Club lector "Tristes hombres"

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CLUB LECTOR “TRISTES HOMBRES”



EL PAÍS

ESPAÑA

Yo no soy chivato El acoso escolar solo es posible gracias a la complicidad del grupo que ríe las gracias o calla cómplice. Denunciar abusos acarrea todavía el estigma del soplón ANA CARBAJOSA Madrid 21 ENE 2017 “Es el día a día de las aulas, que se rían de un chico, que le acosen. Todos lo saben, los profesores también, pero nadie dice nada. Crees que no es para tanto. El problema es que estas cosas evolucionan y pueden acabar peor. Tú le ves cada vez más triste y piensas, ‘podría haber ayudado”. Deborah es alumna del IES Camilo José Cela de Pozuelo de Alarcón. Tiene 15 años y, sentada en semicírculo junto a un grupo de compañeros, da en el clavo. El acoso escolar solo es posible gracias a la complicidad del grupo que ríe las gracias o calla cómplice. El problema es que denunciar abusos acarrea todavía el estigma del chivato. Los compañeros son una de las claves para frenar una lacra que se vive a diario en los colegios e institutos españoles. Los datos que ha publicado la UNESCO esta semana afecta o ha afectado a uno de cada cinco alumnos en el mundo. Los expertos identifican a los compañeros, al grupo, como una figura clave para desactivar al acosador. Los padres de Lucía, la menor que se suicidó en Murcia el 10 de enero, han pedido que se revisen los protocolos para detección del acoso, que supuestamente se aplicaron a su hija en el instituto y que no detectaron los abusos que ella les relató meses antes de morir. “No basta con que las escuelas tengan un protocolo de actuación cuando hay acoso. Esto no es una cuestión de víctimas y acosadores. Hay demasiadas personas buenas que miran hacia otro lado. El grupo tiene que estar dispuesto a intervenir a la mínima señal”, señala María José Díaz Aguado, directora de la Unidad de psicología preventiva de la Universidad Complutense de Madrid y autora principal del único estudio estatal que existe hasta la fecha sobre el acoso escolar. Un grupo de alumnos que se para a reflexionar lo que sucede a diario en sus aulas, le da la razón. Ana, una alumna de la ESO madrileña, sentada en un semicírculo con otros compañeros en un aula, reflexiona así: “La gente que se chiva… Bueno, chivarse es una palabra un poco fea. Esa gente es muy valiente. Casi nadie se atreve por miedo a lo que le estén haciendo te lo hagan a ti. Luego


cuando ya se pasa el tema o cambias de clase, te das cuenta de que deberías haber hecho algo porque al final las circunstancias de que te podían haber llamado a ti chivato no son para tanto. El chaval lo estaba pasando mal y tú no hiciste nada. Eso se te queda y luego te arrepientes mucho”. Estamos en Pozuelo de Alarcón, en el Instituto Camilo José Cela. Son las doce del mediodía y Yousseff, Almudena, Ana, Asier, Abraham, Deborah (todos de 15 años) y Teresa (de 17) acceden a sentarse y a sincerarse. Retratan con crudeza la cobardía, los miedos e inseguridades que habitan las aulas de los adolescentes españoles. Este no es un instituto especialmente problemático, ni ellos son alumnos especiales, pero aquí se trabaja activamente para prevenir. Trazan un retrato del día a día de un centro educativo cualquiera. El resultado es estremecedor. “No hablas porque tienes miedo a que te puedan etiquetar de chivato y la tomen contigo, a ser el acosado”, prosigue Deborah, que confiesa que juega al fútbol y se planteó dejarlo para no ser diferente del resto de las chicas. “El chivato en realidad es muy valiente”, reflexiona Ana. Esto dicen del silencio: Yousseff: “Se calla por miedo o porque quiere integrarse con ese grupo. A veces es poder físico, de fuerza o alguien muy querido, el más malote. Estar con él y gozar de varios privilegios como ser respetado te lleva a ayudarle, a callarte”. Ana: “Si pegas y tienes a 20 detrás diciéndote ‘qué bien, qué guay eres’ o ‘qué valiente’, no van a parar. En cambio, si le pegas a un niño y te dicen ‘tú eres tonto’, pues vas a parar de hacerlo”. Deborah: “Toda la clase tiene que saber que quien ríe la gracia al acosador, está participando en el acoso”. Los chicos también hablan de cómo son los estudiantes a los que todos quieren parecerse, qué significa ser guay y tener el prestigio social que temen perder si se chivan. El chico guay es “malote. Es chulo. Va de subidito. Pasa de todo. Es un graciosillo. Es muy popular. Siempre está rodeado de amigos. Nunca está solo. Todo el mundo quiere estar al lado de él. Bebe, fuma”, explica Ana. “Las chicas guays son delgadas, se arreglan mucho y pueden estar con varios chicos a la vez”, añade Teresa. Aproximadamente la cuarta parte de los centros de secundaria españoles (23,7% según el Estudio estatal sobre la convivencia escolar, el último disponible, editado en 2010 por el Ministerio de Educación) tienen equipos de mediación para resolver conflictos. En ese mismo estudio, se preguntaba a los alumnos. Cuando sucede un caso de acoso en tu instituto, ¿qué sueles hacer? El 12% dijo que quería intervenir, pero no se atreve porque no tiene poder y piensa que pasaría a ser víctima. De ahí se desprende que tener amigos es una de las principales fuentes de protección. Por eso, no sorprende que las agresiones se ceben sobre todo con los chicos más solitarios. El 32% interviene solo si es amigo y el 36% piensa que debe intervenir en cualquier caso. El 14% se declara indiferente, es decir, aseguran que no intervienen porque ni es su problema ni les parece mal y el 4% participan. En resumen, hay tres grupos de silenciosos: los que solo defienden a sus amigos, los que no se atreven y los que piensan que no es su problema. Juntos suman mayoría. “El papel de un espectador no tan inocente puede transformarse en el de un testigo resistente o un defensor valiente: una persona dispuesta a defender un objetivo para hablar y actuar en contra de una injusticia”, recoge la autora estadounidense Barbara Coloroso en un libro sobre bullying con un título elocuente: El acosador, el acosado y el no tan inocente espectador en el que refleja que el 86% de los alumnos estadounidenses de


12 a 15 años aseguraron que habían sido insultados o acosados en la escuela, “Acosar es más habitual que fumar, el alcohol, las drogas o el sexo en esas edades”, remarca Coloroso. “El matón ya no está actuando solo: los espectadores se han convertido en un grupo de matones que también denigran el objetivo”. Tres roles. El espectador, el chivato. Es uno de los aspectos que tratan los programas de convivencia que ha implantado la fundación Anar en 18 colegios. Se trata del programa del Buen trato, en el que participan por ejemplo los alumnos del instituto de Pozuelo y en el que uno de sus objetivos es desactivar el miedo a ser etiquetado como chivato. “Queremos que los alumnos sean conscientes de los tres roles”, Benjamín Ballesteros, director de Programas de Anar. Ya en la primera sesión trasladan el mensaje de que quien es testigo de algún tipo de violencia no debe tolerarla. “Ellos tienen que interiorizar ese derecho y transmitirlo a los compañeros, es un efecto en cadena”.


EL PAÍS SEMANAL

EL PAÍS

Escalera interior

Almudena Grandes

Nos están asesinando Los crímenes machistas son el síntoma de una enfermedad social, que se irá haciendo más peligrosa y letal si seguimos ignorándola. Domingo 05 de marzo de 2017

DISCULPEN las molestias, nos están asesinando. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, caemos como moscas. Adolescentes, jóvenes, maduras, ancianas, mueren mujeres de todas las edades y clases sociales. Todas conocían a su asesino, casi todas lo habían querido, algunas lo querían todavía. Por eso, no sólo las instituciones, sino también buena parte de la sociedad, lamentan sus muertes como crímenes privados, lamentables excesos sentimentales, catástrofes inevitables. Y no es verdad. Disculpen las molestias, nos están asesinando, gritaban los manifestantes –porque allí, afortunadamente, también había hombres– que acudieron a la Puerta del Sol para apoyar a ocho feministas, en huelga de hambre para protestar por la insoportable cosecha de cadáveres que provoca el terrorismo machista. Ese grito, que muchas personas de orden habrán considerado exagerado, histriónico y, por supuesto, populista, me parece tan justo y necesario en su primera frase como en la segunda. Porque mientras otras víctimas, de grandes accidentes o atentados no menos terroristas, concitan una instantánea unanimidad política de grandes declaraciones, con promesas de cambios legislativos e incremento de los fondos destinados a prevenir tragedias futuras, parece que las mujeres muertas ensucian los telediarios, amargan los índices del crecimiento


económico y, a fuerza de repetirse, ocupan cada vez una posición más marginal en la actualidad. Parece que las mujeres muertas ensucian los telediarios, amargan los índices del crecimiento económico y, a fuerza de repetirse, ocupan cada vez una posición más marginal en la actualidad El austericidio que representó el botín del vencedor en esa guerra que perdimos creyendo que era una crisis económica se cebó de forma extraordinaria en las políticas de prevención de los crímenes machistas y en la red pública de apoyo a las mujeres amenazadas. Las cifras de los recortes bastan para explicar el grado de importancia que el Gobierno de España concede a esta clase de víctimas. Pero eso es sólo un capítulo de una historia muy larga y muy oscura. Tanto como el argumento del cómic que dibujó Lucía, una niña murciana de 13 años que se suicidó el pasado 10 de enero. “Era una niña muy feliz”, así empezaba su historia, hasta que “aparecieron unos monstruos”. ¡Fea, tonta, gorda! Después de escuchar esos gritos, Lucía se dibujó sobre una báscula. 64 kilos, anotó, y después, por encima, una voz que gritaba: ¿ves? ¡gorda! En el instituto de Lucía consideran que no sufrió acoso, aunque expulsaron a dos de sus compañeros por lo que juzgaron un problema puntual. Pues bien, su suicidio también es un crimen machista. Ella, como el resto de las víctimas, sufrió enormemente mientras las personas que la rodeaban ni siquiera eran capaces de detectar su sufrimiento. Porque, si pesaba 64 kilos, estaba gorda y, si estaba gorda, lo normal era que se lo llamaran. Cosas de niños, como son cosas de pareja, en las que no conviene meterse, las broncas, los gritos y los desprecios que ciertos maridos infligen en público a sus mujeres. Vete a saber, dice la gente, luego, lo que pase en cada casa… Hasta que lo que pasa es un cadáver desangrándose encima de la alfombra. Mientras tanto, en la televisión, que quizá sigue encendida, una tertulia comenta la liposucción de Menganita o lo ideal que se ha quedado Fulanita después de haberse quitado las bolsas, o la fabulosa elegancia de Melania Trump. Esa es la realidad que hemos fabricado, la normalidad en la que nos movemos, la herencia que legaremos a nuestros hijos y, sobre todo, a nuestras hijas. Cuando se sienten acorralados, los políticos dicen que es un problema de pedagogía, que sólo se solucionará con educación, a largo plazo. Aparte de que la parrilla televisiva de cada día incentiva el machismo hasta un nivel con el que difícilmente podría competir la mejor de las reformas educativas, ese argumento sólo es una máquina de echar balones fuera. Los crímenes machistas son el síntoma de una enfermedad social, que se irá agravando, haciéndose cada vez más peligrosa, más letal, si seguimos ignorándola. Que cambiar la mentalidad de una sociedad sea muy difícil no puede justificar que no se haga absolutamente nada para intentarlo. Porque todos los meses mueren mujeres y de vez en cuando se suicidan niñas de 13 años. Y no lo hacen por molestar.


Los niños estaban dentro. -¿Qué dices? No puede ser. -Sí. Por lo visto, él los mandó a jugar a su cuarto, bloqueó la puerta con una cómoda y allí se quedaron. Los policías les oyeron llorar y los sacaron del piso sin que vieran nada. Ahora están en casa de sus abuelos. Él, cuyo nombre nadie se atreve a pronunciar, era el vecino del segundo izquierda del edificio donde está el bar de Pascual. Los niños son sus hijos. Ella, el pronombre ausente en las conversaciones de la escalera, ausente ya del todo, para siempre, era su mujer, la madre de sus hijos, hasta que Su marido la acorraló anoche en un rincón de la cocina, la dejó inconsciente de una paliza y la cosió a puñaladas con el cuchillo más afilado que encontró en un cajón. Luego llamó a la policía. Los agentes derribaron la puerta para encontrarle sentado en una butaca del salón, con la ropa salpicada de sangre y la mirada perdida. Fue entonces cuando oyeron llorar a los niños. La noticia sacude el barrio entero, edificio por edificio, planta por planta, congelando rostros, expresiones, movimientos, como la lengua de hielo de un glaciar. Mientras su ánimo se reparte entre la incredulidad y la culpa, todos, hombres y mujeres, examinan su memoria, su conciencia. Él era brusco, hipócrita y capaz de hablar con violencia, recuerdan, pero nunca habrían imaginado que llegara hasta este punto. De hecho, ningún vecino ha llegado a oír nunca la banda sonora del terror, gritos, súplicas, el eco sordo de un cuerpo chocando contra los muebles, con las paredes. Sin embargo, todos han escuchado alguna vez palabras agrias, afiladas, expresiones de un desprecio aparentemente trivial, doméstico, no vales para nada, no sé cómo te aguanto, no haces nada bien, eres imbécil, pareces tonta, cómo puedes ser tan inútil. Esas frases resuenan ahora en sus cabezas como el sonido de unas imágenes aún más elocuentes. La pareja volviendo del Supermercado, ella cargada de bolsas, él con las manos en los bolsillos. La pareja parada en la escalera, él haciendo algún reproche, ella callada, los niños agarrados a sus piernas. La pareja en el bar de abajo, él pidiendo una copa, unas tapas, unos refrescos para sus hijos, ella muda hasta que Pascual le preguntaba qué quería tomar y después de contestar que no quería nada, de verdad, muchas gracias. La vecina del segundo izquierda llevaba camisas de manga larga también en verano, se abrochaba los botones hasta el cuello, usaba un maquillaje muy espeso y no solía sonreír. Algunas madres recuerdan ahora haber visto su sonrisa a veces, siempre cuando estaba en el parque, con los niños, pero su rostro se apagaba invariablemente en el portal de su edificio. Allí, su piel se volvía mate, cenicienta, sus ojos se humillaban, y mientras subía por la escalera iba siempre callada, con los hombros encogidos, la


barbilla hundida, pegada al cuello, como si estuviera preparada, piensan ahora, para recibir el próximo golpe. Por lo demás, era una persona cortés, educada, que siempre devolvía los saludos, estaba pendiente de una anciana que vivía sola en el mismo descansillo, y se interesaba por el estado de los enfermos de cada casa. El vecino del segundo izquierda intentaba ser simpático. Era mucho más locuaz, más extrovertido y sociable que su mujer aunque, por más rondas que se empeñara en pagar, nunca había llegado a hacerse amigo de nadie. Ahora entienden por qué, ahora, cuando ya no hay remedio, le recuerdan volviéndose hacia ella en mitad de la conversación más animada, tú te callas, cállate ya, te he dicho que te calles, y recuperando en un instante la sonrisa, el hilo argumental de su apasionado ataque o su cerrada defensa de Cristiano Ronaldo, de Obama, del sueldo de los funcionarios o de lo que tocara. Ellos estaban allí, lo habían visto, lo habían escuchado y no se habían atrevido a entender. Por eso, ahora, un fleco del mismo terror que durante años ha convertido la vida de Su vecina en un infierno, les seca la boca y les estruja el corazón. Porque lo vieron, lo escucharon y al llegar a sus casas se conformaron con comentarlo entre sí, ese tío es un hijo de puta, un canalla, una mala persona, pobre mujer, debería dejarlo, debería marcharse, debería acabar con él de una vez. Eso habían pensado, eso habían dicho, y no habían hecho nada. Ella intentó hacer algo más. Ahora, cuando ya está muerta, se han enterado. Ahora saben que nunca llegó a denunciarlo por malos tratos pero emprendió un proceso de divorcio, contrató a un abogado, puso una demanda, cambió la cerradura de la puerta, intentó echarle de casa y él la mató. A ella, que era una inútil, que no servía para nada, que le estaba amargando la vida desde el mismo día en que tuvo la negra suerte de conocerla. La mató, la asesinó con un cuchillo de cocina, la dejó desangrarse en un rincón. Y ahora está muerta y todos sus vecinos se sienten cómplices de su asesino por no haberle detenido, por no haberla ayudado, por no haber llamado a un teléfono para denunciarlo. -Yo lo pensé -se dicen unos a otros en la escalera, en el bar, en el mercado-. Te juro que lo pensé alguna vez, pero como ella nunca se quejaba, como no decía nada, y tampoco. Yo qué sé. Ahora todos dicen lo mismo. Todos menos Marta, que escucha en silencio, como de costumbre. Aunque han pasado ya ocho años, recuerda aquella noche como si, siempre y todavía, estuviera condenada a seguir viviéndola. Cuando calculó que eran las cuatro de la mañana, giró la cabeza muy lentamente para mirar la hora en el despertador. Los números verdes marcaban las 3.58, pero al comprobarlo no hizo ningún movimiento, aún no. Él debía de estar durmiendo, pero ella se fiaba tan poco de su sueño como de su vigilia, así que esperó un poco más, y a las 4.02 le rozó con la mano para que le diera la espalda y dejara de roncar. Sólo entonces, muy despacio, sacó la pierna izquierda de la sábana y la hizo descender hasta que su pie tocó el suelo. Cuando logró levantarse sin hacer ruido, los números ya habían llegado a las 4.11. Todavía avanzarían tres minutos más antes de que lograra escurrirse por la puerta de su dormitorio, que había dejado entreabierta al acostarse. El día anterior, a la hora de comer, él había llamado para anunciar que no iba a pasar por casa. -He quedado a cenar con Fernando, ya sabes que está muy deprimido, como se ha muerto su madre. Y que te quiero mucho, cariño, muchísimo,


más que a nada en el mundo, ya lo sabes. Perdóname, por favor, tienes que perdonarme porque es que me vuelvo loco de cuánto te quiero. Marta ya estaba acostumbrada a esas llamadas, las explosiones de amor que sucedían a las otras, el tono de voz meloso, compungido, que casi la hería tanto como los golpes de la víspera. Siempre era así, siempre igual, porque él no podía volver a casa como si tal cosa, no podía sentarse a cenar con ella, ver la televisión, preguntarle al niño cómo le había ido en el cole, y por eso siempre, el día de después, salía con sus amigos y dejaba pasar veinticuatro horas antes de volver a ser el de antes, el hombre con el que Marta se había casado. Siempre había sido igual, pero aquella vez todo sería distinto. Lo había pensado centenares de veces, pero siempre había creído que sería incapaz. Y sin embargo, aquel día comprendió que iba a hacerlo, porque él llegaría tarde, borracho, porque era verano y Felipe estaba pasando el mes de julio en la casa que sus padres tenían en la sierra, porque si se ponía un vestido estampado, de tirantes, él podría confundirlo fácilmente con un camisón, porque le bastaría con salir de la habitación y ponerse unas chanclas para echarse a la calle, porque tenía que hacerlo, porque no podía más, porque tenía que irse, porque se iba. Y se fue. Había escondido las sandalias debajo del sofá y, entre ellas, una nota en la que le explicaba que había puesto una denuncia contra él por malos tratos y que no le convenía perseguirla. La dejó en la mesa de la cocina confiando en que su marido no lograra localizar la casa de acogida donde iba a refugiarse antes de que la policía le hiciera una visita. Al salir de la comisaría había hecho una maleta con lo más imprescindible y la había llevado hasta su nuevo piso, en la otra punta de la ciudad. Le había parecido una casa pequeña y triste, como las mujeres que vivían en ella, y al conocerlas, la idea de abandonar su piso, que estaba en la mejor zona del ensanche de Vicálvaro, y le había costado tanto dinero, tanto esfuerzo, y era tan bonito, tan moderno, tan alegre, le pareció más triste todavía, aunque no vaciló. Creyó que eso significaba que todo lo demás sería más fácil, pero se equivocaba. En el último instante, la mano derecha sobre el picaporte de la puerta, se dio la vuelta y contempló la casa que dejaba atrás, los muebles que había escogido uno por uno, las fotos de su hijo, ese retrato tan horroroso que Felipe le había hecho en el colegio hacía sólo unos meses, como regalo del día de la Madre, y que colgaba enmarcado en el vestíbulo, la foto de su boda, los recuerdos de sus viajes, una figurita de Corfú, una caja de cerámica y metal que compraron en un pueblo de Marruecos, una bola de cristal donde nevaba sobre la Torre Eiffel. Durante un instante pensó que estaba renunciando a su vida, a toda su vida, su memoria, sus aficiones, sus placeres cotidianos. Quizás no vuelva a tener una casa como esta nunca más, quizás no vuelva a ser feliz, quizás esté sola el resto de mi vida. Durante un instante estuvo a punto de volverse atrás, a punto de echarse a llorar sin hacer ruido, y desandar el camino, y volverse a la cama, y dormir para seguir viviendo como antes, como todos esos días en los que lo único que quería al despertar era morirse. Entonces, sin previo aviso, unas lágrimas cómplices, mansas y silenciosas, empezaron a caer de sus ojos, y sin pensar bien en lo que hacía, levantó el brazo en un movimiento brusco para limpiárselas. El dolor fue tan insoportable que unas lágrimas distintas brotaron sobre las que empapaban sus mejillas, y un quejido se confundió con el ruido de la puerta al abrirse. Antes de darse cuenta, estaba en la calle. Y esta es la verdad de la vida de Marta. (páginas 87-92)


Al ver la fachada llena de colgaduras pintadas, como banderas extrañas, Fátima coge a su marido del brazo y está a punto de decirle, mira, vámonos, que esto no es para nosotros. Pero Ahmed, su hijo mayor, ya ha entrado en el vestíbulo y avanza por él como por una alfombra roja. —i Ahmed, tío! -¿Qué pasa, coleguita? -Qué bien que hayas venido! -No veas cómo se va a poner Mariana de contenta. A Mariana sí la conocen, porque es compañera del instituto de su hijo. Se han hecho tan amigos que Ahmed recurrió a ella, con una naturalidad que les dejó pasmados, cuando les quitaron la tarjeta sanitaria. La madre de Mariana, médico en un centro de especialidades de la Seguridad Social, les recibió, se portó muy bien con ellos, les dio su número de móvil y les dijo que no se preocuparan, que seguramente en su ambulatorio iban a seguir atendiéndoles igual, pero que al menor problema la llamaran por teléfono y ya arreglaría ella lo que fuera. Aunque las cosas han cambiado mucho desde entonces. Fátima pasó por delante del Centro de Salud hace poco y vio la fachada cubierta de telas blancas con letreros escritos con spray, unas colgaduras no muy distintas de las extrañas banderas que identifican el edificio en el que acaban de entrar. Menos mal que ninguno se ha puesto malo todavía. También le cuesta trabajo reconocer a Mariana, porque va vestida de una forma muy extraña. Acaba de empezar febrero y en la calle luce un sol tramposo, radiante, como un torpe anuncio publicitario incapaz de desmentir los nueve grados que marcan los termómetros, pero ella lleva una camiseta negra, una minifalda elástica de estampado de leopardo y unas medias de rejilla de agujeros tan gordos que deben de hacer el mismo efecto que ir con las piernas desnudas. No pegan nada con las botas militares de cordones desatados que cubren sus pies, pero lo más raro es su peinado, mechas californianas rubias sobre su pelo oscuro y varias rastas por encima. Al principio, a Fátima le da un poco de vergüenza mirarla, pero sigue siendo muy amiga de Ahmed, tanto que viene corriendo y se cuelga de su cuello para darle un abrazo que en el pueblo de sus abuelos implicaría una promesa de matrimonio como mínimo. Aquí no, porque Santi, que es ecuatoriano, se les echa encima y ya es un abrazo de tres, de cuatro cuando llega Edu, tan español como la chica, y son como una piña humana, un monstruo de cuatro cabezas o un equipo de fútbol que acaba de marcar un gol. -Me alegro mucho de que os hayáis decidido a venir -Mariana besa primero al padre de Ahmed, luego a su madre-. Ya veréis lo bien que vais a estar aquí. Todavía no hemos tenido tiempo para organizarlo todo bien, pero tenemos espacio de sobra. No tardan en descubrir que eso es verdad, porque les han adjudicado dos habitaciones exteriores, espaciosas, comunicadas entre sí por un salón donde encuentran hasta un sofá y una mesita recién recuperados de la


basura, en el primer piso del antiguo hotel. No hay camas, pero ellos han traído sus colchones, los que compraron para estrenar el piso de Pinto, aquella casa que al principio fue la mayor alegría, después la pena más negra de sus vidas. Los padres de Ahmed todavía no entienden muy bien lo que les ha pasado, por qué aquel Señor del banco, tan simpático que en cada visita le ofrecía un puñado de caramelos a cada niño antes de lanzarse a hacer unos números tan risueños que parecían guiñarles desde el papel los ojos que no tenían, se ha convertido en un muro, una estatua, una máquina de decir que no. Cuando firmaron la hipoteca se puso una mano en el corazón y les prometió que no iba a haber ningún problema. -Si yo supiera que no iban a poder pagar -y sus labios se curvaron para dejar a la vista unos dientes dignos de un anuncio de dentífrico-, no les concedería el crédito, como comprenderán. Luego, cuando el marido perdió el empleo y la mujer la mitad de las casas donde iba a limpiar, ya no recordaba haber dicho eso nunca jamás. -Así funcionan estas cosas, no es culpa mía -tampoco volvió a enseñarles los dientes-. Esto es un banco, no una ONG, ya se lo expliqué cuando les concedimos el crédito. O pagan o a la calle, es una lástima pero no hay nada que hacer. Y ni siquiera les daba un triste caramelo a sus hijos cuando iban a suplicarle que esperara un poco más. Desde que el juzgado embargó su piso han vivido casi dos meses desperdigados en casas de conocidos. El marido con un crío, en una. La mujer, con la más pequeña, en otra. Los hijos mayores, en otras dos, todas de inmigrantes marroquíes, vecinos del pueblo de sus padres. Hasta que Ahmed los reúne a todos unos días antes en un bar de la Puerta del Sol. —Escuchadme bien, hay una posibilidad de que volvamos a vivir todos juntos en un edificio ocupado, en el barrio de mi instituto. Lo lleva una asociación de vecinos de allí y tengo muchos amigos dentro. Son los mismos que me dieron aquel cajón de comida que os llevé en Navidad, el que tenía aquellos paquetes de arroz tan raro, con letras chinas, ¿os acordáis? Su madre sonríe, porque se acuerda. Su padre, en cambio, niega con la cabeza. —Eso es ilegal, Ahmed, eso no está bien, no se puede romper un cerrojo y entrar en un edificio así, por las buenas... –¿Y lo que te han hecho a ti está bien, padre? Los dos se miran un instante, como si estuvieran a punto de batirse en duelo. —Lo que te han hecho a ti es legal, pero no está bien —insiste Ahmed al rato—. Durante seis meses sólo hemos comido arroz blanco, hemos ahorrado de donde podíamos y de donde no, hemos andado con zapatos con la suela rajada, hemos guardado hasta el último céntimo... Tú has sido legal, ¿y qué tienes? Un recibo de cuatrocientos euros al mes por una casa de la que te han echado después de haber pagado casi sesenta mil, más de lo que vale ahora. Mis colegas sólo quieren ayudarte. Déjate ayudar, padre. Así han llegado hasta aquí, a este edificio extraño, lleno de jóvenes extraños con un aspecto extrañísimo, y familias como la suya, algunas españolas, otras extranjeras, latinoamericanas, eslavas, magrebíes, africanas, un laberinto de lenguas y colores por el que Edu, el mejor amigo de Ahmed desde la escuela infantil, les guía sin perder jamás la sonrisa. -Hemos conseguido para vosotros mantas, comida, material escolar y juguetes para los niños, lo encontraréis todo en la habitación. Hay un servicio de voluntarios que los lleva al colegio por las mañanas, luego os


digo dónde está para que apuntéis a los vuestros, si queréis me encargo yo de ellos. Y dentro de un rato, cuando os instaléis, irá a veros un abogado para tomar vuestros datos, a ver lo que podemos hacer con el tema de la hipoteca. Los padres de Ahmed se miran, ella levanta las cejas, él insinúa un movimiento de negación con la cabeza. Y sin embargo, media hora después suenan unos nudillos en la puerta. La mujer vuelve a mirar al marido. Él se levanta, va a abrir, y encuentra a una señora de treinta y muchos años, con un traje de chaqueta azul marino, zapatos de medio tacón, varias carpetas en los brazos y el gesto enérgico de una persona eficaz, acostumbrada a actuar deprisa y sin perder el tiempo. -Hola -la madre de Ahmed sonríe al reconocerla-. ¿Cómo estás? -Muy bien, Fátima, y tú? -las dos se besan ante el perplejo silencio del hombre que las mira. -Es la madre de Edu -le informa enseguida su mujer-. Nos conocemos del colegio, de los festivales y las reuniones, de hace. Ufl -Sí, mucho tiempo. Me llamo Marita -al tenderle la mano sonríe y le enseña unos dientes menudos, irregulares, mucho más feos que los del director del banco pero dientes, después de tanto tiempo-. Aparte de la madre de Edu, soy uno de los abogados de la asociación. Necesito que me deis todos los datos de vuestro desahucio. ¿Habéis traído los papeles? Los han traído porque Ahmed les dijo que debían hacerlo, que era muy importante. Se lo entregan todo y después, durante más de un cuarto de hora, los dos se quedan de pie, muy quietos, muy callados, cogidos del brazo, mientras Marita escribe a toda velocidad, rellenando formularios, revisando documentos, parando para sonreírles de vez en cuando. -¿Tú crees que nos van a devolver el piso? -Fátima se atreve a responder a sus sonrisas con esa pregunta y antes de terminar de decirlo se siente estúpida, porque ya sabe ella que eso no va a pasar nunca. -No -pero Marita no la censura por preguntar bobadas-. Eso es imposible, no quiero engañaros. Lo que voy a intentar es que cancelen vuestra deuda, que no tengáis que seguir pagando por él después de haberlo perdido. -Eso ya sería bastante -reconoce Mohamed-. Porque antes o después nos echarán de este edificio, ¿verdad? -Sí-Marita se quita las gafas para mirarle, asiente con la cabeza-. Antes o después os echarán, nos echarán a todos. Pero ocuparemos otro, porque Madrid está lleno de edificios vacíos y de familias que se han quedado en la calle. De todas formas, eso no va a pasar mañana, y si consigo libraros de la deuda, para cuando nos desalojen igual ya habéis podido alquilar un piso. Voy a solicitar para vosotros uno de alquiler social, a ver si hay suerte. Y enseguida se levanta, mira el reloj, se arregla la ropa, se despide de ellos. -Vamos a hacer todo lo que podamos -le da la mano al padre, besa después a la madre con la misma energía-, os lo prometo. Lo único que os pido es que tengáis paciencia, y que no desesperéis. Estos procesos son siempre muy largos, muy pesados, porque los abogados de los bancos hacen todo lo posible para que nos cansemos. Pero ni vosotros ni yo vamos a cansarnos. Nunca, de acuerdo? Cuando se quedan solos en la habitación, los padres de Ahmed se abrazan. Él no se fía demasiado de lo que les ha dicho la abogada pero, en ese instante, después de mucho tiempo, se encuentra en paz. Ella no, porque un gusanito se pasea por sus tripas. No es la primera vez que ocurre. El gusanito siempre se despierta cuando Fátima se enfrenta a


las cosas que hacen algunas madres de familia, mujeres como ella, que han estudiado, y trabajan, y se mueven mucho mรกs que los hombres. De todas formas, con su carrera, y su trabajo, y la asociaciรณn y todo eso, ella tampoco va a conseguir que nos devuelvan el piso, piensa. Pero no se siente mejor. (pรกginas 147-153)


GENERACIONES DE MASTUERZOS Domingo 30 de Abril 2017 El País Semanal

Javier Marías

Tengo un vago recuerdo de una viñeta de Forges que quizá cuente veinte o más años. La escena era algo así: un niño, en una playa, se dispone a cortarle la mano a un bañista dormido con unas enormes tijeras; alguien avisa al padre de la criatura –“Pero mire, impídaselo, haga algo”–, a lo que éste responde con convencimiento: “No, que se me frustra”. Hace veinte o más años ya se había instalado esta manera de “educar” a los críos. De mimarlos hasta la náusea y nunca prohibirles nada; de no reñirlos siquiera para que no se sientan mal ni infelices; de sobreprotegerlos y dejarlos obrar a su antojo; de permitirles vivir en una burbuja en la que sus deseos se cumplen; de hacerles creer que su libertad es total y su voluntad omnipotente o casi; de alejarlos de todo miedo, hasta del instructivo y preparatorio de las ficciones, convenientemente expurgadas de lo amenazante y “desagradable”; de malacostumbrarlos a un mundo que nada tiene que ver con el que los aguarda en cuanto salgan del cascarón de la cada vez más prolongada infancia. Sí, hace tanto de esta plaga pedagógica que muchos de aquellos niños son ya jóvenes o plenos adultos, y así nos vamos encontrando con generaciones de cabestros que además irán en aumento. Ya es vieja, de hecho, la actitud insólita de demasiados adolescentes, que, en cuanto se desarrollan y se convierten en tipos altos y fuertes (habrán observado por las calles cuántos muchachos tienen pinta de mastuerzos), pegan a sus profesores porque éstos los han echado de clase o los han suspendido; o pegan a sus propios padres porque no los complacen en todo o intentan ejercer algo de autoridad, tarde y en vano. Pero bueno, con los adolescentes cabe la esperanza. Es una edad difícil (y odiosa), es posible que una vez dejada atrás evolucionen y se atemperen. Lo grave y desesperante es que son ya muchos los adultos –hasta el punto de ser padres– que se comportan de la misma forma o peor incluso. También hace tiempo que leemos noticias o reportajes en los que se nos informa de padres y madres que pegan a los profesores porque éstos han castigado a su vástago tras recibir un puñetazo del angelito; o que agreden a médicos y enfermeras si consideran que no han sido atendidos como se merecen. Semanas atrás supimos de las reyertas de progenitores varios en los campos de fútbol infantil en los que sus hijos ensayan para convertirse en Messis y Cristianos: palizas a los pobres árbitros, peleas feroces entre estos pueriles padres-hinchas, amenazas a los entrenadores por no alinear a sus supuestos portentos. Por las mismas fechas salió en televisión el caso de un dueño de perro de presa (resultan una especie peligrosa, los dueños adoradores de sus animales) al que un señor reconvino por llevarlo suelto. La respuesta del tal dueño fue furibunda: noqueó al señor y, una vez éste caído, se hartó de darle patadas por doquier, cabeza incluida, y lo mandó al hospital, qué menos. Y hay diputados talludos que llevan estampado en su camiseta a un “mártir” correligionario que le dio una tunda a un socialista y está por ello condenado. Se habrán percatado ustedes de que llamarle la atención a alguien por algo mal hecho o molesto para los demás, o por una infracción de tráfico, equivale hoy a jugarse el cuello. (No digamos defender a una mujer a la que se está maltratando o, dicho peor y a las claras, inflando a hostias.)


Es frecuente que el infractor, el que comete una tropelía o impide dormir a sus vecinos, lejos de recapacitar y disculparse, monte en cólera y le saque una navaja o una llave inglesa al ciudadano cívico y quejoso. Mi sobrina Clara, hace meses, cometió el “error” de pedirle educadamente a una mujer que bajara un poco el volumen de la atronadora música que obligaba a padecer a los pasajeros de un autobús: le cayó una buena, no sólo por parte de la mujer, sino de otros viajeros igual de bestias. El conductor, por supuesto, se hizo al instante invisible, como se lo hacen asimismo los guardias municipales madrileños ante cualquier altercado del que prevén que pueden salir descalabrados. Todo el mundo se achanta ante el matonismo reinante. Es comprensible en los ciudadanos. No en los policías y guardias, porque se les paga para proteger a los pacíficos y cumplidores de los desmanes de los violentos y coléricos. ¿Cómo es que hay tantos hombres y mujeres hechos y derechos con esas actitudes cenútricas? Me temo que son los coetáneos, ya crecidos, de aquel niño de Forges. Gente a la que nunca, a lo largo de la larga infancia, se le ha llevado la contraria ni se le ha frenado el despotismo. “Hago lo que me da la gana y nadie es quién para pedirme a mí nada, ni que baje el volumen ni que lleve sujeto a mi perro-killer”. Como esa forma de “educar” sigue imperando y aun va a más (hay quienes propugnan que los niños han de ser “plenamente libres” desde el día de su nacimiento), prepárense para un país en el que todas las generaciones estén dominadas por mastuerzos iracundos y abusivos. La verdad, dan pocas ¬ganas de llegar vivo a ese futuro.


YO, POR EL FÚTBOL, MATO 28 de Marzo de 2017 El periódico

Javier Gallego

No me extraña que haya padres que se zurren en un partido de fútbol de sus hijos, como veíamos hace unos días, lo que me extraña es que no se maten. Quién no mataría para que su niño sea el nuevo Messi o CR7. Quién no se partiría la cara para conseguir que juegue en el Madrid o el Barça, o en cualquier club de Primera, si me apuras. Quién no le rompería la boca al que impida que nuestro vástago tenga el dinero, los coches, las casas, las mujeres y la fama de los reyes del deporte rey. Quién no le retorcería el cuello al que se interponga en el camino de nuestro chaval hacia la gloria, los contratos de publicidad, las portadas de prensa, las revistas del corazón y los programas de radio y televisión. Quién no le partiría las piernas a ese niñato que acaba de hacerle una entrada fea a nuestra gallina de los huevos de oro. ¿Tú no morderías, patalearías, escupirías, arañarías e insultarías a quien rompa tu jarra de la lechera? ¿No matarías a quien mate tus sueños? Estos días se ha hecho mucho psicoanálisis sobre esos padres que utilizan a sus hijos para intentar cumplir las fantasías que tenían cuando ellos eran niños y que van al campo a soltar los infiernos que llevan dentro. Pero al margen de que la competición altera los ánimos y es una forma de canalizar la agresividad sobrante, al margen de que la masa contagia la violencia porque reparte y difumina la responsabilidad, ha faltado preguntarse por qué esta violencia, por qué unos adultos pierden la compostura y la cordura y se transforman en bestias para proteger a su camada, qué es tan importante como para liarte a puñetazos para defenderlo. En la pregunta está la respuesta: porque han convertido el fútbol en lo más importante, en lo más de lo más, el tema de conversación y el centro de atención, lo que querría cualquier hijo de vecino, la máxima aspiración de la gente corriente. No es ninguna novedad la importancia del fútbol, pero se ha ido acrecentando en las últimas décadas, hasta ocuparlo todo y colonizar nuestras vidas. Ha invadido el calendario, la agenda y el discurso. El fútbol es la hegemonía. Hay partidos casi cada día de la semana y las emisoras levantan su programación para retransmitirlos en directo; las secciones deportivas de los telediarios y boletines se han terminado convirtiendo en programas independientes que duran tanto o más que el informativo; radio y televisión dedican el mismo tiempo a dar las noticias de nuestro país y del mundo entero que a explicar el entrenamiento de cuatro equipos; los periódicos de más tirada son los deportivos… Y, claro, para llenar todos esos minutos y páginas casi con un único deporte y apenas unos cuantos clubes y jugadores, han tenido que elevar la nimiedad y la banalidad a la categoría de trascendente. La nada se ha convertido en el todo. El fútbol lleva siendo un opio del pueblo -un anestésico como reconoce un famoso locutor deportivo- desde hace mucho tiempo, pero la lógica del mercado nos ha subido la dosis hasta hacernos yonquis. La máquina billonaria en la que se ha convertido gracias a la televisión y los contratos de publicidad lo extienden cada día como un virus que invade nuestro tiempo, pensamiento y ocio. El deporte más democrático, que cualquiera


puede practicar con una pelota de trapo y un descampado, se ha convertido en el deporte más totalitario. Por eso es intocable. La pela manda y los que mandan están detrás del fútbol. Se les perdonan deudas con Hacienda y los aficionados disculpan a los evasores y otros deslices sexuales e ilegales de sus héroes, subidos al Olimpo por las mejores plumas (masculinas) del periodismo, que rara vez afean sus errores. Pero es lógico. De pan y circo ha pasado a ser religión. Nadie quería en Roma que sus hijos fueran gladiadores, pero hoy muchos quieren que los suyos sean futbolistas. Son dioses. Quién no mataría por ser como ellos. Yo, por el fútbol, mato.


MUJERES VÍCTIMAS DE LA GUERRA

La guerra de Troya es, ya se sabe, la guerra casi por antonomasia en el mundo clásico. Existieron otras, pero esta existió y existe porque la cantó Homero. Recordamos, por ejemplo, unos versos de Horacio:

HOR. carm. 4, 9, 13ss. y 25ss.; Non sola comptos arsit adulteri crines et aurum uestibus inlitum mirata regalisque cultus et comites Helene Lacaena. ……………. vixere fortes ante Agamemnona multi; sed omnes illacrimabiles urgentur ignotique longa nocte, carent quia vate sacro. [No ardió de amor, la única, Helena, la espartana, asombrada de la cuidada cabellera del adúltero, del oro impregnado en sus vestidos, de sus regias maneras, y de su cortejo….Vivieron muchos valientes antes de Agamenón; mas todos, ni llorados ni conocidos son oprimidos por la larga noche, por carecer de un sagrado vate]

Ov. ep. 16, 299ss.: sed tibi et hoc suadet rebus, non voce, maritus, neve sui furtis hospitis obstet, abest. non habuit tempus, quo Cresia regna videret aptius—o mira calliditate virum! 'res, et ut Idaei mando tibi,' dixit iturus, 'curam pro nobis hospitis, uxor, agas.' neglegis absentis, testor, mandata mariti; cura tibi non est hospitis ulla tui. [Mas a ti no con palabras, pero sí con sus actos, te induce a esto (a recibir en su lecho a Paris, a no ser casta) tu marido, y para no obstaculizar los hurtos de su huésped, se aleja. ¡No tuvo ocasión más propicia para visitar los reinos de Creta! ¡Oh hombre de admirable perspicacia! Se marchó. Y al punto de marchar dijo: “Mujer, te encargo que cuides, en mi lugar, del huésped del Ida. Estás descuidando, declaro, las órdenes del esposo ausente; no tienes ningún cuidado (amor) de tu huésped].


Ov. ep. 16, 311ss.: Vt te nec mea vox nec te meus incitet ardor, cogimur ipsius commoditate frui: aut erimus stulti, sic ut superemus et ipsum, si tam securum tempus abibit iners. paene suis ad te manibus deducit amantem; utere mandantis simplicitate viri! [Aunque ni mis palabras ni mi pasión te muevan, estamos obligados a gozar de su condescendencia; o seremos tontos, tanto que lo superaremos a él, si dejamos pasar, sin aprovecharnos de ella, una ocasión tan segura. Casi con sus manos conduce hacia ti al amante; aprovéchate de la ingenuidad de un esposo que te confía a mí.]

Ov. ep. 17, 155ss.: Lude, sed occulte! maior, non maxima, nobis est data libertas, quod Menelaus abest. ille quidem procul est, ita re cogente, profectus; magna fuit subitae iustaque causa viae; aut mihi sic visum est. ego, cum dubitaret an iret, 'quam primum,' dixi, 'fac rediturus eas!' omine laetatus dedit oscula, 'resque domusque et tibi sit curae Troicus hospes,' ait. vix tenui risum, quem dum conpescere luctor, nil illi potui dicere praeter 'erit.' (Prosigue tu juego, pero en secreto. Disfruto de una mayor, aunque no total, libertad porque Menelao está ausente. Él, en verdad, marchó lejos, obligándole así las circunstancias. Importante y justo fue el motivo de su repentino viaje, o al menos así me lo pareció. Él, al dudar si debía ir, le dije: “Vete y procura volver cuanto antes”. Feliz con el presagio, me besó y dijo: “Ocúpate de nuestros asuntos, del palacio y del huésped troyano”. Apenas pude contener la risa; mientras me esfuerzo en reprimirla, nada pude decirle, excepto: “Será como dices.)

Ov. epist. 1, 2s. Troia iacet, certe Danais invisa puellis; vix Priamus tanti totaque Troia fuit. [Troya yace en ruinas, aborrecida, sin duda, para las mujeres griegas; no valían tanto Príamo ni Troya entera.]


Ov. ep. 1, 7s.: non ego deserto iacuissem frigida lecto, nec quererer tardos ire relicta dies. [No hubiese yacido yo sin tu calor en un lecho vacío; no me quejaría abandonada de que los días pasen tan despacio.]

Ov. ep. 1, 87ss.: Dulichii Samiique et quos tulit alta Zacynthos, turba ruunt in me luxuriosa proci, inque tua regnant nullis prohibentibus aula; [Pretendientes de Duliquio, de Samos y otros a los que engendró la elevada Zacinto, turba lujuriosa, se lanzan contra mí, y mandan, sin prohibírselo nadie, en tu palacio.]

Ov. ep. 1, 75s.: Haec ego dum stulte metuo, quae vestra libido est, Esse peregrino captus amore potes. (75s.) [Mientras temo neciamente esto, tal es vuestra lascivia, tú puedes estar cautivado por el amor de una extranjera.]

Idem, 97s. y 105ss. Tres sumus inbelles numero, sine viribus uxor Laertesque senex Telemachusque puer. …. sed neque Laertes, ut qui sit inutilis armis, hostibus in mediis regna tenere potest— Telemacho veniet, vivat modo, fortior aetas; nunc erat auxiliis illa tuenda patris— nec mihi sunt vires inimicos pellere tectis. [En total somos tres débiles: sin fuerzas, la esposa; Laertes, anciano, y Telémaco, un niño… Pero ni Laertes, ya que no es idóneo para las armas, puede gobernar el reino en medio de enemigos. Vendrá a Telémaco, que viva solo, una edad más vigorosa; ahora ella debía ser protegida por paternales auxilios. Y yo no tengo fuerzas para arrojar a los enemigos de mi casa]


Ov. ep. 13, 149ss.: dum tamen arma geres diverso miles in orbe, quae referat vultus est mihi cera tuos: illi blanditias, illi tibi debita verba dicimus, amplexus accipit illa meos. crede mihi, plus est, quam quod videatur, imago; adde sonum cerae, Protesilaus erit. hanc specto teneoque sinu pro coniuge vero et tamquam possit verba referre, queror. [Sin embargo, mientras tú como soldado empuñes las armas en una tierra tan distante, tengo yo una imagen de cera que me devuelve tu rostro. A ella le digo mis ternuras, a ella la voz a ti debida; ella recibe mis abrazos. Créeme, esta imagen es más de lo que pueda parecer. Añade la voz a la cara, será Protesilao. Yo la miro y la tengo en mi seno en lugar de mi esposo verdadero, y le dirijo mis quejas como si pudiera contestarme.]

Ov. ep. 8, 3ss.: Pyrrhus Achillides, animosus imagine patris, Inclusam contra iusque piumque tenet. quod potui renui, ne non invita tenerer, cetera femineae non valuere manus. [Pirro, el de Aquiles, soberbio a imagen del padre, me tiene encerrada contra toda ley humana y divina. Rehusé, lo que pude, para no ser poseída contra mi voluntad. Lo demás no lo consiguieron mis manos de mujer.]

Ov. ep. 8, 7ss "quid facis, Aeacidae? non sum sine vindice!" dixi "haec tibi sub domino est, Pyrrhe, puella suo!" surdior ille freto clamantem nomen Orestis traxit inornatis in sua tecta comis. quid gravius capta Lacedaemone serva tulissem, si raperet Graias barbara turba nurus? [“¿Qué haces, Eácida? No estoy sin vengador” dije. “Esta muchacha que crees tuya no carece de dueño. Más sordo que el mar, mientras llamaba yo a gritos a Orestes, me arrastró por la cabellera en desorden bajo su techo. ¿Qué más cruel hubiese yo soportado como esclava, tomada Lacedemonia, si una muchedumbre de bárbaros se hubiese adueñado de las mujeres griegas?]


Ov. ep. 8, 103ss. Pyrrhus habet captam reduce et victore parente; munus et hoc nobis diruta Troia dedit! cum tamen altus equis Titan radiantibus instant, 105 perfruor infelix liberiore malo; nox ubi me thalamis ululantem et acerba gementem condidit in maesto procubuique toro, pro somno lacrimis oculi funguntur obortis quaque licet fugio sicut ab hoste viro. 110 saepe malis stupeo rerumque oblita locique ignara tetigi Scyria membra manu; utque nefas sensi, male corpora tacta relinquo et mihi pollutas credor habere manus. [Pirro me retiene cautiva mientras vuelve vencedor mi padre; este es el regalo que me ha proporcionado la destrucción de Troya. Sin embargo, cuando en lo alto Titán hostiga a los radiantes caballos, gozo, infeliz, de verme librada de mi mal. Cuando la noche me ha encerrado en mi alcoba entre gritos y amargos gemidos, y me ha postrado en mi triste lecho, en vez de gozar del sueño, mis ojos se llenan del brotar de mis lágrimas y, mientras puedo, huyo del esposo como de un enemigo. A menudo en medio de mis desgracias pierdo el sentido y, olvidada de las cosas y del lugar, sin darme cuenta, toco con mi mano los miembros del de Esciros y, cuando he advertido lo nefasto, dejo el cuerpo mal acariciado y creo tener mis manos mancilladas.]

Ov. ep. 3, 45ss. Diruta Marte tuo Lyrnesia moenia vidi— et fueram patriae pars ego magna meae; vidi consortes pariter generisque necisque tres cecidisse, quibus, quae mihi, mater erat; vidi, quantus erat, fusum tellure cruenta pectora iactantem sanguinolenta virum. [Destruidas por tu Marte vi las murallas lirnesias (y había sido yo una parte no pequeña de mi patria); vi caer a mis tres hermanos, consortes por igual de nacimiento y muerte (de los tres era madre la misma que para mí); vi a mi marido, cuán grande era, agitando en la enrojecida tierra su sangrante pecho.]

Ov. ep. 3, 61ss. ibis et—o miseram!—cui me, violente, relinquis? quis mihi desertae mite levamen erit? devorer ante, precor, subito telluris hiatu


aut rutilo missi fulminis igne cremer, quam sine me Pthiis canescant aequora remis, et videam puppes ire relicta tuas! [¿Te irás y a quién, ay de mí, me dejas, iracundo? ¿Quién será el suave alivio de mi soledad? ¡Que me trague, suplico, una súbita fisura de la tierra, o el rojo fuego de un rayo lanzado me queme, antes de que sin mí blanqueen de espuma por los remos ftíos los mares y vea, abandonada, tus naves marchar!]

Ov. ep. 3, 67ss. si tibi iam reditusque placent patriique Penates, non ego sum classi sarcina magna tuae. victorem captiva sequar, non nupta maritum. [Si a ti ya te agrada el regreso y los patrios penates, no soy yo una carga pesada para tu flota; al vencedor, como cautiva, seguiré, no como esposa al marido]

Ov. 3, 137ss.: Respice sollicitam Briseida, fortis Achille, nec miseram lenta ferreus ure mora! aut, si versus amor tuus est in taedia nostri, quam sine te cogis vivere, coge mori! [Vuelve tu mirada a la angustiada Briseida, valiente Aquiles, y no abrases, hombre inhumano, a una desgraciada con tan larga tardanza. O si tu amor ha llegado a cansarse de mí, a la que sin ti obligas a vivir, oblígala a morir.]

Ov. 3, 141ss.: abiit corpusque colorque; sustinet hoc animae spes tamen una tui. qua si destituor, repetam fratresque virumque. [Se ha marchado mi cuerpo y mi color. Sostiene a este solo la esperanza de tu aliento. Si se me aleja de él, buscaré a mis hermanos y a mi esposo.]


Ov. ep. 3, 159 y 153s. A, potius serves nostram, tua munera, vitam! ………… Me modo, sive paras inpellere remige classem, sive manes, domini iure venire iube! [¡Ah, ojalá prefieras preservar mi vida, regalo tuyo! … En cuanto a mí, ya si te dispones a empujar la flota con remero, ya si permaneces, con el derecho del señor, mándame venir.]


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