Nudo Gordiano #31

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Nudo Gordiano

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Julio-Agosto No. 31
Cuentos - la Espada Autos que se detienen Walter Hugo Rotela G. La unción Ángel fuentes Balam La vida después de las lágrimas Jorge Armando Ibarra Ricalde El guardían Ronnie Camacho El Duelo Luis Miguel López Díaz Víctimas del Mercado Ricardo Bugarín
- la Lanza Caprichos y Fisuras Dilan Chino Sandoval Datura Marisol Ramírez Cruz La pasión de tu mirada Isabel María Hernández Rodríguez Pilar de azucenas Vladdy Bloody Poemas de: Fernando Bonilla 6 8 12 14 18 24 28 34 38 40 42 Índice www.revistanudogordiano.com
Poemas

—¡Corré, corré, vamos ahora...!

—Pero... ¿Y Juan?

—Déjalo... ¡Vamos…! ¡Vamos que se viene la yuta!

—La gran p… No puede ser… No puede ser… Cada noche igual… Se repite el mismo sueño perturbador de los autos que se detienen, es claro el chirrido de las ruedas… Le siguen las detonaciones de armas, una, dos, tres y otra vez ruido de un motor que ruge, rompe el silencio y se desvanece. Una y otra vez la escena del auto azul que se para justo delante de otro automóvil gris, chapa BA517 872*. Bajan tres hombres y una mujer; abren la puerta izquierda y disparan contra quien conducía. Éste, antes de dejar de respirar saca un arma y mata a uno de sus atacantes.

Empapado en sudor Roberto se despierta, ansioso, enojado y triste con un grito ahogado. Cada noche se despierta así, casi siempre un rato después de dormirse, cuando el reloj marca las 3 de la mañana. En ese momento siente que su corazón late rápido y con fuerza. Le cuesta volver a retomar el sueño, por lo que se incorpora. A veces puede decirlo, otras, solo lo piensa: “tenía razón Juan, el número de la chapa era una señal del destino”. Roberto se levanta, dolorido, con una tremenda contracción muscular. Se dirige a la heladera y bebe, en forma pausada, un vaso de leche. Luego se acerca a su escritorio, enciende la luz y mira un viejo bloc de notas, muy gastado, algo amarillento. Mira en su interior y repasa unas frases escritas, años atrás. Se tranquiliza un poco al releer una que dice: “la libertad exige sacrificios...” Está escrita en la parte de atrás de una vieja fotografía en sepia, de una mujer joven de tez con pecas, cabello largo recogido en una trenza. Vuelve al dormitorio. Intenta dormir, da vueltas en la cama una y otra vez. Tras media hora al fin lo consigue. A la mañana se despierta, deambula por su viejo apartamento. Mira las cosas y se pierde en sus cavilaciones. Sale al balcón, riega las plantas casi marchitas como él con su piel gastada, algo reseca, sin la grasa bajo la piel de los años jóvenes. Con pocas ganas, habitualmente, se viste y va a dar una vuelta por el parque. Mira las matrículas de autos, recuerda a Juan. —El amigo apostador estaba en lo cierto —piensa. La desgracia y la sorpresa estaban escritas en la chapa. Hace un par de años se jubiló y busca cómo pasar el tiempo. Se encuentra con viejos camaradas de sus años de facultad en el exilio y conversan sobre los tiempos actuales, la política internacional y,

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casi siempre, surgen los recuerdos de cuando fueron compañeros de armas. Los temas que surgen, habitualmente, tuercen hacia un tiempo específico y la charla se vuelve algo tensa. La conversación a esa altura es en voz baja como en secreto y con la vista clavada en los que pasean a sus perros, mientras caminan. Con cautela, recorren algunos detalles, luego sus miradas se pierden, más allá del horizonte. En pleno medio día cuando la calle se vuelve un hormiguero ellos aún están ahí. Más de una vez, un frenazo de auto los altera, los incomoda, a Roberto más que al resto. Juegan ajedrez, lo practican, lo estudian tanto o más que a sus 19 años. Cada movimiento está precedido por largos silencios y algunos suspiros.

La tarde transcurre entre varias actividades, visitas a familiares, salidas para hacer compras pequeñas, todas aquellas tareas para que el cansancio se acumule y vuelva lo antes posible el sueño. Ese sueño que prefiere que no llegue, se resiste, le teme, pero no lo dice. Calla, siempre calla. El sueño nunca llega antes de las dos o tres de la mañana. Un rato antes de que haga su entrada la pesadilla de cada noche… Aparece el auto chapa BA517 872.

—¡Corré, corré, dale vamos ahora…!

—Pero... ¿Y Juan?

—Déjalo. ¡Vamos…! ¡Vamos que se viene la yuta**!

—La gran p… No puede ser… No puede ser...

*Para los que juegan a la quiniela en el Río de la Plata, a ciertos sueños les corresponde un número. Así a la desgracia le corresponde el 517, y a la sorpresa el 872.

**La yuta es una expresión del lunfardo que se usa en el conurbano bonaerense para referirse a la policía.

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Puntual estaba a mi cita como cada madrugada, en ocasiones variaba por quince minutos, pero eran insignificantes, eran las tres y media de la madrugada, para cubrir la distancia entre mi habitación y el recinto hacia donde dirigía mis sonámbulos pasos, comencé con mis oraciones más improvisadas encomendadas a San Rafael de las Campechanas, nuestro santo patrono; mi súplica era no encontrarme con ese ser despreciable, capaz de provocar las más diversas reacciones de asco, rechazo y odio.

Entre los ruegos celestiales y lo apurado de mis pasos debido a la imperante urgencia, llegué al baño, tras de mí cerré la puerta, encendí una tenue luz para no incomodar con la incandescencia a mi familia, ellos dormían a pierna suelta; con la incipiente lucecita apenas se distinguían las dimensiones y los muebles de este pequeño cuarto, pero para mis fines era suficiente. Ya dispuesto a satisfacer una de las necesidades básicas de los seres humanos, inicié con mi acostumbrada rutina, como siempre más dormido que despierto, cuando estaba a mitad de mi desfogue urinario, me di cuenta que las oraciones para San Rafael de las Campechanas en esta ocasión no resultaron, tal vez no lo hice con el suficiente fervor: de reojo visualicé a mi asqueroso enemigo.

Se paseaba horondo de un lado a otro en el exterior de la tina de baño, al principio no se percató de mi presencia o descaradamente me ignoró, me sentí incómodo con su aparición y más sabedor de sus alcances, así que no terminé de orinar, desde ese momento mi pensamiento solo fue uno: matar a ese asqueroso intruso. Como pude y sin perderlo de vista, me puse frente a él, como si me leyera el pensamiento, mi enemigo interrumpió su paseo por la fría superficie de cerámica que conseguimos en un remate de pisos a las afueras de la ciudad, se puso frente a mí a una distancia menor a los dos metros, sentí su mirada con esos pequeños ojos negros en su totalidad, fijamente sobre mi salpicada humanidad, ni sus largas antenas le impedían visualizarme a la perfección. Pareceríamos dos vaqueros dispuestos a un duelo a muerte en el lejano oeste, cada uno velando sus armas, cada uno sin mover una sola fibra de su cuerpo, cada uno pendiente del más mínimo movimiento de su oponente para ser el primero en atacar.

Y ahí seguíamos quietos, muy quietos, viéndonos atentamente con una ansiedad por atacar y no ser atacados. Los segundos seguían corriendo, por el silencio de la noche se escuchaba perfectamente el tic tac tic tac que marcaba el reloj de la sala, parecían horas eternas. Los dos sabíamos que de esa habitación solamente uno saldría vivo.No supe si fue mi rival o fui yo quien atacó primero, lo cierto es que en un momento dado me vi lanzando mi mejor pisotón con el pie derecho, para mí hubiera sido suficiente aturdirlo y rematarlo con el pie izquierdo mientras

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estaba fuera de sí, tal fue el ímpetu y fuerza, que mi embestida la fallé por mucha distancia, lo que provocó que hiciera involuntariamente un paso de danza: un Split. Ahí quedé sobre el frío piso de oferta con las piernas alineadas una con la otra, extendidas en direcciones opuestas formando entre ellas un ángulo de 180º.

Con muchas dificultades logré acostarme boca arriba, me di cuenta que tenía un severo desgarre en la ingle pues el dolor era intenso; en esa posición me quedé por un largo tiempo mientras mi oponente pasaba corriendo rápidamente encima de mí.

¡Asco de contacto! Sentí su duro y crujiente exoesqueleto recorriendo mi adolorida humanidad, se detuvo unos instantes sobre mi abultado estómago, segundos que aproveché para asestarle un furioso golpe con mi enardecido puño derecho, fallé y el golpe fue directo a la boca de mi estómago, lo que me provocó un sofocamiento inmediato pues me quedé sin aire. Mi enemigo seguía pavoneándose sobre mi adolorido estómago por lo que sin pensar en las consecuencias lancé un segundo golpe para tratar de dañarlo y ahora el crujir de dos costillas me anunciaban que las había fracturado.

En esas condiciones estaba cuando mi contrincante aprovechó para hacer otro furioso ataque, no supe de dónde salió, probablemente de mi espalda y lentamente recorrió mi cuello hasta llegar a mi cara, la recorrió con sus sucias patas, una vez, dos veces, las patas llenas de protuberancias corrían rápidamente sobre mi rostro; al dar su tercer rondín, se posó cínicamente sobre mi tupido bigote por debajo de mi nariz. Al estar jadeando para hacer llegar más aire a mis pulmones y recobrarme del sofocamiento abdominal, llegó hasta mí un olor fétido, como el más sucio y pestilente excremento vertido en las coladeras anegadas de las ciudades, el olor era insoportable, no sabía a ciencia cierta si esas diminutas patas me habían impregnado toda la cara de esa suciedad tan manifiesta o el muy descarado estaba defecando junto en mi bigote.

No terminé de completar mis pensamientos cuando de pronto una oleada de náuseas se apoderó de mí y aún podía ver a mi enemigo sobre mi bigote, y claro, después de las náuseas viene el vómito; lo arrojé en forma de proyectil, lo que me provocó que sacudiera de manera furiosa la cabeza golpeándola fuertemente contra el piso de cerámica.

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Desperté del desmayo ocasionado por el golpe, no sabía si habían pasado segundos, minutos o habían transcurrido horas, aún estaba muy oscuro, por debajo de mi cabeza sentía un ligero y tibio líquido espeso, era sangre, era un abundante charco de sangre, pues así acostado boca arriba ya llegaba por debajo de mis hombros, de reojo, a pesar de lo tenue de la luz, pude identificar el rojo intenso característico del tejido hemático. “Qué suerte la mía”, pensé para mis adentros, me levanté a orinar en la madrugada y ahora estaba tendido en el piso del baño, golpeado, con una considerable abierta en la cabeza que me estaba provocando una severa hemorragia, tenía dos costillas fracturadas, un importante desgarre, el rostro lleno de materia fecal de ese sucio ser, estaba salpicado de orina, empapado de un amarillento vómito que había alcanzado a mi rival, el cual estaba cubierto en su totalidad, esto fue un triunfo pasajero para mí, pues en semejantes condiciones no podía utilizar sus temidas alas, el contenido gástrico estaba esparcido por toda la habitación, aún contenía restos alimenticios no digeridos de la cena anterior, los cuales, mi contrincante estaba ingiriendo con sumo gusto. “Al menos compartimos algo, infeliz”, le dije.

En condiciones tan deplorables no gritaría por ayuda, además, dudé que mi esposa me escuchara, pues las pastillas para dormir que toma cada noche cumplen fielmente su encomienda, la ponían a dormir como oso invernando. Mi otra opción era mi pequeña hija de ocho años, opción que deseché al instante por la impresión que le provocaría ver a su padre en esas condiciones. Además, era cuestión de dignidad personal terminar yo solo con ese intruso, era una guerra entre él y yo únicamente, no era muy honorable pedir refuerzos en una pelea de esta índole.

Me concentré, reuní el resto de mis fuerzas, poco a poco fui incorporándome, un último esfuerzo y estaría totalmente de pie, en esta postura la balanza se inclinaría a mi favor. Para conseguirlo me sujeté fuertemente de la barra de toallas de mano, pero no contaba con la debilidad de mis piernas debido al desgarre, se tambalearon y finalmente se vencieron, el peso de mi cuerpo no lo soportó el toallero, el cual se venció y me hizo caer de bruces contra el inodoro, perdí todos los dientes frontales, unos me los tragué y otros los alcancé a escupir, la sangre fluía a borbotones de mi boca, esto me produjo un enojo jamás experimentado; con un esfuerzo sobrehumano logré ponerme de pie, cuando lo conseguí, justo frente a mí por encima del botiquín donde se guardaba el cloro, el aromatizante, el jabón y otros enseres propios de un baño de familia, alcancé a divisar un recipiente de metal, era insecticida en aerosol de uso doméstico, sentí una felicidad inmensa pues esto bastaría para acabar con mi oponente. Esto debieron experimentar los gladiadores romanos cuando al sentirse vencidos se les proporcionaba un arma extra para emparejar el duelo. Cerré la ventana que daba al exterior, me quité el pantalón de la pijama que ya apestaba a orina seca, lo enrollé y lo coloqué en el hueco que queda entre la puerta y el piso, así mi enemigo no escaparía por ahí.

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Con un aire de superioridad tomé el recipiente de insecticida, “¡qué alegría, está totalmente lleno!”, y comencé a esparcir el insecticida por toda la habitación, no hubo metro cuadrado que no fuera cubierto; pronto el baño se llenó de una tenue neblina de insecticida, mi enemigo seguía ahí conmigo, lo podía sentir, así que solo era cuestión de esperar.

Me senté en el inodoro con la tapa puesta a esperar cómo mi rival se retorcía de dolor debido a esa nube de veneno; lentamente pasaban los minutos, mi contrincante no daba señales de vida, eso fue un triunfo anticipado para mí. La neblina toxica se seguía concentrando y cumpliendo su cometido. Me estaba dando un profundo sueño, tal vez por la hora, tal vez por lo mallugado de mi cuerpo, tal vez por la pérdida importante de sangre, tal vez por todos estos factores, me fue venciendo la pesadez de ese sueño reparador y reconfortante, ese sueño que solo se disfruta con la satisfacción del deber cumplido, ya no eran cabeceos únicamente, me fui venciendo poco a poco hacia mi lado derecho, cayendo sobre mi costado, ese golpe no me dolió a pesar que ese lado era el de las costillas fracturadas, era reconfortante estar en esa posición, poco a poco fui adoptando la posición fetal para entregarme a los placeres del sueño, quedando mi cabeza muy cerca de la puerta del baño, podía aspirar el aroma característico a orina seca sobre mi pantalón de la pijama, el olor a sangre fresca y seca, el olor a vómito, el olor al más sucio de los excrementos, todo mezclado por el fuerte y característico aroma del insecticida.

“¡Pero quería ver a mi enemigo morir!”, así que como distracción comencé a leer las indicaciones e instrucciones del insecticida en aerosol, tenía la lata vacía en mi mano izquierda, no la quería soltar, la mantenía fuertemente apretada como si de un trofeo de guerra se tratara. Por lo tenue de la luz y mi cansada vista solo pude mal enfocar una línea que sobresaltaba del resto del texto, decía: “Utilice este producto, con suficiente ventilación” , al terminar de leer comprendí mi situación, mis ojos se querían salir de sus orbitas por la impresión, rápidamente y con las pocas fuerzas que me quedaban, traté de quitar mi sucio pantalón para que entrara un poco de aire, no lo conseguí en su totalidad, alcancé a ver a mi asqueroso enemigo deslizarse hábilmente por el espacio que liberé.

—¡Noooooooo! —. No supe si mi grito salió de la garganta o solamente se quedó en mi confundida y envenenada mente.

Al inicio de las actividades matutinas, en mi pequeño departamento, todo parecía transcurrir con normalidad, antes de cerrar los ojos por última vez y perder mis cinco sentidos en su totalidad, alcancé a escuchar de forma muy lejana a mi pequeña hija que comenzó a llorar y gritó desesperadamente.

—¡Mamá, ven rápido, hay una cucaracha en la cocina!

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Ronnie Camacho Barrón

El poder llegó a mí al mismo tiempo que recibí la sorpresa de que mi esposa esperaba a nuestro primer hijo, todo comenzó con pequeños susurros en mi cabeza, advertencias de cosas terribles que podían pasar y que solo yo podía detener. Al principio traté de ignorarlos y por mi negligencia, mi cuñado resultó muerto en un accidente de auto; debí obedecer a los susurros cuando pude y cortarle los brazos para evitar que fuera a esa fiesta.

Entonces lo comprendí, el poder había llegado a mí no para enloquecerme, sino para darme la oportunidad de convertirme en un guardián que protegería al mundo y lo haría un lugar más seguro para el advenimiento de mi hijo. Desde entonces comencé a seguir sus lineamientos y previne decenas de catástrofes como el robo de un banco al incendiarlo, un ataque terrorista en el aeropuerto después de hacer una amenaza de bomba y la caída de un meteorito que impedí disparándole al perro del vecino.

Salvé muchas vidas, pero las autoridades no lo comprendieron y cuando se enteraron de todas las cosas que hice, me llevaron a juicio. De no haber sido por mi abogado que apeló ante la corte que yo presentaba principios de esquizofrenia, hubiera terminado veinte años tras las rejas. Jamás supe de dónde la sacó, pero fue una idea brillante, el único defecto de su plan, fue que, por orden del juez y tranquilidad de mi esposa, tenía que asistir con un loquero que, a base de píldoras y largas sesiones trató de curar mi “enfermedad”. Por más que lo intentaron no pudieron conmigo, fingí tomarme sus absurdas pastillas y durante cada sesión, solo les seguí el juego hasta convencerlos de que todo estaba bien. Al paso de los meses el vientre mi esposa creció y del mismo modo, el alcance de mi poder también lo hizo, ya no solo se limitaba a voces en mi cabeza, ahora tenía claras visiones de las cosas malas que ocurrirían y de quiénes serían los futuros responsables.

Los nuevos males en el porvenir eran más grandes de lo esperado y ya no bastaban los sabotajes ni las amenazas para detenerlas, tenía que llegar más lejos, eliminar al mal de raíz.

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Fue así como la cacería inició y fui detrás de todos aquellos hombres que conspiraban para traer el fin del mundo, como ese reportero del canal cincuenta y siete que encubría los movimientos de los reptilianos, el alcalde que a cambio de poder vendió su alma al diablo y el director de un hospital que en secreto fabricaba un virus mortal.

Hice eso por varios meses y cada vez que asesinaba a otro, las advertencias de mi poder disminuían, hasta el punto de que, para el día del nacimiento de mi hijo, llevaba semanas sin tener una visión. En contra de todo pronóstico había logrado mi objetivo, hice del mundo un lugar seguro para él o al menos eso pensé hasta que lo sostuve entre mis brazos.

Apenas entramos en contacto, vi la peor de mis visiones, el mundo convertido en un caos llameante consumido por la guerra, donde un hombre parecido a mí, pero con los ojos de mi esposa, se alzaba sobre un trono de cadáveres y sangre. “¡Mátalo, mátalo, mátalo!” el poder comenzó a ordenar en mi cabeza y por primera vez en mucho tiempo, no supe qué hacer, me esforcé tanto para proteger la seguridad del mundo solo para enterarme de que al final sería mi propio hijo quien lo destruyera.

Finalmente tomé mi decisión y comencé a estrujar al niño entre mis brazos con el fin de quebrar su cuello, pero antes de que pudiera aplicar la fuerza necesaria, los médicos intervinieron y me lo arrebataron. Traté de explicarles lo que pasaba, nadie me escuchó y después de llamar a la policía, fui llevado a un manicomio, lejos de mi mujer y de ese niño.

Ya han pasado veinticinco años desde entonces, ese monstruo se ha vuelto un hombre y yo jamás pude escapar de aquí para detenerlo. Ahora, mientras me preparo para saltar de la azotea, observo a la distancia las explosiones provocadas por las bombas nucleares, aquel engendro ha comenzado con su plan.

Realmente me sabe amargo el sabor de mi fracaso, pero al menos, el mundo por fin sabrá que su guardián siempre tuvo la razón.

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Ángel Fuentes Balam

Los mira. Bestias dispares fornicando. Gritan. El sexo virgen se ha levantado. Y él lo siente y se acaricia. Algo sabe: en la profundidad del espejo de su carne, la lujuria navega. Su hermana gime y el hombre que la penetra, brama. El sudor apesta el cuarto, vuelve el aire una densa cortina de calor. Él los observa: son lo único que existe. Sus padres habían salido para intentar resucitar el romance perdido. Cristóbal escuchó risas y golpeteos en la sala. Reconoció las voces: su hermana, el novio de su hermana. Llegaban de cenar, borrachos e inflamados por la segunda hambre. Creyeron encerrarse en la habitación, pero la puerta no volvió al umbral.

Confiados, se entregaron a una pugna de besos, pellizcos, rasguños y alientos. Se arrancaron la ropa con torpeza, ofrecieron para el otro una grosera desnudez con la brutalidad de un delito. Los diez años de Cristóbal impulsaron su curiosidad. Se acercó al cuarto, y por el resquicio miró dos cuerpos en sicalíptica danza: su hermana abría las piernas, regalaba un rostro desencajado de placer; el hombre empujaba la cadera hacia ella, trémulo. Cristóbal dejó de ser niño cuando desde su íntimo centro sintió una alarma. Su miembro viril despertaba, llenándolo tanto de vergüenza como de insoportables preguntas. Miró cuanto quiso, enhiesto en un silencio tenso, solo roto por los ladridos desafinados de la pareja, ajena a que un ojo atestiguaba su encuentro.

El niño, absorto en el acto, sintió que perdía algo de sí mismo. Su hermana comenzaba a chorrear —incontrolable— un líquido transparente y salado, cuando contrajo los músculos con frenesí, dirigiendo su mirada a la puerta. Descubrió a su hermano, con el pene de fuera, sin tocarlo, embelesado con la imagen que ante él se revelaba.

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Como Eva, luego de probar el fruto de la ciencia, cubrió de súbito la agitada piel con las sábanas.

El novio retrocedió, sorprendido al mirar a aquel niño frente a ellos.

—¿Qué haces aquí? ¡Lárgate! —gritó su hermana.

Cristóbal no se movió. El hombre comenzó a vestirse. La mujer, aferrando la tela húmeda sobre sus pechos, presa de ira, vociferó:

—¡Que te vayas, cabrón!

Pero Cristóbal no respondió.

—¿Qué le pasa? —murmuró el hombre.

—¿No me oíste? —reclamó ella—. ¡Vete! El niño siguió mirándolos.

Algo siniestro, en la raíz de sus ojos comenzó a turbarlos, a llenarlos de un miedo incomprensible que desplazaba a la repulsión de haber sido descubiertos. El niño no se movía. Seguía clavando sus ojos como alfileres en un muñeco de trapo, alternando la mirada entre el hombre y la mujer.

La pareja estaba paralizada; por unos instantes, un grueso silencio cubrió los tres cuerpos. Ella temblaba de vergüenza. El hombre, confundido, no daba un paso. El niño los había marcado; había descubierto su más abyecta intimidad; eso no podía cambiarse. Él había dado fe de sus cuerpos desnudos, retorcidos, vulnerables. —¡Vete, por favor! —rogó la mujer.

Cristóbal no obedeció. Y al ver los ojos de su hermana suplicante, una efervescencia ignota brotó de su vientre hasta que eyaculó por primera vez. La pareja lo observó, indignada, aterrada, sucia, ahíta de fatalidad… Cristóbal no movió ni una parte de su cuerpo; su sexo fue disminuyendo en tensión, poco a poco. En el piso el semen derramado se oscurecía por el polvo.

—¡Qué asco! ¡Lárgate! —volvió a gritar su hermana al borde del llanto.

Sin embargo, el niño no sólo no se fue, sino que comenzó a torcer la boca para construir una sardónica sonrisa. Los observaba y reía, como si hubiese entendido al fin una broma macabra; festivo, como el artista que cierra la obra maestra. Él mostraba los dientes, y no dejaba de mirarlos.

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Ni el hombre ni la mujer podían soportar esa risa burlona, condescendiente, igual a la que tiene un padre autoritario con su hijo menos talentoso; una risa que los despreciaba, situándolos al nivel de meras alimañas.

Luego, la risa derivó en una carcajada que taladraba sus cráneos, intoxicándolos con un nauseabundo sabor en la boca. —¡Cállate ya, mierda! —gruñó el hombre.

Los ojos de Cristóbal se abrían más y más, enterrándose en los frágiles cuerpos de los amantes. La mujer lloraba, apretándose la cabeza, jalando con rabia sus cabellos. —¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

De súbito, saltó de la cama, desnuda, para golpear el rostro de su hermano menor con la mano extendida. Aun así, el niño siguió riendo. La mujer se paralizó, y fue el hombre quien llegó hasta ellos, asestando un puñetazo en la cara de Cristóbal: el niño cayó al piso; de su nariz rota comenzaron a nacer riachuelos de sangre. Él continuaba riendo, aullando, manchando sus dientes con mocos rojos, mirando a Adán y a Eva, desesperados por perder su único refugio: un tosco paraíso construido por los besos en común. La mujer, inundada por una furia que antecedía la vida en la tierra, se lanzó al cuerpo del pequeño: golpeó, arañó y mancilló la carne. —¿Quién eres? —chillaba— ¿Quién eres?

Cristóbal recibía la violencia con cara de pura felicidad. Delirantes, los amantes de barro necesitaban callar esa risa dolorosa que los condenaba hacia una tierra desconocida en donde no podrían ser inocentes de nuevo.

Quebraron sus dientes, le arrancaron el cuero cabelludo, sacaron uno de sus ojos; pero incluso cuando el hombre usó toda su fuerza para desencajar la infantil mandíbula, el testigo siguió riendo. Ellos gemían, ya no poseídos por la vehemencia de inundarse, sino por la desesperación. Eran incapaces de comprender que la risa no se iría, que en cualquier lugar serían descubiertos por el niño, que siempre hay alguien observando.

Aun cuando Cristóbal era una bolsa de carne irreconocible y palpitante tendida sobre el piso de la habitación, ellos continuaban escuchando la gran carcajada, sintiendo cómo dos ojos terribles examinaban cada parte de su piel…

Al alba, todavía lloraban en torno al cadáver del observador. Pero a medida que el sol comenzaba a ascender, fueron sintiéndose liberados. No pudieron contener una sonrisa, manchada por las lágrimas y la sangre del que fue un niño: era como si a través de ese sacrificio todos sus pecados estuviesen perdonados.

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Jorge Armando Ibarra Ricalde

En una noche fría con cielo despejado, el viento corre salvaje por la acera. Viaja hambriento, arrancando el calor directamente de la piel de todo animal con el que tiene contacto, devorando sin remordimientos su salud y su tacto. Aúlla mientras cabalga victorioso e indetenible a lo largo de una ciudad que independientemente de la temperatura, se mantiene fría e inmóvil, como si su espíritu hubiera muerto hace tanto tiempo que las oficinas, monumentos e industrias lejos de formar un paisaje, no fueran más que ruinas, son los restos de un cadáver. Una idea tétrica, una imagen desalentadora, por lo que no es de extrañarse que, en una ciudad sin gente, desde el quinto piso de un departamento irrelevante, pero con privilegiada vista, una joven musa oscura con la cara helada por estar pegada al vidrio de la ventana llegue a una conclusión: la ciudad ha muerto.

Pese a la gravedad de aquella desalentadora revelación, la joven no varió su semblante. Sus manos continuaron relajadas sobre sus delgados muslos, ni aferrándose a ellos ni agradecidas de descansar sobre ellos, más bien permanecieron ahí, indiferentes a las tentaciones que otrora fueron languideciendo en silencio. Una historia desganada que se repite a lo largo de un exquisito cuerpo nacido para ser inmortalizado en piedra, donde el cabello lacio es oscurecido aún más de su tono natural por el capricho de la luz mortecina producida por la luna. La piel es porcelana, firme, blanca e inquietantemente brillante, su color es uniforme salvo por los labios que adornan una boca majestuosa, azulados por el frío son particularmente más apetecibles por la posición entreabierta que confunden su tranquilidad con el reposo de un muerto. La visión de una ninfa glaciar, perpetua y sin movimiento.

Una Venus de hielo, así es cómo se siente: inerte, inmóvil, incompleta, fría. Solo sus ojos miel mantienen algún fuego, pero este se contiene en la mirada gélida que tiene su rostro pues junto con los restos de su aliento, es todo el calor que le queda. Sin embargo, atrapado, pero no ahogado, al menos no aún, su espíritu artístico continúa vivo, ardiendo con fuerza, gritando, permitiéndole ver a través del vidrio el cadáver de la colosal ciudad, mas con ojo de artista le revela en el reflejo del mismo vidrio su último descubrimiento: una foto que no sería ella misma una gélida Eva que al contemplarla inevitablemente sedujera la imaginación. Se mantuvo unos momentos más en su mismo semblante, ignorando las quemaduras del hielo entre la ventana y su mejilla hasta que logró capturar la imagen en su mente. Justo después de que la grabó en su lánguido corazón, recolectó sus desvanecidas fuerzas para exhalar uno de los últimos trozos de su alma sobre la ventana. Al hacerlo, la magia de la condensación convirtió el aliento en una mancha que firmó con firmes trazos salidos de un diestro dedo.

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Sonrió levemente al ver “Elisa” plasmado en la ventana. No era el nombre de su bautizo, pero era el nombre al que gustosa hubiera respondido si alguna vez alguien la hubiera llamado usándolo. Contempló la escena hasta que supo que su última obra estaba completa, de forma que finalmente era libre de abrir la ventana y saltar de una vez por todas. No es que fuera suicida. Es cierto, siempre fue solitaria, enigmática, quizá perturbadoramente siniestra, pero nunca odió su vida, es solo que para su buena o mala fortuna siempre disfrutó la melancolía que brotaba de ella, quizá demasiado, y ahora era precisamente esa melancolía la que le impedía saltar, porque, aunque todavía conservaba las ganas de sufrir el resultado de saltar por la ventana, sabía que, si la abría, la temperatura cambiaría y su signatura desaparecería. Morir era necesario, pero desaparecer no era una opción.

Con desilusión, se resignó a vivir un poco más. Airada cruzó lentamente el cuarto poniendo suma atención en fijar bien el pie antes de dar el siguiente paso. No era una manía arbitraria, debía ser cuidadosa, pues estaba muy débil por la inanición y se mareaba

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con facilidad. Una vez que alcanzó la mesa, lentamente se acomodó en una silla y aunque lo evitó, terminó mirando con melancolía un plato completamente seco, uno que limpió a lengüetazos cuando la comida se acabó, extrayéndole con desesperación cada partícula de alimento que le proveyó, pues después de él solo quedó el obligado ayuno de veinte días, y tras ellos, aunque en algún momento experimentó un hambre tan desquiciante que contempló comerse una desafortunada rata, éstas como todos los animales e insectos, se mantenían alejados de la última humana, por lo que buscando consuelo en la idea de que a estas alturas el consumir alimentos sería un agónico suicidio, el plato vacío le provocaba un recuerdo nostálgico que le alimentaba. Volvió a sonreír resignadamente cuando recordó todas las veces que, con abundantes manjares en la mesa, ella solo pellizcó el alimento, inapetente. Así era su mundo ahora, no había comida, hace meses que no la había desde que se cerraron los supermercados y luego cuando estos mismos fueron saqueados. Ya no le era fácil seguir el sendero de los hechos, ahora parecían más una historia curiosa que escuchó por casualidad, en vez de sufridos sucesos que la dejaron donde estaba.

Pese al hambre, aún recordaba con limitada claridad cuando acudía a la universidad, cuando sus padres se comunicaban a través de la casa con alaridos o se contentaban con ignorarse en silencio en la misma habitación. Los tiempos en que los amantes la acosaban en todo momento por esa singular belleza que tenía, los días de abundante comida, la era de los servicios caros y deficientes pero comprables estaban en el pasado, en el mismo lugar en que también yacían los eventos que iniciaron la tragedia, solo que esos son

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los que se desvanecieron de su memoria, quizá por el hambre, aunque en aras de la sinceridad, tenía que admitir que algo tuvo que ver la falta de interés que tenía por ellos en aquellos días. Ya no tiene caso recordar eso. Nunca lo tuvo. El pecho donde estaba su agotado corazón estaba por parir arte, y mientras, la efervescencia de la creación buscaba salida; sus ojos habían capturado los materiales para crear: unas pobres revistas en mal estado a causa de la humedad. Por reflejo, sus manos se deslizaron hacia las tijeras y con sus largos dedos atrapó el bote del pegamento que daría lo último de sí, pues ya no había más. Ya no habría más. Asimismo, el constante y creciente dolor de cabeza le aseguraba que tampoco quedaba mucho tiempo, así que relamiéndose sus alguna vez tan codiciados labios, con una vigorizante energía desconocida para los moribundos, comenzó a despedazar las revistas demostrando que la creación sería parida con enojo: ira.

Así continuó, olvidando complicaciones como el dolor y el tiempo, tratando de que sus manos capturaran lo que su corazón quería expresar, amplificando sus sentidos más allá de la tridimensionalidad para lograr decantar entre formas, líneas e ideas, el concepto que quería representar. Supo entonces que para poder captar lo que quería, tendría que recordar. La idea era aterradora, pero no le daba miedo, le daba tristeza, pero su condición no podría durar para siempre, pues la mente recorriendo el camino hacia la luz, la llevó a revivir el pasado. Confundida, supuso que, en alguna ocasión, cierto engalanado pretendiente estaba intentando con sus labios aterrizar un beso no deseado mas tampoco negado, cuando ella se distrajo escuchando en la radio que habría una marcha nacional, por alguna inconformidad que pasó desapercibida por el grueso de la comunidad a la que pertenecía. En la distracción finalmente le propinaron un beso, pero dejó menos huella en ella que los colores de un cartel que encontró ese mismo día, donde figuras vistosas marcaban imágenes potentes que clamaban algo sobre la guerra del crimen, la lucha social. Luego todo se volvió nebuloso, tal es el precio de no poder respirar.

A la velocidad de la creación no existe el tiempo, solo alientos; desde hace tiempo las pilas se agotaron tanto como las ganas de dar cuerda a los relojes, estos permanecen inmóviles recordando que la hora era eterna, pero igual el tiempo se escapaba, pues desde que al calendario se le perdieron las cuentas, bien podría ser lunes o jueves, un mes u otro, la diferencia entre ellos es un lujo para aquellos que solo les queda preguntarse si quedará un mañana. Alguna vez estuvo asegurado, hoy solo es una especulación. Un optimismo fatuo. Empero, pese al cansancio, pese al agotamiento, las manos se desplazaban grácilmente y el génesis seguía su curso, así que, en la zona de creación, los pensamientos nuevamente viajaron a un pasado donde la violencia comenzó, primero sin importancia, luego escarnecidamente, pero jamás con signos obvios que vaticinaran el horror por venir. En este pasado podía vívidamente rememorar a otro joven apuesto que se escabulló a su cuarto con intenciones de falso

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amor, pero real urgencia, y esos momentos en que ella ponderaba sobre lo preciado del evento o lo impertinente de la situación, pues, aunque limitadamente entendía que la situación política nacional había empeorado, cuando lo despidió por creerlo indigno para ser, aunque sea por accidente padre de sus ilusiones, no pudo prever que la oportunidad no se volvería a presentar. Desde aquel momento los días corrieron y pronto se dio la ocasión de que, en una charla por teléfono, con palabras sugerentes otro joven trataba de darse oportunidad, limitándose ella a rechazar con silencio hasta que sin aviso el teléfono quedó en perpetuo silencio. Por la noche, tanto el radio como la televisión narraban que todo el derecho hasta entonces dado por sentado, se truncó de golpe con el toque de queda impuesto, lo que lentamente transformó la música de la ciudad en una orquesta de disparos y detonaciones. En ese entonces, las noticias solo daban recomendaciones sobre cómo enfrentar la situación, sobre lo pronto que vendría la ayuda, sobre no caer en desesperación. Buenos consejos, buenas intenciones, ahogadas todas al ritmo del temblor. Si fue una coincidencia o un castigo divino, no queda a quien preguntarle. Pero en esa sencilla mañana que el suelo trepidó, las construcciones que significaron cinco años de trabajo, más de diez de recaudación, se derrumbaron sin oponer resistencia, entre gritos y horror.

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El terror se desató, tanto la piedra como la carne por uno u otro motivo cedieron. Cuando su memoria llegó a aquel evento, con aplastante desesperación recordó los días en que se quedó medio huérfana, el mes siguiente en que se completó su orfandad y los días donde su edificio piso por piso, departamento por departamento se vació; vida a vida, la siguiente y una más.

Las memorias abundaban, y cada evento, aunque más fresco, no evitaba que aún pese a las limitaciones para medir el tiempo, un súbito calambre interior le recordara que la historia, su historia llegaba a su final. Pero primero, éxito. Las revistas dañadas habían dejado de existir, ahora solo eran imágenes recortadas por sus bordes, cuidadosamente puestas para formar con sus colores y sus formas, nuevas formas, nuevos conceptos. Se asustó un poco al creer que en cualquier momento su corazón simplemente cedería y no terminaría este capricho final, pero prefirió concentrarse en continuar pegando los trozos, removiendo con tijeras lo innecesario, agregando vida con el pegamento, coloreando con cuidado los espacios, dando vida con habilidad y amor a la creación. La visión se nublaba, el aire se hacía más difícil de respirar; mas compartiendo su aliento, lo que quedaba de ella se había convertido en uno con su anhelo de terminar, por lo que mientras su corazón daba las instrucciones finales a sus manos, su mente se permitió considerar cuál sería la forma apropiada para su final. Saltar le daba miedo, pero su verdadero pánico consistía en dejar la ventana abierta y permitir que la alegría con la que estaba adornando el final de su vida se destruyera por entregarla al viento devorador. Por otra parte, la opción de llenar la habitación de gas se había esfumado junto con la vida de su madre que optó aquella salida sin dolor. Morir de hambre se presentaba como lo más viable, pero lo más aterrador, ya que suponía que además de dolor, pasaría tiempo desde el momento en que no pudiera moverse más, y el momento en que no sería más gracias a la inanición.

Dos formas quedaban de la misma opción, las tijeras le brindaban la confianza, la familiaridad, pero no estaba segura de tener la fuerza o voluntad de abrirse las venas o perforarse la garganta. Experimentó una profunda decepción al recordar que ya no quedaba suficiente agua en las tuberías para simplemente cerrar los ojos y soñar en un mundo de vida que solo el agua puede dar. Este último pensamiento le dolió tanto o más que las últimas esforzadas palpitaciones de su quebrado corazón trabajando a marcha forzada en un acto de vida y compasión. A penas pudo colocar su última obra de forma que, en el amanecer, el sol le diera aún más color, cuando sin fuerzas su cuerpo colapsó, cayendo boca arriba sobre el piso que fue escenario de su primera y última exhibición. Le era muy difícil respirar y aunque le horrorizaba saber que ya no tenía la fuerza para reconsiderar la salida que las tijeras que se quedaron en la mesa le ofrecían, le contentó descubrir lo hermosa que se veía la obra final de su exigua existencia. Ahora solo quedaba esperar lentamente a que la vida se alejara de su exhausto cuerpo y con el olvido se fuera el dolor. Desde abajo, el efecto que tanto quiso lograr resultaba evidente, aún si la forma ideal de su partida hubiera sido admirar esta belleza por debajo del agua mientras la asfixia le provocaba un dulce sueño, se conformó con apreciar los trozos, las imágenes dispares de un collage que provocaba un singular efecto, pues había creado con su moribunda existencia al hombre de sus sueños, sus ojos eran el cielo, sus labios un puente fuerte, su cabello personas sonriendo.

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No queriendo dejarlo solo, le creó una pareja, pese que amaba su propia imagen no quiso retratarse, solo quiso darle forma a la Elisa de sus sueños, y sabiendo que la feliz pareja no podría vivir feliz sin tener razones para enfrentar el futuro, como acto final, les regaló de cartón, hilo, color y pegamento, a la hija que hubiera querido concebir, producto de un amor que mintiera ser eterno.

Ahí estaba su familia, una a la que quería tanto como quiso a la de carne y hueso. Los miraba y no podía dejar de pensar en lo que harían con su recién adquirida vida, porque, aunque era muy posible que sus ojos ya no funcionaran como se suponía, estaba convencida que no se veían eternos, se veían finitos, no inmutables sino frágiles, no estériles sino alegres, con vida.

En esos momentos lúgubres, se dolió de su fin, pero no de su logro. Con resignación se preparó para experimentar el horror de la muerte paciente cuando sintió el agua por debajo de su inmóvil cuerpo. Esperó hasta que estuvo segura que había agua acariciando su piel, supo que esta crecía cuando los sonidos se ahogaron en sus hundidos oídos y la última imagen que el fuego habitante de sus ojos pudo darle, fue a su familia de cartón y pegamento llorando con ojos de tristeza, melancolía, pero, sobre todo: agradecimiento.

No es final, sino principio, pues la vida para la carne o el cartón será siempre sufrimiento.

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Ricardo Bugarín

En el buque fantasma recorrimos los mejores paisajes. Visitamos todas las islas que estaban en el itinerario y en la mañanita, temprano, llegamos al embarcadero. El desembarco fue un poco complicado porque no nos daban orden de atraco porque no nos veían. Esperamos un poco a que aclarase y tocamos puerto. Al revelar las fotografías, para mostrarles a los parientes, nos encontramos que todas las imágenes estaban veladas, cubiertas como con una especie de niebla que ocultaban los testimonios de bellezas que habíamos visitado. Todo era fantasmagórico. Hicimos el reclamo, pero el operario nos dijo que fuimos víctimas de las ofertas del mercado. Un buque fantasma no está reglamentado para usos turísticos.

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El muerto muere no por su propia boca.

Cuéntame una historia que resista diez existencias, involúcrame con mi vida, dame aire para estar entre ustedes, enséñame el amor, insísteme en quedarnos, en vernos y en vivir.

No se trata de salvar, de sacrificar, o de dar más de lo debido. Daremos lo que entendamos, viviremos sobre los fantasmas que soportemos, llegado el caso se tendrá que poner por delante a la vida y alguien renunciará, alguien siempre cae primero. Hallaremos cobijo en la invención, en no creer en lo que sentimos, daremos clemencias a las dudas, dejaremos que anden y experimenten.

El círculo no se detiene ni se avería, no se puede contra él. Un cuerpo, un alma y unas cuantas ideas son la resistencia, son las memorias que no dejan que el cuerpo flote en el mar, son las palabras al otro lado del mundo las que hacen volver del sueño.

Dejemos el corazón al aire libre, dejemos que hagan lo que deban, nada es de nadie, nadie es de nadie. Se oye, ya se empiezan a escuchar nuestros nombres. Creamos en nuestras pesadillas, creamos en nuestros sueños, seamos la ridiculez que inventa.

Las puertas de Jim

Escapa y eso es lo que le hace sentido, lo persiguen desde hace veinte años, hoy está oculto en el desván, tiene ideas que le figuran huidas que lo sacarán, pero no con el cuerpo y el alma completos, tiene que dejar algo,

es un intercambio, unos dejan sus sesos, otros dejan personas, no se ha abandonado totalmente, resiste en la esquina del desván, las voces que lo llaman lo hacen con un tono bastante familiar, se levanta porque confía, en este momento no pretende saber que confiar acarrea desdichas y violencias, no miente para escapar, no manipula para sortear a los congéneres, se avista con tenacidad y mueve la muñeca notando que sigue con el arma en la mano, colige que la está usando, pero no distingue con quien, su cuerpo tiene sangre, no atina a adivinar de quién es, el cuerpo le duele, pero las angustias le frenan el dormir, no ahora, aquí no,

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ha conseguido unos minutos más para adivinar o consultar su suerte, el aire que entra por su espalda le da una pista, hoy le esperan y hay algunos que le desean el bien, las angustias vuelven a frenarle, ahora no colige, ya no ve, se esfuma bajo la cortina de baño, suelta sus fuerzas y los hombros caen, ese hombre ya venía dislocado, desde hace más de treinta años cuando otros ya venían formando la idea de su existencia.

Restaurante en la avenida

Este no es un nuevo comienzo, sería mentira si dijera eso, hoy aventaremos una moneda, las cosas pueden empeorar y estoy dispuesto a correr el riesgo, comeremos sin intermedios, no habrá interfaces, sucederá en el cobertizo, no haremos ruido para no alertar a lo menos lúcidos.

Sí, mis manos tiemblan, no es fácil soltar, lo irreversible juega un papel protagónico.

Estar dispuestos a esto convoca fantasmas de gente fría, estas detonaciones cobrarán sentido veinte años después cuando las cosas empeoren, no les preocupa el “hoy” ni el “ayer”, están sumergidos en recintos alienantes, aunque la salvación exista no creeremos en ella, esta será la creación y la apropiación de nuestras promesas, de nuestra vida, y de nuestra despedida.

Café caliente

Intentando corregir la herida deja caer su cuerpo sobre otros, maquilla su rostro con pinturas y sueños arrebatados, a otros y por otros, frente al límite de su entendimiento y palabras usa las manos agrietadas, convive con sus amarguras y descalabros, convive con sus exigencias y sus erratas.

Carnes elucubradas hace siglos, ideas sedimentadas en su cabeza le piden luchar con el propio cuerpo, se tiende en el suelo para suplicar, se ubica en el horizonte del penar. Flores a domicilio pretenden llevar al perdón, palabras dulces llegan luego de tempestades evitables. Sus huesos y cartílagos son un arma viva, no responde frente a humanos. Reconoce a sus semejantes desde el olfato, una bestia entrometida que no entiende absolutamente nada.

Mareado por los golpes recibidos planea venganza, aniquilado por las decisiones que le sobrepasan, actúa aquí y ahora. Recita una historia para cobardes, anota peleas perdidas para retomarlas en la actualidad.

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Como ayer e igual que el viernes, sale a la calle a vencer con coraje, valor y dolor, se juega a sí mismo por no perderse, por no tener que regresar con las manos vacías, el “a como dé lugar” vive en sus repeticiones mentales, el “échale ganas” forma las estructuras de su suplicio.

Jota y q

No mira a la cara, ultraja almas y anda entre risas. Ojalá no sea mala, ojalá no sea espuria. Agrada más con su silueta melancólica y medio rota.

Escribe cartas y hace pinturas. Ahora trabaja mientras intenta salirse con la suya, el amor no es su amigo. Tiene un corazón tirano que le defiende de ceder. Se prepara lo que va a decir, piensa bien sus palabras, mostrar demasiado le aterra, presentarse sin máscaras le deja vulnerable.

Ama por ratos, pide cuerpos y almas a su merced, amable e inteligente usa sus caras como lienzo, corajuda y testaruda usa su corazón como arma.

Cuatro a.m.

Su desvelo no parece justificado, más parece codicia con la cual disimular. Mensajes que llegan rápido, ideas que se precipitan, pocos raciocinios claros, pocos chispazos de lucidez. Se consigue a sí misma, apalabra su cuerpo, ofrece imágenes mentales que se alargan y no cesan.

Dubitaciones que le detienen y la empujan, una palabra está a punto de salir, un corazón está a punto de salir también. Es noche, pero no interesa, está mal, pero no importa, suspiros llegan a ese lado, nervios, curiosidades llegan a los ojos, los tejidos tiemblan, las pieles no se ven, sólo se oyen llegar. Un cuadro con piernas y brazos fragmentados es la solución a la que llega. Nada empieza, duda, se detiene. El primero es por pasión, se adentra y pregunta para conocer el juego, insiste para saber hasta dónde se puede llegar vivo. Descuidado y egoísta se mantiene frente a la pantalla, la curiosidad puede matar. La segunda, con menos pasión, pero con miedo abre la ventana y merodea, quiere saber dónde está su cuerpo, quiere oír rumores sobre él. Está por conocer los ronroneos del más allá de sí.

Caras olvidadas

Roen los pellejos que salen del hueso, hacen ver que son la mejor opción, hacen pensar que saldrán ilesos, su final del día trae actos irreversibles, cometen lo que se les pide a los humanos no hacer nunca, son pacientes y dejan que la vida haga de las suyas, son violentos y se permiten serlo.

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Uno, dos, tres años bastan para dejar claro que son miserables y bastardos, son una elección mal tomada hace rato, los trajeron al mundo a empujones y regañadientes.

No fueron bautizados ni tuvieron casa donde dormir, son de ninguna parte y hacia allá van e irán todos los días que les restan, guardan coraje y odio, reciben vómito y saliva, son una incomodidad que sienten que lo son, saben que nadie les hará hueco en sus vidas, saben que nadie los quiere cerca.

El día esperado acabarán con el mundo de un bocado, el día que se les vaya acabando la sangre harán sacrificios, tomarán lo que nunca se les permitió, construirán arriba de los escombros lo que el mundo siempre les negó.

Coraje nefasto

Le teme al tiempo, habla en una lengua confusa, usa ropa fuera de época, los cuerpos son su utensilio preferido. Desde allí se ven sus órganos, se ven sus vísceras cuando caminan, no se puede hacer mucho, no se puede hablar demasiado sobre eso, ahora no hay formas amigables de vivirse desde el desamor, o desde el amor mal entendido, esperan a quien resuelva, a que alguien someta la crueldad y dé tranquilidad, se esperan tiempo mejores, tiempos de cariños y mimos, se aguarda para que algo se mueva, tienen fe en hacer la revolución. Las atenciones desde niño eran minúsculas, se olvidaban que había gente pidiendo comida y tiempo, crecieron por suerte, comieron por suerte, y ahora viven por suerte.

Gestos actuales

Las ruinas aclaman un cuadro en la pared hecho de ruido, así que el encierro en condiciones símiles permite deliberaciones no tan recatadas. No tanta vendimia, su tierra brama y quiere marcharse, las piernas notan el declive y la congoja no deja sentir más que el lado contrario. Picardías sepultadas maquillan gestos nimios, sus trofeos han conseguido una especie de nombramiento que no es posible delimitar desde sus sillas de madera, por fuera lanzan bombas, se defienden de ser devorados.

Acaba de comenzar, pero no parece tarde para intentar sobrevivir a pesar de las muertes.

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Lados confusos

Se le acaba el té en la madrugada, toma demasiados consejos, los relatos de aflicciones extranjeras ofuscan y borran las propias palabras, los recorridos se pasman, a veces se detiene a admirar la vida de sus amigos, a veces quiere vivir sus vidas, se arropa con sus historias, con sus casas, con sus haceres y sonríe, el té se le termina pronto, baja lentamente de esas ensoñaciones y prende la tetera, llama a un amigo y manda mensaje a otro, uno contesta y el otro no, frente a la luz de la cocina abre el gas, deja que las palabras de sus amigos anden libres por la casa, sonríe nuevamente, se deja violentar por los ecos, escucha con atención, se concentra, una vez se ha olvidado de sí mismo, se cubre y defiende con sus amigos, consigue valor para confiar en ellos, huye de la mesa del comedor y se sienta en el sillón arrugado, vuelve a pensar en los relatos de sus amigos, anota unas letras en un papel viejo, parece un número de teléfono, acomoda sus recados.

Es su voluntad masticar sueños extranjeros, pierde más de lo puede entender, sin hipocresía ni temor se duerme, sabe que su intención es no cerrar la llave del gas.

Noches sombrías

En la intersección se nota que la gastada goma del portón necesita andar, hoy las luces del sótano necesitan creer y rondar de madrugada, no hay desazón, no hay tristezas predichas, nada de pormenores que arraiguen noches premeditadas. El estrambótico sonar del reloj de pared resiste una risa camuflajeada de dolores, así avanza la noche, cuesta menos gritar en sillones cómodos que apilar muertos en la víspera del amanecer.

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Las cuartillas arrugadas no anotan palabras transparentes, de noche las fábulas se pueden teñir de rojo vivo, el esplendor viene mal acompañado, un vaso de vidrio se quiebra con el menor movimiento.

La pantalla de sobras requiere una señal para romperse y marcharse, rechinan los azulejos, los polvorientos consejos de carnes vetustas no tienen nada que ofrecer, salvo su ignominia y su ruina pasada, no hay malas noches, las telarañas suben y suben por las escaleras nunca terminadas, congoja se arrastra por sus pies en el fango. Al final se arrodilla frente a sus dioses caídos y claudica.

“O” sin nombre

Nadie esperaba otro final, nadie daba una oportunidad distinta, si las cosas se pudieron hacer de otra manera su tiempo no contó lo suficiente, creció como monstruo, se hizo un monstruo, convivió con personas, quería a su familia, pero ya era un monstruo, su vida fue contada entre violencias y dolor, casi en las últimas fechas pocos se acercaban a él lo suficiente para notar lo humano que quedaba, nadie se arriesgaba por él, era un monstruo aclamado desde lejos, le edificaron una vida

llena de trampas para llevarlo a la vecindad de la muerte, con soltura nos atrevemos a decir que deseaba detenerse, deseaba no seguir más por ese terreno arado.

Una noche soñó con otro mundo, un día soñó más lejos que todo el mundo, ese día su cuerpo se quebró al verse en la posibilidad de ser alguien más, de no ser un monstruo que necesitaban para sus lugares bélicos, al día siguiente murió.

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En mi cuerpo crece la descomposición de un sentimiento — Martirio, fruto espinoso que es el pecado cometido del amor Hay peligro en el uso de lo des co no ci do y se inflige dolor al corazón cuando la mente no conoce lo nocivo del sentimiento albergado Pócima y ponzoña: Datura para el cuerpo que cae ante el embrujo del amor I

Yace el cadáver, cuerpo mortuorio

Del desentendimiento ante lo que no se puede percibir Tengo una espina en el corazón: arritmia nacida ante el influjo del amor

Soy bostezos de la luna circundante — Me consumo ante el ritmo de un sentimiento que fue concebido

En la intriga que albergó mi cuerpo

En los sueños tácitos de medianoche

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Eres raíz perenne que no abandona mi razón y se ciñe como dedalera ante un recipiente vacío que ya no quiere amar — Tengo una espina en el corazón y no puedo sanar esta herida que no quiere dejar de sangrar y tiñe cual ópalo de fuego este dolor porque no puedo olvidar a quien quise amar

En el uso del estramonio hay una razón sencilla: Receta para el olvido de la amargura La insuficiencia del corazón ajeno No es responsabilidad mía Y a mi cuerpo ya no aqueja

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La afección que llaman amor

No es más que una alucinación un murmullo, un delirio de muerte

La razón es sencilla

Tus estípulas ya no hieren

Y tus raíces en mi cuerpo permanecen ya por siempre secas —

II

La verdad es esta: No eras ni fuiste nada Porque mi corazón nunca necesitó nada de ti

Si un día te extrañé, hoy ya no lo hago

Los recuerdos son solo memoria lisa que poco a poco se borran con el paso del tiempo

Si un día te lloré, hoy ya no lo hago

Estas raudas lágrimas no siempre son símbolo del dolor — Algunas veces fluyen

Por la alegría del olvido

Si alguna vez te dije que te quise Olvida en tu memoria

El tacto de mi voz porque ahora

Ya no lo hago —

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La pasión de tu mirada es el eje que mueve mi alma, cuando te pienso en mi silencio atronador, que resuena en la estancia rosa en calma,

y me aviva este fuego ardiente insaciable de amor.

Te espero en las noches lóbregas estrelladas, la luz pálida de la sala me evoca el ayer, cuando brillaban las luces de colores hasta el amanecer,

y danzábamos al son de las trompetas con nuestras bocas selladas.

Deseo que llegue la noche para vivir mi ensueño, y disfrutar nuestro encuentro de caricias y placer, erizarme con tus palabras de terciopelo hasta enloquecer, abandonada en los suspiros de tu pecho como si fueras mi dueño.

Deseo que estos interminables sentimientos, alberguen todo mi cuerpo como si fuera una princesa, y adornada de azucenas, jazmines y pensamientos, me izaran al viento en el vaivén etéreo de una calesa.

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Isabel
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Temo el día que perderé la vida, en que aquellas alas que prometieron volar, se extingan.

Le temo al fuego y a sus ardientes brazas, temo a las fieras y sus majestuosas garras, y que la noche me oculte, la sombra de quien soy.

Temo a que el espejo se niegue a mirarme y en su reflejo me mienta y en silencio me reprenda.

Temo a la guerra y sus tanquetas que con un puñal me muera, y que la sangre que corre por mis venas, se convierta en un pilar, un pilar de azucenas.

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Vlady Bloody

Temo a no poder sentir el viento y que mi rostro, sea víctima del tiempo, y que con una alarma me avisen que he muerto.

Y es que no soy nada, nada más que tierra, polvo que se marchita, con el palpitar extinto de mi vida.

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Hemos transitado en plena lluvia entretejiendo el rostro a la inclemencia. El vino y la sonrisa en nuestros labios, mis latidos en la profanación de tu cuerpo, dureza de la roca sosteniendo aquel presagio adolescente, dos pétalos en tu vientre florecido, reciedumbre que doblega a la penumbra, invierno efímero ante la fortaleza de nuestro amor de largo aliento.

XLIX

Fragmento de luz tras el último beso de agosto, ojos ávidos de cristal de aquel gato en vigilia.

Sortilegio en el mar ante el aplomo de la noche circundante, canción roja de metal en el desplome de los cuerpos afligidos.

Surco en la tierra fatigada por la inclemencia de los siglos y el rumor de catacumbas, la duda permanente en el mañana azul como papel de celofán en el viento.

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Aníbal Fernando Bonilla XXXVIII

Las metáforas silenciadas en la rotura del desafío sin embargo del lápiz diminuto. Las horas convulsas en la magia del tiempo.

Los entretelones que se resisten al anuncio ante el extravío de las hojas perennes, aislamiento después de los adioses.

Nuevamente las blancas paredes que calladas lo dicen todo.

De Íntimos fragmentos, Aníbal Fernando Bonilla, El Ángel Editor, Quito, 2019.

Canto sagrado Felonía que rompe corazones, devoción del gozo oculto. Intensidad del río en los adioses tinta derramada hacia la nada. Reminiscencia de los años mozos como lenta espera del ocaso. El paseo del domingo en la impotencia acumulada de lluvia.

Juegos iniciales como estirpe andante en el vuelo sin tiempo, quebranto por la ilusión fallida. Pasión de sábanas ante el cúmulo del insomnio y el fragor de la batalla entre dos serpientes. Sensación perturbadora que deviene del olvido. Escote para los ojos esclavos, cuello atado al cántaro del siguiente día, olor de bienaventuranza.

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LI
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Son los sueños cuya bitácora alerta el diluvio. Condena que nos deja este clamor poético.

Verdades

Observo mi rostro del otro lado del acantilado.

Huella de soles, bramido en la corteza del día. Somos dos caminantes al acecho del trueno y la piedra.

El espejo no miente.

De

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Tránsito y fulgor del barro, Aníbal Fernando Bonilla, El Ángel Editor, Quito, 2018.
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