Nudo Gordiano #45

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Noviembre-Diciembre No.45

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Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2025.

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Bernardo Suárez

Niñas Tristes

Rosalía Guerrero Jordán

Liliana Bastidas Martínez Otra Pesadilla

Daniela Lomartti Frustación

Alfredo iván

Analía Romero Martín

María Rosa Rzepka Bartl

“Si el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario”.

Ahora lo veo salir del hotel en dirección hacia el parque.

No es la primera vez que realiza ese recorrido. Lo ha hecho ya muchas veces en lo que va de la semana, o al menos desde que su oscura silueta, su sombrero de pana, el gabán gris y los mocasines brillantes comenzaron a llamarme la atención.Una conclusión provisoria: es un extraño, está irremediablemente solo.

No le he escuchado proferir sonido alguno. Simulé la casualidad, caminé detrás de él sin que se percatara, oculto en medio de una multitud de anónimas siluetas, hasta ingresar en la tienda de ropa contigua al hotel. Fingí estar interesado en un suéter de hilo. Sin embargo, él, completamente decidido, sólo atinó a señalar con el dedo una camisa escocesa con recuadros azules y grises para luego pagar sin siquiera probársela. Luego ―como ya he dicho al comienzo― camina hasta el parque para sentarse en uno de esos viejos bancos de hierro, frío y húmedo. Entonces, una vez sentado, con los codos apoyados sobre las rodillas, saca una bolsa de nailon del interior del gabán y comienza a esparcir un poco de maíz a su alrededor. En pocos segundos, una multitud de famélicas palomas aterriza para devorar los granos en medio de una brutal contienda. Una vez que las rapaces aves se dispersan y vuelan en dirección hacia una mujer y un niño que desparraman otra bolsa de maíz ―aves desleales, pienso―, el sujeto ciñe su sombrero de pana, se levanta y camina hacia la costanera.

Allí, apoyado sobre la muralla de cemento que contiene al río, mira con vaguedad hacia algún lugar, tal vez hacia otra orilla lejana; tierra contigua que esa masa informe, marrón y agridulce se empecina en separar. El sujeto busca desesperadamente en los bolsillos internos del gabán. Algo brilla entre sus manos; los rayos de luz muy tenues que logran sortear el cúmulo nuboso rebotan y expelen un brillo metálico. Lleva el objeto hasta la altura de la boca y sopla reiteradamente. Los sonidos se combinan; él, aspira y expira; sus cachetes se inflan y desinflan acompasadamente. Es una antigua melodía, la reconozco con facilidad. Creo haberla escuchado siendo aún niño en los labios de mi abuelo. “Las hojas muertas”, así se llama. Una melodía dulce y melancólica.

Entonces, como un actor que comprende cabalmente el escenario dentro del cual se encuentra y se resigna a interactuar con él, cierra los ojos para abandonarse al placer que le produce el sonido; al goce de creerse responsable del encadenamiento melódi-

co, aunque esa disposición sonora no le pertenezca, aunque sea un mero ejecutante. De todos modos, ¿a quién le pertenece la música? Es digno de piedad y compasión, pienso.

Termina y guarda la armónica en el mismo bolsillo del gabán. Hace sonar los nudillos de sus manos y el ruido seco a quebradura rebota entre los pilares de hormigón que contienen al río Luego, emprende la retirada. De nuevo rumbo al hotel. Ahora camina presuroso; tal vez haya recordado la cercanía de la hora en que sirven la cena y es probable que sea esa su comida diaria.

Sin embargo, hoy se muestra más extraño que de costumbre. No llega al hotel. Se detiene unos metros antes y se calienta las manos con el aliento ―el frío es persistente―. Es el momento. Me dispongo a entablar algún tipo de relación. Algo ha cambiado en su postura: erguido observa hacia un lado y hacia el otro. Creo que se ha percatado de mi presencia; tal vez sea la oportunidad para acercarme. Camina lentamente por la costanera y cruza hacia el bulevar. Guardo una distancia prudencial como para no perderlo de vista, pero sin por ello incomodarlo. Ingresa en la recova que pertenece al Palacio Municipal. Un sinfín de macizas columnas en hilera da lugar a numerosas galerías y pasadizos. Por unos segundos ya no lo veo, debo apresurar el paso. Enseguida lo observo zigzaguear entre las gruesas columnas de cemento, su sombra se multiplica sobre las paredes. Sin lugar a duda está tratando de despistarme, pero no tiene en cuenta que conozco bien el lugar; lo he recorrido a distintas horas. La galería principal conduce a un callejón donde se abre una estrecha calle que sirve de separación entre dos edificios. En realidad, dos conventillos de frentes descoloridos y poblados de ventanales cubiertos con persianas de madera. La mayoría de esos ventanales se encuentran o bien cerrados o con las persianas a mitad de camino; muchas de ellas han dejado de realizar el recorrido ascendente―descendente hace ya bastante tiempo. Entre los intersticios de los listones de madera crecen plantas con hojas de tamaños y formas disímiles. Las paredes sirven de contorno al callejón y si algún sonido de la avenida logra sortear las densas murallas, termina por rebotar hasta amplificarse en un eco vacío y sórdido.

Tal vez muchos sonidos provenientes de la avenida y de los parques o el mismo ronronear del río, hayan quedado atrapados entre esas paredes, confinados a un olvido seguro. El hombre se introduce en el callejón sin saber que habrá de toparse indefectiblemente al final de su camino, con un paredón altísimo que no permite siquiera el paso de la luz del sol. Ya no tiene escapatoria, una vez que haya llegado hasta el extremo no tendrá otra opción más que enfrentarme. Lo sabe y disminuye su marcha. Mis pasos retumban detrás de los suyos. Imposible que no sepa que lo estoy siguiendo. Se detiene, voltea y de forma abrupta gira hacia la izquierda. Se introduce por una de las puertas de madera del conventillo que se encuentra en el ala este.

Es la última antes de llegar al paredón final, la única que se encuentra entornada y permite un espacio posible de franquear luego de girar la cintura.

Evidentemente conoce el lugar tanto o mejor que yo. Apresuro el paso y me introduzco también ―aunque debo confesar que, a estas alturas, temo que pueda tratarse de una emboscada―.

Luego de unos metros de hedionda oscuridad, de charcos con agua estancada, la claridad del día marca el inicio de otra galería en forma de puente de piedra que desemboca en un patio colonial coronado en su centro por un aljibe. Allí está, camina con cierta dificultad, parece agitado. Es el momento. Corro para alcanzarlo. El hombre tropieza y cae. Me detengo ante sus zapatos que han perdido luego de tantos traspiés, el brillo que hubo llamado mi atención. Respira en forma dificultosa, jadeante, a intervalos. Me agacho hasta quedar en cuclillas y lo levanto sosteniéndolo fuertemente por las solapas del gabán. Quedamos frente a frente. Tiene la piel muy blanca y dos enormes ojos azules que me observan azorados: su expresión es claramente de espanto. De su boca me llega la respiración agitada y el aliento a coñac. Balbucea sonidos entrecortados, irreconocibles, extraños como todos los que he escuchado de parte de tanta gente durante los últimos meses. Entonces le digo lo doloroso que es ser un extraño en medio de una multitud de extraños. Y aunque él no pueda entender una sola palabra, y agite frenéticamente sus zapatos que rasgan el cuero entre los filones de los adoquines, le repito una y otra vez cómo duele el exilio.

Rosalía Guerrero Jordán

Desde el árbol que hay junto a su chabola, por encima de los tejados de chapa, Valentina puede ver los rascacielos del centro de la ciudad. Por las noches, el fulgor de las calles iluminadas atraviesa una oscuridad de farolas rotas hasta llegar a su pupila curiosa. Entonces, cierra muy fuerte los ojos y se imagina allí, vestida con ropa nueva, en lugares que nunca ha visto pero que puede imaginar; porque dentro de su cabeza ha construido un collage con los restos de las películas que, en las noches tórridas, proyectan sus vecinos sobre una sábana vieja. A veces imagina que es una princesa caminando por las calles empedradas que rodean su palacio, otras, viste de negro y conduce un descapotable rojo; en ocasiones, incluso, vive una casa soleada con una familia que la quiere.

Un día caminó durante horas hasta la avenida que marca el límite entre el mundo en el que vive y el que anhela, pero una frontera de cámaras colgadas de los cables que vuelan entre los muros, suspendidas en el aire como nubes sólidas, se lo impidió. Un hombre uniformado de voz metálica le explicó que la gente como ella no tenía permitido estar ahí. Que era un lugar reservado solo a quienes lo merecían. Que antes de entrar debía pagar un peaje. Entonces, el hombre le susurró, con los ojos brillantes y las manos sudadas, que para una niña tan guapa como ella había un atajo: solo tenía que cruzar la otra frontera, la que existe al final de las calles embarradas, las armas, y los muertos en vida que buscan su próxima dosis. El lugar inhóspito en el que solo se aventuran quienes ya han perdido hasta el miedo. El sitio al que Valentina ni siquiera se atreve a mirar cuando sube a la copa de su árbol

Muchas veces ha escuchado historias de chicas que desparecen de sus hogares sin dejar rastro. Cuando alguien lo cuenta, la gente sonríe y comenta que se fugaron con hombres que les prometieron una vida mejor. Pero siempre hay quien niega en silencio con la cabeza, como si supiera del destino con el que tropezaron esas pobres infelices.

Cuando llegó a su casa ya anochecía y la puerta estaba cerrada. Dio varios golpes en la madera cuarteada, pero nadie le abrió. Tan solo pudo escuchar la voz rasposa de uno de sus primos gritando que, si no pensaba ayudar a la abuela con las tareas de la casa, más valía que se fuera buscando un trabajo. Valentina entendió entonces, con toda la lucidez que le permitía su edad, que en ese lugar lleno de gente nadie la iba a echar de menos jamás.

Todavía no sabe de dónde sacó el coraje para seguir caminando hasta la linde del suburbio, la frontera en la que acaba el sonido del chapoteo en el barro y comienza un silencio que ni lechuzas ni lobos se atreven a romper. Agotada, se sentó en el suelo, apoyó la espalda en el tronco de un árbol muerto y, antes de quedarse dormida, mordisqueó la manzana que llevaba en el bolsillo. Después, como en un sueño, sintió que alguien la abrigaba con una manta, suave como un gato al que todavía le quedan las siete vidas, y la colocaba en un asiento mullido. El zumbido de un motor la acunó hasta que el traqueteo del vehículo al tropezar con los baches embarrados le arrebató la somnolencia.

Observó cómo las calles se iban iluminando a medida que se acercaban a la avenida que unas horas antes no había podido atravesar. Y, una vez en el corazón de ese mundo luminoso que siempre había anhelado, sonrió, observando los rascacielos que parecían arañar el cielo y le disputaban la oscuridad a la misma noche con su fulgor.

Atravesaron la ciudad hasta llegar a un edificio achaparrado y cuadrado, sobre cuya entrada parpadeaba un letrero indescifrable para Valentina. Alguien la guio cogida de la mano hasta el interior, y la invitó a sentarse junto a varios hombres. Valentina bebió el amargo brebaje que le ofrecieron, y pronto el mundo se convirtió en un carrusel de luz y color. Apenas pudo sentir las manos sudadas sobre su cuerpo tierno, ni las risas estridentes, ni las embestidas. Tan solo pudo escuchar en su oído una voz metálica susurrándole que era una niña buena que estaba pagando el peaje.

Despertó en una habitación con la puerta atrancada y un ventanuco minúsculo, desde el que observó los rascacielos y las luces deslumbrantes de la ciudad. No tardó en comprender que nunca debería haber cruzado las fronteras. Que su osadía la había arrastrado a un infierno del que ya nunca podría escapar.

Despojada de su inocente humanidad, el alma de Valentina sigue aferrada a la rama más alta de su árbol. Desde allí maldice a la familia que la abandonó a su suerte y a los hombres que la ultrajaron en vida. Algunas noches, cuando las ve caminar hacia la oscuridad, desciende de su refugio y, convertida en una presencia fantasmagórica, se coloca en su camino para ahuyentarlas. Para enderezar el destino de las niñas tristes que sueñan con cruzar la frontera con la esperanza de alcanzar una vida mejor.

Intenta escapar cuando la mujer que asedia es presa de ataques convulsivos. De forma inesperada, el cuerpo cesa de moverse. A partir de ese instante, cierto ruido interrumpe la ejecución de cualquier actividad que él esté realizando.

Cuando el tren está a punto de iniciar la marcha, él escucha un crij al costado izquierdo. Mira de un lado a otro, viene y va, choca con uno y otro pasajero, cae. Tras intensas sacudidas, su corazón se apaga lentamente ante la indiferencia de la gente.

El cadáver se exhibe en el “Insectario de Krefeld”.

Liliana Bastidas Martínez

A ti te recorre el miedo como una sierpe por el cuerpo ante el cadáver de tu amigo palideces [algo te acuchilla el corazón] bajo la penumbra tu grito desgarra el boscaje [el pavor anida en tu mirada] con premura avanzas desesperado [tus latidos flagelan tus sienes] contra un árbol te golpeas [un líquido escarlata mancha el suelo] de un salto te incorporas [corres como un rayo] desde la oscuridad unos ojos siniestros te apuñalan [el viento llora] durante unos segundos te detienes [piensas que aún puedes salvarte] en ese instante aparece su imagen desdibujada por las sombras entre la hojarasca y las hierbas escuchas sus pisadas y su bufido estremecedor mediante el viento sientes el hedor de sus fauces hambrientas hacia ti corre ese ser sin nombre como un felino [te pierdes en la noche] hasta que finalmente te rindes por el cansancio y te atrapa para ti todo ha terminado [piensas que es una pesadilla] sin piedad te desgarra el pecho y sientes que todo se oscurece sobre las hojas mustias un riachuelo las tiñe de rojo tras morir, despiertas asustado y sudando frío en la cabaña. El miedo recorre tu cuerpo y palideces al ver el cadáver de tu amigo. Entonces todo vuelve a comenzar.

Juan Martínez Reyes

Miré a Mexatitlán, la ciudad suspendida que se erguía con arrogancia sobre la gigantesca estructura bioluminiscente.

Alzaron el vuelo algunos quetzalitas, hombres y mujeres que modificaron su cuerpo para parecerse a las aves. Contemplé su belleza, ellos vivían en la parte superior de la metrópoli. Aunque conocía bien la enfermedad que padecían, pensé que eran benévolos. Comprendí entonces que la urbe me llamaba, como si le faltara una pieza para terminar su tecno evolución. Oí decir algo semejante a mi hermana Aurora. Ella estaba entusiasmada por mí, pues fue la primera en enterarse de que recibí la carta de aceptación para estudiar el doctorado en astrofísica y tendría beca completa. No podría mudarme a la parte más alta de Mexatitlán, pero viviría muy cerca de allí. Mis padres también se alegraron al saber la noticia. No obstante, fueron días extraños, días de intensas lluvias. El gobierno decretó que debíamos resguardarnos en casa durante semanas. Al principio, todo marchaba bien. Incluso, por las noches nos organizamos para ver películas o series de suspenso. Luego comenzaron los conflictos en casa entre Aurora y mamá. Ambas reñían con frecuencia por cosas sin importancia, que “dejaste el baño sucio”, que “gastas demasiada agua”, “por qué haces mucho ruido en las noches”, y que “no dejas dormir a tu papá”. En cambio, mamá era distinta conmigo. Desde pequeña me dijo que yo la hacía sentir tranquila. Siempre que discutían ellas, mi padre y yo nos mirábamos con la intención de que alguno de los dos se animara a mediar las cosas. Pero nos acostumbramos a vivir en medio de la tensión constante, a los gritos y al desorden.

Me encerraba en mi cuarto por las tardes y dedicaba mi tiempo a estudiar cómo eran los Quetzalitas; imaginé los atardeceres en las alturas de Mexatitlán acompañada de estos seres hermosos. “La ciudad-colmena”, así la llamó papá, era colosal y estaba compuesta de veinticuatro pisos. Nosotros vivíamos en el segundo piso, que estaba muy cerca del lago tóxico. En los albores del año 2046, nos hicieron creer que la capital sufrió un terremoto de gran magnitud. Lo cierto es que el cambio climático desató precipitaciones intensas y esto provocó que el Valle de México estuviera enterrado bajo miles de litros de aguas sucias. En un acto desesperado, el gobierno tomó medidas para acelerar el hundimiento de la metrópoli. “Si ya estamos jodidos, que esto acabe de una buena vez”, decían las autoridades sin culpa. Los conflictos políticos desataron tensiones que azotaron nuestro devenir. Ahora vivimos rodeados de un lago tóxico al que nadie desea acercarse.

Daniela Lomartti

Algunos rumores se han extendido por toda la ciudad de la supuesta existencia de seres que habitan en lo profundo del lago. Seres que mutaron para sobrevivir y adaptarse. Crearon su propia urbe sin necesidad de ser aprobada por los Quetzalitas. Sin embargo, nosotros seguimos con temor de que, en el futuro, si acaso llegamos, nuestros hijos padecerán las consecuencias de la contaminación extrema que hay en el ambiente.

Dediqué mis días a averiguar más acerca de Mexatitlán. Lo único que se nos permitía conocer de ella eran datos que estaban a disposición de algunos cuantos. Me obsesioné con la ciudad, entonces hice una red periférica de acceso a la información que no aparecía para la mayoría de la población debido a las políticas implementadas por el gobierno. Así supe que la construcción de la ciudad se diseñó como un enorme puente, elevado a cientos de metros sobre la superficie del lago. Encontré algunos registros sobre el programa de IA llamado Autopoiesis-Eterna, que está en el núcleo de la ciudad.

Al parecer, este programa es la clave del funcionamiento y de la autosuficiencia de la Mexatitlán. No hay suficientes pruebas para asumir que la ciudad flotante pueda causar daños a sus habitantes o revertirlos de forma autónoma. No obstante, soy testigo de cómo el lugar atemoriza a las personas. Están convencidos de haber escuchado sus palpitaciones. He visto cómo mamá reza por las noches y le pide a Dios que calle los ruidos provenientes de la parte alta de la ciudad y los graznidos de los Quetzalitas. Ella tiene miedo de que venga otra catástrofe y nos ahoguemos vivos en la profundidad del lago. A menudo sueña con eso. Una noche, la encontré de rodillas frente al altar. Me acerqué, estaba descalza. Entonces di algunos brincos pequeños mientras me encorvaba para no interrumpir su oración. Mamá me miró con infinita ternura.

—¿Sigues despierta, má? —pregunté con torpeza.

—Sí, mijita, estaba rezando por esas almas que se llevó Dios. ¿Viste la noticia en la televisión?

—No veo tele, má…

—También salió en internet.

—Pero no me dices cuál noticia. No tengo cabeza para adivinar de qué me hablas.

Mañana tengo que empezar con la tesis… ¿Cuál es la noticia?

—Desaparecieron algunos muchachitos de una escuela. Los han buscado, están atrapados debajo de unas vigas que se cayeron por las lluvias. Tal vez los conoces.

En ese momento, me percaté de que había visto en mi cuenta de UniRedLatina una noticia semejante y, como estaba concentrada en la entrega de mi proyecto de investigación, no presté interés. Luego me acordé de mis estudiantes. Noté cómo la cara de mamá cambió: la luz del pasillo alumbró su rostro y las sombras resaltaron sus facciones de una forma siniestra. Ella me mostró la sonrisita de cuando acierta en sus deducciones. Sabía, como yo, que se trataba de mis exalumnos. Esa noche me oprimió el insomnio. Como si pesara toneladas, no pude luchar contra él. Al amanecer, después del desayuno, fui a buscar a los chicos. En el camino confirmé los rumores: en ese lugar sólo había una preparatoria, reconocí algunos rostros de los chicos en los carteles que pegaron a lo largo de la avenida principal. Al llegar, me uní a las personas de protección civil y a las familias que buscaban a sus hijos. Dijeron que debíamos tener cuidado si queríamos bajar unos metros, pues ellos se encontraban encima de una tarima a tan sólo unos centímetros del lago tóxico. Avisé a mis padres que iba a quedarme allí hasta encontrarlos. Luego vi a Aurora entre los rescatistas. Ella abrió los brazos y desde donde se hallaba empezó a gritarme.

—¡Gianella! ¿Tú, aquí? ¡Pensé que mi mamá no iba a dejar que vinieras! —exclamó burlándose de su hermanita pequeña. Al menos así lo percibí en aquel momento.

—Vine para ayudar —dije mientras caminaba—. Reconocí a algunos de mis estudiantes.

Lamento mucho lo sucedido… ¿Qué podemos hacer?

—Ésa no es la pregunta —me interrumpió Sebastián, el novio de mi hermana—. No estoy seguro de que nos dejen hacer algo. Los policías y el ejército nos dieron largas, es obvio que no quieren que nosotros liberemos a los chicos. ¿Te dijo Aurora que estamos aquí desde ayer?

—No me lo dijo. Ella nunca me dice sus cosas —contesté así para quejarme con Sebastián—, apenas me enteré de esto en la noche.

Aurora giró la cabeza hacia Sebastián y dijo:

—Ay, seguro el ratoncito estaba en la biblioteca —a Aurora le encantaba hacer ese tipo de comentarios para mostrar frente a los demás que yo vivía ausente de mi entorno, a pesar de que a veces me mostraba su admiración hacia mí. Así era ella. Después se volvió hacia mí y sentenció: —Tienes que entender que la realidad es mucho más dura de lo que piensas, niña. Miré en el reflejo de sus ojos los grandes edificios a nuestras espaldas.

—Bueno, ya, no se vayan a pelear otra vez. Lo importante es acercarnos a los padres de familia —expresó Sebastián con sobriedad—. Algunos pusieron una queja contra las autoridades porque han pasado casi 72 horas desde el reporte de la desaparición de sus hijos y no han hecho nada, sólo nos tienen aquí en espera…

Luego se quedó en silencio al escuchar los gritos de auxilio que venían de abajo. Algunas personas empezaron a grabar, no dudé de que lo hicieron por morbo. Cuando intentamos acercarnos al lugar, dos oficiales armados fueron tras nosotros. Aurora me jaloneó del brazo. Estaba hambrienta y molesta por sus actitudes, aunque decidí quedarme hasta ver a los chicos a salvo. Quería verlos reunirse con sus padres, pues ellos eran quienes exigían justicia. La mayoría dio por hecho que no verían de regreso a sus hijos con vida. Fue entonces cuando apareció una figura humanoide con alas metálicas enormes, daba surcos aleatorios en los aires. La multitud empezó a gritar. Aurora dio saltos, me reí al ver cómo sus piernas largas bailaban por emoción. Vimos a más hombres y mujeres pájaro que sobrevolaban con movimientos suaves directo hacia el lugar donde se encontraban los jovencitos. Estos seres subieron a cada chico a unos metros del lugar en el que nos encontrábamos, muy lejos del lago tóxico.

Los policías y militares estaban furiosos y desconcertados, pero no usaron sus armas debido a que aquellas criaturas eran consideradas como superiores. Vi a Rogelio, quien había sido uno de mis alumnos. Un hombre-pájaro, con ojos negros como obsidiana, lo sostenía en su pico enorme. Sus alas y el pico brillaban ante los rayos de un sol pálido a punto de desaparecer. El Quetzalita aterrizó a un lugar seguro de una manera encantadora, poseía gran belleza. No supe si el hombre-pájaro me miró con dulzura o si yo lo imaginé. Cuando los jóvenes se reunieron con sus padres, sentí que estaba ante una nueva era: la tecno evolución.

Si mi madre lo hubiera visto, quizá pensaría que ese hombre transformado en ave era un milagro.

Diana Cristina Arellano Aguirre En memoria del cronopio mayor

Un buen día, el cronopio notó, casi sin quererlo, que algo raro sucedía en su entorno. Miró con atención a su alrededor, fijó la mirada en aquel ser que desde hacía algunos años comenzó a ser su compañero de cuarto, su amigo; un fama, muy inteligente y simpático, pero al final, un fama.

Vio, de repente, que aquel fama comenzó a tener iridiscencias verdes. No lo podía creer, así que abrió, con gran sorpresa, aún más los ojos. Luego empezó a notar que aquel fama revoloteaba de un lado a otro de la casa dando vueltas en un torbellino de desordenado orden, alborotando todo; esparciendo las ideas y los recuerdos, las fotografías y las canciones junto a la ropa sucia y la limpia, las manzanas junto a los apuntes y el perfume y el flexómetro, quién sabe para qué, todo junto, todo revuelto.

El cronopio comenzó a notar estas particularidades del fama cuando sintió que le exasperaba las canciones que ponía su amigo, no por la música en sí misma, sino porque no tenían una temática, un orden intrínseco, no eran reproducidas en orden alfabético, ni por géneros musicales o por idioma o por el país de origen: nada. Y aún más, cuando el amigo fama revoloteaba con los recuerdos —le contaba— sus historias y las lanzaba emocionado como si lanzara plumas de ganso, en una lluvia blanca, mientras él, cronopio, las miraba caer todas sobre su cuaderno donde intentaba escribir su importante lista de actividades pendientes.

El cronopio se miró a sí mismo y notó que estaba también cambiando en una iridiscencia grisácea azulada y se asustó y se volvió a sorprender más cuando se dio cuenta de que aquel fama-cronopio ni siquiera notaba el cambio, ni lo imaginaba y seguía muy feliz con su vida.

A veces, sólo a veces, cuando el cronopio original, ahora nuevo fama, está entre otros famas, le salen destellos verdes y de repente gira y gira y gira pensando en algún asunto; los famas lo miran sorprendidos de tanto desorden y el nuevo fama se sonroja y siente vergüenza.

Darío, eras un hombre herido, herido por los tuyos, herido por tu siglo, que en versos buscaste refugio.

En la soledad del monte atónito ante el Azul, apareció un cisne y con el pico te señaló el piso.

Desesperado desenterraste entre sollozos y gemidos.

Y apareció empolvada la lira de los años idos.

¡Cisne impoluto!

¿Quién te lo ha dicho?

El cisne apuntó al sol, ¿Fue acaso, Febo el prístino?

Alfredo Iván Acquatti

Caminando por el monte tupido viste a una tigresa de bengala, amenazaba a una muchacha que trémula retrocedía.

Tomaste el instrumento y ejecutaste una melodía. La fiera encontró sosiego, y la muchacha agradecida.

¿Eres acaso Orfeo?

Hijo de Calíope y Apolo.

Toma esta corona de laurel la portó Virgilio en sus días.

¡Te lo agradezco, niña!

pero al que carga una Cruz le sienta mejor la corona de espinas.

Desandando el derrotero que Melpómene decía, te cruzaste con un centauro que vivaz y jovial se movía.

Lo contemplaste un tiempo y entendiste que el hombre,

es un centauro que probó la manzana aquel día.

¿Era ella la culpa o el saber?

¿O era la boca de Eva, meliflua?

¿O era un ritmo, una melodía?

¿O era una forma? ¡La que tanto perseguías!

Al divino tesoro de la juventud como todos, lo perdías.

Pero hallaste uno más valioso, que los antiguos llamaron “poesía”.

Tu arte puro, tu puro arte, tenía una búsqueda.

Salvar el alma cristalina del profundo desastre.

Clío cuenta historias, de Don Rodrigo Díaz de Vivar.

El que, sobre su Babieca, enfrentó al Moro con hombría.

Talía narra las anécdotas del Alonso Quijano.

Que, sobre Rocinante, s alvaron al mundo con Sancho.

¿Qué corazón puede resistir, al ver su simiente perdida?

¿Quién puede seguir siendo hombre y no sólo herida?

Urania dará su celeste responso a sus blancas almitas.

Y la llevará a su descanso, a la estrella que más brilla.

¡En tu blasón hay una lira y un ruiseñor!

Forjado en Potosí tiene una loba y un león.

Al heráldico escudo lo portamos con honor.

Reza en buen español

¡El tiempo es de Dios!

Ya no acecha el cazador, buenos modales tiene el matón.

Bajo su sonrisa de algodón esconde un cuchillo el matador.

¡Su águila sigue en los cielos!

Enola-Gay, Bockscar, B-2 Spirit, Sea Harrier,

¡qué nombres USA el Sajón!

Y nuestro hornero, nativo, criollo, bello, armando el nido con la tierra, ¿perecerá con nos?

Pueblos hispanos leamos a Rubén Darío busquemos en su lumbre, ¡unión!

Soneto a Hurlingham

Lunita de Hurlingham, sos de tiza como la luz del farol agitada.

Belfegor da a los pibes gilada, de los tangos y comparsas, cenizas.

La vieja te esperaba con pizza esa a la que no darás probada. Por Matheu no te verá la hinchada, la de Chaca en el cielo se iza.

En mi Hispanoamérica pasa

que Eva y Adán vendan manzana, esa del paraíso te arrasa.

Jesús en la esquina su pan asa los pibes lo saborean y sanan, hay humo, Jesús apaga las brasas.

Soneto Marcial

Poetas de Kursk, de Kiev, de Teherán, vates de Tel-Aviv, de Cachemira; escribir veloz que la Muerte mira y todos los relojes se detendrán.

Cargados los obuses apuntarán

¡Ogón! o ¡Fire!, dirá

Casimira, el general Marte con largomira

¡Kaboom!, todos en la noche oirán.

Artillería rezó Napoleón: ella sola, es rey de las batallas. ¿Imaginas, lector, quién es el peón?

El temible rugido de un león, Melpómene herida de metralla, una sombra plañe un bandoneón.

Soneto otoñal

Yo he visto la flor más bella nacer, erguida y sola, en el basural.

Entre bolsas y papel pudo crecer, la que merece estar en un mural.

Un vergel el muchacho quiso vender, esperaba en bici en el umbral.

—Naranja dulce yo tengo pa´ vender.

—Dame mi garganta e´ un sequeral.

¡Qué dolor! Las hojas marrones yacen, la hojarasca es un río seco.

Las hojas nuevas solo agradecen.

Los poetas inquieren a su eco, su pena y su llanto acaecen y es su pecho, un oscuro hueco.

Destello de lo simple en su grandeza.

Pequeñas cosas que, siendo, aún refundan otro lugar del tiempo. Madre que va, viene...

Riega la escualidez de sus malvones y vive un poco más.

La batea es angosta como cielo entre los árboles, pero holgada la mirada, la faena es simple: enjabonar, estrujar, lavar, enjuagar, una y otra vez, la camisa, la blusa y tender, como Dios manda, las sábanas para que el viento sea quien me diga que mi madre ha muerto.

José Luis Frasinetti

Días

Días en que, si vivo estoy de verdad, desearía hablar con otro que no fuera yo diciéndome está vivo quien pelea. Frase absolutamente hecha y dicha, sí pero relativamente necesaria hoy que el día es gris y nadie conmigo habla sino yo que tacho un verso y otro y me desdigo absoluta y relativamente todo, la vida en el poema.

Y es que el Poema Duele Y ahora que el poema duele no estás para curarlo, madre, te has ido y, sin embargo, es tan lluvia el verso que no puedo dejar que duela este dolor tan cicatriz, tan empacho del mundo por el mundo.

Descansa en paz, la higuera que mi padre plantó, hondo el verano. Descansa en paz el gato barcino, el canario que vivió en su jaulón al acecho de lo manso y lo bravío.

Ahora todo es del viento y el poema es quien duele, madre que no estás, que ya no estás para curarlo.

Conversaciones Aquello a lo que ayer te resistías persiste, me dice un hombre que, barriendo su vereda, fuma. Un hombre que, en su juventud, leía a Jung.

Pero, ahora que, por edad o pura devoción, ama las contradicciones, diciendo buenas tardes, hace que llueva y llueva sobre mí el otoño.

Con qué irrefrenable cordura habla

del inconsciente colectivo.

Con qué oscura, obstinada pasión barre

hojas que no cayeron, nubes que, bajando hasta su voz, lo hacen hablar con pena. Sí, con pena de no haber leído a Borges y de haber comenzado a entender que la vida es un milagro pasajero.

Ocasiones

Ocasiones en que pensar no debiera y pienso, por ejemplo, ahora mientras entierro un gajo de malvón y son las manos de mi madre las que hunden la pala en la tierra, el gajo desmenuzando terrones, apartando raíces, dejando, tendidos, en el surco, el agua, el cielo.

Ocasiones

en que, dando vuelta la página, uno no lee ni escribe un poema, pero lee y escribe en la vida, la vida sembrando, cosechando, yendo —sin prisa y a tiempo— de vez en vez.

Ocasiones en que mi padre me pedía que resolviera sumar o restar y sumo y resuelvo vivir la vida como quiero y como puedo.

Ocasiones en que, partiendo en dos la manzana, vuelvo a partir en dos cada mitad y son cuatro, ahora, las partes del todo.

Ocasiones en que llueve y uno no debiera ser uno sino dos, tan sólo dos y no vivir tan solo.

Largometraje

Dicen

—los que infelices no han sido— que la tristeza es un extraño modo de ser feliz.

Pero tengo mis dudas y, en la realidad de la ficción, si la comedia es tragedia, no lo sé.

El final no es aún.

Un actor figurante acerca otro café y se va.

El actor de reparto insiste en revisar un diario que no lee y que mira.

Una a una, se suceden las tomas, las escenas.

Antagonista del destino, la tristeza es más auténtica a la hora de llorar y la alegría

la mira con otros ojos allí donde es verdad que duele el mundo.

Vestigios

Brusco desamparo de la luz sobre una abierta flor de pasionaria…

Los pájaros gorjean en un lugar de la tarde que es más allá…

En el fondo de una copa reposa el Malbec del mediodía y aún, en la pantalla, sobrevive una película de ayer…

Irá lloviendo en la ficción. Y nadie vendrá a esta realidad aparente en que soy Gregor Samsa. Y nadie su mano me dará para que, como Lázaro, me levante y ande.

Pero una mariposa revolotea en la medrosa enredadera que hoy ha florecido y no sé por qué el poema duele tanto.

Ahora, que el tiempo es un vestigio de la ausencia.

A Esdras Parra:

“Soy la sobreviviente, mis costillas lo saben”. In memoriam.

Porque en un mundo feliz nadie tiene miedo. Todos expresan sus sentimientos sin caretas, sin poses estudiadas actúan como niño al frente de un espejo o en una sala de baño, en el reflejo de su sombra en una piscina, contemplando su cuerpo de mujer moldeado por sí mismo y no mutilado como lo expresa la vulgaridad y lo soez.

En un ambiente feliz no importa si te consideran hombre o mujer, cada quién ríe, disfruta cayendo en éxtasis sobre su cuerpo y sobre el cuerpo que le agrada o desea

cambiar, y lo cambia.

Lo transforma

configurándose en un enigma, sumergiéndose en la capacidad de seducir o en la mirada descubierta por un destello fugaz.

En un mundo feliz nadie se siente oprimido ni acosado siendo chica-percibiéndose chico en ser obligado a llevar vestidos largos y lápiz labial, ni siendo muchacho-muchacha obligada a entrar a un baño público para caballeros.

Porque cada quién es gozoso, lúcida, divina maníaca como desea.

Porque cada quién sabe lo que quiere. Porque cada quién es feliz a su vivir.

VI

Siempre se tiene miedo.

De algo, de alguien, en la obscuridad se fantasea,

se duda, se es incoherente, aunque la verdad camine en la pupila.

Siempre se tiene miedo sobre algo que se desconoce, aunque se encuentre iluminado, y a simple vista.

siempre habrá temores que han sido inducidos por tus padres y familiares, y que a todos ellos han asustado, desde niños

ocultos debajo de las camas.

Verbos y palabras que no razonas, que vienen desde lejos de décadas pasadas, que te van amoldando hasta dejarte sin personalidad sin rumbos sin amigos si no logras rebelarte.

Hay situaciones de la vida que, aún escritas, no se explican solas,

reflejan sombras, alegrías, esperanzas, sueños, y amarguras dependiendo de los llantos, de la experiencia.

XIII

Desde el desgarro del vientre de la madre que pide que te reproduzcas, que busques cualquier hombre que te embarace.

un río de muerte te presagia que serás envuelta en un torbellino de espinas, por tu terquedad efímera (según lo cree) de no desear la lira de las parcas ni la miel ni la leche del edén que emana de Adán.

Te dice piensa en el vaivén de las luciérnagas debajo de los árboles florecerán

criaturas con tus cabellos y bellos ojos, olorosos a caramelos.

Desde el desgarro del grito de tu madre, menciona que te ríes, que es demasiado serio

el eco que oye en desazón y angustias al querer acariciar nietos jugando con ella en el jardín o en algún parque cambiar pañales con la sonrisa eterna de las abuelas.

Te ocasiona dolor gritarle a la niña que murió en ti, siendo reclamada por tu madre (según creencia de ella) de encontrarse extraviada.

Y todo lo que dice en realidad sabes que es silencio.

Y le explicas que, si sólo fuese gritar,

gritar, gritar, gritar hasta que la garganta se convierta en roca pues no eres un mueble ni cadáver ni guitarra ni tormenta fugaz. Que tú cantas en gozo de las delicias de los besos de las caderas y de las nucas descubiertas.

Que tiemblas en los brazos de tu amada, convirtiéndote en flor sumergida en la ebriedad que brota de las canciones de la piel, las cuales conoces a la perfección, y jamás te han producido ni bostezos, ni cansancios, ni aburrimientos, ni arrepentimientos cuando la mirada te delata.

Yamila, cuando el rabioso pájaro del desengaño haga su nido en tus pupilas, cuando conviertan tu pudor y tu alegría en un espíritu feroz del desencanto, cuando ese sádico fantasma que es el tiempo invada tu rostro y quizá en un hospital o un cementerio erradiques por completo los engaños del ego, cuando tu angustia se haga cólera y después desesperanza, cuando sientas muchas veces que estás perdiendo el juicio y recuerdes de repente que todo es como un juego, cuando hayas dominado finalmente la inimaginable proeza de tu lucidez, cuando comprendas definitivamente que lo único valioso nace del desgarro, cuando sepas que triunfar en lo que sea sin odio o sin cariño conlleva charlatanería,

cuando te llegue la vejez con su sereno vértigo y transforme tu presente en un sueño desgastado, no escribas el amor con letras negras, no admitas nunca lo bello del ocaso.

Ojalá evites el reclamo y los miedos y las lamentaciones; una luz irreprochable te protege.

Patria diminuta Yamila.

Derramarás un llanto inútil sobre ruinas opacas. Vivenciarás acorralada las epopeyas del Ser. Tendrás enorme recorrido en la amistad, en los adioses, en el amor más alto. Habrá muchachos extasiados capaces de renuncias indecibles por estrechar tu mano.

Después, uno a uno, los falsos bienes de la vida se te irán extraviando.

Otro comienzo

Supongamos que digo primavera, Yamila, esmeralda.

Que evoco la nobleza del caballo, libertad, manantiales risueños.

Un bosque intacto contra todas las cuestiones de este mundo y su falaz importancia.

Supongamos que escribo acantilado, relámpago, tibieza.

Que evoco alguna desnudez conmovedora, un fuego purificador; carcajadas y gestos amables.

El ego hambriento provoca desdicha.

Hay redención en lo más simple.

Otro comienzo al respirar muy hondo.

Supongamos que digo precipicio, nube, esperanza.

Después, terriblemente, esa patria diminuta que es tu cuerpo te irá desterrando.

Después el lento soplo del olvido se llevará tus huesos. Pero algo tuyo permanecerá, estará intacto en ésta y otras dimensiones.

Te comiste lo tierno de mí dejando un duro carozo,

el que arrojaste a ese pozo porque ya no te servía.

Me tiraste tierra encima y se volvió oscuro todo.

Pero debajo del lodo

yo me convertí en semilla

Y mirá qué maravilla

soy un duraznero hermoso.

Analía Romero Martín

Carcaza, necesito irme de mí.

Dejar de ser esta maraña de silencios.

Acreditar la convicción de que mis desvelos pasan para otros como el viento, sin cambiar intensidad ni derrotero.

Irme de mí.

De esta carcaza que mal cubre el desconsuelo al comprobar que se me escapan de las manos los anhelos, que fueron leña, fueron llamas, fueron cielos.

Irme de mí.

Al renunciar al ostracismo en que me encuentro. Abrir los ojos sin temor, sin retaceos. Ser de una vez y para siempre la que enfrente al mundo entero con esa paz que da el saber

María Rosa Rzepka Bartl

del pan ganado con esfuerzo.

Irme de mí, hallar la luz en una flor, en un te quiero. Una canción, un perro flaco, mil senderos.

Irme de mí para encontrarme en otra yo, libre del peso.

Seudónimo: Cavilaciones

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