Revista Ajena Nº1

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>> M茅dicos en el Interior Vocaci贸n de tierra adentro >> Parajes insospechados Sepulcros en el campo >> Circe Maia La poeta del agua

N煤mero 01 / Marzo de 2014 / Uruguay / Revista mensual de distribuci贸n gratuita junto al semanario Brecha /

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A modo de comienzo Cuando pongamos el último punto en este breve mensaje, a pesar de su nombre, Ajena será propia. De nosotros, que la hemos soñado durante largos meses, y de todos los que a partir de ahora se conviertan –esperamos– en nuestros lectores. Esta revista se propone hablar del Interior uruguayo, de su realidad, en tantos aspectos diferente a la montevideana. El Interior es un conglomerado de 18 departamentos tan distintos entre sí como lo son de la capital. Pretendemos dar cuenta de esa diversidad, las diferentes lógicas, las expresiones culturales propias, pero también de lo que nos aúna y nos conforma como República Oriental. Lo haremos a partir del espíritu inquieto y andariego con el que surge Ajena, el de los caminantes que recorren los campos y que, a fuerza de quilómetros andados, logran ser de todos lados sin pertenecer a ninguno. Ajenos, ellos también, conocen sin embargo cada palmo del territorio. La asociación entre Brecha y Ajena es tan obvia como indisoluble. Por eso, aunque sus páginas se tiñan de un periodismo más volcado a lo narrativo, mantendrán el rigor característico. No harán folclore de la cultura rural, ni subestimarán la calma suave de las ciudades durante las siestas de verano. Hay mucho para decir de este vasto territorio. Por eso, lectores, les proponemos enriquecer esta revista con un ida y vuelta. Acercando temas para estas páginas, y también a través de la web, que quisiéramos funcionara como un ágora donde, quienes gusten, alcen su voz para contar. El puntapié inicial está dado en Futuro Interior, la sección en las páginas finales de Ajena y cuya única consigna es que sea escrita por jóvenes que vivan en el Interior y nos den –cada cual con su estilo– su mirada respecto de la comunidad en que viven. Por último, vale aclarar: no es Ajena por las vaquitas, ni tampoco por colocar una distancia entre Montevideo e Interior. Ajena es, si se quiere, un acto de libertad; pretende construirse con la mirada de todos y, como ya fue dicho, quiere pertenecer a todos sin pertenecerle a nadie.

Foto de Tapa: Manuela Aldabe. Camino al lago Iporá, Tacuarembó .

MC

Staff

Escriben, fotografían e ilustran este número: Betania Núñez / Daniel Erosa / Daniel Gatti / Federico Gutiérrez / Ignacio Bajter / Ignacio Iturrioz / Javier Gómez / Leonardo de León / Manuela Aldabe / Mariana Contreras.

Coordinación general: Mariana Contreras // Edición de fotografía: Alejandro Arigón // Producción: Juan Manuel Chaves // Corrección: Inés Casamayou // Diseño: Lateral.com.uy // Logística y administración: Cooperativa LABRECHA. Contacto: ajenarevista@gmail.com www.revistaajena.com Impreso en Impresora POLO SA - Paysandú 1179 depósito legal 364093

Proyecto seleccionado por Fondo Concursable para la Cultura – MEC

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>> Ser médico en el Interior

No es fácil decidir radicarse en el Interior. Los problemas estructurales, las dinámicas culturales y muchos prejuicios arraigados desestimulan el desembarco de los profesionales fuera de la capital. Algunos de quienes aceptaron la apuesta Txt: relataron para Ajena Betania Núñez Los médicos nacidos en del Ministerio de Salud Pública Fotos: sus experiencias. Más Montevideo quieren (MSP) correspondientes a 2011. Ignacio Iturrioz trabajar en Montevideo. En el Interior vive el 60 por alejadas de la quimera Los nacidos en el Interior ciento de la población. también. Puede resultar sencillo imaginar La práctica de la medicina en la montevideana, pero el desbalance que esto provoca en el capital o en el Interior implica diferentes sistema sanitario, pero entender las desafíos, (in)certidumbres, así como también más cerca de razones de esa realidad resulta un poco difieren las recompensas económicas, más complejo. En la capital hay 80 académicas y sociales. Y detrás de la la gente. médicos cada 10 mil habitantes, en el opción de cada quien hay una maraña de 1

Interior la relación cae a 22, según datos

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motivos. Muchos de ellos fueron abordados en una investigación publicada por la Universidad de la República en 2012:2 la falta de anonimato en las comunidades pequeñas y estar “disponible” las 24 horas del día, la ausencia de movida cultural, el estrés laboral que implica ejercer la profesión con la infraestructura deficitaria que presenta el Interior y la soledad en la asunción de responsabilidades desestimulan la radicación fuera de Montevideo. También el temor a la desactualización profesional y las dificultades para compatibilizar trabajo y estudios de especialización, dado que la capital tiene prácticamente el monopolio, hacen que los médicos opten por quedarse. A partir de las realidades se construyen imaginarios. En el documento universitario se concluye que entre los profesionales de Montevideo “está

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presente la idea” de que “los médicos radicados en el Interior muestran cierto desinterés ante la formación y actualización profesional”, y con relación a ellos “prima la imagen del ‘achanchamiento profesional’”, generalización un tanto o muy injusta. Vivir en el Interior, entonces, trae aparejada la pérdida de un capital simbólico relevante para los médicos. De todos modos, aunque los problemas están identificados, y pese a que se han hecho y se hacen incontables intentos de mejorar la situación, el tema sigue vigente.

El punto de encuentro es en la plaza de Tala, Canelones. Llega, estaciona el auto, y a la pasada atiende una consulta ambulatoria. Es una mujer que le habla de los resultados de un análisis de un familiar. Santiago González es un médico joven, amable y de muchas palabras. Durante la conversación con Ajena, dos

Aquí, tres historias tan distintas como similares. Las cuentan médicos que decidieron trabajar en pueblos o ciudades del Interior, porque de allá eran

paralelismos se harán presentes, traducidos apenas en un par de palabras: “allá” y “acá”. Montevideo e Interior; Cuba y Uruguay.

cuando todavía ni se pensaba en que las becas cesaran. Mientras duró, se formaron en la isla unos 40 médicos por año en promedio; la mayoría del Interior. Ese era uno de los criterios que la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay priorizaba al evaluar a los postulantes. A igual nivel

“La gente de Tala estaba muy contenta de que estudiara en Cuba. Saben que mis padres son obreros y todas las dificultades que habíamos pasado para que viajara. El pueblo se sensibilizó con eso. Y cuando volví, todo el mundo se sintió parte.”

Santiago González

Santiago González estudió en Cuba y volvió para trabajar en Tala, ciudad donde nació.

o por el interés de transitar otros caminos. Con más o con menos años, formados mayormente en Montevideo o en el Interior, con ganas de seguir trabajando “afuera” o de volver a la capital. Entre anécdotas –buenas y de las otras–, las dificultades y las ventajas de ser un médico en el Interior.

“De acá a Montevideo hay 80 quilómetros. Tal vez lo podría haber solucionado de otra manera, pero en mi familia somos cuatro hermanos y se hacía difícil. Era mucho más sencillo que estudiara allá.” Santiago pertenece a la segunda camada de jóvenes que fueron a Cuba para convertirse en médicos,

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socioeconómico, entre uno de Montevideo y otro del Interior, la balanza se inclinaba por el que naturalmente tendría mayores dificultades de acceso a una educación concentrada en la capital. Santiago partió en 2004 y regresó en 2010. Se fue a los 18 y ahora tiene 28 años. Recuerda el día que atendió a su primer paciente, la fecha en que lo contrataron en cada uno de sus trabajos. Esos recuerdos desembocan en un análisis sobre la precariedad del trabajo médico, y salta el dato de que la mayoría de sus compañeros viven de suplencias, cobran a través de una unipersonal y no tienen derechos laborales. Eso pasa, dice, tanto en el Interior como en Montevideo. (Al fin una semejanza.) Pero no es su caso. “Tuve mucha suerte. En el pueblo somos pocos, y en general, si el colega te abre las puertas o entiende la necesidad de que un médico de aquí trabaje en la comunidad, es más sencillo. Pero si vivís en lugares más grandes

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como Montevideo o Paysandú, por ejemplo, nadie se compromete. Es difícil insertarse porque venís de otro país, con un sistema totalmente distinto. Quedarse en Cuba no fue una opción, tampoco trabajar en un lugar alejado de su pueblo. “Cuba ya tiene un sistema de salud accesible, entonces la idea es que vuelvas a ayudar a tu comunidad.” Su plan, aunque lejano todavía, es estudiar una especialidad que sea útil en Tala. Le gustaría hacer medicina interna, que es, dice, “la madre de todas las clínicas”. Pero no le ve una aplicación práctica en su pueblo, al menos no con el enfoque que le da el sistema de salud uruguayo. Por eso, y porque también le gusta, piensa ser cardiólogo. No hay ningún médico con esa especialidad radicado en Tala. De hecho, allí sólo residen médicos generales, además de una pediatra y un ginecólogo. O sea, el equipo básico está. El mayor problema se encuentra en el resto de las especialidades. Como la mayoría de los médicos en el Interior, Santiago trabaja en el subsector público y en el privado, y nota las diferencias: “Si bien ASSE tiene mayor accesibilidad y una planta física mejor equipada, la cantidad de usuarios es tan grande que es difícil de manejar. Las demoras con los especialistas son impresionantes. Lo mismo pasa con la coordinación de estudios que no son urgentes, pero que sí es necesario hacer a la brevedad. En el sector privado las demoras son más tolerables”. El hospital de ASSE es, sin embargo, “el único con capacidad real para tratar una emergencia”, dice el médico. “Es el que tiene la infraestructura, los materiales y el personal; nada del otro mundo porque es un primer nivel de atención.” Una de cal y otra de arena: no tiene servicio de urgencia a domicilio, un trabajo extra que en los hechos se ve obligado a cubrir el médico. “La gente te viene a buscar a tu casa, lo cual es entendible, pero eso a veces trastoca mucho la vida normal en familia. En Montevideo no pasa porque está la línea 105; y en el sector privado de acá lo cubre el médico de retén. Entonces, cuando hay un paciente de Salud Pública y no puede moverse, los familiares van por las casas de los médicos buscando a alguno que vaya a ver al enfermo. Nunca trabajé en Montevideo, pero supongo que cuando volvés a tu casa no te van buscar, porque ni siquiera saben dónde vivís.” Para Santiago, como para tantos, el mayor problema de radicarse fuera de la capital es el acceso a la formación: “El médico que se va al Interior, si se deja

estar se desactualiza, y el conocimiento que se desactualiza se pierde. Soy consciente de que hace ya tres años que me recibí y cada vez será más difícil hacer una especialidad. Vas contrayendo vínculos laborales más difíciles de quebrar, y compatibilizar el trabajo con un posgrado también se hace difícil; con una residencia es directamente imposible, y lo que pagan es muy poco. Tenés que mudarte, tenés que irte. Eso lleva a que la distribución de médicos en el país sea desigual”. Ese no es el único tema a la hora de analizar la desbalanceada distribución de los médicos. “Una capital es distinta desde el punto de vista cultural, intelectual, educativo. Lo cosmopolita que puede llegar a ser una capital, y lo anodino que puede llegar a ser un pueblo como éste… A una persona que nació y creció en un pueblo, en Montevideo se le abren un montón de puertas, y se puede llegar a abrumar por todo lo que nunca había visto. Me pasó en Cuba. Vivir allá te genera un apego que después no querés dejar. A veces extraño la movida cultural, charlar con la gente, el paisaje, la rambla.” Si bien nunca pensó que iba a ganar ese concurso recién recibida, y pese a que había vivido toda su vida en Montevideo, Lucía Antía tuvo su primer empleo como médica en Mariscala, Lavalleja. “Sabía que era en la ruta 8, pero apenas había pasado por ahí. Mis compañeros, mi familia, mis amigos, todos me dijeron que estaba loca. Pero yo estaba fascinada. Llegué con el sobre de dormir y la mochila, sin saber dónde me iba a quedar.” Esa misma noche consiguió asilo en la casa de una compañera. Al poco tiempo empezó a trabajar también en una mutualista de la zona. Entre cuatro médicos cubrían Mariscala, Pirarajá, Poblado Aramendía y Poblado Colón. Cuando llegó el movimiento en el pueblo era casi nulo, así que su consulta siempre estaba llena: una médica venida desde Montevideo era todo un acontecimiento. “Iban a la consulta a ver qué opinaba de los colegas o a ver si yo les proponía algún tratamiento diferente. Después se quedaron conmigo o no, pero al principio todos quisieron pasar por mi consulta.” Hizo el posgrado de medicina familiar en la Universidad de Montevideo, muy a

“Lo que aprendí allá [en Mariscala] no lo aprendí durante toda la carrera. Es estar en la cancha, actuar y resolver sola. Acá estás acostumbrada a tener una infraestructura diferente.”

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su pesar, tras convencerse de que la Universidad de la República no podía ofrecerle un esquema de estudios compatible con su trabajo en el Interior. “Sólo como médica general no podía quedarme, así que logré concentrar mis 36 horas de trabajo de lunes a jueves, para venirme los viernes a estudiar a Montevideo. La experiencia fue muy buena porque todos mis compañeros estaban en la misma: trabajaban en el Interior, querían seguir estudiando y no encontraban la manera. También era una forma de sobrevivir a un pueblo chico: si no me iba los fines de semana, moría.” En Lucía conviven las dos miradas, la del médico de Montevideo y la del médico del Interior, y su historia resume varias de las conclusiones a las que llega la investigación de la Universidad de la República. Allí se analiza que la idea de trabajar en el Interior genera –en la mirada de los profesionales de Montevideo– una “sensación de no contar con respaldo para la práctica médica”, lo que opera como un “desestímulo a la radicación en el Interior”, asociado al “estrés laboral que implica el ejercicio profesional en función de las condiciones existentes”. En contraste con “la imagen de una medicina sencilla, casera y elemental” que imaginan los montevideanos, el documento señala que los profesionales del Interior reivindican el “ejercicio de una medicina con una capacidad resolutiva que no es tecnológico-

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Lucía Antía

dependiente, sino que por el contrario se sustenta fuertemente en el conocimiento y la experiencia adquirida”. Lucía lo plantea así: “Lo que aprendí allá [Mariscala] no lo aprendí durante toda la carrera. Es estar en la cancha, actuar y resolver sola. Acá estás acostumbrada a tener una infraestructura diferente. A diez días de estar allá atendí un parto sin nada, ni siquiera me pude poner la túnica. Como estudiante había atendido partos en el Pereira, con parteras, enfermeras, nurse, ginecólogos… con veinte personas. Allá estás sola”. La contracara de la experiencia es sentirse sin respaldo: “Acá [en Montevideo] te sentís mucho más protegido”.

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Pese a los desestímulos, Lucía entiende que “en medicina general estamos bastante bien, pero a los especialistas les cuesta muchísimo salir de Montevideo. ¡Urología! Allá había un urólogo para Maldonado y Lavalleja, el día que tenía consulta el buen hombre atendía gente de todos lados, veía una millonada de pacientes. Traumatología era peor. Lo mismo en anestesia”. Finalmente, los desestímulos también actuaron en ella y el desgaste pesó a la hora de tomar una decisión. Lucía se resolvió a volver. Fue gracias a otro concurso –para el que tampoco se tenía fe– pero esta vez para trabajar en Montevideo. Un día en medio de la consulta sonó el teléfono. La noticia fue precedida de una intempestiva exigencia: necesitaban la respuesta inmediatamente. Otra vez, sin pensarlo mucho, hizo las valijas y volvió a cambiar su vida. Ahora trabaja en Santiago Vázquez y lo siente como un paso intermedio entre el pueblo y la ciudad. Tiene 37 años, y al menos por el momento, no extraña trabajar en Mariscala ni tiene en mente volver a ejercer en el Interior. A los 11 años se fue de Paso Pereira, su pequeño pueblo en Treinta y Tres donde

no había liceo. Tenía familia en Montevideo, y ese fue el destino natural. Volvió ya como médica a trabajar en Tupambaé y al poquito tiempo arrancó en Santa Clara de Olimar. Hace cuántos años fue todo eso no recuerda exactamente. Unos veinticinco, calcula Mari Falero, que ahora tiene 50. “Cuando empecé a trabajar, lo único que tenía era el bolso, el estetoscopio y una bicicleta que me prestaron. Después fue que mis padres pudieron comprarme un fusquita, que era lo que usaba para ir a las policlínicas rurales en la zona que nací. Era médica y mensajera: traía carne, leche, cartas. Era el contacto con el pueblo. Después de a poquito me hice la casa, y vino todo lo demás. No estoy arrepentida de nada, me gusta lo que hago y me gusta poder ayudar a la gente, pero es un trabajo de por vida, cuando me jubile me van a venir a buscar igual.” Mientras lo cuenta, resurge su advertencia: la entrevista podría interrumpirse abruptamente. “Si me llaman, me tengo que ir”, había anunciado Mari. El pueblo, más largo que ancho, está inquieto ese día. Hay jornada de vacunación en la mutualista y se están tomando las pruebas de manejo en la calle principal. Cuando Mari logra poner un paréntesis al trabajo, subimos a su camioneta equipada casi como una ambulancia y salimos a recorrer el

pueblo. A los cinco minutos suena el teléfono. La periodista tiembla, pero es una falsa alarma, sólo una de las muchas consultas telefónicas que recibirá durante el almuerzo. “Acabo de salir de la policlínica, salgo para comer y seguro tengo a alguien sentado en la puerta de mi casa esperándome.” El augurio se cumple. Estaciona la camioneta y se asoma una mujer, que le avisa que va a llegar tarde a la consulta porque tiene hora para sacar la libreta de conducir. “Vienen a hacerme consultas médicas o a hacerme cualquier preguntita social.” Los médicos –en Santa Clara hay tres– son grandes referentes en los pueblos chicos. Mari, con calma y humildad, comparte la apreciación. Cuando está de licencia tiene que huir del pueblo. “Si ven una ventana abierta, aunque haya otro médico de guardia, vienen a consultarme, por eso me tengo que ir, si no, no tengo licencia. Y después están enojados porque apagaste el celular. No entienden que llaman y no atiendo porque me estoy bañando.” Suena el teléfono y Mari da un diagnóstico: “Cayó del caballo, tiene traumatismo”. Continúa la entrevista. “Esto es todo el día así y también de noche.” Pero nunca deja de atender: “Lo que pasa es que te pueden llamar para hacer una pregunta o por un herido de

Mari Falero hace 25 años que está radicada en Santa Clara de Olimar, Treinta y Tres.

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bala. Entonces siempre estás alerta”. Eso fue lo que la levantó de la cama la noche anterior: un herido de bala, algo bastante común en Santa Clara. No habla mucho de casos particulares, pero sí cuenta que en Santa Clara de Olimar siempre hubo problemas de violencia. “Creemos que está asociado al tema del alcoholismo. En campaña se da mucho. Ahora tenemos psiquiatras y psicólogos que vienen, tratamos de tener apoyo para que esos temas sean tratados. También hay una asistente social, y en la comisaría hay gente especializada en violencia doméstica”.

para resolver todo, te cae un parto en podálica, de mellizos, un bebé que pesa más de cinco quilos, y tenés que resolver. Como cuando te toca ir a campaña y atender un parto en la carretera”. Ya perdió la cuenta de cuántos partos asistió, son muchos, y dice: “Mientras salga todo bien, bárbaro. Pero si sale mal la culpa es del doctor y acá te conocen por nombre propio. Por suerte nunca me pasó, pero es mucha

las que logró radicar el departamento representan el 0,4 por ciento, según datos del MSP. En el resto del país la situación es similar. No parece que el salario sea lo que más pesa en la decisión; de hecho en el Interior se gana mejor. Solamente Durazno tiene un promedio salarial para las especialidades básicas por debajo de Montevideo. El resto de los departamentos está 20 por ciento por

“[Al comienzo] lo único que tenía era el bolso, el estetoscopio y una bicicleta. Después mis padres pudieron comprarme un fusquita, que usaba para hacer las policlínicas rurales. Era médica y mensajera: traía carne, leche, cartas. Era el contacto con el pueblo.”

Como cuentan el resto de los médicos, Mari se detiene en el vínculo estrecho que tiene con los pacientes. En su caso se añade el componente de los años: “El trato acá es muy familiar. Muchos me conocen desde que nací. A algunas pacientes les hice el control de sus embarazos y ahora controlo el embarazo de sus hijas”. Si bien ella proclama que todos los pacientes son iguales, porque “es la misma gente conocida, se atiendan donde se atiendan”, Mari cuenta que “el trabajo en ASSE es más luchador. No tenés acceso a lo mismo que en la mutualista. Son más difíciles las coordinaciones, el acceso a los especialistas, falta la medicación. Siempre tratás de solucionar los problemas para todos; es más, a veces tratás de solucionar problemas de los pacientes de ASSE pidiendo favores a los especialistas que vienen a la mutualista”. Mari cursó dos posgrados en la capital, aunque los abandonó por el camino. Hace siete, el de medicina interna: “Cursé todos los años pero al final no entregué la monografía por un problema familiar”. Y hace tres años cursó seis meses de medicina familiar, un posgrado más corto que se ofreció a médicos del Interior con experiencia. “Hice un reciclaje en pediatría y después psiquiatría infantil. Me vino muy bien, me sirvió pila. Fui a dar la prueba y no me animé. No es lo mismo dar un examen a los 20 o 30 años que casi a los 50. Me sentía muy comprometida, no quería decir ningún disparate.” Igual cuenta que no ha pasado año que no concurra a cursos de actualización en Montevideo, y ahora también hace cursos on line. “Te dejás estar si querés”, dice. Para Mari la mayor dificultad de un médico del Interior es que “estás solo

Mari Falero

responsabilidad. Me acuerdo una vez que vino una paciente de campaña con desprendimiento prematuro de placenta y yo no tenía ambulancia… esa impotencia, esa desesperación de no tener nada. Le puse la vía, el suero, la puse en la caja de mi camioneta a la pobre mujer. En Montevideo eso no se da”. Pero lo que más le pesa a Mari ahora son los años. “Cuando llegás a esta altura de tu vida estás más vulnerable, más afectado, más desgastado. Tenés apego a la gente. Ahora se me mueren mis viejitos, que hace 25 años que los estoy viendo, y vivo el duelo junto a las familias. A esta altura de mi vida voy a tener que pensar en renunciar a algún trabajo.” El panorama para el recambio no es muy alentador. Irse para no volver es una constante en el Interior. Montevideo, con todas sus “comodidades”, está lejos. “La gente joven, ¿qué va a venir a hacer acá? Tenés que estar muy acostumbrado a vivir en campaña para venirte. Venís sólo a trabajar, no tenés un cine, no tenés nada. Hay chiquilines de acá que ya se han recibido de médicos pero no han querido volver”, reflexionó Mari. Montevideo, Canelones y Maldonado son los departamentos que más retienen a los profesionales médicos oriundos. A la inversa, Treinta y Tres y Durazno “pueden ser consideradas zonas de expulsión” debido a que “prácticamente seis de cada diez de los nacidos en estas localidades ya no residen en el lugar”; de esos seis, cuatro fueron a parar a Montevideo y dos a otros departamentos.3 Las personas nacidas en Treinta y Tres, donde trabaja Mari, y que cursaron carreras vinculadas a la salud configuran el 1,9 por ciento del total, mientras que

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arriba; en Cerro Largo es 50 por ciento más alto. Treinta y Tres, para seguir con el ejemplo de Mari, paga en promedio 33 por ciento por encima de Montevideo. Los médicos que suplen a Mari cuando está de licencia “vienen por dos o tres días, no aguantan más que eso. Una vez vino un suplente y me dijo: ‘Yo no vengo más, si acá lo único que tenés es un cuchillo y un tenedor’”. Los especialistas viajan de Melo y de Treinta y Tres: pediatra cada diez días, ginecólogo cada quince, el resto una vez al mes. Eso en la mutualista. “En ASSE venía una ginecóloga que no viene más y hay un pediatra que viene una vez cada tres meses; no sé ni si está viniendo.” Si no es el salario, entonces el precio que pagan los médicos es otro. Montevideo, con todas sus “comodidades”, está lejos. De vuelta a la capital, mi compañera de asiento, una adolescente de Fraile Muerto que detesta viajar en ómnibus, protesta y dice algo que parecería resumir el conflicto: “¿Por qué Montevideo tiene que quedar en el último rincón del país?”.

1. Investigación cualitativa sobre facilitadores y obstáculos socioculturales para la radicación de los profesionales médicos en el interior del país. Unidad de Sociología de la Salud del Departamento de Medicina Preventiva y Social de la Facultad de Medicina (Rodolfo Levin, Alejandra Toledo, Mario Romero). 2. Distribución de los recursos humanos en salud del Uruguay, MSP, publicado en 2012. 3. Primer Censo Nacional de Recursos Humanos en Salud, publicado en 2010.

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>> Cerro Pelado

vinculado a la Pastoral de la Tierra, a los Grupos del Bien Común, un sector de la Iglesia muy influenciado por Guido Lebret, “cura obrero” francés que intervino en la formación de varios de quienes serían estandartes de la teología de la liberación en América Latina. “Esto era puro rancherío suelto, pura miseria”, agita la mano Iglesias, “y a Tomás le preocupaba que la gente se iba del campo y estaba alimentando los cantegriles de las ciudades”. Berrutti fue el factótum de lo que se llamó el grupo de El Fogón, una quincena de vecinos que se reunieron para “entre todos combatir la pobreza y radicar a la gente, aceptando los que más tenían que algo debían ceder a los que estaban en la mala para mover la economía del lugar. Había en el grupo inicial productores laneros, peones, capataces, algunos estancieros”, contó Daniela Acuña, trabajadora social que hizo su tesis de grado sobre la experiencia de Cerro Pelado. Esa idea de amplio interclasismo se fue decantando. Quedaron los medianos y los pequeños: productores apícolas y ganaderos, peones y tractoristas, gente que ofrece servicios. Y sus hijos, todos escolarizados.

Un pueblito rural al norte del país, de apenas 200 habitantes, es escenario hace cuatro décadas de una experiencia autogestionaria casi desconocida. Atraídos por ese espíritu, fuimos a su encuentro.

El grupo de El Fogón se movió para conseguir tierras donde establecer una pequeña población con gente de la zona y comenzar su proyecto. Plinio Berrutti, padre de Tomasito, donó 45 hectáreas, la gente fue construyendo sus viviendas en el marco del Plan Mevir, se hizo un abasto cooperativo, una carnicería cooperativa, un taller mecánico, una posta policial. Y se pensó de inmediato en la escuela, que levantaron ellos mismos, igual que la policlínica. “Todos éramos creyentes, pero no hicimos una iglesia como en otros lados. Quien quería rezar, abajo del árbol tenía lugar. La fe es privada. Como la política. Lo primero era comer, lo segundo aprender.” Las casas comenzaron siendo veinte, al tiempo se redujeron a once, y cuando la cosa empezó a funcionar volvieron los que se habían ido y se pasó a unas cuarenta. “Es toda gente con familia. Hay viviendas de dos, tres, cuatro dormitorios. Iguales pero bien hechas. Prolijas”, muestra Iglesias. La mayoría de los habitantes, según el viejo Ramón, son Cerro Pelado es un pueblito esencialmente “diezmilpesistas”, “pero siempre se las ingenian para inventar Txt: ganadero casi que montado sobre la ruta 27, en el algo. Crecimos con eso de no esperar nada sino de nosotros Daniel Gatti centro mismo de Rivera, a 73 quilómetros de la mismos” (el artiguismo es la fuente de esta comunidad, repiten Fotos: capital departamental. Hay allí pequeñas y medianas todos) “y no nos gusta salir a pedigüeñar al Estado”. A lo sumo Federico Gutiérrez extensiones de campo raramente mejorado, alguna gran microcréditos, “porque qué banco te va a prestar 5.000, 6.000 estancia, un tambo y una escuela agraria en la cercanía, pesos para comprar una máquina de coser, como hizo una casas blancas de material, poquitos ranchos, una escuela pública, un señora de acá”. Una comisión decide quién está en condiciones de liceo ídem y bien particular, una antena de ANTEL, un galpón que hace recibir los préstamos, y cuando alguien no puede devolverlo lo cubren las veces de centro social, un hogar estudiantil, un juzgado, un puesto entre todos. Casi no tienen morosidad. En 2007 el Fondo policial. Al norte de la ruta, a lo lejos y tirando hacia la frontera, Interamericano de Desarrollo Agropecuario premió al “sistema de aparecen los grandes latifundios, los cultivos de sorgo, de soja, los microcréditos por autogestión de Cerro Pelado por su metodología de arrozales… gestión participativa y por la demostración de un uso eficiente y Lo que distingue sobre todo a Cerro Pelado ‒lo que lo distingue sostenible de la herramienta del microcrédito orientada a una acaso del resto del Uruguay rural‒ es la cabeza de sus algo menos de población pobre”. 200 pobladores. Y muchas de sus iniciativas. Pablo, hijo de Tomasito, un militante social que anduvo un poco por todos lados y allí donde fue actuó con la filosofía “cooperativa, solidaria, peleadora” que “aprendió en el pueblo”, apunta que de todas las iniciativas similares surgidas a partir de la Pastoral de la Tierra la riverense es la única que sobrevive. “La de Cerro Pelado en un momento fracasó, pero encontró la manera de construir un recambio.”

A Cerro Pelado sus habitantes lo llaman comunidad de Cerro Pelado, casi que poniéndole mayúscula a comunidad, aunque así no figure en ningún papel oficial. “Es una sociedad comunitaria sin fines de lucro, acá todo depende de nosotros mismos y nos organizamos lo más colectivamente que podemos”, dice Ramón Iglesias, 73 años, alto, entrador, estampa de gaucho, uno de los pioneros del lugar. Cuando Ajena desembarcó la comunidad acababa de perder a su alma máter, su “padre fundador”. Tomás Berrutti, “Tomasito”, llegó al pueblo cuando ni pueblo era, a comienzos de los sesenta. Estaba

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El fracaso se dio cuando en 1988 quebró la cooperativa Mi Rancho, a nombre de la cual estaban los terrenos. Las 45 hectáreas donadas por

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Plinio Berrutti fueron embargadas. “Era como para liquidar a cualquiera. Los vecinos nos reunimos en asamblea y marchamos a Rivera a recomprar los campos en un remate judicial”, se entusiasma todavía Ramón Iglesias. Para la recompra cada cual puso lo que pudo, pero a la hora de tomar las decisiones todos siguieron contando como iguales. Ismael ‒ingeniero agrónomo, 45 años, otro de los Berrutti‒ piensa que la quiebra de la cooperativa “consolidó, sin embargo, las bases fundacionales. Fomentó una cultura de lucha, de tirar para adelante. Y fuimos a más”. El surgimiento del liceo en 1990 ‒con un proyecto educativo comunitario que se puso al hombro Pedro Riera, un profesor que pasó por los Scouts y a quien en el pueblo recuerdan como voluntarista, sensible, algo autoritario, soñador: ideal para enganchar en Cerro Pelado‒ fue todo un hito para el conjunto de la zona. A los alumnos hubo que salir a buscarlos casa por casa. “No bastaba con los gurises de acá para montar a largo plazo un liceo. Había que traerlos de Tres Puentes, Amarillo, Blanquillo, Ataques, Moirones… Y se tuvo que convencer a los padres. ¿Qué era eso de un liceo participativo? Riera se manejaba con la misma filosofía que nosotros, y además se alimentaba de ideas pedagógicas Ramón Iglesias sostiene la foto de Tomasito, revolucionarias para el norte. “padre fundador” de Cerro Pelado. Su plan fue convertir a este

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liceo en el primero comunitario de Uruguay, y lo logró”, cuenta Ismael Berrutti. (“Eso es lo bueno de Cerro Pelado: se han concretado cosas que en lugares con más medios quedaron en la teoría”, acuerda Daniela Acuña.) El liceo creció con una divisa: “vale la pena”, y una definición de sí mismo: “democrático, participativo y mimoso”. “Riera apuntaba a fomentarles la autoestima a los chiquilines, los incentivaba a que tomaran en sus manos la marcha de las clases y de las actividades para la comunidad. Los gurises se sentían protagonistas y responsables”, dice Ismael. Por el año 2000 el director organizó a los alumnos en grupos, en función de los intereses de cada uno. Los llamó “los guardianes”. Se formaron guardianes de la biblioteca, de mantenimiento, del comedor, de comunicación, de una granja comunitaria, de recreación. Gestionaban y cuidaban el liceo, en acuerdo con la dirección y los docentes, y se encargaban de tareas de extensión. Hoy el liceo tiene unos 170 alumnos que llegan de hasta 60 quilómetros a la redonda. Dos micros especiales los llevan y los traen. Para los de más lejos hay un hogar estudiantil. “La equidistancia de Cerro Pelado ayuda a que sea un imán regional. Pero lo que más ayuda es el proyecto educativo y los buenos resultados. Los índices de repetición son casi nulos, y la deserción también”, cuenta Carolina Erramún, modista, pareja de Ismael Berrutti y madre de tres egresados. Más alumnos vendrían si el proyecto se hubiera mantenido tal cual, piensa Ismael. Riera murió hace tres años y la dirección actual “se ajusta más a los cánones de Secundaria, que rechaza lo que está fuera de la norma. Antes los alumnos

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‘salían’ a la comunidad con sus proyectos. Ya no. Iban a clase vestidos de bombacha y botas, podían tomar mate; ahora van de uniforme, y de mate nada. Y tenían proyectos, como uno de cría de cerdos, con los que podían ganar plata, no por la plata en sí sino para aprender a gestionar algo globalmente. Pero en Secundaria no puede haber un chancho que no tenga dueño, tiene que ser inventariado como propiedad de alguien. Con la dirección de liceos rurales no se puede hablar, no entienden nada. Y funciona en Montevideo. Al campo ni lo han pisado”. En el galpón –obra del ingeniero Eladio Dieste– funciona ahora la radio comunitaria El Chasque.

De los guardianes de comunicación nació en 2004 El Chasque FM, la única radio comunitaria rural de todo el norte. Dirigida desde el vamos por un ex alumno y actual docente, Julio Correa, El Chasque “es uno de los mayores atractivos para los jóvenes”, de acuerdo a Erramún. Correa rota su equipo todos los años a partir del interés de los liceales. Ya han pasado más de Tres generaciones que siguen 50, que han apostando al hecho de proyecto de Cerro locutores, Pelado. operadores, reporteros. Los programas los definen ellos y por lo general tienen que ver con

El Chasque funciona en el gran galpón de Cerro Pelado. Construido en el 70 por Eladio Dieste (“le vienen a sacar fotos, al principio nos preguntábamos por qué”), el galpón surgió como depósito de lana. Pero ahora es “el alma social de todos los pueblos de por aquí”, según Ramón Iglesias. Allí se hacen las fiestas ‒hay una por mes‒, y las asambleas y las reuniones. Allí se pasaron los partidos de las eliminatorias en pantalla gigante (“eso fue muy importante; conseguimos un equipo satelital con los canales uruguayos, antes sólo veíamos los brasileños”). Y en el galpón se recibe a las delegaciones extranjeras. “Somos más conocidos fuera que dentro de Uruguay: fuimos sede de una reunión de mujeres rurales del Mercosur y nos han visitado de Brasil, Venezuela, Bolivia, hasta de Europa, para conocer la experiencia del pueblo. Les tirábamos colchones y sacos de dormir en el galpón y se quedaban días”, dice, retirándose, Ramón Iglesias. Los jóvenes no se quieren ir, y eso es muy raro para un pueblito. Pablo (21) marchó hace tres años a Tacuarembó a estudiar

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“cuestiones de la comunidad”. Se han trasmitido en directo talleres sobre biodiversidad, adicciones, manejo de recursos naturales, se promocionan las actividades de los propios jóvenes (criollas, bailes, rifas, campeonatos de fútbol), de la escuela agraria de las cercanías, y la enfermera tiene una audición sobre promoción de salud. El Chasque llega bastante más allá de Cerro Pelado: a unas 16 localidades habitadas por 3.000 personas, que ‒según un documento que Correa hizo llegar a Ajena‒ en un 90 por ciento “tienen sólo primaria” (la mayoría son peones zafrales) y en sus casas “no cuentan con más de cinco electrodomésticos, pero sí con al menos una radio”. “Asume una función integradora que capaz que sólo las fiestas populares igualan”, dice Ismael Berrutti. Futura, la división comunitaria de la brasileña Globo, acaba de sumar a El Chasque a su proyecto audiovisual “Diz aí fronteira”.

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De afuera Amalia Iglesias –hija de Ramón Iglesias– vive hace muchos años en Montevideo, pero cada tanto marcha al pueblo. “Creo que la comunidad funciona porque tienen incorporados esos ideales de compartir todo lo material. Son como un islote de comunismo primitivo, le tiro a mi viejo cada vez que lo veo. Seguramente porque son artiguistas, pero están más conectados a Marx, o a los anarcos, de lo que él cree, le digo. Él es un gaucho pícaro, colorado casi que a su pesar. Me escucha y no responde, sólo sonríe.” Daniela Acuña terminó su tesis en 2006, poco antes de que “Tomasito” enfermara y se retirara a Rivera. “Hay siempre un padre fundador en estas historias que se hacen con caudillos antes de horizontalizarse. Y Berrutti era especial: decía que hasta que algo no fuera compartido por todos mejor no aplicarlo. Pasan días discutiendo. En el grupo fundador lo hacían entre hombres, porque la mujer no contaba, y ahora entre todos, con los jóvenes metiendo cuchara. En lo social los jóvenes son conservadores, sí, por la base religiosa, quizás porque vienen de familias nucleares, de esas que van desapareciendo, pero se van abriendo y ya van a cambiar.” Acuña cree haber conocido en Cerro Pelado una historia “lindísima, alentadora, y muy mexicana”. —¿Mexicana? —Sí, zapatista. ¿Viste esos municipios rebeldes de Chiapas, los caracoles? Nadie tiene el poder allí, lo tienen todos. En Cerro Pelado también. Son como un caracol zapatista.

una tecnicatura en gestión agropecuaria, pero ya tiene planificada la vuelta. “Voy a ayudar a mi padre, que es productor. Y me tira lo comunitario. Uno sale de aquí con autoestima. En otro lado te sentís un número. Acá, en cambio, los jóvenes participamos, decidimos. Y tenemos todas las comodidades: con aquella antena grande de ANTEL podemos acceder a Internet.” Marcos (19) estudia para sacerdote en Rivera. Dice que pasó un año “jodiendo por ahí. Después me entró a picar la unión que se vive acá, y preferí esto a estar al pedo. No hay delincuencia, no hay violencia ‒el policía ni trabajo tiene‒, vivís tranquilo, todos se ayudan”. La mayoría de los jóvenes se quiere quedar, repite. Algunos porque les da pereza probar otra cosa y acá la tienen fácil, o porque sus padres les machacan “quedate en el campo”, pero los más “ponen en la balanza lo que pierden y lo que ganan”. Unos veinte muchachos de la zona de entre quince y veintipocos años se juntaron en un grupo. Le llamaron Pidiendo Riendas, “porque la idea es soltarse”, cuenta Pablo. ¿Soltarse para qué? “Por ahora pensamos en organizar cosas para financiar a la comunidad.” ¿Y para ver qué pasa afuera? “No, para la comunidad.” “No somos tan tradicionales como dicen que somos los jóvenes rurales: nos gustan las criollas, los caballos, la doma, trabajar en el campo, rock poco, el nacional, cumbia sí, y folclore, pero las redes sociales ya han cambiado las cabezas de muchos, no te creas”, susurra Marcos. Pablo Berrutti rescata la capacidad de regeneración del pueblito. “Partieron del individualismo centenario, del paternalismo de patrones

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y políticos y llegaron a entender que las cosas dependen de ellos mismos. Es un montón de camino recorrido, más aun en una cultura como la del norte, muy tradicional. Van en la tercera generación de esto.” Lo bueno de su padre, de “Tata”, dice, “es que concretó lo que se planteó y se corrió a tiempo, mucho antes de morir. Y acá se levantó una experiencia bien original. Orejana, sin manual. Los jóvenes ya le pondrán su sello”.

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Los toros se pelean. Se desafían, y sin que medie en apariencia ningún desencadenante claro, escarban la tierra levantando una pequeña nube de polvo y se lanzan a la batalla. El desafiante y el que acepta el reto luchan por el liderazgo o por ver a cuál le toca servir a la siguiente vaquillona. Tendrá que ver la genética o el carácter, pero hay toros que no soportan la sombra de otro toro en su rodeo e intentan cada tanto dejar claro quién es quién. Y cuando se desata la pelea, la escena suele ser de gran violencia en el silencio del campo: se oyen bramidos y ruidos secos, como latigazos, del choque de los cuernos y las embestidas. Los demás animales miran de lejos, sin meterse. En principio ninguna de las moles cede terreno y protagonizan un baile furioso cabeza con cabeza, cruzando misiles con la Foto y Txt: mirada. A pesar del tamaño y el peso de estos Daniel Erosa cuadrúpedos reproductores, son animales muy potentes y ágiles, con reacciones veloces y explosivas. Y cuando ‒como dicen en campaña‒ se les “calienta la sangre”, o cuando huelen a sangre, arman un escándalo de berridos y bramidos con resultado imprevisible. El espectáculo es en verdad impresionante aunque la pelea termine sin heridos. Porque es raro que la lucha sea a muerte: cuando uno de los contendientes se ve perdido, se retira sin dejar dudas de su derrota y la pelea termina. Este toro ‒el de la foto‒ tenía una vieja rivalidad con un toro cebú más grande y más fuerte. En la pelea anterior, impulsado por una furibunda embestida del cebú, había terminado del otro lado del alambre. Los habían separado de potrero un par de veces, pero se volvían a reunir tras el botín de las hembras alborotadas. Porque al toro no hay mucho con qué sujetarlo, si quiere pasar pasa, o salta el alambrado o lo tira… y si quiere huir, mejor hacerse a un lado. Ese día llovía y no hubo nube de polvo, pero sí bramidos y embestidas. Como siempre el toro colorado perdió la contienda y se fue lejos del rodeo, a la parte más baja del campo grande, cerca de la portera, de lengua afuera y ojos inyectados, tropeando cansado su derrota. Eso fue como a las seis, cuando el cielo era una toldería plomiza y una neblina gruesa entristecía el fin de la tarde. Amaneció muerto, de ojos abiertos y sin ninguna herida visible. Sólo después de cuerearlo apareció un gran hematoma en un costado de la cabeza. Ya sin cuero ni voluntad, tirado en el suelo y sin remedio, alimentará por unos días su propio ecosistema: en las noches los perros y los zorros comerán de su musculatura y sus vísceras hasta el cansancio. Durante el día, el sol y los gusanos harán su trabajo de descomposición y hasta sus ojos serán manjar para los caranchos que lo sobrevuelan. El toro está muerto y cuereado en la foto, pero aún parece vivo. Hay algo en sus ojos abiertos y en las pinceladas azules de la carne desnuda lavada por la lluvia que le da una atmósfera extraña a la imagen, como de vida dentro de la muerte. Hay decenas de osamentas desperdigadas por ahí, huesos pegados a un cuero seco de algún otro animal que murió afiebrado, el medio esqueleto de una vaca que mal parió y el del ternero que nunca alcanzó a mamar, el de un corderito atacado por los zorrillos, o el cuerpo aún bello de una potranca que se enredó en el alambre, o el de su madre que enfermó de tristeza tras cinco días de velarla, sin comer hasta morir… Hay caparazones, dientes, cabezas, quijadas, restos traídos por las aguas que atraviesan el campo cuando se desbordan las cañadas. Si el pasto está alto se vuelven invisibles, y con la seca vuelven a florecer; cuando las praderas ralean y la tierra se abre en grietas, la erosión y el viento los desentierra, tan blancos y simbólicos. Pero el tema es esta foto. Como un trofeo de caza de un cazador de cuerpos muertos, no cuerpos latiendo, corriendo, comiendo, no cuerpos para matar, un cazador de imágenes que contengan la muerte, que la expresen, que la cuenten. Hay ‒como queda dicho‒ muchas formas para retratar la muerte por aquí. Pero es raro poder atraparla así, tan viva. Sin retoques.

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Parajes insospechados

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Txt: Mariana Contreras Fotos: Ignacio Iutrrioz

n verdad es un paisaje extraño. Las lluvias del verano dieron al pasto un color verde intenso y el gris de aquellas paredes se funde con las nubes que prometen que seguirá cayendo agua. Desde el alambrado, sólo la cruz recostada en el cielo permite asegurar que llegamos. Salvo por algunas lomas, el paisaje se dibuja igual hasta el horizonte: plano, verde y sin árboles. Esto es, verdaderamente, la pampa. En medio de la desolación están los panteones. Las paredes semiderruidas de uno de ellos se asemejan al desgaste infatigable que sobre las rocas en el mar hacen años de lluvia y de viento, de agua y de sol. Pero es sólo abandono o, en el mejor de los casos, el roce del batallón de vacas curiosas que custodia el lugar. Los campos de la patria guardan esos tesoros: tumbas sin nombre, cruces y panteones difíciles de fechar, pequeños cementerios abandonados y hoy ganados por el color del musgo. Si antes tuvieron un fin práctico, hoy perduran para regalar un paisaje de elocuente belleza. Martín Caparrós pensó en los cementerios. Se topó con varios en su recorrida por el

interior argentino. Caparrós no iba en busca de ellos sino de “la Argentina”, un objetivo bastante más complejo y difícil de hallar que esta aventura de fin de semana. Pero salió a recorrerla, quién sabe cuánto anduvo, y el resultado fue la publicación de un formidable libro que se llama, precisamente, El Interior. “La muerte imita a la vida”, dice allí, y cuenta que los muertos “ya no están urbanizados, no reposan en templetes familiares rococó o barrios de sepulcros rastreros unipersonales o monoblocks de tumbas en propiedad horizontal, como en las ciudades de los vivos, sino que duermen su justo

sueño en una especie de country hecho de césped y lápidas dispersas”. “La muerte imita a la vida”, y parada frente a estos panteones, en medio de un silencio que sólo interrumpe el viento, me pregunto qué vida imitan estos entierros. “Si el camino por el que llegaron está así ahora ‒dice Alejandro Costa‒ imaginate lo que sería hace cien años, cuando encima había que hacerlo en carro.” Costa es el propietario de la estancia La Cuchilla, cuyo casco supo ser el hospital de sangre durante la batalla de Tupambaé. En el

Los campos de la patria guardan estos tesoros: tumbas sin nombre, cruces y panteones difíciles de fechar.

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episodio murieron alrededor de 2.300 orientales, en lo que se conoce como uno de los enfrentamientos más sangrientos de la Revolución de 1904, cuando las tropas del general Aparicio Saravia lucharon contra el ejército del presidente José Batlle y Ordóñez. “Ahí te morías, ahí te enterraban”, explicó Costa para graficar lo dificultoso de “sacar” un muerto de aquellas tierras y hacer con él “cuarenta quilómetros hasta Melo” para darle sepultura. Por siglos esa dinámica valió tanto para los soldados como para las familias que vivían en campaña. Los mejor posicionados hicieron pequeños cementerios familiares en sus tierras, con importantes panteones y cruces de hierro preciosamente trabajadas; muchas veces permitieron que otros vecinos fueran enterrados en sus predios. Otros tienen la simpleza de una cruz de madera en un pique, como aquel hombre que murió a facón limpio en mitad del campo, y su lugar de descanso apenas se deja ver desde el alambrado a metros de donde está enterrado. De niño, cuando su familia era dueña del campo del infortunio, si Alejandro Costa veía la cruz del desconocido torcida, la enderezaba en señal de respeto. Hoy ya nadie entierra a sus muertos fuera de los cementerios. Pero con paciencia pueden encontrarse sepulturas, por ejemplo la de José Díaz, que murió a la vera de un arroyo sin nombre en 1752. Su muerte sirvió para un bautismo: Fraile Muerto se llama hoy el arroyo ‒y también el pueblo en su orilla‒, en honor a este religioso de la Orden de Paula de Portugal. Sobre la margen derecha de Fraile Muerto, cercano a un vado, descansan todavía sus restos señalados tan sólo por una gran cruz de hierro. Al morir, sin embargo, se colocó una enorme piedra tallada en castellano arcaico: “1753 M. AQUI JASOP JOSE DIAS - C.P.E. CAQPDD PAL” (1753 marzo. Aquí yace el padre José Díaz, confesor perteneciente a la Orden de Paula de Portugal). Esa lápida, la más antigua de un religioso por estas tierras, en 1893 inexplicablemente fue trasladada a Montevideo, donde permaneció como pieza de museo por más de cien años. Hoy, gracias a que los vecinos la recuperaron, se puede ver a la entrada de la iglesia de la ciudad.1 Benito Rosas da trancos largos, cruza el alambrado y, al llegar, en un gesto rápido se quita la boina. Eucaliptos forestados rodean el pequeño cementerio familiar del siglo XIX y que nadie, ni siquiera los empresarios que compraron el campo ‒El Ocalito‒, se atrevió a demoler. Aquí lo más parecido a una profanación, si es que cabe la palabra, es la naturaleza

adentrándose. Ramas que agujerean techos y atraviesan paredes, árboles que nacen en el centro mismo de un panteón derrumbado. Es, curiosamente, vida penetrando en la muerte. Por lo demás, el abandono sólo significa ausencia de gente. En los campos de José Sarli ‒donde se encuentran los panteones del La improvisada cruz señala el lugar donde hace muchas décadas fue enterrado un hombre. comienzo de esta nota‒ tres montoncitos Hay que imaginar esas noches cerradas, en de huesos coronados con sus respectivos pleno campo y en soledad, rodeado ahora cráneos descansan en un panteón. Los de inmensos eucaliptos, buen escondite muertos no pertenecen a la familia del para almas en pena, u otras muy alegres, y propietario, ni éste sabe quiénes son ni de uno durmiendo entre los ladrillos del otrora qué tiempo datan los panteones. Pero hay panteón de un muerto, que para peor ni allí algunas flores de tela que no acaban de familiar ni amigo era. Y si se le diera por perder su color, restos de velas y un envase aparecer seguro no va a andar cuidando plástico haciendo de florero; todo da a que el vivo no se asuste ni se muera. entender que en un tiempo no tan lejano Aunque si esto último fuera a ocurrir, qué hubo una visita. mejor que hacerlo en un espacio verde Rosas es capataz. Hace tres años que como éste, donde todo el entorno asegura lo trabaja en El Ocalito y los dos primeros los indispensable: el descanso en paz. durmió en una pieza hecha con ladrillos del cementerio. Un panteón derrumbado pero con sus antiguos ladrillos intactos sirvió de materia prima para un hogar del que no se queja. Dos domadores que llegaron desde 1. Información tomada de Origen del nombre Brasil sin embargo dijeron que no, que ahí Fraile Muerto, del profesor Marcos Hernández a dormir ni locos se quedaban. “No sé si es Desplats, oriundo del lugar. para todos, hay gente a la que se le han aparecido, pero a mí no”, dice con una Los campos visitados para esta nota se sonrisa entre pícara y respetuosa, en clara encuentran en Cerro Largo, en el eje de ruta 7, referencia a las almas que por allí pudieran entre las ciudades de Santa Clara de Olimar (Treinta y Tres) y Fraile Muerto. andar. Ciertamente no es para cualquiera.

Lo más parecido a una profanación, si es que cabe la palabra, es la naturaleza adentrándose.

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A Tacuaremb贸 se fueron el periodista y la fot贸grafa de Ajena, en pleno mormazo de verano, para zambullirse sin dudar en el mundo de una de las mayores poetas de nuestro pa铆s. En el resultado se nota el disfrute.

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Perfil //Circe Maia >> Con Circe Maia dentro y fuera

Txt: Ignacio Bajter Fotos: Manuela Aldabe

“Lo bueno de estos lugares ‒dice‒ es que no terminan de conocerse.” El horizonte recorta un cerro al que Circe Maia le ha dedicado “objetivos asequibles”: primero subirlo a pie, luego estar cerca, ahora contemplarlo a lo lejos. Desde aquí se ve el Iporá, abajo, y más allá el contorno de otro lago, rodeado de árboles. Ariel Ferreira se detuvo en el mirador, a 7 quilómetros del centro de Tacuarembó, y dio algunas referencias del paisaje. Poco antes del mediodía eran los únicos que disfrutaban del agua, incluso del entorno. Cuando salieron del lago había llegado una pareja con una niña. Circe recogió una hoja amarilla y la apreció. “¿Quién hablaba de los álamos?”, dice, “¿Ida o Idea?”. “Los álamos/ no lamentan sequías/ ni el viento/ que desmenuza/ cada murmullo,/ ni las guerras”, escribió Ida Vitale en un poema. Amanda Berenguer tiene esos árboles a la vista en el comienzo de “Viaje”, aquel canto a los amigos. Circe olvida su propio poema a los álamos y dice un verso en una lengua incomprensible. “¿Cómo suena, no? Conmueve. Es Pushkin.” Y luego habla de las amatistas y las ágatas, las piedras semipreciosas tierra adentro, y algo le recuerda, al fluir, una escena atormentada de Agustín de Hipona. “Escuchaba voces –dice– en latín.” A ella le dio por estudiar griego moderno y desde entonces nombra a los poetas que tradujo, de quienes no se aleja. Circe Maia vive en un tiempo que se resiste a la fugacidad. En el camino del lago, que suele recorrer con Ariel, habla de Goya, pasión que heredó de su padre, y de Buñuel, a quien evoca con Barradas y Lorca. Regresa a un punto perdido de la conversación, avanza hacia las películas mexicanas y vuelve a la pintura. Hace poco un cronista presentó la antología La pesadora de perlas, editada en Córdoba, Argentina, le dio la bienvenida a México y apuró un cierto origen: “Continuadora de obras como las de Idea Vilariño e Ida Vitale, y cercana a las de Washington Benavides y Walter Ortiz y Ayala, Maia ha insistido en la importancia del tono en la poesía, el que descubriría en Antonio Machado y en Federico García Lorca a partir de las lecturas iniciáticas al lado de su hermana”. En el suplemento cultural de Milenio, Mauricio Flores hizo una

semblanza breve a partir de la lectura de “Conversaciones con María Teresa Andruetto”, prólogo de La pesadora de perlas, y reconoció a distancia lo que puede encontrar quien la tiene delante: “su humildad de poeta buena, de esas que lamentablemente no se dan en racimo”. La suerte de Tacuarembó ha cambiado desde que ella vive allí. En el año 47 José Pedro Díaz viajó desde Montevideo, en tren, para dar una conferencia en homenaje a los 400 años del nacimiento de Cervantes. Buscó a un escritor, no encontró a nadie y anotó en su Diario que en la ciudad no había más que “un poeta, empleado”, preso por desfalco. Un poco antes o poco después, con un resultado venturoso, el profesor Roberto Ibáñez hizo el mismo viaje: preguntó en el liceo quiénes eran los alumnos destacados en literatura y pudo conocer a Benavides y a Ortiz y Ayala, jóvenes que le daban dignidad al hecho de ser poeta en Tacuarembó. Eran las primeras señales de una época que abría, y por entonces Circe Maia viajaba desde Montevideo y visitaba la ciudad en verano. En 1962 volvió con su esposo y dos hijas chicas, y allí permanece. Cualquiera que llegue y busque a un poeta dará con ella: sería tan fácil como preguntarle a la gente que camina por la calle o a la que observa tras los tejidos y los zaguanes. Quienes conocen sus libros podrán encontrarla si recogen las imágenes de una ciudad, tal vez esta, en otro tiempo. Si Tacuarembó se ve deshabitada y lenta por costumbre, en un mediodía con 40 grados a la sombra es una estampa uruguaya, un pueblo inmóvil. Cuando acepta la visita y aconseja llevar “traje de baño”, Circe se detiene en el nombre: “Ajena, qué palabra, no estar en ningún lugar, no pertenecer a nadie”. Sus maneras de pensar, sujetas a derivaciones sorpresivas, se avienen con una idea griega y antigua del diálogo, un modelo imposible de seguir pues nadie alcanza el grado de atención de Simmias y de Fedón, personajes que admira. Basta estar cerca y oír hablar a Circe, cuyo estilo es más bien presocrático: la conversación se da en secuencias discontinuas, diferidas, en fragmentos interrumpidos y aislados, con huecos de silencio. En lugar de entrevista

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habrá sesiones de fotografía. Antes de que Manuela Aldabe haga el camino a Tacuarembó, Circe le pregunta por teléfono “para qué fotos”. La respuesta será dada en el comedor de su casa, al otro día, en una sala apagada donde funcionó un consultorio, en la escalera que aparece en un poema, en el piso alto, en el balcón. El resultado es una serie extraordinaria y quizá Circe no lo sepa. El despliegue con la luz de la mañana había sido tan extraño que cuando me dio la mano, serio, el esposo de

Circe me preguntó si me había enviado el New York Times. No hay manera de evitar la presencia sabia del médico humanista, retirado, a quien los pacientes aún piden consejo. Este hombre encantador, nacido y criado en Tacuarembó, compañero de escuela del poeta Benavides, conoció a Circe en Montevideo cuando ella tenía 18 años. Se los ve vivir con el mecanismo de

Para disculpar la ironía de su esposo Circe cuenta que hace poco The New Yorker le publicó un poema, “Hummingbirds”, en el último número de noviembre de 2013. Con 89 años The New Yorker es la revista cultural, no sólo literaria, más prestigiosa del mundo anglosajón, tal vez de todo Occidente. Hay que imaginar “Colibríes” en otra lengua, impreso en papel satinado dentro de una revista magnífica que llegó a los suscriptores unos días antes de un invierno de altas temperaturas bajo cero. Circe se orienta con el mapa de Torres García (“nuestro norte es el Sur”) y no le da demasiada importancia a lo que sucede en otra parte, excepto a los problemas de la traducción literaria. Enumera las dificultades que encontró al cruzar de un hemisferio a otro las especies de pájaros y árboles de un poeta escocés que vive en Noruega. A la hora de la siesta, el hall del hotel Tacuarembó es el mejor lugar para leer Poemas, de Robin Fulton, en la edición que Circe Maia acaba de publicar. A las cuatro de la tarde llega al hotel, frente a su casa, con un vestido floreado, una toalla al hombro y unos lentes de sol como los que usaban Pasolini y Godard. Camina por el pasillo que da al patio y habla

relojería del que hablaba Germaine Krull: “el principio de conservación está ligado al paso del tiempo”. Cuando las noticias entran en la zona de la obra de Circe, que Ariel conoce bien, le recuerdo, para que no se vaya, quién nos ha enviado a Tacuarembó. “El Washington Post”, dice. Las alusiones a los diarios del Norte no caen de la nada.

de la virtud del agua. No sólo visita el hotel suele sentarse a leer. para resistir la “ola de calor”: tiene indicados ejercicios para recuperar la plenitud de un brazo lesionado. Por el mismo motivo ha vuelto al piano. “Cuando volvamos a casa voy a tocar un vals de Chopin”, dice. En la piscina no hay nadie y la fotógrafa se mueve rápido

La intensidad de la compañía de Circe Maia, que bajo una sombrilla comenta las novelas de Mankel, no cabe en una libreta y esta escena, como las otras, se salvaría si fuera parte de una película de Aldo Garay.

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Circe Maia en su casa, donde

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Perfil //Circe Maia

por la orilla. Circe le pide que entre, que deje de trabajar. “Es una yogui –dice por lo bajo–, no siente calor.” Sus movimientos forman parte de un ritual. Tal vez a esta hora, ayer, estaba sola. Cuando se detiene deja palabras suspendidas en el aire. “Un poema no se hace con lo concreto ni con la idea.” Sería desatento y absurdo salir de la piscina para tomar notas que perderán el tono de la voz, la “figura” que compone Circe Maia al hablar. A partir de los apuntes se hará un perfil. “¡Como los asesinos!”, dice. Su padre era actuario en los juzgados y ella, con 14 años, leía las actas de los crímenes como una ficción. “Ese tipo de escritura, fría, hecha por un funcionario sin pretensiones literarias, puede conmover.” La intensidad de la compañía de Circe Maia, que bajo una sombrilla comenta las novelas de Mankel, no cabe en una libreta y esta escena, como las otras, se salvaría si fuera parte de una película de Aldo Garay. En una carta que le envió en 1979 desde Montevideo, Amanda Berenguer decía que los poemas de Cambios, permanencias la dejaban ante una sensación de “lentitud pasajera” que su esposo José Pedro Díaz asociaba a las ciudades del Interior. Circe le respondió que no imaginara la “vermeeriana paz pueblerina” pues su casa era una “constante agitación: muchos niños, mucha gente entrando y saliendo, mucho timbre, mucho teléfono”. Aunque así es todavía, no ha de ser igual al tiempo en el que convivía con seis hijos. Hace tres días pasó la Nochebuena y en el patio se reunieron los Ferreira, gente de todas las edades. Cada uno se presentó a su turno e hicieron música. Además del tango “Danza maligna” al piano, “con errores”, Circe se encargó de dirigir un “pequeño teatro”, el acontecimiento de la noche, en el que ella era narradora y bruja y dos de sus nietos, de 6 años, niños perdidos en el bosque. Circe transformó Hansel y Gretel con una variante que encontró en Tolkien: el hechizo transforma a la bruja en muñeca. “Una experiencia escandinava”, dice. Antes del 24 sus nietos iban a ensayar temprano: a las ocho de la mañana esperaban en la vereda a que alguien les abriera la puerta. Fueron tan buenos el día de la representación, con “la expectativa que crea la oscuridad”, que dijeron frases memorables fuera de libreto. Circe se asombra: “piensan a través de imágenes, como en un sueño”. En Tacuarembó son recordadas algunas representaciones que hizo con sus alumnos de filosofía. El herrero y la muerte y Esperando la carroza forman parte de la memoria incluso de quienes asumieron papeles secundarios hace más de 40 años. Desde fines de los noventa Circe dirige un grupo en la Universidad de la Tercera Edad, ahora conformado por un elenco de señoras, entre las que hubo, hasta que perdió la memoria, un hombre. A los 86, la mayor fue “la perfecta dueña del jardín de los cerezos” en la obra de Chéjov. En el patio de la Casa de la Universidad, en una reunión mansa, se puede ubicar a algunos actores. Nefer y Myriam vienen de hacer Chéjov y Gustavo Bornia estuvo en Esperando la carroza en la época del liceo. Cualquier elogio es sostenido y emocionante y

detrás, siempre, como una sombra, está la poeta. “Nunca me propuse ser poeta”, dice Circe, aunque “Circe es atrapante por los conocimientos”, dice la señora Nefer. Sabe interpretar a las personas y siempre lo ha sido. puede dirigir una obra “en poco espacio”. Myriam es una mujer firme y se expresa con sencillez y carácter. El día que presentan una función al público la recorre un escalofrío. “¿Cómo vas a defraudar a un ser que te dio tanto?”, dice. Las palabras de respeto de quienes tienen cerca a Circe Maia no guardan distancia con las de aquellos que, donde sea, leen sus poemas. Como la antigua idea helénica, la bondad y la belleza se fusionan, se dan juntas, los valores morales tienen la altura de los valores estéticos. La elegante Nefer habla de la pureza de Circe, sabe mucho (“ahora le dio por el piano”), y admira el dominio de las lenguas y las etimologías. Cuando en un taller de francés, en la Uni 3, el ejercicio era describir un cuadro, “Circe fue el súmmum”. “Todo lo que puede ver, lo que puede decir, no se compara.” “Es completa y pintoresca y parece estar ausente”, añade. “La gente la aprecia, la quiere, también los jóvenes”, dice Bornia, un periodista local que la evoca, igual que otros, como profesora: por las cualidades humanas, por la dedicación, por el teatro. Ella no da noticias, dice, “está en la ciudad pero no está”. En todo caso vive bajo un lema de Pound: “la literatura es una noticia que permanece como noticia”. Su presencia ausente, el hecho de pasar inadvertida y parecer “distraída”, es un rasgo común en la mirada de los otros. La Circe mítica se ve como el sabio griego que cayó en un pozo por caminar con la cabeza puesta en las estrellas. Se puede creer lo contrario: Circe Maia lo observa todo y no pierde detalle de lo que tiene delante. Dumas Oroño pintó una mirada atenta, penetrante, ya de muy joven. El retrato está colgado en un rincón iluminado de la casa, bajo la escalera flotante, y es la única imagen en la que está sola. ¿De dónde viene esa canasta de mimbre? ¿Lo que está sobre la mesa es una “campana de cristal”? Desde el lugar donde suele leer, Circe habla de Sylvia Plath y de su marido Ted Hughes, también poeta. Busca un cuaderno, de otra época, y muestra un texto que escribió en un examen de inglés, en el Anglo, en Tacuarembó, cuando Hughes estaba vivo y habitaba la lejana West Yorkshire. Junto a ese cuaderno hay otros, de hojas amarillentas con poemas y una entrevista, manuscrita, en la que va al gran grano y trata asuntos de poética. Los objetos de interior, también los cuadernos, tienen

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al menos dos dimensiones, dado el “doble movimiento de las cosas” que dice en De lo visible, una intuición que también recorre su poesía anterior a 1998. El tiempo no es la unidad en la que los románticos ponían pasiones y tormentos sino una apariencia múltiple que actúa de diferente manera en cada cosa, en cada sustancia. Los objetos “Se hacen en el tiempo/ y están hechos de tiempo”. En “Poemas de Caraguatá”, de Dos voces, encuentra que “Varios relojes invisibles miden/ el pasaje de distintos tiempos./ Tiempo lento: las piedras/ vueltas arena y cauce/ del río”. Entre la poesía y la vida de todos los días no hay distancias. Si hubiese que ubicarla, “la poesía es la entrada”. Circe busca otras palabras para decir que su trabajo consiste en “investigaciones de la realidad vivida”. Entre las cosas que tienen dos lados y dos tiempos, busca una “aproximación oblicua al mundo” que encontró en Fulton, y antes que nadie en Antonio Machado y acaso en la “mirada al sesgo” de Felisberto Hernández, “la única apta para descubrir secretos que la mirada normal no percibe”, como escribió Ida Vitale. Circe Maia elimina la gravedad, “el peso del yo, resabio del romanticismo”, y escribe en la superficie donde borrosamente se divide el mundo interior del mundo exterior. No está rodeada del aura que se inventan los poetas, “la insoportable comedia de los ‘queridos maestros’” (Rubén Darío dixit), no malgasta palabras ni De paseo en el lago Iporá, emociones, no se afecta en un papel. Es la mujer que lugar que frecuenta sale del agua, se seca y piensa en un poema ajeno. Es con su esposo Ariel. la artífice de un teatro para pocos. “Nunca me

propuse ser poeta”, dice, aunque siempre lo ha sido. Antes de que su padre hiciera imprimir Plumitas, poemas de los 11 y 12 años, Felisberto le dedicó un ejemplar de El caballo perdido: “a la poeta niña”. Con Presencia diaria, de 1964, Circe Maia entra en un “arte doméstico” en el sentido que John Berger le da a la pintura de Zurbarán (“el espacio humano está siempre partido y es de naturaleza doble”), algo que podría extenderse a Vermeer, a quien ella ha dedicado observaciones. Hasta ahora mantiene un registro de matices de la experiencia cotidiana,

¿Cuál es el lugar de Circe Maia? “La ciudad te ha de seguir”, tradujo de Kavafis. “Todos los seres estamos hechos de tiempo y no de espacio”, dice, “hay que salir de lo geográfico”.

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“el lenguaje directo, sobrio, abierto”, y la nitidez para crear imágenes. El cuaderno donde escribe los poemas de “un libro póstumo” tiene partes dominadas por la écfrasis, técnica mediante la cual el poeta lleva a palabras una representación visual. Desde el principio Circe Maia extiende el espacio que la imagen no capta, el lado al que llega la palabra escrita y en el que la pintura y luego la fotografía se pierden. También sus poemas prueban hasta qué región resisten los ecos del sonido, la vida de la voz. En una sala con luz baja lee “Dos láminas egipcias” y levanta figuras que han resistido más de dos mil

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años. Cuando entra Ariel y dice que es la hora de salir, acaba el poema de manera pausada: “Los signos, como siempre, indescifrables”. Ya en la calle el tránsito da forma a una conversación en la que se interponen desvíos (un árbol, una esquina, un recuerdo). La memoria de su madre, nacida en la frontera, la lleva al rumor del portugués y a la poesía de Brasil. Cuando va a decir algo inmenso sobre Drummond de Andrade, tal vez sobre “A máquina do mundo”, su atención se cruza y calla. Ariel recomienda dos veces O tempo e o vento de Érico Veríssimo y aconseja leerlo en su lengua. Cuando más tarde muestre con orgullo las obras ilustradas y completas de Lewis Carroll, y hable de Los viajes de Gulliver como el otro libro del que no se separa, antecedentes directos de su sentido del humor, piden que se lean en inglés porque en español “no tienen nada que ver”. Escucha un aforismo y, yéndose a la cocina, dice que Jonathan Swift a esa altura estaba completamente loco. Si alguien llega a Tacuarembó con intenciones de entrevistar a la poeta es posible que sea blanco de la curiosidad de los Ferreira-Maia. “¿Has leído a Wenceslao Varela?”, dice una de las hijas. En el extremo de la mesa Ariel comenta que un capitán de avión murió en medio de un vuelo, y con esa historia, a la que le crea un final, mueve la serie de noticias extravagantes que cuenta con asombro. Circe cuenta un sueño en el que “la nutria mató al erizo” y el mediodía de sábado, después del baño en el lago, se llena de voces. Mesurada, sobria, ella vive en la frecuencia de su poesía. Al lado están algunos de los hijos que la acompañan en los viajes, y la mesa, puesta en medio de la “sala de conversación”, es el centro de una comedia que está haciéndose. Parece común oír que ella es la única que no es de allí sino de otra parte, aunque haya nacido en Tacuarembó. ¿Cuál es el lugar de Circe Maia? “La ciudad te ha de seguir”, tradujo de Kavafis. “Todos los seres estamos hechos de tiempo y no de espacio”, dice, “hay que salir de lo geográfico”. Aunque el cine funcione a veces y el teatro sea un hecho aislado, la ciudad no es un desierto: “Siempre hay con quién hablar, y aquí están los libros”. Literatura y medicina, enciclopedias, diccionarios, todo mezclado con discos, recuerdos, objetos de casa, libros de arte. En el estante cerrado de un mueble modesto Circe Maia guarda las ediciones de sus libros, en desorden, junto a recortes de diarios. Muy cerca está la Teogonía en una edición popular. Se puede suponer que Julio Maia lee a Hesíodo en ese ejemplar que le llegó desde Valencia en 1931. En las últimas páginas aparece Circe, la diosa hechicera, y él encuentra el nombre para su hija, que nace en el invierno del año 32. Ariel también fue nombrado por una lectura, en memoria del sutil personaje de Rodó. Los libros eran (tal vez todavía son) destinos. De la suma caótica de literatura y tratados de medicina resulta, quizá, que el lenguaje poético sea visto “como una piel”. Todavía hay tiempo de cruzar la calle y entrar en el hotel por última vez. Esta ya no es la piscina ajena sino el túnel por el que circula el agua alrededor de una poeta. No se oye nada y Circe piensa con fascinación y felicidad. El mundo es una esfera de silencio y no hace falta ir a los Andes para contemplarlo. “El silencio”, dice, y se aleja en una fuga lenta. Más tarde se hará la noche y leerá las cartas que le escribió a

Amanda Berenguer, mientras Ariel busca empecinadamente un reloj, negado a la idea de que pueda perderse dentro de la casa. “Pasaron 40 años”, dice Circe al dejar las cartas. Va del comedor a la cocina y acerca de la memoria piensa que algunos pueden lavarse por dentro “como se lavan los platos”.

Regresa a la sala y recita a su manera una estrofa de un soneto a la muerte. Muchos caminos la llevan a Destrucciones, un libro fuerte, de 1986, que pudo abrir con esas trémulas palabras de Quevedo. Para despedirse cuenta un sueño sobre algo que no escribió en ninguna parte. Fue en la noche de ayer, fue esta tarde. “No, fue hace mucho”, dice. Igual que la casa dividida por una escalera, el sueño tiene fácil la entrada y difícil la salida. En pocas semanas el otoño ocupará el verano y en 20 días no deja de llover. Enero y febrero serán recordados por las inundaciones, las rutas cortadas y la gente echada a la suerte. Circe habla de “tormentas raras” y de rayos que caen cerca. Ahora todo está inundado: la Laguna de las Lavanderas, a la que dedicó “Múltiples paseos a un lugar desconocido”, el lago Iporá en el que se bañaba a solas con Ariel, entre las flores flotantes que ya no existen y le traían a la mente los estanques y arroyos de Monet. La piscina del hotel ya no tendrá la quietud de las tardes de sol. El fluir constante de las cosas, la voluntad de la naturaleza, en pocos días no habrá en Tacuarembó mayor contraste. “¿Es que no ocurren a nuestro alrededor, silenciosamente, asombrosas destrucciones?”, escribió alguna vez. “Cuando el instante presente desaparece, y pasa, de ser algo real y sólido y vivo a ser un fantasma habitando la memoria. (Y a veces, ni siquiera allí)”. Apenas se puede “restaurar”, dice, todo lo que se ha perdido, lo que el tiempo arrastra.

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Txt: Leonardo de León // Ilustración: Javier Gómez

Futuro Interior

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. Minas, ciudad del Interior. Me detengo por un momento en esa palabra: “interior”, que así, mirada en su desnudez, alude a lo profundo, lo misterioso, lo que subyace, justifica y sostiene el peso mudo de los eventos y las apariencias. Forzando un poco la metáfora podría pensarse en Montevideo como símbolo de esa apariencia, la carne visible del país, el cuerpo donde las cosas capitales ocurren. El Interior sería, pues, como el alma de ese cuerpo protagonista y en movimiento, el lenguaje capaz de decirlo y brindarle una interpretación, una vida, un sentido desde afuera. Un afuera que viene desde adentro. No obstante, antes de darse al cuerpo el alma debe reconocerse como tal y estar dispuesta a enfrentarse a sí misma. Minas tendría que “minarse”, ponerse en riesgo para por fin conocerse y crear su propio lenguaje; pero basta andar por la calle para entender que ha optado por ser un alma perezosa que ronda los contornos de su voz. ¿Cómo hallar esa voz? ¿Dónde está el interior del Interior?

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. Sentado en la represa me asalta una pregunta: ¿de dónde proviene esta sensación de que las mejores cosas ocurren cuando no ocurre nada?

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. Salgo a caminar. Busco un lugar de refugio. Antes de llegar al Puente Fierro me detengo a fumar en la glorieta. Saludé a no menos de veinte personas en el camino, y estoy furioso. No sé cuántas veces después de haber tomado la decisión de no responder al saludo de algunos hipócritas, me veo cediendo al imperativo social. Respondo, asiento, sonrío, tiendo mi mano, contesto a sus preguntas, entro en el juego. Me descubro tan hipócrita como el otro, y hasta podría decirse que, entre iguales, el saludo se siente como un gesto natural y necesario. En días como estos me reprocho ser cortés. La cortesía me funde al enemigo, entronca la distancia en un lazo casi fraterno pero íntimamente herido. Sin embargo, sólo yo siento la herida de la traición. A diferencia del otro, soy un hipócrita a conciencia. Él, por tanto, es quien debiera retirarme el saludo.

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. Aunque muda, la ciudad habla sin cesar. Se diría que no hace otra cosa más que eso, hablar, porque ni siquiera escucha. ¿Cuál es el origen de las habladurías? ¿Cómo se explica que dos mujeres se detengan en la esquina para difamar a quien ayer les trajo información fresca de otro vecino? ¿Cómo alguna gente puede vivir toda la vida inserta en esa red de conspiraciones, donde todos son víctimas y victimarios? La primera respuesta que se me ocurre es la siguiente: en un contexto empobrecido resulta más fácil crecer y desarrollarse aplastando al de al lado, en vez de engrandecerse por mérito propio. Crecer implica trabajo, disciplina, abnegación, entablar una carrera contra sí mismo, aceptar límites y alcances… y eso a veces duele demasiado. También puede pensarse en términos narrativos. Digamos que cada uno de nosotros es el autor de su propia novela, el encargado de escribir con su vida la mejor historia posible. Ya se sabe que la altura de una historia está determinada por el estatus de su peripecia. Sin problema no hay narración. Para vivir una vida digna hay que lanzarse a la experiencia del problema, pero el asunto está en que no todos se hallan dispuestos a asumir ese desafío. ¿Qué hago entonces? Fácil: me apropio de la historia del otro, compenso mi cobardía dando un zarpazo a su destino, le robo su coraje y su fracaso y su aventura y su vergüenza y sus secretos. No para ser él, sino para hacerlo mío. Integrarlo a mi nada.

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. Las minas de Minas. Mucha gente que viene de visita elogia a las mujeres de la ciudad. Pero lo que el extranjero califica de belleza para el minuano no es más que un milagro soso y repetido, una estrella provisoria. Imposible no ver a la misma mujer cada dos o tres días, cuando no dos o tres veces la misma tarde. Aquí no hay lugar para amores platónicos. Los hombres son testigos desgraciados de un proceso fatal que, a fuerza de tiempo y frecuentación, marchita la carne y hasta la gracia de la más bella.

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. Caminar y repasar mi historia. Hallar dos o tres momentos verdaderos. Sin explicación. Tres instantes de un instante que obligan a decir, ahora y en voz baja, fue real. Levanto la cabeza. Tres pájaros cruzan por el sol, su brillo los traspasa y los absorbe. Desaparecen. Son reales.

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