Nudo Gordiano #36

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Mayo-Junio No.36

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2024. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.

Cuentos - la Espada

Voz de Escritora

Carlos Enrique Saldivar Rosas

Revivirán sus Rostros

Yolanda Pomposo

Timidez Arbórea

Eduardo Barenas

Las Blancas Mueven Primero

José Rodolfo Espinoza Silva

El Tecolote

Sandra Carolina Jiménez Pedroza

De la Espera

Alejandro Jacobsen

Poemas - la Lanza

Hojas Verdes

William Fernando Mina Valencia

Alan Amado

Aturdimiento

Jennifer Molina Calderón

Meditación No.1

Diego Alberto Luna Carretero

Hubo un País Azul

Teodoro Flroes Carpio

Criaturas Heladas

Damián Andreñuk

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Mitos
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CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Encontré a la famosa dama sentada en la banca de un parque leyendo un libro: una de esas fuentes inagotables de belleza y conocimiento. Hubiera sido inoportuno de mi parte interrumpirla, de modo que me ubiqué a su lado, y aguardé a que detuviera un instante su lectura.

Enseguida ella al notar mi presencia leyó en voz alta, o quizá empezó a crear sus letras en ese momento: un rapto de inspiración o la inspiración misma era aquella autora. Sus admirables palabras semejaban un río que fluía de manera apacible, constante, libre. Hablaba de un velloncito tembloroso que dormía apegado a ella.

De los besos, las fabulosas muestras de amor que existen entre hombres y mujeres, lo que me condujo a recordar cuando era un niño y mis progenitores me daban un beso en la frente antes de irme a la escuela; señales de cariño y afecto que nuestros labios prodigan como si echáramos flores y mariposas, todas de colores, empapadas con el sabor de los sentidos.

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Mencionó al amor, aquel milagro que sí existe también en otras especies; una dimensión donde no todo es perfecto, pues implica riesgo, sinsabor, empero, en muchos casos si este sentimiento es mutuo, es como oro derretido que se transforma en una escultura concebida con tierna imaginación.

Eso sí, hay muchas clases de amor, como el que tenemos hacia la literatura, o ese que calla, y rememoré a una doncella de la cual me separé hace décadas.

Por último, comentó que la riqueza es la dicha, del arte, la vida; mi propia alegría, pues he viajado desde Perú para verla y conocerla. Gabriela Mistral con una sonrisa platicó con este humilde anciano que se deshacía en elogios. Me dijo que poesía era la gente, los árboles, las tórtolas, el cielo, el lector: poesía era yo.

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El asiento del autobús está cómodo como de costumbre. Mando el último correo para confirmar que esta mañana los voluntarios ya tomamos la primera dosis de la vacuna Patria. Reviso mis redes sociales. Una publicación que me interesa dice:

La estación Palenque del Tren Maya estará inspirada en el arte antiguo y en la máscara funeraria de Pakal, gobernante de la ciudad maya.

Cuando despierte Oscar le diré de esta noticia y que ya se publicaron las vacantes para el nuevo museo en Palenque, es una excelente oportunidad para nosotros. Oscar despierta, parece que va a vomitar.

—¿Qué tienes? —Le pregunté.

Con un gesto de asco contestó:

—Por un momento me sentí muy mal, pero ya pasó. Ya vamos a llegar, ¿verdad?

—Sí, probablemente es una reacción a la vacuna, ¿quieres decirles que te sientes mal?

—No, yo creo que bajando me sentiré mejor.

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Yolanda Pomposo

Llegando a la zona arqueológica rodeada de selva, tomamos nuestro equipo y continuamos hacia los túneles de la excavación, ahí le volví a preguntar:

—¿Cómo te sientes?

—Solo me siento un poco cansado, pero presiento que hoy encontraremos la cámara funeraria y no me lo voy a perder.

—Oscar, te veo mal, regresa para que te revisen.

—No, Jaime, ya estamos cerca.

—Pero estás sudando mucho.

—Tienes razón, Jaime. Saldré a tomar aire fresco.

—Te acompaño, tal vez será mejor que te vuelvan a tomar tus signos.

—No, quédate con el equipo, descanso un rato y regreso.

Ya deberíamos estar cerca de la tumba. Ahora a mí me cuesta trabajo respirar. Solo no podría regresar con todo el equipo. Estas piedras se ven firmes. Descenderé por aquí. Las rocas están muy húmedas. ¡No! ¡Me resbalo! Ojalá que Oscar venga a rescatarme.

Me duele el cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevo desmayado? Tengo suerte de no haber quedado sepultado. Si provoco un derrumbe podría quedar atrapado como los mineros de Pinabete. Traigo una lámpara en el bolsillo. Afortunadamente no se rompió. ¡Un sarcófago! Tiene una losa que lo cubre. Es imponente. Está esculpida con bajorrelieves, hay glifos alusivos a la muerte de Pakal y la figura de

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un hombre maya. Es parecido al del Templo de las Inscripciones. La losa está ligeramente desplazada. Eso debe ser una ofrenda mortuoria. Creo que puedo moverla un poco. Un poco más. Contiene un ajuar funerario. ¡Una máscara igual a la del rey Pakal! Hecha de fragmentos de jade sus ojos de concha e iris de obsidiana. Las noticias dirán que se encontró otro relieve con un astronauta. Siento un escalofrío. Me incita a ponérmela. ¡Todo está negro! ¿Qué pasa? No puedo respirar. ¿Por qué no puedo quitármela? Mejor me calmo. Esto no puede estar sucediéndome. Las piedras que toco se volvieron húmedas y frías. Es como agarrar hielo. Parece que un musgo cubre todo. Si no consigo aire me voy a asfixiar. He caminado en la oscuridad. ¡Caigo! ¡Un vértigo! Todo está resbaloso. No me puedo agarrar. Vuelo y siento un golpe en todo mi cuerpo. Es un río, la corriente es muy fuerte. El dolor de cabeza es insoportable. La corriente me arrastra. Necesito aire. Todo está oscuro.

No sé si estoy alucinando o mejora mi visión. Es sorprendente que pueda nadar y respirar. Ya no me siento cansado ni adolorido. Sigo la corriente, debe tener una salida. Creo que hay una caída adelante. Esta aumentado la velocidad. No quiero morir as Regresó el dolor de cabeza. Debo estar en el campamento. Estoy conectado a un suero. Ahí viene Oscar.

—Jaime, cálmate, no te levantes. ¿Cómo te sientes? ¿Puedes hablar? Sospechan que te pudo dar un infarto. Te encontraron en el río, con una máscara. Creen que es una máscara del rey K’inich Janaab Pakal.

—¿Y la máscara?

—La llevaron al contenedor, está segura. ¿De dónde la sacaste? ¿Pensabas robarla? —Lo dice con mirada sospechosa.

—¡No! ¿Cómo crees?

—Una ambulancia te trasladará a un hospital. Yo también he estado en observación, estuve a punto de desmayarme cuando salí de la pirámide. Muchos de los que recibimos la vacuna hemos tenido reacciones secundarias. Te dejo porque ya está por salir un autobús. Estaré al pendiente.

Oscar salió de la carpa. Recuerdo todo. Me sentí fuerte, ágil. ¿Así se siente experimentar drogas? Tengo que verla, juro que tengo que verla. La máscara mortuoria de jade representa la promesa del renacimiento del rey Pakal. Puedo intentar buscarla en la bodega, sé la contraseña.

Aquí afuera ya está oscuro. Mi corazón se acelera, tengo miedo y no sé de qué. La contraseña no ha cambiado. Tiene que estar en las últimas cajas. Debe estar en una de estas. ¡La tengo! Es impactante. Siento su poder electrizante. Parece que brilla para mí. A esto se refiere la sentencia del Popol Vuh: “Así revivirán sus rostros”.

Se acercan voces afuera. Ya vienen los guardias. Tengo miedo pero si quiero salir de esta mejor me la pongo. Quiero sentirme nuevamente poderoso. ¡Corro! ¡Siento que tengo la velocidad de un jaguar! ¡Doy zancadas de varios metros! ¡Puedo saltar de un árbol a otro! Sus disparos quedaron lejos. Me integro con la selva que me da su bienvenida.

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Parecían creadas a su deseo: un deseo emancipado ya de la carne transitoria, y vuelto a la sustancia fundamental, que es la tierra. -Silueta del indio Jesús ~Alfonso Reyes~

Mamá no ha muerto, de camino al jardín sobre la loseta humedecida por el rocío, no dejo de encontrarme con los restos de hojas caídas deshechas de tanto pisarlas, que el aire frío de la mañana levantó, ¿o es que habrá briznado durante la noche?, caí rendido y no supe lo que pasó, era tanto lo vivido, y tan ceremonioso, lúgubre, entre cantos, voces mofletudas de fondo, cuánta pena, y dolor, y el suelo mojado que empapa la tela de mi pantalón, las rodillas hincadas frente a los crisantemos, todo el rosa del mundo desparramándoseles por los costados y Los doctores dicen que se pondrá bien, pero será mejor que permanezca en cama unos días, ojos que hablan, acusadores Tú tienes la culpa, luego el doctor, un viejecillo encorvado, medio derrotado y cegatón que no se contuvo ¿Dónde está? después de parar al baño, En su habitación, doctor, le respondieron, No, no, la moribunda no: mi maletín; no recuerdo dónde diablos lo dejé, cuánta resignación cabe en una casa, y Las flores son preciosas, ¿qué son?, y sus largos y huesudos dedos acariciaron los ciclámenes que con tanto afán mamá colocaba en macetitas, las que precisamente antier saqué para deshojar, que buena falta les hacía, aunque tía Carmen no parara de quejarse de mis pisadas que retumbaban hasta el segundo piso donde ella estaba, Déjala descansar, hijo, ¿no ves que a la pobre apenas si le quedan fuerzas?, y yo queriéndole contar lo bien que crecen sus plantas, su abundante follaje y sus pétalos que enfilan, ingrávidos, al cielo, mas las tres acechaban su cama, haciéndome imposible hablar a solas con ella, El olor del pasto recién cortado es una respuesta química, una llamada de auxilio, y tal vez por eso papá decía esas cosas de ellas, aunque fueran sus hermanas, Mustias y santurronas, bola de zopilotes, unas verdaderas… Aprovechadas, eso son, y el jardín entero se intimida, ¿Has visto con qué desfachatez tía Eneida nos ha corrido?, ¿quién se cree esa bruja?, estarían en la calle si no fuera por nosotros, por eso me veo obligado a sacar la maleza a tirones, para no tener que ir por las tijeras, arrumbadas en el cuarto de herramientas, y correr el riesgo de encontrármelos de frente, Debemos ser muy cuidadosos, Ivana, dice mi hermano, conciliador,¿Cuidadosos?, deberíamos echarlas de aquí, se sienten dueñas de la casa, falta poco para que también nos mangoneen como a Delia, saquémoslas ya, Erik, esta casa es nuestra, el pasto amortigua su presencia, que se torna violenta cuando un jalón en el cuello del saco logra desequilibrarme, es Ivana que aúlla, pegada a mi oreja, ¿Pero

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qué demonios haces metido en la tierra, pequeño idiota?, por lo menos te hubieras cambiado, ¡mira cómo tienes la ropa!, ¡y tus zapatos, por Dios!, vigía en lo alto, y es en estos momentos en que no la soporto, y por eso disfruto arrojarle el saco, la camisa, los zapatos, los calcetines, que esquiva con molestia y luego enojo cuando hago el intento de quitarme también los pantalones, Por Dios, nadie quiere ver eso, ¡sólo arremángatelos y ya!, y con qué suavidad se hunden mis pies en la tierra, Ni se te ocurra meterte así a la casa, advierte Ivana, Erik mira a lo lejos, A mamá no le importaría, pero ¿papá?, bueno, será mejor que no se entere, y su recuerdo atrae el fulgor de aquellos

ojos, relampagueantes, y la rabia impresa en ellos, imposible de borrar, Los girasoles son helio trópicos: sus flores persiguen el movimiento del sol a lo largo del día, entonces comienzo a trasplantar los claveles que mis tías mandaron traer para que lo primero que mamá viera al despertar fuera ese amarillo pútrido que lastimaba los ojos a plena luz del día, y se alegrara. ¿Qué no lo ven?, están tramando algo, ayer tía Lucrecia me cerró la puerta en las narices cuando la atrapé consultando las libretas de papá y hoy tía Eneida colgó el teléfono tan pronto me oyó entrar a la sala, estoy segura de que han contratado a un abogado para quitarnos la casa, pero ¿que no se irían pronto?, luego de asegurarse de que estaríamos bien, que la ausencia no nos devoraría como a mamá, Ivana debería saberlo, y se lo recuerdo, pero ella simplemente responde, malhumorada,

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¡Ay!, ni siquiera sé por qué me esfuerzo contigo, y sin embargo ambos caminan tras de mí, en esta procesión diaria a la que me someto sin encontrar consuelo. ¿Hasta cuándo estarás encerrada en tu paraíso amarillo?, y al centro de éste se yerguen, purísimas, enormes copas de alcatraces, verdadera devoción de mi madre, acunadas por sus delicadas manos, y las de Delia, tan solícita, que preparaba sendos ramilletes con las más preciosas y mejor conservadas, recién cortadas, para que yo pudiera llevárselas, Mamá no ha muerto, aunque ahora a nadie parezca preocuparle. ¿Cuándo vas a dejar eso en paz?, ¿no ves que esto es más importante?, Ivana rabia de tristeza, lo sé, del dolor que saco a flote cuando insisto alguien tiene que cuidarlas, añadiendo, Por mamá, que gustaba descansar en los días soleados, sentada en su silla de mimbre con una copa de vino, admirando con igual deleite los crisantemos y los claveles a su derecha, y del lado izquierdo el manto purpúreo desparramado ante sí. Oye, Erik, azuza Ivana, ¿qué no había alguien encargado de atender el jardín?, la tierra oculta el temblor de mis manos, callan su nombre, Óscar, quien venía por las tardes, después de sus clases en la universidad, y se la pasaba el resto del día en el jardín, donde juntos reían hasta el anochecer, la voz de Óscar aventurándose en la espesura, su pasión transformada en frases ingeniosas, reproducidas con insistencia, que llenaban el aire con sabiduría, y nos entretenían.

Mamá no ha muerto, y que a veces me hacía pensar que mamá lo quería como a uno de sus hijos, y a veces creo que lo quería más que como a un hijo, Ivana, basta, intercede Erik, por remordimiento o por temor, no lo sé, porque últimamente se me escapa la realidad, con lo fácil que es, y una bruma amenaza con empañarlo todo, los pensamientos que se agitan con la brisa, que crecen y se confunden entre las violetas, resisten a la desolación, y las arranco, más que irritado, porque si Óscar siguiera aquí, si mi padre no hubiera avanzado de noche al cuarto de herramientas, si mi padre, bestia de caza, no hubiese irrumpido y descubierto a su hijo ofrendado al jardinero, si esa fría visión no le hubiera causado la falla cardiaca que lo conduciría al quirófano, y posteriormente a la muerte, si yo no hubiera notado, apagado su grito de animal herido, el rostro pétreo de mi padre y la mirada confundida de Erik, parado tras él, podría contarme que A la Puya raimondii o Reina de los Andes le toma aproximadamente cien años producir su primera y única flor; tras esparcir sus semillas, muere, pero Óscar se fue, e hice que Delia quisiera acompañarlo en su exilio, que madre e hijo soportaran la vergüenza que él y yo no podíamos compartir, aunque después mamá, tajante, se lo impidiera. No debemos cargar con los errores de nuestros hijos, y Delia, cabizbaja, asentía, agradecida de prolongar su presencia en esta casa, que no ha dejado de girar hacia el abismo desde el día en que oímos a nuestro padre anunciarle a mamá Julia, te he engañado; Julia, estoy viendo a otra mujer; Julia, creo que es mejor que nos separemos, y el suelo desmoronándoseme, frágil e infecundo, y Erik e Ivana conversando, planeando, fraguando la estocada que deje a tía Eneida, a tía Lucrecia y a tía Carmen fuera de jugada y lejos de nuestras vidas.

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Mamá no ha muerto, pero el tiempo pasa y por más que riego las rosas no consigo borrar lo intangible, hartas de abanicar el cielo y saturar el arriate con sus colores, y yo solo no puedo nutrir esta tierra, a la que no le bastan mis manos, y la gente acercándose y ofreciendo un fingido pésame, pero primero el temor, un Pronto nos descubrirán, pues en mí estaba sembrada la semilla de la felicidad, y por eso pasé por alto las señales, y sobrevinieron los mareos y el vómito, que nadie supo explicar, y papá se mantenía de pie en la entrada del cuarto de herramientas. Los doctores dicen que estará bien, pero tiene que permanecer en cama unos días, Delia pidiéndome, hecha un mar de llanto, Vístete, y en la cama un traje negro, que hoy será su funeral, el día brillante, soleado, sin pronóstico de lluvias. Existe un fenómeno conocido como timidez arbórea: árboles altos y frondosos cuyas copas no se tocan entre sí, creando brechas, espacios laberínticos de luz, importantes para la supervivencia de su hábitat, es mamá, ¿cierto?, Mamá no ha muerto, pero no fue mi nombre el que gritó, la angustia y el miedo, toda una sola amalgama del dolor, Tú, idiota, ya deja de llorar: después de todo fue tu culpa, ojos de halcón, tigre herido, ¿fue alegría lo que se asomó, muy por debajo del asco y la vergüenza?, después nada, el infarto lo sepultó, Mamá no ha muerto, ¿por qué papá cambió la mullida cama del hospital por la lisa superficie del féretro?, Mamá no ha muerto, ¿y si ya no despierta?. Estará bien en unos días, todo lo que necesita es la cercanía de su familia para superar su pérdida, ¿podrás perdonarme?, Delia, cuando lo veas, díselo, por favor, me haces falta y No pares, cuando el mundo comenzaba para mí, luego los primeros temblores, ¿Por qué últimamente pasas mucho tiempo en el jardín, Óscar quitándose la playera, empapada de sudor, junto a los jacintos recién plantados, su vientre plano en el que busqué aliento, mamá con una taza de té en lugar de vino, Tómatelo, verás que con esto se acaba tu pesar, y yo queriéndole pedir Vuelve a mí, y el mundo llegando a su fin, Su madre siempre fue hierba mala, no me sorprende que ustedes salieran iguales a ella, por eso pasó lo que pasó, e Ivana y Erik espiándome desde la ventana, se fueron tan pronto las primeras gotas empezaron a caer, y el sol brilla en lo alto, Mamá no ha muerto.

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Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.

—¡Hazlo ya! — me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.

Esta mañana me levanté como todos los treces de octubre y limpié la casa. Almorcé con Gary huevos con frijoles y nos pusimos a ver una película juntos. La misma rutina durante seis años. Preguntas como: “¿por qué estás tan amoroso conmigo?, ¿por qué puedo faltar a la escuela?, ¿por qué sólo viene este día?”, había dejado de hacerlas con el tiempo. Lo único que sabía era que celebrábamos su triunfo contra el cáncer. Una victoria para la vida. A las doce y media llegaba mamá. Su cabello había pasado del negro al gris en los últimos años. Aún así se veía llena de fuerza, con su blusa azul marino y su pantalón beige.

Le di a Gary algunos billetes.

—Para que pagues la comida y el resto para los juegos.

Era tradición que mamá lo llevase a la pizza. Gary me abrazó y se adelantó al auto. Pensé en un chiste que escuché en un stand up. No recuerdo la historia, pero terminaba con: “si quieres que tu hijo adolescente te abrace, dale dinero. No falla”.

—¡Te amo! —le grité a la distancia, él ya estaba arriba de la camioneta y se despidió de lejos.

—Me saludas a Emily —dijo mamá. Al principio se emocionaba de verme salir con alguien, pero poco a poco captó que nuestros encuentros no eran románticos. Ese sexto sentido que tienen las madres para saber cosas que no se han dicho. Quizás ese mismo don le advirtió no indagar más a fondo. Salí al patio a ver que dieran vuelta a la esquina. Revisé mi reloj: 12:45 pm.

Entré a casa, directo a mi habitación. Saqué el tablero de ajedrez del cajón de mi buró y dispuse todo para una partida. Fui por pepinos al refrigerador, los lavé y los llevé junto con la tabla de picar, algunos limones y Tajín.

A la una en punto entró la muerte con un vestido que dejaba al descubierto sus hombros. Siempre de negro, los zapatos y el bolso a juego. Me preguntaba por qué muchas sectas le llaman la niña blanca, —debe ser por su piel —, me respondí. La recibí con un beso en la mejilla.

—Te ves muy linda, Emily.

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J. R. Spinoza

—Gracias, me arreglé para verte.

Tomó una rebanada de pepino y la metió en su boca. Hizo gestos por lo amargo del limón, agarró poco más de la mitad de las rebanadas y las apartó hacia su lado de la mesa. Vertió Tajín sobre ellas y comió un segundo pedazo. “¿Sabías que el snack favorito de la muerte es el pepino con limón y Tajín?”, había querido decirle a alguien tantas veces.

—Tú comienzas —dijo al tomar su lugar, siempre pedía las negras.

Moví mi peón a E4, lo que ella replicó con su peón E5, justo frente al mío, como indicándome que esta vez iría con todo. Mi caballo saltó a G3 y el de ella a C6 como en una especie de juego espejo.

—No has usado tu defensa siciliana. Mi alfil avanzó a C4 y ella contestó con el suyo en C5.

—¿Qué tal tu año, Agustín?

—Muy bien. Gary salió con promedio de 9.6 de la secundaria y acaba de entrar al bachillerato con especialidad en computación.

Protejo con mi peón en C3.

—¿Computación? Creí que tomaría contabilidad; ya sabes, como tú. Ella toma su otro caballo y lo coloca en F6. Rompe el espejo.

—Dudo que quiera ser contador, a ese chico le encantan las computadoras. Coloco el peón delante de la reina en D3.

—¿Qué tal el tuyo? —le pregunto.

—Repetitivo. Llevo mucho tiempo en este trabajo, la verdad es que ya me siento cansada. Aunque hubo un par de cosas interesantes. Por ejemplo, conocí a Magnus Carlsen.

Mueve su caballo a G4.

—Me estás cuenteando.

—No sé por qué te sorprende, tarde o temprano conozco a todo el mundo.

—Pero él sigue vivo. Percibo que estoy por perder una torre.

—Se le atoró un hueso de pollo, ¿puedes creerlo? Comía alitas en su casa. Estaba por llevármelo cuando vi quién era. Le hice un trato. Jugaría con él hasta ganarle y a cambio le sacaría el hueso de la garganta. Fue muy gracioso porque como no podía hablar sólo asintió con la cabeza.

—¡Qué bien! —mentí—. Y, ¿cuántas partidas jugaron?

—Ocho o nueve.

“Bueno, con sólo ocho o nueve partidas no pudo haber aprendido tanto”.

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La primera vez que jugué con ella le gané al encerrar su rey con mi reina y las dos torres. Fue tan sencillo que creí no cumpliría con su parte del trato. Después regresaba cada año por la revancha, cada vez más avispada. De eso hacía cinco años.

—Debieron jugar por lo menos doce —dije al momento que capturaba uno de sus alfiles.

—Ocho o nueve mil —reveló antes de comerse mi reina— Jaque.

De un momento a otro se había convertido de un juego nivelado a una posición ventajosa para ella. No sólo había capturado mi pieza más fuerte, sino que ponía en peligro a mi rey. Bloqueé su ataque refugiándome tras mi caballo, que no era lo más conveniente puesto que lo clavaría, pero era la mejor de las opciones a mi disposición. —Vi también a tu exmujer.

—¿A Isabel?

—Cáncer. La recogí en agosto —dijo tras capturar mi última torre.

—Ahora no tendré que mentirle a Gary: su madre está muerta —pensé en todas las veces que soñaba despierto. Ella entraba por la casa, me pedía perdón, yo la besaba y le decía que sí, se la presentaba a Gary y éramos felices—. Te… te dio un mensaje para nosotros… para Gary.

—Agustín, esperas demasiado de las personas. Capturé su caballo y ella uno de mis peones. Los siguientes minutos imperó el silencio. El único sonido era el de las piezas al rozar el tablero de madera y el crujir de los pepinos en la boca de Emily. —Es de caballeros rendirse, es claro que ganaré.

Emily tenía razón. Con cuatro peones, un alfil y un caballo, no tenía oportunidad contra su reina, torre, caballo y alfil. Más tres peones que no había desarrollado aún.

—¿Qué pasa si me rindo? ¿Gary debe ir también?

—Un trato es un trato. Los dos o ninguno. ¿No lo recuerdas? Lo recordaba muy bien. Las quimioterapias no funcionaban.

Yo estaba a un lado de su cama en el hospital, viéndolo calvo y deteriorado, cuando Emily entró a la habitación. De inmediato supe quién era. Se mostró impasible ante mis suplicas, hasta que le dije: — Hagamos un trato —a la muerte le gustan las apuestas.

—¿Qué clase de trato? —dijo dejándome escuchar su voz suave y refinada.

—Ajedrez —improvisé al ver el tablero en la mesita. Había juga- do con Gary.

—No sé jugarlo, pocas personas mueren al jugar ajedrez. En cambio, se me da muy bien el paracaidismo, carreras de autos y boxeo.

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—Yo te enseño.

—¿Harías eso por mí?

Le sonreí. Emily me resultaba agradable. De haber sido una mujer, una viva y normal, quizás le hubiese dado gusto a mamá. Pero ella era la muerte y trabajaba todo el día, todo el año, salvo el 13 de octubre de una a tres de la tarde. Ese día come pepino picado y juega ajedrez.

—Hay otra opción —dijo tras eliminar mi último caballo.

—Tú dirás.

—Si tuvieras un deseo, ¿qué pedirías?

—¿Justo ahora?, ganar.

—Por favor, sabes que si ganas volveré el próximo año. Piénsalo, ¿qué pedirías?

La miré a los ojos, buscando algún indicio del porqué de su pregunta. Pero sólo encontré oscuridad. Reflexione unos segundos.

—Dejar de jugar por la vida de mi hijo cada año.

—Yo desearía descansar en paz.

—¿Descansar?

—No siempre he sido la muerte. Estarás de acuerdo conmigo en que los humanos tomamos decisiones muy tontas por amor.

—No te lo discuto —respondí. Ahora ella me sonreía.

—Yo amaba a este sujeto y él no me dijo que era la muerte. No, hasta que agonizando me reveló su plan. Y es que para odiar mucho tuviste que haberlo amado mucho. Me enamoró y se acostó con mi hermana. Yo estaba cegada por la ira. Y mientras moría, me confesó la maldición que el adquirió al matar a un hombre, que a su vez mató a otro llamado Caín, este último asesinó a su hermano. El recolector de almas es un asesino convertido en empleado.

—Entonces…

—Así es, no hay manera de que se salven ambos, pero quizá aún pueda vivir tu hijo. Jaque mate.

Tomo el cuchillo de la mesa al tiempo que me abalanzo sobre ella. Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.

—¡Hazlo ya! — me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.

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Al amanecer ella y su hermanito fueron despertados por su mamá para sus labores cotidianas. Cargaron agua, revisaron el estado de su flaco ganado y la ayudaron a preparar los alimentos de ese día para los revolucionarios y el propio Villa. Sin embargo, al llegar observaron a los hombres casi tan ásperos como el paisaje con miradas lejanas. Ante esto se limitaron a saludar y dejarles las canastillas con comida, volviendo así a su hogar para preparar sus propios alimentos, pero mientras se calentaban las tortillas en el comal, apareció uno de los soldados de Villa. Él, un hombre aguerrido y de frente pronunciada, se acercó a la pequeña familia para preguntarles si tenían estacas.

—¿Estacas? —Preguntó la madre confundida. —¿Para qué? El hombre asintió molesto por los cuestionamientos.

—Necesitamos todas las posibles ahora mismo.

—Las pocas que tengo son para mis plantas y para que mi ganado no se vaya — dijo la mujer. —Pero si me dice para qué las quiere, tal vez me lo piense.

—Son para Villa, señora, para usarlas contra Navarro.

La mujer sorprendida deja caer la tortilla de entre sus manos.

—Lo hubiera dicho desde el principio, pues, ¿qué usted es tonto o qué?

Y antes de que el soldado pudiera responder con un arrebato de furia, la mujer les hizo una señal a sus hijos y al hombre para que la siguieran afuera. Una vez ahí dijo:

—Ustedes vayan a sacar las estacas y arrástrenlas acá. Luego amarren bien a los animales. Y usted venga conmigo.

Así ambas parejas se dirigieron a sus destinos para reunirse horas después con agotadas exhalaciones y una pregunta escrita en sus rostros: ¿Cómo las llevaremos hasta allá?

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Sandra Carolina Jiménez Pedroza

—¡Vayan a buscar las sábanas, rápido! —gritó la mujer a sus hijos.

Hecho esto, los niños regresaron con las sábanas y las pusieron a los pies de su madre, quien se arrodilló para unir las telas mediante un nudo. Esto con el propósito de confeccionar una enorme manta en la que pudieran colocar las estacas para luego arrastrarla hacia Villa y el resto de sus hombres. —¿Falta mucho? —pregunta la niña jadeando por el esfuerzo.

—Ya sabes que no —contesta su madre.

Tiempo más tarde, cuando se evaporaron los últimos rayos del atardecer, la familia, junto al soldado, por fin arriban al lugar donde están Villa y los demás, quienes se encuentran clavando una serie de estancas con amplios sombreros en todo el terreno. Cuando se percatan de su presencia, un grupo de hombres se aproximan para levantar las estacas de la gran sábana, al mismo tiempo que les entregan sombreros.

—Tengan, para que se los vayan poniendo a las estacas.

—¿Para qué? —cuestionó la mujer mientras les entregaba a sus hijos varios sombreros.

—Para cuando llegue el general Navarro vea a todas nuestras tropas, a las vivas —dijo señalando a los demás hombres, a la mujer, los niños y a sí mismo, —y a las muertas. Porque ni la muerte nos detiene.

Y, dicho esto, la mujer y sus hijos —con el espíritu enaltecido por el deber de lucha y amor a la patria— se unen al resto de los presentes para terminar de colocar los sombreros en las estacas.

Después esperan con una lasitud nerviosa la llegada del general Navarro y su destacamento. Mientras tanto, los tecolotes comienzan a cantar, mas su tonada no intimida a Villa ni a sus hombres ni a la mujer y sus criaturas, al contrario, los abraza.

Entonces cuando arriba el general Navarro con su avanzada no hacen más que permanecer petrificados, pues frente a ellos hay un batallón de almas, todas ellas luciendo en cuerpos de lo que parecen ser gigantes que a duras penas la luna ilumina. Pero para el general Navarro lo peor no es eso, sino los coros de lo que parecen ser miles de tecolotes, todos ellos anunciando su derrota, su muerte.

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Don Rossi en el hueco de su almacén sobre el mostrador está desarmando un reloj, el viejo reloj de pared, quizás sin pilas que parece mezquinar el tiempo; esconder las horas, adormecerlas. El hombre separa las piezas y las ordena sobre el mostrador, respetando un íntimo criterio que sólo él conoce, y va colocando los diminutos componentes que quita de la máquina en una fila inmóvil, los va sentenciando, también, a una inconclusa espera.

Escruta una a una las piezas que va sacando del cuerpo del reloj, lo descarna; cada elemento es analizado y estudiado al mínimo detalle por Don Rossi, quien se deja arrastrar lánguido y dócil por los engranajes, ruedas, coronas, laberintos, pernos y chirimbolos que lo meten en un sitio mudo, oscuro, donde el tiempo se clava y muere ahí, estaqueado, sin pilas. En ese arrastrado languidecer, el almacenero trata de entender que el reloj habla del tiempo, de la espera y de dios.

Las manos cautelosas y precisas del almacenero se mueven como ajustadas a un plan, como si siguieran una línea invisible ya trazada que solo sus ojos pueden ver o como si llegara desde la raíz de su memoria un plano o mapa antiguo que le indica cuáles son las piezas por quitar, cómo debe realizar la tarea y en qué orden debe acomodar sobre el mostrador lo que surge del alma de la máquina, lo que extrae de esas tinieblas tercas que martillan la eternidad. Todo el hueco que es su almacén está cubierto por una lámina de polvo amarronado que sumerge a aquel lugar en una burbuja no material, sino de tiempo. Desde las sombras expectantes que se recuestan contra las paredes del local chorrea un silencio de plomo, cálido e inmóvil, que encierra a Don Rossi y a su reloj en un espacio sórdido, abstracto. Pero el silencio se rompe.

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Un rumor de pasos cortos y livianos se fue enredando dentro del local espantando un poco a las sombras, rebotando y repitiéndose hasta llegar a los oídos del almacenero, quien sin levantar la vista, acostumbrado a la rutina de atender ese mostrador, de recibir a los vecinos del barrio, lanza un saludo neutro, sordo; y desde lo profundo del alma del reloj salió su voz destemplada, que luego de recorrer laberintos, recovecos y corredores, llegó hasta el viejo mostrador de siempre.

Buenas. ―Buenas tardes. ―El saludo de Rita, la vecina, la esposa del oficinista, le llega apenas. ¿Qué va a llevar? ―Le pregunta Don Rossi saliendo definitivamente de la máquina, dejando en formación regular las herramientas que más utiliza, junto a la columna de tornillos, tuercas, arandelas y pernos que, de modo perfecto, ya estaban en fila sobre el mostrador. Rita le pide unas galletitas, un poco de pan, un frasco de dulce de leche, un trozo de queso y un paquete de harina; mete todo en la bolsa, paga y recibe dos billetes y tres monedas como cambio. Don Rossi, mientras le entrega el vuelto, ha empezado a deambular por el interior del reloj, otra vez, urgente, buscando retomar las tareas donde las había dejado recién, procurando no perder la línea invisible que tenía trazada, respetando el plano o mapa que su memoria parece dibujarle, traerle.

Don Rossi sigue rumbo a lo profundo del reloj, camino hacia ese misterio del tiempo, entre lo efímero y lo eterno, entre lo imposible de detener y lo que no se podrá recuperar, entre dos abismos: el que se viene y el que lo persigue. Agarra y deja un destornillador, elige otro más pequeño y repite la acción, intenta meter, diminuta, la otra mano para ayudarse en la tarea esquiva que lo demora; se agacha un poco, cierra un ojo y extiende el otro hasta la ciénaga interior del reloj, hurga con la mirada para entender, para saber, para evitar la resignación. Y vuele a agarrar los mismos destornilladores y recomienza la tarea con idéntico resultado. Resopla, le cae alguna gota de sudor por el costado de la cara, se muerde un poco el labio inferior e insiste, otra vez, en la tarea.

Más de medio mostrador ahora está ocupado con piezas, partes o engranajes del reloj. Don Rossi las reconoce, las repasa con la mirada, cada componente tiene un sentido y el almacenero puede pronunciarlo en el silencio del hueco de su local.

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De un modo prolijo y obsesivo, el hombre ha colocado de forma delicada y fina los trinquetes, las placas, los piñones, los ejes, paletas, pernos, ruedas, virolas, tuercas, tornillos y arandelas; más de un centenar de piezas de tamaños muy pequeños, algunos casi imperceptibles; están ahora erguidos y heroicos sobre el viejo mostrador de madera.

Con un ojo cerrado, con el otro ojo extendiendo la mirada contra lo más oscuro del interior del reloj, como si metiera la cabeza dentro de un aljibe, estirando su visión y chocando contra otro ojo negro que le devuelve la mirada desde abajo; así, Don Rossi sigue manipulando las herramientas, quitando partes y acomodándolas de forma mecánica, con movimientos estudiados y bajo una atmósfera de pacífica paciencia, de muda labor esencial; como si el reloj y él ya fueran la misma cosa, retorcidos y mezclados, ambos, él y el reloj, los cuerpos ya fundidos en una sala de espera con final cierto pero impreciso. Una escena que se suspende sorda, aliterada, hundida en el hueco del almacén, al abrigo del otoño amarillento que cae en el barrio, afuera; ya muy lejos de Don Rossi y del reloj. Y el tic tac de la máquina se va superponiendo, transparente, con los latidos rítmicos de su corazón.

El tiempo, la vida; su historia y el tic tac de su corazón ahora se hunden en el hueco del local o del aljibe, Don Rossi se sumerge en ese viejo almacén, entre las horas y los años que el reloj, de manera hostil, había decidido abandonar; petrificándolo en la víspera de una espera inconclusa, suspendida. Luego de recibir su cambio, Rita se da vuelta para irse, y en la puerta del local se encuentra con Estela, la esposa de Rivarola, el albañil. Don Rossi no pudo notar el encuentro, ya que volvió a mirar fuera del reloj recién cuando Estela se afirma en el mostrador y con voz agobiada o distraída, le pregunta:

¿Se le rompió el reloj, Rossi?

Don Rossi piensa en el reloj, o cree que piensa en el reloj; en realidad, piensa en el tiempo, en ese manojo antojadizo e imparable de espera; en esa amenaza paciente y constante; en ese veneno perfecto que

baña de impotencia los pasos, los años, la memoria y los miedos. El almacenero quiere decirle a Estela que el reloj no está roto, que tal vez son las pilas, o que no hay forma de reparar el tiempo, de medirlo, contarlo o algún otro engaño similar.

Es una espera, solo eso; el reloj, un placebo precario, apenas. Pero no puede decir nada de esto, está cansado, agobiado, las manos agotadas del trabajo, los ojos llorosos de fijar la mirada, la respiración agitada por la tensión, agobiado por el tumulto de piezas y componentes que desbordan el mostrador; y la mente consciente de que aún tiene mucha labor adentro del cuerpo de esa máquina.

―Es un reloj viejo ya. La voz de Don Rossi retumba en el local, ha pronunciado esas palabras de un modo sencillo, casi cálido; pero el eco se repite, un ronroneo se duplica y penetra, aturde en el local, entre esas estanterías y mercaderías cubiertas de polvo amarronado, en esa atmósfera bruja que sofoca el lugar. Las sombras ya no siguen a los cuerpos, la lámpara que cuelga del techo se ha ido eclipsando de un modo perezoso, lento; los componentes y partes del reloj han desbordado la superficie del mostrador y algunos han caído, metálicos y fieros contra el piso, pero los ruidos han enmudecido, los componentes y partes del reloj son como testigos callados y ajenos del tiempo, de la espera y de dios.

Estela no ha escuchado la respuesta de Don Rossi o, si la ha escuchado, no ha logrado reaccionar, no puede responder. Los dos, uno a cada lado del mostrador desbordado de chirimbolos, con las piezas del reloj apiladas y en un pobre equilibrio sobre la vieja madera del mostrador y bajo el polvo amarronado que cubre el local, se quedan como suspendidos durante una breve porción de segundo, un instante diminuto, casi un suspiro de tiempo. Ahí, adentro, apretado en un suspiro de tiempo, Don Rossi se pierde, se acurruca, al abrigo de la sombra de una víspera, metido en una hendija, embarrado y salpicado de espera, de una espera desconfiada; mirando de soslayo al tiempo. Rita y Estela salieron del almacén hace unos

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momentos, dejan un silencio compacto en el hueco frío que es ahora el local; ahí, en ese punto preciso del mundo y del tiempo, Don Rossi se empecina ahora, otra vez, interminable, en otro viaje eterno o más bien efímero, del mundo sanguíneo, carnal, de la máquina que le da aire y fuego al reloj de pared que durante tantos años ha estado colgado en un costado del interior del local, sobre unas viejas y oxidadas estanterías, unas estanterías que sostienen en sus delgadas chapas unas mercaderías rancias, oscuras, de tonos ocres o marrones, cubiertas de un polvo añejado, perpetuo.

Vigilia y espera, capricho tozudo y mañero, encerrado en el alma de un reloj. Don Rossi, harto de ser ciego, repetido de mirar seguido al reloj colgado en la pared, un reloj ya sin pilas hace mucho tiempo, ha decidido meterse ahí adentro, en él, caminar a tientas por esos pasillos y corredores desconocidos, grisáceos y turbios, sin miedo a los venenos de las sombras, a los filos y púas del tiempo; por ahí, con destornilladores y pinzas en las manos, con los ojos abiertos y las miradas profundas en lo más oscuro del ojo de las horas finitas o perpetuas; Don Rossi arriesga crudo su víspera, su espera, su tiempo, su vida, su fe.

Y Don Rossi arriesga, deambulando por esos pasillos del presente, del pasado y de lo que, quizás vendrá; esos pasillos zigzagueantes que recorren por dentro los engranajes, ejes, ruedas y trinquetes del motor interminable, irremediable del reloj; caminando sudoroso por ahí, por esa zona fuera del tiempo, bajo una luz de espera inconclusa, contando los tic tac de su corazón, escuchando ese ritmo monótono y perfecto nacido para repetirse y sostenerse; así va arriesgando el almacenero, eligiendo caminos, doblando por instinto en las intersecciones, dejando pasar a sus costados un paisaje paralizado, que ve como detrás de una cortina de hielo que petrifica y condena estático un presente que no le sirve; inaccesible. Y en uno de esos giros Don Rossi empieza a recordar a su padre Giuseppe, el viejo parco y solitario que llegó de una remota Italia, luego de cruzar aguas y trepar barcos; trayendo en sus manos el oficio de zapatero, unas manos y una vida marcadas por el pegamento con el que reparaba

y la cera con la que lustraba; unas manos con las que el viejo trabajaba confiado cada zapato, como confiando en que así también repararía el tiempo. Y Don Rossi se arrastra más, horizontal, gateando, por los laberintos y recovecos de la máquina que ya no mueve las agujas, sin pilas, laberintos mudos y desérticos, así, solo, el almacenero sigue hurgando en las venas metálicas del aparato, mete destornilladores, pinzas, saca tuercas y pequeños pernos, toma distancia, ajusta la mirada entrecerrando los ojos, y vuelve a deambular en la neblina espesa de lo profundo de las horas y de los recuerdos; y no ve a su madre, no escucha al viejo Giuseppe nombrarla; el pasado y la historia adormecidos bajo un polvillo de olvido, sumergidos en aguas de silencio no hablan de esa italiana tal vez sumisa, callada y resignada.

Y ese vacío se acurruca en el pecho del almacenero y lo obliga a correr, a largar una carrera desordenada, excitada por los caminos torcidos del reloj, por el interior obtuso y terco de la máquina eterna, incansable, y se pierde en los pliegues engañosos de los minutos, de un tic tac que aturde y presiona hasta lo indecible. Busca una salida, cree encontrarla cuando dobla y vuelve a frustrarse a los pocos pasos, cuando llega a otro cruce de caminos, que, como multiplicados por espejos enfrentados, siguen apareciendo bajo una lluvia gris que ha empezado a caer imperceptible, sutil y que le lastima, apenas, los ojos.

Y Don Rossi vuelve a arriesgar, abandona el deambular desorientado por esos pasillos del presente, del pasado y de lo que, quizás, vendrá; deja esos pasillos zigzagueantes que recorren por dentro los engranajes, ejes, ruedas y trinquetes del motor interminable, irremediable del reloj; y se sienta, sudoroso, se recuesta sobre una de las paredes gélidas que sujetan los paisajes inmóviles del lugar, y piensa en su almacén, en sus días detrás del mostrador de madera, en su andar entre las estanterías cubiertas por esa tela de polvo amarronado que lo teñía todo y que representaba ya el color habitual del hueco del local; y recuerda a su hermano, también zapatero, que tenía un pequeño local en la ciudad.

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Otro hombre terco y mudo de la familia, con el que casi no se veía, ni hablaba, y al que casi ni recordaba. Hasta aquel día en que lo llamaron, ese día en que tuvo que ir a la ciudad y meterse en los pasillos de la zapatería de su hermano, adentro de ese local estático, con el ventilador que no funcionaba colgando siempre del techo, junto a dos lámparas amarillentas que apenas podían alumbrar, algo confusas.

Ese día en que tuvo que cruzar detrás de la pequeña puerta, recorrer el pasillo gris de soledades y silencios, y ver detrás del tabique a Domingo que había decidido dejar de contar sus días, abandonando la espera; dejando sobre la mesa un vaso de vino por la mitad y una radio agotada y muda en un estante alto; con su boina gris y su barba canosa de toda la vida.

El estruendo de un destornillador al caer de punta contra el piso, lo sacudió y lo trajo de nuevo al centro del reloj, al punto sensible y preciso desde donde la máquina empujaba las agujas, desde donde lanzaba la queja repetida: tic tac, tic tac, tic tac. Efímero o eterno, era igual, Don Rossi se levantó y empezó a caminar de un modo mecánico, abstracto, como ajustado a un plan, como si siguiera una línea invisible ya trazada que solo sus pasos pueden seguir o como si llegara desde la raíz de su memoria un plano o mapa antiguo que le indicaba cómo volver al mostrador, al hueco de su local. Sacó más piezas, las dejó con gesto descuidado sobre el mostrador que desbordaba de pequeños componentes deformes, de colores metálicos, algunos manchados de grasa o aceite, desparejos, ajenos, ya inútiles. El viejo mostrador no podía contener esto y dejaba escapar por sus costados las piezas, las filas y columnas habían perdido su orden y las herramientas, agotadas, ya no servían para la tarea.

Don Rossi, parado y ausente frente al mostrador, frente a la soledad desnuda de la máquina, del desmembrado corazón del reloj que yacía sobre el mueble viejo, con todas sus piezas cayendo al suelo, desbordando la madera, recién ahí el almacenero sintió la sangre de este tiempo presente inexistente, bañado en engaños y arrojado al fondo de un aljibe que desde lejos lo mira con ojo oscuro, esperándolo. Y era este tiempo presente y mezquino, porfiado, el que lo preocupaba, el que lo llevaba a empujones y lo empantanaba en ese charco de agua turbia y grisácea que nunca se secaba; era este tiempo del ahora el que lo absorbía y lo hacía arrugar la frente, apretar los puños y producir ese ruido fino que nacía cuando apretaba los dientes. El almacenero, clavado en ese tiempo presente y mezquino, pensaba en su hijo, en el Pibe Rossi como le decían en el barrio, siempre entre amigos y ya habiendo dejado el colegio hace bastante. Don Rossi, hoy, cuando mira para adelante, solo ve a su hijo detrás del mostrador del almacén, tal como él está ahora.

La espera y dios en las manos cansadas de Don Rossi; los engranajes de la máquina y las herramientas exhausta desbordando el mostrador; el reloj abierto y desnudo y la espera bajo el polvo amarronado que cubre las estanterías del almacén; las sombras ausentes, abandonando los cuerpos, dejando atrás el hueco del local; Rita y Estela envueltas en el silencio macizo que arrojan las compras de ocasión; los eternos y efímeros vacíos adentro del pecho del almacenero; las crudas esperas y las permanentes vigilias; y los latidos y el tic tac subordinados, uno sobre el otro.

Y, como ajustado a un plan, como si siguiera una línea invisible ya trazada que solo sus ojos pueden ver o como si llegara desde la raíz de su memoria un plano o mapa antiguo, Don Rossi ve a Giuseppe, el padre terco y mudo; a Domingo, el zapatero y hermano, terco y mudo también; y a su hijo, el Pibe Rossi encerrado en el almacén; y la pregunta rota que carcome y arde en las tripas del viejo almacenero: ¿hasta cuándo esta espera inconclusa, suspendida e imprecisa?

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En esta terquedad de despojar del árbol florecido

su protector solar me hallo en mi esencia

Maldito mi actuar antinatural

Qué vaina con mis manos

Qué rebeldía con mi ansiedad

Qué ganas de oler el verde

Qué cosa con aspirar más allá

Qué batalla con ese indefenso tallo

Hojas naranjas

A la espera de cambio en su color

la clorofila ordena paciencia esta si esta no

El sol intermitente se asoma de reojo

Al pasar del verde al naranja la fuerza ya no es fuerte

Mi espera a que abandone el tallo es de:

Segundos

Minutos

Horas

Días

Semanas

Meses

Años

Des infinidades

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William Fernando Mina Valencia

Quizá la hoja seca al pisar el piso ya caiga muerta

Hojas muertas

Puede ser que apenas esté agonizando

Sin el alimento del tallo la muerte es segura

En la elevación del viento hasta desaparecida queda

Con la caída al suelo la tierra le da su nueva buena

Otras hojas

Entre hojas en blanco se ordenan hojas de colores con mis ojos las hojeo

Llegaron ahí por obra de conocidas manos por anti-cosas de la naturaleza

Hojas verdes persisten entre hojas

Hojas naranjas sobreviven entre hojas

Hojas muertas resucitan entre hojas

Otras hojas quieren volver al tallo

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Hablemos de los mitos, de Medea y Sísifo, de Antígona y Edipo, de las musas y los espartanos, de los nombres en antologías que dieron forma a nuestros libros, nombre a nuestras conductas y sentido a nuestra historia. Veamos cómo nos observan exhaustos desde sus pedestales.

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Alan Amado
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Esta hoja de papel, esta tinta negra, este esfero a punto de acabarse, este cuaderno, estas letras, estos dibujos, estos intentos de dibujo, estos trazos, estas hojas sueltas que se cuelan en este cuaderno y que ahora están regadas, esta cartuchera, este corrector, estos audífonos, este celular, este computador portátil que varias veces se me ha dañado y lo hago sobrevivir para aguantar mi tesis, estos stickers que están sobre el computador, este mouse que debo conectar al portátil con su largo e incómodo cable. Esta cama, esta cama sin tender, estas cobijas desordenadas, este pantalón de pijama, esta camisa con la que duermo, esta camisa sudada por tantas pesadillas mías, este saco de pijama que poco utilizo de tanto sudar cuando duermo y al que le encontré un mejor uso; este cocodrilo de peluche que lleva tanto tiempo sin lavar. Esta silla pequeña donde coloco lo que difícilmente podría colocar en algún otro lugar de mi habitación, esta maleta de viaje que una vez sacaron de debajo de mi cama y no volvió a su sitio.

Esta mesa de noche llena de polvo, estos libros de Sociología que debí leer hace mucho y que terminaron siendo decoración; esta tablet encima de los libros, estos peluches de mi infancia, este reloj despertador que también está lleno de polvo, esta crema para el cuerpo que no sé en dónde colocar, y que en la mesa de noche me hace estorbo; este desodorante de gel que se acabó. Este maní tostado que como cuando medio me antojo, estos paquetes de galletas que me provocan hastío de solo verlos en mi mesa, porque son tan secos que sólo el hecho de pensar en comérmelas me desespera; este té que compré hoy, que aún no he terminado, y que no tengo idea en qué momento me lo voy a terminar de tomar porque no quiero hacerlo todo de un tajo; este peto caliente que, sin llevar una hora en mi cuarto, y aún sin probar, ya me tiene agobiada porque en un breve instante reflejó el amor de mi mamá: un amor violento que hace mucho dejó de dar calor, que me quema desde que comencé a sufrir depresión; ese amor cristiano, represivo, presionante, estresante, sobreprotector. Esta mesa de escritorio que lleva once años en mi pieza que permanece siempre con polvo. Estos cables que no tienen otro lugar en donde acomodarse, que terminan haciendo más desorden. Estos libros encima de la mesa, acumulados para leer cuando tenga tiempo, para luego darme cuenta que siempre van a estar ahí, pues siempre voy a estar amarrada a alguna obligación y nunca voy a ser libre; estos libros acumulados que pospongo su lectura porque en el fondo representa la miseria que me ha llevado hasta este punto; estos libros acumulados que ocupan toda la mesa, que me han quitado el espacio y la posibilidad de estudiar ahí.

Esta hoja de periódico doblada que junto con los libros acumulados resulta siendo más basura. Dentro de esta bolsa en la que hay un libro sobre masculinidades que compré por las fechas cercanas a mi último cumpleaños cuando comenzaba a salir con el sujeto que me mató; este libro de Harper Lee

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Jennifer Molina Calderón

que él me compró, cuya lectura suspendí hasta que esto deje de dolerme. Esta pila de libros en la que se encuentra Las reglas del arte de Pierre Bourdieu, que compré como forma de recompensa simbólica, pero que resultó siendo un arma en contra mía; este libro de Roland Barthes titulado La cámara lúcida que compré en Buenos Aires, y que cínicamente aún espera ser leído. —¡Joder es fácil de leer!— este libro de Alberto Manguel Leyendo imágenes que encontré por casualidad una tarde en el estante de periódicos del edificio de Sociología, que tomé como una especie de regalo, como un descubrimiento, y el que mis amigos creyeron que había robado; este libro sobre el pentecostalismo en Colombia que no abriré nunca porque ahí escondí el dibujo que él me hizo, y que no pienso botar, pero tampoco pienso volver a verlo porque es de esas cosas sagradas que nunca deben ser vistas; este libro de Thomas Kunn La estructura de las revoluciones científicas que utilizaría para mi proyecto de ponencia en Montevideo; estas revistas que utilizaría para mi ponencia y que ahora son un proyecto que nunca comencé, que terminó en la basura.

Este libro de Sartre La Náusea que me ha ayudado durante el tiempo que he permanecido en esta brea, pero que no puedo seguir leyendo mientras no haya terminado aún este semestre —me irrita que después de mes y medio de haberlo empezado a leer no he podido terminarlo—; este libro de Simone de Beauvoir La mujer rota que espero releer inmediatamente después de haber releído La Náusea, para seguirle hallando sentido a toda esta mierda que me ha pasado, a todo lo que ellos me hicieron como si de una teodicea se tratara.

Este otro cúmulo de libros de arte que soy incapaz de leer porque me hicieron sentir culpable de mi gusto al arte. Esta silla incómoda en la que no puedo durar más de diez minutos sentada, estas maletas encima de la silla, estos controles de televisor que tengo que golpear siempre para que funcionen. Estos muebles que colocaron en mi pieza, que me quitan aún más espacio, que me sofocan.

Esta persiana dañada que me cuesta cerrar siempre, que sólo puedo halar lentamente la cuerda para bajarla, que me provoca desespero y ganas de tirarla violentamente para que baje de una vez por todas. Esta falta de espacio, esta falta de motivación, este estrés, esta dulce melancolía que me provoca “Thirty-Three” de The Smashing Pumpkins, esta brea, este dolor, esta miseria de la que aún ando luchando por salir por lo que ellos me hicieron. Este vacío.

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Soy el fuego y el viento, el tronco de los árboles y el rompeolas; el canto de los pájaros y el crujir del cielo. El vaho de la tormenta sobre los bosques, los perros que ladran en las ciudades.

Las mariposas.

¿Dónde termina la luz del sol y empiezo yo?

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Teodoro Flores Carpio

Dedicatoria: A las naciones tomadas por la violencia del terrorismo y la narcopolítica.

Era la lluvia un himno sobre el tejado viejo, la calle era una patria sin cuchillos ni balas, íbamos tan confiados a la tienda, a la escuela, a la casa de un tío, al mercado o al parque. Era mamá un agente del amor y del orden: En cada beso suyo había un tirón de orejas y en el tirón de orejas había un beso suyo.

Hubo un país azul, isla de trigo, donde el grillo cantaba a la manzana una alegre canción de hierbas leves, hubo una tierra de banderas blancas con cerezas y rosas, sin ortigas, donde un ángel vendaba las heridas del huérfano y la viuda. Hubo un pueblo de ventanas y puertas siempre abiertas para el sol, para el viento, para Dios, donde el alba era fiesta, y el ocaso era fiesta también. Donde la paz no tenía el color de los billetes ni la marcha triunfal de los fusiles. Era una vieja patria hecha de arcilla, donde el aire y el pan no eran escasos, donde el plátano asado y el café eran verso y hogar, salmo y guitarra.

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En los ojos del día una palabra que puede ser adiós o hasta mañana, o puede ser violencia o extorsión me muestra que la vida se desarma más tarde o más temprano. Se desarma como una mesa rota. Se desarma como el hombre que arrastra un mal recuerdo de barcazas hundidas en la noche, de palomas perdidas en la bruma, de amapolas rasgadas por el viento. Cuando se pone gris el calendario un pedazo de vida se desgaja, una antigua laguna queda seca entre pájaros muertos de cansancio.

Hubo un tiempo sin náufragas miradas, sin rutas arrasadas por el miedo, hubo un tiempo de olor a libro nuevo a lápiz que pintaba en el cuaderno caballitos de mar, risas y rosas, hubo un tiempo de lienzos y acuarelas de niños que corrían en la acera, de esbeltas mariposas que volaban empapadas de música y colores…

Hoy es tiempo de panes que se queman, de goteras que rompen los tejados, de plegarias que chocan en el techo, del borroso monólogo de un arma que me espanta la risa y la confianza, hoy es tiempo de ampliar el cementerio, de ponerle barrotes a las casas, de espantar tanta mosca que nos vuela.

¿Vendrá como llovizna inesperada un tiempo de caminos despejados, un tiempo sin hermanos que mendigan un pedazo de paz en cada esquina?

Una vieja canción de los abuelos vendrá vestida de caricia nueva vendrá como una brisa que refresca, como buena noticia que permite d esandar el desorden. Será un canto que nos llene de niños la mirada será un tiempo de sol, sin elegías, será un tiempo de muelles que se abren para que entren las hadas que emigraron ahogadas por el humo del cigarro que fumaba el extraño que enturbió la palabra, el azúcar, el altar.

Hubo un país azul, isla de trigo, donde anduvo mi padre apacentando un rebaño de luz. Donde el poeta anduvo redactando biografías de ancianos que llegaban a la noche con las alas intactas. Donde todos íbamos tan confiados a la tienda, a la escuela, a la casa de un tío, al mercado o al parque.

Hubo un país azul al sur del viento donde la calle era un enorme potrero, un jardín, un tendal de cacao, un camino de polvo, pero era, sobre todo, una patria sin balas ni cuchillos.

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Cordura al borde de un lejano acantilado la belleza del ataque de una cobra alianza entre egoísmos y crueldades los espejismos el éxito deshabitado la frustración y sus gusanos en la sangre lamento de gacela mientras la devoran el viento del rencor que irrita los ojos como trompadas violentas y precisas como demonios que acechan la inocencia como llorar como ponerse triste de repente escalofrío en las vértebras del miedo criaturas heladas que se entremezclan con el pánico angustia a punto de estallar un ruido espantoso de torturas la desolación en los restos de una fiesta un ser que cae sufriendo depresión abajo un ser que se ha rendido y prepara una soga.

La bella soledad de los acantilados

Vive libre al otro lado del temor independiente y plena como la bella soledad de los acantilados como una danza desnuda de artificio como un mágico perfume de violetas que llega a las constelaciones.

Ella conoce la batalla por la paz depredación y violencia están incluso en lo minúsculo. Ella conecta día tras día en su sabiduría con lo que vibra alto. Ella destruye las dulzuras aparentes sólo quiere lo genuino.

Extrañamente

Como jaurías que acechan en la madrugada. Como los últimos minutos de quien se suicida. Como rebeldes que desobedecen al látigo del encumbramiento.

Como una ninfa lúcida que exalta la importancia de lo simple.

Como un genuino viejo sabio que profiere una enseñanza poderosa traída extrañamente desde el Otro Lado.

Como una cópula salvaje abriéndose a revelaciones.

Lejos de los hundimientos

Conozco una mujer eterna que brilla siempre lejos de los hundimientos.

Una mujer transparente como un inagotable néctar.

Como un viento que sacude y energiza. Como un levísimo perfume de azucenas.

Una mujer bendecida con labios de sabor a dicha intensa. Con ojos encendidos como pequeños astros. Con la piel como un milagro abriendo múltiples portales. Conozco una mujer musical como la niebla luminosa del amanecer.

Una mujer sin vanidad pero imponente.

Una mujer que queda dentro en lo más hondo y fluye después cuando las horas lentas.

Hierba venenosa

No saben del cariño las almas infectadas de serpientes una lechuza dibuja con su vuelo el enigma de la noche los halcones del dolor depredan la inocencia una niña divirtiéndose en el lomo de un león la paz cobarde nutriéndose de un aire sucio.

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Damián Andreñuk

Un perfume de mujer instaura lo eterno una pasión real como un águila que canta.

No son culpa de nadie el ocaso el huracán. Hay linyeras que detestan desde las entrañas la comodidad corrompida las amables apariencias de trasfondo siniestro.

Erosiona cualquier ego el declive de la piel. Hay miserables que rechazan los jazmines y proponen sólo hierba venenosa.

Menciones literarias

Cioran sentenciando siempre ajeno.

Pizarnik enamorada del desvío, siniestra.

Murakami tras el dios de lo sencillo, fantástico.

Sábato profundo en la altura de la sabiduría.

Kennedy Toole en la conjura de las carcajadas. Kafka enrevesando, intrincando, desasosegando.

Rimbaud diciéndolo con fuego.

Bukowski desde el vino y el dolor pariendo zafiros.

Hemingway en la violencia que esclarece.

Olga Orozco en sus hechizos perfectos.

Marosa di Giorgio dibujando sus delirios claroscuros.

Nietzsche sin contemplaciones para pulverizar lo vacío.

Borges ahogándose en la pura intelectualidad.

Artaud en unión con lo sagrado más allá de la locura. Dostoievski con dureza y maestría revelándonos lo humano.

Dos cuestiones

Lo que abunda

El odio acumulado volviéndose costra. Simulaciones grotescas.

Miradas predatorias o anodinas. Palabras abortadas en gargantas cobardes.

La estupidez glacial.

La muralla impenetrable de la vanidad. La torpeza de sangrar por lo insignificante.

Lo imprescindible

Conexión con el cosmos.

Una franqueza desnuda. Un puñado de infinitos antes de la metamorfosis. Un amor descabellado y total. Respiraciones profundas hasta una paz más fuerte que cualquier circunstancia.

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