+Letras - Número 2

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más extraña de todas cuantas poblan la tierra: la ansiaban que cayera, si no hubiera sido porque ya mujer!” estaba acostumbrada a ellos. Hubiera maldecido, sí. Y hubiera llorado, si quedara en ella un míniLa lluvia comenzó a caer, todas las pequeñas go- mo rastro de las lágrimas largo tiempo derramatas a un tiempo, como si una parte del cielo se das. Y hubiera gritado, si aún tuviera las fuerzas hubiera roto y se desbordara sobre su cabeza, sin para alojar tanto oxígeno en sus pulmones y tanta velar completamente al sol. Levantó la cara, y se rabia en su corazón. refrescó con el agua que caía de las nubes. Notó con placer cómo las gotas resbalaban sobre su No. No quedaba nada de eso en ella. No había rostro, y caían dulcemente acariciando su cuerpo reminiscencia de lágrimas, de aire, de rabia, de marchito, llevándose con ellas los restos de san- odio, de alegría, de compasión, de risas, de espegre. Llevándose todo en lo que me he convertido. ranza. De amor. Se abandonó un instante a esa sensación. Y rió. Alzando la cabeza, se carcajeó al cielo. *** Ajena a esa pequeña oración interna, la gente paseaba por la plaza. Muchos pasaban de largo sin lanzar una mirada, completamente extraños a aquel mundo independiente que existía y se desarrollaba atado a un poste de madera, esa irrelevante calamidad, ese desastre magullado y pálido que se debatía por seguir viviendo. Algunos lanzaban miradas furtivas y curiosas, ávidos de espectáculo, y avergonzados por ello. Unos pocos morbosos se detenían a contemplar su desnudez. A ella no le importaba. Era consciente de que estaba ahí para ser exhibida, un pasatiempo para las monótonas y fútiles vidas de sus congéneres humanos.

Oscuridad de nuevo. Pronto, el entumecimiento de su cuerpo y el dolor de sus brazos se difuminaron, y se hicieron lejanos, como se borran las estelas de la brisa sobre la superficie de un estanque. Estaba ella, blanca, pálida, brillante, en aquella oscuridad latente, en aquel silencio inmenso e inescrutable. ¿Es esta mi alma? Pensó que quizá por fin hubiera muerto. Se preguntó por qué no sentía dolor. Se figuró que el infierno debiera ser una tortura eterna.

¿No es esta oscuridad suficiente tortura para tu corazón, tú, que habías ansiado y vislumbrado tanta luz en tu vida? No reconoció la voz que le hablaba con crueles palabras.

Hubiera escupido al suelo y hubiera lanzado una maldición a los cielos. Le hubieran molestado Gritó a la oscuridad, y se sorprendió de tener aquellas miradas lascivas, aquellas sonrisas con- fuerzas para ello. La inmensidad se tragó sus padescendientes, aquellos ojos que la miraban con labras. lástima y compasión, aquellos rostros orondos que

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