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Para una refelexión sobre evaluación
PARA UNA REFLEXIÓN SOBRE EVALUACIÓN
Álvaro Restrepo Betancur- Docente I. E. José Félix de Restrepo Vélez. Sabaneta. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana y Especialista en Cultura Política de la Universidad Autónoma Latinoamericana (UNAULA).
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Maestros y estudiantes debemos cambiar radicalmente la mentalidad en lo que concierne a la evaluación. Se trata de superar la mirada tradicionalista de ésta, mirada en la que evaluar es medir, cuantificar el conocimiento o, llanamente, la información. Pero además, bajo esta postura tradicionalista, la evaluación es un fin y un instrumento de poder, una técnica al servicio del control y la vigilancia (¡Es aterrador el silencio que campea en las aulas de clase al momento de presentar exámenes! ¡Las escuelas semejan cementerios! ¡En ellas se respira “la paz de los cementerios”!). En este contexto, la evaluación es una falsa motivación desde la perspectiva del profesor, y el “salario”, la paga desde la visión del estudiante (“¿profe, y esto usted lo califica?”, pregunta interesadamente el joven).
Siempre habrá que advertir, a docentes y estudiantes, que lo relevante y significativo es el conocimiento, no la nota (es ahí donde está la verdadera exigencia). Tal fue el ideal griego, tan admirado por el Maestro muerto-vivo Estanislao Zuleta: el saber por el saber mismo. Los griegos no estudiaban filosofía para sacar un cinco, sino por amor al saber, afirmaba el pensador colombiano. Cualquier interés mezquino, ajeno al conocimiento, lo enajena y distorsiona. Y esto sí que tiene razón hoy día, cuando desde una falsa e ideológica idea de calidad educativa andamos a la caza de resultados (vitrina para mostrar), en una insensata y absurda competitividad (para poner un ejemplo, las llamadas pruebas externas). Se ha llegado a tal punto, que hasta un ejercicio tan noble y desinteresado como la lectura se ha metido en este casillero del desempeño y los resultados (¡es tan graciosa la expresión maratón de la lectura!)…Un lector rumiante y silente, como lo exigía el filósofo Federico Nietzsche, no dejaría de sentir angustia ante estas tropicales propuestas. Incluso en las propagandas ministeriales, la voz de la oficialidad llega a aconsejar: lee lo que sea, pero lee… olvidando que la lectura debe ser selectiva, y que en este vasto horizonte hay Maestros, con mayúsculas sostenidas, libros edificantes, auténticos laboratorios de discurso y pensamiento crítico, que es lo que necesitamos en épocas de crisis, cuando “el desierto crece”.
Retornando al asunto específico de la evaluación, digamos que ésta, en una enseñanza que tiene como eje el aprendizaje, debe ser un instrumento, un camino para lograrlo. Este ideal exige que, a la hora de evaluar, el profesor deje de ser “una simple registradora” donde enfatice la actividad evaluativa como un proceso acumulativo (“continuo y permanente”, dice la normativa), que se esfuerza por desarrollar intelectual y
personalmente a los estudiantes (con ello evitaría desgastarse en trivialidades como la supuesta deuda de logros en anteriores períodos o la entrega de trabajos, por parte del estudiante, en fechas posteriores a la indicada de antemano). A este respecto, en el pedagógico libro de Bain, Ken (Lo que hacen los mejores profesores universitarios), leemos los siguientes títulos: “(…) el aprendizaje es un momento de desarrollo y no sólo un asunto de adquisición.
El aprendizaje tiene que ver fundamentalmente con los cambios intelectuales y personales que sufren los individuos al desarrollar capacidades nuevas de comprensión y razonamiento (…) las calificaciones se convierten no en una forma de clasificar, sino en una manera de comunicarse con los estudiantes. Las evidencias sobre el aprendizaje podrían llegar de un examen, un ensayo, un proyecto o una conversación, pero es ese aprendizaje, y no una puntuación, lo que los profesores intentan caracterizar y comunicar”. Y este otro: “(…) los mejores profesores contemplan los exámenes como una extensión de la clase de trabajo que ya se está haciendo en el curso. Los profesores preparan a los estudiantes para que hagan determinados tipos de trabajo intelectual, no para que sean buenos haciendo exámenes”.

En conclusión, la evaluación debe potenciar habilidades intelectuales y personales en nuestros jóvenes, atendiendo fundamentalmente al aprendizaje, concebido como proceso permanente y no como desempeño. Debe ser un mecanismo para desarrollar el pensamiento crítico, la capacidad de asociar y relacionar, la destreza para la síntesis, entre otras actividades intelectuales. En ningún caso, la evaluación debe ceñirse a constatar cuánta información se ha depositado en el estudiante. Al final de un curso lo significativo es el aprendizaje mismo y no una nota o una cuantificación (es aquí donde reside el auténtico concepto de exigencia, y no en el cúmulo de tareas y exámenes). En este contexto, no tiene sentido que un profesor obstaculice, estorbe el aprendizaje con afirmaciones absurdas como estas: “me debe logros del primer período”; “yo no regalo el año” (como si el conocimiento fuese de su propiedad). Siendo acumulativo, como en esencia lo es, el proceso de evaluación, en consonancia con el proceso de aprendizaje, permite que los estudiantes muestren en una prueba habilidades o competencias que se retoman en el día a día de la evaluación. Esta reflexión es, pues, una invitación para que cambiemos de mentalidad y asumamos humildad, tacto pedagógico en el caso de la evaluación a los estudiantes.