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Dos visitas guiadas al
Por Ginosaurio TC
I. Desde Cinco de Mayo y Monte de Piedad: el Chambitas. Cada minuto nace un tonto. De veras, es indiscutible. De lo contrario hace mucho que tendríamos que haber buscado chamba de-a-de-veras, de esas en las que hay que engominarse el cabello y permanecer parado detrás de un mostrador todo el día, poniendo jeta de buena gente. Es mejor esto, trabajar esta esquina del montepío, donde pasa tanto tonto que a ratos se amontonan como moscas sobre la mierda, embobados con los trucos del Chino. Es que el Chino es un chinguetas con las magias. Puede desaparecer una pelotita debajo de tres tapas o poner a bailar al Homerito Simspon con Mickey Mouse usando sólo música, sin hilos ni nada. De veras. A veces, cuando está muy inspirado, hace milagros con las cartas, especialmente si por ahí se aparece una gordita risueña, de doble pechuga. Sí, el Chino es bueno, pero yo soy mejor. Estoy más cabrón. Yo desaparezco carteras, relojes, joyas y hasta bolsos. La mayor diferencia entre el Chino y su servilleta es que mientras la gente se va encantada de ver las magias de mi compadre, pensando que sí, que las entiende, jamás logrará comprender cómo perdió la pulsera, el portafolio, la quincena. En el fondo todos creemos que la magia sí existe y por eso me dejan chingarlos tan fácil. Y cuando intentan buscar al culpable soy, además, un artista de la inexistencia. Me la pelan el Sastre ese y el Alberto Camus, esos mamones que tanto lee el Chino en nuestros recesos. Como ahorita que llueve a cántaros y nos conformamos con leer o mirar como se moja el Zócalo..
II. Vista aérea: el Mástil. “Se levanta en el mástil mi bandera, como sol entre céfiros y trinos……….” Llueve allá abajo, sobre la plancha. Los transeúntes corren a esconderse en los portales, huyendo de las gruesas gotas que sólo se detienen cuando han entintado un poco la plaza, cuando han ahuyentado a la gente. Todo es la uniformidad súbita de una cortina gris y húmeda que desciende, implacable sobre todo aquel que osa cruzar la plaza. De nuevo solo, desnudo, una silueta escuálida recortada contra los nubarrones que amenazan con suspenderse indefinidamente sobre todo el centro, en un plantón indisoluble. El agua se acumula bajo mi único pie hasta que logro ver mi cabeza erguida, repitiéndose indefinidamente, intentando tocar el fondo de cada charco en el que se desdibuja. Son cientos de espejitos que revientan bajo los pies de ese ejército que, en cuanto baja la intensidad del aguacero, se lanzan a la reconquista de este mal llamado Zócalo: el merolico afónico, los chamacos del turno vespertino que corren arrastrando la mochila desde el colegio, los concheros, voyeristas tenaces, el vendedor de enciclopedias jorobado, el fotógrafo desempleado, cuya dieta de superviviencia consiste en litros y litros de café y por supuesto los infinitos vendedores de comida con sus carritos, sus mantas y miles de bultos. Pero todos abren paso a los uniformados que regresan con solemne hueva a vestirme de rojo, verde y blanco, como cada mañana o cada tarde en que le rinden honores a esta capa que me cuelgan y que, dicen en plan mamón, que se llama Enseña Nacional. +
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Claro que hay que darle un moche, leve, a los tiras, pero ellos siempre nos dejan chambear a gusto. Si pasan se quedan mirando un rato, con la sonrisa en la boca, como si disfrutaran también y fueran parte del público. Es que la actuación debe ser perfecta. Ni una miradita entre mi compadre y yo en todo el día. El único testigo del teatrito entero está allá arriba, Él sabe porqué nos manda a mí y al Chino a tanto pendejo. Por eso me persigno cuando cae el primer “cliente”, para que nunca se le olvide enviarnos a tanto mirón sin oficio ni beneficio.