirado juntos, drenando esos mocos viscosos de su Fibrosis Quística, les he visto crecer, les he visto evolucionar. Ahora simplemente les acompaño para que cumplan sus sueños, viéndoles danzar, celebrar años y avanzar.

Compartiendo una vida, transitando el camino, viviendo, cuidándose, con miedo a caer, miedo a progresar y evitando suspirar. Tan solo respirar, coger aire y avanzar; caminar y vivir para poder compartir.

Me mira, le miro. Me miran, les miro. Me siento observada mientras pienso: ellos pueden, ellos respiran. ¿Será un nuevo paradigma el que vivimos o será el vestigio de un nuevo y largo inicio? ¿Quién lo sabe? Mientras experimentan, yo transito, pero ¿vivo o sobrevivo?

Todos tenemos derecho a soñar. ¿Y tú con qué sueñas? Mi sueño es bailar, yo quiero ser médico, para mí el sueño es ser arquitecto, yo prefiero ser biólogo, yo lo que quiero es ir en moto. ¿Y tú? Yo quiero ser tenista.

Y tú, ¿qué eres? ¿Quién eres? ¿Vives o sobrevives? Yo les miro, les observo. Aprendo con ellos, me nutro. Camino, mientras respiro sin previo aviso. Ella, mientras, me mira, respira, recuerda, comparte, ríe, aplaude… Y tose.

¿Y él? ¿Dónde está? Él se fue, dejó de respirar, dejó de transitar. Mientras vivía se protegía, se cuidaba; drenaba mientras trabajaba. Lo que hacía no le disgustaba, se esforzaba y tosía. Se ocupaba y entretenía, pero no le nutría.

Ahora pienso… ¿vivía o sobrevivía? Ya no vive, no sobrevive, no juega, no trabaja, no respira. Se fue discretamente, como había venido, dejó de ser y estar, dejó de respirar. ¿Alguien le avisó del tiempo que le quedaba para sostenerse en esta vida y seguir respirando?

Otros, sin conocer enfermedad alguna, corren, no miran atrás. Trabajan, socializan, se mueven y se relajan, con tiempo para hacer, proyectar, crear, evolucionar y permanecer. Avanzan y, mientras, respiran.

Y yo me pregunto, ¿viven o transitan sin pensar que hoy están, pero quizás mañana ya no estarán? Hoy están aquí presentes, viven libres, despreocupados de hasta cuándo estarán o cuándo se irán.

Mientras tú estás, ellos vienen y van, cuidando ese cuerpecito que les sostiene, para al día siguiente volver a empezar, y transitar. Ellos se ocupan de ser, de respirar, de inhalar y de drenar, mientras sobreviven al vivir sin pensar.

Me miran. Les miro. Aprendo. Convivo. Les admiro. Avanzo. Respiro con ellos y sonrío. Me sonríen. Suspiro al verlos crecer. Serán lo que quieran ser y, si eso no fuera posible, crearán nuevos sueños. Serán valientes, serán fuertes, serán gigantes, y serán lo que quieran, y puedan, ser.

Ayer cumplió años, fueron cincuenta ¿quién se lo iba a decir? A los cuarenta ya marcó un hito. Hoy son diez más ¿Cuántos años tiene una vida? ¿Cuántos vives? ¿Cuántos transitas? ¿Cuántos trabajas? ¿Cuántos realmente estás aquí, presente? ¿Y cuántos estarás?

Desde mi rincón grito: “Déjales ser, déjales vivir”, porque hagan lo que hagan solo se les puede admirar y desear que avancen sin dejar de respirar. Mientras ellos sobreviven, tú vives. Mientras tú respiras, ellos suspiran por poder respirar.

Cicatriz

Antón se miraba sin comprender por qué tenía eso en su cuerpecito. El reflejo del espejo y su maravillosa imaginación crearon la imagen de un pirata que, tras luchar con un enorme tiburón, había ganado la batalla y una marca grande y alargada se lo recordaba.

– ¡Mami! - el pequeño de seis años salió corriendo de la habitación en busca de su madre.

– Cuéntame peque, ¿qué pasó? - su mamá estaba preparando la merienda, hacía un día soleado que invitaba a salir a la calle a pasear.

Antón se levantó la camiseta y miró a su madre con ojos grandes.

– Mamá, ¡mira qué tengo en la barrigola!- era la primera vez que se había fijado que tenía algo que los demás niños y niñas no tenían y eso le parecía extraño.

– ¿Qué pasa Antón, te ha picado algo? - la mamá se preocupó, no veía nada extraño en su cuerpo.

– Tengo una raya en la barriga mami.- el pequeño le señaló la raya que él decía, era imposible que no la viera.

La mamá, llena de ternura, lo cogió en brazos y lo sentó a su altura, en la encimera de la cocina. Ahora Antón podía mirar a los ojos a su mamá, a la persona que más quería en este mundo.

– Te voy a contar una historia cariño, escucha.- le acarició la mejilla mientras se disponía a contarle otra de esas historias que tanto le gustaban.

Antón, emocionado por la historia que le iba a contar su madre, se quedó muy quieto y atento, esperando a que empezara.

Le encantaban las historias de su mamá, le encantaba cuando de noche, antes de ir a dormir, le contaba cuentos que ella misma creaba, llenos de aventuras y diversión.

– Hace unos años, unos papás tenían tantas ganas de tener un bebé que hicieron todo lo posible para conseguirlo.

Antón no puede evitar interrumpir a su madre.

– ¿Erais papá y tú?

– Es una historia cariño, escucha. –Le dijo su mamá suavemente.

– Como decía, esos papis soñaban todas las noches con un pequeño entre sus brazos, para poder llenarlo de cariño y todo el amor del mundo.

Antón empezaba a sospechar que eran sus papás, pero decidió no interrumpir de nuevo.

– Un día, su mamá tuvo la noticia más maravillosa del mundo desde que había sido mamá por primera vez, en su barriga había un bebé.

– ¿También tenía una hermana?. –Otra vez la coincidencia de que los dos tienen una hermana mayor, Antón pensaba que tenían que ser ellos.

– Si, cielo.- su mamá sonríe sin poder evitarlo al ver la carita impresionada de su hijo.

– La barriga fue creciendo y el bebé cada vez era más grande y más fuerte.

Pero un día, el médico les dijo a los papás que el bebé estaba un poco malito y que cuando naciera tendrían que curarlo.

Antón escucha embelesado la historia de esos papás y ese bebé. Esperaba que se ponga bien pronto.

– Como el bebé era muy fuerte, decidieron que iba a nacer un poquito antes y que lo iban a curar nada más nacer, para que se fuera a casa con su familia cuánto antes.

– ¿Y se puso bien mamá? ¿El bebé se puso bien? –no puede evitar preguntar, está muy preocupado.

– Si cariño, se puso bien y además tiene una cicatriz que le recuerda lo fuerte que fue.

– ¿Cicatriz? ¿Qué es eso?. –Antón todavía era un niño, no sabía que era eso.

– Mira, tú y yo tenemos una –le explica, enseñándole la cicatriz que tras el parto de sus pequeños, adorna ahora su vientre.

El pequeño Antón, se levanta entonces la camiseta buscando la raya, como él le llama, que antes había estado mirando.

– ¿Esto es una cicatriz? –asombrado por el descubrimiento no quita ojo de su barriga.

– Si cielo. Tienes que estar muy orgulloso de esa cicatriz que tienes cariño, a mí me recuerda todos los días lo fuerte que fuiste cuando eras solo un bebé.

– Seguro que tuve que luchar contra un tiburón enorme… o mejor, ¡contra un monstruo gigante! –la carita del pequeño mostraba una emoción enorme.

– Pues algo así cariño, tuviste que luchar como un verdadero pirata, ¿sabes?.

– Vaya… entonces tú también mami, tu eres una pirata super fuerte.

Eva María Vega Díaz

Su mamá no puede evitar reír ante la imaginación de su pequeño. Esa tarde, Antón y su mamá no salieron de casa, se quedaron sentados en el sofá, viendo fotos de cuando tuvo que luchar contra ese terrible monstruo, como así le llamaron.

Antón se sintió orgulloso de su cicatriz y de ser tan fuerte, pero sobre todo de su mamá.

Donde empiezan los sueños

Clara se levantó con esfuerzo esa mañana. El brazo derecho aún le dolía y una punzada en el costado izquierdo cortaba su respiración al tomar aire profundamente. Padecía de asma, pero esta larga enfermedad no le iba a privar de la felicidad.

Con dificultad, arrastrando los pies, fue al baño y se miró al espejo. Apenas pudo reconocer su rostro. Sombras oscuras recorrían el contorno de sus ojos. Una mueca de dolor rasgó sus labios hinchados. ¿Cuándo podré ir al dentista? Recuerdos de juventud feliz y perdida acudieron en tropel a su mente. El rostro del espejo hace tiempo que se hizo añicos en su mundo de sueños. Nubes plomizas, sopla el viento del norte en la ventana, le estremece el frío de las esperanzas rotas. Deseos de color de rosa que esperaron su turno en el abismo de las ilusiones.

Era su límite. Iba a tomar una decisión. ¿Pero cómo? Él la había encerrado durante dos días en casa con llave. Los vecinos hacía tiempo que permanecían sordos a sus gritos y a sus golpes. Los trapos sucios se lavan en casa. Los sepulcros blanqueados esconden pestilencias. Su teléfono móvil hace tiempo que desapareció, destrozado contra una pared. Su amiga Irene había huido de su lado, amenazada por él, meses atrás. – Adiós. Me marcho. Este es el fin-.

Volvió a la habitación, revolvió en el armario. Encontró la bolsa de viaje, la que él le regaló cuando aún creía ser feliz. –No, ésta no–. Abrió la pequeña maleta y metió apresuradamente unos vaqueros, unas mudas, esa blusa que tanto le gustaba y que últimamente no podía ponerse. –Vas provocando por ahí. Pareces una zorra–. La bolsa de aseo, las gafas de sol –sus eternas compañeras–, las sandalias de Marruecos, –qué tiempos aquellos…–. Su carnet. El inhalador, el amarillo de mantenimiento y el azul, del que abusaba demasiado últimamente, tuviera o no fatiga. Apenas tenía unos euros, pero aún conservaba su tarjeta de crédito con unos ahorros de cuando trabajaba en la peluquería. De cuando aún la dejaba trabajar.

Salió de las tinieblas del dormitorio. El pasillo estaba oscuro y en silencio. Había oído la puerta esta mañana, pero sólo el golpe seco al salir. –¿Habría olvidado darle la vuelta a la llave?–. Fue lo primero que pensó al despertar. –A veces el alcohol juega malas pasadas, pero ahora llevo yo la delantera–. Tomó la manija de la puerta. Respiró profundamente antes de probar. Las palabras no sirven, las palabras se van con los sueños, vas a perderte… Abrió. La puerta se abrió y Clara se asomó temerosa mirando a un lado y a otro. Bajó corriendo las escaleras, traspasó el zaguán. Una última aspiración del spray azul para coger fuerzas.

Tomó aire fresco, salió al exterior, y un mundo de estrellas se extendió cálidamente bajo sus pies. Por fin era libre.

Entre dos mundos

Prólogo

Este relato no solo habla de la lucha contra una enfermedad (fibrosis quística), sino también de una batalla más silenciosa y dolorosa: la de una relación tóxica nacida de la vulnerabilidad, del miedo a la soledad, de la necesidad de sentirse amado pese a la enfermedad. Es la historia de alguien que, en medio de su lucha por respirar, también luchaba por encontrar su voz, por romper cadenas emocionales y por descubrir su propio valor más allá de los diagnósticos y las dependencias afectivas.

Entre estas páginas, el lector encontrará un testimonio de resiliencia, de dolor y de transformación. Es un recordatorio de que, aunque la enfermedad puede condicionar la vida, no debería definir la forma en que somos amados ni la manera en que nos amamos a nosotros mismos.Este relato es un viaje breve entre dos mundos: el de una enfermedad implacable y el de un amor que se transformó en desafío.

Bienvenidos a esta historia. Bienvenidos a “Entre dos mundos”.

Desde que nací, la fibrosis quística ha sido una parte de mí, un compañero invisible pero constante. Desde los primeros días de mi vida, mis pulmones, mi digestión, mi energía se han visto arrasadas por algo que nunca elegí, pero que estaba ahí, siempre. A lo largo de los años, mi rutina giraba en torno a las visitas al hospital, los tratamientos, las medicinas, y la constante preocupación de si mis pulmones aguantarían otro resfriado más. Aprendí a vivir con el susurro de mis pulmones esforzándose, con los latidos más rápidos después de cada pequeño esfuerzo, con la fatiga que llegaba más rápido de lo que los demás podían entender.

A pesar de todo, mi vida continuó. Y aunque siempre supe que la fibrosis quística sería una compañera leal, nunca me imaginé que otra cosa tan inesperada llegaría a mi vida: el amor. Un amor que, al principio, parecía ser la única luz en medio de mi rutina gris, un amor que me hizo sentir viva de una manera que nunca antes había experimentado.

Pero pronto descubrí que no todos los amores son los que deberían ser, y que algunas pasiones pueden quemarse más de lo que te imaginaste.

Era una tarde de otoño cuando lo conocí. Llegó como una brisa fresca, con una sonrisa que parecía prometer el mundo. Su mirada tenía algo que me atrapaba: era intensa, como si quisiera llegar al fondo de mi alma y, tal vez, descubrir algo que ni yo misma entendía. Tenía una forma de verme que me hacía sentir especial, que me hacía olvidar por un momento el peso de mis pulmones, de mis limitaciones, de esa enfermedad invisible que a veces parecía que me devoraba.

Con el tiempo, nuestras conversaciones se hicieron más profundas. Había algo en su presencia que me hacía sentir más humana, menos marcada por mis problemas. Y a pesar de las advertencias internas de que no debía entregarme a un amor tan impredecible, me dejé llevar. Quizás, como todos los que estamos heridos, buscamos en otro la cura, el alivio de una vida que se siente a menudo demasiado pesada. Pero lo que al principio parecía ser un amor puro pronto se transformó en algo más oscuro. Empezó a manipular mis emociones, a jugar con mi inseguridad. Se metía con mi enfermedad, con esa fragilidad que a veces era más evidente que mi propio ser. “¿No te cansas de ser tan débil?”, me decía en tono de burla. “Tu enfermedad te hace diferente, ¿no te das cuenta de que eso te hace menos?”. “Si algún día me dejas que sepas que nadie te va a querer con tu enfermedad, se alejarán todos de ti”. Al principio, lo tomé como broma, pero pronto las palabras se convirtieron en cuchillos, desgarrando algo dentro de mí. Cada vez que intentaba poner límites, me hacía sentir culpable, como si estuviera exagerando. “Eres demasiado sensible, ¿por qué todo te afecta tanto?” me decía, mientras yo me sentía vacía por dentro, cuestionando si quizás tenía razón. La enfermedad ya me hacía sentir diferente, pero él me hacía sentir menos, como si mi existencia fuera una carga. Mi corazón, que en un principio latía con esperanza, se fue apagando poco a poco.

Empecé a notar cómo mi salud empeoraba. Las noches eran más difíciles, los pulmones más pesados, y mi cuerpo se sentía más cansado que nunca. Pero no me atrevía a reconocer que él estaba siendo parte de todo eso. Me convenció de que mis dolores y mi fatiga eran simplemente parte de la vida, que todos pasaban por momentos difíciles. Pero al final, me di cuenta de que lo que me debilitaba no era solo la enfermedad; era la toxicidad de una relación que nunca debió haber existido.

Un día, mientras luchaba por respirar, me di cuenta de que lo que realmente me estaba quitando el aire no era la fibrosis quística, sino él. El amor que había creído que me salvaría me estaba consumiendo. En ese momento, supe que debía poner fin a todo eso, que debía aprender a ser fuerte por mí misma, y que mi vida merecía algo mucho más valioso que una relación que me arrastraba hacia abajo.

Fue difícil, claro, dejar ir a alguien que en algún momento me hizo sentir especial. Pero entendí que para poder sobrevivir, tanto física como emocionalmente, debía empezar a sanar por dentro. La enfermedad seguiría siendo parte de mí, pero ya no iba a permitir que otra persona me hiciera sentir menos por ello. Me alejé, con la cabeza llena de dudas, pero también con una decisión firme: nunca más permitiría que alguien me hiciera sentir menos que lo que soy.

Hoy, miro hacia atrás y veo que el amor no siempre es lo que parece. Aprendí que, incluso cuando el mundo parece arder, uno puede encontrar la fuerza para seguir adelante, incluso si eso significa caminar sola por un rato. Mi enfermedad, mi historia, mis cicatrices, son mis compañeras. Pero la relación que me consumió, esa ya la dejé atrás. Y aunque no sé qué me depara el futuro, sé que lo enfrentaré con el corazón más fuerte, con la mente más clara. Porque al final, es en los momentos más oscuros cuando realmente aprendemos a brillar.

Jennifer Ramos Vázquez

Así que pasen cinco años

Y los días se repiten. Y da igual si es fiesta, o sábado, o primero de mayo, o lunes otra vez. Te agotas de no permitirles que sean monótonos y que, siendo agotadores, no te agoten ellos a ti.

Miras el móvil, el correo, las redes sociales y hay horas que llenan días, como este de hoy, de un silencio espeso y ominoso. Y no te quieres rendir, a veces sencilla y llanamente porque no sabes a quien; otras porque esperas que, si te dejas ir, no veras la salida que está detrás de la siguiente esquina a doblar, esa a la que sospechas que o bien no te quedaran pronto fuerzas para llegar, o que tras ella habrá otras muchas esquinas que dejar tras de ti en el laberinto infinito de la vida repetida en que se ha convertido este confinamiento.

Nos dicen que esto no es una guerra, que no hay bombas –porque muertos hay, y ya demasiados– que no es correcto hablar de balas, ni de trincheras. ¿Y entonces como describo lo que estamos viviendo? ¿Cómo les digo que los que caen cada vez lo hacen más cerca? ¿Y que caen simplemente, jóvenes o viejos, porque estaban ahí; que no hay reglas, ni protecciones? No te vas a poder esconder. Así de sencillo. Y escondernos es lo que estamos haciendo. Todos.

Vamos a ver: ¿Quién nos dijo que no habíamos de morir? ¿Alguien, en toda la historia de la humanidad, no ha muerto? No, claro, todos lo vamos a hacer. ¿Entonces?

Uno de mis más antiguos profesores, jesuita, me enseño la doctrina de evitar el mal mayor cometiendo otro menor. El ejemplo que él nos ponía era tener que matar él para evitar que otro me matase a mí. Yo se lo agradecía infinitamente, hasta que un día me dijo: – No lo acabas de entender, Javier. No me lo agradezcas tanto, no lo hago por salvarte a ti, a tu cuerpo mortal, lo hago para que el alma de tu posible asesino –que es inmortal–no se condene irremisiblemente al infierno con la culpa de tu muerte.

Comprendí así la “teoría del mal menor“ de una manera brutal e inesperada, como las bofetadas del padre Poncio; pero desde aquel momento ya no sentí el mismo afecto por el padre Jesús.

Más adelante también los padres –los jesuitas y los otros, los míos– me repetían incansablemente aquello de que de qué me servía ganar el mundo si perdía mi alma; así que procuré hacerles caso. Y el mundo, o bien por convencimiento real o porque soy un inútil para ganarlo –concédanme al menos el beneficio de la duda– cada vez me importa menos. Y entre unas cosas y otras me he ido haciendo mayor y llegué a la raíz de todo –más o menos– a los místicos y a Ignacio de Loyola. Y eso ya sí son palabras mayores. Intenté acercarme a Los ejercicios… Y no pude. Demasiado ascético, valiente, duro, o quizás descarnadamente sincero resulta San Ignacio en estos tristes y levantiscos días. Y busco caminos más amables, que pueda seguir. No soy un asceta, ni un héroe y –mucho menos–un santo. Estoy con Platón en medio de la pandemia. Mayo del 2020.

Suena el teléfono y me obliga a dejar Los Diálogos. Un mensaje inesperado. Me necesitan en el Materno. O eso dicen. O eso quiero entender que me dicen. El tema es complicado, una intervención quirúrgica no demorable en una niña con problemas para intubar. Necesitan un broncoscopista con experiencia y lo necesitan ya. ¿Podrías hacerte cargo?

Evidentemente. No tardo un segundo en contestar afirmativamente. De nuevo en marcha. De nuevo a primera línea. Ya era hora. Me calzo las zapatillas de deporte, tomo el coche y salgo disparado. Si hay algo que acumulo en demasía es experiencia. Y ganas de hacer algo más que teletrabajo.

Después de días de confinamiento, viendo y escuchando las noticias machacando sobre el tema y leyendo la prensa, todo lo que llega hasta mi presenta un mundo en crisis. Como digo, salí de casa esperando encontrar un paisaje apocalíptico ahí fuera, tipo el mundo de Blade Runner o, quizás el más violento, de Mad Max.

Ante el escepticismo de mi mujer, entre asustada y asombrada por lo súbito del trance, me despedí de ella como si fuera a la guerra. Muy épico y heroico yo.

¿Arrancaría el coche después de tanto tiempo parado? El coche arranco a la primera, la lluvia acida no parecía haberle afectado. Al salir del garaje el día aparecía brillante. No vi leopardos y jabalíes en las calles. Ni tan siquiera los tranquilos patos de las fotos del SUR.

Mi cabeza entró en ebullición. ¿Ahora que haré cuando me pare la policía?; no llevo documentación que me acredite como médico, ni pase de empresa que diga que soy necesario. Me tendrán que acompañar hasta el hospital para que vean que es verdad, que no les miento. Entre el escaso tráfico de la mañana, eso es verdad que sí, me crucé con algún coche patrulla, que no hizo la mas mínima intención de pararme,

¿Ahora dónde aparco? Los aparcamientos del hospital estarán cerrados; no habrá nadie en las calles; excepto bolas de cardos del desierto movidas por el viento enseñoreándose de los espacios vacios de automóviles.

Con esas ideas rondándome en la cabeza llego al Hospital Materno. Los aparcamientos siguen allí, como es habitual, con coches del personal en un numero algo menor, pero tampoco tanto menor. Se nota que hay huecos y no se ve pasar a pacientes. Pues no, no tengo problema en dejar el coche. Y de gratis, como pensaba, cual don Quijote en la venta, nada de nada: 1, 50 euritos; como siempre. Al parecer no impresioné al muchacho con mi arrojo. A pagar señor, por muy médico heroico e imprescindible que diga usted que es.

Las calles limpias, más de lo acostumbrado, y gentes que se dirigen a sus trabajos. Algunos con mascarillas –FP2 o quirúrgicas– y todos manteniendo las distancias. Y pasan camiones de reparto. Los basureros barren y limpian. Algunas escasas personas, que supongo pacientes por el aspecto, se dirigen al hospital cruzando los pasos de cebra, sin cebras. De dos en dos o de tres en tres.

Vaya, no ha cambiado tanto el panorama. Los coches y las motos del cercano acuartelamiento de la Guardia Civil salen como de costumbre, entre luces azules y sirenas. Nadie me para para pedirme la documentación, ni tampoco se me cuadran para saludar al héroe que me creo que soy. No aprecio devastación alrededor mío.

Entro y me encuentro a las personas de recepción, en recepción; con guantes y mascarillas según marca el protocolo. Y saludan como siempre con amabilidad y asomo de sonrisa, que no veo por la mascarilla pero que percibo en su mirada. Bueno, mejor así, me digo.

Me encuentro con más compañeros. Todos enmascarados y trajeados de papel azul o tela verde. Me dirijo a los quirófanos de la primera planta. En el antequirófano me encuentro con la anestesista que me llamó a casa.

– Dios mío, Javier. Discúlpame por haberte hecho venir. No sabía que no te dejaban acudir al centro por tu edad. Me lo han dicho y me he ganado una buena bronca del Dire y de tu jefa de servicio. Lo siento de veras. Te he vuelto a llamar para decirte qué, de todas maneras, el problema se solucionó. La pude intubar con ayuda de una guía sin mayores dificultades. Ahora se lo iba a decir a la gente de tu servicio. Gracias de todas maneras.

Me quedé de piedra. A lo mejor tenían razón. No era tan imprescindible como los aplausos de los vecinos me habían hecho creer. Ahora que le cuento a mi mujer… Bueno, lo mejor sería callarse y adornar un poco la cosa.

La voz de la enfermera de quirófano me llegó desde atrás por el largo pasillo.

– Dr. Que nos dice su señora que no se olvide el pan. Y que vuelva pronto. Ya le hemos dicho que todo esta solucionado y que va para allá. Gracias. Mejor no adornar nada…

Dos almas

Desde que tengo memoria, mi vida ha estado tejida con hilos de amor, esperanza y la inquebrantable determinación de mis padres. Recuerdo el día en que todo cambió: el diagnóstico de fibrosis quística llegó como un susurro inesperado en medio de una tormenta. Nadie entendía bien qué significaba esa palabra tan extraña, pero en sus ojos se reflejaba la certeza de que, a pesar de la incertidumbre, lucharían cada batalla a mi lado. Aquel primer día, mientras los médicos explicaban entre términos técnicos y miradas serias, mis padres intercambiaron una mirada silenciosa con ojos llorosos. Pero en esa mirada se veía un compromiso eterno de cuidar de mí sin importar los desafíos que se avecinaban.

Aquellos primeros momentos estuvieron llenos de dudas y miedos. Mis padres, sin tener ni idea de lo que era realmente la fibrosis quística, se sumergieron en un universo de información y esperanzas. Buscaron respuestas en libros, consultas, charlas con expertos y por supuesto, visitaban a menudo la asociación, y cada nuevo dato era asimilado por quienes no pueden perder ni un instante en la lucha contra lo desconocido. En las largas noches, mientras el mundo dormía, ellos se quedaban a mi lado, velando mi sueño, revisando cada respiración asegurándose de que fuera a la máquina (es un dispositivo que te ayuda a eliminar el moco de los pulmones).

Cada visita al hospital era una montaña rusa de emociones. Recuerdo las lágrimas derramadas en momentos de incertidumbre, pero también las risas que surgían en el momento que el médico les decía: “se nota que la medicación y la maquina esta haciendo efecto”. Mis padres aprendieron a transformar el miedo en fortaleza; cada consulta médica se convertía en una lección de vida y cada tratamiento en un símbolo de su lucha diaria. Ellos me enseñaron a ver la belleza en lo pequeño: en el brillo de un amanecer, en la calidez de una mano amiga y en la seguridad de saber que, a pesar de todo, nunca estaría sola.

Con el paso del tiempo, mi enfermedad se fue convirtiendo en una compañera de viaje, una parte de la historia familiar que nos unía aún más. En cada obstáculo, mis padres se mostraban como guerreros incansables, buscando siempre la manera de iluminar

mis días con cariño y dedicación. No bastaba con los cuidados médicos; ellos crearon un hogar lleno de risa y ternura, donde las historias de superación se contaban en voz baja durante las noches y los sueños se renovaban cada amanecer. Recuerdo cómo solían contarme relatos de héroes que, enfrentándose a monstruos invisibles, nunca se dejaban vencer; en cada palabra había la certeza de que, juntos y con amor, cualquier dificultad podía ser superada.

Hubo momentos en que la enfermedad parecía ganar terreno, en que las batallas se hacían más intensas y el cansancio amenazaba con apoderarse de nosotros. Recuerdo tardes enteras en que, con una sonrisa a pesar de las lágrimas, se sentaban a mi lado a planear un futuro lleno de posibilidades. La incertidumbre se transformaba en una especie de magia, aquella que nace cuando se descubre que, en los momentos más oscuros, la luz del cariño familiar puede encender estrellas en el corazón.

Hoy, al mirar atrás, veo una historia de lucha y de amor que va más allá de las palabras. La fibrosis quística, con todas sus sombras y desafíos, se convirtió en el apoyo familiar que nunca logre ver, y que, ahora lo veo. La historia de mis padres es la historia de dos almas que, a pesar de la ignorancia inicial, se convirtieron en guerreros sabios y valientes, dispuestos a cruzar desiertos y escalar montañas por mi bienestar. En cada cicatriz, en cada mirada cansada pero llena de ternura, se esconde el relato de una lucha que nunca se rindió.

Ese amor incondicional me enseñó a encontrar la belleza en la imperfección y a ver en cada batalla la oportunidad de crecer. Sus manos, siempre dispuestas a acunarme, se convirtieron en el faro que me guió en las noches más oscuras. Y es que, a veces, el verdadero milagro no reside en curar, sino en acompañar; en convertir cada día en un motivo para agradecer y en transformar la incertidumbre en esperanza renovada.

La historia de mis padres y la mía es, en definitiva, un testimonio del poder del amor familiar. Es la historia de dos héroes cotidianos que, sin saberlo, me regalaron el verdadero significado del amor incondicional. Así, cada página de mi vida se escribe con el eco de sus latidos, recordándome que, en este viaje, jamás estoy sola.

Y es que, aunque la fibrosis quística es parte de mi camino, el amor de mis padres es la brújula que siempre me orienta hacia la luz. Su coraje y entrega son el recordatorio diario de que, incluso en medio de la adversidad, la vida se llena de momentos bonitos, de sonrisas inesperadas y de un amor que trasciende cualquier obstáculo.

Esta es la historia de un amor inquebrantable, de padres que se convirtieron en héroes sin capa y de una batalla que, a pesar de sus retos, nos enseñó que la verdadera fuerza reside en el corazón. Cada palabra, cada recuerdo, es un homenaje a la valentía y al amor que, día tras día, hace de este viaje algo extraordinario y lleno de luz.

Las alas de Martín

Martín era un niño con pulmones de papel. Así le gustaba pensar en ellos, porque eran frágiles y a veces se arrugaban como una hoja mojada, impidiéndole correr como los demás niños.

– ¿Por qué tengo que hacer tantas medicinas y terapias, mamá? –preguntaba con el ceño fruncido, mientras ella le daba palmaditas en la espalda para ayudarle a respirar mejor.

– Porque tienes pulmones especiales, mi amor –le respondía su madre con una sonrisa–. Son como las alas de una mariposa: frágiles, pero hermosas. Y aunque no puedas volar como los demás, eso no significa que no puedas llegar lejos.

A Martín le gustaba imaginar que tenía alas en la espalda, como las mariposas que revoloteaban en el jardín. Pero a veces, cuando se cansaba de toser o tenía que quedarse en casa mientras sus amigos jugaban afuera, se sentía atrapado, como un capullo que nunca podría abrirse.

– Las mariposas vuelan –murmuró un día, mientras miraba por la ventana–. Pero yo solo puedo mirar desde aquí.

Su abuelo, que estaba sentado a su lado, sonrió y señaló un pequeño capullo en una rama cercana.

– ¿Ves ese capullo, Martín? Parece quieto, pero dentro de él hay una mariposa que aún no ha desplegado sus alas. Espera el momento justo.

Martín frunció el ceño.

– ¿Y si nunca puede salir?

El abuelo acarició su cabeza con cariño.

– Siempre sale. A veces tarda más, pero cuando lo hace, es aún más fuerte porque tuvo que luchar para abrirse paso.

Los días pasaron y, poco a poco, Martín empezó a ver las cosas de otra manera. Tal vez sus pulmones eran frágiles, pero su corazón era fuerte. Tal vez no podía correr como los demás, pero tenía su propia manera de brillar.

Y una mañana, cuando menos lo esperaba, el capullo del árbol se abrió. De su interior emergió una mariposa de alas grandes y doradas, que revoloteó con gracia y se elevó hacia el cielo.

Martín sonrió y apoyó la mano en su pecho, sintiendo su propio aliento, su propia lucha.

– Yo también volaré –susurró.

Porque entendió que no todas las alas son iguales. Algunas son de plumas, otras de mariposa… y algunas, como las suyas, estaban hechas de fuerza y valentía.

El diente de león

Había una vez un pequeño diente de león llamado Lilo, que vivía en un prado lleno de flores de colores. Desde su tallo verde y delgado, Lilo miraba maravillado cómo las mariposas danzaban en el aire y los abejorros zumbaban de un lado a otro, siempre ocupados en su labor.

Pero Lilo tenía miedo.

Cada día, el viento pasaba por el prado y se llevaba consigo las semillas de los dientes de león más viejos, haciéndolas volar alto en el cielo. Lilo observaba cómo se alejaban flotando suavemente y se preguntaba qué habría más allá de la colina.

– No quiero que el viento me lleve –decía Lilo, apretando fuerte sus pétalos–. Aquí estoy a salvo.

El sol le sonreía desde arriba y la tierra lo abrazaba con su tibieza, pero Lilo no podía evitar preocuparse.

– ¿Y si me pierdo? ¿Y si caigo en un lugar donde no haya sol ni tierra suave?

Un día, una brisa suave le susurró al oído:

– Pequeño Lilo, ¿no tienes curiosidad por ver el mundo?

– Tengo miedo –confesó el diente de león–. ¿Y si el viento me lleva muy lejos?

– ¿Y si te lleva a un lugar maravilloso? –le respondió la brisa con dulzura–. Nunca lo sabrás si no te dejas llevar.

Lilo pensó en ello durante días y noches. Veía cómo los otros dientes de león soltaban sus semillas y las dejaban viajar con el viento, bailando entre las nubes. Parecían tan felices…

Y entonces, una mañana en la que el sol brillaba con más fuerza que nunca, Lilo sintió que estaba listo.

Soltó sus semillas.

Sintió el viento abrazarlas con delicadeza y elevarlas por el aire, haciéndolas girar como pequeños paracaídas blancos.

Y Lilo ya no tuvo miedo.

Porque comprendió que el viento no estaba ahí para llevárselo lejos y dejarlo solo. Estaba ahí para ayudarlo a encontrar su propio camino.

Días después, en un rincón del prado donde nunca antes había crecido un diente de león, una semilla de Lilo aterrizó suavemente en la tierra fértil.

Y allí, con el tiempo, nació una nueva flor.

La fibrosis quística es como un diente de león, nos hace parecer frágiles. A veces, el cambio da miedo. Pero si confiamos en la vida y nos dejamos llevar, podemos descubrir que los nuevos comienzos nos llevan a lugares maravillosos.

El susurro de Martín

Martín siempre había creído que el viento tenía voz. No como la de su mamá o la de su abuelo, sino una voz suave, escondida en los susurros que se colaban por las rendijas de la ventana.

A veces le hablaba en las noches en las que su pecho dolía y respirar se volvía difícil. Esas eran las noches en las que Martín imaginaba que tenía pulmones de cristal, tan delicados que cualquier suspiro podía hacerlos temblar.

– ¿Por qué no puedo correr como los demás, abuelo? –preguntó un día, mientras observaba a los otros niños jugar en el parque.

El abuelo, que tenía las manos arrugadas pero los ojos llenos de historias, le sonrió.

– Porque cada uno tiene su propia forma de moverse por el mundo, Martín. Algunos corren, otros vuelan.

Martín frunció el ceño.

– Pero yo no tengo alas.

El abuelo señaló el cielo, donde un diente de león soltaba sus semillas al viento.

– ¿Ves esas pequeñas semillas? No tienen alas, pero viajan más lejos que nadie.

Esa noche, cuando el viento volvió a susurrarle, Martín cerró los ojos y se imaginó a sí mismo flotando con las semillas de diente de león, dejando que el aire lo llevara a lugares donde el correr no era necesario, donde bastaba con dejarse llevar.

Y entendió algo.

Tal vez sus pulmones eran frágiles, pero su espíritu no lo era.

Tal vez no podía correr como los demás, pero el viento siempre encontraría una forma de llevarlo lejos.

Sonrió en la oscuridad de su habitación y dejó que el viento le cantara su canción.

Porque ahora sabía que, de alguna manera, él también volaba.

Hombre mina

«La mina se lleva por dentro», oía decir a mi abuelo desde que mi memoria empezó a tejer sus primeros recuerdos. Yo, entonces, imaginaba que todo cuanto veía era rojizo, pues sus pupilas eran de cobre; que sus lunares eran de níquel; y sus canas, de plata.

Algunas tardes, con la televisión de fondo, espiaba su apacible sueño en el sillón, y con cada bostezo, su boca se convertía en una gran abertura, en la que mi imaginación se encargaba de colocar a hombrecitos cargados con sus palas y sus casos, que bajaban una larguísima escalera hacia las galerías subterráneas.

Mi abuelo disfrutaba contándome historias de sus días en la mina, que acompañaba con alguna que otra foto en blanco y negro. Aunque escasas, las que conservaba de aquella época, mostraban a un joven con ropas anchas y manos finas. Yo detenía mi mirada en su rostro huesudo, y observaba las arrugas en su piel, como grietas por las que se filtraba la historia de su vida bajo tierra. A pesar de la nostalgia, también reía recordando algunas anécdotas en la oscuridad de la mina. Su risa, ronca y profunda, siempre era interrumpida por un ataque de tos y un episodio de respiración agónica.

Cuando se ponía de pie con esfuerzo, imaginaba que sus huesos eran de hierro, que pesaban cada vez más, y volvían su esqueleto rígido y torpe. Sentado en su regazo, me preguntaba si aquellas sombras bajo sus ojos serían manchas de hollín, como veía en las fotos.

Cuando los años me permitieron comprender, supe que lo que decía mi abuelo era cierto: la mina la llevaba por dentro, y que aquella tos era una garantía de su dedicación a la tierra. «¿Sicosis?», pregunté extrañado a mi abuela, cuando decidió que era hora de presentarme a la compañera de vida de mi abuelo. «No, silicosis cristalina. Una enfermedad de los que trabajan en la mina», respondió ella con dulzura. En mi representación, aún pueril, me imaginé a la silicosis como un gran monstruo de cristal que se convertía en polvo, e inundaba los pulmones de mi abuelo. Muchas noches, me preguntaba cómo puede un monstruo de cristal vencer a un hombre de hierro. En los cómics y en los

cuentos, el más fuerte siempre vencía; o, al menos, en los que adornaban las estanterías de mi habitación. Mi abuelo, sin embargo, nunca tuvo aspecto de personaje vencido; al contrario, escuchaba a mi abuela decirle «tú puedes» cuando él se detenía unos segundos para respirar profundo, antes de continuar la marcha o subir las escaleras. Y siempre podía, excepto aquel día.

Recuerdo que estaba acabando el tazón de leche cuando sonó el teléfono. Sin mediar palabra, salimos deprisa hacia el hospital. Con la máscara de oxígeno, él nos saludó desde la cama. Puso su mano sobre la mía, y esbozó una sonrisa difusa, a pesar de la respiración forzosa.

Después de una amalgama de conversaciones de las que poco recuerdo, abandonamos la habitación, con la promesa de volver al día siguiente. Miré hacia atrás por última vez, antes de cerrar la puerta tras de mí. Ya tenía edad para saber que ni sus huesos eran de hierro, ni sus lunares de níquel, ni en su sangre había jaspe, cuarzo o rubí. Sin embargo, se anidó desde ese día en mi pecho la esperanza férrea de volverlo a ver, como la del minero que baja cada día a un viejo yacimiento de oro, sabiendo que la posibilidad es remota, pero sigue buscando, incansablemente.

Con la colaboración de:

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