Nudo Gordiano #43

Page 1


Julio-Agosto No.43

DIRECTORIO

Consejo Editorial

Enrique Ocampo Osorno

Ana Lorena Martínez Peña

Dirección General

Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Dirección de Diseño y Marketing

Mary Carmen Menchaca Maciel

Editora en Jefe

Ana Lorena Martínez Peña

Gerencia de Operaciones

Mario Alberto Osorno Millán

Toluca, Estado de México, México.

Nudo Gordiano, 2025.

Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.

Elizabeth Calvo Rosabal

M.

Noguera

Walter Hugo Rotela

Poemas - la Lanza

Hanny Santibañez

Decían que mi hermano menor era lento, y yo me convencí de aquello. Cuando inició su periodo escolar en el jardín de infantes, papá y mamá me encomendaron que lo acercase por las mañanas y lo recogiese al caer la tarde ya que ellos trabajaban mucho. Por aquellos tiempos yo ya cursaba la escuela y sentía vergüenza caminar junto a él. Su centro infantil y mi escuela compartían un mismo predio, solo estaban separadas por una cerca inmensa hecha de alambre metálico.

El primer día que mis compañeros de clase me vieron caminar cogido de su mano me pusieron sobrenombres, ya no me dejaron jugar con ellos en el recreo y hasta me apartaron del grupo de trabajo en la clase de inglés. Ante tal evento me había propuesto esa misma noche, cuando papá y mamá llegasen a casa, decirles que la compañía de mi hermano menor me estaba trayendo problemas. Cuando los tuve frente a mí, una extraña sensación de pertenencia me impidió sacar todas las palabras ensayadas y sólo pude proclamar: «¿Cómo les fue hoy en el trabajo?», ante lo cual recibí una respuesta: «Muy bien, y estamos orgullosos de que cuides a tu hermanito menor». Con esas últimas palabras un poco alentadoras, me retiré de la mesa donde cenábamos. Levanté toda la ropa que moraba en el piso de mi habitación, no tenía ganas de seguir jugando así que también guardé el balón de fútbol y me acosté en la cama. Quería pensar en una forma de salir de ese embrollo.

La casa se quedó en silencio, acompañaba mi reflexión. En la cocina, papá y mamá recogían los platos y demás utensilios, se escuchaba caer el agua que limpiaba los restos de comida en estos. Luego se trasladaron a la habitación contigua, allí ambos iniciaron a charlar con mi hermano menor, llegaban a mis oídos sonrisas, las mismas que me envolvieron en un ambiente de tranquilidad. Al llegar el siguiente día, me encontré nuevamente direccionando a mi hermano menor a su centro infantil, cuando dimos vuelta en la cuadra más próxima, escuché susurros detrás de mí; al regresar la vista, dos compañeros de mi clase pasaron empujándonos sin dirigirme la mirada, solo escuché que gritaron: «Suelta la mano de ese lento, o pronto te parecerás a él», dichas palabras nadaban en mi cabeza mientras mis piernas se movían con rumbo conocido. Un sonido envolvente llegó a lastimarme los oídos y me sacó de mi aletargamiento, era el pitido de la sirena que daba la señal de que las clases del jardín de infantes y la escuela iban a empezar, lo cual no me resultaba tan agradable. La profesora de mi hermano menor se me acercó para preguntarme sobre él. «Hoy se sintió indispuesto», le contesté de manera gentil y a la par le comenté que debía dirigirme a la escuela porque tenía una lección pendiente.

Edgar Luna

Aquel día me fue mejor de lo esperado, las burlas no se presentaron, anoté tres goles para que mi equipo de fútbol ganara en el recreo y hasta obtuve un diez en la lección de inglés. Cuando culminaron las clases, esperé que todos mis compañeros se fueran a sus casas, al quedarme solo, me direccioné al parque, allí sentado en la vereda, justo bajo la sombra que prodigaba un árbol, miré a mi hermano menor. «Aquí jugó todo el día», me dijo la tendera del quiosco, «lamento contarte que, por mi edad, no podré ayudarte en otra ocasión con el cuidado de tu hermanito», concluyó.

No pude más que agradecerle a la tendera del quiosco, hoy gracias a su ayuda mi estadía en la escuela volvió a ser la de antes. Mientras caminábamos rumbo a casa acompañados por el sol casi oculto en el horizonte, pensaba en otra persona que pudiese cuidar a mi hermano menor en los días venideros.

La tendera del quiosco me hizo el favor ya que he sido su cliente fiel hace un par de años. «¿Quién más podría socorrerme?», me interrogué mientras la silueta de nuestra casa se me presentó ante mis ojos.

Aquella noche, de igual forma me acosté temprano, seguía pensando en una forma de salir de ese embrollo. Las risas de la habitación contigua otra vez me volvieron a vestir de tranquilidad. A la mañana siguiente, a pocos metros de llegar a la escuela, miré a la profesora de mi hermano menor. Ella acostumbraba a recibir a cada uno de sus alumnos. No podía escapar de su vista, pues la entrada al jardín era la misma de la escuela. «¿Cómo sigue tu hermanito menor, hoy tampoco vendrá?», me preguntó. Le contesté que un poco mejor, pero que todavía no podía acudir a clase.

Aquella respuesta no pareció convencerla, así que me invitó a pasar a su aula, allí todos los niños se me quedaron mirando, nadie hacía el más mínimo ruido. Ella me entregó una citación, me comentó que el lunes próximo habrá entrega de libretas del primer ciclo. Que la presencia de mis padres era muy importante, ya que debía hablar con ellos para solventar los aportes que mi hermanito menor no tenía por haber faltado esos dos días. Con muestras de agradecimiento salí de aquel lugar, por suerte era viernes y tenía tiempo para pensar cómo salir de ese embrollo. Al culminar aquel día de clase. Fui el primero en salir del salón, me dirigí corriendo a casa, pero no entré a ella.

Toqué el timbre de la vecina de en frente, ella me tenía simpatía porque localicé a su gatito una vez que se extravió, se había ido a jugar con otros gatitos en el terreno baldío, y como ella tenía miedo de salir de casa ya que vivía sola, me vestí de héroe. «Fue un placer pasar el día con tu hermanito menor». Me dijo. Pero igual que la tendera del quiosco, su edad le impedía socorrerme en otra ocasión. Llegada la noche, otra vez me acosté en mi cama. No entregué la citación a mis padres.

Pero, según la conversación de la habitación contigua, me enteré de que ellos la habían recibido a través de un correo electrónico que la profesora de mi hermano menor les había enviado. Al dar oído a tal evento, me levanté, abrí mi maleta de la escuela y de entre tanto cuaderno saqué la preciada citación. Fui a entregarla de manera personal, aparentando un supuesto olvido. Mis padres me agradecieron por ese gesto, yo agregué que la profesora me la había encargado a mí, ya que mi hermanito menor quizá la podía extraviar.

Volví a mi cama aunque recibí la invitación para quedarme en la habitación contigua, pero no accedí, tenía que pensar sobre cómo de salir de ese embrollo.

El día añorado llegó, solo papá recibió la noticia en el jardín de infantes, pues a mamá no le dieron permiso en su trabajo. En la noche, nos sentamos a la mesa, papá tomó la palabra, mamá al enterarse de todo le prosiguió, hicieron acuerdos, mediaron, concluyeron que cada uno falló. Las responsabilidades como padre, madre y hermano mayor no se ejecutaron de manera correcta.

Al culminar la charla, cada uno fue a su cama, no hubo risas en la habitación contigua.

La vida en adelante siguió, a mi hermano menor y a mí nos consiguieron una enfermera personal para que nos acercase por las mañanas y nos recogiese al caer la tarde del jardín de infantes y la escuela ya que ellos con los nuevos gastos iban a trabajar mucho más. Esta nueva atención se transformó en un control extremo de mi disciplina y comportamiento. Las burlas en la escuela volvieron y eso empeoró la situación, como a ambos ahora la enfermera debía cuidarnos, mis compañeros de clase me gritaban que la lentitud de mi hermanito menor se me había pegado. Los fines de semana eran los únicos que tenía un poco de tranquilidad, ya que no miraba a nadie de la escuela y la enfermera no asistía a casa para vigilarme. Ese equilibrio se estropeó un sábado por la mañana. Mis padres para festejar el cumpleaños de mi hermano menor llamaron a su profesora, a varios de mis compañeros de clase y a la enfermera.

Por dicho evento, se olvidaron de comprarme mis zapatos favoritos de fútbol, los que necesitaba para el campeonato. En mi mente, esa extraña sensación de pertenencia se esfumó, así que furioso escapé de casa, más un automóvil truncó mi huida. Hoy veinte años después, desde mi estado vegetal, supe que mis padres fallecieron por cuestiones de la edad. Mi hermano menor no me abandonó, pensó en una forma para sacarme de esa situación. Por él tengo una enfermera que me brinda cuidados día y noche.

Cuando él llega de su trabajo, se quita su bata blanca y me lee revistas científicas que me han hecho entender que una anomalía en el cromosoma 21 no crea gente lenta, sino ángeles que nos cuidan.

Los ancianos cuentan entre susurros la historia que les contaban sus abuelos; cuando la isla era un paraíso y el pueblo vivía libre; no existía el hambre y la verdad no era un delito; cuando la isla era el lugar más próspero del mundo. Muchos envidiaban a sus habitantes y otros codiciaban sus riquezas naturales.

Pero esos tiempos quedaron atrás hace más de cien años desde la llegada de Los embusteros. Aquellos que engañaron al pueblo diciendo que su paraíso era el infierno, los que dijeron que los llevarían al verdadero paraíso en donde todo sería de todos, en donde todo sería perfecto, pero la verdad, todo lo que había en la isla dejó de ser del pueblo y pasó a ser de Los embusteros.

La isla paradisíaca se congeló en el tiempo, ya no fue la cuna del progreso, y ahora es el pueblo el que envidia al mundo entero. En la isla todos lloran cuando escuchan a susurros lo que por ingenuos les fue expropiado. En la isla todos lloran en silencio mientras intentan sobrevivir bajo el mando de Los embusteros que racionan la comida igual que las verdades entregándolas con gotero.

Estaba congelada en los tibios atardeceres de verano. Quedé congelada en el invierno, Somnolienta nieve que se derrite desde hace dos años.

En la radio sonaba la música clásica que la patrona escuchaba cada mañana mientras la otra mujer hacía el oficio doméstico. Por las tardes, ésta cambiaba la emisora para que la niña escuchara cuentos infantiles a la hora de la merienda. Por más apurada que estuviera la mujer con los oficios domésticos, cuando el tibio amarillo de la tarde se asomaba, ella se iba con la niña al fondo del patio para jugar con los juguetes hechos con sus propias manos. Todo era posible en la imaginación de la abuelita, quien ensamblaba con una lata de sardinas y cuatro chapas de refrescos, un carrito jalado con un mecate. Ahí la niña transportaba algunas piedrecillas y hojas que habían regresado a cobijar la tierra del jardín. Un muñequillo atado con hilos a una bolsa de plástico era el paracaídas que descendía con la suavidad del viento, que a veces se enredaba en alguna rama. Un frasco pequeño de vidrio con agua jabonosa y un resorte de alambre hacían la magia de las pompas de jabón. A algunas, la niña las alcanzaba con sus brincos; con otras, sus ojos chispeaban a través de los traslúcidos colores. No había espacio para el aburrimiento. Ambas jugaban a pintarse las uñas con los pétalos de las flores de chinas; ensartaban flores blancas en un hilo para jugar a bailarinas hawaianas; seguían los caminos de hormigas que se ocultaban bajo el cono de tierra.

Así transcurrían las tardes de verano, a excepción de algunas en las que las risas y los juegos mutaban en llanto y miedo. Esa tarde, la que hoy narro, la niña hizo algo que nunca más se repetiría. Mientras merendaba, el vaso con leche resbaló de sus manitas. El estruendo de los vidrios rotos rompió la hora de los cuentos. Los regaños de la abuelita saltaron de inmediato y tomándola de un brazo la jaló apresurada hasta el fondo del patio. Varias veces sus zapatos se chollaron cuando sus pies tropezaban entre sí. La niña golpeaba con sus manos la puerta que se cerró tras de sí. No cesaba de golpearla implorando perdón, creía que aún había tiempo para el arrepentimiento.

En vano, las manos que habían hecho los juguetes pasaron el cerrojo del picaporte exterior. Las pisadas se alejaron mientras hacían crujir a la hojarasca. Los alaridos revueltos con el lloriqueo huían de su garganta en un despavorido frenesí que rompía la quietud de todos los vivientes del lugar. Sin remedio, se enjugó los ojos con la manga del suéter rojo y deslizó su espalda sobre la puerta hasta quedar de cuclillas. Las viejas tablas de madera, estriadas por el comején, traqueaban con el golpeteo del viento. Ella sabía que eran los duendes que se habían enojado, igual que su abuelita cuando se le cayó el vaso con la leche. Estaba segura de que el ruido del vidrio roto los había despertado.

El temblor de su cuerpo la empujó a acurrucar su cabeza sobre sus rodillas. El ruido iba y venía como vocecillas que le reclamaban su mal comportamiento. Les gritó que se callaran, sin que le hicieran caso. Entonces, corrió hacia la esquina más lejana de la bodega, ahí se atrincheró mientras tapaba sus oídos con los pliegues del vestido. En un esfuerzo por ver algo, pasó su mirada por la oscuridad, hasta que vio en la parte más alta de la pared un haz de luz que se colaba por una rendija; haz de luz que respiraba el olor a madera y humedad sacudidos por los sollozos de la chiquilla. Tablas desvencijadas que transpiraban el polvo mezclado con los residuos de ceniza del volcán Irazú que, tan solo hacía dos años había explotado su furia. Los graves susurros de los duendes recorrían su cuerpo haciéndola temblar. Los mocos resbalaban hasta entrar por su boca, oscuridad salobre que estrujaba aún más su llanto. Se volvió a escurrir las lágrimas y vio que el haz de luz alumbraba los ojos del Corazón de Jesús. Su corazón se aceleró dejando salir un grito ahogado.

El cuadro colgaba de un clavo. Aun así, los ojos la perseguían hacia cualquier centímetro a donde ella se moviera, mirada nefasta que se clavó en su cara moquienta. Los escalofríos envolvieron su cuerpo, sus piernas temblaron hasta hacerla perder el control, cayendo de rodillas. No cesaba de llorar y arrepentirse por haber botado el vaso con leche. El eco de “la comida es sagrada, no se bota” se agazapó en las voces de los duendes mientras el santo la miraba. Sintió que el manto del santo la envolvía, como atrapándola dentro de un saco de yute. Trémula, se levantó y caminó a tientas; tropezó con varios objetos hasta que encontró un espacio entre la pared y un estañón.

El olor a herrumbre que expedía éste, se mezcló con el recuerdo del incienso que el sacerdote sahumaba en la iglesia mientras todos los creyentes suplicaban perdón al cielo. Pero ese recuerdo no disipó la mirada del santo que flotaba por doquier. Lo único que se le ocurrió fue taparse la cara, creía que al hacer eso los ojos no la verían más. Con el trote de su pecho se rompía aún más el silencio dentro de la bodega. Disgustados, los viejos inquilinos empezaron a salir de entre las tablas rotas. Inquietos, unos caminaban por las paredes, otros volaban con un zumbido que la aturdía. Desde algún otro lado, no sabía de dónde, escuchaba un sonido familiar: chuck, chuck.

Los chirridos de los geckos la entretuvieron; recordó que cuando los veía quietos sobre el muro del patio, los tocaba con una hojita seca. Entonces enmudecían su chuck, chuck y corrían asustados en busca de un escondite entre las grietas de cemento. Un poco más tranquila, quitó las manos de su carita y vio que el haz de luz se había inclinado, dejando en penumbra la mirada del santo. Su cuerpo empezaba a sentir la tibieza del atardecer endulzado con el trinar de los come maíz y yigüirros que daban la bienvenida al celaje de cada tarde de verano. Sentía que ya había pasado mucho tiempo. Quizás no.

La poca luz que entraba por las rendijas se resbalaba sobre una mesa. Había poco espacio para moverse, dio un paso hacia adelante y chocó con algún objeto. A tientas se movió hacia un lado y algo sólido la detuvo. No quería tocar nada, temía que sus manitas se ensuciaran y luego le pegaran por haber manchado su vestido. Por fin, se atrevió a tocar lo que estaba encima de la mesa. Sus dedos le dijeron que había mucha suciedad y que ahí descansaban ciegos algunos chunches. Por más que tanteaba no lograba saber qué eran: algunos tenían formas redondas, otros eran largos y gruesos, otros se sentían temblorosos de frío. Sus formas y texturas no le recordaban nada conocido.

Mientras tanteaba sobre la mesa, sintió una punzada en su dedo índice y le empezó a salir sangre; sus gritos se filtraron entre las rendijas y más bichos salieron de sus guaridas. Apretando la herida con su dedo pulgar, se quedó queditica de pie, sintiéndose como que un vacío la jalaba. Cansada, con ganas de sentarse y no había a dónde. Su banquito estaba en la cocina de la casa. El haz de luz se inclinó un poco más hacia el suelo de cemento. El manto oscuro atrapaba aún más al lugar. Veía algunos parchecitos de luz que, al alumbrar la suciedad del piso, dejaban ver los zurullos empolvados.

Se movió hacia un costado de la puerta, llegando a una esquina en donde su carita quedó atrapada en una tela de araña. Una corchea en se escapó de su garganta. Pasó sus manos por la cara lo más rápido que pudo, conforme intentaba quitar todos los hilos pegajosos, pero estos se quedaron pegados en sus dedos y muy a su pesar los restregó sobre su vestido de librete. El asco de la pegajosidad la desbordó otra vez en llanto, ya no sabía a dónde más moverse. De repente, escuchó zumbidos estrellándose contra varias paredes. Ella sabía que esa era la guarida de cucarachas grandes de color café que, torpes en su vuelo, chocaban sus pesados cuerpos contra las paredes y los chunches amontonados.

Las había visto varias veces cuando la llevaban a tirar algún coso inservible.Esos horribles bichos estaban ahí, aunque no pudiera verlos. Al poco tiempo se unió otro sonido grave que persistente roía alguna tabla de la destartalada bodega. Ese ruido le recordó a su cuilo. Con extrañeza pensó: “Mi cuilo se lo llevaron porque me orinaba encima”.

No tenía idea quién o qué podría estar haciendo esa incesante bulla. Las vibraciones la escalofriaron tanto que buscó a tientas otro refugio. Un refugio dentro del lugar del castigo. Después de tropezar con varios objetos, logró encontrar un lugar vacío. Se sentó sobre el suelo, no sin antes levantar los encajes de su vestido y del fustán. No podía ensuciarlos. Vio que el haz de luz palidecía. Inclinándose, así como la aguja más grande del reloj que colgaba en la pared del comedor, se acercaba a la media hora. Su abuelita le había enseñado la hora en punto, el cuarto y la media.

Al desviar su mirada, encontró un pequeño hueco en la pared. A través de él miró hacia afuera. ¡Ahí estaba, qué hermoso se veía el árbol cargado de guayabas! Tanto fue su éxtasis que el fulgor de sus ojitos se entrecruzó con la tibia claridad. Acercó su nariz al hueco y por unos instantes el aire la acarició con el aroma de las guayabas. A pesar de que el miedo no se disipaba, sus sollozos callaban de a poquito y podía escuchar otros sonidos. Crocantes ruidos la inquietaron. Estiró una mano y tocó algo de papel; con sigilo, se levantó mientras seguía tocando. Supo que eran los periódicos apilados en un montículo que no podía alcanzar. Eran los periódicos con los que se divirtió muchas tardes viendo las figurillas de “Pepita y Lorenzo, Batman y El llanero solitario”. Aunque aún no sabía leer, igual se divertía. Ese recuerdo atenúo su miedo, hasta que agudos zumbidos empezaron a pulular alrededor de ella. Se le acercaban, iban y venían, rondaban su cara y enmudecían cuando los bichos se abalanzaban sobre sus cachetes, dejándole piquetes. Con el ceño fruncido se daba manotazos, despeinando sus rubios colochos, sin lograr ahuyentarlos. Pronto las ronchas empezaron a picarle. Sabía que eran zancudos, todos los días aparecían cuando la oscuridad amortajaba el final de cada día.

Pasado un rato, las chicharras iniciaron su habitual concierto que, junto con los zumbidos de los zancudos, el torpe vuelo de las cucarachas y los chillidos de los roedores la atormentaron tanto que empezó a llorar otra vez. El viento se marchó, aún así las tablas de las paredes traqueaban incesantes, emitiendo susurros ininteligibles que exhalaban un frío olor. Escuchaba muchos ruidos, excepto los que más anhelaba: el regreso de las pisadas de su abuelita. El haz de luz se fue a dormir. Y así, durante algunas tardes, muchas quizás, la densa oscuridad dialogó con sus inocentes pensamientos, uniéndola en perpetua amistad con la soledad; compañías preferidas en lo que quedaría de su camino.

En una tibia mañana de abril, la vieja se despertó con la impetuosa claridad que traspasaba las cortinas del ventanal de su habitación. Quedose quieta por unos minutos repasando los últimos sueños de la noche. Tranquila, se levantó, chorreó su café y sentándose frente al lienzo, junto al ventanal desde el cual veía al árbol de guayabas, dio las últimas pinceladas doradas a los colochos de la niña arrinconada en la bodega.

Era viernes por la mañana. Me levanté de la cama muy temprano con un agudo dolor en el cuello y con una execrable sensación de vacío. La dificultad para conciliar el sueño se estaba convirtiendo en algo habitual. Abrí la ventana y de inmediato percibí que una estela de colores y fragancias matizaba el aire con inquietante anticipación. La fiesta de la primavera hacía sentir su presencia y, como es costumbre, la comunidad asiática esperaba la luna nueva para iniciar las celebraciones. Los ánimos se desbordaban por las calles con la esperanza de que el Año Nuevo Chino trajera suerte y riqueza y, mientras tanto, yo ignoraba el rumbo que mi vida estaba a punto de tomar.

En la familia en la que crecí siempre se pensó que los restaurantes chinos adolecían de las condiciones básicas de higiene, así que me aseguré de comer antes de la cita para no tener que ordenar algún platillo de nombre exótico y de dudosa manufactura. Salí de casa y caminé hasta llegar a un pequeño café afrancesado, Le Petit Bistrot, con el vivo deseo de deleitar mi paladar con una baguette o un croissant; y la vista con las sensuales formas de Margot Dubois, la dueña. Tan pronto terminé me dirigí al lugar de la cita. No fue difícil ubicarlo. Los restaurantes chinos son inconfundibles; las linternas de papel se podían ver desde la esquina y los dragones pintados con trazos curvos y sinuosos en las vidrieras parecían darme la bienvenida a un mundo milenario dominado por el misterio y la leyenda.

Ahí estaba él. Estatura media y complexión delgada, piel morena clara y cabello oscuro con algunos mechones grises salpicados caprichosamente sobre su cabeza; Xiang no me pareció alguien especial. Su aspecto era, en el mejor de los casos, ordinario. Al principio me resultó difícil calcular su edad —los asiáticos siempre se ven más jóvenes de lo que realmente son—, pero no estaba particularmente interesado en esos detalles, lo que me disgustaba era sentirme obligado a realizar la entrevista en francés, aprendí el idioma por necesidad, pero siempre he dicho que los extranjeros que vienen a mi país deben hablar español. Al entrar, noté que había poca gente. La columna de gabinetes que estaba ubicada del lado izquierdo sirvió como guía a mi mirada; en el fondo pude ver a Ricardo, mi compañero del periódico, quien ya estaba sentado en compañía de Xiang. Recorrí con cierta pesadumbre el pasillo observando en la pared opuesta una nutrida colección de figuras de porcelana, entre ellas, un dragón de cuerpo ondulante y de vivos colores parecía vigilarme con sus enormes ojos. Suspiré sin desearlo, imaginando una larga tarde, tal vez, soporífera.

—Enchanté de faire votre connaissance, Armando…! —pronunció Xiang en un francés perfecto y con una voz tan grave y profunda que me cimbró.

—¡El gusto es mío…! —atiné a responder sintiendo todavía las vibraciones que su voz había provocado en mi cuerpo.

Ese timbre no correspondía a sus características físicas; si lo hubiera escuchado sin verlo, habría creído que se trataba de un hombre grande, corpulento, con una caja toráxica que permitiera ese tipo de resonancia, como la de un barítono cantando en la cercanía.

Ricardo notó mi desconcierto e intervino de inmediato.

—Armando es mi compañero. Es mi amigo. Si en alguien puedo confiar, es en él. Puedes sentirte tranquilo, Xiang —dijo mi leal escudero quien pudo transmitir el mensaje a pesar de su limitado vocabulario y una dolorosa pronunciación del francés.

El rostro de Xiang dejó entrever una sutil sonrisa y de inmediato pude ver la forma en que su cuerpo se relajaba; sus hombros cayeron distendidos y pudo regresar con más holgura a la silla. Instantes después, como si hubiera estado minuciosamente planeado, una joven mujer asiática se acercó a la mesa. Esa fue para mí, una segunda revelación. Su piel era tan blanca que parecía hecha de porcelana. Delgada y espigada. Sus labios pequeños y ojos grandes me hicieron soñar despierto. Xiang se dirigió a ella y pronunció algunas palabras en mandarín.

—Le pedí a Xin Yi que nos trajera algo para comer. Estoy seguro de que lo van a disfrutar —se dirigió Xiang a nosotros con amabilidad.

Intenté ocultar mi ansiedad con un gesto forzado; mi rostro sólo pudo responder con una sonrisa cuasi mecánica. De pronto, a mi cabeza llegaron imágenes de

una cocina sucia, infestada de alimañas e insectos moviéndose por pisos y paredes, de ratas furtivas esperando el momento para alimentar a sus crías; imaginé a los cocineros limpiándose el sudor de la frente con las mismas manos con las que preparaban nuestros alimentos…

—Ricardo dice que tienen interés en las cárceles chinas y en el trabajo forzado que ahí se practica—se escuchó la voz resonante de Xiang.

—Sí, así es. El periódico nos está apoyando para llevar a cabo una investigación, pero antes…

—¡No hago esto por dinero! Quiero ser muy claro. Lo hago porque es mi deber.

¡El mundo necesita escuchar mi historia y necesita saber lo que pasa ahí dentro! —enfatizó Xiang elevando un poco el tono de voz.

—Te escuchamos —le respondí intercambiando una mirada de desconcierto con Ricardo.

—Puedes incluir en tu artículo todo lo que voy a decir, pero mi identidad debe permanecer anónima. El gobierno tiene ojos y oídos en todos lados.

Ya lo puedes imaginar, mi cabeza tiene un precio.

—¡Sí, sí! ¿Deseas que cambie tu nombre por…?

—¡Patrick Janssens! De nacionalidad belga.

Xin Yi apareció caminando por el pasillo con inusitada gracia. En sus manos se apoyaba una charola con un plato grande y tres bebidas. Mis ojos se dirigieron a sus pies: pequeños, femeninos y delicados. Sus zapatillas se veían nuevas y lustrosas. No lo puedo negar, mi corazón se agitó y tuve que esforzarme para mantenerme concentrado en el asunto que me tenía ahí sentado.

—¡Es un infierno! ¡Es un infierno! —repitió Xiang con la mirada baja—. ¡El mundo tiene que saber lo que pasa ahí!

—¿Por qué no inicias contándonos cómo es que llegaste a esa prisión? —pregunté con cierta precaución.

—Soy parte de una red clandestina. Nosotros enviamos todo tipo de información al extranjero: documentos, fotos, videos… Pero eso no es lo importante. Llegas ahí y lo pierdes todo… todo. El tono severo de su voz nos obligó a guardar silencio. La mirada de Xiang se perdió en el vacío como recreando una película delante de sus ojos.

—Te obligan a trabajar de 13 a 15 horas todos los días. Recibes una pequeña porción de comida con humores pestilentes, pero la esperas con ansias. No hay descanso. El cansancio se castiga. Te torturan. Después de unos días, pierdes la noción del tiempo; no sabes en qué día estás, no sabes qué hora es.

Llega un momento en que no sabes si lo que tus ojos ven es la realidad o un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. Tus manos y tus brazos no responden. Quieres gritar, quieres llorar, pero el agotamiento te lo impide. Y sólo queda el dolor. Los ojos de Xiang comenzaron a tornarse cristalinos. Ricardo y yo volvimos a intercambiar una mirada y le hice una seña con la mano para que diéramos tiempo al atribulado hombre. Después de unos momentos, Xiang levantó la cabeza y nos miró de una manera que nunca olvidaré.

—El día que llegué me llevaron a un cuarto. No sabía de qué se trataba, pero pude imaginar que no sería nada bueno. Sólo había una silla y detrás, una mesa, ambas de madera. Lo que más llamó mi atención es que estaban fijas al piso con placas de metal; era imposible moverlas.

—¿Placas de metal? —preguntó Ricardo, incrédulo.

—¡Sí, escúchenlo bien! ¡Placas de metal! Tan pronto me senté, dos hombres se apresuraron a sacar unas cuerdas y me amarraron los brazos y las piernas. Hicieron pasar las cuerdas por unos aros que estaban en las patas de la mesa. Luego, estiraron las cuerdas de tal forma que mis brazos quedaron apuntando hacia atrás de mi cuerpo. ¡De inmediato sentí la presión que las cuerdas hacían en mis articulaciones!

—¡Mierda! ¿Por cuánto tiempo estuviste en esa posición? —pregunté deseando que la respuesta tranquilizara un poco mi nerviosismo.

—Tres días. Tres días…

El rostro de Ricardo comenzaba a descomponerse. Tomé con disimulo una servilleta para secar el sudor que ya brotaba por mi frente sabiendo que tan sólo era el principio de su historia.

—¿Tres días? —pensé en voz alta.

—Ellos saben muy bien lo que hacen. ¡Son expertos! Poco a poco van aumentando la presión. ¡No te das cuenta hasta que el dolor te hace gritar! Mi caso fue peor porque me negué a tomar los alimentos que llevaron.

—¿Temías que la comida estuviera… envenenada? —pregunté con torpeza.

—Te obligan a comer porque tarde o temprano vas a tener necesidad de… ya saben, de evacuar… ¡Te obligan a pudrirte en tu propia mierda durante tres días!

—No… no sé qué decir, Xiang. Había escuchado cosas, pero nunca imaginé nada de esto— comenté intentando corregir mi intervención previa.

—Al segundo día, no pude soportar más la presión de las cuerdas. Sentí que algo se desgarraba en mi hombro izquierdo—, continuó el asiático con su relato como si nunca hubiera escuchado mis palabras.

Xiang intentó levantar su brazo izquierdo, pero no lo logró; al llegar a media altura se desplomó como si estuviera hecho de paja. Sin levantar la mirada, suspiró y quedó en silencio, atrapado en algún lugar infame de su memoria sin poder escapar de ahí.

—¡El mundo tiene que saber lo que pasa ahí! —repitió Xiang con mayor desesperación.

De pronto, sentí un extraño impulso por levantarme. Pedí a Xiang y a Ricardo que me disculparan para ir al baño. El estrecho pasillo por el que tuve que caminar pasaba por la

cocina y en mi camino me encontré con la mirada de Xin Yi en una mezcla de malicia y sensualidad que su cuerpo acompañaba con el codo recargado sobre la barra de la cocina. Creo que sí hay algo de cierto en eso de “miradas que matan” porque la suya me hizo sentir intoxicado. Tal vez me sonrió, tal vez se mordió los labios. No lo sé. Ya no estoy tan seguro. Es cierto que me sentí avergonzado; yo, pensando en Xin Yi cuando debería sentir indignación por la tragedia de este hombre de aspecto ordinario, cabellos desordenados y voz profunda. Secaba mis manos esforzándome por ordenar un poco el caos en mi cabeza: el insomnio, la migraña, el inminente divorcio, la historia de Xiang y… Xin Yi… Era imposible no pensar en ella. Y en ese preciso instante, bajo una atmósfera densa, extraña, se escuchó una vigorosa ráfaga de viento acompañada de un grito ahogado y el estruendo de platos que se rompían al caer. Me apresuré a salir y corrí por el pasillo tan rápido como mis piernas pudieron.

Los palillos con los que Xiang comía estaban enterrados en sus ojos; dos hilos de sangre escurrían por ellos mientras que su cabeza tendía completamente echada hacia atrás con la boca bien abierta y sus brazos, inertes, colgando a los costados. Busqué de inmediato a Ricardo; Xin Yi acomodaba con cuidado su cabeza sobre la mesa después de haberle fracturado el cuello. ¡Intenté gritar, intenté detenerla, pero mi cuerpo no respondió! Ella me volvió a mirar con esos ojos grandes llenos de secretos inconfesables y me sonrió.

Entonces, desabotonó su blusa y la bajó. Su cuerpo quedó parcialmente desnudo. Noté que su respiración se agitaba haciendo ver más grandes sus sensuales pechos; sus pezones largos y erectos me hicieron comprender que todo lo que sucedía le daba un inmenso placer y que jugueteaba conmigo haciéndome sentir como una presa indefensa a punto de ser devorada. Antes de que pudiera reaccionar, me dio la espalda para mostrarme un soberbio y fastuoso dragón chino tatuado sobre su piel. Y así pude contemplar, en un momento indescriptible, bajo una mezcla de terror, devoción y deseo, la naturaleza más íntima de aquél ser magnífico: enormes ojos de langosta, cuernos de ciervo elevándose sobre el hocico de camello, bigotes de bagre cubriendo la nariz de perro, una melena de león agitándose por el viento al mismo tiempo que la cola de serpiente y las garras de águila se preparaban para asestar el golpe mortal. Un par de lágrimas incontenibles corrieron por mis mejillas al mismo tiempo que ella desaparecía del lugar con un ágil y elegante movimiento.

¿Por qué me dejó vivir? No lo sé. Estoy seguro de que mi nombre figuraba en esa lista de curiosos, informantes y delatores. Perdonó mi vida y nunca sabré la razón. Tal vez me sorprenda un día en la puerta de mi casa o me encuentre al caminar por las calles; tal vez me aceche en el día bajo la luz del sol o en la noche cuando esté dormido. No importa. Quiero que Xin Yi —la Mujer Dragón— me seduzca y posea con su mirada y me sonría como sólo ella lo sabe hacer. Y si tiene un poco de piedad, quizá me deje escuchar su voz por última vez, dulce y etérea, antes de apoderarse de mi último suspiro.

El titular de la nota rezaba exactamente así: “Maestras y alumnos cayeron al vacío tras el hundimiento del piso de un salón en una escuela rural de Sauce”. A primera vista parecía un titular algo espectacular, creado por el cronista a fin de que leyeran lo sucedido en un pueblo al interior del país. Pocos acuden a conocer la realidad de esos lugares, aunque estos disten de apenas sesenta o setenta kilómetros de la capital; y, además, se vuelven lejanos tras el paso cierto de las elecciones gubernamentales. Los pueblos son noticia cuando algún candidato o autoridades nacionales o departamentales acuden a inaugurar alguna obra o cuando visitan el lugar como parte de su campaña política con el objetivo cierto de conseguir votos. Pero, después desaparecen los candidatos, los titulares, las cámaras, y el interés de los habitantes de poblados grandes.

Como conozco a un alcalde de una localidad vecina, lo consulté porque sé que es una persona muy activa y se interesa por todo lo que le permita estar en la cresta de la ola, aunque sea para ofrecer sus servicios privados, porque “todo tiene que ver con todo” —eso lo dice él—. Involucra su actividad social con la privada todo el tiempo, aunque busca que no se note. Tiene siempre una oportunidad para vender algo, ofrecer un servicio, y nada se le escapa; se acercó a la escuela de inmediato cuando supo del asunto, un d í a antes de publicad a la nota.

“Algo raro pasa”, fue lo primero que me dijo como en voz baja, la tarde que lo llamé por teléfono. Me pidió que lo visitara esa misma tarde, así que lo hice. Me llevó al lugar y juntos accedimos al predio por la zona de los campos linderos. Resulta que los niños y la maestra habían caído, sí porque se desmoronó el piso de madera de un salón de clase, pero existía un punto más oscuro que el simple deterioro de la madera.

Existía una suerte de pasaje ahí. Una construcción secreta de militares en medio de la nada. Una colaboración de tres países de la que nadie habló nunca; era un lugar ignorado por todos, y donde algo sucedía, pero no se sabía qué. Y ni lento ni perezoso, este alcalde estaba dispuesto a averiguar qué podía entender para obtener alguna cosa. Esta era su esencia y me pareció demasiado interesante a la vez que intrigante para dejar pasar la oportunidad. No nos tomó más que unos minutos decidir bajar a ver de qué trataba este punto de acceso oculto. La zona era un punto lejano de entrada a las instalaciones secretas y nunca creyeron que se descubriría. Más de trescientos metros de túneles nos llevaron al otro lado de la colina; según nuestros cálculos en dirección sur-nordeste.

No fue mucho lo que pudimos apreciar, pero sí un conjunto de vías y vagones como de minería y muchas cajas apiladas con inscripciones que simplemente denominaré estaban en chino mandarín porque desconozco con exactitud cuál era, pues podría ser el wu, el mino, el cantonés, y había además otras inscripciones en una suerte de cajas metálicas —de dimensiones variadas y aspecto muy particular— que nada tenían que ver con idioma alguno conocido.

No eran pictogramas, lo cierto es que no estaban en español y, además, que todo eso que apareció ante nuestra vista no figuraba en ninguna parte. No existía en la zona un acceso con cartel o un dominio identificado de alguna manera especial, todo estaba dentro del predio privado de un estanciero dedicado a la plantación de hortalizas y papas. En su campo había unos galpones donde guardaba maquinaria agrícola y otras cosas de sus actividades, nada que llamara la atención de los pocos pobladores de la zona rural. Volvimos sobre nuestros pasos y pudimos salir sin ser vistos, bajo la protección de la oscuridad de la noche cerrada. Nos alejamos sin hablar y en cuanto llegamos a casa de este alcalde nos tomamos un güisqui para digerir aquello visto. En el sur de la Argentina habían montado una gran instalación china, ¿será que aquí estaban en lo mismo? ¿o el tema es otro? Lo cierto es que existía un vacío. Un vacío enorme de desinformación.

Una profunda fosa con materiales en su interior llevaba a un túnel que tenía inscripciones en lenguas extranjeras, extrañas claramente, y una de ellas en especial, más nadie reportaba nada sobre el asunto. Han pasado pocos días de nuestra incursión al punto del hundimiento. Nada nos parece más inquietante que aquello que vimos; hemos platicado estos cinco días sobre el asunto. Investigamos todo lo posible con la mayor discreción. Creo que volveremos al lugar, pero si no regresamos, que quede constancia de que fuimos testigos de una maniobra secreta que fue descubierta por mera casualidad, aunque el secreto lo conozcamos sólo nosotros porque el gran público nada sabe de ello.

En un lugar seguro dejo más información sobre las coordenadas y detalles de lo que vimos y fotografiamos al acceder. Si algo nos llegara a suceder, tras nuestro próximo ingreso a la zona subterránea, una persona dará a conocer los detalles. . .

Jesús Reyes

Con los nudos en la garganta y con la lengua atropellada, pero con las ideas firmes, de tanto masticarlas, de tanto lloraras, de tanto escucharlas, en la boca de los otros. Sin prisa, sin miedo, con rabia.

I

Una abertura hecha a pico y pala: una fosa común a cielo abierto.

Un nicho de ladrillo y cemento.

Un mausoleo entreabierto.

Un vaso rasgado:

una rosa marchita, un clavel de plástico una corona de papel.

II

Una figura gris, una vela derretida.

Una medalla, una cadena.

¡Una sombra al caer el sol!

III

Una abertura: tus ojos abiertos.

Una serpiente enroscada.

¡Es imposible huir, imposible!

He de partir. No más inercia bajo el sol. No más sangre anonadada. No más filas para morir. Alejandra Pizarnik

Jorge Acevedo

Es ese río indomable es esa voz cristalina de cauce acariciando las piedras… Es el latir resonando en la piel del tiempo. Cada pueblo hace que la tierra llore cuando la olvidan, en cada semilla de ésta aparece un renacer. Y no hubo ecos de voces sin danzar sobre la luna. Y no hubo muros sin sueños candentes que frenen el viento frío de un sueño justo. Y no hubo historias escritas sin sudor como lluvia salada. Y no hubo monte, océano, ni montañas con distancias que obstruyan las venas sangrantes de América. Es el pulso infinito de tinta escrita en cada cultura, todo está vivo y candente, las manos curtidas sembrando esperanza. Cada rincón de cada ciudad es esa madre tejiendo con hilos de amor y pujanza aquellos secretos que alzan la verdad. Vasto jardín de voces y escritos, tierras fecundas pariendo intelectuales… Poetas acariciando fragancias como néctar de placer.

Cada pueblo fue una cuna. Cada comunidad tuvo su voz y, entre todos,

la raíz más profunda que hoy abrazamos. Ésta bebe del río más antiguo, y se agita al ritmo del propio viento. Esos infinitos pueblos, esos ríos de memorias que fluyen en el pasado y se hacen “carne” aquí y ahora.

Llevando como estandarte firme la herencia de sus ancestros. Voces de selvas y llanuras enredados en un mismo paisaje. Lenguas culturales, tradiciones que brotan entre raíces de pieles. Corazones insurgentes que comparten desigualdades entre sus hermanos.

Cantos de barro al sol, manos curtidas, espaldas sin descanso, resistencias cotidianas a la razón, siestas donde se engendran hijos. Somos ese canto que la tierra pensó antes de nacer en respuesta al universo

Oscar William Duro Hernandez

y su propio misterio. Hoy este pedazo del mundo es el fuego antiguo que se niega a apagarse, es la espiga que danza aunque el manto de hierba esté entre sombras y camine sobre reflejos. América es ese suspiro largo y cansino que atraviesa el mundo con el grito más antiguo de los pueblos originarios que se trepan en las montañas y caminan descalzos por el desierto, serpenteando ríos y llanuras hasta encontrar la paz infinita. Continente de luchas y sueños, tierra más desigual del planeta, nieve que hela su norte, fuego que quema su sur, rostros de miradas translúcidas de poco futuro, lenguas y tradiciones de esperanza rebeldes

mirando desde abajo el horizonte y desde arriba los sueños por luchar… Como hijos de muchas sangres,

como hijos de distintos tiempos, como latido desafiante al olvido. Latinoamérica entona con una voz muy fuerte su ¡grito de paz y libertad! Por y para siempre.

“Sueño que florece”.

Difícil es despertar el día, caminar la calle, respirar, comer fumar y que no estén.

Difícil es ir al trabajo ir al mercado sonreír la tarde besar la noche versar la rabia y que sigan sin estar.

Fácil es que los ojos se agüen se llenen de coraje de indignación de tristeza acumulada de sentirlos cerca de saberlos lejos de abrazar su ausencia.

Fácil debería ser tapizar las calles juntar las voces enfocar miradas enlazar las manos y no dormir hasta que aparezcan.

Jorge Daniel Cabrera a Julio César Mondragón Fontes

Mamíferos en dos patas sin rostro por siempre poner la otra mejilla

maxilares descubiertos la rabia de saberse asesinados

del género sapiens sin ojos la fe siempre ciega cuencas vacías la vida carcomida

educados monos sin boca porque la palabra arde quema carcome la piel aún viva casi muerta.

Hechos aislados cotidianos.

¡La flor pudo nunca contra el napalm! grita un loco en el centro de la plaza.

Mi/tu barrio se atrinchera busca valor vinagre y candela en la cocina es lo que nos queda en una patria donde luchar por la justicia e s un acto terrorista.

La noche témpano de hielo el aire ferviente calentura.

En tiempos de revolución dos cuerpos violentos se aman destienden la carne distienden las almas desnudan las camas y abren las puertas a la par de las piernas.

A ellos se unieron los miles se amaron sin prisa contentos desnudos tumbaron estatuas de flatos tiranos que esconden la paz

en cuentas bancarias

tiraron los muros quemaron banderas construyeron futuro asaltaron las calles invadiendo de amor las sucias banquetas

fundaron el mundo tan siempre anhelado negado tan siempre tan siempre luchado soñado tan siempre

fundaron el mundo sin partido ni estado sin bandera ni patria sin dios y sin diablo.

de otra forma se hubiese fracasado.

Un paisaje con colores de infancia donde la calma es paraíso debajo de las nubes imperfectas donde no hay simios excitados ni palomas castradas lejos de ciudades que giran en la fiebre de brillos y caprichos que son humo de títeres de oscura alegría de lo que se mancha muy hondo con la prostitución un paisaje con trigales y pinos donde el aire lleva el polen de la divinidad donde cada tesoro tiene su lugar donde todos los reinos se expresan en uno donde un cielo se cierra y se abre otro.

*Poema inspirado en la obra “Campo de trigo con cipreses” de Vincent Van Gogh.

Versos por Munch*

Atardecer de puente y lago un camino terrible de inocencia a calavera un grito de orfandad por una civilización que no ha podido un paseo de personas como espectros

lucidez que corroe hasta los huesos (lucidez sin revancha)

belleza sepultada

belleza abrumadora que sólo se advierte desde la quietud después del huracán de ruido y drama del desfile siniestro de disfraces un alma cruza un límite (pierde sus cabales) y ruega enajenada con las palmas en la cara ya nunca regresar a este planeta.

*Poema inspirado en la obra “El grito” de Edvard Munch.

Versos por Caspar David*

Por encima de peñascos y abismos sin regreso.

De mares de niebla que se superponen.

De monstruos que idolatran a monstruos.

De reptiles y búhos y pirañas.

De espíritus con heroísmo.

De almas resistiendo en el valle de las sombras.

De amantes que se abrazan en el corazón de las tormentas.

De quienes saben lo vital desde la sangre.

De hipócritas con gestos de solemnidad, santiguándose.

De leones majestuosos que llevan la muerte en el instinto.

De todo lo sagrado que se rompe como un pájaro inocente al que degüellan.

De cobardes con un vértigo maligno para afrontar lo que sienten.

De la lluvia de luz sobre la infancia que juega.

De jardines bajo el sol donde las tardes ríen.

De hormigas como Budas y Cristos, Napoleones y Atilas.

Una belleza blanca de montañas imponentes.

De nubes que vibran y revelan en una claridad ilimitada.

*Poema inspirado en la obra “Caminante sobre un mar de nubes” de Caspar David Friedrich.

Versos por El Bosco*

A los pies de la cama infectada un cofre color ámbar.

En ese cofre color ámbar el ojo que todo lo ve.

La muerte irrumpe a la hora exacta.

Cruza el umbral con su vestido blanco sin plumas ni flores ni cuernos.

Es el momento de la última cosecha.

Un roedor encapuchado se lleva los tesoros falsos.

Combate contra la avaricia envejecida.

Y un demonio agazapado insiste en corromper.

Y un ángel enviado insiste en que lo soliciten.

Un puente de egoísmo hacia un páramo muy frío.

Un temor maldecido oprime la conciencia y se pierden las más bellas claridades.

La crueldad es el caos.

La buena intención la simetría.

Dicha que se tambalea sobre la cuerda floja de este mundo enjambre de apetitos superfluos mapa de cicatrices profundas cicatrices que encienden una antorcha o escupen un veneno funesto.

*Poema inspirado en la obra “La muerte de un avaro” de El Bosco

Soy un monstruo, ese que imaginas de oscuridad e inframundo.

Devoro miradas y sonrisas, escupo veneno del más fuerte, todos lo cuentan y nadie me conoce.

Dicen por ahí que salgo en la luna creciente, a veces canto y toco mi flauta, a veces solo me hago el invisible. No hablo ni grito, no existo, todo es un mito.

Se gesta en mí una aversión que retoza en cada párrafo.

Asquerosas y pululantes interrumpen con ímpetu la voracidad de la mente.

Anormales me han de ser las comas pues

horror me trae verme mecanizarlas en el hábito.

Cargan en sí la fetidez del alienado la de aquel que mancilló mis dedos queriéndome enseñar en su afán cómo se separa la carne de los nervios.

No han de ser de mí porque masco sin asco lo crudo

consciente de la vorágine abstracta sin detenimiento que ostente gobierno.

Rebeldes del mundo sin seno del cual mamen son las ideas

atizadas en el inalcanzable de los no nacidos que sólo al lenguaje corresponde y aún con eso

es menester del infame creerse domador.

Si el hombre osa poner sus riendas sobre lo intangible, ¿qué me espera a mí?

Yo que sí tengo madre,

¿qué me espera a mí cuyos nervios braman cuando la carne les es despojada?

A mí

cuya singularidad me adviene como el vómito

REVUELTO

Como el amor

CONFUSO

A mí

Cuyo corazón dispongo

A la interpretación de quien se capaz de amarme en la pureza de la ambigüedad.

Nudo Gordiano es una revista literaria colaborativa que acepta propuestas en forma de cuentos, poemas, ensayos literarios o reseñas literarias, de acuerdo con las bases de nuestras convocatorias. Las convocatorias pueden consultarse en www.revistanudogordiano.com/convocatoria, en www.facebook.com/RevistaNudoGordiano o en www.twitter.com/NudoGordianoMX.

El consejo editorial se reserva el derecho de juzgar las propuestas para seleccionar los textos a publicar en cada número. Los autores publicados en Nudo Gordiano conservan siempre los derechos intelectuales de su obra, y solo ceden a Nudo Gordiano los derechos de publicación para cada número.

Gracias a todos ustedes, lectores y escritores.

Les debemos todo.

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.