Nudo Gordiano #3 - [Terror, Mitos y Leyendas]

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[Terror, mitos y leyendas]

ENTREVISTA CON ALEJANDRO CARRILLO Por Isa Serrato p. 41

6 CUENTOS Y POEMAS

TEMA: TERROR, MITOS Y LEYENDAS

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No. 2

Septiembre/Octubre, 2018

NUDO GORDIANO Número 3: Mitos, leyendas y terror

DIRECTORIO Consejo editorial: Adrián Alcántara Solar Eduardo López Albarrán

© Nudo Gordiano, 2018. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral.

Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección: Enrique Ocampo Osorno

Esta revista se edita desde Toluca de Lerdo, México. Contacto: revistanudogordiano@gmail.com

autor@enriqueocampo.com

Difusión: Erasmo W. Neumann

Jefe de Diseño Editorial: Ernesto Sauce

Todos los textos e imágenes publicadas en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores, y no necesariamente representan la postura oficial de Nudo Gordiano.


ÍNDICE

La Espada - Cuentos El horror en casa de los Vázquez, por Neopoeta en Viejo York…………….……………………………………………………… 4 La noche de San Juan, por Ernesto Tancovich. ……………… 8 En el infierno de Dante, por Víctor Andrés Parra Avellaneda…………………………………………………………… 12 Tlacuache, por Iván Sandoval…………………………………… 17

La Lanza - Poemas No hay nada más ordinario que el miedo, por Isa Serrato………………………………………………………35 Devoradoras, por Frank Alfonso………………………………. 37

La Carreta - Entrevista Íntimo: Entrevista a Alejandro Carrillo, por Isa Serrato……………………………………………………………… 41

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El horror en casa de los Vázquez Por: Neopoeta en Viejo York

Neopoeta Mónica en Sánchez Viejo York Escuer

El horror en casa de los Vázquez Por: Neopoeta en Viejo York 2 de abril, 197X Luciana;

Hablo el silencio por miedo a la palabra. Blog: lamiradadelloboestepario.blogspot .com

Las cartas anteriores nunca te llegarán. Acabo de caer en la cuenta de que me equivoqué en el orden de ambas direcciones, así que tampoco creo que puedan devolvérmelas. De todas formas, no hay nada que no pueda contarte en solo una. Aunque pocas, escasas, ninguna noticia hayas recibido de mí, Luciana, a mí sí me llegaron las cartas del asistente Fernández. Cuando vuelvas, porque confío en que volverás, podrías invitarle a visitarnos alguna vez. Pero que nos dé tiempo a hablar a solas a ti y a mí, Luciana. Que podamos mirarnos a los ojos y hablar de toda nuestra sangre…porque era nuestra sangre. Talita sigue yendo por las tardes a casa de mi hermana. No habla conmigo desde entonces. Se parece a las lechuzas que lo vieron todo, las que volaron de un salto al escuchar los primeros disparos. Lo siento, pero no puedo evitar recordarlo. Estoy haciendo lo peor, Luciana, ¿crees que no lo sé? Pero no quiero acabar como tú. Eran nuestros hijos, Luciana. (…)

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(…)Eran tus hijos, y los míos, pero yo no les enseñé nada de eso. ¡Carajo, Luciana! Bien sabes que yo quise que fuesen como nosotros, como lo es Talita, pero ellos… Tú hiciste todo lo mejor que pudiste. Tú, verdaderamente, fuiste quien iba a materializar las ideas de nuestro deseo final. Y lo hiciste, Luciana, lo hiciste. No pienses que he olvidado un solo instante de cómo nos juntamos con tanto cariño, y cómo con al tiempo de tus entrañas iban saliendo ángel tras ángel, esperanza tras esperanza. Ahora la única esperanza que me queda es que te recuperes y vuelvas, Luciana, porque sé que tú conseguirás sacarle alguna palabra a Talita, aunque sea una de desprecio hacia mí. Pero yo no tuve nada que ver, ¿por qué me juzga así esa niña? ¿Qué derecho? ¿Sobre su padre? ¡Si viviese un poco más se daría cuenta de que lo único que de verdad se tiene es la sangre, la familia! Pero quizás nunca llegue a vivir más de ver su propia sangre al despertarse. Tal vez al convertirse en mujer decida pegarse un tiro, como su tío. Yo…yo…, no, no, no, no lo entiendo, Luciana, no lo entiendo. Amo a Talita, porque tú y yo somos Talita, porque tú. Pero ese sentimiento es, es, es algo raro, Luciana. Como si una pantera brotase de repente de mi alma. No lo entiendo, amor, pero me aterra. Me aterra mucho. Quiero que vuelvas y asesines a esa pantera, Luciana. No sabes cuánto lo ansío. Mira el recorte que lleva esta carta. Así lo llaman. Así lo describen. ¿Pero qué casa? ¿Qué maldita casa? Esto que queda son las ruinas de nuestra sangre por la tierra, remezclada con ella, como un fango pisado por todo el que quiera pasar. ¿Qué horror puede haber ya, Luciana? Está en el pasado. Tú lo viste. Yo lo vi en la cara de Horacio, cuando sin pensarlo hice aque

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No me digas que tú no lo viste, Luciana. ¿No pudiste mirar? ¿Después de tanta que viste en su parto? ¿No podías aguantar verla esparcida por todo el suelo? ¿Te repugnaba ver a las mariquitas y escarabajos nadando en una piscina de la sangre de tus hijos, Luciana? ¿De tu propia sangre, esa que viste y verás tanto a lo largo de tu vida? Pero tú no podías hacer nada, ¿verdad, Luciana? Sólo quedarte allí, mirándome con una cara de horror cuando yo decidí actuar. El periódico se equivocaba, Luciana. El horror no estuvo en nuestra casa, el horror estuvo en tus ojos, en tu boca, y más aún en el chillido inútil que emitiste. Pero debías haber sabido que el horror no es algo que haga falta en ese tipo de situaciones, Luciana. El horror es algo que viene después, con las palabras, con las miradas y las malas caras, y los sollozos en los funerales. Debiste haber actuado, Luciana. Así tal vez ahora yo podría mirarte con asco y odio por hacer lo único que podías hacer, y tener el cariño de Talita, y esas estúpidas vacaciones para culear con alguna auxiliar del psiquiá Te pido perdón, Luciana. Yo no he escrito eso. Jamás lo haría. Es esta casa, amor, ella lo ha escrito. Yo lo vi en los ojos de Horacio. Bajando y subiendo. El caballo bajaba y subía la cabeza para beber agua. Lo que hice, ya sé que no servía para nada. ¡Lo sé, Luciana! ¡Sé que todo lo que hago, a tus ojos de puta afrancesada en Europa, es irrelevante, inútil, obsoleto! Y allí que te fuiste, Luciana de los mil amores, a que te quitase el horror de la cara algún médico español. ¿Sabes acaso lo que significa enterrar a tus hijos, Luciana? Porque yo tuve que ayudar a todos, amorcito, a todos. Al de la ambulancia, al policía, al enterrador, ¡y a toda la puta familia que dejaste atrás! Tuve que aguantar cómo me miraban en el velatorio, y cómo torcían la vista al rastro del machete en el cuello de Horacio, y entender cómo verdaderamente les importaban un carajo nuestros hijos; sólo querían recordarme lo fracasado que soy.

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Y a todos los del pueblo, Luciana. Porque no hubo uno al que no le mataran a un hijo, un primo, un hermano, un amigo o un trabajador. Y pensar lo tranquila que Talita estaba ya en su cama desde hacía una hora antes, y cómo tú y yo estábamos listos para darnos el uno al otro… Pero tú, en verdad, Luciana, no querías darte a mí. Siempre pensaste que era un pusilánime, un fracasado, alguien que te había mentido para hacerte hijos y vivir una vida cotidiana y estúpida. Por eso me miraste así, Luciana. Horacio y Roberto nunca te importaron. Por eso dejaste acá a Talita. Por eso me mirasteis todos así. Porque no os importaban los muertos y dañados. No os importaba la vida de mi hija o la mía. Os importaba recordarme que yo en este pueblo no soy nadie, que valgo menos que un perro, que nunca seré aceptado y fracasaré en todo lo que haga. El horror no estaba en la casa de los Vázquez. El horror estaba fuera, en todas las esquinas tras nuestro vallado G.V.

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La noche de San Juan Por: Ernesto Tancovich

Ernesto Tancovich

La noche de San Juan Por: Ernesto Tancovich

Me había vestido para el concierto de Quique Gavilán cuando llegó el tío Cosme. Entonces recordé que era el día de San Juan Ernesto Tancovich (Buenos Aires, 1945): Escribe regularmente desde 2014, por lo tanto autor tardíamente novel y prematuramente póstumo. Entre otras distinciones: Finalista y mención Provincia de Córdoba por El niño stalinista (poemario), dos veces Finalista Universidad de Cali por Las playas del tiempo y otros cuentos. Agradecido a las revistas Pedes in Terra, Marabunta, Papeles de la Mancuspia, Nocturnario, Página Salmón, Monociclo, Cuentos para el andén, Nagari, Extrañas noches, Papenfuss, Boca de Sapo, Monolito, Los heraldos negros, Seattle escribe, La astilla en el ojo, La gran belleza y ahora Nudo Gordiano por la generosa hospitalidad.

-Te esperaba –mentí. -Hay tiempo para un par de mates –dijo-. Tenemos tren a las cinco y diez. Yo no compartía su devoción. Pero debía seguirle la corriente. El tío Cosme nos había asistido después de la muerte de papá, y aún recurríamos a su buena voluntad en momentos de apremio. -¿Estás seguro? –pregunté, por demostrar interés. -A seguro lo llevaron preso –dijo, concediéndose un margen de duda. Caminamos hasta la estación. El sol frío de junio se apagaba, dando paso a la oscuridad y a una brisa insistente.

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-Pensar que fue un choque. Qué broma del destino. Un vulgar accidente de tránsito. No llegó a levantar vuelo. Sacudió la cabeza como para deshacerse de un mal pensamiento. -No puede haber terminado así. Sería indigno de él. Y al pronunciar el pronombre él, ahuecó la voz en una entonación reverencial. Para mí “él” era tan sólo una voz que salía de la radio, cada tanto, a la que no prestaba demasiada atención. También una foto en el espejo de los colectivos y, desde siempre, en el comedor del tío, junto al retrato oval de los abuelos. -Hoy es un día especial –dijo--. Veinticinco años. -Pero el año pasado ya lo oyeron ¿no? -Estuve indagando en el vecindario. No pregunté directamente. Solamente si habían escuchado algo extraño. ---¿Y? ---En Ballester la gente es muy reservada. Muchos alemanes. No les gusta que alguien meta la nariz. Pero a uno le pareció escuchar algo. --La casa ¿averiguaste de quién es? --Lleva abandonada muchos años. Una de esas sucesiones complicadas. Se van muriendo los herederos originales y los nuevos se reproducen como conejos. --¿A vos qué te parece? ¿Es él o el fantasma? --Qué más da. Nosotros ¿qué somos? --No sé. Nunca me lo pregunté.

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--Unos dicen que está desfigurado por el fuego y no quiere mostrarse. Para otros es el fantasma, y vuelve para que no lo olviden. --¿Y vos que decís? --Nada. Yo no digo nada. Puede ser las dos cosas juntas. Él es único. Bajamos en Villa Ballester ya de noche. --Es por allá. Cinco cuadras. La brisa por momentos se encrespaba en ráfagas. Un relámpago lejano iluminó el fondo de la calle. Al rato oímos el trueno. --Viene tormenta –dije--. ¿Aparecerá? --Él está más allá del tiempo –dictaminó. Íbamos encorvados, haciéndole frente al viento. Se detuvo. --Es aquella ¿ves? Uno de aquellos caserones de los principios de siglo, venido muy a menos. Se adivinaban los maderos podridos, las tejas rotas o descolocadas, la herrumbre. Lo que fuera jardín había mutado en malezal salvaje. En el encuentro de las dos aguas, montado sobre dos flechas en cruz, señoreaba un gallo de latón. ---Hay que esperar ---dijo. Nos apretamos contra una pared, los cuellos de los abrigos alzados, tratando de capear el temporal. Intenté en vano prender un cigarrillo. ---¡Allá!, ---.exclamó---. En aquella ventana. Metiéndose por los vidrios rotos el viento movía algo adentro.

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---Pasó rápido ---dijo. Al rato señaló otra ventana, más chica, del piso alto. ---¿Lo ves? Allá está. Pero yo me había distraído observando el gallo de la veleta. Daba perfil al viento, inmóvil. “Está trabada por el óxido”, pensé, “o por la caca de paloma”. Miré, pero no vi nada. ---Ahora se fue ---dijo--. Estate atento. ¿Oís? El bramido del viento que ya traía los primeros ramalazos de agua no dejaba oír otra cosa. ---Canta ¿Oís? ---susurró—Yo adivino el parpadeo… ¿Oís? --Oigo ---mentí. El tío Cosme había dedicado un año entero a ese momento. No iba a ser yo quien se lo estropeara. Tanto había hecho por nosotros después de aquella desgracia. Y lo que seguía haciendo. Estaba obligado a seguirle la corriente. ---Lástima que no trajimos un grabador ---dije. ---El año que viene vamos a venir mejor preparados --dijo *****

(A propósito de una leyenda urbana acerca de Carlos Gardel)

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En el infierno de Dante Por: Víctor Andrés Parra Avellaneda

Víctor Andrés Parra Avellaneda Tepic, Nayarit, 1998. Estudiante de 3er semestre de la licenciatura en Biología en el Centro Universitario de Ciencias Biológicas y Agropecuarias (CUCBA) de la Universidad de Guadalajara (U de G). En 2018 publica en el no. 6 y 8 de la revista literaria La Sirena Varada,en el no.4 de la revista Awen, en el no. 3 de la revista Ibídem, en el no. 6 de la revista Kaleido, en el no. 4 revista literaria Luna, en el no. 7 de la revista literaria Prosa y en el no. 3 de la revista Nudo Gordiano. Redes sociales: Megustaescribir.com: http:// megustaescribir.com/autor/ 30761/victor-andres-parraavellaneda

En el infierno de Dante Por: Víctor Andrés Parra Avellaneda Bajo cada escalón, cada peldaño mis pies arriban y dejan atrás mío. Cada vez a mayor profundidad me acerco a la puerta que da paso al infierno. Siento como el aire se vuelve más pesado, más denso, más insoportable y lleno de ese olor que tanto lo caracteriza, esa nauseabunda mezcla de azufre y vapor de orines. Percibo como el mundo que dejé se diluye transitoriamente entre aquel día ciego y sometido por una noche eterna. El conducto que me dirige al infierno se estrecha, empequeñece y mi cuerpo es gradualmente comprimido conforme avanzo, pero tengo que seguir avanzando, es irremediable que lo haga, es mi condena. No existe ya la luz ni corrientes de aire, no existe ya el sonido ni las vertientes de lluvia; no existe nada ya, solo la más pura indeterminación y desasosiego. Llega el momento en el que no siento mi cuerpo, olvido que dentro de mi cráneo existe un cerebro, que entre mis costillas se encuentran dos pulmones, que al costado de mi estómago hay un hígado, que sobre mis huesos hay carne y piel; olvido que porto un cuerpo y que este consigo trae un alma o una conciencia. Simplemente la autorreferencia de existir se esfuma súbitamente; todo ello se olvida, pues mi cuerpo y alma se fusionan, diluyéndose entre la densa oscuridad, donde se pierden sin retorno.

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He llegado al infierno, firme lo palpo y siento; ando un poco entre la frialdad de la atmósfera y bajo el firmamento marchito que no porta ni luna ni estrellas. Ruinas observo, iluminadas por fogatas de procedencia desconocida y entre un matorral de hierbas malas yace un cercenado. Sombras de seres con apariencia humana, pero ausentes de alma deambulan y se escabullen por entre las zonas que la luz ilumina; se arrastran por el suelo, suben por las paredes y los techos, manifestándose en un siniestro espectáculo de alternancia de sombras danzantes silenciosas. Sigo recorriendo el lugar, hasta encontrarme esta vez con una quimera compuesta de 6 cuerpos de mujeres sin piel, con la carne viva a la intemperie. Miran inexpresivas a través de sus ausentes doce ojos lubricados por una gotera de oscuridad sanguínea. Mi avanzar continua entre la arquitectura del averno, calles podridas e inundadas de agua podrida que emana continuamente nubes de diminutos demonios alados que buscan succionar la sangre; edificios sin piel y neblina abundante. Volteo, sintiendo una presencia, sin embargo, no es una presencia sino más de veinte que se divisan como sombras a lo lejos. Me siguen, no paran, no reparan en cambiar de rumbo, solo profesan el acosar mi andar. Yo, solamente avanzo sin más, avanzo por sobre el suelo cubierto de cenizas ardientes y que expele un olor fuerte a azufre. Paso frente a una muralla de cruces erosionadas por el olvido. Junto a estas se escuchan jadeos, chillidos y gritos de un insoportable sufrimiento, todo ello clamado por un inmenso coro de miles de voces que poco a poco son ahogadas en el silencio.

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Sigo mi andar y cruzo un lago rojo donde salen flotando extremidades que se retuercen, como queriendo salir de esa prisión líquida; algunos ojos afloran a la superficie, flotan y me miran, me siguen como un puñado de peces deseosos de alimentarse de su presa. Mi éxodo no tiene fin, cruzo y supero cientos de escombros, cruzo el desierto cubierto de más ojos, más grandes que los del charco rojo y que permanecen inmóviles mirando a la nada. No se mueven, pero puedo percibir como me miran, como con su presencia tan pesada penetran cada pedazo de mis fibras musculares y como una radiografía logra examinar cada ínfimo rincón de mi organismo. No hay que esconder nada ya, estoy diluyéndome entre esas miradas ionizantes mientras me aborda una ligera lluvia de cenizas que cubre mi piel y la tiñe de un absoluto gris. No hay luz, solo su ausencia. Veo en la lejanía una especie de edificio con ventanas rotas, paredes roídas por la acidez del ambiente y puertas de un metal tristemente oxidado por el azufre. Mi llegada al infierno no me permite pensar claramente porque me dirijo a dicho inmueble de manera mecánica, casi automática, como si una fuerza extraña y extracorpórea me indujera a ello. El magnetismo entre el edificio y yo es intenso y no puedo resistir obedecerlo, soy su presa y estoy a merced de lo que desee. Llego ante el lugar en procedo de hundimiento, recordándome a cualquier barco del mar Aral. Mi mano instintivamente toca la puerta de metal descarapelado. Se oye por detrás de esta una estridente serie de chirridos que resuenan con incesantes ecos que hacen crujir todo el panorama observable. La puerta se abre pesadamente, como queriéndose caer y romper la corteza terrestre; tras de ella una figura humana me recibe. (…)

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(…) Piel gris, ropa gris y una cara gris sin expresión alguna acompañada de largos cabellos igualmente marchitos; sus ojos parecen apagados, no parecen de algo vivo, sino de algo inerte, como un objeto. Así siento su presencia, como la de un objeto en forma de persona. Me conduce esta entidad humanoide al interior de recinto, donde rápidamente me encuentro con una gran congregación de cientos de seres iguales como el que acabo de describir. Estaban todos sentados en escritorios, hacían algo con las manos, armaban algo. El ser que me atendió me dirigió a uno de estos escritorios donde me hizo sentarme y armar mecánicamente un artefacto que ya no recuerdo de que tipo era. Miraba a los demás entes sin emitir sonido alguno, lo mismo me pasaba. Miraba a los demás entes sin manifestar expresión facial alguna, lo mismo me pasaba. La eternidad fue el cronómetro que determinó la duración de esta jordana. La eternidad, sí, la mismísima eternidad regía los ciclos perpetuos de este armar y armar cosas sin fin. En un determinado momento de esa eternidad mi psique me hizo saber que me encontraba en el limbo. No estaba ni en la Tierra ni en el infierno, no estaba en ningún lugar, nada me podía hacer nada, las sombras no entraban como tampoco podían escucharse. Aquel sitio era, como dije antes, similar a uno de esos barcos oxidados en medios de un desierto inhóspito. No advertí cuando dejé de estar en el limbo y me encontré nuevamente en el infierno, deambulando en mi forma de alma en pena el camino a mi eterno retorno cíclico engañoso. Sin luz era nuevamente mi trayecto.

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Encontré, después de una caminata inmensurable, la puerta que me trajo al infierno. La abrí y ascendí nuevamente por las escaleras. Mis pies subieron los componentes de aquella estructura ascendente hasta que aparecí en el cuarto de una casa. Era pequeño, con pocos muebles, con una ventana por donde lo único que entraba era oscuridad y un baño al que accedí. Vi los azulejos que lo cubrían y un espejo. Debí de gritar, pero no pude hacerlo, todos los músculos de mi garganta y mi boca estaban congelados, como rígidos; no pude expresar ningún tipo de sorpresa, más que en mi interior. Todo esto lo sabía al mirar sobre la superficie del espejo una figura humana pálida de largos cabellos, pálida, gris e inexpresiva que me observaba fijamente. Volteé y para mi sorpresa no había nadie. Regresé mi vista y encontré a la figura nuevamente en la superficie del espejo. Era claro, ese era mi reflejo. Me resigné no por ello, sino por saber que al siguiente día esta mujer que vi sobre la superficie reflejante tendría que descender y cruzar nuevamente la oscuridad de las calles de Ciudad Juárez para llegar a su trabajo. Antes de morir, mi padre solía decir que esta urbe era el infierno

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Tlacuache Por: Iván Sandoval

Iván Sandoval

Iván Sandoval es un escritor mexicano. Egresado de la Licenciatura en Arte y Animación Digital, ha escrito ficción y noficción, así como guiones para una experiencia de realidad virtual y un cortometraje. Asistió a un taller de Escritura Creativa en la Universidad de las Artes de Berlín, habla inglés y español, y cuenta con un nivel intermedio de alemán y francés. Sus intereses incluyen: arte, historia, viajes, diversidad y cultura pop. Sus géneros favoritos son el horror y la aventura, ama la fantasía y las historias de superhéroes, además de poseer un gusto por el análisis y la interpretación cinematográfica. A menudo comparte piezas de opinión en su página de Medium: https://medium.com/ @ivansandovalq36

Tlacuache Por: Iván Sandoval El frío aire de la noche me abofetea la cara tan pronto bajo del destartalado autobús. El suelo se siente casi hostil en su irregularidad, indicándome que ya estoy cerca de casa. En esta parte de la ciudad hay banquetas tan escasas o destrozadas que cualquier paso en falso te lleva al piso, y mis pies dentro de los rígidos zapatos de vestir aún no se acostumbran a las caminatas diarias. Curioso, dado que yo caminaba 7 kilómetros diarios durante mis años universitarios, pero ahora estoy tan acostumbrado a andar en auto que la caminata de 20 minutos desde la parada del autobús me deja cansado y sin aliento. El camión se aleja con el típico estruendo de la maquinaria descuidada, y veo las luces desaparecer en la oscuridad unas calles después. Por algún motivo me vienen a la mente todos los comentarios de mis padres y amigos. “¿Cómo puedes caminar tan tarde por ahí?” “Está bien solo” “¿No te da miedo?”. Quienes preguntan ese tipo de cosas evidentemente no se dan cuenta de que con la fuerza de la costumbre, cualquier evento se vuelve rutinario y pierde todo su misticismo. Andar por estas calles durante alrededor de 5 años las vuelve un entorno familiar, y a veces hasta bienvenido.

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Comienzo a caminar en dirección a mi casa, molesto por el hecho de que mis audífonos hubieran decidido descomponerse al mismo tiempo que mi auto, así que aparte de verme obligado a andar a pie, también debo hacerlo en silencio. En cualquier momento algún ridículo pasará con los vidrios del carro abajo, tocando reggaetón o banda a todo volumen, o tendré que escuchar los mensajes grabados del vendedor de esquites, o pasará “El panadero con el pan”. Pero nada de eso sucede, la calle está vacía excepto por mí. Bajo de la banqueta para atravesar la calle, y pienso en lo agradecido que estoy de que ya haya terminado la temporada de lluvias. El sistema de alcantarillado de los alrededores de mi casa es tan ineficiente que entre Mayo y Septiembre las calles se inundan con fuentes de agua que brotan desde casi todas las coladeras. Con una lluvia intensa, el drenaje se desborda en unos cuantos minutos y las aguas negras cubren hasta los tobillos. Cuando estudiaba en la Universidad, ese era mi problema diario. Ahora, trabajando y con auto, ya no es algo que me afecte en gran medida. Siento una punzada de coraje al pensar en que tengo que esperar al lunes para que el auto salga del taller. La pesada laptop, que normalmente estaría cómoda y segura en la cajuela, hace que la mochila que traigo al hombro sea una molestia más. Unas calles más adelante, puedo ver una figura que parece deambular sin rumbo por la banqueta. Da vueltas, parece mirar hacia abajo, regresa al punto de inicio. Un pequeño susurro de miedo se manifiesta en mi mente, pero rápidamente lo hago a un lado. Este barrio no es particularmente peligroso, nunca he sido víctima de un asalto, ni he escuchado de nadie que lo haya sido. El ocasional robo a una casa particular es lo más que se escucha por estos rumbos. Por eso camino con paso seguro, sin prisas. La figura de enfrente es seguramente un borracho, está justo enfrente de la distribuidora de Modelo.

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Un zumbido agudo me sobresalta. En mi bolsillo, la vibración de mi teléfono me da ese toque de ansiedad y adrenalina que siempre experimento al recibir una llamada de teléfono. ¿Soy raro por sentirme incómodo ante una llamada? Contesto. “¿Joel?” dice una voz familiar del otro lado. Mi jefe. Mi corazón nuevamente da un salto, esperando una reprimenda, mientras que mi ánimo se va al suelo, deseando con todo mi ser que no sea una petición de regresar a la oficina. No lo es. El jefe solo quiere encontrar unos archivos. “Claro, están en el escritorio de la máquina 3” respondo con rapidez. Hay que quedar bien, eso solo se logra sabiendo lo que los demás no, y estando disponible cuando los demás no, dentro de lo razonable por supuesto. El jefe me da las gracias y me cuelga. Suspiro con alivio. Agradezco la oportunidad del trabajo, me esfuerzo y lo disfruto, pero no estoy dispuesto a regresar en viernes a las nueve de la noche, ni a llegar en sábado. Guardo mi teléfono en mi bolsillo, y hago una nota mental de cambiar el ridículo tono de llamada. Varias veces me he visto avergonzado al sonar el tema de la película Whiplash en mala calidad y a todo volumen cuando recibo una llamada. Justo al guardarlo, me doy cuenta de que acabo de pasar al ciudadano errático que vi unos minutos atrás. Le doy una mirada breve, solo para asegurarme de que no me mire por más tiempo del necesario, y para juzgar si representa una amenaza. Nunca me han asaltado, pero no pienso bajar la guardia estúpidamente por eso.

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Es un sujeto promedio, moreno como yo, poco agraciado, cubriéndose del frío con una sudadera negra y una gorra. Las manos dentro de los bolsillos me provocan una extraña inquietud, y sus pantalones gastados me indican que su atuendo no ha sido renovado en un buen tiempo. No le doy mayor importancia y me alejo, dejándolo atrás. A diferencia de algunos miembros de mi familia, no suelo juzgar a la gente por su apariencia, pero de igual manera siento una particular inquietud al pensar en que la mirada del tipo se mantuvo en mí por uno o dos segundos más de lo necesario. Continúo mi camino, agradecido por la cantidad de luz que provee una farmacia cercana. Considero brevemente entrar por un refresco, pero preferiría no detenerme. Hay una cierta inquietud en mi cabeza y no alcanzo a distinguir la razón. Doy un par de pasos más largos para alejarme de la tentación, y el cambio de velocidad me permite percibir un sonido detrás de mí. Pasos que seguían mi ritmo original de caminar, acercándose. Para no despertar sospechas, lanzo una mirada sobre mi hombro y por el rabillo del ojo distingo una figura a unos cuantos metros de distancia, dirigiéndose hacia mí. Sin necesidad de confirmarlo, mi mente me dice que es el sujeto al que pasé un poco antes. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Por primera vez me doy cuenta de lo realmente oscura que está la calle cuando uno se aleja de la farmacia. Los faros de luz están demasiado lejos uno de otro, y la débil luz incandescente a duras penas llega a cubrir la distancia entre ellos. Las sombras son largas y profundas, una oscuridad que ahora me parece amenazante. Siempre hay una primera vez para todo, tal vez ésta será la ocasión en que me asalten.

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Meto la mano en mi bolsillo como reflejo para sentir mi celular, y justo mientras considero la posibilidad de usar mis llaves como arma de defensa, choco de lleno con una figura escondida en la oscuridad. Escucho el golpe de un bulto cayendo, y el agudo estruendo de metales y plásticos desperdigándose por el pavimento.Tropezando por el impacto casi caigo hacia atrás, pero logro retener mi balance. Sorprendido, me encuentro de frente con un hombre mayor.. Sus ropas viejas y un distintivo olor a orina y suciedad, junto con el desorden alrededor de su costal abierto, lo delata como un pepenador, un vagabundo que se dedica a la recopilación de distintos materiales para cambiarlos o venderlos. Normalmente este tipo de personas, las cuales no faltan en las cercanías, usan un carrito de supermercado para transportar su carga, pero este hombre parece ser de la vieja guardia, pues carga un enorme costal marrón, tan sucio como el mismo vagabundo. Mi ansiedad se convierte en enojo ante este obstáculo que me hace perder el tiempo, sobre todo cuando estoy siendo perseguido. “Disculpe pero, ¡quítese del paso!” digo con una voz tan cargada de rabia que incluso me sorprende a mí mismo. El hombre no contesta, y trato de verlo a los ojos, pero su larga gabardina con capucha oscurece su rostro de tal forma que solo veo un par de destellos donde sus ojos deberían estar. Deja escapar un suspiro entre dientes, e inclina la cabeza ligeramente, como un perro curioso. No le presto un segundo más de atención y paso de largo. Alcanzo a ver cómo se agacha para recoger las varias botellas, latas, corcholatas y otras curiosidades, y volver a meterlas en su costal. Siento una punzada de culpa ante la situación del hombre, y el papel que jugué en su desgracia del día, pero rápidamente la hago a un lado para concentrarme en alejarme de mi perseguidor.

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Esquivo un poste, esta vez atento a mi camino, y me sobresalta una vez más el tono de llamada de mi teléfono. Con movimientos torpes, y poniéndome el otro tirante de la mochila al mismo tiempo, saco el celular de mi bolsillo. Es mi madre, debo contestar. “¿Bueno?” Mi voz no se escucha tan agitada como debería de estar. “Hola hijo,¿ya estás en tu casa?” dice mi madre con toda tranquilidad. Su tono de voz inmediatamente me pone de mal humor. Típico de mi madre no estar al pendiente de lo que el otro está pasando, solo quiere calmar sus propios nervios sobre mi llegada. “No, Ma, aún no” contesto con voz seca, mientras echo otra mirada hacia atrás. El tipo sigue detrás de mí, y parece estar caminando cada vez más rápdido. “Bueno, hijo, pero no seas grosero. Solo quería saber si vas a estar aquí mañana para el cumpleaños de tu abuelo”. Por poco me detengo de golpe. ¡El cumpleaños de mi abuelo! Lo había olvidado por completo. Hice planes, tendría que cambiarlos... Sé que es mi culpa, pero no puedo cambiar la cita de mañana, además no podría regresar el lunes a tiempo para recoger mi coche antes de llegar a trabajar, tendría que irme directo de la terminal... “Ay, Ma, no creo poder. Tengo algo que hacer...” comienzo a decir mientras escucho un suspiro del otro lado de la línea. Mi madre esperaba esta respuesta. Esto me hace enojar todavía más. Estoy enojado con ella, con mi auto, con el idiota que viene detrás de mí, con el mundo, con todo. “Hijo, es importante que vengas, tu abuelo siempre nos dice cuánto quiere verte...” dice ella en ese tono de voz que tanto desprecio, el que usa para hacerme sentir culpable. Siempre funciona.

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“Yo sé, Ma. Mira, ahorita no puedo hablar. Hablamos cuando llegue a casa.” Cuelgo sin esperar su respuesta, y guardo el teléfono en mi bolsillo de nuevo. Comienzo un leve trote, y escucho que quien sea que está detrás de mí hace lo mismo. Ya no me cabe la menor duda de que estoy a punto de ser asaltado, así que mi cuerpo empieza a producir aún más adrenalina mientras mi mente rápidamente hace una cotización de cuánto me costará reemplazar todos los objetos valiosos que traigo en mi mochila. También podría enfrentar al ladrón. Nunca he estado en una pelea, pero debo saber defenderme. Antes iba al gimnasio, seguramente algo quedaba de esos músculos, ¿no? La voz de mi padre suena en mi oído: “Si te asaltan, tú dales todo. No pongas resistencia.” Pero eso no es algo que yo pueda hacer. Mis cosas valen mucho, y no solo en dinero, como para permitir que se las lleven así como así. Además… “¡Joel!” La mención de mi nombre detrás de mí me detiene en seco. La voz tuvo que ser de mi perseguidor. ¿Acaso era algún conocido que yo había ignorado? Volteo con lentitud mientras él se detiene a pocos pasos de mí. Intento ver su rostro, pero su sudadera me impide ver con claridad su rostro. Obedezco mi impulso, y pongo mi mochila frente a mí, abrazándola, en caso de que me la quiera arrebatar. Trago saliva, y pregunto: “¿Te conozco?” En ese momento el extraño echa su cabeza hacia atrás, y deja ver una amigable sonrisa en un rostro algo tosco, pero con expresión relajada. “No, para nada. Es que traes puesto tu gafete.” mientras suelta una ligera risa.

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Como tonto, volteo lentamente hacia mi pecho. En efecto, mi gafete del trabajo anuncia mi nombre como un anuncio de neón. No sé si reír, llorar o golpearme a mí mismo por descuidado. En una de esas se me queda atorado el gafete en el autobús, lo pierdo y pago su reposición. La sonrisa de vergüenza y alivio baja mi guardia ligeramente. El extraño aprovecha para mostrarme un pedazo de papel que tiene en la mano. “Perdón por asustarte, amigo. ¿Sabes dónde es ésta dirección?” En el papel leo un número y una calle cercanos. Le explico que está ligeramente mal encaminado, pero que con caminar unas cuantas calles en la dirección opuesta encontraría lo que buscaba. “Muchas gracias, amigo” dice el extraño, sin perder la sonrisa. “Que tengas buena noche, y ¡aguas! porque he escuchado que por aquí asaltan”. Sin más, se da la vuelta y se aleja trotando. Me quedo parado un momento, reflexionando en lo absurda que resulta ahora la noción de ser asaltado. Mi miedo anterior ahora se siente como vulgar paranoia, y mi cuerpo lentamente sale del estado de alerta. Recuerdo lo cansado que estoy, y noto que aún no estoy ni a medio camino de mi destino. Antes de comenzar a caminar de nuevo, guardo mi gafete en la mochila. Con la baja de adrenalina, mi mente se pone a divagar una vez más. Pienso en los pendientes del trabajo, en las cosas que me gustaría hacer en cuanto llegue a casa, en las series que no he visto, en mi auto, en mi abuelo, en qué pretexto será suficiente para aplacar a mi madre y su insistencia, y en media docena de cosas más. Un escalofrío recorre mi piel, y me doy cuenta de que, a pesar de que no he caminado por demasiado tiempo, la temperatura bajó considerablemente desde que bajé del autobús.

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Mis pies se quejan dentro de los apretados zapatos de vestir, y cada paso se siente más pesado que el anterior. Una incomodidad inexplicable se abre camino en mi espalda, mientras que mi pecho sube y baja con irregularidad. Respirar me cuesta un poco de trabajo. ¿Acaso tan pronto estoy cansado? Esto sería una vergüenza para mi Yo universitario, que iba al gimnasio dos horas al día. Mis recuerdos son interrumpidos por la vibración de mi teléfono. Lo saco de mi bolsillo, la luz de la pantalla me deslumbra en la oscura calle. En la pantalla veo el nombre de mi madre una vez más, y volteo a mi alrededor para ver si hay alguien que pueda presenciar los gritos que seguramente están a punto de suceder. Algo no anda bien, pero no logro identificar qué. El sentimiento de incomodidad y ansiedad llega más fuerte que nunca, me siento aún más paranoico que apenas unos minutos atrás, solo que esta vez, al voltear hacia atrás, no hay nadie persiguiéndome. Aminoro la marcha para caminar con precaución, pues prácticamente no hay iluminación en esta parte de la calle. De pronto, me doy cuenta de dos cosas. La primera es que el faro bajo el que voy pasando estaba prendido hace apenas unos minutos. La segunda es que el timbre de mi teléfono no es el mismo de siempre. La canción de Whiplash ha sido sustituida por una melodía que me parece familiar, pero que no logro ubicar. Contesto el teléfono, solo para escuchar estática, con una voz tratando de sobresalir entre el ruido blanco. “¿Bueno?” repito una y otra vez, sin lograr comprender lo que mi madre está tratando de decir. Me detengo para colgar el teléfono, y doy un breve vistazo hacia el frente. Una calle más adelante, una figura solitaria se encuentra bajo la luz de un poste. Solo puedo distinguir la sombra, acompañada de un bulto más pequeño a su lado. Entrecierro los ojos para tratar de aclarar mi vista, cuando mi teléfono vuelve a vibrar en mi mano. Bajo la mirada mientras escucho de nuevo esa extraña melodía que me es tan familiar.

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¿Dónde la he escuchado antes? Antes de que pueda contestar, la llamada se corta sola, y la música se detiene. Subo la mirada hacia la figura de la calle siguiente, solo para encontrarme con la calle completamente vacía. No hay rastro de alguien en ninguna parte. La ligera incomodidad ahora se convierte en alarma. Algo está mal. Me muevo para guardar el teléfono, pero tras pensarlo dos veces abro Whatsapp para enviar una nota de voz a mi hermana. “Hola. Oye, dile a mi mamá que voy a apagar el cel, está fallando. Dile que les marco cuando llegue a mi casa.” digo con una voz mucho más calmada de lo que en realidad me siento, apago el teléfono, y lo guardo. Mi mente corre a mil por hora. El tipo que me preguntó por la dirección ¿será que esa es su técnica para asaltar? Me di cuenta de que me estaba siguiendo, tal vez su siguiente movimiento sería asegurarse de que yo no sospechara, esperar a que llegara a un lugar aún más oscuro y asaltarme en ese momento. Mi mente me dice que esto es absurdo, el tipo se fue corriendo en la dirección opuesta, para aparecer en la calle siguiente tendría que haber pasado al lado de mí, no había otra opción. No, se quien sea que haya estado enfrente de mí, si es que en efecto había alguien y no eran mis ojos jugándome trucos, tuvo que ser alguien distinto. Me aseguro que mi teléfono y mi cartera estén bien guardados, agarro los dos tirantes de mi mochila con mayor fuerza de la necesaria, y retomo el camino con más rapidez que nunca. En poco tiempo me encuentro justo debajo del poste de luz debajo del que vi a la figura, y rápidamente volteo a mi alrededor para asegurarme que no haya nadie escondido en las sombras. En efecto, la calle está tan vacía como siempre.

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Me quedo helado de repente. Ahora sé qué es lo que anda mal: la calle está vacía. Literalmente vacía. No he visto a una sola persona desde el extraño perdido, no ha pasado ni un solo auto desde que pasé la farmacia, no he visto a los perros callejeros que suelen deambular a estas horas, no escucho gatos persiguiendo ratones, no hay grillos, ni siquiera el lejano murmullo de las calles más concurridas. En un vecindario como éste, siempre hay alguien viendo televisión, pero las luces de todas las casas están apagadas. Hasta mis pasos parecen ser completamente silenciosos. En ese momento, escucho un sonido. Pasos irregulares a lo lejos, seguido del susurro de la tela contra el duro pavimento. Volteo hacia la calle anterior, y veo a la misma figura extraña que noté antes, dirigiéndose lentamente hacia mí. Solo que esta vez lo reconozco con claridad: es el vagabundo con el que choqué, arrastrando su enorme costal. Al que le tiré todas sus cosas, al que le grité. Seguramente me ha estado siguiendo todo este tiempo para desquitarse. Aún con la ansiedad de sentirme perseguido, me permito un suspiro de alivio. Es solamente un viejo loco enojado con un absurdo costal, no un verdadero peligro. La claridad de conocer la amenaza me da un momento de tranquilidad, y retomo mi camino para alejarme del tipo. En el momento en el que le doy la espalda, puedo sentir su aliento podrido en mi nuca. Volteo, y el hombre no está directamente detrás de mí, pero sí se encuentra a una distancia imposiblemente menor de mí que hace apenas unos instantes. No hay manera de que haya recorrido una calle entera en los dos segundos en los que no lo veía. Mi ansiedad regresa, y trotar parece una mejor idea que caminar rápido.

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Cierro los puños sobre los tirates de mi mochila para mantenerla en su lugar y, justo al voltearme, vuelvo a sentir el calor de la respiración del hombre en mi espalda, como si estuviera a centímetros de mí. No volteo, continúo mi camino. Aprieto el paso, comienzo a perder el aliento. El pánico se apodera de mí, tanteo mis bolsillos para asegurarme de que mis llaves y teléfono siguen en su lugar, mi mente trabaja a mil por hora para determinar cualquier vía de escape posible, mi respiración se agita cada vez más, tropiezo sin perder el equilibrio… y de repente me detengo. ¿Qué estoy haciendo? ¿Huyendo de un hombre mayor sin hogar? Sí, puede que sea peligroso, pero yo sigo contando con mi fuerza. Puedo defenderme, cuidarme a mí mismo. Huir de alguien así, que obviamente tiene algún conflicto conmigo, es absurdo. ¿Y si me sigue a casa y la vandaliza? No puedo permitir eso. Incluso puedo evitar una pelea, probablemente solo quiera una compensación por alguna pieza de basura que perdió durante nuestro primer encuentro. Me volteo para encararlo. “Bueno, ya estuvo ¿no?” digo con una seguridad mayor a la que en realidad siento. Planto mis pies con firmeza, y enderezo mi postura. Consigo convertir gran parte de mi temor en enojo, preparándome para pelear si es necesario. Hago lo posible por mostrar todo esto en una expresión tosca. Al hombre no parece importarle, pues camina hasta llegar frente a mí, y se detiene. Pasan unos segundos que se sienten como horas, mientras espero que hable para reclamarme, para gritarme, para decirme alguna incoherencia como suelen hacer las personas en su situación, lo que sea. Pero no dice nada, solo se para frente a mí. La oscuridad de la calle no me permite ver su rostro, pero puedo distinguir un brillo particularmente perturbador en donde están sus ojos. Su capucha sigue ocultando absolutamente todas las facciones de su rostro, así que rápidamente doy un vistazo a su vestimenta. (…)

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(…)Es lo que uno esperaría: pantalones inmensos y rasgados, botas de trabajo destrozadas, una larga gabardina tan sucia que no se puede distinguir su color original y, por supuesto, el enorme costal de tela que sostiene con una sola mano. Parece infinitamente pesado, y no puedo evitar estar un poco impresionado con el hecho de que no lo haya puesto en el piso. Por un breve instante, mis ojos me juegan un truco y me hacen creer que la superficie del costal se mueve, como si hubiera algo dentro. Con cada segundo de silencio siento cómo mi confianza se va desmoronando, y antes de que mis rodillas comiencen a temblar, pregunto con voz tembolorosa pero agresiva: “¿Se le ofrece algo?” El hombre no responde. Su respiración vuelve a golpearme el rostro, y ii incomodidad se vuelve a convertir en rabia. Repito mi pregunta, casi gritando. “¡Ya déjame en paz!” Casi en automático, doy un paso hacia adelante, para ver si logro hacerlo retroceder. Nada. No tengo tiempo para esto. “Viejo loco.” digo entre dientes, y me doy la vuelta. En ese momento siento la mano del hombre cerrarse alrededor de mi brazo, y mi enojo se desborda. “¡No me toques!” grito, dando la vuelta y empujando con todas mis fuerzas. Espero resistencia, espero fuerza, un forcejeo aunque sea. En su lugar solamente siento el impacto de mis manos contra su pecho, y el hombre cae al suelo. No se levanta. Como un muñeco de trapo, se queda en la misma posición incómoda en la que cayó. Hasta el sonido de su ronca respiración se detiene. La rabia se disipa en un segundo, y deja lugar únicamente para la preocupación y la culpa. ¿Le habré hecho daño? Prácticamente no puso fuerza contra el empujón. ¿Y si estaba enfermo? Yo no soy un tipo agresivo, no sé qué me sucede. Me quedo congelado, sin saber qué hacer. ¿Lo ayudo a levantarse? ¿Y si es un truco, y me ataca? Siento las paredes de las casas a mi alrededor cerrándose como una jaula.

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Mi teléfono suena una vez más. Mi teléfono. Suena. El teléfono que apagué hace unos minutos está sonando con más fuerza que nunca. Mi instinto es sacarlo y contestar, pero me paralizo al darme cuenta de que sigue tocando la canción equivocada. Solo que esta vez, la reconozco al instante. Es una canción que me aterrorizaba cuando era niño, y que me da escalofríos cada vez que la escucho aún siendo adulto. Es El Ropavejero. La calle cobra vida a mi alrededor. ¡Botellas que vendan! El estéreo de los autos estacionados a mi lado se enciende de golpe, haciendo un eco distorsionado de la canción que sale de mi celular. ¡Zapatos usados! Dejo de sentir que los edificios se alargan, puedo verlo claramente, mientras las luces de las ventanas se encienden. Sombreros estropeados… La música sale de todos lados, y de ninguno. ...pantalones remendados. Me siento rodeado, atrapado, y entonces me doy cuenta que el hombre comienza a moverse. Paralizado de miedo, solo puedo observar mientras el vagabundo mueve sus piernas en un ángulo imposible, y sin ningún impulso su torso se levanta como el de una marioneta siendo jalada por un hilo invisible. Escucho un murmullo rasposo salir desde su garganta.

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Está cantando. Chamacos malcriados... Despierto de mi paralítico ensueño y me doy la vuelta para huir. Esta vez, siento cada instante hasta que siento el par de manos cerrarse sobre mi espalda. No, no mi espalda. Mi mochila. Lanzo un grito, y me libero de los tirantes. Volteo para forcejear, pero el vagabundo ya la tiene. Voltea hacia su costal descartado, luego hacia mí, y luego hacia mi mochila. ...miedosos que vendan. El hombre abre mi mochila con lentitud. No puedo moverme. La canción se distorsiona, las notas ligeras y alegres se vuelven oscuras y perversas. La voz del vagabundo parece estar dentro de mi cabeza. Y niños que acostumbren dar chillidos y gritar. Le da la vuelta a mi mochila, y todo el contenido golpea el suelo con un sonido seco. Veo mi laptop partirse en dos. El hombre descarta la mochila como un despojo más, y me mira directamente. Esta vez, puedo ver una macabra sonrisa brillar junto con sus espectrales ojos. Cambio, vendo y compro por igual. Salgo del trance, y salgo corriendo mientras la música perfora mis oídos. No miro atrás. No descanso, no aminoro el paso hasta que me encuentro frente a la puerta de mi casa. Corrí 4 cuadras en lo que parecieron segundos. Saco mis llaves, se me resbalan y caen al piso, suelto una maldición mientras escucho la siniestra canción acercándose. Las levanto, después de varios intentos de insertar la llave en la cerradura, entro y cierro de golpe la puerta detrás de mí.

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La música cesa. Espero unos minutos hasta que mi respiración se normaliza. Hace unos minutos mi mente era un torbellino de ansiedad y miedo, pero la seguridad de mi casa poco a poco me regresa la cordura. No sé qué hacer, no estoy seguro de que todo lo que acaba de pasar haya sido real. Me siento mareado, aturdido, enojado, triste. Pienso en todo lo importante que había en esa laptop, y de todas las cosas que perdí en la mochila. Lo que pasé me hace pensar en ese caso extraño que vi en internet, de dos niñas que aseguraban que habían sido atacadas por un grupo de brujas. Ridiculeces. Saco mi teléfono, que ha vuelto a la normalidad, y le marco a mi madre. Después de unos cuantos tonos, recuerdo que ella nunca contesta el teléfono cuando uno la llama, pero pierde el control cuando mi hermana y yo hacemos lo mismo. Cosa rara en mí, decido dejarle un mensaje de voz. Le cuento lo que sucedió, sin los detalles extraños pues no quiero que piense que estoy drogado o alguna cosa así. Me siento en una silla del comedor, y hablo durante unos minutos, hasta que tocan la puerta de mi casa. “Aguanta” digo, sin cortar el mensaje de voz “¿Quién?” pregunto. Nadie contesta. Espero unos segundos y comienzo a hablar de nuevo. No he dicho ni tres palabras y tocan la puerta, con más fuerza. “¿Quién?” pregunto nuevamente, más molesto. No sería la primera vez que los hijos del vecino tocan hasta que salgo y se ríen de mí escondidos detrás de un arbusto. Me levanto a regañadientes y me acerco a la puerta para asomarme a la mirilla. Nada. No hay nadie en la puerta. Sin duda son los niños, me vieron entrar y decidieron jugarme el chistecito por lo agitado que estaba. Me doy la vuelta, y en ese momento la puerta vuelve a sonar, esta vez como si la hubieran golpeado con el puño cerrado. Doy un salto hacia atrás, y nuevamente puedo sentir el enojo apoderándose de mí. Tomo la perilla de la puerta, ahora sí estos niños van a saber lo que sacan por andar jugando al..

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La puerta se abre de golpe, lanzándome hacia atrás. Caigo de espaldas en el piso, mi celular cae a mi lado. En el umbral de la puerta está el vagabundo, El Ropavejero, mientras la canción parece entrar en la casa como una explosión. Su respiración ahora suena como un rugido, su voz es un estruendo que me sacude hasta los huesos. No puedo distinguir lo que dice, no entiendo lo que pasa, solo puedo contener un grito mientras se acerca hacia mí como un manto que cubre mi visión entera. Debajo de su capucha puedo ver esos malignos ojos negros, y esa sonrisa perversa que me hiela la sangre. Dejo de sentir mis piernas, mis manos. Lo último que veo es el costal abierto, y lo que hay dentro consume cada uno de mis pensamientos, cada fibra de mi ser es sacudida hasta que lo único que puedo sentir es el contacto de la sucia tela con mi piel, y el calor del aire podrido que emana del Ropavejero. Y lo último que escucho es esa maldita canción

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No hay nada más ordinario que el miedo Por: Isa Serrato

Isa Serrato Me gradué de Ingeniería Industrial y de Sistemas del Tecnológico de Monterrey en el 2017 y actualmente curso una Maestría en Ciencias de la Ingeniería. Independientemente de mi perfil ingenieril, siempre me ha apasionado la escritura creativa y el ensayo académico. En el 2016 obtuve una mención honorífica por presentar uno de los 10 mejores ensayos en el «LAC English Essay Competition» convocado por la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial a nivel Latinoamérica. Actualmente soy colaboradora de escritura creativa en el colectivo de literatura independiente «Letras & Poesía». Mi perfil es https:/ l e t r a s y p o e s i a . c o m nuestrosescritores/isa-serrato/, mi blog es https:/ isaserrato.wordpress.com y mi Twitter es @Isa_Serrato.

No hay nada más ordinario que el miedo Por: Isa Serrato

Nada como el zumbido cotidiano y necio que escudriña el caracol mordisquea el nervio tuerce el yunque disloca el estribo y revienta neuronas. Miedo no de contemplarme débil, pero de inventarme valiente. Tengo miedo de finalmente asquearme de todo y de sólo encontrar belleza en el verbo.

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¿Qué no hay nadie más que atienda el gateo sugerente de las ondas sonoras cuando la lengua vocaliza la palabra: fenecer? Tengo miedo de la tentación que me despierta me provoca me alborota me agrede ese verso que declama: “fenecer en la hojarasca”, que me exclama y coquetea. Tengo miedo de que el lenguaje me vista corto, que las bocas no entiendan de razones. Pero más que nada, tengo miedo de verla al espejo y preguntarle su nombre. Tengo miedo de no escucharla decir nada

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Devoradoras Por: Frank Alfonso

Frank Alfonso

Vivo en La Calera Cundinamarca, soy autodidacta, mi educación superior se edifica mediante la curiosidad, la lectura, mis gustos literarios no tienen limite alguno; todo aquello que enriquezca el conocimiento tiene mi interés. Escribo poesía y relato, participo activamente en el GAB (Grupo de Amigos de la biblioteca) en la Biblioteca municipal Amadeo Rodriguez, aquí en La Calera, como representante; aún no he publicado por falta de fondos.

Devoradoras Por: Frank Alfonso Comienza a cernirse sobre el techo de paja vieja de pino; son a veces un hálito de niebla color salmón a verde pantano proveniente del infierno frío e insondable que es ese continente blanco, Antártida le llaman, donde los demonios verdes moran el cielo austral… Son viajeros en el aire proveniente del hemisferio sur, viajeros que traen aliento a muerte, un olor a carroña congelada; podrida como las pesadillas de los navegantes que se encuentran con sirenas y posesos, como quien mira las llamas de una fogata y locamente desea ser abrasado… Llegan en la noche, unos vienen a robar sueños pues, siendo vírgenes e imperturbables; sólo aquí hallan ruido, rostros que no hay en su oscuro temporal, los vientos del continente austral son fríos y penetrantes. Los pulmones que le adoptan Se hacen de hielo; entran en las entrañas, a nuestra sangre; son damas gélidas que ocupan el corazón…

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Damas en las cavidades de los ventrículos, damas, damas, y más damas en el corazón, trozos aurorales, a veces son sublimantes a favor emocional, deshacen amores muertos. Ellas se compadecen de la humanidad -Nogen les dicen-, limpian el corazón. Otras en cambio devoran las entrañas, las cristalizan, van haciéndolas polvo luego vierten aquellas despojos sobre algunos países en los inviernos… dando entonces libertad a algunas almas atrapadas en la realidad. Los renegados son esa niebla salmón - verde pantano; cuídate de ellas, ellas no quieren solo tus entrañas y tu cuerpo, mas también tus sueños; y adoran hacerlo en noviembre y diciembre cuando las ventiscas son agrestes. Cuando la libertad de los demonios es soluble en la tormenta, pueden romper pulmones, penetrar corazones y hacer de las entrañas nieve. Les llaman Frigen, son mentirosas, nunca han vivido y no quieren vivir, solo quieren los sueños

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Íntimo: Entrevista a Alejandro Carrillo Por: Isa Serrato

Isa Serrato Me gradué de Ingeniería Industrial y de Sistemas del Tecnológico de Monterrey en el 2017 y actualmente curso una Maestría en Ciencias de la Ingeniería. Independientemente de mi perfil ingenieril, siempre me ha apasionado la escritura creativa y el ensayo académico. En el 2016 obtuve una mención honorífica por presentar uno de los 10 mejores ensayos en el «LAC English Essay Competition» convocado por la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial a nivel Latinoamérica. Actualmente soy colaboradora de escritura creativa en el colectivo de literatura independiente «Letras & Poesía». Mi perfil es https:/ l e t r a s y p o e s i a . c o m nuestrosescritores/isa-serrato/, mi blog es https:/ isaserrato.wordpress.com y mi Twitter es @Isa_Serrato.

Íntimo: entrevista a Alejandro Carrillo Por: Isa Serrato Alejandro Carrillo es un escritor mexicano de 35 años. Vive en la Ciudad de México y ha hecho un poco de todo, desde escribir cómics, guiones de TV y de radio, hasta lo que más le interesa, la literatura. Escribe cuentos, novelas y poesía. Dirige el sitio tintachida.com, una comunidad de experimentos e ideas para dedicarse a la escritura. Es fan de Bob Dylan y es padre de familia. Su primera novela publicada fue galardonada con el premio Mauricio Achar Literatura Random House edición 2016. Es una novela iniciática con influencia de la beat generation, un libro sobre los ídolos, los papás y los ideales a los que nos colgamos para crecer.

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Isa Serrato: Antes que nada, en nombre de la revista Nudo Gordiano, quiero agradecerte muchísimo por la entrevista, Alejandro. Comenzamos con ¿Qué fue Alejandro Carrillo antes de ganar el Premio Mauricio Achar edición 2016, que es quizá de los premios más grandes para nuevos autores hispanohablantes? Alejandro Carrillo: Desde que tenía 13-14 años quería ser escritor y desde esa época decidí clavarme muchísimo en querer dedicarme a escribir. De ahí hasta los 22-23 años me lo tomé muy en serio y de una manera muy obsesiva. Literalmente sólo vivía para escribir y quería tener experiencias densas, raras y sórdidas para después poder describirlas. Y afortunadamente, como a los 22 años me peleé con eso porque no es una manera muy saludable de vivir ni de escribir. A partir de ahí dejé de escribir mucho tiempo. No lo soltaba por completo pero dejé de hacerlo como lo había hecho hasta entonces, hasta que como a los 28 empecé a retomarlo y a escribir la novela «Adiós a Dylan», que me tardé alrededor de 6 años en escribirla. IS: ¡Increíble!, suena a muchísimo tiempo. AC: Sí, pero en ese tiempo yo ganaba dinero de hacer páginas web y andaba en crisis existencial porque me daba mucha vergüenza decirlo cuando me preguntaban a qué me dedicaba, porque simplemente nunca había querido hacer eso de mi vida y lo hacía porque no me salían tan mal y supuestamente eso me daba más dinero que si me dedicaba a escribir. Aunque a mí directamente nunca me dijeron que no me dedicara a escribir, me terminé tragando yo solito todos esos ruidos: «encuéntrate un trabajo que te dé dinero», «dedícate a otra cosa». Y como en ese momento tenía ya un hijo de 2 años, --que ahorita ya tiene 6-- me costaba trabajo tomar esa decisión. Pero hubo un punto en el que estaba ya muy deprimido y muy en crisis, por lo que decidí dejar todo y dedicarme a lo que siempre he querido hacer. (…)

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(…)Empecé a dejar lo de los sitios web, empecé a decir que era escritor, empecé a comprometerme, hice el proyecto de «Tinta Chida». Fue muy interesante porque uno tiene la intención –a mi pareja le costaba mucho trabajo asimilarlo porque teníamos un hijo chiquito—pero preocupa de dónde va a salir el dinero. De verdad tenía mucho miedo y además del mío, el de ella, pero afortunadamente al final me aventé y antes de ganar el premio ya estaba cien por ciento dedicado a escribir, o al menos, con esa conciencia de que eso era lo que quería e iba a hacer. A lo mejor, por ahí seguía haciendo un trabajito de vez en cuando de otra cosa pero con la convicción de que la letra era mi oficio y era a lo que me iba a dedicar en la mayor medida posible. Después de eso viene lo del premio y fue como una confirmación justo de que también económicamente tiene mucho más sentido confiar en ti y hacer lo que más te gusta. Nunca había ganado tanto dinero con ningún proyecto más que con esto. Fue la confirmación de que es mucho más bonito arriesgarte, confiar en ti y en lo que más te gusta hacer, y que siempre va a ser más fácil obtener, además de recompensas personales, también económicas, que haciendo cualquier otra cosa que en teoría da más dinero pero en realidad no. IS: Me comentabas que desde chiquito sabías que ibas a ser escritor, ¿hubo algún momento específico y parte aguas en tu vida que te haya ayudado a tomar esa decisión de dedicarte enteramente a la letra? AC: Sí, son esos dos momentos. Cuando tenía 15-16 años, que desde ahí dije que quería ser escritor, quiero dedicarme cien por ciento a escribir y luego, después de que lo dejé, cuando lo volví a retomar como a los 28 años. Yo creo que fue cuando me decidí completamente a que quería esto y nada más. IS: ¿Antes de escribir tu novela ganadora, escribiste alguna otra?, ¿dejaste truncos en el camino?

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AC: Sí, he escrito mucho. Muchos cuentos que nunca salieron a la luz. A los 18 escribí una novela muy rara que se llamaba «Aunque sea la mitad», que más bien era como un recuento de mi vida, como si hubiera tomado plazos de mi diario, por decirlo así y desordenarlos. Lo usé y vendí entre mi familia para sacar dinero en esa época que me fui a vivir a Barcelona. Y después a los 21, también escribí otra que era como un diario de viaje de cuando estuve un mes en Marruecos. Pero eran trabajos como que cien por ciento autobiográficos, no había nada de ficción y realmente nunca busqué que se publicaran. Antes de eso incluso, cuando era todavía más chiquito, escribí un texto que se llamaba «Buscando Guayaba», que también se quedó con los demás como experimentos interesantes y chistosos. IS: Tienes en tu sitio web un texto de descarga gratuita que se llama «A Jesucristo le gusta el reggaeton». El título me parece fenomenal. ¿Nos podrías platicar un poquito sobre el texto? AC: Desde que salió «Adiós a Dylan», saqué ese para darlo ahí como regalo. Es un libro que es como una compilación de muchas cosas. Tiene algunos poemas, algunos ensayos, algunos cuentos y algunas entradas de blog. También está muy mal editado porque lo hice así como que de rápido y entonces seguramente tiene treinta mil errores. Incluso varios de esos textos ya los he re trabajado y corregido, ahora seguramente están mucho mejor que en esa versión. Pero creo que también es importante compartirlo así tal cual está. Me choca mucho esta idea que tienen muchos escritores, como la que alguna vez un maestro escritor compartió conmigo. Que decía que tenía que tener mucho cuidado y quemar todos los borradores e intentos porque si no en el futuro algún biógrafo los puede encontrar y se puede dar cuenta de que tu trabajo no es perfecto y que puede que no pases a la historia como un escritor de obra impecable. Por el contrario, no me preocupa eso y por eso sigo compartiendo este libro. (…)

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(…) Algunos de sus textos ya no me enorgullecen tanto, otros sí me enorgullecen todavía, pero técnicamente ya los puedo hacer mejor o ya están mejor hechos. Pero es también parte del proceso que he pasado como escritor y creo que es importante compartirlo. IS: Ahora toca inevitablemente hablar de «Adiós a Dylan» porque es lo que más te conocemos. ¿Le podrías dar a nuestros lectores una breve sinopsis de qué trata la novela? AC: Trata de un chavo de 19 años que está obsesionado con Bob Dylan, es su gran ídolo, su gran influencia, su todo. De pronto conoce una chava que se llama igual que la primera esposa de Bob Dylan, Sara, por lo que piensa que es un señal y empieza a trazar paralelismos entre su propia vida y la de Bob Dylan. Sara es el pretexto que él tiene para convertir su historia en una épica, en una de estas novelas románticas, de estas historias de sordidez. Busca como que elevar su, lo que es hasta ahora, una vida muy pobre, muy insignificante. Convertirla en algo más grande a través de la estética que tiene que ver con sentirse dentro de una historia importante. Desde ahí él contempla todo lo que pasa y lo convierte y lo ve como si fuera una gran historia. En el fondo, el protagonista hace un viaje para romper con un montón cosas, un poco con su papá, otro poco con la figura paterna que es Bob Dylan y otro más con su hermano que fallece. Es una novela de iniciación en ese sentido, de cómo el personaje crece para pasar a otra etapa de su vida y cómo tiene que despedirse de muchas cosas. IS: ¿De dónde surge la idea del argumento? AC: En ese tiempo, cuando la empecé a escribir, estaba yo estudiando en la SOGEM y tenía una clase de novela, justamente el maestro era Alberto Chimal, –a quien entrevistó Nudo Gordiano el número pasado—. Él nos dijo que pensáramos en una novela que quisiéramos escribir y como proyecto final debíamos entregar los primeros tres capítulos. (…)

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(…)Desde ese momento, la primera imagen que se me vino a la cabeza fue la de este personaje saliendo del departamento de su novia, escuchando la canción «It’s all over now, baby blue». Y pues, siempre había sido muy aficionado a Bob Dylan, entonces era también el pretexto para clavarme mucho en eso. Entonces de ahí surgió la idea, después esa idea se fue transformando y armando de muchas otras formas. IS: Me voy a atrever a decir que «Adiós a Dylan» me parece mucho una novela musicalizada, hasta donde entiendo cada capítulo está bajo el nombre de una canción de Bob Dylan. Me parece una idea mucho muy creativa, por lo que me gustaría preguntarte ¿de dónde sale este concepto? AC: Era una idea muy lógica dentro de la novela porque el personaje está obsesionado con Bob Dylan, por lo que su vida y todo lo ve a través de canciones de él, las palabras de su maestro. Entonces, desde la perspectiva del personaje, era natural que fuera así o más bien no podía ser de otra forma. Ya metiéndome y explorando el mundo del personaje, tenía que ser así de manera definitiva. IS: ¿Cómo fue ese proceso de musicalización de la novela?, ¿cómo elegiste las canciones? AC: Fue de diferentes formas. Al principio escogía mis canciones favoritas de Bob Dylan, las que más me inspiraran, las que más me emocionaran. Entonces hice como una especie de playlist antes de que hubiera casi nada escrito y me ponía a escuchar las canciones preguntándome qué podía ver en ese mundo ficticio en el que estaba sumergiéndome. Podía ver cosas de ese mundo, por así decirlo, y ver qué pasaba en la novela. Por otro lado, después había cosas que sin música yo veía, pasaban en ese mundo pero no había una canción que correspondiera, entonces me ponía a escuchar específicamente canciones que temáticamente embonaran con eso que iba a pasar dramáticamente en el capítulo. (…)

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(…)Entonces en algunas fue que la canción sugirió lo que iba a pasar y en otras, lo que iba a pasar sugirió la canción. IS: Qué curioso y ¿qué papel tiene la música en la vida de Alejandro Carrillo? AC: Es muy importante, me gusta bastante. Es una inspiración, es un acompañante, es una manera también de conectarme con el mundo. Me importa mucho, es algo muy querido por mí y mucho tipo de música. IS: Cambiando un poco de tema, me atrevería a decir que «Adiós a Dylan» es una novela bastante realista, creo que no hay nada fantasioso, todo es creíble. Incluso, creo que es muy leal a nuestra realidad millenial y chilanga. Entonces, ¿todos los textos de Alejandro Carrillo siguen o seguirán este formato?, ¿dirías que estás casado con el realismo o te gusta experimentar con otras corrientes? AC: No, no estoy casado con ningún género. Más bien esta novela salió así. No pienso antes de escribir en ningún género, simplemente la historia se me va presentando y si de pronto sale algo de ciencia ficción o algo fantástico, eso es lo que escribo. La novela que estoy escribiendo ahora va mucho más por lo fantástico, como una especie de fantasía realista, algo extraño. Pero sí, definitivamente no es realismo ni nada parecido a «Adiós a Dylan». IS: Ahora, ¿qué rumbos crees que está tomando en tu opinión la literatura contemporánea mexicana? Con estos nuevos autores, como lo eres tú, Aura Xilonen, Luisa Reyes Retana, etc. AC: Uno muy bueno definitivamente. No sé, pienso ahora que han habido unos meses muy futboleros, que a veces se dice que no hay tan buenos jugadores de fútbol mexicanos, yo creo que al contrario, en el caso de la literatura mexicana, se está llena de muchísimo talento. (…)

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LA CARRETA

ENTREVISTA


(…) Yo antes no había leído a tantos autores mexicanos, como que lo primero que leí fueron autores gringos y como que toda mi influencia vino mucho de la literatura gringa o inglesa. Más a recientes años es que he leído a autores mexicanos y cada vez me sorprende más la calidad que tienen sus textos. Creo que va por muy buen camino, creo que hay gente que está haciendo cosas interesantísimas, creo que hay muchísimo talento, creo que el futuro de la letra está en buenas manos. IS: Esta es una pregunta más personal, pero me parece muy bonita. Me gustaría preguntarte ¿cómo se empata tu vida, siendo padre de familia, con tu vida de escritor? AC: Se empata a muy duras penas. Se empata con mucho trabajo, con mucha lucha, a gatas y a rastras a veces. Porque ahora tengo otra hija chiquita de año y dos meses y es un caos del que tengo que ir como pueda, tratando de encontrar un horario, momentos para ponerme a escribir. Está por un lado la parte de escribir-escribir y por otra, la de los talleres que doy y la de «Tinta Chida», que no es tanto como lo mío, que es literalmente escribir mis libros, sino otras partes que hay dentro de lo que es vivir de escribir. Entonces es irle robando y acomodando para intentar ser un papá presente, pasar mucho tiempo con mis hijos y a la vez seguir concentrado en mi oficio. IS: Muy bien y ¿cuáles son tus próximos proyectos? ¿Qué sigue para Alejandro Carrillo? AC: Esta novela que te contaba, ahí va, voy avanzado y cada vez tengo más claras varias cosas. Es una novela muy distinta, es una especie de descenso a los infiernos muy extraño. La protagonista es una reguetonera de 16 años y hay cosas muy raras. La verdad luego ni sé lo que estoy haciendo, no tengo ni idea de lo que estoy haciendo pero creo que es un buen síntoma de que la cosa está viva y de que por lo menos no me estoy repitiendo. (…)

LA CARRETA

ENTREVISTA

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(…)Por ahí estoy escribiendo un libro de cuentos, también, aunque eso va cayendo más de forma aleatoria. Y tengo un par de libros de poemas terminados que estoy empezando a mandar a concursos. A ver qué pasa. IS: La última pregunta sería ¿qué te gustaría decirle a estos jóvenes autores que tienen ansia de escribir?, ¿qué consejo les darías? AC: Que escriban de cosas que, aún dentro de la ficción, no necesariamente siendo autobiográficos, tengan que ver con ellos mismos. Que escriban de cosas que de verdad les duelen y les importan. Que no escriban de ideas, es de flojera leer ideas y leer conceptos. Si escriben de esa herida que de verdad les duele y les apachurra y los revuelve y los voltea y todo el tiempo está presente en su vida y les arde, si escriben de eso, aunque no tengan la mejor técnica, van a escribir algo importante y trascendental para ellos. Y que probablemente, aunque todavía no tengan el máximo nivel literario muy seguramente van a conectar con otras personas. IS: ¡Muy bonita respuesta! Bueno, muchas gracias por tu tiempo, Alejandro. Aquí termina la entrevista.
 
 AC: Muchas gracias a ti, al contrario. Mucho gusto

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LA ESPADA

CUENTOS


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