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Pero él ha pasado la gran prueba eliminatoria. Sabe ahora que un poeta como Calímaco, con seiscientos lectores en toda Europa, es más célebre y más seguro que perdure que ese contemporáneo cuyos libros se publican con tirajes de cien mil ejemplares. Y, sin embargo, no ha terminado todavía, no ha obtenido el elevado mandarinato que ningún botón designa; la selección es rigurosa, y las pruebas que ponen todo en duda tienen lugar varias veces al año en el transcurso de esos años de aprendizaje. Nuevas tentaciones se manifiestan. Él aprecia mucho los libros como objetos materiales: su formato, su peso, el gramaje del papel, la facilidad con la que se abre, el buen olor de algunos cuando son nuevos (incluso tienen un olor diferente según el país en el que están hechos). Él los ha llegado a perfumar cuando no tienen olor, y escoge con meditación las encuadernaciones que les pone. Los cuida, los acaricia. Esta forma de su vicio puede llegar a dominarlo por completo e incluso alejarlo de la lectura. El puede convertirse de lector en bibliófilo exclusivamente, resignarse y complacerse en eso. Perder de vista la función espiritual del libro. Y acabar, con los ejemplares raros y las primeras ediciones, en la especulación pura y simple. ¡Oh! Es una pasión bella y respetable; y útil: sus cuidados construyen ciudades y conservan pequeñas arcas de Noé literarias en las que muchas obras plenas de sabiduría, de consuelo y alegría, han pasado y pasarán por los diluvios de la Historia. Pero algunos de ellos sienten una especie de desprecio por el otro aspecto del libro, por aquello que para nosotros constituye todo su valor. Se diría que, para ellos, los autores no han sido más que los productores inconscientes de una materia prima que sirve de soporte a cualidades más preciosas que pueden tener: la rareza o la curiosidad o el hecho de ser un pretexto para el despliegue de un gran lujo material. Pero este desprecio es desprecio de los letrados que no son exclusivamente bibliófilos. Frente a la riqueza de ciertos bibliófilos se descubre uno pensando en bárbaros que habrían recibido instrumentos complicados provenientes de la civilización, y de los cuales no conocían exactamente su uso y su valor. He oído hablar con frecuencia de un bibliófilo francés que vivía en Ginebra bajo el Segundo Imperio y que coleccionaba únicamente “libros ridículos”: libros de poemas publicados por magistrados de provincia, tratados inverosímiles de metafísica, poemas épicos en veinte mil versos, libros de maniacos y de de131


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