Edición No 18

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las pequeñas cosas a las que estos pueden acceder, sean todavía caballos o hayan sido convertidos ya en otra cosa. Los esfuerzos porque ese caballo se pareciera a un hombre se habían iniciado un año atrás. En un principio, el animal se había negado a adoptar los gestos que lo asemejarían a un hombre. Una angustia profunda, en la que mucho tenía que ver el absurdo de la gestión, le enturbiaba los ojos hasta que ya no podía ver el campo sino como una extensión acuosa y verde e intransitable; incluso hacia el final de su adiestramiento, el animal no pudo nombrar las cosas que lo rodeaban. El Creador -o la ilusión de él- había podido tolerar que ese caballo se pareciera gradualmente a un muchacho por el imperio de unos hombres, pero parecía haberle vedado para siempre la palabra. El viaje en tren operó, sin embargo, cambios notables. Mientras que al comienzo lo acometía el deseo irrefrenable de correr por los vagones, ese deseo cedió más tarde a favor de otros, como el de probar la carne que servían en el vagón comedor, o realizar una reverencia ante las mujeres con quienes se cruzaba. Al final, los ojos ebrios de tantos paisajes desplegados, extensiones pobladas de caballos que comenzaban ahora a resultarle progresivamente distantes y casi repulsivos en su ansiedad de yeguas, quiso ser llamado por un nombre. Él mismo eligió uno que distaba una enormidad de los nombres oídos en el campo, bajo el peso informe de la montura y del jinete: «Witold Gombrowicz». Los motivos de esa elección permanecieron en el misterio hasta el final de su vida, e incluso después. Cuando el tren detuvo su marcha al fin en los andenes de Retiro, y los campos y los pueblos que se habían entreverado en los

ojos de los viajantes con las primeras calles de la ciudad estaban ya lejos, el campesino creyó que era inútil continuar con la simulación e intentó ensillar a Gombrowicz; pero Gombrowicz se opuso, y sus ojos se llenaron nuevamente de la angustia de aquello que excede el sentido, equino o humano, y resulta incomprensible. Fue igualmente incomprensible para él la sucesión de imágenes de autos, edificios y personas que se le mezclaban rápidamente frente a los ojos con la figura de una señorita, ante un tren inglés, con el rostro desencajado.


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