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Vida Cotidiana Hojear para ojear
¡Hojear para ojear! Vida Cotidiana
El misterioso encanto de comprar libros y… no leerlos. O leerlos de pasada y acumular un sinfín de tesoros editoriales, que sirven para alimentar nuestro ego intelectual, y para descubrir el paisaje más hermoso jamás pintado o escrito: la palabra.
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Por Fausto Segovia Baus
No todos hemos nacido para ser escritores, pero sí para ser lectores. Mi padre solía decir que ‘hay que tener, al menos, una cultura de peluqueros’. Todos sabemos que en la peluquería ofrecen a sus clientes un periódico o una revista para entretenerse o ‘ponerse al día’ en algunos temas de interés general.
Una experiencia
Hace poco leí un artículo muy interesante sobre el hábito de leer, que me motivó para escribir esta nota, que podría ser tema de conversación entre los habitúes, es decir, esos seres convertidos con el pasar de los años en verdaderos viciosos del libro y la lectura, y con ciertas taras –casi neuróticas–que se han instalado inadvertidamente en nuestra biblioteca cerebral.
Y no es exageración. Los libros –desde esa resonancia inicial de la peluquería, pero con una convicción alimentada por la cultura familiar y los buenos profesores– fueron y siguen siendo adorables querencias, que forman parte inseparable de lo que denomino la ‘burbuja’ existencial, cultural o literaria, o como se llame, que es, como su nombre lo indica, una forma de vida.
Disyuntiva
Por eso, una salida –ya no al campo como en esos tiempos añejos sino a ese templo pagano de la modernidad, que es el centro comercial–, sería imposible concebir sin ingresar a una librería para hojear libros y ojear algún escritor del momento. Y entre guiños, pláticas con personas a veces desconocidas y un café caliente, surge la idea de comprar uno o varios de ellos… para llevárselos a casa.
La disyuntiva es entonces enorme. ¿Comprar o no comprar?
¿Por qué comprar este libro y no otro, si no has terminado de leer el último que yace frío y acumulado junto a los demás, en tu dormitorio o en la biblioteca? La conciencia nos interpela y la tentación nos invita a rendirnos, aun a sabiendas de recibir una reprimenda de doña Dulcinea.
¡Qué maravilla!
Y claro: la tarjeta de crédito en la billetera se ‘calienta’, mientras la mente y el corazón se emocionan al leer el prólogo, el epílogo y la tabla de contenidos… de un ‘best seller’. ¡Qué maravilla! Este encuentro con la palabra es indescifrable, indescriptible porque se unen visiones del autor que se confunden con las del lector; se enlazan protagonistas y recuerdos de otras novelas o textos que revolotean la existencia, mientras el sabor a café trastoca nuestros sentidos.
Pero, ¿qué busca el lector? Un buen lector busca referentes más que utilidades. Se salvan o se condenan, desde luego, los libros de autoayuda, que sirven para hacer felices –a los clientes más que a los lectores– en 10 reglas rigurosas, y cuyo éxito



en ventas depende de una culpa monumental: ¡la de la vaca! ¿Sabían, en efecto, que el libro más vendido en el Ecuador es culpa de una vaca? Resulta irrisorio, pero es la realidad.
La búsqueda continúa
Y los libros siguen aumentando en casa, unos leídos totalmente, otros a medio leer y la mayoría pocas páginas. El encanto, de todos modos, subsiste. No todos los libros pueden leerse de un tirón, ¿verdad? Bueno: es una excusa para explicar lo inexplicable. Lo importante es la construcción paulatina del paisaje de una biblioteca personal que no se compara con nada: el desorden ordenado es una mezcla de virtud, vicio, hábito, tendencia, obscenidad, instinto o suerte del hábito de acumular libros por vocación natural, no aprendida o desaprendida.
Hasta que llega la ocasión, el momento crucial en la vida de un lector empedernido: Dulcinea –nombre simbólico de mi esposa–, al ver la cotidianeidad acumulada de tanta inteligencia, en libros por aquí y allá, en un alarde de originalidad y astucia, coloca sobre la mesa del comedor tres ‘platos’ inspiradores: la entrada, un libro de cuentos breve; el plato fuerte, una novela como ‘La Rayuela’; y de salida, una oración cantada: ‘Dulce, Jesús mío’, no apta para diabéticos.
Y se cumple así la metáfora más hermosa de la historia: ‘No solo de pan vive el hombre’.



