VI Premio Relatos Breves sobre salud respiratoria

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VI CERTAMEN SEPAR sobre salud respiratoria

VI CERTAMEN SEPAR RELATO BREVE

Sobre salud

Respiratoria

DL: B 10826-2024

ISBN: 978-84-127307-3-9

© Copyright 2024. SEPAR

Coordinadores: Carme Hernández, Eusebi Chiner

Con el patrocinio de:

Editado y coordinado por Editorial Respira

RESPIRA-FUNDACIÓN ESPAÑOLA DEL PULMÓN-SEPAR

Provença, 108, Bajos 2ª 08029 Barcelona - ESPAÑA

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni transmitida en ninguna forma o medio alguno, electrónico o mecánico, incluyendo las fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de reprodución de almacenaje de información, sin el permiso escrito del titular del copyright.

Prólogo

En tus manos tienes el libro que recoge el VI Certamen SEPAR de Relato breve sobre salud respiratoria. Treinta y dos relatos, treinta y dos vivencias que nos abren sus páginas a un mundo de sueños, donde sus protagonistas tienen en común el aire que respiramos, la experiencia personal sobre la salud o la enfermedad respiratoria, la inquietud del paciente, del profesional, de los familiares, de los acompañantes y amigos.

SEPARpacientes rinde homenaje desde aquí a los que escribieron, y a los que queriendo hacerlo no están presentes. Pero, sobre todo, rendimos homenaje a los personajes, imaginarios o no, que nos representan, que son los pacientes, los que constituyen nuestra única razón de ser.

La humanidad siempre ha tenido la inclinación a escribir. Poco después de abrir nuestros ojos y ver la luz, de comenzar a gatear y balbucear, para llegar así a alcanzar el milagro de la palabra, nos inclinamos a empuñar un instrumento, que acabará dando como resultado la escritura. Pero para lograrla, debemos integrar voluntad, habilidad, concentración, madurez, creación. Pero por encima de todo, sensibilidad. Eso es lo que transmite la escritura al lector y le confiere la magia de la lectura y su capacidad de producir abstracción.

Abstráete lector leyendo estas páginas, que aunque escondan a veces dolor y sufrimiento, expresan siempre alegría, solidaridad, ternura, esperanza y deseo de compartir.

En sus páginas nos sumergiremos para encontramos a nosotros mismos y a los demás.

Eusebi Chiner y Carme Hernández

Directores de SEPARpacientes

9-5-2024

CERTAMEN SEPAR DE RELATO BREVE 2024 1r PREMIO / Esperando. Domingo Pérez Bejarano ......................... 9 2º PREMIO / Trompetas sonando. El pueblo cantando. Y yo, respirando. Mario de Bonis Encinoso ................................. 13 3r PREMIO / Un martes cualquiera. Carlos Tristán González ................. 17 Efímera. Diana Gómez Gil. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 La inexperiencia. Francisco León Román ................................. 24 La decisión. Irene Caselles González .................................... 27 Respira, vida. María José Vázquez López ................................. 30 Un espíritu de bata blanca. Luis Alejandro Pérez de Llano .................... 31 La paradoja de respirar. Marta Bisshopp García 34 Àngels de la guarda. Andreu Clapés i Flaqué .............................. 37 Sin pecado. Mónica Parramón Ponz ..................................... 40 Burbujas. Jorge Viejo Casas ........................................... 42 La nana que tarareaba a ritmo de curvas y presiones. Cristina Sánchez Fernández .. 44 El gigante con pies de barro. Catia Cilloniz ............................... 46 María Callas & Mr Lung. Dimitri Rodatos 48 Com un canari. Cristina Olivé Piera .................................... 51 Una segunda oportunidad. Victor Calvo Medina........................... 54 Pepa y el mar. Eusebi Chiner Vives ..................................... 57 Amistat. Dunia Domingo Fornells ...................................... 59 La píldora que os dan… Herminia Demetrio Rigüela ....................... 61 Secrets de família. Ingrid Solanes Garcia ................................. 65 Equipo Covid. Sonia Morales Montaño .................................. 68 Lucifer. Paula Camarero García ........................................ 70 La meva petita. Sonia Morales Montaño ................................. 72 Merece la pena. Eva Camarero Rodríguez. ................................ 74
Colores. Yolanda Salicrú Riera 77 Compartiendo camino. María Luisa Fernández Cardenal .................... 80 Sólo acierto cuando me equivoco. Luis Alejandro Pérez de Llano............... 83 TB delatora. Josefina Fernández Díaz.................................... 86 Me enamoré hasta las trancas… Jennifer Ramos Vázquez .................... 90 Las últimas batallas. Raúl Godoy Mayoral ................................ 93 Pompas de ilusión. Cristina Martín Minguillón ............................ 95

PRIMER

PREMIO

Esperando

Sus pasillos eran oscuros y se podían oír voces apagadas a lo lejos. Solo al ver los ojos de esperanza enmarcados en todas las puertas de las habitaciones contiguas, recordarías que aquello era un antiguo hospital destinado a pacientes con tuberculosis, que lenta y andrajosamente iba convirtiéndose en un pretensioso centro nacional de referencia para la atención de enfermedades respiratorias. Amplias galerías y ventanas espaciosas esperaban el caprichoso vaivén reverberante de los vientos que atravesaban los mangales del patio circundante. Un milenario tedio hostil acunaba el sol tostador del mes de Jano. A veces, solo a veces, la brisa.

En esta isla rodeada de tierra, la gente habla dos idiomas. El tono paraguayo del español es característico, construido a regañadientes en los encuentros algo más formales, fruto de décadas de un sistema educativo indigno. El guaraní, por otro lado, perdura como el lenguaje del alma y como indeleble marcador de una rotunda grieta entre clases. Gutural, vestido de una arrogancia ancestral, acechaba bajo un caparazón con el poder de transmutar el interrogatorio medico en un cuadro surrealista, si no se tenía la llave. Y fue así que lo conocí.

Desgreñado y con pómulos salientes que amurallaban unos jóvenes ojos que oteaban extrañamente esperanzados al horizonte, lo vi parado en un limbo entre dos dimensiones: su habitación y el pasillo. No, no había tristeza en su rostro. Incluso atrás de la rítmica aparición de los huecos intercostales pintados en su torso desnudo, testimonio de su interminable hambre de aire, tenía esculpida su fé. Una cánula nasal piadosamente conectada a una extensión de varios metros demarcaba todo su universo caminable. En pocos días cumpliría dos meses de internación ya que en su pueblo no podría conseguir el suplemento de oxigeno que necesitaba y no existía entonces ningún programa de asistencia domiciliar en la isla.

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10 Esperando

– A ha´aro hina… (Estoy esperando, en guaraní), susurró al preguntarle el motivo de su estadía. Estoy esperando que me hagan el trasplante de los pulmones.

La oración irrumpió estruendosamente en mí y ahogó mi pregunta en el fondo del olvido rápido. Pero, ¿quién te dijo que…?. Silencio.

– Quiero contarte que en esta isla nunca se hizo esa cirugía”. Le repliqué, compasivo.

– Si, yo lo sé. Pero voy a ser el primero.

– Es un poco complicado, porque no hay un equipo que se esté conformando, ni lista de donantes, ni infraestructura y tampoco planes mediatos de las autoridades…. al menos que yo sepa, insistí.

– Tal vez. Eso me lo repitieron en las primeras semanas, pero…..yo estoy esperando, murmuró y cerró la conversación dirigiendo su mirada que brilló hacia el techo trasfigurado en infinito.

– Me gustaría hablar con tus familiares, le interrumpí en su trance.

– Hace un mes y medio que no vienen, porque no tienen suficiente dinero para el viático, alegó sin tristeza.

Me contó de la selva que sintió suya en el viaje hacia la ciudad. Hacía tiempo que le costaba respirar y fue obligado por su madre a recibir atención médica. Su padre había fallecido hace años de una enfermedad que también le cortaba la respiración. Era el mal de los poceros.

Orgulloso y con voz entrecortada me relató cuan poderoso se sentía mientras horadaba la tierra y perforaba las rocas hasta desfallecer, momento en que era llevado a la superficie montado en una soga para que otro compañero continúe la excavación hasta la sofocación.

– Competíamos, quien aguantaba más……total: nos olvidábamos de todo cuando veíamos venir el agua, enunció triunfante. Sabía que, estableciendo una fuente para alguna familia, cambiaría por siempre sus vidas.

Supe que el servicio de asistencia social lo había adoptado como tantos otros habitantes-ciudadanos del hospital y que las religiosas tejían con rosarios las lumbreras de sus días, semanas y meses. Tenía una nueva casa. El simplemente estaba ahí, esperando. Los pasillos eran oscuros y se podía oír las voces apagadas a lo lejos. Solo al ver los ojos de esperanza enmarcados en casi todas las puertas de las habitaciones te daban a entender que aquello era un antiguo hospital.

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Domingo

SEGUNDO PREMIO

Trompetas sonando. El pueblo cantando. Y yo, respirando.

Acto 1. Trompetas sonando.

En mi décimo primer cumpleaños, nunca hubiese podido ser de otra forma.

La Arrolladora Banda de los Atardeceres Naranjas desfilaba triunfalmente a la entrada del pueblo. Todos los años, en las mismas fechas que, además, coincidían con mi cumpleaños, nos deleitaban con su particular actuación. Trombones se mezclaban con saxofones. Los clarinetes acompañaban con gracilidad la majestuosidad de las tubas. Pero yo solo tenía oído para las trompetas. Todos los demás sonidos eran fútiles en comparación.

Durante cinco largos años había esperado este momento. Se me había dicho que cuando hubiese controlado mi enfermedad, podría, por primera vez, recibir una clase de estos músicos errantes. Éramos un pueblo humilde. No disponíamos de casa de música ni de instrumentos particulares. Los niños solo podíamos conformarnos con soñar que, durante la tarde del equinoccio de otoño, 24 músicos, con Blas de Lucerna a la cabeza, entrarían de manera triunfal por la calle principal del pueblo cual conquistadores. Y digo conquistadores porque conquistaban nuestros oídos.

Conquistaban nuestros corazones.

Inhalé aire fuertemente y grité:

– ¡Maestro de Lucerna!

La música no paró. Sonreí. Nunca paraba. Pero el señor Blas, haciendo gala de su exquisita educación y trato con los niños, dejó de capitanear a sus músicos para mirarme. Me sonrió. Yo me sonrojé, pero, con andar firme, me aproximé a donde se encontraba. No iba a desperdiciar esta oportunidad. No después de tantos años soñando con este momento.

– Por lo que veo, no has cesado en tu empeño. ¿No es así, Mico? – me dijo Blas.

– Mi sueño es…

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Trompetas sonando. El pueblo cantando. Y yo, respirando.

– Todos sabemos cuál es tu sueño – me interrumpió Blas – La pregunta no es ya si estás dispuesto a realizar el sacrificio que conlleva. Sino si tu cuerpo va a responderte.

– Yo... – enmudecí.

Padecía de asma. Un asma de difícil control, según me habían dicho. Una vez estuve a punto de morir. Me llevaron a las urgencias del hospital comarcal por una crisis grave y estuve una semana conectado a un respirador. Ventilación asistida, creo que se llamaba. Tras eso, un mes más de ingreso. Rehabilitación respiratoria y una frase que me marcaría durante tantos años:

– Sabemos de tu ilusión por ser músico, Mico – me dijo el médico mientras me aferraba el hombro con cariño –, pero ahora mismo, hasta que no mantengamos a raya tu enfermedad, no sería bueno para ti que tocases un instrumento.

Acto 2. El pueblo cantando.

La frustración me inundó. Habían pasado años desde aquel fatídico episodio. ¿Por qué me decía eso el maestro? Además, no había recaído de mi enfermedad. Con los inhaladores estaba controlada.

No. No iba a rendirme tan fácilmente.

Tras la conversación con de Lucerna, me acerqué a Rodrigo Miguélez, un primo segundo mío por parte de padre que tocaba en la banda. Cuando era un crío, muchas noches, mientras mis padres salían, él se quedaba en casa a cuidarme.

Siempre traía su flauta. Yo le pedía tocarla. Pero nunca me dejaba. Al menos, durante aquellas noches, podía disfrutar de las maravillosas sinfonías con las que me deleitaba.

En cuanto me enteré de que ingresaría en la banda, debo reconocer que me alegré mucho por él, aunque también me suscitó un punto de envidia. Sana, por supuesto. Al acercarme a él, después de tantos años, casi no lo reconocí. Se había dejado el pelo largo, recogido en una coleta. Pero, lo que más me sorprendió fue no verle con su flauta de siempre. Llevaba una trompeta.

– ¡Rodrigo! – le dije al plantarme frente a él – ¿Dónde está tu flauta?

– ¡Ay Mico! Tanto me hablaste en su momento de tu amor por el sonido de las trompetas que no he podido resistirme. ¡Ahora soy trompetista!

Los ojos me brillaron. De fondo, oía a todo el pueblo cantando en la calle principal. Las voces de mis vecinos se entremezclaban con las notas de cada uno de los miembros de la banda en una danza majestuosa, como dos cisnes nadando al compás.

La atmósfera que se había creado entre el gentío denotaba una concentración absoluta. La música había vuelto al pueblo un solo ser.

Esbocé una sonrisa pícara. En ese momento, vi mi oportunidad.

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Encinoso
Mario de Bonis

Trompetas sonando. El pueblo cantando. Y yo, respirando.

Acto 3. Y yo respirando.

El carro de la banda estaba desfilando al final de la procesión. El cochero, tirando de las riendas, también se encontraba en una especie de trance. No había nadie más alrededor.

Me despedí de mi primo y, con una rapidez que creía imposible, me escabullí entre las ruedas del carro, colgándome de un listón de madera que lo cruzaba. Allí, suspendido cual chimpancé, ajusté los últimos flecos de mi plan.

En cuanto el carro se detuvo al llegar a la plaza del pueblo, salí de mi escondite y me escurrí para llegar a la puerta trasera. Nadie consiguió verme.

No tenía candado, por lo que simplemente tiré y las puertas se abrieron. Lo que vi me emocionó tanto, que mi respiración se detuvo por un instante.

Todos los instrumentos de repuesto de la banda estaban allí. Tubas, flautas y saxofones inundaban las estanterías. Pero no había ninguna trompeta.

Decepcionado, comencé a buscar en los altillos, en los bajos, pero sin ninguna suerte.

Casi había perdido la esperanza cuando me percaté de un maletín de color negro que sobresalía de un armario en la parte frontal del carro.

Me acerqué y al abrir el maletín, la pude contemplar maravillado. Efectivamente, ¡era una trompeta!

Con un movimiento rápido de piernas, salí del carro y, casi sin pensar, en tres saltos estaba subido al techo. El cochero me miró sorprendido, saliendo de su ensimismamiento.

A lo lejos vi al maestro de Lucerna. Estaba mirándome. Nuestros ojos se cruzaron. Al principio, con claros signos de preocupación. Después, los entrecerró. Resignación. Sabía de mis intenciones y no podía hacer nada para evitarlo.

Yo le sonreí. Sonreí a todo el pueblo, que en ese momento se encontraba mirándome. La música había cesado.

Y en ese momento respiré. Respiré hondo, notando el aire fluyendo a través de mis pulmones. Disfruté de esa sensación. Hace años una tos hubiese interrumpido ese momento. Hoy no ocurriría.

Cerré los ojos en ese momento, concentrado. Y fue en ese momento, cuando los abrí y me llevé la trompeta a los labios, que dos lágrimas solitarias cayeron por mis mejillas. Entonces comencé a tocar.

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TERCER PREMIO

Un martes cualquiera

Nadie te enseña cómo afrontar el que puede ser el día más importante de tu vida. Durante los días previos, Layla se había encargado de rebajar la euforia, apelando a la prudencia, a que cada paciente es un mundo y a que la doctora le había dicho que habría que esperar unos días para ver cómo respondía el cuerpo. Sin embargo, su entorno más cercano, familia y amigos, no había podido evitar ilusionarse con un tratamiento que prometía cambiarlo todo.

Layla tiene fibrosis quística, y a sus 28 años, no recuerda lo que es un día, ni siquiera una hora, sin tener tos. Además, fruto de la propia enfermedad, su salud ha ido empeorando en los últimos años, así que el nuevo medicamento, el ansiado tratamiento del que tanto ha oído hablar, no puede llegar en mejor momento. Aun así, una pulsión interna le impide dejarse llevar por la emoción, tratando de convencer a todo el mundo, de convencerse a sí misma, de que una mejora, por ligera que sea, es suficiente. No en vano, los ensayos clínicos son mucho más optimistas, por lo que hay lugar para ilusionarse; lo que no quiere es llevarse luego el chasco.

Aquel martes amaneció como cualquier otro martes: tos mañanera, fisioterapia y cansancio desde primera hora. Había días más duros, pero una se termina acostumbrando incluso a los peores. Aquel martes, piensa Layla, parece un martes cualquiera, pero una llamada lo cambia todo.

– ¿Layla? Soy la doctora García, del 12 de octubre.

– Ah, sí. ¡Hola! Cuéntame.

– Como ya sabes, hace poco se aprobó el tratamiento para tu mutación, y después de varias semanas, ya lo tenemos aquí. ¿Cómo verías venir el viernes al hospi a tomar la primera dosis?

– ¡Ay dios, qué alegría! Claro, allí estaré.

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18 Un martes cualquiera

– Pues nos vemos el viernes.

Al colgar, una sensación extraña invade a Layla, pero la emoción se sobrepone a la prudencia y lo primero que hace es llamar a sus padres para contarles la noticia. La felicidad traspasa el altavoz del teléfono al tiempo que Layla ve cómo esa sensación que ha sentido minutos antes pesa cada vez más. No tarda en recibir decenas de whatsapps y llamadas de familiares que le dan la enhorabuena. Con cada llamada, con cada mensaje, siente más y más presión.

– ¿Y si no surte efecto? ¿Y si el hígado no aguanta y el tratamiento no s apto para mí? ¿Y si todo queda en nada?

Layla nunca ha sido muy dada a contar cómo sentía que la enfermedad le ganaba la partida en ocasiones, ya que se convencía una y otra vez de que perder una batalla no significa perder la guerra, que para que haya días buenos tiene que haber días malos, y que mantener la calma y el ánimo es el primer paso para afrontar la siguiente partida. Entre esta manera de encerrarse en sí misma y el humor con el que enfrenta la enfermedad, que algunos incluso consideran demasiado atrevido, el drama nunca ha estado muy presente cuando la salud es el tema de conversación.

En esta ocasión, siendo la noticia la mejor que puede recibir una enferma como ella, Layla no sabe cómo gestionar las emociones. Por un lado, quiere ilusionarse e ilusionar a su entorno; por otro, prefiere bajar pulsaciones y restarle importancia.

Tras un miércoles y un jueves en los que se suceden de nuevo las llamadas y los mensajes, finalmente, el viernes, como el martes anterior, amaneció como un viernes cualquiera de consulta, aunque nada tenga que ver con el resto de viernes de consulta. Ha llegado el día.

Layla se levanta con tos, hace la fisioterapia, se ducha con agua caliente para relajar unos músculos tensos desde primera hora por la expectoración de flemas, se viste y pone rumbo al hospital. Por el camino va escuchando música clásica, ya que le ha ayudado a relajarse en ocasiones anteriores en época de exámenes. Esta vez la fórmula no funciona. Cuando llega al hospital, la sala de espera parece tan pequeña que ahoga, a pesar de ser la misma habitación de siempre habilitada para guardar turno. Los segundos se hacen minutos, y los minutos, horas. Nerviosa como nunca antes, Layla trata de distraerse en Instagram, en otro intento fallido de restarle importancia a lo que va a suceder minutos después.

Unos toques en la puerta la devuelven a la realidad.

– ¡Layla! ¿Qué tal? Este es Jesús, está de prácticas. ¿Cómo estás? ¿Preparada?

– Sí. Bueno, supongo que sí… –dice algo tímida. La verdad es que tengo un poco de miedo.

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Carlos Tristán González

– ¿Miedo?

– Sí, no sé. Miedo a las… expectativas.

– Es completamente normal. Cada paciente es un mundo, ya lo sabes, pero Layla, te digo una cosa que es segura: este momento es para disfrutar.

– Ya, ya, si lo sé… Pero bueno, ya sabes, mi familia, mis amigos… Todos esperan que este tratamiento sea, no sé, milagroso, y tengo miedo de que no cumpla con las expectativas y tanto ellos como yo nos llevemos una leche, con perdón.

– Insisto, Layla, es normal. Mira, si estas pastillas están aquí, si han sido aprobadas, es porque han demostrado su eficacia en pacientes con efequ. En los siguientes días iremos viendo cómo te afecta a nivel personal, pero es un día histórico para ti.

En sus 28 años de vida, Layla ha tomado más de 10.000 pastillas, habiendo convertido el gesto de tragarse una píldora en algo tan natural que no necesita ni agua. En cambio, este viernes sus manos tiemblan como nunca antes lo han hecho y su garganta reseca es incapaz de tragar nada sin ayuda de un líquido. Disimulando los temblores y sin pensarlo mucho más, Layla se toma la primera dosis del tratamiento.

Han pasado dos años desde aquel viernes. Layla tardó tres días en notar cómo esa tos perenne de la que no lograba desprenderse se iba apagando; a la semana, solo quedaba un leve carraspeo; y un mes después, ya no había rastro de las flemas. Para entonces, Layla pudo incluso retomar actividades que no practicaba desde su época del instituto, como el fútbol o la natación.

Actualmente, Layla sigue teniendo fibrosis quística, sigue necesitando más de 20 pastillas al día, sigue con el tratamiento y sigue teniendo que ir al hospital cada tres meses para hacerse una revisión. En apariencia, Layla sigue siendo la misma, pero aquel martes que parecía un martes cualquiera, una llamada lo cambió todo para siempre. Desde entonces, no hay día en el que Layla no sea consciente de que la vida puede tenerte preparado un giro de 180 grados que lo cambie todo, así que más vale estar preparado para ello.

20 Un martes
cualquiera

Valeria se encuentra de nuevo en esa habitación que le es hostil. Desde el año pasado sus visitas al hospital son constantes. Las horas caen como losas en forma de recuerdos de su ayer. Apenas recibe visitas, por petición propia. En esos momentos prefiere encerrarse en sí misma, aunque la realidad es que no le gusta mostrarse al mundo tan vulnerable, ella nunca lo fue.

Ella nació con una cardiopatía, fue intervenida quirúrgicamente aun siendo muy pequeña pero el problema no fue solucionado y durante toda su vida ha tenido que convivir con ello. Pero Valeria es un ser tan especial que no sólo se conformó con eso, también la hipertensión pulmonar ha sido su compañera de vida. Sin embargo, las barreras físicas nunca existieron en su cabeza y con una fuerza de voluntad fuera de común ha logrado conseguir todas las metas que se le han puesto por delante. Su tesón le ha permitido conseguir tener una vida normalizada, pero con muchos baches y límites, siempre superados.

Sin embargo, la vida se lo está poniendo difícil durante los últimos meses y sus horas interminables de soledad y hastío en el hospital le ofrecen muchos momentos para la reflexión. Cualquier situación que ocurre entre esas asépticas paredes le evocan recuerdos de su vida que se agolpan en su mente como grandes bofetadas.

Mientras intenta relajarse en la cama con el oxígeno puesto, escucha en el pasillo las risas del personal sanitario y sonríe. En este último año se han convertido casi en su familia y está agradecida por el cariño que le dan y el apoyo que le brindan. Su madre le dice que tiene el síndrome de Estocolmo. Es tan fuerte el vínculo que ha creado con estas personas que cuando está en casa las echa de menos, pero cuando está bajo sus cuidados quiere marcharse. Lo mismo ocurre a la inversa, al personal sanitario no les gusta ver a Valeria por allí, eso nunca es buena señal, pero le encanta cuando llenan sus horas con su alegría, sus historias y su fuerza de voluntad, aunque a veces deben ayudarle a salir de crisis de crispación. No es común ver gente joven en la planta y ella siempre es como una ráfaga de aire fresco.

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Efímera

De repente, al fondo se escuchan unos gritos desgarradores de ayuda, instantáneamente, los pasos resuenan rápido, las ruedas de los carros ensordecen y todo es un abrir y cerrar de puertas. En unos minutos todo en calma. Parece que las Parcas han cortado otro hilo de la vida y Caronte prepara sus remos, va estar ocupado durante los próximos días.

Cansada del tacto áspero de las sábanas de la cama se dirige a la ventana, al abrir respira aire puro, atrás queda el olor a productos de limpieza y a enfermo. A su izquierda ve los Pinares de Venecia en todo su esplendor, al otro la Iglesia de San Antonio, para ella la más bonita de Zaragoza.

Está lloviendo como aquella tarde lluviosa tan entrañable junto a su gatito Gusiluz. Aquel día que se encontraba estudiando y el gatito permanecía impasible encima de los apuntes mirando la lluvia por la ventana. “¡Qué tiempos aquellos!, él estaba flaco y yo tenía toda la vida por delante” –pensó Valeria–.

Llaman a la puerta, es la cena. No está mal, pero es eso, comida de hospital, sosa e insípida. Piensa en los platos que le preparaba su abuela y le hace salivar. Por ejemplo, el cocido que le servía en esa mesa camilla bajo la ventana de chaflan y, por supuesto, las gotitas de café que le servía en una mini tacita y con un caramelo de toffee.

Al terminar se dirige al baño a prepararse para meterse en la cama. Se mira en el espejo y la imagen que le devuelve es una figura, un espectro de un alma rota, abatida, y condenada. Se mira y no se reconoce y no le gusta lo que ve, pues es lo que nunca quiso ser, un alma en pena resignada a su destino. Valeria siente que hace tiempo que se perdió, que hace tiempo que se mira al espejo y no sabe quién es, ni en que se ha convertido. “¿Dónde estoy? ¿Dónde está esa chica que siempre sonreía? ¿Qué pasó con el querer vivir la vida por corta que fuese? ¿Qué fue lo que pasó? “, le pregunta a la imagen del espejo. Piensa en todos los planes que tenía por delante y que ahora jamás se harán.

Los sueños que invadían sus pensamientos se han ido desvaneciendo con el tiempo, tan deprisa como la velocidad con la que se le escapa la vida. Vivir por estar viva, vivir por no morir, esperando a vivir y esperando a morir…esperando a que no pase nada más que el tiempo pasar para llegar a un final.

Con lágrimas en los ojos abandona el baño y vuelve a la cama e intenta dormir, pero una infinidad de pensamientos negativos le impiden reunirse con Morfeo y piensa que se siente como un árbol caduco, que ve cada día perder sus hojas y su esencia, su alegría y energía mientras el tronco lucha por seguir en pie y aparentando ser lo que no es.

Cansada de dar vueltas y de intentar calmar sola su ansiedad decide llamar al personal de enfermería para que le suministren algún narcótico para que pueda descansar. A los pocos minutos entra el enfermero, otra vez él, ese cuyo perfume le hace viajar en el

22 Efímera

tiempo a su juventud. Usa el mismo que su único y verdadero amor que conoció cuando tan sólo tenía 20 años y era tan inocente que en algún momento pensó que él la podría querer tanto como ella a él. Fueron tantos años oliendo ese perfume en su piel que le es imposible no recordarlo cuando lo percibe cerca de ella. Fue un gran amor, pero tormentoso e imposible, un amor loco y enfermizo del que sólo queda los recuerdos y una distanciada amistad.

Con el sabor amargo de las pastillas para dormir intenta controlar sus pensamientos y se centra en el gorgoteo del oxígeno que se escucha de fondo, parece un arroyo en calma. En los últimos tiempos es el sonido que acuna sus noches y, también, muchos días. Es el lastre con el que tiene que vivir porque sin él siente que la han enterrado viva y le han puesto una gran losa en su pecho, nunca conoció lo que es vivir sin fatiga.

Finalmente, Valeria logra conciliar el sueño y sueña con su vida antes de estar tan enferma.

23 Diana Gómez Gil

La inexperiencia

– ¡Por fin un médico de verdad! –se dijo a sí mismo Eladio observando al neumólogo de pelo cano retorciéndose en su silla detrás del ordenador.

– ¿Qué le sucede? –le dijo el médico sin lucir interesado.

– Tengo una tos que no me permite dormir –respondió Eladio afligido.

– ¡Hombre, no será para tanto! –fulminó el médico a su paciente mientras lo examinaba.

– Le crepitan ligeramente las bases de los pulmones –dijo el médico algo impresionado.

– Si crepita, no será bueno – pensó Eladio dubitativo sin siquiera entender el término empleado por cortesía.

– Vamos a pedir una analítica, una tomografía computarizada de alta resolución de tórax y unas pruebas de función pulmonar –dijo el médico entregándole a su paciente los volantes y las citaciones.

– Perfecto, doctor –dijo Eladio sin enterarse de una sola palabra y titubeando acerca de preguntarle si hacía falta una muestra de orina.

A la salida de la consulta le esperaba Dolores, su mujer, ansiosa por las noticias.

– Tengo que hacerme unas pruebas, pero me ruge la parte baja de las costillas –le dijo a su mujer quitándole importancia.

Al menos, a mi favor, puedo decir que me atendió un médico como los de antes, de edad y con experiencia. De esos que no necesitan estar revisando las cosas que uno dice en un libro o a escondidas tras el ordenador. Me preguntó cuatro cosas y ya intuía lo que tenía. ¡Así, tiene que ser!

Después de casi 12 meses, regresa Eladio a la consulta y su médico favorito estaba de vacaciones. Así que le atiende la Dra. Ramírez.

– Buenos días, ¿qué tal se encuentra? –menciona la doctora mientras le invita a sentarse. – ¡Verá no quiero ser maleducado! ¿Y el otro médico dónde está? –dijo Eladio con soberbia y angustiado ante la joven especialista.

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– Lo siento Eladio, pero hoy está citado en mi consulta –respondió la Dra. Ramírez con encrespada educación.

– Eladio tenemos que seguir y me temo que no son buenas noticias –dijo la doctora tras revisar los exámenes solicitados por su compañero.

– La fibrosis pulmonar idiopática es una enfermedad grave y progresiva que requiere de un tratamiento –acotó la médica muy segura de su determinación.

– ¡Bueno, no será para tanto! –refunfuñó Eladio considerando que la novata pudiese estar equivocada.

– Eladio, yo me baso en guías de práctica clínica y deberías tomarte un medicamento antifibrótico –le respondió preocupada y sintiéndose desacreditada por su paciente.

Al salir de la consulta, Eladio enfurecido le comentó a su mujer acerca de la párvula galena que le atendió.

– Tengo fibrosis y tendría que tomar este medicamento que causa muchas molestias gastrointestinales –le dijo el incrédulo Eladio a su mujer.

– Pediré una segunda opinión –dijo Eladio buscando la zona de citaciones y esperando al retorno de su idealizado médico.

El tiempo pasó y Eladio revisaba todos los días su buzón en búsqueda de la cita prometida. Eladio siguió con su vida y decidió, por su propia cuenta, no tomar nada. Al fin y al cabo, la efímera tos se iba y venía sin afectarle como antes.

Un gélido día de invierno, Eladio sintió unas décimas de fiebre y la tos seca se convirtió en productiva, pero no le dio importancia. A la mañana siguiente, la tos se combinó con fatiga impidiéndole descansar por la noche y decidió acudir a Urgencias.

– Eladio, tienes los pulmones muy afectados –le dijo el médico de Urgencias que comenzaba la residencia.

– No será para tanto, dame unos antibióticos y con eso me voy a casa –le devolvió Eladio quedándose a gusto.

El residente decidió comentárselo al adjunto y ambos sentenciaron a Eladio a ser valorado por el neumólogo de guardia.

– Dra. Ramírez, tenemos aquí en Urgencias a un paciente suyo sin seguimiento –le dijo el temeroso residente.

La Dra. Ramírez buscó la historia clínica de Eladio fijándose en que había faltado a las revisiones y no había recogido el medicamento de la farmacia hospitalaria.

– Eladio, ¿qué hiciste todo este tiempo? –le dijo la médica consternada mientras analizaba las pruebas complementarias y examinaba a su paciente.

– No sé doctora, no me volvieron a llamar –dijo Eladio con un tono altanero y despreocupado.

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La Dra. Ramírez decidió ingresar a Eladio por una gripe A que agudizó su fibrosis pulmonar idiopática sin tratamiento. El pronóstico era malo debido a su edad y a la inminente progresión de su patología de base.

Eladio fue llevado a la planta de hospitalización con un reservorio al máximo de litros permitidos, tras ser desestimado por la Unidad de Cuidados Intensivos.

– ¡Vaya, más médicos jóvenes! ¡Espero que venga un verdadero doctor! –dijo Eladio mientras lo movían con una sábana desde la cama proveniente de Urgencias a la de su habitación.

– ¡Encima compartida! ¡Así no se puede decir adiós en condiciones! –dijo Eladio furibundo y buscando el asentimiento de su mujer mientras exhalaba.

26 La inexperiencia

La decisión

No podía creer que el momento hubiera llegado, pensaba con los ojos empañados por la rabia y la congoja que le oprimían la garganta desde hacia semanas.

A sus 19 años Manuel reflexionaba en la sala de espera sobre qué le depararía el futuro. ¿Realmente lo había para él?

Quería evitar a toda costa que su madre se percatase de sus emociones, de que pudiera leerle el alma a través de su mirada y sufriera con ello. No. Lo último que deseaba era ver sufrir a sus padres. Bastante han sufrido ya por mi, pensó.

Primero llegó la silla de ruedas cuando Manuel tenía 10 años y comenzaron las caídas, cuando comenzó a caminar con torpeza, a notar que sus piernas no le respondían cuando intentaba perseguir a sus compañeros de clase jugando en el patio del colegio, hasta impedirle caminar con normalidad. Echaba de menos su antiguo colegio. Luego llegó la cama articulada que tanto costó adaptar al pequeño cuarto de Manuel, al humilde hogar que era todo lo que sus padres podían permitirse…y casi simultáneamente aquel aparato para dormir que tanto odiaba y que enviaba bocanadas de aire a presión para ayudar a su debilitado diafragma.

El último en llegar había sido aquel nuevo cacharro al que su médico había llamado asistente de tos y al que sus padres ya habían tenido que recurrir en tres ocasiones ese invierno. Estaba asustado. No quería tener que ingresar de nuevo. La última vez había supuesto una pesadilla. Había visto el temor reflejado en el rostro de sus padres como nunca antes, pero sabía cuál era la alternativa.

Aquella maldita neumonía inundó con flemas espesas sus pulmones durante semanas. Recordaba oír a su madre rezar junto a los pies de su cama cuando creía que ya dormía y Manuel pensaba en su fuero interno que no era justo que todas sus oraciones fueran por él, que su mayor desea era que sus padres fueran felices. Mamá merecía retomar su trabajo en la fábrica de conservas, ponerse guapa, volver a maquillarse y salir con sus amigas a cenar….

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Piiii!!!!

El pitido anunciando su turno en consulta le arrancó de golpe sus pensamientos. Sabía muy bien que era un día importante.

– Buenos días Manuel, ¿Cómo te encuentras? ¿Has pensado en lo que comentamos en la última visita?

Manuel sabía a qué se refería su neumólogo, aquello le quitaba el sueño cada día. Tenía claro que no quería tener un agujero en la garganta que le impediría comunicarse con normalidad y limitaría todavía más su día a día, pensaba.

Su madre le observaba impotente, sabiendo que alcanzada la mayoría de edad debía respetar el criterio de su hijo .

– Doctor, he estado pensando mucho en ello y he decidido que no quiero realizarme la traqueotomía.

– ¿Estás completamente seguro Manuel? Quiero que entiendas que, en tal caso, si la cosa se pone fea no tenemos mucho más que ofrecerte…. – Lo sé doctor, pero todo lo que quiero es ser un chico normal 19 años, bueno, ya me entiende, todo lo normal que puedo ser con esta enfermedad…

– Lo sé y lo comprendo Manuel. Respetamos tu postura. Sé que no es algo que hayas decidido a la ligera, pero quiero que sepas también que si cambias de opinión todo el equipo médico te apoyará y estará ahí para ti.

– Muchas gracias Doctor, gracias por haberme tratado tan bien todos estos años….

Manuel miraba de soslayo a sus padres y veía recorrer las lágrimas por el rostro de su madre. Papá no lloraba, o al menos nunca lo hacía delante de él, aunque Manuel sabía cuánto le quería y lo duro que había sido para él sobrellevar su enfermedad…

Semanas más tarde Manuel se encontraba nuevamente ingresado en la segunda planta, habitación 211. Sabía lo que eso significaba. Sabía que esa habitación estaba reservada para los “pacientes complejos”, los que requerían aparatos y espacio para ellos. Y de nuevo aquel diagnóstico de neumonía, aquella horrible sensación de falta de aire y aquella dificultad para eliminar las flemas.

Una tarde, mientras su madre hacia uso una vez más del asistente de tos sabiendo lo complicado que resultaba en esta ocasión que su hijo se recuperara, Manuel rememoró toda su vida como si de una película fotográfica a cámara rápida se tratase. Pensó que había tenido una infancia feliz, al menos había conocido qué significaba caminar, correr, había ido de camping con sus padres en dos o tres ocasiones, había ido a la playa y hasta había podido bañarse con su silla adaptada. Sus padres se habían encargado de que Manuel tuviera contacto frecuente con el campo y la montaña y no pudo evitar sonreír cuando recordó con nostalgia aquella media maratón que había “corrido” empujado por su primo Luis en la silla de ruedas.

28 La decisión

Y de repente le sobrevino un pensamiento que se apoderó con toda intensidad de su mente. Quería vivir. No deseaba que aquella neumonía fuera su final.

Quería ver salir el sol cada mañana a través de la ventana de su cuarto y quería volver a sentir el olor a salitre y pisar la arena mojada de la playa.

¡Mamá! Llama al Doctor, quiero comunicarle mi nueva decisión.

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Irene Caselles González

Respira, vida

Tenía esas dos palabras en la cabeza durante toda la tarde… como dos llamadas de atención, dos destellos de luz en la oscuridad, dos latidos… Respira, vida… Y casi sin darme cuenta me puse a escribir, cómo antes: un folio en blanco y un bolígrafo, casi sin pensar, dejando a mi mano la libertad de plasmar mis pensamientos, mis sentimientos… Esas dos palabras: respira, vida. ¿Qué significan para mí? La respiración es un símbolo de vida. Un recién nacido tarda menos de 10 segundos en respirar tras el parto. Con esa primera respiración se inicia un camino largo y difícil, lleno de vivencias, de experiencias, de retos y de oportunidades. Un camino único. Nuestro camino. Esa primera respiración es vida para un nuevo ser pero más vida para una madre agotada y dolorida, siempre por fuera y por desgracia a veces por dentro. Es a partir de ese momento cuando va a vivir y respirar por él. Mi madre no quería vivir si yo no hubiese estado dentro de sus entrañas. Tenía 23 años y una vida por delante cuando mi padre estaba en un lugar y en un momento equivocados, que jamás debieron existir.. Nuevamente dos palabras y una fecha, atormentándome: País Vasco, 1981.

Mi padre dejó de respirar aquel 4 de octubre, dejó de vivir y a mi madre se la arrebataron.

Respiramos de 12 a 18 veces por minuto. A mi madre le quedaban 2 millones de respiraciones para que yo pudiera tener la primera. ¿Para qué respiramos? Para llevar el oxígeno del aire a la sangre y eliminar el dióxido de carbono. Yo viví y mi vida fue el oxígeno que mi madre necesitaba. Mi madre me dio la vida pero mi respiración le devolvió parte de la que le robaron unos asesinos. “Respira, vida”, me decía, y me digo, cada día aquí y ahora. La respiración es mi vida, mi vocación, mi trabajo, lo que hace que ahora esté aquí, intentando transmitir que significan esas dos palabras para mí, par ti mamá… Respira, vida. Juntas. Siempre. Te quiero mamá. Te queremos papá. Gracias por permitirme respirar.

Mi Oxígeno

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Un espíritu de bata blanca

Anoche soñé que moría. Mi corazón dejó de latir y mi alma abandonó mi cuerpo, pero en vez de transitar a otra realidad, a algo más o menos parecido al paraíso cristiano (o al infierno), permanecí unido a mi vida terrena como uno de esos fantasmas que pueblan las novelas góticas. Así que mi espíritu se acomodó a la rutina diaria y, como si fuera un día normal, se acercó puntualmente al hospital donde trabajaba. Allí me encontré con mis queridos compañeros y amigos que, evidentemente, no eran conscientes de mi presencia. Cuando llegué a la sala de sesiones donde cada día nos reunimos para comentar los pacientes ingresados y distribuir las tareas más urgentes, el ambiente era desolador. Rostros demudados, ojos enrojecidos, llantos incontenibles… Mi compañero R, con voz quebrada, tomó la palabra.

– Todavía no me lo puedo creer…aun ayer estaba entre nosotros, lleno de vida, aparentemente sano. Transmitía esa impresión de invulnerabilidad…

Una de mis queridas amigas lo interrumpió entre sollozos.

– Nada será lo mismo sin él. Es una pérdida irreparable, no sé si podremos seguir adelante. Durante todos estos años, nos hemos sentido protegidos y apoyados por su presencia… nos enseñó lo que es ser un médico de verdad, y muchas otras cosas… tan valiosas…no creo que pueda superarlo nunca.

Me sentí reconfortado. Al menos, había logrado en vida el cariño y el respeto de mis compañeros. Su sincera tristeza me conmovió en lo más hondo y yo también sentí ganas de llorar, anegado por esa ola de profundo afecto… pero claro, los espíritus no lloran. Mi viejo colega A, propuso una emocionante iniciativa.

– Podríamos recoger su bata y enmarcarla. Sería algo parecido a lo que hacen en la NBA con las camisetas de los jugadores que han destacado en su equipo. La colgaríamos en una de las paredes de la sala de sesiones, y así su recuerdo nos acompañaría cada día. Me pareció una idea excelente, me hubiera gustado acompañarla con unos aplausos. Un murmullo de aprobación recorrió la habitación y, de nuevo, me invadieron la ternura y el agradecimiento. R retomó su entrecortado discurso.

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– Queridos amigos, estamos rotos por la pena, pero debemos seguir. Hay pacientes que atender y, como él siempre decía, los pacientes son lo primero. Ellos no tienen culpa de lo ocurrido y no merecen que la calidad del servicio caiga en picado. Allí donde quiera que esté ahora el jefe, en ese paraíso de los galenos, estará orgulloso de nosotros si hacemos bien nuestro trabajo, incluso en esta lamentable condición.

Y así, como todos los días, el ilustre grupo de neumólogos repasó y discutió cada caso, paciente por paciente, hasta dejar establecidas todas las responsabilidades del día. Me sentí muy satisfecho del coraje que mis compañeros demostraban en tan aciago momento.

Acompañé a mis colegas a tomarse su café diario. Allí, algo más relajados, siguieron su conversación.

– ¿Y quién será ahora el jefe o la jefa? Preguntó una neumóloga.

– Bueno, yo creo que lo lógico es que la sucesión recaiga en R, contestó otra.

Esa respuesta pareció alcanzar un instantáneo consenso.

– Espero que R no sea tan duro concediendo los días de permiso, ni tan exigente con nosotros…

Se rieron todos. Pero una compañera protestó.

– Eso es humor negro.

– Sí, pero él era el primero en practicar un humor negrísimo…

– Eso es cierto. R, ¿vas a ser benévolo con los permisos?

De nuevo risas. No me lo podía creer. Mi cadáver todavía caliente y ya parecía que todos estaban pasando página. Me sentí furioso, pero seguí a D a mi consulta; se había decidido que él habría de reemplazarme. Pasó la primera paciente. Una mujer mayor entró llorando a lágrima viva y se sentó frente a la mesa del despacho.

– ¡Me acabo de enterar y no lo puedo asumir! ¡Me niego a aceptar que nunca volveré a ver al doctor P! ¡Él que cambió mi vida! ¡Cada vez que le necesité, estuvo dispuesto a escucharme! ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué será de sus pobres pacientes?...Dios mío…¡es horrible!

Me sentí conmovido, mis pacientes me querían. D trató de tranquilizarla.

– No se preocupe, aunque no llegue a alcanzar su nivel, he tenido tiempo de aprender mucho de él. Recibirá una buena atención, se lo garantizo.

Así se habla. El siguiente paciente era un hombre de unos 45 años. D le explicó que él me sustituiría en la consulta a partir de ese día.

– Pues mire, ya sé que no es correcto hablar mal de un muerto, pero ese médico no me caía nada bien. De hecho, iba a pedir un cambio. Jamás me hizo un informe en condiciones para la invalidez que solicité. ¡Y me sigo quedando dormido al volante!

32 Un
bata
espíritu de
blanca

– Bueno, la verdad es que el Dr P era un poco durillo para esas cosas…

¿¿Será posible?? ¡D se ponía de parte de ese caradura, de ese extractor que pretende cobrar una pensión a los 45 años y que los demás trabajemos para él! …indignado, decidí que lo mejor sería marcharme de la consulta y ver cómo se había recibido la noticia en los despachos de la Gerencia. Los encontré reunidos y compungidos.

– La verdad es que es un palo. Era un médico muy comprometido e innovador. Sus ideas ayudaron a mejorar el hospital sin ninguna duda, tenía un don innato, un liderazgo natural…

El gerente parecía bastante afectado. Su reconocimiento a mi labor me emocionó. Continuó con su discurso elogioso hasta que, en un momento, cambió el tono.

– …pero también tenemos que reconocer que su momento había pasado. De hecho, ya estaba buscando la forma de decirle que veríamos con buenos ojos un relevo en la jefatura de neumología. Se había acomodado y necesitamos sangre más joven para que tire del servicio. Nada dura para siempre y el momento de dar el paso a un lado acaba llegando para todos.

Eso ya fue demasiado para mí. Me desperté bruscamente, bañado en un sudor frio, pero finalmente aliviado al comprobar que todo había sido un sueño. Desayuné, me duché y llegué a tiempo de la sesión con la que siempre empezamos un día. Una de mis compañeras se situó al ordenador para repasar los ingresos y discutir los casos clínicos más complicados.

– Jefe, antes de empezar… ¿me puedes firmar el permiso para unos días libres que todavía me quedan por disfrutar?

Pasé la mirada por todos y cada uno de mis compañeros, me tomé mi tiempo. Después cogí el papel que debía firmar, hice un gurruño con él y lo tiré a la papelera.

– A mí no me engañáis, capullos. Os conozco mejor de lo que pensáis… ¿y sabéis lo que os digo? ¡Que no os firmo un permiso ni muerto!

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La paradoja de respirar

Arosa, Suiza, 1935.

A Erwin le gustaba la vida en la montaña. Tras todo lo vivido, no estaba de más tomarse un respiro practicando esquí y alpinismo.

Después del servicio militar en Austria, en 1911, su ritmo de vida había sido frenético. Tras servir como oficial de artillería, en 1917, recibió una oferta para ocupar la cátedra de física teórica de la Universidad de Chernivtsí. Después del colapso del Imperio Austrohúngaro viajó durante largos períodos para ejercer como profesor, desde Stuttgart a Viena pasando por Hamburgo… y terminó ocupando el puesto de jefe del prestigioso Departamento de Física Teórica de la Universidad de Zúrich.

En Arosa, donde suele hospedarse Erwin durante los meses de verano, el edificio principal tiene una escalera exterior que da a un patio con vistas a la montaña, un gran comedor, varios salones con enormes chimeneas, rincones para la lectura e incluso una sala de música. Los techos tienen tres metros de alto. Las habitaciones cuentan con escritorio propio, donde ahora Erwin cierra un nuevo sobre de correspondencia con destino Princeton. Le dan seis comidas al día. No está mal dadas las circunstancias. Se paga en verano 120 coronas por mes y 150 en invierno.

Erwin mira por la ventana de su habitación y observa la inmensidad de Los Alpes. A 1775 metros sobre el nivel del mar todo parece más insignificante. El aire frío araña su garganta, pero no de manera desagradable, más bien le recuerda que posee el privilegio de respirar. A todos se nos termina, tarde o temprano. Lo tiene presente, y, a pesar de ello, se encuentra en paz. Camina hasta el baño para refrescarse la cara. Se mira al espejo. Se toma tiempo para inspirar hasta que no puede más y suelta el aire lentamente, empañando su reflejo. Sonríe. Confía en que seguirá presente tras su último aliento. Estar sin estar. Qué idea tan absurda.

Y, sin embargo, lleva dándole vueltas varios meses, incluso años. Hace ya un tiempo que mantiene correspondencia con Albert, a quien ha hablado de este concepto en varias ocasiones.

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Durante el verano habían discutido múltiples y, en cierto modo, alocadas teorías sobre la física de modelos y las relaciones de indeterminación. Ya en 1926 Erwin había desarrollado una formulación de la teoría cuántica contraria a la original de Heisenberg, y ahora proponía una alternativa a la de su coetáneo Einstein.

“Estimado Albert. No sé qué opine usted sobre lo siguiente que propongo: un gato es encerrado en una cámara de acero, junto con un dispositivo diabólico que, dándose las premisas adecuadas, en el curso de una hora, se activa y lo envenena. Si se ha dejado el sistema evolucionar durante una hora, se diría que el gato todavía vive entretanto el dispositivo no se haya activado. Por tanto, tenemos en la caja al gato vivo y al muerto (perdón por la expresión) mezclados o difuminados a partes iguales”.

Mientras escribía estas líneas una tranquila tarde de agosto, Erwin notó el aire llenándole los pulmones, casi turbulento. El éxtasis de la paradoja. Un gato encerrado en una caja simultáneamente vivo y muerto. En cierto modo se sintió identificado.

Cuando se dispuso a cerrar el sobre, un golpe de tos sacudió su columna vertebral y un reguero escarlata tiñó de rojo la palma de su mano. Ese frescor turbulento ahora ardía en su tráquea, y el aire dejó de entrar.

No era la primera vez que le ocurría, pero quién podía acostumbrarse a algo así. Llamó como pudo a la enfermera.

Lo siguiente que recuerda es despertarse en una cama al lado de otros como él. En el sanatorio hay una disciplina higiénica muy severa, y, según les han dicho, cada uno debe procurarse un aire no respirado por nadie. Difícil en un pabellón con cientos de infectados.

En aquellos años, la conocida como Peste Blanca era la principal causa de muerte en Europa.

Y, pese a que 18 años antes ya se hablaba de una vacuna, muchos como Erwin no tuvieron la suerte de esquivar la epidemia. Se había intentado con sangrías, expectorantes y purgantes, baños calientes… Pero ni el ingenio del mejor doctor había conseguido controlar la Plaga Blanca.

Erwin era un hombre de ciencia, pero era capaz de ver la poesía de aquella situación. Un edificio imponente, lleno de lujos, en lo alto de la montaña, con grandes ventanales y pasillos interminables, repleto de hombres y mujeres consumidos por un organismo mucho más pequeño que la cabeza de un alfiler. Un “bacilo”, según tenía entendido. Curioso que el aire fresco y la altitud fuesen la opción más reconocida para luchar contra algo tan intangible. Lo que no se ve contra lo que no se ve.

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Recordando esto en el baño de su habitación y haciendo caso omiso a las gotitas de sangre que había vertido al toser sobre su lavabo, Erwin comprende que la posibilidad de estar vivo no es más que parte de una ecuación. Un binomio tan simple como incomprensible. Que el mismo aire que nos da la vida oxida nuestras células hasta dejarlas inservibles. Que, al igual que el gato de su hipótesis, uno siempre está vivo y muerto a la vez. Que la vida, sin la muerte, carece de sentido.

En memoria de Erwin Schrödinger, Premio Nobel de Física, fallecido en Viena a los 73 años, de tuberculosis.

36 La paradoja de respirar

Àngels de la guarda

Em situo a tocar dels Pirineus lleidatans. En concret a l’església de Sta. Maria d’Àneu, al Pallars Sobirà i una mica a les afores del nucli urbà d’Esterri d’Àneu i rodejat de camps de conreu que la deixa com una mica solitària, malgrat la masia que hi té al costat.

De fet tot el Pirineu lleidatà com l’aragonès, com el navarrès té una atracció que el fa mereixedor d’unes bones estances, bé per fer bones caminades, com per visitar els pobles que l’honoren molts d’ells amb la corresponent església, ermita o capella d’estil romànic del Segle XI o del S. XII.

Com que soc un enamorat i estudiós del romànic, maldo per visitar l’església . Cal dir que ha sofert forces modificacions al llarg del temps i que desdibuixen força el que hauria estat un monestir de monjos del segle XI. Planta d’una sola nau coronada a l’est per un absis semicircular, més estret que la nau. Les absidioles laterals que molt probablement hi havia, ara han desaparegut. Els sostre està format per un embigat de fusta que descansa sobre cinc arcs apuntats..

De les pintures que hi havia a l’absis ara podem veure unes reproduccions, ja que les originals estan en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC). De la pintura que en resta sempre m’ha colpit en gran manera els dos serafins o àngels amb tres parells d’ales plenes d’ulls. Em centro en aquesta imatge.

El mite o relat dels àngels, diguem-ne com vulguem, fa referència diverses vegades a narracions tant de l’Antic Testament com en el Nou Testament i que al llarg de la història de la literatura i de les arts plàstiques és un element icònic que s’ha anat repetint, amb els diferents conceptes de bellesa, d’acord amb l’època en que varen ser plasmats. Només recordo aquells petits infants, ben rodonets, entrats en carns i ben plens de vida, amb les seves ales ben visibles, que omplen retaures del barroc. Sempre m’han fet treure un somriure de complaença...

Qui son els àngels ? Quin missatge ens donen ? En quins moments es fan visibles ? – Els àngels son missatgers de Déu, com una perllongació de la se va bondat.

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Àngels de la guarda

– Estan al cel, però ens miren als que estem a la terra.

– Tenen tants ulls per mostrar-nos que ens miren i estant amatents a les nostres contingències.

– No són ni homes ni dones. Asexuats.

– Son exemple de bondat.

– Sempre apareixen em moments importants o crítics de la vida o d’una situació determinada.

El mite o relat, que podem creure o no, ens poden donar pistes per entendre el nostre món i la nostra vida. La meva experiència vital és que “àngels” els tenim ben a prop, malgrat que a vegades ens obcequem i no els veiem o no els notem.

Qui son els àngels d’ara ? Quin missatge ens donen els àngels d’ara ? En quins moments es fan visibles els àngels d’ara ?

Per mi:

– Els àngels son aquelles persones que en un moment determinat de la meva vida em varen diagnosticar que tenia una malaltia letal i incurable. Em varen donar la mala notícia que em va desmoralitzar profundament.

– Son els portadors que es fan ressò dels avenços de la medicina, dels equips d’investigació, de les noves medicines. Obren una llum d’esperança, de positivitat, de ganes de resistir i de lluitar. Et pots sentir un perdedor, però gràcies a ells, fa que no ens sentim un derrotat. M’ensenyen a resistir per evitar la derrota. M’ensenyen a resistir perquè, d’alguna manera, resistir és vèncer la malaltia o a d’assumir-la d’una manera diferent.

– No estan al cel. Estan tocant de peus a terra. Físicament al meu costat, però posats els ulls cap al cel, amb esperança i confort que m’ho transmeten amb convicció i vocació.

– També tenen tants ulls com els àngels del mite, per mirar-me constantment i també amatents a les meves contingències. Si estic internat a l’hospital no paren de visitar-me per controlar els aparells als que estic endollat. Em pregunten com em sento i em fan sentir que son algú important per ells.

– Sí, son homes i dones de carn i ossos com jo. Tant és que siguin homes o dones. Tenen una sensibilitat, un tracte afable i acollidor que fa que els estimem en gran manera. Quina pau i quina tranquil·litat ens donen. És igual que siguin metgesses, infermera, lliterer o camiller, o personal de neteja. Formen un equip consolidat on cadascú fa la funció que li toca fer, respectant les funcions que els altres tenen. En el mite aquest conjunt rep el nom de “cort celestial” ! Aquí en diem “equip mèdic i assistencial”

– Son un exemple de bondat i professionalitat. Aquell somriure, aquella paraula amable, aquella punxada a la vena que ni et fa mal, aquella paraula carinyosa, aquell gest de complicitat per compartir amb tu el teu moment. Els sents al teu costat, donan-te la ma

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o apropant-te el mòbil perquè puguis parlar amb la teva família, quan estàs a la UCI o aïllat pel covid-19.

– En els moments importants o crítics de la vida o en el procés de la malaltia, saben donar-te la força que el teu cos et nega. Tots aquells anys i anys d’estudi, d’esforç i de nervis per assolir la competència en aquest treball hi afegeixen un plus que va més enllà dels llibres i de la ciència. És la categoria humana que els dona el nivell d’expertesa en la matèria i en la manera de tractar el dolor d’aquella persona que tenen al davant que també els mira amb tendresa i gratitud. Com que no soc expert en aquest camp, em permeto dir una barbaritat científica: “tant cura la medicació, com el tracte sensible i carinyós que reps dels equips mèdics i sanitaris.”

Sí. Crec profundament i vitalment que aquestes persones són els meus àngels amb qui no tinc prou paraules d’agraïment. La paraula se’m fa curta per poder expressar tot el que sento que he viscut i que, al menys, voldria que cada cop que els tinc al costat, sàpiguen que el meu cor batega amb aquests sentiments d’estimació i reconeixement.

Aquests son els àngels a qui només puc dir des del fons del cor GRÀCIES !!!

39 Andreu Clapés i Flaqué

Sin pecado

Sor María Piedad se había refugiado en el primer corredor. Ya era la tercera vez, en ese mes lluvioso, que le faltaba el aliento con solo dar unos pocos pasos de todos los que había que dar por cada lado del claustro. A veces, cuando tenía tiempo y las tareas lo permitían, daba varias vueltas por el claustro mientras rezaba y cuando terminaba sus oraciones se sentía muy dichosa. Pero aquel día, con solo dar unos pasos, se tenía que apoyar en las piedras a tomar aire con la boca bien abierta. Se ahogaba. Parecía que el aire no quería llegar hasta el fondo de sus pulmones. Se veía a sí misma como los pobres peces del estanque del claustro, que morían con la boca abierta y luego se los encontraban flotando en la superficie.

– ¿Qué tal está, hermana? –Había preguntado sor Asunción al pasar a su lado.– Dichosa mañana, que no para de llover.

– Aquí andamos –pausó para coger aire, y siguió– ni bien ni mal –y volvió a respirar hondo.

Con la cabeza mirando hacia el suelo y la boca bien abierta, se fue hacia su celda. Tenía que cruzar el pasillo, por lo que tenía que caminar sin apoyarse. En ese momento no se sentía con fuerzas para hacerlo. Dio dos pasos muy lentos. Se detuvo a respirar. Tres pasos. Pensó que se desmayaba. Otra bocanada. Si mantenía la calma lo lograría. Así había sido otras veces, aunque aquella vez todo era peor, mucho peor. Logró llegar a la pared. Un poco más adelante se encontraba la puerta de su habitación. Puso las dos manos en la pared de piedra, más arriba de sus hombros. Arrastró las palmas por la fría piedra aun un poco más arriba. Con ese gesto, que tanto le costó, intentaba abrir algo más sus pulmones. Logró una sola bocanada, porque le dio un ataque de tos. Le dolía mucho el pecho. La tos le daba más dolor. Miró a su derecha. Solo tenía que dar los últimos pasos hasta su puerta. Necesitaba llegar a su cama y tumbarse; pero apenas podía moverse. Cuando el ataque de tos se calmó un poco y pudo empujar la puerta de su habitación.

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Entró tambaleándose hasta los pies de su cama. Se apoyó en el borde para avanzar. Su respiración era muy sonora, más que otras veces. Cada exhalación iba acompañada de un pitido prolongadamente agudo. Bien podía ser su lamento por la opresión que sentía en esa parte del cuerpo que no quería funcionar. Se dejó caer pesadamente en la cama boca abajo. Se quitó las sandalias como pudo, para subir las piernas a la cama.

Al darse la vuelta y ponerse boca arriba, se llevó las manos al pecho, luego a la garganta. No entraba aire, se ahogaba. Estar tumbada boca arriba le hacía sentir más la falta de aire. Miró sus uñas, estaban más azuladas que otras veces. Sus manos eran de un blanco muy pálido. También sus pies estaban blanquecinos. Se puso de lado. Le hubiera gustado llamar a alguna hermana que la asistiera y le diera sus bendiciones. En la misa de la mañana había tomado la comunión, como cada día y había pensado en sus últimos pecados. Si hubiera sabido cómo se iba a encontrar poco después, hubiera pedido perdón por toda su vida, para que no quedara ningún pecado posible pendiente de redimir. En cada exhalación la vida se escapaba de su cuerpo. Estaba muy caliente y había empezado a sudar.

Se acordó de su madre y luego de su padre. Su madre también era flemática y había padecido de ahogos, pero no como los suyos. Hacía varios años que no veía a sus padres. Había tenido que sobrellevar esa separación con resignación y pensaba que lo había conseguido. La clausura requería ciertas renuncias y esa era la más dolorosa. No sabía qué habría sido de ellos en ese tiempo y no podía conocer si ellos sabían algo de su joven hija, religiosa por elección personal.

Una hermana se asomó a la celda, porque había dejado la puerta abierta. Menos mal.

– Hermana María Piedad, ¿está usted bien?

– No –dijo ella, pero su voz era apenas un susurro. Hubiera querido que se acercara a darle agua. Sin embargo, la hermana, al no oírla, pensó que dormía y la dejó tranquila. No pudo llamarla. Casi no tenía fuerzas para respirar. El pecho apenas se movía y, con todo, los pitidos eran más agudos que antes.

– Padre del cielo, os pido perdón –decía mascullando, alternando cada palabra con una respiración– por todos –suspiro– mis –respiración profunda. Se giró para quedarse boca arriba– pecados –último suspiro.

Alguien entró a su celda a buscarla para los rezos de la tarde. Encontró a una bella monja con ambas manos sobre el pecho, como si alguien se las hubiera colocado. Dormía plácidamente. Sus labios, antes azulados, habían vuelto a su color normal. Sabían de su dolencia. La dejaron que descansara.

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Burbujas

Visto desde el fondo de la piscina, el exterior parece irreal. Las ondas superficiales del agua distorsionan la visión del techo de la instalación, unas vigas de madera y unas bovedillas cerámicas cuyas conexiones bailan al son de las olas. Cuando un nadador cruza por su campo de visión, avanzando por su correspondiente carril, sus patadas y brazadas revuelven de nuevo todo el campo visual, desbaratando las líneas que ya casi estaban de nuevo rectas. Es una piscina bastante popular, y la distancia entre nadadores no es suficiente para que las aguas vuelvan a estar completamente en calma, incluso con la ayuda de las corcheras. A esta hora de la mañana hay cuatro o cinco personas nadando por carril, y en ocasiones puede ver como dos de ellos coinciden en el mismo punto, en sentidos opuestos. Le gusta ver la alternancia entre el mundo real y su distorsión, como si fuera un caleidoscopio que no pudiera controlar.

No se está mal tumbado en el suelo de la piscina. Le gusta sentir en la espalda las junturas entre las baldosas aguamarina del fondo. Apenas sin esfuerzo puede mantenerse en el mismo lugar, quizás solo de vez en cuando debe dar unos pequeños manotazos para estabilizarse. Hay una pequeña corriente proveniente del lado derecho, un sumidero que atrapa el agua para luego poder realizar la operación completa de limpiado y filtrado. Es necesario estar muy atento para notar el ruido casi imperceptible que realiza, casi como el de sorber por una pajita una bebida gaseosa. Aparte de ese sonido, apenas casi llega nada a sus oídos. Los sonidos externos de los entrenadores y de la música de la zona de gimnasia acuática llegan muy distorsionados, tras rebotar en el techo y atravesar toda la masa de agua. Casi podría decir que está en paz.

Los otros nadadores se sorprenden la primera vez que se cruzan con él en su camino. Verle a él, boca arriba en el fondo de la piscina, es un cambio respecto a la monótona, pero tan necesaria para este tipo de ejercicio, continua sucesión de azulejos aguamarina. Pero tras el primer encuentro, en el que todos los nadadores hacen esa pequeña pausa, por la duda, en una brazada o en una patada, imperceptible para todos menos para él

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ahí abajo, los deportistas se acostumbran, y siguen con sus pensamientos, sin dudas a la hora de afrontar una nueva brazada o un nuevo rolido. Rápidamente nos acostumbramos a todo.

Ha tenido que vaciar sus pulmones para bajar hasta el fondo. Las burbujas han ido bailando desde el fondo de la piscina hasta la superficie, algunas solas, otras en pareja, otras fundiéndose en el camino. El sol de la mañana se refleja en su interior, y se puede visualizar toda la piscina en cada una de las burbujas. El mundo en cada burbuja. Las más pequeñas ascienden más lentamente, como buscando a alguien con quien compartir su viaje. Algunas, las más diminutas, se quedan pegadas a su cuerpo, se alojan en los huecos de su nariz, temerosas aún de comenzar su viaje. Con sus pulmones vacíos, siente que el corazón comienza a ir más lento. Nota cómo los latidos van produciéndose también con menos fuerza. La sangre ya no se distribuye a toda velocidad por sus venas, decide tomarse un respiro, y empieza a caminar en vez de correr. Poco a poco su cuerpo va entrando en una especie de letargo, en una pausa. Está casi en estado de brumación. En una ocasión, estando bajo el agua, se hizo una herida con la tapa del sumidero. Fue un corte superficial en la mano, pero en una zona de la cual manó mucha sangre. Se quedo hipnotizado viendo la sangre salir de su cuerpo, y disolverse rápidamente en el agua con cloro de la piscina, mientras ascendía a la superficie. Se dio cuenta de que no le dolió. No era capaz de sentir dolor ahí abajo. Se acercó más a la herida, para ver la profundidad del corte. Se fijo, que entre la sangre que escapaba de su cuerpo se colaban unas pequeñas burbujas, que huían de dentro de él. Todo parecía querer volver a la superficie. Parpadea un par de veces. Aquí abajo no sabe cuál de las dos dimensiones es la real. La de afuera, tan ruidosa, tan, a veces, dañina. Tan peligrosa, y sin embargo tan vital. La dimensión que aparece al hundir la cabeza en el agua, la dimensión silenciosa, en la que uno no escucha nada que no venga de uno mismo, y donde apenas siente, un refugio temporal que en ocasiones imagina definitivo.

¿Cual era la diferencia entre aquellos dos mundos? ¿Qué era lo que le hacía tener que regresar a aquella superficie, a aquella vida? ¿Qué era lo que le impedía quedarse en el fondo de la piscina para siempre? ¿Por qué no podía hacer allí su vida caleidoscópica y distorsionada? ¿Qué era lo que necesitaba del otro mundo?

Su visión comenzó a doblarse. Sintió una opresión en el pecho, y luchó contra el instinto de su nariz por aspirar. Conocía los síntomas. Era el momento de salir a flote. Se puso en cuclillas en el fondo de la piscina y empujó con todas sus fuerzas. Emergió, dando una gran bocanada.

Era esto.

La nana que tarareaba a ritmo de curvas y presiones

Érase una vez un chiquillo que creció entre partituras y bambalinas.

Érase una vez, las notas de su fiel compañero con cuerdas recién afinado. Érase un músico que creció bailando de día, que susurraba al alcanzar la noche. Susurraba a la sombra del humo que expulsaba por la boca de un cigarro medio gastado. Y es que, como todo buen músico, el sentirse abigarrado por su pasión requería de algún que otro vicio donde depositar su soledad escondida.

Y así pasaron los años. Entre actuación y actuación, entre colilla y colilla. A mayor amor por los escenarios, más iba siendo apagado por la tenue tos matutina y el ahogo, que sonaba in crescendo. Escalando en su propio jadeo. Percibiendo que el órgano que más le sostenía, su propia respiración, le iba fallando. La música, su eterna compañera, ahora es testigo mudo de su declive.

Hasta que una noche el telón se apagó. Él, que contemplaba la vida como una obra infinita, aquella noche se despertó en su propio escenario principal. En la sala de Urgencias de un hospital. Se mueve, se agita, ataca. No comprende nada.

Con los ojos entreabiertos, observó cómo su boca estaba conectada a un extraño tubo que, por primera vez, lo unía a una máquina que trazaba curvas al son de su respiración. Y oye, qué buen compás marcaban.

Escuchaba los murmullos de pequeñas figuras ataviadas de blanco a su alrededor. Encefalopatía hipercápnica le pareció que entonaban. El líder de esta sinfonía médica impartía órdenes que los demás seguían, hasta que por fin se percataron de su recobrada consciencia. Entonces, comprendió dónde estaba. “Estás en el hospital. Llegaste en estado de coma y te conectamos a este ventilador para preservar tu vida”, le explicaron.

Conforme los días pasaban en aquel teatro de nieve, su respiración iba sanando. Esa sensación de falta de aliento iba desapareciendo, despertando gradualmente del letargo en el que se había encontrado.

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Si bien, cuando llegó el día de abandonar el hospital le advirtieron de que no lo haría solo. De que tendría un nuevo compañero nocturno al que tendría que confiar sus sueños y pesadillas.

Y es entonces cuando aprendió de nuevo a respirar.

Aprendió de nuevo a vivir, de una manera distinta. A adaptarse a ese ritmo. A acoplare a aquella melodía nocturna que a partir de entonces sería su respirador. Aprendió a dormir al son de aquella máquina que le conectaba de nuevo a la vida. Su nueva nana que tarareaba a ritmo de curvas y presiones.

Y él, en el fondo, sabía que la vida era eso, que la vida siempre había sido su música. Siempre habían sido figuras que se movían al ritmo de un compás.

Solo tenía que confiar en su nueva musa.

Do-re-mi-fa-sol-inspiración-espiración.

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El gigante con pies de barro

Si hay algo que cambiaria volviendo atrás en el tiempo es el día en que rechace mi diagnostico de asma. Siempre estuve en contra de las etiquetas y el día que mi médico me comento que era asmático no quise siquiera terminar de escucharlo. Como soplar por un tubo puede decir que soy asmático, no lo pude entender. Soy una persona sola independiente y ninguna etiqueta cambiaria mi vida, ¡pensé! Llevaba ya muchos años sintiéndome mal, asfixia, tos, congestiones nasales, falta de aire, cansancio y muchas veces cogía bronquitis un tras de otra, muchas veces pensando que tal vez mi sistema inmune no iba bien y tomar vitaminas me aliviaría. Hasta fumarme un cigarro me sentaba mal, respirar se me hacía difícil, y dormir era un calvario, pero todo lo asocie al estrés del día día. Todo cambio el día que desperté en urgencias del hospital cerca de casa. Al abrir mis ojos no entendí que hacía yo ahí y como paso todo, algunos destellos de recuerdos aparecían y desaparecían, pero nada me mostrada una figura completa de lo que ocurrió. Xavi mi compañero de piso estaba ahí, preguntándome una y otra vez si me había tomado algo o no. Ese día conocí a María la doctora que me atendió y me explico que me encontraron inconsciente en la entrada de mi edificio, nadie sabía si tenía algún problema médico, así que me llevaron a urgencias de inmediato. Un ataque de asma me comento María, y me pregunto por la medicación que llevaba, intenté levantarme y me sentí como un gigante con piernas de barro. Tomo algo para la alergia y vitaminas porque me resfrió mucho le comenté, y los inhaladores me pregunto. No respondí enseguida, porque aún no diferenciaba cual es cual, solo sé que uno es verde y otro blanco, pero no entiendo cómo van, así le comenté que tenía dos, pero casi nunca los utilizaba.

María fue la persona que dio luz a la oscuridad de mis miedos a tener una etiqueta. Volviendo hacia atrás, puedo entender ahora aquellos cansancios en el patio del cole, las constantes paradas en clase de deporte, la asfixia, y el cansancio crónico que muchas veces confundí con pereza. Ahora que lo pienso, muchas veces desperté como un

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gigante con pies de barro, pero no tuve el tiempo de procesar que era aquello. Esa luz de sus palabras al explicarme lo que me ocurría por el asma fue como música para mis oídos, por fin le daba sentido a muchas cosas volviendo hacia atrás. Y me arrepentí de dejar a medias aquella conversación con mi medico cuando sentí miedo a la etiqueta. No puedo negar el miedo que sentí al entender que estaba en urgencias y porque esto había ocurrido.

Hay veces tememos al fantasma que pueda a ver en nuestro hogar, pero en mi caso era terror a sentirme marcado por una etiqueta que ahora comprendo es solo una característica mía, como cualquier otra persona puede tener y vivir con ello.

Este gigante con pies de barro me enseño que lo bueno siempre vencerá al mal. El gigante de pies de barro no volverá a despertar en mi porque aquellas palabras de luz me hicieron comprender que puedo aceptar mi asma como una parte de mí, que es algo que yo puedo controlar, y puedo vivir una vida plena.

Siempre he sido un solitario, ahora estoy aprendiendo a llevar una relación con mi asma, nadie dijo que las relaciones fueran sencillas al inicio, pero ahora después de casi 3 años de relación puedo decir sinceramente que nos llevamos bien y que todo va muy bien. He descubierto que muchos mitos sobre el asma son solo eso “mitos”, he descubierto a un grupo de personas con asma que me animan y todo es más sencillo cuando vuelven estos sentimientos de falta de aire y pienso en el gigante con pies de barro, pero estoy seguro que ya no volverá.

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María Callas & Mr Lung

El señor Antonio H. un achaparrado sureño con excesiva facundia y una carga emocional reincidente, resultado de sus infinitas dolencias, fue el primero en cuestionar inocentemente la efectividad de aquella terapia musical que le habían propuesto para el tratamiento de su enfermedad respiratoria, que, sumada a los demás trastornos físicos, le tenían perjudicado, por lo que para llegar al lugar del ensayo cada miércoles a las tres le costaba lo suyo. Apoyado en su charolada gayata, andaba arrastrando los pies, suspirando a cada paso y lamentando los últimos doce años que la vida le había cargado con todas sus miserias, abandonándolo solo y enfermo con escasas esperanzas y con un insoportable dolor corpóreo y mental.

– Si no hay una clara evidencia de que el canto y la música mejoran mi capacidad pulmonar, mejor la próxima me quedo en casa –se lamentó al acabar la segunda jornada de ensayos–. Y eso que me lo estoy pasando fenomenal, pero solo pensar en llegar hasta aquí en metro es un calvario –sentenció.

La profesora de educación musical, enviada del mismísimo Palau de la Música de la Ciudad Condal para tratar de demostrar que el canto y la música pueden aportar un refuerzo en la mejoría de las enfermedades respiratorias, se mordió el labio inferior, levantó las cejas y suspiró con condescendencia, pues entendía que el sufrimiento humano no siempre se podía aplacar con unas nobles notas de solfeo.

– Intente venir señor Antonio, siempre que pueda –le replicó con suavidad–. Estoy segura de que le vendrá muy bien. Ya sé que para usted es muy difícil, pero si hace un pequeño esfuerzo no lo lamentará. Es muy importante que la adversidad no le afecte en su día a día y no se venga abajo. El optimismo trágico es trascendental.

El grupo de los trece voluntarios, que arracimados como un ramillete en la sala estaban ejecutando un ensayo, asintió al unísono con la cabeza. Ya empezaban a acostumbrarse a estar todos juntos cada semana en esta pequeña aula hospitalaria siguiendo las instrucciones de la directora del coro, acompasando sus pasos, abriendo los labios en aes,

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úes e íes y aprendiendo a respirar con más facilidad a partir de grandes dosis de suspiros, jadeos, soplos y gemidos que se transformaban racionalmente en notas musicales de distintos timbres y escalas. No pretendían alcanzar grados de tenores ni sopranos ni cantar con la coral polifónica de Barcelona en un gran escenario, sino mejorar su condición de pacientes respiratorios, aplacar la hiperventilación, prescindir de aquella molesta y persistente tos y a la vez divertirse con esa sesión de musicoterapia a la que por propia voluntad se habían apuntado.

Sin embargo, aunque el sufrido señor Antonio lo deseaba como nada en el mundo, a los tres días decidió dejar de asistir, pues a veces el mínimo esfuerzo para un enfermo de asma o EPOC es una empinada pared sin fisuras de manos, imposible de escalar sin cuerda. Claro que para otros pacientes con hipertensión pulmonar, bronquiectasias o fibrosis pulmonar ese muro podría transformarse en montañas desafiantes, norias altas o en precipicios y abismos profundos.

– Lo mío es aún más raro –terció Ana. Se llama NOC, y es una enfermedad idiopática, aunque por lo general no me impide hacer la vida normal, ya que va por brotes. Pero entiendo a Antonio y su resentimiento.

– Os propongo un ejercicio de meditación para levantar los ánimos –se ofreció Gloria improvisando–. Marta, Rossa, Josep, plantad los pies con firmeza en el suelo y cerrad los ojos, respirando suavemente y con ritmo desde las profundidades de vuestro ser. Intentad seguir mi voz, sintiendo el sonido del agua que fluye dentro de nuestros cuerpos y reflexionad en silencio. Imaginad como un hilo sedoso cargado de luz nace bajo vuestra fascia plantar y se va desenrollando lentamente, traspasando vuestros pies para luego subir como una serpentina hecha de libélulas por el dorso acariciando vuestra respiración, regularizándola, conduciéndola con suavidad hasta la exhalación. Quizás notaréis que quiera salir por la cima de la cabeza como si quisiera transformaros en una marioneta alegre. Como si fuerais unos imaginarios titiriteros, intentad manejarla con maestría para que al son de la música pueda bailar y cantar. Entonces, cantad a coro con ella. Eso calmará vuestra ansia, vuestra inquietud, apaciguará vuestra alma anhelosa y os ayudará a controlar la respiración.

Gloria acompañaba los ritmos rascando con destreza las teclas del pequeño piano eléctrico para definir el compás mientras buscaba las letras de las breves canciones que creía adecuadas para ensayar, sincronizando la música con la respiración de los pacientes elegidos para este ensayo. Los ritmos africanos resultaban los más adecuados para este ejercicio y sonaban como un orfeón infantil volviendo de su excursión de domingo más placentera.

—Ma—Ké—Tu—tú—tue—PáPa, Ma—Ké—Tu—tú—tue—Pá/Tútue—Tútue—PáPa, Tútue—Tútue—Pá/Iégere—Iégere—Iégere—Iéee, Iégere—Iégere—Iégere—Ié.

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La melodía se acoplaba sorprendentemente con el aire que se respiraba en aquella modesta sala, donde el aliento de los afectados por patologías respiratorias crónicas se transformaba en una inarmónica interpretación que, curiosamente, encajaba a la perfección con la habitual disonancia de los pasillos del referencial hospital de Bellvitge. Al tercer ensayo, el Cant Coral de Bellvitge, como Mery lo había bautizado, era toda una realidad. Bernabé parecía ya un corista experimentado, y Lali había alcanzado la escala musical de Re sostenido. Pero no se trataba de eso, sino de acoplar la esperanza de vida con el compás de la supervivencia, cuanto más prolongada mejor.

Como en todas las enfermedades, el ánimo y la positividad ante la adversidad constituía un porcentaje importante de la sanación. Eran el placebo de la esperanza. Aunque la mayor parte lo aportan los ensayos, las diatribas, las investigaciones, los medicamentos y la destreza y el empeño de los doctores implicados, en este curioso ensayo se pretendía demostrar que también la aportación de agentes externos tan sorprendentes como el efecto que produce la música en la positividad del paciente podría ser, sino determinante, un aliciente válido para la superación de la enfermedad.

– La música no es un remedio científicamente sanador, no lleva incorporada pirfenidona, tadalafilo ni nintendanib, pero expresar las emociones a través del canto resulta alentador. Es la liberación de una fuerza que está perniciosamente estancada, apresada en un hermético envoltorio que permanece inmóvil como el agua de un estanque. Y luego, si dejáis estallar esta energía, se precipita de la presa como un torrente liberado. La vibración de la música en el agua de vuestro cuerpo afecta positivamente en el ánimo y cristaliza con formas muy armónicas en vuestro interior. La música y el canto, su poder dilatador, pueden llegar a tener en vosotros un efecto sugestivo benéfico. Ser un placebo vital. Una prueba de vida. Un aliciente esencial en vuestro día a día y un protector de esperanzas y de sueños por encima de todo. Antonio se quedó hasta el final del ensayo convencido, alternando horas y días y noches con su invisible protector. Sabía que aquel viaje polifónico llegaba a su fin y que habría que volver a la realidad. Con ello quizás acabaría ese sueño hermoso que le había ocurrido en el camino. Las luces de la sala, los cánticos, las notas musicales, el calor de los compañeros de viaje, se estaban alejando. ¿Qué voy a esperar de una sesión así de fantasmagórica?, pensó. La enfermedad seguiría su imparable camino. La soledad sería la única que lo seguiría acompañando. Sin embargo, ahora ya no se sentía tan solo. Intuía que las notas le seguirían hechizando. Le hacían estar en paz consigo mismo. Su recuerdo le ilusionaba y le llamaba a seguir creyendo. Dudas, temores, emociones, esperanza, ternura y revelaciones, mezcladas en aquella exótica melodía que penetraba en su ser le habían transformado en una persona nueva.

—Iégere—Iégere—Iégere—Iéee, …Iégere—Iégere—Iégere—Ié.

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Com un canari

Em sentia ben bé com un canari amb dificultats per respirar; un ocell d’aquells que baixaven a les mines de carbó per aixecar l’alerta sobre la presència de gasos nocius en l’aire, especialment el grisú en les mines d’hulla.

Feia temps que no podia inspirar i exhalar normalment i qualsevol bafarada forta surant en l’ambient em feia pantaixar de manera alarmant. Allò no podia ser res de bo i anar al metge perquè ho corroborés era l’últim que tenia pensat fer. Temia afrontar la realitat. Soc poruc de mena.

Sortia tot sovint a l’eixida amb qualsevol pretext. M’enganyava a mi mateix pensant que, a la matinada, ho feia per notar la frescor de la rosada, al migdia per omplir-me els pulmons amb la marinada quan bufa fort i al vespre, quan comença a caure la nit que ho emmascara tot d’ombres i alhora de pau, per a reflexionar i retrobar-me a mi mateix.

Vivia així, amb una sensació d’angoixa creixent per la presència irremeiable d’un perill atroç, amb una dificultat respiratòria cada vegada més persistent i fatigosa, difícil de dissimular, i amb un sentiment de desconfiança que em recordava cada minut que estava davant d’un atzucac perillós al qual s’havia de plantar cara com més aviat millor.

Estava tot sol, lluny de la meva única filla que feia tres anys que vivia al Canadà amb el seu marit. L’havia anat a veure l’estiu passat, quan encara em veia amb cor d’amagar el meu estat.

Ells estaven bé, engrescats amb la seva nova casa, amplia i lluminosa, situada en un barri idíl·lic dels afores de Toronto. L’habitatge era gran, ben distribuït, amb habitacions espaioses i un gran jardí. Estaven exultants de satisfacció per tot el que estaven aconseguint.

Em va cridar l’atenció veure que, durant els quinze dies que va durar la visita, es van afanyar a equipar el jardí amb un tobogan i un petit gronxador i varen pintar una de les habitacions amb motius infantils.

Tota la família som molt discrets i no vaig gosar comentar res. Som del parer que les notícies, tant les bones com les dolentes, les ha de donar directament l’interessat. No s’hi

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val anar-lo burxant perquè reveli el missatge tant sí com no, si està clar que considera que encara no és el moment adequat de fer-ho.

El primer dilluns de la setmana que tornava a ser a casa, a primera hora de la tarda, el seu matí canadenc, em va trucar la meva nena per confirmar-me que estava esperant un fill, que aquesta vegada l’embaràs anava endavant. Havien volgut estar segurs que tot estava bé per anunciar-ho obertament. Havia patit un parell d’avortaments i creien que era preferible no il·lusionar-se massa abans d’hora.

Aquella mateixa nit, seguint el meu ritual de sortir a l’eixida per poder respirar millor, vaig decidir sota les estrelles que aniria al metge. Havia de resoldre la meva situació, conèixer l’abast del problema. Ara tenia un motiu important per viure. Tenir un net, ser avi, havia estat un dels meus desitjos més importants els darrers anys, però, per raons òbvies, no podia pas comentar-ho a la meva filla.

Vaig demanar cita al servei de pneumologia de l’hospital. Em varen fer tot un reguitzell de proves mèdiques, algunes d’elles bastant dures, que varen ratificar el que pressentia.

L’operació va ser un èxit. Els cirurgians toràcics em varen assegurar que s’havia pogut extirpar completament el tumor i que no calia realitzar cap tractament, si bé m’hauria de sotmetre a uns controls periòdics de forma estricta. Sortosament, no hi havia cap motiu per no recuperar de mica en mica una capacitat pulmonar adequada i tenir una qualitat de vida acceptable.

Estava content i tornava a tenir ganes de passejar, d’anar amunt i avall, de gaudir de la vida i ser feliç.

El nen, perquè esperaven un nen, havia de néixer al cap de poc temps i volien que viatgés al Canadà per ser allà, amb la meva filla i el meu gendre, quan tornessin a casa amb el bebè. Em mirava cada dos per tres el bitllet d’avió que tenia a la calaixera per estar segur del dia, de l’hora i del número de vol reservat. Havia d’evitar que em passés per alt qualsevol dada important del viatge. És el que fem la gent gran quan hi ha algun esdeveniment que ens entusiasma.

trucàvem sovint amb la filla, videotrucades; jo per saber com estava ella i ella per saber com em trobava jo i un dia, amb un riure sorneguer que la va delatar, em va agrair que l’estiu passat no li hagués fet cap comentari sobre els estris del jardí i l’habitació infantil que tenien a mig preparar. Tot era una estratègia del matrimoni. Em va sorprendre quan em va dir que estava al cas dels meus problemes respiratoris i sospitava què em passava, mal que també sabia que, per la meva manera de ser, no me’n podia parlar directament. Varen precipitar la compra del tobogan i del gronxador perquè l’alegria de ser avi m’ajudés a determinar que havia d’anar al metge, amb la seguretat que el meu problema tenia solució i que només em faltava tenir el coratge d’afrontar-lo.

52 Com un canari

El temps ha passat volant. El nen és una preciositat. Ja té dos mesos i m’atreveixo a dir que em coneix i riu quan li faig qualsevol manyagueria.

Quan torni a ser a casa, a casa meva, continuaré sortint a l’eixida per gaudir de la visió de les estrelles, de la dansa dels arbres per la força del vent i dels colors de la matinada, m’ompliré els pulmons de vida i obriré els ulls mirant al cel per donar les gràcies a la medicina que m’ha donat l’oportunitat de regalar-me el plaer de ser avi.

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Piera
Cristina Olivé

Una segunda oportunidad

Marta posee un atractivo singular, con su semblante dulce definido por rasgos infantiles. Este aspecto aniñado, sumado al retraso en su desarrollo debido a la fibrosis quística que padece, la hace parecer más joven de lo que es. Su pelo zanahoria, repleto de rizos, y su pálido rostro salpicado de pecas, resaltan su apariencia juvenil, la cual contrasta con la madurez de su mirada. Sus labios delgados, perpetuamente teñidos de azul, le confieren un romántico aire de melancolía. Por esta apariencia frágil, combinada con su personalidad afable y optimista, es muy querida por todos los que la conocen.

A sus diecisiete años, hace mucho que su vida se limita a observar el mundo desde su ventana, sobreviviendo, feliz a su manera. Desde su infancia, la cruel enfermedad que padece le ha negado muchas experiencias. A través del cristal, discretamente oculta tras el visillo, observa a los niños que juegan en el parque del otro lado de la calle. Los ve correr, saltar y compartir risas en actividades que a ella siempre le han estado vedadas. Mientras ellos respiran sin esfuerzo, ella ha de pelear cada bocanada de aire, dependiente del oxígeno suplementario que necesita. Su vida se resume en aguantar en su “pecera”, donde al menos cuenta con un suministro garantizado del indispensable fluido gaseoso que el resto de la humanidad obtiene por defecto. Mientras, aguarda resignada un trasplante pulmonar.

El estampado de flores amarillas en la cortina y la colcha es el único detalle de color en su deprimente habitación. Junto a la cabecera de su cama, una bombona de oxígeno ocupa un lugar prominente. Desde ella se extiende la larga manguera que alcanza sus fosas nasales, estableciendo una conexión vital entre ambas, como un cordón umbilical que la encadena al inevitable reservorio. En la mesilla se apilan las cajas de medicamentos, junto a un compresor sobre el que descansa una mascarilla conectada al mismo. Para completar el ajuar, en un rincón de la habitación reposan un concentrador y una mochila de oxígeno, que utiliza para sus escasas salidas a pasear o, más frecuentemente, para las visitas al médico.

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Ha pasado meses esperando el trasplante, su única alternativa para continuar viviendo. No sabía qué le inquietaba más: si la perspectiva del trasplante en sí o la posibilidad de que nunca se materializara, pues en su futuro se dibuja ya una fecha de caducidad. Y hace tan sólo un instante que ha recibido la anhelada llamada informándola de la existencia de un donante para ella.

Necesita un instante para prepararse mentalmente para el posible acontecimiento. Es un momento decisivo, lleno de esperanza y temor. Para ella representa el clavo ardiendo al que aferrarse, su única opción para seguir con vida… o tal vez para acabar de una vez. Quién sabe.

Desde que la incluyeron en la lista de trasplantes, ha vivido dos intentos fallidos previos. Los donantes no eran adecuados. A pesar de la natural decepción, ha mantenido una entereza admirable, convencida de que la deseada oportunidad le acabaría llegando. Hoy es el día.

Sigue las indicaciones de su médico y se encamina rápidamente al hospital para su ingreso urgente. Mientras espera en la habitación, nerviosa hasta la confirmación de que la intervención sigue adelante, piensa en la trascendencia de este momento que podría cambiar su vida para siempre.

En el quirófano del hospital que generó la donación, un cirujano torácico, coprotagonista anónimo de esta historia, confirma la validez y procede a iniciar la extracción del pulmón del cadáver con suma precisión y cuidado. Coloca las cánulas que perfunden al órgano con la solución de preservación, el líquido que obra la magia de mantenerlo hasta que finalice el implante. A continuación, extrae en bloque ambos pulmones. Consciente del tesoro que porta, sujeta el órgano contra su pecho con el mismo cariño con el que abrazaría a un bebé, y lo prepara para su traslado refrigerado.

Cuando el equipo regresa a su hospital, se procede al implante de inmediato, conectando los nuevos pulmones al cuerpo de Marta. En cuanto recibe la inyección de sangre desde su corazón, el pulmón recupera su natural color rosado, marcando el comienzo de una nueva vida para Marta. La fantasía de Mary Shelley de restituir la vida después de la muerte se hace en parte realidad. “No podemos resucitar a los muertos, pero sí a sus órganos”, medita el cirujano, fascinado ante el prodigio que se genera ante sus ojos. La operación finaliza con éxito. Todos los presentes valoran el extraordinario obsequio que ese donante le ha hecho a Marta: la oportunidad de una nueva vida, una vida plena. Superado el periodo inicial de recuperación, la vida de Marta experimenta un cambio radical. De igual modo que se disipan las tinieblas con la salida del sol, el futuro sombrío que se cernía sobre ella se ha desvanecido, dejando en su lugar un luminoso horizonte de posibilidades. Ya no depende del oxígeno extra. Ya no se agota ante el mínimo esfuerzo.

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Se siente libre, plena de energía y vitalidad.

Su neumóloga y su cirujano la visitan en el hospital cada día que permanece ingresada, y todo el personal la atiende con esmero y cariño. Finalmente, le dan el alta a los veintiocho días de la operación, y la ven partir radiante hacia su domicilio. Es una persona distinta a la que ingresó, con un significativo cambio a mejor.

En las consultas externas, la doctora que la sigue contempla satisfecha su evolución. Marta lleva ahora una vida normal, como cualquier otra adolescente. Ha retomado sus estudios y ampliado su vida social, ávida de cumplir todos sus sueños y aspiraciones. El trasplante ha marcado su renacimiento, una segunda oportunidad de vivir.

“Por fin me siento una persona completa”, le comenta feliz a la neumóloga durante una de sus visitas. “Me veo capaz de enfrentarme a cualquier reto y puedo disfrutar de cada momento como nunca antes. Estoy agradecida a todo el equipo por haber hecho posible este milagro”.

No hay mayor regalo que un médico trasplantador pueda recibir. Este es el estímulo que le impulsa a continuar su labor con dedicación y compromiso; un salario moral de incalculable valor.

56 Una segunda
oportunidad

Pepa y el mar

Durante muchos años escuché en mi casa historias de marinos y del mar. Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, tíos abuelos y otros miembros de la familia, –siempre eran tíos–, aunque fuera imposible para mí establecer la relación familiar que existía entre nosotros, por más que me la explicaran una y otra vez. Desde niño escuchaba las historias de aquellos que mientras surcaban el océano, allá en la Habana, en Manila, o pasaban largas temporadas en las almadrabas, sus familias les esperaban, deteniendo el paso del tiempo, con la convicción de que llegarían de un momento a otro. Escuché, tantas veces, cuando mi padre estaba embarcado en la ruta de la Guinea y mi madre, entonces novia, esperaba meses para poder verse unas horas. Esperaron años, como en la época de mis abuelos o mis bisabuelos. Pero también aprendí de la fidelidad que se alcanza con el paso de los días. Aprendí el valor de una carta, de un telegrama, de una llamada de teléfono furtiva, del valor de vivir el día a día, de un breve encuentro, del valor de una mirada, de una sonrisa, de una palabra de ánimo, de un te espero.

Así fue mi relación con Pepa. Hecha de breves, pero de muchos, muchos intensos momentos. Yo fui el médico durante años de Pepa; la conocía por dentro y por fuera, pero esta relación nuestra era distinta, porque Pepa era distinta. Había pasado por la vida superándolo todo, oponiéndose a todas las barreras que el destino pudiera haberle podido poner por delante. Y era grande por ello. Para medir su corazón y su sensibilidad aún no se ha inventado ese instrumento de precisión con el que poder hacerlo.

Yo era el capitán, ella era la novia. Pero era una relación atípica, de amantes atípicos. Si el teléfono no sonaba y no me hablaba, yo estaba tranquilo. La tranquilidad era una cosa, aunque la añoranza fuera otra y la nostalgia y el recuerdo atrapara mi corazón y no pudiera evitarlo nunca. En cambio, cuando hablábamos, si me llamaba, yo sabía en el primer segundo todo aquello que le preocupaba, aquello que la oprimía, aquello que no le permitía llevar a su menudo cuerpo todo el aire que hubiera deseado, aunque con muy poco hubiera tenido suficiente.

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Estaba ligada a un ventilador nocturno, su espalda tenía desde que nació, un dibujo imposible, a caballo entre un tres y un ocho. Respiraba como si con sus ganas de vivir quisiera absorber de un solo envite todo el entorno, como si con un largo suspiro hubiera cogido alas y le hubiera hecho volar.

Pepa y yo nos encontrábamos siempre en puertos distintos, porque no había fronteras entre nosotros. Allá donde estuviera, me llegaban sus mensajes, sus inquietudes e ilusiones. Guardo todos sus correos, sus presentaciones informáticas, sus saludas y felicitaciones, sus canciones, sus dibujos, como el enamorado guardaba antaño en un lugar secreto, envueltas en cintas, las cartas de amor.

De vez en cuando, en puerto seguro, nos veíamos sin prisas. Podía ser el hospital, en la consulta o en su casa, pero sin una pauta establecida, sin acelerarse, como los novios disfrutan de su amor, lentamente, por miedo a que se agote. Estábamos tranquilos, hablábamos de la vida, de las fiestas, de la Mare de Déu, de arte, de pintura o de poesía, o criticábamos, muy de pasada, a los políticos. Disfrutábamos ese momento indefinido y detenido por el tiempo, en el que ya nada parece existir. Reíamos y quizá en silencio lloráramos, hasta la próxima singladura en que nos volviéramos a encontrar.

Con Pepa, visité las principales ciudades del mundo y aquellas que aún no están dibujadas en el horizonte. En sus puertos conocimos ilusionistas, prestidigitadores, encantadores de serpientes, hombres y mujeres sin distinción de raza, de color o religión, animales fantásticos, la alfombra mágica de Aladino, la Gorgona mitológica, sirenas, ondinas y nereidas, aunque nunca éstas consiguieron estrellar nuestro navío entre peñascos o nos impidieron llegar a puerto seguro.

Hoy Pepa zarpó en su propio buque, decidió cambiar nuestros papeles y esperarme ella en otro puerto, pero igual que ayer, estoy tranquilo. Sé que, si no me llama, será aún más dulce y feliz el encuentro.

El mar tiene estas cosas, ya lo escuché desde niño. El ser humano, al final siempre lo conquista y en la distancia, hay una persona en otra tierra que confía en ti, cuajada de esperanza.

Y esa es Pepa.

58 Pepa y el mar

Amistat

Tinc deu anys. Tu set. Hem estat juntes a l’habitació del pavelló modernista de cardiologia de l’hospital de St. Pau, a Barcelona. És un dels pavellons que Domènech i Montaner va construir la primera dècada del segle XX per acollir les instal·lacions del nou hospital de la Santa Creu, que es dirà Sta Creu i St. Pau en honor al benefector Pau Gil. El vell, al centre de Barcelona, havia quedat petit (Ara acull la Biblioteca nacional de Catalunya i un teatre). El nou està format per diferents pavellons, per especialitats, per evitar infeccions i amb jardins al voltant perquè el contacte amb la natura i un entorn acollidor afavoreixin la recuperació dels interns. Es va prendre com a model el centre psiquiàtric Pere Mata de Reus. Som les més joves, a cardiologia. Jo vinc d’Artés i tu de La Cellera. 90 Km ens separen Em porten al quiròfan amb camilla pels túnels subterranis que connecten els pavellons. Després de l’operació de cohartació aòrtica, que dura set hores, estic uns dies a l’UCI de pediatria. Allà sóc de les grans! Tu em saludes somrient des de darrera el vidre, això m’anima! Em distreu del malson, real, de veure morir i patir vides més joves que jo, que puc comptar els anys amb els dits de les mans. Et fas gran de cop en en lloc així! Una mare desesperada cridant el nom del fill cada vegada la deixen entrar uns minuts, una nena, encara nadó, ingressada perquè el seu pare s’havia tirat amb ella des d’un balcó... No sé si va sobreviure la nena, el pare no i no cal descriure la cara de patiment de mare els minuts que la podia visitar. Jo sobrevisc amb “sacs de paciència” que em “porten” els meus pares quan poden entrar uns minuts i les teves aparicions darrera el vidre. Quan en puc sortir tornem a compartir habitació. Juguem, xerrem i fem passatemps dels Mussols (uns quaderns d’entreteniments infantils). Et cau el llapis i m’aixeco a recollir-lo! Són les meves primeres passes després d’operada! Quina tristor quan tornes a casa i jo em quedo a l’habitació amb un llit buit. Però tinc l’adreça! Tinc vint anys La Cellera és la meva segona llar, amb la teva família i amics hi estic com a casa. Vacances i visites per passar uns dies juntes! Per Artés tu també ets esperada amb candaletes! Ens escrivim cartes setmanals parafrasejant cançons dels Beatles i explicant-nos

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vivències i sentiments. Anem a la fira del disc, al cine...a Girona (amb busos de la TEISA), caminem d’Anglès a La Cellera per un camí ple de pipiripips (quiquiriquics, en dieu vosaltres) per setmana santa, ens gronxem a la plaça de La Cellera de nit cantant Sopa de cabra, Sangtraït...Quan vens tu a la ràdio d’Artés, on col.laboro amb un grup d’amics, et reben amb il·lusió! Mica en mica deixem de ser adolescents! Quan es mor el meu cosí tu ets el meu costat! Sort en tinc de les teves trucades i cartes aquell final d’agost i començament de setembre.. anava a recollir mores per fer confitura i tant el feia punxarme amb els esbarzers...

Tinc trenta anys, sóc present al teu casament i en sóc testimoni! Vinc a conèixer els teus fills quan neixen...

Tinc quaranta anys i els estius trobem un forat per veure’ns i posar-nos al dia. Un dia a dia marcat per la família, amics i treball.

Tinc quasi cinquanta anys i estic ingressada amb pulmonia a l’hospital de Manresa. Em visites i em portes una bona lectura! A partir de llavors hauré d’anar sempre amb oxigen. Se m’ha agreujat la hipertensió pulmonar! Una malaltia que diuen que a vegades es dóna, al cap d’anys, en persones operades de cohartació aòrtica. Intento fer tot el què puc i el què em diuen per millorar però no és fàcil, el tractament és dur (mal de cap que estavella, diarrea, mal de panxa, pell com si em cremés, llavis inflats...). Això no evita que a moments em baixi l’oxigen, malgrat anar amb la motxilla d’oxigen. Llavors em marejo, em quedo suada com si fos a una sauna, m’apreta el tòrax... Haver de dependre dels altres i viure amb tantes limitacions no és gens fàcil! Tot i que l’ajuda de família i amics és molt d’agrair no hi ha com la llibertat i independència que dóna poder fer les coses com i quan vols! El personal sanitari m’atén molt bé i és d’admirar l’esforç que fan metges, metgesses, infermers i infermeres ( aquests segons sobretot són els que tenen un contacte més proper amb el pacient i la seva quotidianitat) perquè la sanitat funcioni i pel benestar dels pacients! Però, tot i així, més complicat anar sempre amb la motxilla i esbufegar fent quatre passes. Sort en tinc de la música, la que escolto, la que canto, la que toco amb el piano o la guitarra.. i de la lectura. Les cançons i les novel·les em permeten viatjar a llocs malgrat la meva reduïda mobilitat. Les seves històries m’acompanyen sempre! M’ajuden a fer més fàcil i suportable el dia a dia! Sempre m’ha agradat explicar i que m’expliquin històries! Ara ho necessito més que mai! Com també les visites de familiars i amics que fan que passi bones estones compartint la seva companyia! Fan millor la vida i menys dura la malaltia! Quan faig cinquanta anys tu, amb 17 persones més, no faltes a la festa! I la nostra amistat tampoc! Per molts anys més!!!

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La píldora que os dan…

Ocho días para cambiar de dígito cumpleañero, pensó al despertarse, mientras daba un buen bostezo con los brazos levantados para que le entrase mejor el aire en los pulmones. Ese gesto se había convertido en un movimiento necesario últimamente y más aún en los días, como el que amanecía, donde la calima se hacía presente. No había puesto un pie en el suelo y el engranaje de su cabecita ya comenzaba a recalentarse al observar a través de la ventana como caía ese polvo en suspensión, que hacía pesado e irrespirable el aire de un otoño extrañamente caluroso. Decidió enfriar las ruedecillas, repasando mentalmente los preparativos de su aniversario, pero éstas volvieron a ponerse al rojo vivo cuando sonó la alarma de su móvil, recordándole la cita que iba a tener hoy y que a nadie desearía.

Al mirarse en el espejo de su baño, se le ocurrió proponer a su mente jugar a una especie de “truco o trato”. Le dijo en voz alta:

– Mira, voy a ponerme guapísima, te guste o no. ¿Qué te parece si nos arreglamos como si de un infalible ritual se tratase para que nada pueda salir mal?

Su mente se hacía la remolona, así que insistió para que aceptase el trato:

– A ver... si por un casual, resulta ser truco, siempre puedes convertirte en la guionista de ese tipo de películas que tanto te gustan en las que la trama da un giro inesperado al final. Su mente aceptó y consiguió distraerla con el moldeador del pelo, el de pestañas, la base de maquillaje y todos los potingues de su enorme neceser.

Se enfundó unos vaqueros que estrenaba para la ocasión y, mientras se abotonaba una blusa color rosa fucsia, se ponía taconazo y se perfumaba, se preguntó si su maquillaje estaría a prueba de lágrimas y sudor.

No desayunó porque demorarse más le pareció una indecencia, que ya habían cometido con ella en su particular calvario de idas y venidas médicas sin que la tomase en serio. Además, ella era muy responsable…, quizás, demasiado.

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Ni le gustaba llamar la atención, ni era monárquica, aunque emanase cierto porte de reina, que combinaba a la perfección con un alma de niña ingenua y distraída. Sus amigas le decían que era una valiente, cosa que a ella no le pareció nunca una opción, pero seguía siendo en el fondo una romántica y alegre mujer, que llevaba por bandera una hermosa sonrisa que cautivaba a todo bicho viviente.

Llamó a un taxi y salió de su piso, confiando en aprovechar todo aquello a su favor ese día más que nunca. Al subirse notó que le faltaba el aire.

En los últimos meses, su respiración se agitaba al mínimo esfuerzo y se notaba muy cansada sin un motivo aparente. Le parecía raro durar cada vez menos tiempo subida en la cinta del gimnasio. Sabía que algo no marchaba bien, a pesar de que toda la comunidad médica que había visitado en su periplo de estos dos últimos años le había dicho siempre lo mismo: “Es solamente ANSIEDAD”. Le prescribieron una píldora para combatirla, que tomó durante todo ese tiempo y, aunque no se sentía ansiosa, no notaba mejoría. Todo lo contrario, con el añadido ahora de no sentirse escuchada cuando repetía su malestar y sus dolores al respirar en las consultas a las que acudía.

Una tarde, al salir de una de ellas, llegó a la conclusión de que la píldora para la ansiedad sí que funcionaba, tras escuchar las palabras de una eminencia médica al filo de la jubilación que le hablaba cómodamente tras un viejo escritorio. Le dijo: – “Tranquila, que con lo joven, sana y guapa que eres, seguro tendrás los pulmones mejor que yo”.

Sintió frustración e impotencia ante la atrevida e insensible comparación, carente de todo fundamento probatorio. Esa incomprensión se volvió la tónica ante la falta de una escucha activa, humilde y profesional por parte de los supuestos entendidos en la materia a los que acudió desesperada. Todo se llenó en su vida de incertidumbre porque, ni su aspecto, ni sus síntomas encajaban dentro de los estándares del protocolo general establecido y poner nombre a lo que ella estaba padeciendo parecía un auténtico desafío.

Después de demasiado tiempo, por casualidad, un radiólogo le pilló parte de su tórax en una radiografía de abdomen y en su atrevido informe había señalado al final y en letra cursiva la posibilidad muy remota de algo verdaderamente impronunciable, que sonaba a título de película de ciencia ficción de bajo presupuesto, pero que la hizo estremecer. Irónicamente, ahora se le antojaba más escuchar “ANSIEDAD”, que aquella indecible palabrita que tuvo que ver escrita y darle la razón a toda esa comunidad médica que la había señalado como una ansiosa empedernida. Con gusto tomaría esa píldora de por vida. Pero no, lo que escuchó fue LINFANGIOLEIOMIOMATOSIS.

Curiosamente, conforme le asaltaban las típicas preguntas: ¿Pero eso existía? ¿Qué clase de palabra era ésa? ¿Por qué a ella? ¿Cómo fue? ¿Cuánto tiempo le quedaba?, retum-

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dan…
píldora que os

baba en su cabeza el término Supercalifragilisticoespialidoso, Su mecanismo de defensa acudía al rescate, preparándola para el remate final con el que el neumólogo acabó su diagnóstico:

– “Eres guapa y joven, así que vive y disfruta de la vida. Ah… y no lo mires en internet”. No hubo trato con el final feliz anhelado. En su lugar, vislumbró como la habitación se iba transformando en un lugar frío e incómodo y un muro transparente emergía entre ella y el médico, que, cuál dibujo animado, iba difuminándose y alejándose de ella cada vez más y más. Gargantúa –el agujero negro de Interestelar– lo succionaba, a la vez que lo recubría de un moco pegajoso e impermeable de ecpatía e inhumanidad.

Tras tres minutos que le parecieron muy pocos como para dar una condena de por vida, se levantó en shock y salió de la consulta como una zombi en busca de un sitio donde oliera mínimamente a compasión racional. Llegó hasta un Starbucks cercano y le consoló la sonrisa que le ofrecía aquella desconocida al servirle su pedido. No tendría el mejor café del mundo, pero al menos tendría un lugar a prueba de lágrimas para no estropear su maquillaje. No podía ir a casa todavía. Mientras sostenía su taza de café en el aire y consultaba internet en su móvil en busca de respuestas, su mecanismo de defensa volvió en su ayuda. Esta vez, recordándole la canción “Con un poco de azúcar”, de Mary Poppins, pero versionada al momento que atravesaba en un intento de aliviar la ansiedad, que ahora sí sentía, ya no solo por el diagnóstico, sino por las no formas con las que se lo habían transmitido.

Le acabarían de diagnosticar una enfermedad ultrarara, mortal e incurable sin inmutarse y sin más explicación, pero la verdadera enferma no era ella. Y susurró…

Con un poco de tacto, ese diagnóstico que os dan, el diagnóstico que me dan, pasará mejor. Si hay un poco de tacto, ese diagnóstico que os dan. Satisfechas os iréis…

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Herminia Demetrio Rigüela
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os dan…
La píldora que

Secrets de família

La memòria guardarà amb fervor el record de la pandèmia que es va iniciar l’any 2019 a la Xina i que ha assolat i desolat el mon sencer i ha tenyit de dolor el dibuix de la terra, per les ànimes que s’han esvaït amb pas silenciós, la COVID. Jo, en canvi, no puc oblidar la que es va iniciar l’any 1918, i que va causar més del doble de víctimes mortals. Però, sobretot, no la puc oblidar perquè ha marcat la meva vida.

Em dic Sara i vaig néixer el 6 de gener de 1919, en el sí d’una família humil. El pare, la mare, i els meus 4 germans.

Quan vaig néixer la mare va sagnar molt i va quedar molt feble, però va anar recuperant-se lentament. I llavors, enmig de la debilitat mig restablerta, van començar les visites de familiars i amics ansiosos per conèixer-me.

Un dia, mentre m’estava alletant, la mare es va començar a sentir malament, li feien mal els ossos, tenia tos i no podia respirar. El pare, va avisar el metge, que després d’una exploració detallada, a falta de proves complementàries, va diagnosticar la mare d’aquell mal que estava arrasant el país. La seva debilitat, més la ferocitat d’aquell virus, van poder amb la mare que partia deixant a la seva estela cinc criatures i un marit que enmig del vendaval, va perdre el nord.

Amb la perplexitat en el seu cor i sense una brúixola que li marqués el camí, el pare ens va distribuir com bonament va poder. L’Araceli a un convent, la Vir amb la tieta Laura, qui li va ensenyar l’art de la costura, en Rafael i en Joaquim a un internat i a mi... què podia fer amb mi? era massa petita i ploranera, i és que tenia molta gana. La llevadora que havia atès el meu part, n’acabava d’atendre un altre en el que el nen, desgraciadament, havia mort i la mare tenia llet. Així que, finalment, em van lliurar als braços de la dida, que em va abraçar amb la tendresa reservada a l’amor maternal. I aquí comença la meva història...

Dos anys després d’estar amb els meus nous pares, la mama va tenir una altra filla, la Montserrat. Jo estava molt contenta de tenir algú amb qui jugar. Els anys van anar passant i la meva germana i jo cada vegada estàvem més unides.

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Uns mesos després que jo complís els 17, un noi, uns sis anys més gran que jo, amic de la família, va començar a venir a casa i sempre portava flors per la mare i bombons i fruita per la meva germana i per mi. Era un militar, més per obligació que per devoció, que estava a la unitat d’intendència al servei de l’estat, que entrava en una guerra civil el 17 de juliol del 1936. El noi tenia la paciència d’un sant, i encara que era més gran que jo, quan venia, ens passàvem hores i hores xerrant. M’encantava escoltar les seves ventures i desventures. Un dia vaig començar a sentir com el meu cor bategava desesperadament mentre l’alè dels meus pulmons es quedava enrere, incapaç de seguir el seu compàs. Tampoc dormia i sentia un formigueig a l’estómac que pràcticament m’impedia menjar... Crec que d’això en diuen estar enamorat.

La meva germana Montse va detectar que em passava alguna cosa i li vaig explicar, tota emocionada, com em sentia. La seva mirada, de sobte, es va enfosquir com una tempesta que s’apropa, i em va dir:

– No pots, no et convé. No t’enfadis amb mi però li he d’explicar a la mama.

– Però si t’he dit que és un secret... –vaig cridar.

Em va deixar desconcertada, amb la paraula a la boca per anar corrents a la mama. Mai he estat tan enfadada amb la meva germana com en aquell moment. Bé, sí, potser uns minuts després, la cosa va empitjorar. Al cap de res, la mare va venir a parlar amb mi.

– No pots enamorar-te d’ell cuca –va dir la mama tremolosa.

– I per què no? Ja ho estic, no és una cosa que es pugui escollir. És tant atent, sempre m’escolta, i ell si que em compren –vaig respondre– digues-me, per què no?

– No et convé.

– Per què no? no entenc res. Vols que em quedi per vestir sants?– i és que la mare era molt de missa.

– No és això.

– I doncs què és?

La mama estava molt nerviosa i se li veia que el que m’anava a dir em trencaria el cor, i així va ser.

– El Rafael és el teu germà –va dir finalment.

– Però què dius mama, tu no tens més fills.

– Si Sara, és el teu germà i tens raó, jo no tinc més fills. La teva mare va morir al poc que tu naixessis i en realitat jo no soc la teva mare biològica, però t’estimo igual que a la Montserrat. Igual que si t’hagués parit.

El cor, que fins feia uns minuts anava a cent, se’m va aturar, el diafragma també, no podia respirar, no podia pensar, no podia fer res de res...No sols era un pecat la persona

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que estimava, de la manera que l’estimava, sinó que la meva germana no era la meva germana –i ella ho sabia– i la mama no era la mama, i mai me n’havien dit res.

Estava dolorida, enutjada, enrabiada... no sé com descriure la sensació de sentir-me la cosa més insignificant de l’univers...

Van passar els dies i el Rafael va tornar a venir a casa amb el seu ram de flors i els seus bombons i fruita que, per mi, ja se la podia confitar, i mai més ben dit. No volia ni podia parlar amb ell, estava tan trista, tan avergonyida...

La mare li va explicar la situació i ell va venir a trucar-me a la porta de l’habitació.

– Sara, si us plau, obre’m, he de parlar amb tu –va dir ell.

– Jo no vull parlar amb tu.

– Si us plau, necessito que m’escoltis.

– Hem parlat moltes vegades i t’he escoltat molt i no m’has dit la veritat, i ara resulta que ets el meu germà.

– Però si sols ens hem vist quatre vegades i la teva mare necessitava temps per dir-te qui era jo però, sobretot, per dir-te qui era ella.

Jo plorava com si no hi hagués un demà. Vaig obrir-li la porta. El primer que va fer va ser abraçar-me fort i em va dir:

– Hola, em presento, soc el teu germà gran i em dic Rafael. Sempre et cuidaré i no deixaré que et passi res. A més, t’he de dir que tenim 3 germans més: la Vir, el Joaquim i l’Araceli. Els he trobat a tots i els he parlat molt de tu. Els he dit que ets una joveneta encantadora i tenen moltes ganes de conèixer-te.

En aquell moment vaig saber que ja no tenia cap possibilitat de casar-me amb ell, com havia somniat, però també vaig saber que mai de la vida perdria aquell home que estimava d’una manera, tot i que ara em tocava aprendre a estimar-lo d’una altra.

Epíleg: Aquesta és la versió adaptada de la història real de la meva tieta àvia Sara –que al final sí que es va quedar per vestir sants– i del meu avi. I tot i que no es van casar sempre van viure junts amb l’àvia, però això ja és una altra història.

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Equipo Covid

Recuerdos que parecen tan lejanos y cercanos. Poco menos de 4 años hace y tengo cada instante grabado a fuego en mi memoria. Recuerdos del covid como sanitaria, como auxiliar de enfermería. Recuerdos e Impotencia y por supuesto compañerismo. No sé cuántas veces entré en aislamiento durante casi doce horas agotadoras seguidas. Cuidando de residentes que llevan tanto tiempo contigo que son como familia.

Los primeros meses, aislamientos por miedo, tan sólo décimas de fiebre y el desconocimiento por continuos cambios de protocolos se aislaba. Los dos años fuertes de pandemia no tuvimos ningún caso de covid, llámalo suerte mezclado de buen trabajo. Pero algo que descubrimos era volver a hacer equipo. Hay un dicho que dice en las duras y las maduras ¿no? Pues eso hicimos. Cada trabajador de la residencia era de un valor incalculable porque aunque no pudiera hacer las rutinas normales, cada uno de nosotros era un eslabón insustituible y todos sumábamos.

La enfermera nos obligaba a defendernos para poder proteger a los residentes. Que la enfermera coge la baja, pues ahí tienes a la directora que era enfermera al pie del cañón poniéndose los guantes. El médico siempre disponible al otro lado del teléfono y con palabras amables y tranquilizadoras hacia residentes y trabajadores. La fisioterapeuta y la psicóloga al no poder hacer sus rutinas individuales y/o grupales, nos ayudaban a tomar constantes cada día de todos los residentes. La educadora social no podía hacer actividades pues tenía que supervisar las visitas de familiares ataviados con epis y su posterior desinfección de todo. Cocina pendiente de todos y sobretodo de preparar con cariño la comida para el personal que no podía salir de aislamiento. Todos los técnicos haciendo video llamadas a familiares. Mantenimiento equipados con sus epis a las habitaciones para solucionar lo que fuera necesario para el bienestar de los residentes. Y el personal se limpieza, ese importante eslabón de la cadena que sin ellas hubiese sido imposible. Es cierto que la desinfección fue crucial en pandemia pero, yo valoro a las personas que nos ayudaron a las auxiliares codo con codo. En concreto hubo un periodo en que sí nos

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entró el covid casi al final de todo. Las auxiliares íbamos cayendo y por falta de personal porque nadie quería trabajar en ese instante en residencias. Tengo que agradecer enormemente la labor de limpieza porque estando yo sola en aislamiento en toda una planta covid, si no fuera por esa persona que sin ser sanitaria me ayudó en todo, mientras estábamos disfrazadas con los epis que nos colocábamos juntas, yo realizaba higienes y cambios de pañal y ella daba de comer y realizábamos juntas cambios posturales. ¿Sabéis lo duro que era entrar en esa planta? Me tenía que tomar un trankimazín y respirar hondo antes de entrar, pero al estar con ella se hacía más liviano. Las compañeras nos dejaban la comida en la puerta del ascensor y no podíamos salir de ahí hasta finalizar la jornada. Tenía pánico a caer yo y llevarme el bicho a casa y mi marido enfermo de asma severo y portador de oxígeno. Porque sabía que si el lo cogía se iría directo al hospital sin saber el pronóstico. Me duchaba casi en desinfectante, se me quemaron las manos y brazos. Se desgastó la montura las gafas de limpiarlas tanto. Pero tenía que estar segura de poder regresar a casa tranquila.

Tengo muchos recuerdos amargos, pero muchos más alegres. Esas navidades con dos plantas aisladas pero sin casi síntomas y, subir a cantarles villancicos con mi compañera inseparable y el móvil dentro de una funda para hablar con los familiares. Decorarles las habitaciones y que pareciera navidad, verlos cantar y reír con nuestras boberías no tiene precio.

La mayoría de auxiliares recogimos números de familiares y con nuestros propios móviles cada día tenían contacto con sus seres queridos. Mandándole fotos, audios y videos para que comprobarán que estaban bien a pesar de no poder abrazarlos. Desde dirección hicieron un grupo de WhatsApp con todos los familiares para mantenerlos informados a diario con total transparencia.

Recuerdo el primer residente que derivamos. Él no tenía covid pero por protocolo solo entraba yo en su habitación. El médico y la directora hicieron todo lo posible para que el hospital nos lo acogiera en un momento en el que estaban saturados pero queríamos atenderlo dignamente. Lo conseguimos y con la ambulancia en la puerta y subiendo a la camilla… las 20:00h en punto. Los aplausos. No me lo podía creer. Porque parecía hecho adrede. Ese aplauso me llegó al alma porque estaba agotada de todo el día de luchar por la vida de él y ver que subir a la ambulancia entre aplausos fue… sin palabras. Trabajabas con miedo, tensión, pero con la satisfacción de estar en el lugar correcto acompañada de los mejores.

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Antes de empezar con esta breve historia personal, quiero que sepas que siempre le doy las gracias a Lucifer por tener la vida que tengo. Ahora mismo, te estarás preguntando porque le doy las gracias al “diablo O ángel caído”, y bueno, para que lo descubras, te invito a que te sumerjas en este mini relato e intentes intuirlo antes de que llegue el final. Si lo consigues genial, si no, probablemente, cuando termines de leerlo, en tu pensamiento interno o en tu pensamiento exteriorizado digas “aaaaandaaaa” o “alaaaaaaa, es verdad”.

Bueno vamos allá. Mi carrera hacia la vida profesional comienza con el suspenso de Química en la prueba de la selectividad. Qué curioso ¿verdad?, mi camino empieza con un socavón y encima, a día de hoy, estoy infinitamente agradecida.

Aquí, mis opciones de realizar la carrera que tanto deseaba se iban desvaneciendo, ya que necesitaba aprobar todo para llegar a la nota de corte. Como es obvio, la tristeza y la ansiedad invadieron mi cuerpo. En un primer instante, me rendí. Y al minuto y medio, busqué alternativas para llegar al mismo objetivo.

Hablé con Mari Luz y Fernando, mis súper padres, esas dos personitas que dan todo porque tú estés bien. Las mismas personas que deciden hacer el esfuerzo de sus vidas, para garantizar que en tú futuro seas feliz y hagas lo que verdaderamente amas. Ellos, que no pudieron estudiar, con los ahorros de su vida, decidieron facilitarme el acceso a una universidad concertada. Y aquí, os presento a mi gran suerte, ellos, Mari Luz y Fernando.

Iniciado el grado de Fisioterapia en Madrid, comienzo mi gran aventura, donde conozco amigos nuevos que sabes que se van a quedar ya para el resto de tu vida, donde conozco al primer amor, donde consigo valorar el esfuerzo que es trabajar y estudiar a la vez, donde conozco algo nuevo que ni sabia que existía y que se llama fisioterapia respiratoria. Estarás de acuerdo conmigo en que es una gran desconocida. Pero de lo desconocido también se puede enamorar una, y así fue, amor a primera vista. Tras la

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Lucifer

carrera, y ya trabajando de fisioterapeuta me pude meter de lleno a la especialización. Te preguntará que es lo que me enamora tanto, pues muy fácil, solo tienes que saber que es lo que hacemos. Y, ¿Qué hace un fisioterapeuta respiratorio?, pues escucha, empatiza y ayuda. Escuchamos la situación y el problema del paciente o del familiar/cuidador para poder empatizar. Una vez que nos hemos puesto en su lugar, intentamos ayudarle a conocer y a empoderarle en su propia enfermedad. Con esto, conseguimos mejoras cuanto antes, o bien, en casos crónicos, que se mantengan lo mejor posible. Y ahí llevas un súper resumen de lo que hago hoy en día.

Y esta pasión y este enamoramiento me ha ayudado a darme cuenta, tras muchos años trabajando de fisioterapeuta respiratorio, de lo importante que es educar al paciente en su proceso, para que pueda actuar y entender todo lo que le esta sucediendo y que herramientas tienen para abordar la situación, además de trabajar en equipo junto con el resto de los profesionales, todos ellos esenciales para que el tratamiento sea exitoso. Como siempre digo, en equipo todo es mejor.

Y toda esta felicidad, este enamoramiento, esta miniaventura, como bien al principio os contaba, es gracias a mi gran suerte, a mis padres Luz y Fer.

Y creo que ahora, si que puedes intuir porque se denomina Lucifer, ya que solo hace falta unir los nombres de mis padres para denominar este relato.

Dedicado a mis padres, LuzyFer, gracias e infinitas gracias.

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La meva petita

Y me volví a romper. Me prometí a mi misma que me protegería con una fuerte coraza para no sufrir. Pero esa coraza se calló, se hizo trizas y no puedo reconstruirla ya. Este oficio me da muchas alegrías pero alguna de ellas también es la causante de este dolor punzante en el corazón y la garganta.

Como sanitaria convivo con la muerte y por suerte o por desgracia te acostumbras. Pero hay personas que se hacen querer tanto, que te quieren tanto, que consiguen agrietar ese escudo o parapeto que te impones.

Mi niña, “la meva petita”. Que llegó a decir que yo era su madre y ella mi hija. Lógicamente de forma simbólica. El motivo era porque decía que yo la cuidaba con amor y velaba por ella: estado de salud, higiene, alimentación, estado anímico. Y ella me hacía caso en todo. EN TODO con mayúsculas. Yo no logro entender cómo alguien podía tener la creencia de que todo lo que yo hiciera estaba bien y era lo correcto. Pero “la meva petita” así lo creía. Era amor, devoción, confianza ciega en mí. Y ese amor que tenía por mí me hizo quererla aún más. Porque ella por sí sola se ha hecho querer, con su bondad y empatía. Por cuidar de todas las auxiliares y no querer darnos más trabajo del necesario, siendo lo más autónoma posible, aunque a veces tuviera algún sustillo por ello. Pequeñas caídas que poco a poco iban mermando su autonomía. Y qué rabia le daba, pero no por el daño que le pudieran ocasionar, sinó porque no quería ser una molestia para nosotras ni hacer sufrir a su familia. Y eso que a pesar de la enfermedad que tuviera, es de las pocas personas que he conocido que son tan duras que no demuestran sus males y le restan importancia. Cada día al ir a realizarle la higiene se confesaba conmigo como con nadie lo hacía. Era su confidente, consejera y gran apoyo físico y moral. Se ha hecho querer por todos los trabajadores y resto de residentes. Le gustaba ayudarnos para dar de comer en boca a las personas más dependientes igual que lo hizo anteriormente con su marido. Pero realmente lo hacía no sólo por el hecho de ayudarnos, sino porque se sentía mejor consigo misma. Era una labor que le proporcionaba mucha paz y, he de decir que lo hacía estupendamente.

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La encontraré a faltar, no encontraré a ningún residente que me conozca y quiera de esa forma. A quién le decía las novedades de mi casa y la evolución académica de mis hijas. Además se ilusionada tanto con el buen resultado de ellas. Amparo te echaré de menos, no se si no encontraremos más adelante. Pero sé que serás mi angelito de la guarda estés donde estés.

“Petita meva, nineta meva”… descansa, te lo has merecido.

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Merece la pena

¡Porróm, porróm, pom, porropompón, pom! Retumbaba el eco de los tambores de la Semana Santa a la vez que la voz del capataz gritaba: – ¡Arriba! Mientras hacíamos el esfuerzo de levantar la pesada imagen de Jesús Nazareno, me venían a la mente los versos de Machado de la canción de Serrat, que tanto le gustaba a mi padre y siempre sonaba en mi casa el Viernes Santo. Parecía que lo tenía allí al lado cantándome en bajito a mí, solamente a mí, junto a la oreja, mientras portaba al Nazareno:

“Dice una voz popular:

¿Quién me presta una escalera para subir al madero?

Para quitarle los clavos a Jesús, el Nazareno.

¡Oh, oh, la saeta al cantar, al Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar! Cantar del pueblo andaluz que todas las primaveras anda pidiendo escaleras para subir a la cruz”

Por fin podía disfrutar de ese ambiente, sin miedos, sin temor, sin rabia y era feliz por el mero hecho de respirar. Disfrutar de esas calles impregnadas de un ambiente especial, el nocturno olor a cera e incienso, las terrazas abarrotadas de gente vestidas con sus mejores galas y yo, tan emocionado como un chiquillo por poder cumplir uno de mis sueños que años atrás me parecía imposible, cuando me fatigaba en cuanto hacía el menor esfuerzo. Siempre la cantinela:

– Manolito no hagas esto, Manolito no hagas lo otro, ten cuidado no te vaya a pasar algo, Manolito no cojas peso, Mano…. – ¡Jope, dejadme en paz ya, me quedaré quieto como un tiesto y así no me romperé! –protestaba yo. Empezaba a estar un poquito harto de la fragilidad de mi cuerpo. Los niños de mi clase me miraban y trataban como si de un muñeco de porcelana se tratase, no me invitaban a jugar al fútbol en los recreos, ni a sus casas por las tardes. Todo el

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mundo tenía miedo de que me pasara algo y menudo marrón, estar con un niño que se ahoga y tose sin parar en cuanto te descuidas. Y así pasé mi infancia hasta que llegué a la adolescencia y me cansé de ser un “flojeras”, eso casi me cuesta la vida, por intentar hacer cosas para las que yo no estaba preparado. No me ponía el BIPAP por las noches ni algunos ratos durante el día, no me daba los aerosoles, no usaba el tosedor, fumaba, aunque no me gustara, solo por el hecho de decir: aquí estoy yo … quería acelerar cuanto antes mi deterioro para dejar de sufrir de una vez por todas, de manera definitiva.

En uno de mis últimos ingresos hospitalarios estaba postrado en mi cama triste y abatido pensando en mis penurias, en plan memo y egoísta, hablando de malos modos a mis padres, enfermeras, médicos…nadie me entendía, o al menos eso creía yo, hasta que llegó un neumólogo joven, distinto al de otras ocasiones. Nuestra conversación no empezó con buen pie, pero él resistía mis embates, era duro de pelar y a cada mal gesto o mala contestación, él me respondía de manera afable y cordial, ¡me estaba sacando de quicio tanta bondad y cariño como me estaba demostrando! Se nota que no es él quien lleva una vida de mierda que no te deja hacer todo lo que uno quiere. Él sonreía y como si adivinara mis pensamientos mientras me iba examinando me comentó:

– ¿Manuel, te llamas así verdad? Aunque no te lo creas, te entiendo, sé por lo que estás pasando.

– Anda ya, ¿vas a saber tú? Vete a contarle tonterías a otro paciente menos ingenuo que yo. Ahora me vendrás con el rollo ese de que todos tenemos problemas o que hay personas que están peor que yo ¿no es eso?

– No es eso, bueno, en parte sí, claro que hay chicos de tu edad peor que tú, pero no voy por ahí, tú tienes lo que tienes y ya está, en tu mano está pelear o tirar la toalla, tú decides. Yo mismo, aquí donde me ves, estuve a punto de rendirme, pero no lo hice, gracias a los consejos de una doctora que me enseñó a ver la vida de otra manera. Yo he tenido cáncer de pulmón, es raro en gente joven, sin embargo, a mí me apareció con diecisiete años, cuando mi preocupación principal eran las chicas, porque yo ligaba ¿sabes? y sacar nota en la EBAU. Todavía no tenía claro a qué dedicarme en el futuro. Empecé a perder la voz, me cansaba en cuanto salía de casa, vivía en un Tercero sin ascensor y cada vez que salía a la calle era un auténtico suplicio, me daba la tos y no paraba y cuando me tocaba volver a casa, la pesadilla era aún peor, había que subir las escaleras y se me iba el alma en cada uno de aquellos escalones. Me tumbaba en la cama y tosía, me levantaba y tosía, me incorporaba un rato y tosía. La tos y yo éramos una sola carne. Y me harté. Me negaba a operarme y a recibir radioterapia y quimioterapia, hasta que un día me ingresaron porque no me encontraba nada bien. Allí recibí la visita de mis amigos, que me seguían hablando a pesar de que yo no quería saber nada de ellos ni de nadie, y cuando

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estaban intentando animarme entró una enfermera muy guapa, con unos ojos azules grisáceos preciosos, una sonrisa de oreja a oreja y cuando la miré detenidamente me di cuenta de que cojeaba. Era muy dulce y delante de mis amigos me soltó:

– ¡Vaya suerte que tienes! Han venido tus amigos a verte y tus padres llevan aquí desde ayer. Eres muy afortunado.

– ¡Una mierda, afortunado! –Contesté yo a duras penas, quitándome la mascarilla de oxígeno que me habían puesto. Tengo un cáncer de pulmón, me ahogo y me voy a morir. ¿Eso es tener buena suerte?

En ese momento ese ángel de ojos preciosos me espetó:

– ¿Tú me ves muerta? No ¿verdad? Yo tuve un osteosarcoma con dieciocho meses, me cortaron un poquito de hueso de la pierna izquierda y aquí estoy, veinticinco años después, disfrutando de la vida y dedicándome a lo que me gusta. ¡No seas bobo y confía! Hay muy buenos oncólogos y neumólogos en este hospital. Ponte en sus manos y pelea al menos, no seas un cobarde.

– Y aquí me tienes, dando ánimos a los cabezones como tú. Después de aquella “experiencia” me animé a hacerme neumólogo porque gracias a sus terapias sigo con vida ¿Cuánto tiempo? No lo sé. ¿Quién lo sabe, acaso sabemos cuándo llegará nuestro final? Así que, déjate de quejarte y de momento te vas a quedar aquí unos días para reponer fuerzas y reanudar las terapias que tenías que hacer en casa. Luego va a venir la fisioterapeuta respiratoria y va a estar trabajando un poquito contigo. Vas a ver como con el tratamiento, con un programa de rehabilitación pulmonar que te vamos a programar y oxígenoterapia vas a notar mejoría, podemos aumentar tu capacidad para llevar a cabo tus actividades cotidianas y mejorar tu calidad de vida si tú quieres y nos dejas ayudarte. Por el oxígeno no te preocupes, hay unidades portátiles ligeras que puedes llevar contigo cuando tengas que ir a clase o moverte por ahí –me explicó con entusiasmo mi salvador. Y así fue. Tras dos años de arduo esfuerzo físico y mental me encuentro hoy, aquí, como costalero llevando a Jesús el Nazareno; lo portaré solo un momento, el suficiente, pero soy capaz y disfrutaré con mis colegas de otra Semana Santa más, otro año más, aprovechando las bocanadas de aire que la vida me brinda sin dejarlas escapar ni un instante.

76 Merece la pena

Colores

La vida empieza con un abanico inmenso de colores, entre ellos está el blanco, el rosa, el gris, el negro, el azul, el lila, el rojo... y en diversos tonos cada uno. Hay miles de tonos diferentes en un mismo color.

Eres muy joven, las cosas cotidianas de cada día son tan diferentes, no son una rutina. Vas a la escuela y aprendes muchas cosas nuevas, eres como una esponja y todo lo absorbes. Te encuentras con tus amigos, con tus profesores (aunque algunos no quisieras verlos, no porque te caigan mal sino porque la asignatura que te dan se te da fatal).

Tienes un buen rato para desayunar, jugar y charlar con tus compañeros de clase y cada día puedes comentar cosas diferentes o seguir las conversaciones que dejasteis a medias la jornada anterior.

Llega un día en que visualizas menos los colores bonitos. Las cosas se complican en clase, hay asignaturas que no te entran y te dan mucho dolor de cabeza. Empiezas a preguntarte por qué has de estar allí, pero por las tardes y el fin de semana los colores vuelven a surgir, el gris y el negro se mezclan con los colores más llamativos como el rojo, el amarillo, el rosa…Vuelve la sonrisa, vuelves a vivir y vuelves a ser feliz.

Va pasando el tiempo y los colores se vuelven más suaves, no tienen ese brillo de antes, esa chispa que los hacía tan especiales. Sigues estudiando. Quieres estar con tus amigos. Te gusta salir los fines de semana, aunque tus padres solamente te dejan unas horas y has de llegar muy pronto a casa. ¿Cuándo cambiará todo? ¿Cuándo terminaré de estudiar? ¿Cuándo podré hacer lo que quiera? ¿Por qué no puedo? Miles de preguntas van pasando por tu cabeza.

Al cabo de unos años terminas de estudiar y llega la hora, empiezas a trabajar. Los días tienen colores, pero te cuesta un poco más verlos y diferenciarlos. Tienes más días de color gris y negro que de colores vivos y llamativos, te vas adaptando, poco a poco no recuerdas la diferencia entre ellos, ahora no tienen casi brillo y son muy suaves.

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Cuando llega el fin de semana se vuelve a llenar de una gran variedad de colores, quieres exprimir todas las horas posibles porque cuando ves la vida en colores eres más feliz y sonríes mucho más. Tienes la sensación de que hay menos horas, cada vez los días de fiesta se te hacen más cortos, el tiempo pasa volando, no te das cuenta. ¡Te has hecho mayor!

Llega el día en que consigues una estabilidad y tienes tu vida planificada. Has terminado los estudios y trabajas. Has encontrado a alguien con quien compartir tu vida, con quien descargar tu rabia un día que solamente ves los colores grises y negros, con quien compartir los fines de semana donde los colores retoman el brillo de antes y con quien decides formar una familia.

Vuelven los colores vivos, los colores brillantes, los colores de tu niñez. Al cabo de unos meses consigues ampliar la familia y sois muy felices, pero al poco tiempo, solamente pasan tres meses desde que realizasteis vuestro sueño, sientes que algo pasa, algo notas, algo tienes. Empiezas un sinfín de pruebas médicas. Tratamiento especial con quimioterapia, teniendo que dejar de dar el pecho a tu hijo y empiezas a sentirte cada vez más triste, ves la vida en blanco y negro. No logran “curar” lo que creían que tenías y buscan más y más hasta encontrar lo que te sucede y te dicen una palabra bastante rebuscada: tienes Linfangioleiomiomatosis, es una enfermedad autoinmune, sin cura, no podrás tener más hijos.

¡¡¡Impactante!!! ¡Bofetada en la cara con la mano abierta!

Todos los colores se desvanecen por completo, caes en picado, solamente ves el gris oscuro y el negro, no das crédito a lo que pasa, no entiendes nada, esa palabra tan rebuscada jamás la habías oído y te preguntas ¿existe, es real?

Pasan unos meses, empiezas a acostumbrarte a no poder hacer las cosas más normales y cotidianas sin cansarte, te agotas muchísimo, no respiras igual, no respiras bien y quieres respuestas, buscas información.

Encuentras por internet una asociación formada por chicas afectadas que pueden entender cómo te sientes, cómo te encuentras, qué te sucede, cómo afrontarlo, cualquier duda, cualquier pregunta, tienes a alguien que te comprende, han pasado por lo mismo que tú, te pueden ayudar, te pueden apoyar y te pueden dar un rayo de luz.

Es una asociación donde todas tienen un factor en común, la Linfangioleiomiomatosis, una enfermedad que solamente afecta a mujeres. Hablas con la presidenta de la asociación y empiezas a ver algún que otro color que quiere volver a tu vida, quiere que lo dejes entrar en tus ojos para que lo puedas visualizar, para que puedas volver a ver los colores tan brillantes y bonitos que tiene la vida.

78 Colores

Poco a poco empiezas a dejar entrar esos colores que están peleando por volver a ti. Al principio son casi transparentes, cristalinos, pero poco a poco se van volviendo más vivos, con el color más intenso.

Con el apoyo total de la pareja y con la ayuda de la asociación empiezas a ver la vida en colores otra vez y entiendes que eres privilegiada, has podido tener un hijo, mucha gente aun queriendo no puede. Abres los ojos y comprendes que hay más gente como tú, que hay más personas que pueden necesitarte igual que te ha pasado a ti, porque hay personas que han pasado por lo mismo que tú y saben tus dudas y tus inquietudes. Son personas que te han ayudado a ver que hay un camino, siempre hay un camino que puedes seguir y está lleno de colores brillantes en diferentes tonalidades. Por duro que sea el camino, por lleno de piedras que esté, verás que siempre hay mil colores en él.

Gracias por crear la asociación AELAM.

Gracias por querer ayudar a más personas.

Gracias por hacerme ver que siempre se puede.

Gracias por dejarme entrar.

Gracias por conseguir empezar una investigación para esta enfermedad.

Gracias por luchar para poder seguir años y años con la investigación, sin ella no hay solución.

Gracias, aunque por muchos impedimentos y por muchas dificultades que vayan surgiendo, gracias por seguir luchando y seguir creyendo que vale la pena estar y ayudar.

No sé qué hubiera hecho sin vosotras, seguramente hubiese seguido viendo la vida en gris y negro, pero me habéis hecho ver que los colores siempre están ahí, que siempre se pueden ver y que yo también, con mi pequeño granito de arena, puedo ayudar a más personas.

Gracias AELAM, una pequeña gran familia.

79 Yolanda Salicrú Riera

Compartiendo camino

Termina agosto del año 2022 y con él, mi luna de miel en Tailandia ¡Qué gran aventura! Aunque no logré ver una de las grandes representaciones de Buda, ya que unos escalones que parecían multiplicarse en cada pisada me lo impidieron. Subirlos y respirar se convirtieron en tareas incompatibles, y así me lo hizo saber mi corazón latiendo con la fuerza que a mí me faltaba.

Es 2 de septiembre y me despierto para ir a trabajar. Al levantarme de la cama noto que algo no va bien, siento un gran dolor en el pecho que se extiende hasta la espalda y me cuesta respirar. Angustiada salgo a la terraza a por un poco de aire fresco. Después de coger fuerzas, consigo montarme en el coche camino al trabajo. Cansada y sin aliento subo las escaleras que llevan a mi sitio. Me cuesta hablar con mis compañeros y respiro como si se me hubiera olvidado hacerlo.

Voy a urgencias y para mi sorpresa, tengo un neumotórax. Mi pulmón derecho está colapsado, el aire se ha fugado fuera de él y la presión impide que se expanda como normalmente lo hace cuando inspiramos. Me ponen un tubo de drenaje torácico cuya misión es extraer ese aire fugado del pulmón para que éste pueda expandirse y recuperar su tamaño. Tres días después me dan el alta, todo ha quedado en un susto.

Es 22 de septiembre y siento grandes pinchazos que me atraviesan el pecho y la espalda. Con la preocupación de tener un nuevo neumotórax llego al hospital, donde mis sospechas se confirman. Mi pulmón derecho se ha vuelto a colapsar y se lo que me espera, el dolor de un tubo torácico. Después de ponérmelo y hacerme un TAC, me informan que tengo un trombo agudo en el pulmón derecho y múltiples lesiones bilaterales destructivas dispersas por ambos hemitórax. Una semana después vuelvo a casa. El susto del anterior episodio se ha transformado en miedo.

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Es 2 de octubre y noto aire fuera del pulmón. He adquirido la capacidad de reconocer que tengo, otra vez, un neumotórax. La sensación es similar a cuando bebes mucha agua y al moverte, sientes el líquido en el estómago. De la misma forma, yo noto aire donde no tiene que estar.

Ya en el hospital me ingresan para control evolutivo. Mi pulmón todavía no está colapsado, las heridas de los anteriores tubos no han terminado de cicatrizar y con la intención de evitar otro, me hacen una punción con aspiración en el pecho. De poco sirve y mi pulmón derecho termina colapsándose. Otra vez necesito un tubo. El maldito no quiere ponerse en su sitio y paso horas en la cama paralizada del dolor, hasta que me lo recolocan.

Durante los siguientes días la fuga persiste, por lo que me voy a casa con el tubo pasando a través de mis costillas y evacuando un aire que no para de escaparse de mi pulmón. Es desesperante, pero tengo que reconocer, que en casa estoy mejor, en casa todo duele menos.

El 18 de octubre reúno fuerzas para hacer frente a la operación de resección de bullas y ampollas, biopsia pulmonar y pleurodesis mecánica. Me dicen que después de esto, será más difícil tener un neumotórax. Entro a quirófano con un tubo y salgo con otro. Pocos días después me lo quitan y me voy a casa.

Es 8 de noviembre y vuelvo a notar esa sensación tan característica. ¡No puede ser! ¡Otra vez no! Y otra vez estoy ingresada en el hospital con un tubo, otra vez mi pulmón derecho se ha colapsado. Siento frustración y angustia ¿La operación no ha servido para nada? Sí, si ha servido para algo, me han diagnosticado. Tengo… y aquí empieza un baile de consonantes y vocales que se unen formando una palabra que me resulta difícil leer, Linfangioleiomiomatosis.

Esta palabra hace referencia a una enfermedad pulmonar rara, poco frecuente y que afecta principalmente a mujeres en edad fértil. Hace que aparezcan tumores en los riñones y quistes en los pulmones que destruyen el tejido pulmonar. Es progresiva y no tiene cura. Algunas mujeres se mantienen estables muchos años, pero en otras, la enfermedad se desarrolla rápidamente. Existe un tratamiento cuyo objetivo es ralentizar la pérdida de capacidad pulmonar, pero no siempre es eficaz y en casos avanzados es necesario un trasplante pulmonar. Ahora, tengo mucho más miedo.

El 19 de noviembre me dan el alta y cinco días después, el 24, mi pulmón derecho colapsa de nuevo y otra vez, necesito un tubo. Cuando parece que no hay fuga de aire, me sacan sangre y me la introducen en la cavidad torácica por el propio drenaje. Tienen la esperanza de que actúe como un parche, evitando que mi pulmón colapse de nuevo. El 30 de noviembre del 2022 vuelvo a casa.

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Es 1 de febrero del 2024. Me ha dado tiempo, tiempo para conocerla y ya no me resulta tan difícil leer su nombre, Linfangioleiomiomatosis. Hace más de un año me quitaron el último tubo endotorácico. ¡Qué engañosa calma! Durante este tiempo la he sentido de muchas formas y hoy ha decidido mostrarse a través de esa dolorosa presión en el pecho tan característica. Actúo como si no la hubiera notado, esperando que desaparezca, pero no lo hace. Dejo de engañarme y voy al hospital. Otra vez un neumotórax. Es pequeño, mi pulmón derecho no está colapsado y hay posibilidades de que el poco aire fugado se reabsorba. Y finalmente lo hace, se reabsorbe. Es la primera vez que evito un tubo. Hoy es 4 de abril. Ya he conseguido nombrarla en alto sin trabarme y soy capaz de decir su nombre entero del tirón. En mi entorno pocos saben cómo se llama, no la conocen, no quiero presentarla. Ella sigue recordándome que compartimos camino. Siempre está ahí en cada paso que doy haciendo que tropiece, pero no consigue hacerme caer, no la dejo. Ya no tengo miedo, ya no la tengo miedo.

82 Compartiendo camino

Sólo acierto cuando me equivoco

Acostumbro a mirar la historia de mis pacientes antes de entrar a verlos. Con detalle, desde los antecedentes, las pruebas realizadas, las visitas previas al hospital o centros de salud. Revisé cuidadosamente la historia del paciente de la 22-1, un varón de 72 años con numerosas comorbilidades y citas con diferentes especialidades. Sin embargo, el diagnóstico actual era claro, tenía una embolia pulmonar. Cuando crucé la puerta de la habitación, pude observar a simple vista que estaba grave: una frecuencia respiratoria mayor de 30, uso de la musculatura respiratoria accesoria. La pregunté a la enfermera cuál era su tensión arterial sistólica…nueve, justita. Lo exploré, comprobé que necesitaba oxígeno al 35% para mantener una SaO2 del 90% y volví al ordenador para prescribir el tratamiento. Cuando vi el que había dejado el residente de guardia, lo maldije en silencio. Lo de siempre, un corticoide, broncodilatadores, antibióticos… ¡y no había ordenado la anticoagulación! Cambié el tratamiento y apunté el nombre del culpable de tamaña imprudencia para amonestarlo en cuanto tuviera oportunidad.

Al día siguiente, una enfermera me asaltó en el pasillo de la planta.

– Ayer se olvidó de ver al paciente de la 21-2.

– ¿Cómo? Pero si fui a verlo…

– No, fue a ver al de la 22-1, el otro quedó sin atender. Me extrañó, porque un rato antes había ido el doctor López y usted cambió completamente el tratamiento… Entonces comprendí mi error. Un escalofrío me recorrió la espalda y me apresuré a entrar en la 22-1. El paciente estaba sentado en la cama, tranquilo y rodeado de sus familiares. Sentí un alivio inmediato.

– ¿Qué tal está?

– Mucho mejor, gracias a usted doctor.

Los familiares se mostraron afectuosos y agradecidos. Yo no supe qué decir. Al salir al pasillo me topé con el doctor López.

– ¿Cómo coño supiste que ese paciente tenía una embolia? Y sin hacer ninguna prueba…

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Me encogí de hombros y me escabullí con una disculpa absurda. Recordé entonces que había dejado sin ver al paciente de la 21-2 y me fui al ordenador a revisar la historia. Diagnóstico: embolia de pulmón. Me aseguré de que el paciente estaba estable, comenté a la familia que se recuperaría y le permití levantarse.

Al llegar a casa reflexioné sobre lo ocurrido. Soy una persona racional, así que dejé a un lado explicaciones sobrenaturales como intervención divina, fuerzas cósmicas o destinos prefijados y asumí que no era más que una casualidad. Me acordé entonces de que era el cumpleaños de una ex, una muy especial con la que nunca llegué a tener una “remisión completa”. Resolví enviarle un mensaje neutro.

– Espero que un día tan especial sea el principio del luminoso futuro que mereces. Al enviarlo, me arrepentí. Era cursi a más no poder, pero decidí dejarlo correr, al fin y al cabo, había perdido el contacto con ella hacía tiempo, únicamente nos felicitábamos fechas espaciales. La respuesta llegó al cabo de un rato.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Te has acordado del día de nuestra primera cita!

Espantado, revisé la agenda. ¡Joder! No era su cumpleaños, lo había confundido con el de mi hermana Julia, que se llama igual… ¡Seré idiota! Pensé que lo mejor sería mandar un mensaje no comprometedor…

– Sí, me vino a la cabeza…espero que no te haya molestado.

– Claro que no. Yo también me acordé, pero no me atreví a decirte nada…

Me sentí confundido. Esto era lo último que me hubiera esperado. Reaccioné como pude.

– Bueno, la verdad es que me acuerdo bastante de ti, pero nunca quise darte la lata.

– Lo entiendo. Yo tampoco quise.

No vi otra opción que quedar con ella para tomar un café. Nos citamos para el fin de semana siguiente.

Pensé que todo eso era muy raro, yo no solía tener esos despistes. Me propuse tener más atención en lo venidero…pero al mismo tiempo agradecí la suerte de haberme equivocado.

Despejé mi cabeza de pensamientos extraños y me preparé para acudir a la cena que tenía con la directora de una compañía farmacéutica. Charlamos de todo un poco, de medicina, de nuestras vidas…en fin, lo típico. Durante el postre compartido, ella me interrumpió en lo que fuera que estaba diciendo.

– Perdona, pero tengo que decirte lo más importante. Preferí dejarlo para el final. No me podía imaginar de qué se trataba. Ella sonrió y, traviesa, esperó unos segundos para mantener la expectación antes de continuar.

– Te confirmo que has conseguido la beca. El laboratorio va a financiar tu proyecto.

84 Sólo
acierto cuando me equivoco

Me quedé completamente desconcertado, no tenía ni idea de qué me estaba hablando, pero entonces… !no podía ser! Había diseñado un estudio clínico hace unos meses, sí, pero lo había mandado a otro laboratorio…salvo que, claro, lo hubiera enviado a una dirección de correo equivocada…Ella se percató de mi asombro y volvió a sonreír.

– De verdad, puedes creerlo. No fue fácil, pero nos han autorizado el budget. Vamos a brindar por ello.

Yo solía ser una persona racional, pero al llegar a casa me acerqué al retrato de mi abuela, fallecida hacía unos años y quizás la persona con la que había tenido más afinidad en toda mi vida. Busqué en un cajón, saqué una vela y la dejé encendida frente al marco de plata.

Al acostarme me costó conciliar el sueño. Estaba trastornado. No entendía nada de lo ocurrido y, lo que es peor, no sabía bien cómo debería actuar a partir de ese extraño día. Si me empeñaba en seguir un comportamiento cartesiano, quizás perdería la oportunidad de obtener logros excepcionales, pero más insensato todavía sería equivocarse a propósito, las cosas no parecían funcionar así. Entonces razoné que no tenía motivo para cambiar mi comportamiento, mis errores involuntarios no tendrían consecuencias. Apagué la luz y me dormí pensando en mi abuela.

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TB delatora

La primera vez que atendí a Alina en consulta vino acompañada de su esposo Román. Mujer joven que, a pesar de su delgadez excesiva y su tez blanquecina, poseía una belleza manifiesta. Refirió que llevaba varias semanas con catarro de repetición, tos intensa, dolor pectoral, falta de apetito y escalofríos.

Se conocieron una tarde de domingo en el parque del Retiro, allí no se cobraba la entrada, era lo que su precaria economía le permitía. Alina había quedado con una amiga que le dio plantón, le puso una excusa con nombre de Nelson. Se encontró sentada en un banco, con la única compañía de un móvil de primera generación. Trabajaba como asistente del hogar y los domingos era su día de descanso. Una justa recompensa a jornadas interminables de trabajo duro y mal pagado.

– Disculpa, me podrías decir cómo llegar a la Fuente del Ángel Caído –preguntó Román. Él ya la había fichado. Sólo fue la excusa para el inicio de una conversación.

Marcos nunca se lo perdonaría.

Fue en su adolescencia, ambos hermanos Román y Marcos pertenecían a la misma pandilla, sólo se llevaban dos años. Marcos, el pequeño, de carácter introvertido, compensaba su timidez con su enorme sonrisa y su generosidad. Se había enamorado profundamente de Elena, era su primer amor. Al contrario, Román era descarado y conquistador, seguro de sí mismo. Para él sólo se trataba de un desafío, de un reto, demostrarse que no había chica que se le resistiera, tampoco Elena. Al final, ni para uno ni para el otro, ella cambió de contendientes.

Marcos nunca se lo perdonaría.

En la segunda consulta vino Alina a recoger los resultados de las pruebas solicitadas, cultivo de esputos, radiografía pulmonar y analítica. No había duda alguna, se apreciaba un agujero pulmonar. Pasé a solicitar con carácter preferente broncoscopia más PCR de tuberculosis.

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Unos años antes Román y Alina habían conseguido alquilar un semisótano, de renta económica gracias a las humedades y olores. Era lo que se podían permitir y más viniendo un hijo de camino. Ella trabajaba como asistenta del hogar por horas y él en la construcción, no estaba mal pagado cuando había trabajo. En la obra las condiciones eran insalubres e inseguras, pero ello les permitió iniciar una vida juntos.

Marcos llegó a España en busca de su dorado. Se había creado falsas expectativas fundadas por los comentarios desproporcionados del hermano. Aquí se vive muy bien Marcos, no te faltará trabajo. Su llegada coincidió con el nacimiento de su sobrino Nicolás.

– Enhorabuena Román –se abrazaron efusivamente los hermanos.

– Es uno de los nuestros –dijo todo orgulloso el padre de la criatura.

La llegada de Marcos perturbó la vida de la casa, y de qué manera.

La relación de la pareja no pasaba por su mejor momento. En la construcción había un parón importante debido a la crisis económica. Esta falta de trabajo arrastró a Román a la bebida, era su refugio, su escape. Desatendió sus obligaciones familiares y se relacionó con compañías de dudosa reputación.

En la siguiente consulta volvió a venir Alina sola. La comuniqué que había dado positivo en tuberculosis pulmonar, una enfermedad infectocontagiosa por vía aérea. Diagnóstico: tuberculosis pulmonar cavitada.

Intenté explicarle de forma sencilla en qué consistía la tuberculosis y sobre todo el riesgo de contagio. Al estar enferma, habría que ingresarla, al menos varias semanas. Estaría en una habitación de aislamiento e iniciaríamos el tratamiento adecuado. También comuniqué a Alina que Salud Pública nos obligaba a hacer un estudio de contacto.

– No te preocupes, sólo se trata de ponernos en contacto con las personas de tu entorno, de tu día a día, para conocer las posibles cadenas de contagio –la expliqué.

Ella comenzó a llorar, se rompió sin consuelo.

– Alina, tranquila. Con el tratamiento te pondrás bien.

– Doctora, no puedo ingresar, es imposible, yo soy quien mantiene económicamente a mi familia, soy la única que trabajo en estos momentos. Son trabajos precarios, sin contratos la mayoría. Limpio de casa en casa. Dependemos de lo que yo gano. Mi marido Román trabajaba en la construcción, pero en estos momentos difíciles de crisis, la empresa ha parado. Es complicado para él encontrar trabajo alguno. Nuestra condición de emigrante tampoco ayuda.

Marcos, encontró trabajo de camarero por horas, lo suficiente para sufragarse sus gastos básicos y pagarse una habitación de alquiler. Era conocedor de la situación por la que estaban pasando Román y Alina. Recriminaba al hermano su despreocupación excesiva.

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Cuando Alina salía a trabajar era Marcos quién se quedaba al cargo del pequeño Nicolás. Con el tiempo se convirtió en un gran apoyo, en la ayuda incondicional de la mujer. – Hoy ha sido un día horrible, ni un momento de descanso –se quejaba Alina.

Marcos la escuchaba atentamente. Era testigo sigiloso de esa belleza cautiva. La admiraba como mujer y le perturbaba como hombre.

– Ven siéntate, Alina. Permítete descansar –la extendió su mano Marcos.

Ella aceptó y en el contacto piel con piel sintieron cómo ambos estaban atrapados por la misma apetencia. Hambre de cariño, de pasión, de afectividad en forma de abrazos, de susurros y de gozos. Sólo los gemidos fueron testigos de aquel encuentro apasionado. No sería el único.

Nunca contó cuán de estrecho era su contacto, cuán de íntimo, de carnal y de apasionado.

Preguntaron a Alina a cerca de todos sus contactos, desde los más directos, personas con quienes convivía, marido e hijo, hasta los contactos estrechos, como su cuñado. Personas con las que trabajaba, hasta los más esporádicos, personas con quien había estado de forma temporal, amigos, conocidos, etc...

Se trataba de un estudio amplio, se necesitaba saber a cerca de su vivienda, si era compartida, con cuántas personas, la proximidad con las mismas. La ubicación y su ventilación, interior o exterior. La forma y modo de desplazarse y durante cuánto tiempo.

Con toda esta información facilitada por Alina se elaboró un registro de los casos y se contactó con cada uno de ellos.

Se les hizo el estudio pertinente, así como analítica de sangre y la prueba de Mantoux para ver si estaban infectados y poner el tratamiento adecuado.

En esta ocasión Alina vino acompañada por su cuñado Marcos. Era el día del ingreso. A través de la trabajadora social habíamos conseguido una ayuda que la permitiría ingresar y recibir el tratamiento. En la despedida de su acompañante percibí un desgarro, una tensión latente, una intranquilidad hiriente.

– No se preocupe, Alina estará bien atendida –tranquilicé a Marcos.

Analizando los resultados del estudio de contactos, se vio que el marido, el hijo y el cuñado de Alina estaban enfermos. Esto obligaba a realizar un estudio epidemiológico molecular de secuenciación del genoma de cada cepa.

Era apasionante ¿Qué nos depararía este estudio? –me interpelaba.

Nunca imaginé que en mi carrera médica me vería jugando a los detectives.

Era de esperar, que el marido había sido la vía de transmisión y se lo habría pasado a su mujer, a su hijo y a su hermano, personas con las que más convivía.

Los resultados fueron sorprendentes por lo que tenían de inesperados.

88 TB delatora

La cepa del marido no era igual a la de Alina, ni a la de Marcos ni a la de Nicolás. Por el contrario, las de ellos tres eran idénticas.

Con estos resultados se determinó que Román fue contagiado en los ambientes insalubres que frecuentaba. La incógnita estaba en saber cómo el resto de la familia tenían la misma cepa. La conclusión era de evidencia científica: Alina y Marcos habían tenido un contacto más que íntimo durante un tiempo significativo.

¿A qué nos llevaba esto? –me cuestioné como investigadora.

¿Quién se lo comunicaría a Román?

Su hermano nunca se lo perdonaría.

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Josefina Fernández
Díaz

Me enamoré hasta las trancas…

Cuando empecé a escribir este relato tuve miedo. Un miedo atroz de no saber cómo empezar a contar mi historia, pero sobre todo, pánico a no saber terminarla. Voy a contar una historia desgarradora, con mucho dolor pero, a su vez, con mucha valentía. Pero son tantas las ganas que tengo de escribir este relato, que nadie me va a frenar, y mucho menos, mi miedo. Ese mismo miedo, de no encajar otra vez. Pero sé que esto mis queridos lectores os va a ayudar mucho por eso me dije: venga, adelante, hazlo. Por vosotros. Siempre me ha condicionado la gente de mi entorno, todo el mundo, se empeñaba en hacerme creer que no valía para nada por la enfermedad que tengo.

Deciros a todos qué del bullying se sale, tanto si lo habéis sufrido como si lo estáis sufriendo, que es un asco, lo sé. Nadie merece ser acosado. Tengo 29 años y, lo confieso, he sufrido bullying en mi adolescencia. Pero todo esto lejos de hacerme desistir, me ha dado alas tan grandes que hasta siento que puedo volar. Esto me ha servido de impulso para intentar ayudar en su camino a otras personas que como yo, siempre le intentaron cortar las alas. Ya sea por su físico, por su manera de vestir, por cualquier enfermedad que puedan tener.

A todas aquellas personas que no han significado nada en mi vida, a ellas especialmente, les dedico este relato. Sin su desmotivación, mi motivación no hubiera sido posible. Soy Nifi y esta es mi historia.

Soy una chica que padece Fibrosis Quística, es una enfermedad que causa daños graves en los pulmones, el sistema digestivo y otros órganos del cuerpo.

Por culpa de mi enfermedad (o eso creía yo) sufrí bullying, tanto en mi adolescencia como siendo más adulta. No entiendo cómo la gente se puede meter con una persona, porque nadie somos perfectos, y mucho menos entendí como podía meterse con una enfermedad pulmonar. Ahora lo entiendo, exactamente por ser quienes eran, gente vacía sin corazón.

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La única pregunta que me hacía todas las mañanas antes de entrar al instituto era: “¿Por qué?” Porque yo. Era una niña sin preocupaciones, enamorada de la vida, enamorada de mis padres (mis ángeles guardianes), solo me tenía que preocupar de ir a una máquina de oxígeno (por la mañana y por la noche) quién padece mi enfermedad, lo entenderá. Yo creía que era feliz, siempre tenía una sonrisa de oreja a oreja, hasta que me la quitaron, y con creces.

Nunca obtuve una respuesta clara a mi pregunta, lo único que sé es que sus vidas eran tan vacías que tenían que meterse con alguien,y como no… me tocó a mí. Muchos de los lectores no saben lo que es sufrir un acoso escolar, por la manera de vestir, por una enfermedad, por ser bajita, por tener fatiga, por tener tos, por no pertenecer al entorno de los “populares” … pero, ¿Quien marca ser o no popular? ¿La vestimenta?¿La personalidad?¿La música que escuchas? ¿Una enfermedad? No hay respuesta para tanta pregunta. En el momento que sufres acoso escolar, estás sola, nadie quiere saber nada de ti, todos los “amigos” que tenías hace relativamente pocos meses, desaparecieron, como si fueras un fantasma. Lo tenía claro, estaba sola. Tan sola, que pense en suicidarme y acabar con mi sufrimiento, porque sí, era un sufrimiento ir a clase. Cuando pierdes el sentido de la vida, cuando dejas de ver la vida como algo capaz de ser disfrutado y lo ves como una sombra que te oscurece día tras día, llegas a un punto donde te encierras en ti misma. La única salida que veía era quitarme la vida, así ya no sería una molestia para mis compañeros de clase. Gracias a Dios que cuando cogí ese cuchillo para cortarme las venas, solo pensé en mis padres, y no tuve el valor suficiente de dejarlos solos, ellos habían luchado por seguir adelante con una niña que tenía una enfermedad crónica, de la cual no se sabía nada. Solo la idea del sufrimiento que le iba a provocar a mis padres me hicieron recapacitar. Pese a todo eso, tuve valor, fuerza y ganas de luchar por mi vida.

Seguía escuchando risas, burlas… Cuántas veces llegué a mi clase pensando: – “Venga hoy es otro día, será mejor, volverán a ser mis amigos” porque realmente pensaba que era mi culpa haber nacido con dicha enfermedad.

Y lo único que encontraba cada mañana al entrar en clase era un proyector grande (más grande que la pizarra), donde aparecía proyectada una página (creada por mis supuestos amigos), con una foto mía que en el encabezamiento decía: “Su enfermedad contagiosa” y en la foto estabamos mi máquina de oxígeno y yo. Todos sentados mirando para el proyector y riéndose de ti a más no poder… eso duele.

Y ver como todos tus “amigos” seguían esa página para burlarse y comentar sobre ti, cuando no tenían ni idea de lo que estaba pasando.. duele más. Lo único que ponía en los comentarios era que mi enfermedad era contagiosa y que tuvieran cuidado al acercarse a mí. Nada más me vieron aparecer, empezaron a decir entre burlas y risas :

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– “Hoy te tocará ir a esa máquina, hazle un favor al mundo y déjala ”–escuchaba. – “Cuidado que os va a contagiar, ¡alejaos!” –no paraban de repetir los del fondo. Solo teníais que estar un poco más informados y dejar de hacer daño gratuitamente, así como supisteis hacer una página y especificar que tengo dicha enfermedad, pues por lo menos hubierais investigado algo… que no es contagiosa, que necesitaba la máquina para respirar, pero que ibais a saber antes si a día de hoy seguís siendo los mismos ignorantes.

En su día, me pregunté ¿Cómo consiguieron esa foto?, ahora que soy más mayor, me doy cuenta… por una niña que se hacía pasar por mi amiga. Es penoso llegar a creer que cualquiera de ellos podría llegar a ser mi amigo, ahí necesitaba que alguien me dijera: – Jenny, ¡espabila! – y que me zarandearan, tan fuerte, que fueran capaces de abrirme los ojos. Necesitaba a mi madre, ella era la única que me abriría los ojos en un par de minutos. Pero yo no contaba nada (“El silencio es durísimo y puede ser letal” leí una vez en un libro) y me encerraba en mi habitación con mi maquina. Lo único que hacía era mirar a la máquina con un odio enorme y llorar, llorar hasta el punto de los ojos tan hinchados y de no poder derramar ni una lágrima más aunque quisiera. La llegué a ver como mi enemigo, cuando el enemigo lo tenía en clase. El dolor era insoportable, no sabía qué hacer, simplemente lo único que tenía claro era que estaba sola. Toda tu infancia con amigos o eso creías, y ahora sola, era duro pero cierto. Cuando tus propios “compañeros” que eso se hacían llamar, a lo único que se dedican es hacerte daño dejan de llamarse “compañeros” inmediatamente.

– De todo se sale– pensaba. “Mañana será mejor”. Así me repetía cada día por ellos, mis padres. Los únicos que a pesar de tener esta enfermedad, me querían.

Por mucho que digan que de todo se sale, tienes esa espina clavada en tu corazón. Obviamente se sale, no quiero decir lo contrario, pero solo los que hemos vivido eso sabemos que seguirá esa espina durante mucho tiempo. Pero me han quedado heridas dentro que aún hoy no se han cerrado. Que sepáis que esa gente no tiene vida, solo quiere ver sufrir a los demás. Con vuestro sufrimiento, ya son felices, no le deis ese gusto. Gracias a este relato, pude cerrar una historia que me agonizaba en mi cabeza y que me atormentó durante 5 años. Ahora soy más libre y puedo decir: “pasado, pisado”. Gracias por la oportunidad de poder crear un relato y poder gritarlo a los cuatro vientos…

“¡Me enamoré hasta las trancas… pero de mí y de mi máquina!”

92 Me enamoré hasta las trancas…

Las últimas batallas

Raúl Godoy Mayoral

El caballo recorrió la distancia en segundos, de repente estaba allí en ese lugar especial con el que controlaba todo el espacio. La situación era extrema, el riesgo asumido mereció la pena, la actitud del enemigo así lo reflejaba.

Pudo observar cómo los hombros se le hundían, la cara se le quedó congelada en una mueca de desconcierto absoluto. Esto no lo esperaba y cambiaba el sino de la batalla. El instante se quedó congelado, el tiempo se paralizó, calculando cientos de posibilidades, no había una decisión correcta, el contrario no podía hacer nada, estaba perdido y ambos lo sabían.

Pasaron 5, luego 10 y luego 15 minutos. La respuesta era difícil, había que asumirlo o continuar ciego al destino, con la pérdida de tiempo y recursos que ello significaba.

Todos contenían la respiración y fue el rival el que primero dejó escapar el aire en un suspiro de tristeza, de desesperanza infinita, de rendición absoluta. Ese suspiro fue contagioso y todos espiraron al unísono, la expectación aumentaba, aunque parecía que ya la decisión estaba tomada.

Juan se levantó bruscamente y con voz potente para que todos le oyeran dijo: – ¡Abandono!

Cogió su Rey de color marfil y lo dejó volcado sobre el tablero.

Su padre se le quedó mirando con una sonrisa alegre y le dijo: – Ha sido usted un buen rival, caballero. He tenido un placer inmenso al jugar con usted. Ojalá podamos repetirlo pronto.

Juan miró a su padre con una cara en la que se reflejaba el profundo amor que sentía por él, la gran admiración que le tenía. Había sido un hombre increíble: inteligente, juicioso, de buen corazón y un gran padre. Aún seguía siendo amable y educado y, a pesar de la demencia que se comía sus recuerdos, un gran jugador de ajedrez. Era increíble que no se acordase de su familia, no pudiese retener los recuerdos del día anterior, pero todavía era capaz de darle jaque mate en menos de 20 movimientos, todavía tenía esos

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destellos de genialidad que le había visto realizar desde que era niño, aún reconocía a su padre en el ajedrez.

– Sí, papá, mañana jugaremos otra partida, mañana me ganarás de nuevo. Te quiero.

Su padre le miró confuso y le despidió sin quejarse por el beso que le había dado en la frente.

Lo que más temía en el mundo, lo que hacía que su pecho se contrajera y sus ojos se llenaran de lágrimas, era pensar en el día en el que él ganase la partida.

94 Las últimas batallas

Pompas de ilusión

Llevaba varias semanas en las que el motivo más importante para continuar con mi trabajo era ella. Su delicada situación, que ya me había quitado el sueño y ocupado mis peores pesadillas en otras ocasiones, había alcanzado un punto dramático. Mientras me dirigía al hospital a verla no podía parar de pensar en todas las horas que habíamos pasado juntas. Cómo al principio de nuestra relación las mascarillas habían anulado toda conexión personal y me impedían ver esa sonrisa que tantos momentos mágicos me regalaría después.

Atravesé las puertas del Hospital Infantil y llegué hasta su habitación. Me habían dicho que la situación era compleja, que tenía una Pseudomona atrapada en los pulmones y le estaba dando mucha guerra. Pensé varias frases que podrían animarle antes de entrar y finalmente, cuando me sentí preparada, crucé la puerta. La saludé y tardó varios segundos en contestarme porque estaba concentrada acabando un pedido de hamburguesas de un juego de la Tablet. Estaba igual que siempre, con toda su atención en un reto a su alcance, pero con gafas nasales, nebulización, antibiótico intravenoso, aparato de BIPAP, cough assist y un pulsi que marcaba sus constantes.

Tomé la decisión de elegir al eyeliner morado como mi arma secreta para sacarla por unos instantes de aquella habitación. El maquillaje era una de esas cosas que desataba su sonrisa y nos hacía conectar durante las largas sesiones de tratamiento. Las dudas se habían apoderado de mí queriendo escoger el complemento más maravilloso para ella, pero solo hicieron falta tres segundos para ver en sus ojos, desnudos por poco tiempo, que realmente la conocía tanto como creía. La alegría de su mirada solo era comparable a la mía y por supuesto ambas dos se quedaban pequeñas al lado de la de su madre. Tal fue el efecto que por un momento se olvidó de acabar su pedido de hamburguesas y se preparó para que pintáramos su rostro y lo hiciéramos brillar un poco más.

Cuando leí su historia clínica no era consciente de todo lo que abarcaba la atrofia muscular espinal (AME). A medida que las neuronas motoras mueren, los músculos

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comienzan a debilitarse y a tener cada vez menor función. Sabía que encontraría a una peque bastante afectada, sobre todo a nivel respiratorio, por su escoliosis y su debilidad muscular que tanto limitaba su capacidad pulmonar. Lo que nunca hubiera imaginado, era el abanico de posibilidades que escondía detrás de cada uno de sus deseos. Teniendo la función de movimiento en únicamente dos dedos, era capaz de dibujar, conducir su silla, usar dispositivos y tocar el piano. Cuando le proponía algún reto en nuestras sesiones de fisioterapia, siempre encontraba la manera de adaptarlo, porque en su mente sólo existían las estrategias y alternativas para conseguir lo imposible.

Esos dedos, su salvavidas y esperanza, eran los encargados de canalizar y traducir toda la inteligencia que había dentro de ella. Habían sido los responsables y espectadores de nuestros mayores hitos juntas: desde el día que soplando a través del tubo del inspirómetro incentivo consiguió hinchar una superpompa de jabón, de tal dimensión que me propuso avisar a su madre para que contemplara semejante hazaña; hasta el día en que salió sola del instituto, con apoyo técnico y logístico, para ir con la silla a comprar sola su primer croissant depositando en las vendedoras su confianza para que cogieran la cantidad de monedas necesaria.

En el equipo que hemos formado, nuestra única limitación es un soplo cada vez más suave que repercute en su calidad de vida. Las tres nebulizaciones diarias y las múltiples sesiones de fisio a la semana se han convertido en la normalidad que gobierna su vida. Ella me enseña día a día que todo depende de la actitud con la que se encare la vida. Me ayuda a poner en perspectiva mis “problemas” y a darme cuenta de que la vida es eso: una sonrisa en los peores momentos y un largo suspiro para saborearlos.

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