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EL SUEÑO DE LA ALDEA

Ettore Schmitz

hija. Lo hizo con bonhomía, para hacerla afrontar el problema con seriedad, estudiando a fondo sus sentimientos; ANTONIO FONDA SAVIO Traducción de Juan Leyva y con una especie de parábola (ya he contado el episodio, pero lo repito porConocí a Ettore Schmitz en mi juventud; que pienso que revela a un tiempo lo no contaba yo aún con 17 años cuando más profundo del hombre y del escrime enamoré de quien sería mi esposa, tor). Habló a Letizia de un campesino que entonces tenía quince, y me corres- que, habiendo ido a la feria para compondía.1 Nos comprometimos práctica- prar un caballo y no habiéndolo enconmente sin pedir la opinión de nuestros trado, había vuelto a casa, naturalmente padres. Fue así como aprendí a cono- a disgusto, con un asno. “Ahora que cer la profunda humanidad y falta de te has comprometido con afecto tan preprejuicios de mi futuro suegro, los cua- coz —le dijo—, trata de entender bien les demostró desde el primer momento qué es lo que quieres, para no arries(aunque no lo supe entonces, sino ape- gar tu porvenir; no decidas antes de nas recién casado). La mamá de Letizia, una buena reflexión, no vayas a optar mi pequeña prometida, se preocupaba por el asno si en realidad lo que quiepor mi asiduidad y por la disposición de res es un caballo.” Parece que mi musu hija, y suplicó al marido que inter- jer no se equivocaba puesto que, a viniera para que yo dejara en paz a la tantos años de distancia, todavía no se joven. En el fondo no era mala idea: ha declarado insatisfecha. éramos todavía unos muchachillos, y Les he contado un episodio que caera de temerse que la mía fuera una pu- racteriza a mi suegro, que tenía una ra infatuación y que Letizia acabara personalidad profundamente humana por sufrir. El marido vio la cosa desde e inspirada en un interés extensivo a un punto de vista muy sereno, y pro- todo ser viviente, hombres o animales. metió hablar no conmigo sino con su Por estos últimos cultivaba un afecto que se revela en muchos de sus textos, 1 He suprimido los párrafos iniciales y fi- como “La madre”, “El perro Argos”, nal del texto porque se refieren sobre todo al “La burla lograda” y otros. Solía decontexto inmediato de una exposición para la cual fue escrito en 1966; dejo, pues, única- cir que mientras más conocía a sus semente aquello que constituye la semblanza mejantes más se aficionaba a las bestias. Entre los hombres, le interesaban sobre biográfica del escritor. (N. del T.) × ITALO SVEVO

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todo los jóvenes. ¿Era su frescura lo que lo atraía? ¿O era una nostalgia que lo llamaba a la juventud, a él, mayor sí, pero que se sentía tan viejo? Es verdad que hacia mis amigos y yo, estudiantes imberbes que no alcanzábamos los 20 años, él, que tenía alrededor de 50 y había por tanto llegado a una madurez y una segura y cómoda posición social, demostraba una comprensión cordial, por lo general inexistente entre ambos grupos. Le complacía ocuparse de nuestras cosas, participar de nuestras vicisitudes, siempre generoso en consejos y, creo, incluso en ayudar a quien lo necesitara. Nos inspiraba una confianza en la vida que él mismo, en lo más hondo, estaba lejos de sentir. Era conmigo muy afable. Nos entreteníamos a menudo con literatura italiana y extranjera (estaba yo en tercero del liceo y me encantaba el tema), y Svevo me confesó que había escrito dos libros. Ante tal homenaje, los leí con toda atención. Cierto que entonces no entendí su arte en toda su novedad y sutileza, pero me gustó muchísimo Senilidad. Luego nuestras relaciones se interrumpieron por varios años. Yo me fui a Turín para asistir al Politécnico, y después a la guerra, como voluntario del ejército italiano. No volví a Trieste hasta 1918, para reencontrarme con 4

aquel que en abril de 1919 se convertiría en mi suegro y para, más tarde, estar junto a mi mujer. Desde entonces, hasta su muerte, vivimos en la vieja Villa Veneziani, donde nacieron mis hijos —sus nietos—, o en la villa de Opicina, que le era tan querida. Le fui muy próximo incluso en el trabajo, ya que entré yo mismo a la Veneziani. Nuestra relación era, más que de suegro y yerno, la de dos amigos de distinta edad, en la cual el más viejo cargaba el peso de una innata y grande sabiduría, refinada por una profunda experiencia en la vida y aquel bondadoso humorismo tan suyo. En esos primeros años asistí a la resignada desilusión de Italo Svevo por la falta de éxito de sus dos primeros libros, y fui testigo de la vuelta a la escritura que nos premió con La conciencia de Zeno. Así vi nacer, uno a uno, los capítulos que escribía en su estancia aislada en Villa Veneziani y, en verano, en la Opicina, que hoy se llama Villa Tykha. Supe día a día de sus vanas tentativas por dejar el cigarro, del cual era un esclavo incondicional, y que acabó por acortarle la vida. Cada día hablaba de dejarlo y cada día volvía a las andadas. Yo apostaba a menudo con él a que no sería capaz de dominarse y, por supuesto, ganaba. Pero incluso en esta eterna lucha que, en el


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fondo, le causaba angustia, no se guiaba más que por el humorismo. Una mañana, antes de salir, apostó por enésima vez que habría de dejarlo. Por la tarde, a vuelta del trabajo, se encontró con mi mujer y conmigo y dijo: “ay, hijos, lo he logrado, no he fumado en todo el día”. “Bravo, papá” —le dijimos—; y él: “me siento verdaderamente otro, y ese otro siente unas ganas locas de fumar” —añadió, y salió disparado a encender un nuevo cigarrillo—. Este invencible sometimiento al tabaco dio origen al famoso capítulo de La conciencia de Zeno. Una noche fui con él a una excursión de pesca a la que nos había invitado el fino poeta triestino Ettore de Plankenstein, a quien le fascinaba la pesca. Nos acogió en su barcaza y navegamos sobre el espejo de agua hasta el baño Savoia. Y Svevo, que era por naturaleza poco diestro, fue, en cambio, muy afortunado. Luego de mil aventuras con cañas, carnadas y el hilo, que se enredaba, tiró abordo un magnífico robalo (especie de lubina) de unos buenos kilos. Mas, desde luego, cuando volvimos a casa por la mañana, mi suegra juraba que ese pez había sido pescado… en la pescadería. El escritor convirtió esa experiencia en un episodio de su obra. Así, el libro fue escrito capítulo tras capítulo, reelaborado, concluido y, fi-

nalmente, consignado al editor Cappelli para su publicación. Entonces era lector y asesor de Cappelli el escritor Attilio Frescura, autor entre otros libros de uno muy interesante que había causado sensación: El diario de un emboscado.2 Frescura, de acuerdo con el editor, propuso a mi suegro algunos cortes, hasta donde recuerdo, muy sustanciosos, que fueron aceptados por Svevo muy a su pesar. Desafortunadamente, no quedó el menor rastro de aquellos fragmentos: ni el autor ni mi suegra tuvieron la precaución de recuperar la copia; tampoco se encontró nada entre los papeles que mi suegro dejara a su muerte, y ya era demasiado tarde cuando mi mujer y yo nos interesamos en ellos. El propio editor buscó en sus archivos, sólo para asegurarnos que no había encontrado nada. Es una lástima, repito, porque quién sabe qué cosas interesantes se perdieron así para siempre. Lo que caracterizaba a mi suegro era su enorme bondad y generosidad, y, como ya he dicho, un humorismo bonachón. Y he aquí otra anécdota. HaLa palabra imboscato tiene el mismo valor que para nosotros en español, pero también designa a alguien que se oculta para evadir algún deber, y específicamente el militar. Por el contexto, bien podría ser éste el caso. (N. del T.) 2

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bitábamos en el primer piso de la Villa Veneziani, gran conjunto de casas construido por el abuelo para su familia, y que continuaba creciendo a medida que las hijas se casaban y venían a habitarlo. Así había llegado incluso Italo Svevo en 1896, luego de su matrimonio. La villa se servía de una instalación común para la calefacción. Dado que el piso bajo era ligeramente húmedo y el segundo, debido a la mayor exposición bajo techo, más frío, la caldera era forzada, en pleno invierno, a dar un mayor calor a aquellos dos apartamentos. Y nosotros, pegados uno a otro, teníamos en casa una temperatura excesiva. Ya de familia teníamos inclinación al refunfuño, mas no sabíamos que Svevo también la tuviera, pues una tarde, de regreso a casa, desahogó su protesta. Mientras se quitaba el abrigo espetó: “¡Fuera agosto!” “¿Por qué, papá”, le preguntamos, saliendo a su encuentro. “Oh, bella, para gozar un poco de fresco.” En otra ocasión, en Londres, al probarse un traje de un sastre que afectuosamente le había cuidado la línea, pidió que se lo ampliara. “Pero por qué” —preguntó el sastre casi ofendido—. “Por fuerza —respondió—, soy bailarín de profesión y debo tener libertad de movimiento.” Hay que subrayar que mi suegro era algo corpulento y de movimientos más bien titubeantes. 6

El sastre lo observó cuidadosamente y se quedó boquiabierto. Tenía un modo muy suyo, bromista y casi paradójico, de establecer un concepto. “El hombre de nuestro tiempo —decía por ejemplo—, cuando nace es todavía salvaje, o más bien un animalejo. Se nutre de comidas naturales y simples, y luego con dificultad se acostumbra a disfrutar aquellas más complicadas que la civilización le ofrece. Se afina por ello lentamente y deviene por completo civil sólo el día que llega a disfrutar en pleno… el gorgonzola.” Era incapaz de un rencor verdadero, aun ante aquellos que lo criticaban con saña. Sólo con Caprin se lo tomó muy a mal, y se quejó de Montale y Prezzolini. De un tal Ciarlantini que se había marchado a América del Sur a un viaje de propaganda fascista, y que hablando de la renovada vida literaria italiana había puesto pinto a Svevo (cierto, para el fascismo, sus personajes, que no pueden llamarse héroes, resultaban detestables), el autor se vengó deformando el nombre de Ciarlantini, y siempre que a él se refería lo cambiaba por Ciarlatani. Conseguía inmediatamente una atmósfera cordial en torno suyo. Y al propósito he aquí una anécdota más, ahora en torno a su verdadero apellido. Cuando, hacia 1910, la citada Veneziani pactó acuerdos con una


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gran firma alemana de Mülheim, cerca de Colonia, a fin de fabricar la pintura submarina, Schmitz fue comisionado para dirigir las tareas en aquella plaza.3 Llegado a Mülheim, le fueron puestos a disposición siete colaboradores preseleccionados. Svevo se propuso darles el mejor trato, y les preguntó en tono cordial cómo se llamaban. El más viejo respondió: “somos cuatro Mueller y tres Schmitz”. “Bien —respondió—, ahora somos cuatro Mueller y cuatro Schmitz”, y el entendimiento se creó de inmediato. Era, como ya se ha dicho y escrito, enormemente distraído. Siempre inmerso en sus pensamientos, en sus lucubraciones; se apartaba a menudo de la vida real. De ello me parece particularmente instructivo el episodio de Villaco, adonde su familia había ido de vacaciones. Estaban por volver y la esposa debía hacer las maletas (él era del todo incapaz); por tanto, le encargó al marido que llevara a la hija de La suegra de Svevo poseía la patente de una pintura para barcos que evitaba las adherencias corrosivas del casco; al parecer, la familia mantenía en secreto el componente clave, que sólo miembros de ella podían aportar en la fabricación; por eso, cuando el escritor se incorporó al clan Veneziani, pasó a jugar un importante papel en tareas gerenciales por distintas partes de Europa. (N. del T.) 3

paseo. Durante éste, Letizia se detuvo ante un aparador de juguetes. Mi suegro, inmerso en sus pensamientos, continuó por la calle, y después de un rato regresó solo al hotel. “¿Y la muchacha?” —preguntó de pronto la esposa, angustiada—. “—¿Qué muchacha?” —fue la respuesta tranquila del marido, que en aquel momento, de una muchacha, no se acordaba para nada. Svevo era muy musical, tenía un oído casi perfecto, y había estudiado violín. Sin embargo, no era manualmente hábil para la ejecución, por lo cual en ello dejaba algo que desear. En casa, 7


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junto con tres amigos diletantes pero excelentes músicos, se había conformado un cuarteto que interpretaba con frecuencia música clásica. Mi suegro era el segundo violín. Un día tomaron la decisión de afrontar un nuevo pasaje. En cierto momento, el segundo violín debía interpretar un solo. Svevo lo estudió concienzudamente, pero la noche que probaron juntos por primera vez su deficiente técnica lo traicionó. Luego de un par de compases se detuvo y preguntó casi irritado: “¿Quién es el que desentona?” ¡Era él! Y aquí conviene recordar que el primero que en Trieste entendió, apreció y difundió a Wagner fue Ettore Schmitz. También se interesaba mucho por las artes figurativas; mantenía estrecha amistad con el pintor Veruda y ayudaba, como podía, a otros pintores: Fittke, Rietti, etc. Tenía el don de un finísimo gusto casi pionero. Apreciaba las nuevas escuelas, las innovaciones de los jóvenes. Alrededor de 1900 hubo en Trieste una exposición de cuadros entre los que figuraba “Las dos madres”, de Segantini, hoy en la galería de Brera. Svevo, junto con Veruda, le propusieron su adquisición al Museo Revoltella, e insistieron inútilmente, porque prefirió el “Beethoven” de Balestrieri, que en verdad no resiste la comparación. 8

Tuve el privilegio de ser vecino de mi suegro incluso en el trabajo, y colaboré con él a lo largo de muchos años. Era un trabajador concienzudo, muy concienzudo y eficiente, aunque no puedo decir que amara el trabajo. Su gran pasión, en tanto reprimida, era la literatura, el escribir. Habitualmente se abstenía y cumplía las tareas asignadas con profundo sentido del deber para consigo mismo y su familia, y para quienes le habían dado la posibilidad de satisfacer las necesidades familiares. Lo dice con frecuencia él mismo en sus cartas y apuntes. Pero pese a su propósito de “eliminar… aquella cosa ridícula y dañina que se llama literatura” de su vida (Diario, 1902), apenas le quedaba un momento libre, garabateaba sus pensamientos sobre el primer papel que le caía a mano, a veces joyas de observación y de filosofía. Ettore Schmitz fue un italiano impecable, y ocupó cargos directivos en asociaciones como la Liga Nacional y la Gimnasia Triestina. Pero, más que a través de estos cargos, influyó en la vida ciudadana instruyendo, y querría decir, educando multitudes de jóvenes alumnos en el Instituto Superior Comercial Revoltella, donde enseñó por algunos años. Debe de haber todavía, más bien ya entrados en años, algunos de aquellos que disfrutaron de sus en-


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señanzas. Sería de veras interesante poderlos conocer y oír su opinión sobre su maestro. Luego de este rápido y fragmentario recorrido, me resta sólo hablar de su dramático fin, digno a cabalidad de un filósofo estoico. Gravemente herido en un banal accidente automovilístico (una patinada sobre una calle fangosa en Mota de Livenza), y después de ser rescatado junto con su esposa y su nietecito Paolo (incluso ellos no levemente heridos), mi mujer y yo lo encontramos, en plena noche, en la cama de aquel hospital, y de inmediato notamos que respiraba con dificultad. Junto a él, en otras dos pequeñas camas, descansaban —el sueño inquieto pese a los calmantes— la esposa, con fractura en la base del cráneo, y el nieto, con lesiones en la pelvis y heridas en el rostro. Estaba también el doctor Aurelio Finzi, sobrino preferido y médico de cabecera de Svevo. Para la mañana mi suegro había empeorado, el corazón no había resistido el choque y sufría de insuficiencia cardiaca. La escena era trágica y patética. La abuela permanecía semidormida, el abuelo luchaba con la respiración; el nieto, aislado por un biombo para que no se diera cuenta de lo que ocurría, jugaba con un canarito que le habían traído sus enfermeras en una jaula, para distraerlo. Mi

suegro respiraba muy penosamente, pero a ratos se informaba de su esposa y de Paolo. “¿Como está mi Cioci?” —preguntaba, plenamente al tanto de la inminencia del fin—. “Guardè fioi —dijo en un momento—, vardè come che se mori.”4 Luego, volteando a ver al sobrino Aurelio, le pidió un cigarrillo, que el médico le negó. “Sería justo el último”5 —exclamó—. Después de un instante, al ver que su hija no podía contener las lágrimas, le dijo: “no pianzer Letizia, no xe niente morir”. Fueron sus últimas palabras. La respiración se hizo más difícil y, luego, se apagó para siempre.

Éstas y la frase de más abajo, en dialecto triestino, con el valor aproximado de “miren hijos, cómo se muere” y “no llorar Letizia, no es nada morir”. El estilo de su escritura, salpicado de dialecto y de esos infinitivos junto a nombres pese a la necesidad de declinación, fue uno de los motivos por los cuales la crítica se resistió al principio a aceptar la obra de Svevo; como en el caso de Gógol (ucraniano) con la literatura rusa, tocó a un marginal de la cultura renovar la novelística italiana. (N. del T.) 5 Svevo juega aquí con la frase recurrente de su personaje de La conciencia de Zeno, que, como el escritor, se proponía a menudo dejar de fumar y afirmaba siempre que la que tenía en mano era “la vera ultima sigaretta”. 4

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radas, etc. Con todo esto, parece fuera de tono publicar una tirada larga y que un libro se distribuya en varios paíJUAN SOROS ses y tenga una resonancia más allá Se podría decir que dentro de la obra del círculo de amigos del autor y sus de un autor, cuando ésta se ha conso- medios de reproducción. Disenso es lidado, existen libros articuladores y un libro de estas características y, por libros marginales. En la actual moda lo mismo, sigue en la costumbre de intelectual de privilegiar lo “menor”, Eduardo Milán de incomodar. Disenso es un libro significativo, que sea lo que sea, sería “intelectualmente correcto” llamar la atención sobre la marca, diríamos “importante” pero la obra marginal, desconocida o de difícil palabra está muy significada. Editado acceso. Si no fuera porque en la mayo- nada menos que por el Fondo de Culría de los casos esto implica movimien- tura Económica, triplica la extensión de tos de competencia interna entre críticos los poemarios al uso, se encuentra en y académicos. Por ejemplo, si la obra librerías de Ciudad de México y de Maclave ha sido trabajada, entonces se drid, va acompañado de cuatro textos trata de destacar la secundaria. Cual- críticos de autores de ambas orillas del quier día resucitan a François Coppée Atlántico y ambos hemisferios. Disen(poeta de lo cotidiano y la sentimen- so no es un libro “marginal”, ni como talidad) como esencia del XIX francés: objeto-libro ni en la obra de su autor. “el poeta que realmente se leía”, dirán Disenso es un margen, es distinto. Es por estadísticas, contra los “hegemó- un margen del habla, un límite del lennicos” simbolistas... Este tipo de ejer- guaje. Manto, la reunión de su poesía hascicio de “rescate” es loable mientras no se instrumentaliza, lo que hoy no ta 1997, significó la difusión de la obra sólo sucede sino que es el último “ni- primera de Milán en América a través cho cultural”, en especial en el mundo del Fondo de Cultura Económica, y los del marketing editorial, como la edi- dos libros publicados en la mítica edición “independiente” mediante opera- torial española Ave de Paraíso, Nivel ciones de maquillaje de best sellers medio verdadero de las aguas que se extranjeros como escritores de “culto” besan y Alegrial, la posibilidad de su o bares literarios autodenominados “mí- lectura en España. Si estos libros son ticos” que abrieron hace dos tempo- momentos axiales para el espacio del

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lector de la obra de Milán, Disenso es una nueva articulación en la estructura difusa de un habla que en el cambio es fiel al cambio.* Es solvente, otra vez. Como dice al comienzo de la edición de Alegrial : “Quiero dejar claro que esto es completamente distinto a lo que escribí antes.” Y ese antes incluye libros tan importantes para la poesía en español como Errar (1993). Dentro de un habla proliferante, Disenso marca una distancia con los usos y, sin totalizar, da una muestra rotunda de una escritura radicalmente comprometida con el límite a pesar de sus múltiples formas (¿moradas? No, caminos). Hace bastante, Genette nos permitía sintetizar una serie larga de fenómenos en torno a los textos mismos bajo el paraguas del “paratexto”. La colección, la portada y los textos críticos que acompañan la edición nos anuncian el libro de poemas, además “canonizado” por adelantado por el volumen del libro (hoy es raro el libro de poemas que supera las ochenta páginas), la importante trayectoria editorial y su distribución en todo el ámbito de la lengua. Suena *

A pesar de que la nota de prensa del indica que Disenso “recoge los libros posteriores a Manto (1999)”, el libro está compuesto por siete secciones de las cuales sólo la última, “Yantares”, ha sido publicada con anterioridad.

FCE

EDUARDO MILÁN

a escritura del poder, complaciente, correcta, en definitiva inofensiva. Pero hay excepciones. Parra, Ullán, García Valdés en Galaxia/Gutenberg son una excepción notable. Zurita publicando Zurita en Chile, México y, próximamente, España, otra. ¿Qué hace Milán aquí? ¿Qué hace contra esto? Disiente. Cuestiona desde el interior. Una estructura arborescente, o rizomática, para usar una palabra manida, parece dar idea de la trayectoria poética de Eduardo Milán. Hay temas y formas que persisten, el tronco, aunque siempre cambiando, junto a nuevas es11


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trategias que problematizan el trabajo anterior pero en diálogo con él, las ramas, hojas, espinas, siguiendo la lógica de una dialéctica negativa que conduce a una escritura constelada como ya hemos apuntado alguna vez. La constelación llama a la idea del cielo y de las estrellas, que nos lleva a la música de las esferas. Esa teoría pitagórica según la cual la armonía geométrica está íntimamente unida a las proporciones de la cuerda musical. La música como vía, el sonido, complejo, planetario (vagante) y armónico en cuanto solvente, no por convención(al). ¿Qué es armonía? De este modo podemos ver cómo dialoga este nuevo libro, Disenso, con Solvencia. El título anterior ponía en juego lo solvente como lo sólido, lo que da cuenta, en diálogo, vibrando, con el solvente, lo que disuelve. Disenso también es una palabra que conlleva una tensión interna. Disenso puede ser tanto el disentimiento (la división del sentimiento) como la “conformidad de las partes en disolver o dejar sin efecto el contrato”. ¿“Contrato social”? En Disenso se plantea una cierta mirada del escritor ante una realidad vivida, recordada y escrita, pero en el mismo movimiento una propuesta de consenso, aunque negativa. Consenso en disolver y volver a empezar. Una propuesta de solvencia. Así, de manera compleja, 12

la poesía de Eduardo Milán evoluciona desde su tronco solvente en sus múltiples desarrollos como una de las obras más ricas y necesarias del panorama poético actual en español. Otra vez, cada una diferente, la alquimia del verbo. Como dice Anselm Kiefer en El arte sobrevivirá a sus ruinas (porque se trata de ruinas), la constante salida del arte de sus propias fronteras para regresar a ellas “le permitirá renovarse, fluidificarse por medio de procedimientos que le pertenecen, como si el arte estuviera en posesión del solvente universal, del alkahest universal caro a los alquimistas, que lo buscaron en vano”. Entonces el arte se trata de solvencias y disensos. De catalizadores, en definitiva. En poesía, la palabra como posibilidad de pensar y decir algo más que lo que Clément Rosset llama “Lo real”, la idiotez. En uno de los textos críticos que acompañan la edición, Antonio Méndez Rubio dice: “Para Milán la crisis de la obra tiene que ver con la crisis histórica y social, con la crisis del mundo y del vínculo entre poema y mundo.” Cuestionamiento del lenguaje, habla en crisis, puesta en crisis, es decir, en tela de juicio, texto de juicio, de criterio. Sin juez, en juicio. Sin juego, en juego. En la lectura reconocemos elementos de la genética de Milán como el origen (la tierra, el exilio, la distancia), el


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amor y la misma poesía como temas en constante reescritura. El libro, que se abre como un poemario al uso, como debe ser, con poemas, integra en prosa textos escritos en la frontera entre ensayo y poesía, luego una carta. Nos sitúa en territorio incierto. No se trata de cruzar fronteras. Se trata de disolverlas. No se trata de cruzar el Río Grande sino de su disolución, en la mirada a USA y el diálogo poético y político con el Sur. Sin fronteras. Una poética del “sin”. La crudeza del contraste, al comienzo de la sección titulada “Tocar tierra del sueño de poesía”, que comienza con un texto en prosa sobre su salida de Uruguay y la pérdida (El oficio de perder, diría Lorenzo García Vega), “lejano territorio del perder donde uno vive como inmortal este ahora”, sobre lo que viene abajo y traiciona lo que es, la poesía, la política. El dolor de ver a “la poesía recompensada. Recompensada como si ya hubiera capturado al wanted, al fugitivo”. Es difícil pensar en lograr “reseñar” Disenso, entre otras cosas, resiste a su síntesis. Vamos a la idea más simple y amplia de reseña, es decir, apuntar. Quizás “…salir sin duelo…” Fascina la forma que logra romper con lo convencional usando convenciones, creando espacios de diálogo dentro del texto, dentro del libro (con los

textos críticos anexos) y con el espacio del lector. Un verso del poema que comienza “La lengua del exilio, esa soberbia” y que dice, en el penúltimo verso, “no la lengua del exilio: el exilio de la lengua”, va a servir de primera frase del texto en prosa de la página siguiente, dedicado a Antonio Méndez Rubio, uno de los autores que podemos leer al final del volumen junto a Edgardo Dobry, Roberto Appratto y Antonio Ochoa. Establece un diálogo con la poesía crítica y la crítica de poesía de Méndez Rubio. Establece un diálogo que se refleja en la presencia del poeta español entre las voces críticas que acompañan la edición. Ya antes, en Solvencia o El camino Ullán, por citar libros recientes, la presencia del modo ensayístico está en el flujo versal pero no con una forma radicalmente ensayística incrustada directamente en el texto. Esto podría remitir a la idea de un “poema ensayo”, pero no. No es ni poema ensayístico ni ensayo poético. Como la triste categoría de “poema-visual” refiere a un autor de poemas que incursiona en la plástica sin estar validado por ese espacio estanco, es decir entra en la guerrilla del mercado, los títulos y academias. Nadie necesita menos un título de ensayista, incluso me atrevo a decir pensador, que Eduardo Milán. Su largo trabajo 13


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intelectual en torno a la poesía y otros campos destacables como lo político, surge de una tradición que entendemos fundada en Montaigne para la modernidad y que podríamos retrotraer hasta Marco Aurelio, lejos de Academias y Escuelas. Estos poemas, llamados poemas por los elementos paratextuales que así los condicionan, son textos que no sólo rompen con “lo poético” convencional sino que militan por su desarticulación. Son textos que combinan 14

géneros para decir que es un mismo flujo del habla el que escribe el ensayo o el poema, no una mente escindida, esquizoide. Y a veces se cruzan, a veces el poema es meditación, pensamiento, carta. Nada de poema-ensayo aquí. Otra cosa que, al decir de Jenaro Talens, sucede en el espacio del lector. Espacio para la narración, el pensamiento, la carta, el poema. Espacio total, que no totalizador, que podemos llamar poema por simplificar pero que no cabe en su convención. Espacio problemático, de riesgo, múltiple. No hay respuestas en esta poesía, no hay dictum, no hay síntesis. “Hay varios poemas en uno, ninguno es ‘el bueno’, muchos lo son.” Dice Milán en un texto. No confundir con una idea blanda que arraigó en cierta comprensión banal de los procedimientos de algo llamado lo neobarroso donde el poema acabaría no por cierre o completitud sino por agotamiento de un despliegue (según Echavarren, en Medusario). Milán dice: “sobre el poema, al final. / ¿está acabado? no falta por hacer / ¿abandonado? manos al azar / música secreta toca a su fin”. Es difícil. No abandonado, no dejado al azar (al juego) completamente. Y aquí surgen categorías que sólo podemos dejar dichas pero no ahondar en ellas, por su misma resistencia y por los meandros


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de su significación en nuestra lengua. “Música secreta” suena a Oculta filosofía, el tratado sobre música del humanista Juan Eusebio Nieremberg, y la terapéutica de la música sobre el alma, aquí sobre su palabra, su ánima. Son atisbos de un modo barroco de la palabra que no toca, o casi, los fundamentos tomados por cierto movimiento. El exceso, pero exceso místico. Algunos poemas de “Yantares”, “Cenizas, lágrimas de higo…” que termina en “esperando que amanezca” resuenan a cierta poesía italiana. La individualidad, la verticalidad solar, de pronto, y definitivamente, es borrada por una noche/ nada sin dimensiones. El llamado “hermetismo” (Quasimodo menos recordado que Ungaretti) mucho menos “callado” que diciendo a Hermes y el secreto. Música (secreta). No el secreto de unos pocos, iniciados (en griego mistes, de ahí misterio), secreto de Estado (sécret défense) sino lo secretado (separado, en el silencio del blanco) por el mundo en el habla. Secreción verbal. Sudor que supera el poro. Aporía, no se pretende desvelar nada. Aporía, límites del lenguaje. Aporía de la muerte. Aporía del cuerpo: la piel, el lugar. Sus cicatrices, huellas. El mapa y el territorio. Uruguay / México. Sur / Norte. El trazado (las carreteras son parte del paisaje) de la vida, del no entender. No

narrar, errar, quizás antes: “la sangre / tan difícil de entrar en el poema cuando no es narrativa / la sangre narrativa, la que en seguida se hace concepto / tótem de cristal”. Sin concepto (concetto), sin tótem. Al contrario, “suspensión (…) fábrica del misterio”. De la música de la esferas, lo fugitivo, la alquimia, a la música secreta, al misterio. Quizá sucede que para encontrar la palabra justa es necesario buscarla fuera del lenguaje, de la tierra, del cuerpo. ¿Dónde? Quizás esta convivencia de poesía y ensayo en la textura que traza Milán tiene que ver con un fenómeno que destaca Jean-Luc Nancy al final de su ensayo Resistencia de la poesía: “En una época de lengua precisa, exacta, la poesía declina: hay más ‘poesía’ en Rousseau o Diderot que en Delille o Chénier).” Es decir, en la Ilustración encontramos más “poesía” en los ensayistas que en los poetas de acuerdo a la idea de poesía que el filósofo francés traza en su ensayo. No sabemos si ésta es una época de lengua precisa, el zeitgeist dice lo contrario. Sin embargo, en toda época existen autores de lengua cincelada, que no exacta (acabada); si es desmesurada o sintética, es otro problema. La lengua precisa de Milán en su híbrida constelación nuevamente nos habla, nos cuestiona, nos pone en los márgenes y los disuelve. 15


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El porvenir de la literatura PAUL VALÉRY Traducción de Armando Pinto

¿No sé si lo que llamamos literatura tendrá un porvenir, si la extraordinaria transformación de la vida humana y de las relaciones de las personas entre sí que vemos que se comienza a producir permitirá un desarrollo ulterior de los libros, y si el empleo de los medios del lenguaje en vista de la excitación de los espíritus será conservado en el futuro o no? ¿Será remplazada por otras formas de llegar a la sensibilidad e inteligencia de los hombres? Podemos preguntarnos ya si una vasta literatura puramente auditiva y oral no sucederá en un plazo bastante breve a la literatura escrita que nos es familiar. Me refiero al modo de transmisión radiofónica que se propaga cada vez más por el mundo. Por otro lado, los procedimientos de registro de las imágenes y del transporte a distancia de la visión directa de las cosas están igualmente encaminados a modificar profundamente las relaciones humanas cimentadas antaño en la escritura. Podemos imaginarnos, por ejemplo, que la parte descriptiva de las obras pudiera ser reemplazada por una representación plástica directa y que la parte sentimental pudiese ser igual16

mente reemplazada por una acción directa, de naturaleza más o menos musical; y esto porque se podría contar con la disponibilidad permanente de la música gracias a los aparatos transmisores o de grabación. En suma, no es descabellado imaginar que la literatura pueda devenir en breve plazo un arte tan inactual y tan alejado de la vida y de la práctica como nos resultan a nosotros la heráldica, la geomancia o la cetrería. Tal vez, dentro de un siglo, subsistirán algunos profesores que descifrarán penosamente nuestros caracteres escritos, y restituirán, mediante un largo trabajo de crítica, el estado de los espíritus en la época en que el lenguaje escrito era el medio principal de conservación y de comunicación de los pensamientos y las impresiones. Para concebir la posibilidad de tal cambio, o, más bien, para señalar en los fenómenos de los que ya somos testigos lo que puede corroborar la siniestra profecía que acabo de aventurar, es suficiente con observar lo que ha pasado desde hace algunos siglos en la evolución de la literatura. La literatura es un arte basado en el abuso del lenguaje, en el lenguaje creador de ilusiones, opuesto al lenguaje transmisor de realidades. Todo aquello que vuelve al


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lenguaje más preciso, todo aquello que exagera en él el carácter práctico, todos los sacrificios que le hemos impuesto con vistas a una transmisión más rápida y una difusión más fácil, es contraria a su función de instrumento poético. En cada nación, el lenguaje común es penetrado más y más por palabras extranjeras. Por otra parte, los numerosos lenguajes técnicos creados de pies a cabeza por las necesidades de las ciencias y de la industria penetran cada vez más el lenguaje ordinario. Por añadidura, el empleo de medios rápidos de comunicación verbal hacen a la lengua usual más y más pobre en formas complejas; y, en la mayor parte de los casos, esta lengua corriente se separa notablemente de la lengua literaria, la cual, poco a poco, se transforma en una suerte de lengua clásica, casi lengua muerta, tras el griego y el latín. Así, el lenguaje se hace día tras día más técnico y se reduce cada vez más a un sistema de señales y de abreviaciones, excluyendo cada vez más los matices, la sobreabundancia, el vocabulario rico, los giros complejos gracias a los cuales los escritores de antaño podían introducir en la expresión toda la riqueza de intenciones, todos los recursos que podríamos llamar ornamentales. Es posible que la humanidad renuncie en lo sucesivo a explorar este bosque de símbo-

los en el que los grandes cazadores de imágenes de otros tiempos, como los poetas bíblicos, o bien los sutiles cazadores de pájaros de Persia, perseguían y alcanzaban las metáforas, las combinaciones de figuras con las que cargaban y decoraban los edificios poéticos. Eso no es todo. La literatura está dominada por las condiciones del público al cual se dirige. Cada libro busca un lector que corresponda, en el espíritu del escritor, a la idea que éste se hace de sus contemporáneos. Hay, en suma, en la materia literaria y artística, una especie de ley de la oferta y la demanda. Los lectores de una época dada obtienen siempre la clase de literatura que desean y que se halla en conformidad con su cultura y su capacidad de atención. Ahora bien, el hombre moderno es, en general, un lector detestable. El tiempo no está para que un texto pueda ser meditado largamente o para que los amantes pasen sus noches, a la luz de una candela, disfrutando minuciosamente de un libro con el que intentan compenetrarse de todas sus intenciones y de profundizar sus ideas directrices, y al mismo tiempo gozar minuciosamente de su forma. Pero si el lector no tiene el tiempo ni la paciencia para saborear, para sopesar las palabras que le ofrece la lectura, el autor cesará, por su parte, de bus17


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carlas con cuidado y de sopesarlas al escribirlas. Ya los más cultivados entre nosotros se muestran satisfechos con esta forma de leer. Leen el diario y las obras a las que les otorga un valor efímero, sin la menor atención a la forma en la que están escritos. Su espíritu sólo encuentra en esos escritos elementos brutos de información o de distracción rápida, y de ello resulta que, en un número de casos cada vez más grande, el lector se satisface con enunciados sin organizar, con afirmaciones sin pruebas, con emisiones casi brutales, mientras que todo lo que exige una atención de carácter superior ha desaparecido. Es preciso no olvidar que la inmensa mayoría de hombres modernos, cogidos en el engranaje de una vida terriblemente cronometrada, no pueden dedicar a la lectura más que un tiempo rigurosamente limitado, y ese tiempo es, por lo demás, de una especie muy particular. Esta inmensa mayoría no tiene, en promedio, más que una cincuentena de minutos para dedicarlos a la lectura recreativa. Es un tiempo libre frente al cual hay que poner toda la enorme producción contemporánea. Este tiempo libre está consagrado necesariamente más a los diarios que a las revistas, a las revistas más que a los libros, es decir, está consagrado más a las colecciones más leídas en cuanto más desorgani18

zadas están, pues, por definición, un diario está compuesto de más datos incoherentes que una revista, y ésta más que un libro. De ello resulta que la inmensa mayoría de los espíritus esté sometida necesariamente, durante la hora libre que puede consagrarle al desarrollo más libre y que tendría que ser el más agradable de su espíritu, a un régimen en el que la incoherencia y el deslumbramiento son, en suma, la regla. Además, ese tiempo libre transcurre en los medios de transporte que los habitantes de las grandes urbes son obligadas a utilizar cotidianamente. La lectura se hace en el vagón, el tranvía, el metropolitano, el autobús, y las características técnicas de los escritos tienden necesariamente a ser las de las obras que pueden leerse bajo condiciones de movimiento y de caos. Es evidente que no me hago grandes ilusiones sobre el porvenir de la literatura en tanto arte que pueda uno profundizar. Las consideraciones precedentes pueden ser puestas o no en duda, pero pienso que esta manera de apreciar las cosas de la literatura tiene por lo menos la ventaja de que nos hace considerar la existencia de la evolución de este arte en relación con la vida y el funcionamiento de la vida en una épo-


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ca dada. Puede ser que no hayamos visto suficientemente bajo este aspecto las cosas de la literatura y podríamos fundar con provecho un estudio de su desarrollo, de su grandeza y de sus periodos de flaquezas, llevando el esfuerzo principal no a las obras que han sido conservadas, sino a la posibilidad e incluso a la probabilidad de la producción de esas obras. Hay hechos, como el crecimiento prodigioso desde hace un siglo del número de hombres que saben leer en todas las naciones, que tienen una importancia incalculable sobre la producción consecuente de las obras. Estoy profundamente convencido de que un análisis minucioso de las consecuencias de este crecimiento proporcionaría resultados completamente inesperados. En particular, me parece muy probable que el desarrollo que se produjo en Europa, a partir de 1852, de obras de una literatura extremadamente rebuscada, difícil, de expresión profundamente estudiada, y por lo mismo prohibida para muchos, se relacione con el crecimiento del que ya he hablado más arriba. Sin duda se trata de una especie de compensación; ha sido necesario que estas obra raras, refinadas, poco accesibles, se opongan a la extensión desmesurada del campo literario y a la producción intensiva de calidad medio-

PAUL VALÉRY

cre o mediana que se manifiesta en otra parte. Podemos comparar este hecho con uno muy diferente que sobresale desde hace unos años: el interés creciente del público por las obras de carácter filosófico. Podemos afirmar que la proliferación extraordinaria de obras puramente impresionistas o de imaginación pura, es decir de novelas y cuentos, ha provocado una reacción inconsciente de un 19


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número notable de personas que se han volcado hacia una ocupación de su tiempo libre que les parece menos arbitrario. Es notorio que las obras de carácter muy abstracto se expanden hoy más fácilmente de lo que lo hacían hace treinta años. Además, si examináramos más de cerca este aspecto particular, sería fácil mostrar que este fenómeno se ha manifestado ya, en cierta forma, en la literatura puramente imaginativa. La novela, que desde sus orígenes, es un relato destinado a hacer vivir al lector en un mundo imaginario de apariencia real —una especie de trompe-l’oeil littéraire—; que bajo la forma de aventuras maravillosas, de historias de amor, de historias criminales, etc., ha jugado un papel muy importante en la vida mental de la humanidad, ha sido repetidas veces, y desde hace mucho, tratada (a menudo con el mayor éxito) con un espíritu no fantástico. Hemos intentado, muchas veces, compensar, por decirlo así, el carácter puramente suntuario de la obra de imaginación introduciendo en ella, bajo diversas formas, valores didácticos. Los novelistas se muestran chiflados tanto por la sociología como por la psicología; apuntan tanto a los resultados de la investigación científica como a una influencia de orden religioso. Además, e independientemente de sus intencio20

nes y combinaciones particulares, la creación de una novela realista no ha sido más que la expresión de un deseo de disminuir el lado arbitrario de las obras, cuya arbitrariedad es, sin embargo, su esencia; y de enlazar la experiencia real a la construcción ficticia del espíritu de fantasía… A veces me pongo a soñar que una literatura extrañamente deportiva tendrá su lugar en el porvenir. Suprimamos de las posibilidades literarias todo lo que la expresión directa de las cosas y el manejo directo de la sensibilidad por los nuevos medios (el cine, la música omnipresente, etc.) se vuelve hoy inútil o ineficaz para el arte del lenguaje. Suprimamos también toda la clase de temas (psicológicos, sociológicos, etc.) que el incremento de la precisión de las ciencias que se ocupan de ellas vuelve difíciles de tratar directamente. Le quedará a las letras un dominio privado: el de la expresión simbólica y de los valores imaginarios producto de la libre combinación de los elementos del lenguaje. Del mismo modo que el incremento de la energía disponible y de los medios mecánicos o eléctricos que tienen como efecto la enorme disminución del uso de los músculos nos ha permitido crear


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—o más bien nos ha obligado a crear— para esos músculos empleos puros y de desarrollarlos más y más armoniosamente por el juego de lo que antaño lo eran por las labores y el trabajo obligatorio desigualmente distribuido, así sucederá tal vez con la compleja función del lenguaje… Estaremos entonces en una fase ingrata y en una época crítica de esa notable función.

Albert Camus y el suicidio EDUARDO SABUGAL Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado. Cioran, Breviario de podredumbre

Hablar de cómo el existencialismo interpreta el suicidio parece, de entrada, una tarea imposible al menos por dos razones. La primera es que el existencialismo es un horizonte vastísimo en el que no hay consenso sobre esa posibilidad de lo imposible o esa imposibilidad de lo posible que resulta la muerte, la propia y voluntaria muerte. La segunda razón tiene que ver con lo ético,

y es que, para cierto existencialismo, el suicidio no difiere mucho de cualquier otro tipo de muerte, encontrando incluso el suicidio igual de inútil que cualquier tipo de apego vital. Sin embargo escribo esta reflexión en torno a Camus no como una diatriba contra el suicidio sino como una apología de la vida. Ubicarse desde la óptica del ateísmo existencialista sin renunciar a la vida desemboca en el pensamiento de Albert Camus. En el ensayo El mito de Sísifo, Camus expone sus ideas sobre el suicidio. Para comenzar, hay que decir que el pensamiento de Albert Camus no constituye una filosofía completa, no se trata de una visión del mundo que suponga una metafísica y una moral como el existencialismo sartreano. Camus no era un filósofo sistemático y, sin embargo, parte de un punto del cual bien podría partir cualquier filosofía que se precie auténtica: el absurdo. Todos hemos sentido al menos una vez, por breve que sea, esa sensación de sin sentido, de vacuidad, de absurdo. No es necesario leer un relato de Franz Kafka o Virgilio Piñera para estar en contacto con esa experiencia que en realidad la sufrimos a la vuelta de la esquina o en la puerta de un restaurante, como diría el propio Camus. En esa experiencia del absurdo, la irracionalidad 21


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ALBERT CAMUS

de la muerte, el incomprensible sufrimiento del inocente y el deseo desolado de claridad hacen eco en lo más profundo de nosotros. Los que hemos sentido dolor, al poco tiempo de experimentarlo, descubrimos que el dolor fatiga porque es sustancialmente absurdo. La experiencia del absurdo surge cuando los decorados se vienen abajo. Es eso lo que Camus muestra en su novela de 1942, El extranjero. En el prefacio a la edición inglesa de L’étranger, Camus escribió: “El protagonista del libro es condenado porque se niega a entrar en el juego.” ¿En cuál juego se niega a entrar ese personaje? Meursault se niega a mentir, dice lo que es cierto, se niega a enmascarar sus sentimientos, esquiva con todas sus fuerzas lo que hacemos todos ca22

da día para simplificar la vida. Se niega rotundamente a la simplificación, y está lejos de ser un ser a la deriva, un hombre sin alma o inhumano, como declara el procurador ante el tribunal; lejos de todo eso, una pasión tenaz y profunda lo anima: la pasión de lo absoluto y la verdad. Sin ninguna actitud heroica acepta morir por la verdad. Meursault es un extraño para la sociedad en que vive, se desliza por un mundo solitario y sensual, es escrupuloso con sus propios sentimientos, pero indiferente a la sociedad que lo rodea. Dicho sucintamente: no quiere, y los rechaza con toda su fuerza, los decorados. ¿No es acaso el suicida alguien que ya no quiere tampoco seguir actuando en los decorados de siempre? El suicida, mejor que nadie, sabe de la experiencia del absurdo, conoce el amurallamiento del absurdo. Camus trazaba la ruta de Sísifo: “Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica; comida, tranvía, cuatro horas de trabajo; comida, sueño, y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado al mismo ritmo.” Pero un día nos preguntamos ¿por qué?, y entonces la rutina se viene abajo, nos despertamos, surge el movimiento de la conciencia. Ese choque del despertar nos obliga a decidir, matarse o seguir viviendo de otra forma. Suicidio o reestablecimiento.


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Un poco a la manera en que Descartes ocupaba la duda, el absurdo es para Camus un método: en el absurdo intenta poner a prueba cualquier tabla de valores. El absurdo implica una contradicción porque no se puede tener conciencia de él (o mantener esta conciencia) sin optar de hecho por la vida, y optar por la vida es darle a ésta un sentido. Por eso el mito de Sísifo es, para Camus, el mito de la conciencia humana. Hay que recordar que Sísifo fue castigado en los infiernos mediante una condena que lo obliga a subir una pesada piedra hasta la cumbre de una montaña. Una vez que llega a la cumbre, la piedra rueda cuesta abajo y Sísifo tiene que subirla nuevamente. La condena es infinita y circular. Esa ardua tarea que se realiza en vano se parece demasiado a nuestra existencia cuando hemos sido fulminados por el absurdo, cuando hemos entrado en el espesor del mundo con sus cosas cotidianas que de pronto nos resultan hirientes, vacías. Como Mersault en El extranjero, nos sumimos en ese abrupto despertar, en la tierna indiferencia del mundo, esa especie de extrañeza del mundo que Camus llama espesor, absurdo. Ese extrañamiento respecto al mundo, nos dice Camus, es como cuando en el rostro familiar de una mujer se encuentra como extra-

ña a la que se había amado meses o años atrás. Aquello amado se nos presenta como extraño y nos sentimos vencidos, derrotados. Regresando al mito de Sísifo, hay que recordar que Sísifo intentó encadenar a la muerte, y lo logró. Sin embargo, Ares libró a la muerte de sus cadenas y las personas de nuevo comenzaron a morir. Eso ocurre míticamente, pero también nosotros comenzamos a morir cuando un encantamiento se ha roto. Cuando las cadenas que ataban nuestro ser en el mundo se rompen comenzamos a morir. Una fe, una religión, una vocación, una mujer amada, una filiación partidista, un mundo que de pronto se han convertido en “nada”. He ahí la gratuidad de nuestra existencia que de golpe se nos revela en esa suerte de “náusea” sartreana. La disyuntiva entonces es ineludible: acabar de tajo con esa gratuidad o buscar el reestablecimiento de alguna manera. Camus se pregunta en El mito de Sísifo: “¿Será preciso morir voluntariamente o esperar a pesar de todo?” La absurdidad, esa enfermedad mortal, como la llamaba Kierkegaard, nos ha arrojado a una decisión impostergable, matarse o seguir. “Muero para testimoniar que es imposible vivir”, decía uno de los personajes de JeanPaul Sartre, Mateo Delarue, en Los ca23


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minos de la libertad. Ése era precisamente uno de los puntos en los que difería Camus de Sartre. Precisamente porque es imposible de ser vivida, para Camus la vida vale la pena de ser vivida. Vivir es una rebeldía. Camus hubiera escrito: vivo para testimoniar rebeldemente que es imposible vivir. No es casualidad que Camus rescate esta cita de Kierkegaard: “el mutismo más seguro no es callarse, sino hablar”. Ante el mundo sordo y desolado, que pide nuestro suicidio lógico, hay que responderle con una negativa pasional y absurda, seguir viviendo, seguir oponiendo el llamamiento humano al silencio no razonable del mundo. En este punto quiero regresar al epígrafe de Cioran: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.” En ese sentido, Camus comparte el pensamiento de Kierkegaard y de Cioran. Hay que convertir la experiencia del absurdo y su consecuencia, el pensamiento del suicidio, en una pasión que aliente la vida. No podemos hacer de cuenta que no hemos experimentado el absurdo; hemos perdido la “ingenuidad”, como diría Jaspers. Si en efecto somos presos de nuestras verdades, una vez reconocida la experiencia del absurdo y el pensamiento del suicidio como verda24

des, será imposible entonces apartarse de ellas. No podemos enterrar el pensamiento del suicidio, no podemos en una amnesia deseada borrar ese punto de nuestra existencia en el que todo se anuló y las certezas se convirtieron en piedras en el desierto. Lo que sí se puede hacer es transformar la contemplación del suicidio en un acto de libertad que me haga poner en juego mi ser en cada instante, de forma tal que me enraice con mucho mayor fuerza en el mundo. Podemos convertir la posibilidad de nuestra muerte en una pasión rebelde por la existencia. Por ejemplo, cada hora para un guerrillero vale quizá más en términos de vitalidad que un año de una vida monótona empantanada en la indiferencia. Y vale más porque no vale nada y porque cada segundo se está poniendo en juego toda posibilidad de ser. El acto suicida en sí se puede evitar pero el pensamiento del suicidio no. Pero es gracias a este pensamiento que el acto no se realiza, es gracias a la experiencia de la angustia en el absurdo como podemos rebelarnos a ese mismo absurdo y seguir viviendo con una pasión de la que estábamos desprovistos antes. Instalado en ese mundo injusto, incomprensible, acotado a diestra y siniestra por el absurdo, sólo queda un camino para Camus: el del hombre


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rebelde. No es que el hombre rebelde venza al absurdo sino que lo prolonga, lo extiende, porque sólo viviendo absurdamente se puede seguir vivo. Yo puedo gritar que no creo en nada, al borde del suicidio puedo gritar mi falta de fe en todos los discursos sobre la tierra, puedo gritar, como lo hacía John Lennon en aquella canción llamada “God”, que no creo en algo o en alguien. Puedo decir cínicamente, o con pesar, que todo es absurdo, pero aun así es necesario que crea en mi protesta. La primera y única evidencia que me ha sido dada en ese gritar, en este mundo, dentro de la experiencia absurda, es la rebelión. La rebelión, a pesar de que nace del espectáculo de lo irracional, de la experiencia injusta e incomprensible, reivindica el orden en medio del caos, exige que ese desorden y ese escándalo se detengan. Por esto el absurdo es lo contrario de lo irracional. Mientras que lo irracional es un divorcio entre el caos del mundo y el deseo de orden que hay en mí, el absurdo nace de la confrontación de ese deseo y de ese caos. En primera instancia, Camus encuentra que la rebelión tiene un sentido individual. Cuando un esclavo se entrega a su rebelión, no rechaza solamente la humillación del tirano, sino también la condición misma de la esclavitud,

aquella parte de sí que quería que la respetasen la pone entonces por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, llega a ser para él el bien supremo. Así surge un valor que puede exigir el sacrificio de la propia vida individual del hombre. La libertad puede exigir que uno muera antes de ser esclavo. Pero ese hombre rebelde no se queda con un sentido solitario o individual, sino que aparece el sentido colectivo de la rebelión, el esclavo que lucha y que puede desprenderse de la vida para afirmar sus derechos no combate ni muere únicamente por sí mismo y por todos los esclavos, sino también por los opresores y tiranos. Ese bien supremo no es sólo mío, es común a todos los hombres. La rebelión tiene una naturaleza básicamente colectiva. Es, en palabras de Camus, la aventura de todos. Estos sentidos los vemos claramente en su obra. Así, por ejemplo, mientras que en El extranjero encontramos un sentido individual, en La peste se halla un sentido colectivo. No nos extrañe que la segunda se haya escrito en 1947, después de que el pueblo francés sufrió la ocupación alemana. El origen de la peste está en lo que se nos quiere hacer creer inexistente, el bacilo de la peste puede permanecer durante muchos años adormecido “en 25


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los muebles y en la ropa” y puede, algún día, “despertar a sus ratas y hacerlas morir en una ciudad feliz”. Muy a nuestro pesar estamos contaminados del bacilo, y como el doctor Rieux, o quizá como Paneloux, estamos condenados a seguir aquí, en esta tierra enferma y exiliada. Un antiguo paciente del doctor Rieux murmura: “Los demás dicen: Es la peste, o ha sido la peste. Poco falta para que pidan una medalla. Pero ¿qué significa esta palabra, la peste? Es la vida y nada más.” Camus ha fusionado, en esta novela de 1947, sus experiencias de 1942 con la tuberculosis y de la ocupación alemana (1940-1944). Es decir la experiencia del absurdo en sus dos caras, la individual y la colectiva. Podría parecernos con justa razón que La peste es la novela de la desesperación, de la angustia, pero detrás de la crudeza del relato, del phobos que produce, se halla una sutil esperanza. Mediante la prosa, Camus logra transmitir, como en L’étranger, un sentimiento de liberación. En la configuración de los personajes el ímpetu contra el absurdo nos transmite el deseo de luchar contra el destino, de luchar contra la peste en cualquiera de sus formas. “It’s no secret that a conscience can sometimes be a pest”, canta una banda irlandesa contemporánea, y es preci26

samente aquí y ahora que debo rebelarme contra esa peste antes de morir. La rebelión nace de la conciencia de que el hombre es el portador de un valor que trasciende y juzga toda situación absurda, por eso debe ser reivindicado y defendido en el presente y no postergado a un futuro que escapa a la responsabilidad de su obrar. El cristianismo, por ejemplo, promete además de un thelos una guía de cómo actuar en el mundo, un orden superior, un paraíso por venir. El intento del creyente cae nuevamente en el intento de Sísifo de encadenar a la muerte, de encontrar una razón para vivir, como si en efecto hubiera razones para vivir. Quizá por eso Camus se relaciona, para algunos críticos, con la imagen del justo, del santo sin Dios. Simone de Beauvoir llegó a describirlo como un “justo sin justicia”. Esa suerte de “santidad laica” la encontramos en sus personajes despiadadamente rebeldes, en donde la moral subjetiva parece más justa que cualquier orden social de valores. La misma crítica que se hace a la escatología cristiana es valedera para cualquier filosofía de la humillación y para cualquier discurso que hable de una tierra prometida o la recuperación de una infancia perdida: nirvana, dictadura del proletariado, promesas de liberación por la vía tecnológica, mo-


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dernidad, etc. No hay ya símbolos en la tierra, y sería vano darle al suicida una razón para seguir viviendo, pues esa misma razón se puede convertir nuevamente en su razón para morir. La vida hay que vivirla precisamente porque no hay razones para ello; se trata de una rebelión metafísica que se actualiza en cada instante. La filosofía de la rebelión de Albert Camus no sólo se mueve a través del mito de Sísifo, sino también a través del mito de Prometeo, el héroe encadenado de la rebelión que “mantiene, bajo el rayo y el trueno divinos, su fe tranquila en el hombre” y es “más duro que su roca y más paciente que su buitre”. El suicidio no puede ser la salida al absurdo, ya sea el suicidio corporal que elimina la conciencia, ya sea el suicidio moral del hombre con el sometimiento al absoluto irracional, llámese éste Dios o Historia o moral colectiva. En lugar del suicidio, la rebelión. En lugar del suicidio lógico como respuesta al absurdo, la rebelión creadora que instaura una norma metafísica para equilibrar el delirio histórico. En el espectáculo desgarrador del mundo (guerras, enfermedades incurables, tragedias individuales y colectivas, un rompimiento amoroso, la falta de alimento, la miseria, la soledad), en el sentimiento de absurdidad y en el pensamiento

del suicidio, Camus descubre la rebelión, la libertad y la pasión. Es en la contemplación de mi propia muerte como posibilidad que descubro mi rebelión, mi libertad y mi pasión. En Breviario de podredumbre, Cioran escribe a propósito de la autodestrucción como posibilidad: “hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución un tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar todos los 27


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días y, más aún, las noches: ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?” Esa ética del hombre rebelde que se opone al suicidio Camus la encontró, al igual que Cioran, en la creación artística. El 4 de enero de 1960, Albert Camus murió en un accidente automovilístico a la edad de 47 años. Había muerto un hombre rebelde que dejaba huella en la imaginación y en la conciencia moral y política de toda una generación, se había ido el escritor humanista que durante toda su vida se negó a participar en la falsa retórica de la época. Tres días después de su muerte, Sartre publicó un artículo sobre este gran artista, con el que había mantenido una larga polémica y una gran amistad. Cito algunas líneas de ese artículo: “Llamo escándalo al accidente que mató a Camus, porque hace aparecer, en el seno del mundo humano, lo absurdo de nuestras exigencias más profundas. A los 20 años, atacado de pronto por una enfermedad que

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trastornaba su vida, Camus descubrió el absurdo: negación estúpida del hombre. Se fue acostumbrando a él, pensó su condición insoportable, salió del paso. Podría creerse, no obstante, que sólo sus primeras obras dicen la verdad de su vida, ya que este enfermo que recobró la salud había de ser aplastado por una muerte imprevisible y venida de fuera. El absurdo sería, pues, esa pregunta que ya nadie le hace, y que él ya no hace a nadie; este silencio que ni siquiera es ya un silencio, que ya no es absolutamente nada (…). En la medida en que el humanismo de Camus contiene una actitud humana ante la muerte que había de sorprenderlo, en la medida en que su búsqueda orgullosa de la felicidad suponía y reclamaba la necesidad inhumana de morir, reconocemos en esta obra y en la vida que no es separable de ella el intento puro y victorioso de un hombre que luchó por rescatar cada instante de su existencia al dominio de su muerte futura.” Quien ha pensado en el suicidio está capacitado para expropiar cada instante de su existencia al dominio de esa muerte venidera que lo tomará por sorpresa y no de otra forma, para ser más duro que su roca y más paciente que su buitre.


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Tres poemas GERARDO VILLANUEVA

RECONSTRUCCIÓN DE LOS HECHOS

Dale, Edgar, sentido al suceso: El general en retiro duerme. En su catalepsia construye rompecabezas. Crímenes de exterminio le provocan media sonrisa (nosotros —por supuesto— no la vemos). Está inmóvil. Mentalmente canturrea:

That the ghastly extremes of agony are endured by man the unit, and never by man the mass —for this let us thank a merciful God!

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LO DEJARON POR ALLÁ (EN MORRO DOS MACACOS)

Eso que ves, Fabiola (camino a tu casa/después de la entrega/estacionado en la banqueta/ partido en dos/tan mosqueado como las manos del carnicero/desnudo/ putrefacto/rodeado de curiosos/entre ellos tú),

es un policía dentro de un carro de supermercado.

TORTURA CHINA

La víctima : su hemorragia su hematoma casi pulcra. La ceremonia fue fugaz. Sólo cuando le llaman por su nombre —monosilábico— parece dar señales de vida.

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De donde se desprende que uno es la suma total del universo GABRIEL BERNAL GRANADOS

Por vuestro comenzar, Señor, se descubrió el Mundo Real; el Mundo Intelectual será descubierto por el mío. Bernardo Soares, Libro del desasosiego

En su Tratado de pintura, Leonardo se refiere categóricamente a la disputa entre poesía y pintura, cediéndole a la pintura el honor de una ciencia y a la poesía el carácter de una actividad espuria, por tener su principio y su final en la mente, fuera de la experiencia. “Todas las ciencias que tienen su fin en las palabras”, lo escuchamos decir, “están muertas en cuanto nacen, a excepción de su parte manual, la escritura, que es parte mecánica.” Sabemos de las repercusiones que esta afirmación ha tenido para la literatura, gracias a las elucubraciones y los simulacros de Paul Valéry, epígono de Leonardo, y de Wittgenstein, cuya crítica y desdén por la palabra en cuanto fabulación retórica lo hizo situarse en los márgenes de la filosofía —esto es, en la frontera visible del conocimiento—, haciendo eco lejano del maestro florentino. Sin embargo, de vuelta al tema de la querella que ha contrapuesto desde el principio de la era cristiana a la pintura y la palabra, debemos reconocer que esta polémica ha dejado resquicios lo suficientemente espaciosos para el cultivo de la duda y la práctica de la palabra misma por parte de los pintores. Así sucede con los innumerables cuadernos y tratados formales que siguieron a los de Leonardo y con otra suerte de revelaciones difíciles de adjetivar con las herremientas de la crítica. 31


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GABRIEL BERNAL GRANADOS

Tal sería el caso de las cartas de Van Gogh a su hermano Theo. Alejado de la capital del arte de su tiempo, Van Gogh llevó a cabo una de las grandes revoluciones que conoció la historia del arte antes de la irrupción del cubismo. “Yo creo que una nueva escuela colorista ha de arraigar en el Midi”, escribe, “porque veo cada vez más que los del Norte se fundan más bien en la habilidad del pincel y el llamado efecto pintoresco que en el deseo de expresar algo por el color mismo.” La revolución intimista y material que Van Gogh estaba infiltrando en la sensibilidad de los pintores occidentales puede parangonarse con la del poeta Stéphane Mallarmé, acogido, con igual pureza, a la intimidad de su gabinete de trabajo en la calle Rome, en París, o en su estudio de Valvins, a orillas del Sena. §

1975.

PRIMER AUTORRETRATO

Nada hace presagiar una ruptura. Ni siquiera el más leve crujido que parte de los goznes de la ventana del cuarto; ésta no tiene cortinas, ya que sus cristales están oscurecidos a la manera de un vitral. La luz se bifracciona y hace ver, sobre el fondo, una gama donde el rojo, el negro, el verde y el gris se someten al imperio de la luz. La trama futurista que contribuye a definir el perfil es una cita literal de las ciudades imaginarias de Boccioni, de quien este cuadro es deudor en más de un sentido. Sin embargo, la forma de apoyar el pincel que modela el rostro, logrando una suerte de dinamismo dramático, proviene acaso de los autorretratos de Van Gogh, donde el color y el movimiento controlado de la muñeca están concentrados en favor de la melancolía y la afirmación de la soledad del artista frente al espejo que reproduce su figura. Pero no es el espejo el que reproduce la figura: son la retina y el tacto, aliados, lo que reconstituye el mundo. Así es: para este cuadro no hay refutación que valga. Todo en él es una afirmación. Afirmación temprana de la vocación del artista, que impone silencio absoluto a unos labios sellados con algo de inocencia. En su mano izquierda, el joven artista sostiene un pincel desproporcionadamente grande en relación con los demás elementos compositivos de la pintura. Si sus labios están sellados es porque el pincel dice, y su dictado es más que suficiente. El correlato literario de este retrato de adolescencia sería A portrait of 32


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the artist as a young man, pero sin el énfasis bufonesco que hace del libro de Joyce una farsa sobre el despertar de la conciencia artística. En el libro de Joyce, Stephen Dedalus remarca su perfil estético a partir de una sentencia de santo Tomás de Aquino: ad pulchritudinem tria requiruntur, integritas, consonantia, claritas. “Tres cosas son necesarias a la belleza: integridad, armonía, luminosidad.” El carácter de Stephen se muestra en ese momento como lo que es: ascenso y caída, destino y fracaso, la sensibilidad exacerbada e irracional del artista que se distribuye con absoluto orden —integritas, consonantia, claritas— sobre la página en blanco de su propio discurso. La prosodia con que Fernando Leal Audirac pintó su primer AUTORRETRATO autorretrato no participa del humor ambivalente con que Stephen Dedalus delínea sus ideas estéticas. Si bien no hay sátira, lo que hay en él es el germen de un drama que cobrará dimensiones desproporcionadamente humanas en sus cuadros posteriores. A este joven de 17 años que vivía en aquel entonces “en la calle de Chihuahua, a una cuadra del Café de Nadie, que está en Estridentópolis, que está en Amerika, que está en Ciudad Mundial, que está en el infinito impensable de una banda de Möbius” podemos oírlo discurrir sobre arte y filosofía con una elocuencia pareja a la de Stephen. Sus días y sus noches estarán poblados de fantasmas librescos, sentencias griegas y latinas que cobrarán relieve frente a los ojos y los oídos atónitos de sus ocasionales escuchas. Abandonado a la soledad de su cuarto, ve cómo el silencio deja colar el paisaje a través 33


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de sus filtros. Una certidumbre lo asiste: la del destino revelado, antes, en otros, y la posibilidad organizada de una reiteración piadosa. Pero la mudez afirmativa que consuma este primer autorretrato tiene su anhelada contraparte en la epifanía del mundo: “¡Qué día tan gris, tan triste! Parecía un limbo de una lucidez insensible y reposada a través del cual erraran las almas de los matemáticos, elevando esbeltas construcciones entre los planos de una luz cada vez más extraña y pálida y haciendo irradiar rápidos remolinos hacia los últimos confines de un universo cada vez más vasto, más lejano, más impalpable” (A portrait of the artist, traducción de Alfonso Donado). Paradójicamente, es al pintor a quien le corresponde la última palabra en este diálogo entre los vivos y los muertos, porque para él el universo, “cada vez más vasto, más lejano”, es en realidad palpable. §

EL VERDADERO DOCTOR FAUSTUS

El ensayo más “antiguo” de Leal Audirac, su primera incursión formal en este género, está fechado el 16 de junio de 1988. Esa noche, en la sala Ponce del Palacio de Bellas Artes, se presentó un libro de cuentos de un escritor inédito, Ernesto de la Peña. “Las traiciones de Dios” fue el título que Fernando Leal Audirac, nacido en 1958 y amigo personal de De la Peña, nacido en 1927, eligió para un texto confeccionado ex profeso. Su lectura está cargada de significación: el primer acto público de Leal Audirac, un pintor que ha enfatizado a lo largo de toda su carrera la independencia de medios y de procedimientos sensibles que acarrea el fenómeno plástico en sí, es un acto literario. Después de negarse a dar una conferencia sobre Las estratagemas de Dios (Domés, México, 1988), tal y como lo advierte el propio Leal Audirac en el primero de sus párrafos, lo que hace es compartir con nosotros “un cuaderno de apuntes o de viajes: una bitácora de navegación”. Pareciera que el pintor quiere disculparse por no ofrecer, a primera vista, un producto legítimo y legible, propio de un afán serio de investigador o reseñista literario. Pero éste es un primer gesto irónico y desdeñoso, que revela por anticipado la voluntad del artista, quien no quiere darse a entender tanto como sembrar de antorchas la calzada de su propio destino. 34


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Las estratagemas de Dios tiene el propósito de contar la historia más grande jamás contada. En ocho relatos comprimidos en 102 páginas infolio, De la Peña cuenta el cuento de nunca acabar de la búsqueda del conocimiento emprendida por el hombre y, en consecuencia, apostrofa la enorme cantidad de fracasos que se han derivado de esta forma de debilidad humana. Su método es la síntesis y la esfumación de la silueta de algunos personajes clave, como Simón Pedro, fundador de la Iglesia católica, san Anselmo y el doctor Faustus. Sin embargo, De la Peña está detrás en todo momento de una presa estilística: derrotar a la página perfecta. Su libro, pese a todas sus virtudes y a la cantidad inmensa de conocimiento requerida para su redacción, ha caído en el olvido. Pero no debemos lamentarlo porque el olvido está previsto en la densidad y complejidad de su arquitectura: porque sólo las obras que valen la pena, es decir, las obras que algo significan, son aquellas que han sido perfeccionadas para el olvido. Un día, sin embargo, llegará un segundo lector que saque a este libro del anonimato fatídico a que fue condenado desde su incepción. Un segundo lector porque uno primero, apercibido de la enorme riqueza compactada en esas páginas, fue el pintor que les dio su primer lustre. El tratado en miniatura de Leal Audirac sobre la vocación fáustica de De la Peña —y con esto me refiero no sólo al ensayo sino a los ocho dibujos que forman parte de ese libro—* importa no tanto por el virtuosismo, e inclusive cierto descaro con que Leal Audirac derrocha talento para organizar sus ideas, sino por decirnos algo acerca del funcionamiento de su mente alegórica. Su manera de exponer la relación que guardan sus dibujos con el texto de su procedencia, su manera de glosar su glosa, provee a los dibujos de Leal de una autonomía y una insidia. Lejos de ser meros escolios, estos dibujos son una llave para ingresar al mundo del propio Leal. Un mundo teológico y de historias reducidas a su mínimo elemento. Un mundo delirante *

Si algo connota a estas primeras ilustraciones, que forman ahora parte de un largo historial, es la técnica engañosa con que fueron ejecutadas. A simple vista, los dibujos de Leal parecen auténticas xilografías. El grueso de los trazos y el alto contraste del blanco y el negro nos hacen pensar en un homenaje subrepticio a los grabadores mexicanos de la década de los treinta, que tuvieron en Frans Masereel, el artista belga de principios del siglo XX, un precedente. 35


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y avasallador por la fuerza y la presencia de sus colores y volúmenes. Un mundo que es necesario ampliar: Como si fuese un negativo radiográfico, la interioridad del alma se hace visible en el vacío, verdadera imagen del Maligno, al que, en mi ilustración del texto, quise dotar de pala, símbolo teológico atribuido a Rilke, que servirá de auxilio al enterrador de Phanerius, no para cavar una tumba, sino para abrir una puerta al Redentor, cansado de la impertinencia de los hombres que han alzado sus textos para asirlo: las ideas quizá nacen para la traición de la palabra, para contrarrestar las traiciones de Dios.

El falso tratadista que es Leal Audirac en este punto de su pre-historia se vale de las estratagemas de su prosa para comentar, en clave, su obra futura. En un retrato a lápiz y tinta que data de la misma época, Ernesto de la Peña aparece más como lo conocemos ahora. Barba, bigote bien recortado, saco blanco impoluto y la camisa desabotonada a la altura del cuello para darle sustancia a un dogmático gazné. Está sentado frente a un escritorio, donde apoya los brazos. Uno de sus puños, el derecho, está crispado, acaso por la visible incomodidad que le produce el retrato, y entre los dedos de su mano izquierda entrevera un habano. Sobre su cabeza flota una lámpara de arquitecto, símbolo de la inteligencia y el conocimiento que lo alumbra. Este dibujo arroja el fruto de la especulación psicológica que se halla presente en la mayoría de los retratos de Leal Audirac, con la única salvedad de que en éste el modelo está incómodo. ¿Se sabe demasiado expuesto? ¿Sabe que frente a semejante insistencia terminará revelando su secreto? Si bien toda cabeza es un enigma, y todo pintor un cartógrafo, aquí la relación se trastoca, y establece un diálogo donde los opuestos no cooperan. Tres palabras, dejadas a las leyes del azar gráfico, propio de la naturaleza del dibujo, sitúan al personaje en el tiempo. d. e. l. a. p. e. ñ. a son las letras de un minúsculo alfabeto que flotan en torno de ese cuerpo como una mera redundancia del infinito, dando pie al juego de la identidad. ¿Es o no es quien creemos que es? No tanto en este dibujo como en óleos y trabajos gráficos posteriores, el tema de la representación dentro de los límites planteados por la representación misma encontrará soluciones mucho más radicales e importantes. Este retrato es un esbozo, o un desprendimiento sub36


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sidiario, de una obra mucho más ambiciosa y signada por su pertenencia a la primera serie de óleos sobre tela que Leal Audirac expondría en una galería tres años más tarde. §

TODA CABEZA ES UN MAPA; TODO PINTOR, UN CARTÓGRAFO

Uno de los temas recurrentes en la obra de Fernando Leal Audirac es el de la figuración, o el retrato, del intelectual. Su primer autorretrato puede verse bajo la perspectiva de una meditación estética sobre la soledad del intelectual, que opone el vacío de su existencia al vacío del mundo. Esa misma preocupación aparece en Falso autorretrato (1985), La página del sueño (1986), El Chato Noriega (1983-85), Las tentaciones de Arnaldo de Vilanova (1988), y obras pertenecientes ya al periodo italiano del pintor: El artista y la idea (1995), Al lado del estanque cuántico (1995), En el estanque cuántico (1997). Con diferentes técnicas y desde puntos de vista diversos, lo que tenemos aquí es una serie de variaciones sobre un tema: la búsqueda del conocimiento por el hombre en un mundo que lo confronta con la ausencia de sus dioses. Una de estas obras se concentra en el momento simultáneo de la elevación y la caída icárica. En el fresco transportable de 135 x 506 x 60 centímetros En el estanque cuántico, vemos, en su panel izquierdo, a un hombre con la cabeza rapada y el cráneo atravesado por clavos —¿un filósofo, un físico de la era nuclear o simplemente un mártir protocristiano?— que contempla dos imágenes superpuestas en el espacio y en el tiempo. La primera es una lámpara amarilla incandescente: enorme cono de luz que derrama una sombra luminosa como si ésta fuese un río de material fundido que dimanara de su propia entraña; y al fondo, en un segundo plano hipotético, se aprecia la figura de un hombre que cae sobre un abismo insondable. Este hombre todocráneo —¿referencia indirecta al Monsieur Teste de Valéry?—, que contempla acaso su propia caída, ha dejado de ser el intelectual proteico del Falso autorretrato o de La página del sueño; tampoco es ya el intelectual provecto y amenazante —El Chato Noriega—. El hombre especulativo con la cabeza atravesada por clavos no hace más que ocuparse de las posibilidades del amarillo transportado a los confines del negro, y vislumbra, desde su impotencia, el negativo dramático de esta idea puramente formal: el descenso 37


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del imprudente Ícaro, cuyas alas se derritieron por desobedecer el mandato de su maestro y acercarse demasiado al sol. “Todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe”, escribió Jorge Luis Borges en un ensayo sobre Edward Fitzgerald. Pocos artistas o escritores contemporáneos conocen las verdaderas implicaciones de esta frase, que enfrenta, en última instancia, al hombre de ideas con la omnipresencia de Dios. Las manos, que aparecen en diferentes momentos en la pintura de Leal Audirac como una obsesión o la manifestación lógica de una insania, los clavos, los asientos —todos ellos, en realidad cátedras—, las escaleras e inclusive los focos eléctricos, son emblemas de fuerte carácter bíblico. Imposible disociar esos emblemas de ese primer refeLAS TENTACIONES DE ARNALDO DE VILANOVA rente, que se materializa ante nuestros ojos en el momento de la interpretación crítica: el libro, denostado y polvoriento, que reposa sobre la mesilla de noche, en el dormitorio —es decir, el lugar más personal de nuestra casa— o en el cuarto de hotel —la más impersonal de todas las habitaciones imaginables—. Esas manos, que pueden estar añadidas a un cuerpo u ocupar, desasidas de cualquier otro referente, el primer plano de una tela, tal como ocurre en El poder del Centro (1991), La flama azul (1997), Deposición (1997), La espera anunciada (1997) e inclusive en uno de los “estados” de ese magnífico grabado de dimensiones murales que es Al lado del estanque cuántico, son una de las instancias manifiestas del perdón y la prolongación visible de una fuerza ciega que habita dentro y fuera del hombre. Símbolos teologales de la redención y la soledad puniti38


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va, único instrumento visible de un espíritu creador satisfecho y lleno de sutileza política. En 1991, Leal Audirac expone en la Galería de Arte Mexicano la serie de óleos sobre tela El antirretrato del doctor Villanueva. Si bien el espíritu teológico que alienta en “Las traiciones de Dios” recorre con su humor figurativo toda la serie de El antirretrato, es en Las tentaciones de Arnaldo de Vilanova donde el juego de las identidades adquiere su significación más plena. Los colores que imperan en este cuadro no son los grises ni los azules de El relieve de Gilgamés y La antesala del doctor Xochihua, ni el verde de La oficina de la Providencia, ni el rojo sangre de Imagen de lo Absoluto, sino una sorprendente gama de rosa, púrpura, violeta, malva, naranja y blanco de plata que quisiera acentuar, a la manera de un tapiz morisco, la atmósfera imaginaria y oriental en que Arnaldo de Vilanova debió cultivar su “confianza excesiva en el espíritu privado”, como dice Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles. En Las tentaciones, el personaje vilanovano de Leal Audirac está traducido a un entorno contemporáneo: saco blanco, corbata verde botella y mancuernillas en cada esquina de su camisa gris. Por el atuendo, más que un polígrafo, se diría que se trata de un potentado de Wall Street o un mafioso siciliano (Arnaldo pasó sus últimos años en Sicilia, en la corte del rey don Fadrique). Arnaldo, autor de una Interpretación de los sueños, juega a los dados en un escritorio donde aparecen, dibujados, una locomotora y unos cochecitos de juguete. Podría, en efecto, ser éste un polígrafo versado en ciencias ocultas o el multimillonario que se divierte con los defectos a escala de un mundo hecho a imagen y semejanza de su propio bolsillo. No puede haber rostro más satisfecho que el suyo: el poder le dilata las comisuras de los labios e hincha sus sonrosadas mejillas. Sus espaldas infladas e increíblemente espesas semejan la calidad algodonosa de un cielo cubierto por un ejército de nubes. Por encima de su cabeza, una mujer desnuda flota en denotativo escorzo hacia el confín de una pared de ensueño. A la distancia de los acontecimientos, lo que vemos de ella es la estela de su sexo neumático y rosado. La voluptuosidad de la escena es innegable, y tiene la clara intención de crear un contrapunto irónico. ¿Acaso detrás de los afanes teológicos 39


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del doctor Vilanova, que llegaron a costarle la condena del Santo Oficio aun después de haber muerto, se encuentra la tentación del paraíso corporal? ¿Qué relación existe, pues, entre la apetencia del conocimiento y el poderío instintivo de la carne? Arnaldo tira los dados mientras estas cosas pasan por su mente, obedeciendo a un poder que va más allá de su capacidad de raciocinio. Sin embargo, el tratadista experto en agrimensura y putrefacciones de la carne, el autor obseso de un De adventu Antichristi, sabe que en su juego de azar se dirime y reproduce el orden circunstancial del universo. En el trasfondo de esta tela subyace la idea de que todo acto de conocimiento verdadero, toda vocación intelectual requiere de cierto pacto figurativo con los poderes oscuros de la no-conciencia. “El simulacro del instante último a través de la escritura es, para De la Peña, una preocupación más poética e incomunicable que filosófica”, dice Leal Audirac en un pasaje de su escrito. En concordancia, la concupiscencia representada en la fronda de la mujer flotante es el signo inequívoco de la desintegración de Vilanova, y del pacto, por demás frágil y precario, que el hombre ha establecido con el Creador de las cosas ficticias y reales. §

EL TEMPLO, LA CIUDAD VACÍA

De 1977, según la cronología que el propio artista ha establecido para su obra, es el primer boceto de un cuadro de grandes dimensiones, pintado hacia 1990 y parte de la serie El antirretrato del doctor Villanueva. El boceto es un dibujo a tinta que muestra la violación de un niño. Ni la monumentalidad de la tela de 1990, ni la maestría con que ésta fue ejecutada, aparece aquí por ningún lado. Sin embargo, el boceto es importante porque apunta hacia el mundo intelectual del artista de aquellos años y nos coloca, por así decirlo, en mitad de su biblioteca. Un hombre previsiblemente furioso, con la mirada desorbitada, o más bien concentrada en la satisfacción de sus apetitos, aferra entre sus manos simiescas la cintura de un niño, al tiempo que visiblemente lo penetra. Ese hombre lo mismo puede estar ejerciendo una presión hacia abajo que hacia arriba; está sentado y aunque su falo está rígido, la imagen silenciosa de su 40


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ano no deja de recordarnos la doble función que tienen las cavidades sexuales del cuerpo. Por un lado lo sublime; por el otro lo excrementicio. En el cuadro de 1990, Imagen de lo Absoluto, de dos metros ochenta centímetros de alto por uno noventa de largo, el dibujo del niño se ha empequeñecido hasta convertirse en una marioneta sin rostro, una voluptuosa masa de grises que ya no padece el ultraje del primer boceto sino que copula con la conciencia de un personaje extraído de una meditación de Georges Bataille. El rostro del hombre también ha desaparecido, gracias a la imponente perspectiva del cuadro: unas piernas descomunales aparecen vistas de abajo hacia arriba, como si el espectador fuese un intruso diminuto que admirara las columnas de un templo abiertas en escuadra. Desde IMAGEN DE LO ABSOLUTO ese centro se yergue la plegaria de un falo, elevado a las potencias oscuras de un infinito plausible. La mayoría de los críticos que han comentado este cuadro —guiados por el mismo Leal Audirac, quien parece susurrar por encima de sus hombros al momento en que ellos pergeñan sus escritos— han hecho hincapié en una de sus fuentes iconográficas: el pasaje goyesco de la Quinta del Sordo Saturno devorando a un hijo. Esto es verdad por cuanto se refiere a la crudeza, el delirio y la dimensión moral del cuadro de Goya. Sin embargo, si uno lee de abajo hacia arriba, como lo propone la gramática del escorzo en la pintura de Leal, se revela otra de sus fuentes dialécticas: la Materia, de Boccioni, una meditación sobre el poder, actuante en la pose hierática de la Madre primordial, origen y destino de todas las cosas habidas en el univer41


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so. Las manos enlazadas con que el hombre primitivo penetra al bebé es una cita perfecta de Boccioni, así como el retrete que sirve de base y de eje semántico a la composición piramidal del cuadro. Si en Boccioni el origen y el fin devorador de las cosas estaba figurado por un pozo negro, situado bajo los faldas amenazantes de la Madre, péndulo ideal que pone en equilibrio las potencias de la quietud y el movimiento, en Leal este emblema ha adquirido las dimensiones geométricas de un artefacto cotidiano y absurdo, receptor de las deyecciones del hombre y fundamento filosófico de sus fantasías carnales más atroces, en ausencia de un principio regulador que explique la magnificencia de Dios. Kafka y el Marqués de Sade son los demonios tutelares de esta obra, desconstruidos a través de un ensayo de Roland Barthes sobre el paralelo Sade/Fourier/Loyola. No debemos pasar por alto, sin embargo, que estamos en el espacio encapsulado de una pintura, un continuo visual y mental que el pintor ha querido expandir empezando por las dimensiones mismas de su cuadro y manifestándose a sí mismo —¿o manifestando la presencia de la divinidad?— en la tabla numérica que aparece en el extremo inferior derecho de la escena. Allí vemos las nueve figuras de la aritmética, es decir los números del 1 al 9, además del 0, décima figura cuyo valor es igual a nada. Sin embargo “ésta, situada tras la unidad, nos da el diez”, y aquí comienzo a citar de nuevo a Leonardo en su Tractatus, “y el ciento si pones dos tras la tal unidad; y así el número crecerá por cada adición del cero, diez veces más, hasta el infinito. Sin embargo, el punto en sí nada vale y todos los puntos del universo equivalen a uno solo en lo que toca a su sustancia y valor”. Capas culturales sucesivas, apetencia de literatura y talento para usar las palabras están presentes en la mayoría, si no es que en todos los cuadros de aquella época. Pero están presentes en esa otra dimensión del cuadro que sería su dimensión hablada. Entre una y otra no existe una relación de dependencia tanto como una suerte de combate dialéctico, una relación de antagonistas donde cada contendiente ocupa universos paralelos implicados, sin embargo, el uno en el otro. No es extraño que Fernando Leal Audirac, un pintor charmant —esto es, un pintor iniciado en las artes incantatorias de la palabra y el lenguaje—, op42


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tara por desdoblarse en crítico de su propia obra. Aunque se han escrito ensayos sobre la pluralidad de sus estilos pictóricos, o la tensión pictórico-dibujística que constituye segmentos importantes de su obra, o inclusive sobre el sustrato metafísico que subyace a sus figuraciones, ha sido él mismo quien ha aportado los datos más reveladores sobre su trabajo. Y lo ha ido haciendo a través de pequeños ensayos,* que pueden tratar de literatura o de arte, pero en cuyo fondo se advierte siempre una reverberación que atañe a la propia pintura. “Bajo un cielo de plomo” es el título de un ensayo —¿o debemos llamarlo mecanismo, cristalización imaginativa?— que apostrofa esa otra dimensión posible del cuadro Imagen de lo Absoluto. Cielo: realidad teológica y ontológica, por cuanto al anfitrión y a su huésped se refiere; plomo: metal líquido, principio de la regeneración del oro, símbolo de la caducidad y la metamorfosis de la materia; y por lo tanto, símbolo de la precariedad del hombre en su afán eterno por desenterrar la llave del conocimiento. Este ensayo de dos cuartillas, divididas en ocho parágrafos, a la manera de un tractatus, consta de un cuerpo de palabras ensamblado, como quería Flaubert, conforme al ángulo de visión de Dios: ahí donde la imagen construida tiene, antes que una misión referencial, el objetivo de expresar el acoplamiento perfecto de ésta con todos sus demás miembros. La prosa funge como un espejo de fondo negro, una polarización negativa del propio manantial de donde surge. No-color y yo; recorrido por la historia de la sensibilidad, sombra hecha materia, luz de blanco de plata, tonalismo tímbrico, anclaje de una superficie “neutra” sobre un fondo activo, inversión de la lógica estructural del plano pictórico en su devenir. En el recodo ciego de la proximidad, la imagen de lo absoluto se nos impone como un deseo de dar sentido, al privarlo, en el asombroso diálogo de la contienda.

Es ésta información de primera mano, que amplía la zona de influencia semántica inaugurada por el título del cuadro. El autor juega con la lógica matemática de sus proposiciones, estableciendo un tratado de pintura que responda a las necesidades de su obra. Este universo, en la inversión lógi*

Ahora reunidos en el volumen La monumentalidad de lo íntimo, edición y prólogo de Gabriel Bernal Granados, DGE/Equilibrista/UNAM, México, 2007. 43


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ca de sus propios términos, es absolutamente lógico y coherente. Puesta al desnudo, lo que tenemos aquí, es la materialidad de la idea en su acepción antigua: aquello que es visto. “Bajo un cielo de plomo” fue redactado en fecha posterior a la ejecución del cuadro en que tiene fundamento, hacia 1991. Su prosa quintaesenciada, filosófica, profundamente técnica, es deudora de un ensayo anterior, “Huecograbado: la Floresta de Piedra”, ensayo que a su vez parte de una sugerencia reconocible en un libro de Robert Musil. En sus Páginas póstumas escritas en vida, el novelista austriaco disuelve los géneros de la prosa en una FALSO AUTORRETRATO suerte de narrativa de ideas, donde las imágenes, y leves acentos narrativos que hallan su consecución en el fragmento, importan en cuanto soluciones poéticas, no pocas veces irónicas. Esto produce en la sensibilidad del lector un efecto admirable de equilibrio entre dos reinos antagónicos e inconciliables: el de lo abstracto y el de lo tangible. En “Huecograbado” el artista habla desde la máscara del Ciudadano; la ciudad, escenario natural de sus ensoñaciones, se ha convertido en un bosque: Al despertar, un ciudadano se asoma y vomita su yo en la espesura caótica de ladrillos ennegrecidos y apilados hasta sus copas de humo. Se pregunta al deshojar un calendario: si bien hoy es hoy, ¿cuándo será mañana? ¿Cuándo hoy? Adocenado y absorto trata de adivinar en el follaje sus posibles intersticios. Todo intento vano, su compacidad lo fuerza a buscar en el rocío de las ventanas una mejor fuente para la epifanía. 44


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Tras la persona del Ciudadano, el hombre-sin-cualidades, el pintor-nopintor, el artista ausente de arte discurre ante el atónito Cíclope sobre las percepciones de su retina y de su tacto poscubistas en mitad de una urbe desierta y desdeñosa —¿la hipotética Ciudad Mundial de que habla en otro escrito, y que aparece en cierto óleo de densidad kafkiana, Monumento en Ciudad Mundial; la casa, a final de cuentas, de Chihuahua en la colonia Roma, donde los pequeños detalles se magnifican para ofrecerse como fuentes de un arte escatológico y prolijo en su multitud de asociaciones? Epígono de Hamlet, clown que mira con los ojos astutos del absurdo... Y al final de la jornada, una lágrima le escurre por los desfiladeros de su prominente pómulo. Pantomima y cartón piedra donde Leal Audirac graba sus apuntes; oratoria que desmonta sobre volutas de humo los mecanismos inertes del lenguaje. §

EL MURO, FUERA DE SÍ

En una parábola de Borges, un hombre se afana en pintar una pared, plasmando en ella diferentes objetos: árboles, casas, coches, locomotoras, manos, paraguas, clavos, mesas, sillones, bastones. Al final, ese hombre descubre que ha pintado su propio rostro. Esto mismo ha ocurrido con Fernando Leal Audirac. Un periodo de treinta años ha sido suficiente para eliminar todo resabio de autobiografía, dando preeminencia a la obra. Aunque muchas cosas han cambiado, rasgos esenciales permanecen. El mundo avizorado y tempranamente descrito en la mirada de ese adolescente de 17 años ha cobrado una increíble sustancia y se ha vuelto irremediablemente cierto.

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Un cuento frustrado causa mal aliento OSCAR RICARDO MUÑOZ CANO

Después de treinta minutos cuelgo el teléfono. Me asusto. ¡Ya me chingué! ¿Si Ricardo toma la idea para escribir el cuento antes que yo? —Pues apúrate, tontita —murmura Héctor, mi marido. Caigo pesadamente sobre la cama, junto a él. Miro el techo y manoteo furiosa: no es la primera vez que por buena gente platico sobre algo que quiero hacer y luego aparece publicado en algún lugar. Héctor sonríe, voltea hacía mí y me jala para besarme. —Más vale que te asegures de terminarlo antes que él. Héctor sabe bien que el problema es mi inconsistencia. Cuántas historias empezadas, guardadas, perdidas en varios cuadernos, incluso hojas sueltas o servilletas; cuántas más en mi computadora escondidas dentro de un archivo que está dentro de un archivo que está dentro de otro ar46

chivo y ninguna terminada. A lo mejor dos o tres sí, pero sólo porque él me lo ha exigido, pues se me ocurre a veces leerle mis cosas en voz alta y se enoja cuando no están listas. —¿Cuál es mi problema, Héctor? 28 años, licenciada en Letras… —Una sonrisa vendedora, dos ojos grandes y una cadera que… —interrumpe mientras acaricia mi cara—. ¿Qué te detiene? —¡No lo sé, dime tú! —le contesto con fastidio—. Pero te lo juro, Héctor, ahora sí acabo porque acabo. Ricardo dejó de escribir. Seguro de haber cumplido con la labor del día, poco le importó describir en las primeras cuartillas al sujeto que por las noches le diría a María al oído “Te amo”, una y otra vez, mientras ella hacía un esfuerzo para no reaccionar y dejarse llevar a la primera provo-


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UN CUENTO FRUSTRADO CAUSA MAL ALIENTO

cación, apretando los ojos, apretando todo el cuerpo. Lo imaginaba viéndola dormir, disfrutar el olor dulzón que ella desprendía, que inundaba el cuarto, ese cuarto situado frente al mar, en cualquier playa del Mediterráneo (aún sin definir); lo imaginaba tocando su pelo largo abultado, sus piernas firmes y sus senos grandes apenas cubiertos por las sábanas. Enseguida sintió celos. Hacía apenas unas horas que por teléfono, y en buenos términos, se había despedido de su exmujer. En sus propias palabras: “Me es imposible dejar de saber de ti…” ¿Cuánto hace de esa historia? ¿Por qué no termina? Ni él mismo lo sabía con exactitud y no le importaba saber. Estaba de vuelta en su ciudad natal para recorrerla ahora sin ataduras; volvía para sortear sus calles viejas, sucias, que se vacían temprano; ciudad que él soñaba cada vez que estaba lejos; a donde siempre había estado y a donde acudiría aunque estuviera en cualquier otro lado. No obstante, de un rato para acá le incomodaba el hecho de que el sujeto del que escribía la estaba pasando de maravilla y él no. “No cabe duda, escribo sobre lo que no sé hacer…”, se dijo sin entenderse mientras sorbía de una botella de whisky

comprada en alguna vinatería. Tras ello, y sentado en una vieja butaca de madera, se despojó de sus gafas, talló sus ojos con fuerza desmedida y se rindió ante el cansancio frente a la computadora. Estoy acostada pero estoy despierta. No puedo dormir. Héctor perdió el glamur. Ronca como oso. Se me ocurre mirar el reloj intuyendo que es de madrugada y sí, son las dos cuarenta y cinco. No puedo estar tranquila, doy de vueltas en la cama porque las ideas no se quedan quietas dentro de mi cabeza: la llamada, Ricardo, el cuento… En verdad me gustaría dormir en paz y sentir la brisa que flota en este cuarto; huele a fresco y las olas del mar no rompen con la calma de la habitación… Tres y diez de la mañana, falta mucho para que amanezca. No debo pensar. Una pregunta me asalta: ¿cómo consiguió mi número? ¿Amigos, el directorio, internet, un detective? ¿Por qué le dije sobre mi idea para escribir un cuento? Después de un rato, reflexiono: Ricardo no es quién para eso de las historias de amor, sólo hay que hurgar en su vida personal: sin esposa, sin novia, sin hijos, sin reino, sin barco, sin tripulación… 47


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taba sobre mí, sujetándome las manos mientras me besaba; jugueteaba con mi pelo y mis mejillas; con el dedo hacía círculos sobre mis labios sólo para volverlos a besar mientras desabrochaba mi camisón, tocaba mis pechos. ¡Tócame, Héctor, tócame, así, así…! “¡Si apenas lo conociste!”, gritó mi madre cuando le dije que me iría a vivir con él. Meses después me preguntaba: “¿Lo amas o lo quieres?” “¿Eres feliz?” Las cinco veintitrés. Estoy boca arriba viendo hacia el techo. Seis de la mañana. Ahora sí me levanto para seguir escribiendo. Con cuidado que casi hago que Héctor se despierte. Susurro: Estoy escribiendo un cuento buenísimo... —Qué bueno —contestó—. Un cuento frustrado causa mal aliento… —me lanza un beso. Desde la cama alcanzo a ver mi computadora. ¿Y si me levanto a seguir escribiendo? No, ya son las tres treinta y siete, debo descansar. Ya pasé horas tecleando luego de que colgué el teléfono. Cambio de lado y me encuentro a Héctor de frente. ¿Sus ojos están cerrados? Sí, sus ojos están cerrados, su boca abierta. Ronca y yo mirándolo dormir. Y pensar que hace un rato esta ternurita de marido es48

Ricardo despertó de golpe. Se dio cuenta de que se había desmayado por el cansancio sobre el escritorio. Sorprendido porque si bien aún no amanecía del todo, se alcanzaba a ver ya un pedazo de cielo. Reparó en que sus cabellos estaban revueltos y tenía mal aliento. La botella de whisky estaba vacía. Seguramente, pensó, ya debe haber gente en la calle esperando el ca-


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mión bajo este frío de la chingada. Tras colocarse las gafas, vio que el monitor de su computadora estaba encendido y supuso que, mientras dormía, aquel sujeto del que escribía, se la pasaba acicalándole el pelo a María, rozando sus mejillas, besándola con amor. Peor aún: le habría hecho el amor. No, sólo se la ha de haber cogido, corrigió. Con la calma que se requiere ante los mareos producidos por beber demasiado, Ricardo se acercó a la cocina para prepararse un café y buscar algún cigarro que anduviera perdido en su departamento. Encontró uno debajo de sus papeles, las llaves y algunas monedas sobre el refrigerador. Lo encendió. ¿El cuento, cómo empieza, cómo acaba? Ni idea, mientras aspiraba el humo. En su mente una frase (sin saber si era suya o no y si ya estaba escrita o no): “Aún la quiero porque nos conocimos en momentos muy difíciles de la vida y en algunos de ellos hasta llegué a extrañarla…” Y recordó que él también había dado besos con amor y que hubo un tiempo en que era dueño de un cuerpo hermoso que se resistía a la primera provocación. Un par de bocanadas bastaron para recobrar el equilibrio y regresar

a su escritorio. En verdad que hace frío, murmuró amargamente mientras imaginaba a la pareja de su historia despertar en aquel paraíso tropical. Tomó un diccionario (¿qué quería buscar?), lo hojeó apuradamente y sin más lo botó al piso consciente de que, si no se sentaba a escribir, el hambre pasaría por él. Desde la ventana observo que las olas arrecian y dejo la computadora para mirarlas cómo se rompen en la playa. Generalmente no disfruto las mañanas. Me levanto de mal humor, pero es un hecho que la idea de Héctor de venir acá por unos días fue maravillosa. Junto a él me siento sensible a la naturaleza. Entumida por el tiempo que he pasado escribiendo, me paro y ando con ganas de sentir la arena. Hace un calor delicioso y no me importa si en el cuento taché una frase: “Aunque empeñados en soplar, hay llamas que ni con el mar”, aunque no es mía es parte del soundtrack de mi vida y seguirá conmigo por mucho tiempo. Tres o cuatro pasos rumbo al mar, recuerdo, sonrío y miro al horizonte; pienso: cariño, amistad, ternura, simpatía, afecto, atracción, adoración, veneración, pasión, cortejo, flechazo, flirteo, llama, celo, éxtasis y deleite, 49


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palabras todas como sinónimos de amor en el diccionario y que son tan distintas que puedo sentir muchas por Héctor pero una sola por Ricardo…

día: “¿A comer? Claro, ya está. ¿De beber? Creo que sí, aún tengo algo por ahí…” Regresó a su computadora y entonces María, redactaría Ricardo, avanzó rumbo al mar mientras el viento Ricardo bostezó y un hedor se paseó le daba en la cara. Aquel día ella se por el lugar. Algo así como comida des- levantó y se encontró con la vida. compuesta. Era su boca. Después de Sin duda respondería a su madre: sí, varias horas se dio cuenta de que no sí soy feliz. Y gritó decenas de veterminaría su relato. Cada vez que ce- ces: “Héctor, te amo”, pero mientras rraba una línea se abría otra trama y una ola se la tragaba, pensó: si pudieanexaba una línea más, que después ra sentir lo que yo, Ricardo escribitendría que editar. ría un gran cuento y no estas líneas Ante la presión del estómago vacío que terminarán en la computadora y la falta de alcohol, marcó el te- escondidas dentro de un archivo que léfono y acordó la primera cita del está dentro de un archivo que está…

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Poema XAVIER VILLAURRUTIA Nota de Sergio Téllez-Pon y versión de Nicolás Ruiz El autor de este poema es, sin duda, Xavier Villaurrutia (Ciudad de México, 19031950). Apareció publicado sin título y sin el nombre de su autor en el primer número de Ulises. Revista de curiosidad y crítica (mayo de 1927, p. 30; FCE, Col. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, 1980, p. 42.), la publicación que él y Salvador Novo hicieron entre 1927 y 1928. Villaurrutia era muy adepto a estos juegos, inspirado en los que hacía otro de sus escritores franceses predilectos, André Gide, quien publicaba sus cartas sin destinatario (porque ellos sabían a quién iban dirigidas). El poema alude a las ideas sobre el viaje que tenía el escritor francés Paul Morand, a quien hace un claro homenaje en este poema y quien estuvo en México a principios de 1927: a partir de esa visita escribió su libro Viaje a México (Cvltvra, 1940; Aldus, 2008), traducido por el propio Villaurrutia. También de Morand le viene la influencia por la escritura de novelas breves como fue el caso de Dama de corazones (1928), consecuencia de la lectura de Fermé la nuit (1923), que Villaurrutia cita erróneamente en el poema. En una carta también de principios de 1927, Villaurrutia le escribe a Alfonso Reyes: “Paul Morand pasó unos días entre nosotros. Yo escribí un artículo para Revista de Revistas y una poesía que Morand se llevó en el bolsillo muy agradado, después de perdonar la gramática de mi francés.” Casi con las mismas palabras es presentada esa poesía en la nota que la antecede en la sección “El curioso impertinente” de Ulises, que redactaban ellos mismos: “Un poeta de México deslizó en la cartera de Morand, a modo de conocimiento y saludo, estos versos.” La afinidad por la idea del viaje que tenía Villaurrutia con Morand, como puede notarse claramente en el poema, queda de manifiesto, además, en los epígrafes que encabezaban la revista (que escogía Villaurrutia), uno de los cuales es del propio Morand y hace referencia al “viaje alrededor de la alcoba”. Nicolás Ruiz no sólo ha vertido al español este poema sino que también lo ha corregido con acentos graves y circunflejos, tan propios de la lengua francesa, que al publicarse en la revista con puras mayúsculas no podían aparecer impresos. 51


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Immobile autour de ma chambre, J’ai fait avec vous le tour du monde. Alors je fus convaincu, Malgré toute la géographie, Que la terre n’était pas ronde. Lorsque j’ouvre votre Nuit close [sic] —éditions Nouvelle Revue Française— J’entre dans un hôtel cosmopolite Plein de chambres de bruit et de paresse Les chambres des femmes —barbe bleue tout à fait rassuré— Aurore, Delphine et Clarisse, Noyées dans sa propre atmosphère. Et depuis les chambres des villes Avec son grand cabaret dynamique Qui tourne mon cerveau lent Comme un cerf-volant électrique.

Inmóvil alrededor de mi cuarto, / Hice con usted la vuelta al mundo. / Entonces estuve convencido, / A pesar de toda la geografía, / Que la tierra no era redonda. // Cuando abro su Noche cerrada / —ediciones de la Nouvelle Revue Française— / Entro en un hotel cosmopolita / Lleno de recámaras de ruido y pereza // Las recámaras de las mujeres / —Barba Azul totalmente seguro de sí— / Aurora, Delfina y Clarisa, / Ahogadas en su atmósfera propia. / Y más adelante las recámaras de las ciudades / Con su gran cabaret dinámico / Que gira mi lento cerebro / Como un papalote eléctrico. // 52


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Maintenant vous êtes au Mexique, L’amère mère américaine Qui a une nocturne flore magnifique Et aussi un faune humaine Pour épater le monde entier Voulez-vous un exemple simple? Notre-votre Rousseau douanier. Je ne vous serrerai la main Car vous avez au lieu de doigts Des feuilles* de température: J’ai peur de me bruler, Morand.

Ahora usted está en México, / La amarga madre americana / Que tiene una magnífica flora nocturna / Y también una fauna humana / Para sorprender al mundo entero / ¿Quiere usted un ejemplo simple? // Nuestro-vuestro Rousseau aduanero. // No voy a estrechar su mano / Pues tiene usted en lugar de dedos / Hojas de temperatura: / Tengo miedo de quemarme, Morand. * Aquí estaba escrito “fauilles”, que podría entenderse como “failles” (fallas), como “faucilles” (hoces) o como “feuilles” (hojas). Si escogí esta última traducción fue simplemente basándome en el contexto del poema. Dejo, sin embargo, abierta la posibilidad a otra interpretación.

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Drama de honor ENRIQUE SERNA

a Nacho Bravo

Tania dejó a los niños encargados con la sirvienta y, al volante de una Suburban roja con vidrios polarizados, tomó la avenida Tetabiates rumbo al consultorio de su marido. Necesitaba descubrir la verdad por amarga que fuera, y sin embargo el temor de enfrentarse con ella le tensaba los músculos de la espalda. Por desgracia, sus intuiciones nunca fallaban: Ramiro se había enredado con alguna puta, quizá conocida suya, y esta vez no se trataba de un simple capricho. De un tiempo a esa parte andaba esquivo, distante, perdido en un limbo de vanidad y egoísmo. No cabía en su piel de tanta hinchazón, como si le hubieran inflado los huevos con gas butano. Se acicalaba horas frente al espejo, celebraba con desgano los éxitos escolares de los niños, perdía el hilo de la charla en las comidas familiares de los domingos y en la cama pagaba el débito conyugal con una destreza de autómata, economizando el ardor y la pasión que sin duda prodigaba en el lecho enemigo. Las calles de Ciudad Obregón, desiertas durante los calores diurnos, bullían de actividad tras la puesta de sol, y algunas parejas de ancianos sacaban sillas a la banqueta para ver pasar la vida desde los zaguanes. Tania envidió a esos viejos matrimonios inmunes a la desconfianza y a los celos, que sólo habían venido al mundo a criar hijos sanos y a gozar los placeres simples de la existencia. Desde la luna de miel hasta las bodas de oro ninguna zozobra debe de haberles quitado el sueño, pensó conmovida. Ella, en cambio, tenía que batirse como leona para defender su precaria felicidad 54


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DRAMA DE HONOR

familiar, amenazada en todo momento por los caprichos hormonales de Ramiro. Cuánto le hubiera gustado ser un ama de casa anodina, con un marido fiel y hogareño, aunque fuera un pobre diablo. Pero no, había tenido que enamorarse de un triunfador mujeriego, de un don Juan engreído y estúpido, inseguro en el fondo de su propia virilidad, que había llegado al adulterio por el camino del narcisismo. Bajó de la camioneta en la avenida Miguel Alemán con sombrero y lentes oscuros, para hacerse notar lo menos posible. Sorprendido por su visita a deshoras, el portero de la clínica no tuvo agallas para cerrarle el paso, ni Tania se dignó darle ninguna explicación. Era la señora esposa del doctor Encinas, y podía meterse hasta el quirófano cuando le viniera en gana. Subió por el elevador hasta el tercer piso y, con la copia de la llave que se había agenciado esculcando los trajes de Ramiro, abrió la puerta del consultorio 303. Sillones de cuero, litografías con paisajes de París y Florencia, olor a desinfectante de pino, revistas médicas desparramadas en la mesa de centro, el título de ortopedista graduado en Arizona State University colgado en la pared del fondo. Ya no estaba en la antesala el sofá cama color tabaco, retirado de ahí por exigencia suya, cuando descubrió que Ramiro usaba el consultorio como leonero, pero de cualquier modo Tania le había cogido tirria a ese maldito lugar, donde veía por doquier los odiados fantasmas de sus rivales. Con seguro paso de detective, atravesó la salita de cirugías ambulatorias, donde había un esqueleto de tamaño natural guardado en una vitrina, y entró al despacho privado de Ramiro, alfombrado y acogedor, con libreros de caoba llenos de gruesos tomos de medicina. Revisó los cajones en busca de evidencias, pero sólo halló folletos de propaganda farmacéutica, blocks de recetas y viejas radiografías. Se detuvo un momento a contemplar las fotos enmarcadas de sus hijos, que ocupaban la esquina izquierda del escritorio. Pobrecitos, si supieran la clase de canalla que era su padre. Las pruebas del adulterio debían estar en su computadora portátil, sí, a Ramiro lo ponían caliente los recados obscenos. Por suerte estaba encendida y no tuvo que anotar la clave de acceso. Le bastó una rápida ojeada a la lista de marcadores favoritos para descubrir la existencia de un email sospechoso: borisnewman@prodigy.net.mx. ¿Sería el seudónimo que usaba para ligar en la red? Con argucias cibernéticas aprendidas en anteriores pesquisas obtu55


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vo la contraseña del correo y echó un vistazo a la libreta de direcciones. El hígado le dio un vuelco al revisar la bandeja de mensajes enviados. Very very strawberry: Todavía guardo en el paladar el sabor del helado de fresa que lamí entre tus muslos. Mmmm, qué rico fue meter la lengua en ese botoncito de rosa. Te estás convirtiendo en una peligrosa adicción, en una droga dura que no puedo dejar sin tener un horrible síndrome de abstinencia. Sueño contigo a todas horas, ando distraído en las consultas y hasta el apetito se me ha quitado de tanto desearte. Nos vemos el jueves, donde ya sabes. Para alegrarme un poco la espera, dime cómo son los calzoncitos que llevas hoy. ¿Te pusiste otra vez la tanga negra de encaje? Tania se desplomó sobre el teclado, con arcadas muy similares a las que tuvo en sus embarazos. El repulsivo lenguaje de Ramiro lo retrataba de cuerpo entero. ¡Y pensar que escribía esas pestilencias en el mismo escritorio donde tenía las fotos de los niños! La profanación del altar familiar le dolió más aún que la procacidad de la carta. ¿Ya no había nada sagrado para ese malnacido? ¿Tan enamorado estaba de su propia verga que atropellaba todas las leyes divinas y humanas con tal de cumplirle el menor capricho? Los mensajes dirigidos a Very very Strawberry habían comenzado dos meses atrás y todos rezumaban humores venéreos. ¿Quién era esa puerca? ¿Una casada insatisfecha de su propio círculo de amigas, una morrita ambiciosa que le quería robar el marido, una vulgar encueratriz de ta56


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ble dance? Después de imprimir los tres mensajes más fétidos, que guardó en su bolsa con la punta de los dedos, como si fueran material radioactivo, manejó de vuelta a casa pasándose los semáforos en una carrera suicida. En un estado de crispación aguda, apenas atemperado por media pastilla de Lexotán, se recostó en el sofá de la sala sin encender la luz, para esperar a oscuras la llegada de Ramiro, que oficialmente había ido al estadio de beisbol a ver el juego de los Yaquis. Cuál beisbol ni que la chingada: era jueves y sin duda estaba lamiendo helado de fresa en el clítoris de su amante. Palpó con las yemas de los dedos la hoja del cuchillo cebollero que había sacado de la cocina. Le asestaría la primera puñalada en los huevos, y después otras dos en el corazón, como había visto hacerlo a los psicópatas de las películas. Y si aún respiraba, otras dos en el hígado, para darle la puntilla. Cuando escuchó el ruido del motor y los goznes de la puerta electrónica del garage, corrió a esconderse en el vestíbulo, detrás de los macetones. El cuchillo temblaba en sus manos débiles, acobardadas por el temor y la duda. El traidor se merecía la muerte, pero ella no tenía la estatura trágica de una homicida, ni podía destrozar la vida de sus hijos por una rabieta, y dejó caer el arma en la alfombra, derrotada por el sentido común. Cuando Ramiro cruzaba el recibidor, Tania encendió la luz y se le plantó delante con una mirada de rencor helado. —Buenas noches, Boris, te estaba esperando. Ya sé por qué has andado tan raro conmigo, te pegó duro el enculamiento, ¿verdad? —se acercó para olerle la camisa—. Guácala, vienes apestando a panocha, dile a tu güila que por lo menos se bañe. Ramiro retrocedió hacia la pared, aterrorizado por su embestida. A pesar de ser alto y ancho de espaldas, a pesar de su porte gallardo de valentón campirano, en el fondo era un cobarde que se arrugaba en los momentos de crisis. —¿Pero qué te pasa, estás loca? —No grites, que vas a despertar a los niños —Tania lo llamó al orden con un sigilo rabioso—. Tengo todos tus recados apestosos y ahora mismo te los voy a leer. Comenzó la lectura con la respiración jadeante, pronunciando en tono burlesco las palabras obscenas. 57


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—Yo no escribí eso —intentó defenderse Ramiro, rascándose la calva con nerviosismo—. ¿De dónde lo sacaste? —De tu computadora. Acabo de estar en tu consultorio. —¿Entraste sin mi permiso? Eso se llama allanamiento de morada. ¿Cómo te atreves a espiar mis mensajes? —Entonces reconoces que son tuyos. —¡Yo no dije eso! —Cállate, imbécil, ya estás gritando otra vez. Si se despiertan los plebes te mato. ¿Vas a negar que escribiste esas marranadas? —Te juro que yo no fui —dijo Ramiro, sobándose la mejilla sin mirarla a los ojos—, ninguno de esos mensajes tiene mi firma. —Explícame entonces quién es Boris Newman y por qué tienes acceso directo a su mail. —No sé, alguien debe estar usando la computadora sin mi permiso. A lo mejor Lauro, mi asistente. —Ahora le echas la culpa a un pobre empleado. Ya estás grandecito para hacerte responsable de tus actos, ¿no crees? Apuesto que ni siquiera te pones condón. Encima de todo quieres matarme de SIDA. ¿Verdad, pendejo? Tania rompió en llanto, la cara oculta entre las manos. Ramiro intentó atraerla hacia su pecho. —Estás montando un drama por una simple sospecha —dijo en tono paternal—. Esos mensajes no significan nada, te lo juro. —¡Soy una pendeja por haberte aguantado tantos años! —estalló Tania, indignada por su falsa ternura—. No es la primera vez que me engañas, pero será la última. Lárgate a dormir a un hotel y ve hablando con tu abogado, porque esto ya se acabó. —Por favor, Tania, no digas barbaridades. Ya te dije que yo no escribí esos correos. Parecía compungido y temeroso de perderla, pero su detector de mentiras le prohibió ablandarse. —Dije que te largaras. Fuera de aquí, mentiroso. Lo empujó hacia el garage de un violento empellón. —Siquiera déjame sacar un poco de ropa —Ramiro intentó oponer resistencia. 58


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—Mañana mandas al chofer por ella. Yo no quiero tocarla porque me das asco. Y te lo advierto, imbécil: ahora sí me voy a cobrar a lo chino. O todos coludos o todos rabones. Si el señor quiere variedad en la cama, yo también la voy a tener. ¿O qué? ¿Nomás tú te puedes divertir? Mañana mismo me cojo a alguno de tus amigos, al fin que todos quieren conmigo. ¿Lo oíste? ¡Todos! Cuando se fue, Tania bebió un largo trago de coñac, satisfecha por haber dejado en alto su dignidad. Nada de morderse el rebozo como una mujercita abnegada, de ahora en adelante ojo por ojo y cuerno por cuerno. Repasó la lista de hombres casados y solteros que se le habían insinuado en los últimos meses, empezando por Braulio, su compadre, siempre tan sobón en las pistas de baile. Pero no, Braulio era eyaculador precoz, lo sabía por las confidencias de su mujer. Mejor se tiraba a Julián, el sobrino chilango de los Moncada, un moreno atlético de manos grandes, con pinta de gigoló siciliano, que había tenido la osadía de acariciarle la rodilla por debajo del mantel en un banquete de bodas. Tamaña insolencia presagiaba un buen palo. Pero la mera verdad, quien más la calentaba era William, el marido gringo de Josefina, que le había untado el bronceador en una playa de San Carlos, mientras sus respectivos cónyuges llevaban a los niños a esquiar. De hecho, más de una vez había evocado sus tocamientos al masturbarse en la ducha. Y ya entrada en liviandades, nada le costaba seducir a Néstor, el compañero de estudios de su hijo Alberto, un tierno palomo de 17 años, que la miraba estrábico y babeante cuando hacía pilates en el gimnasio. Si ella se había privado de tantas conquistas en nombre de la lealtad, ¿por qué Ramiro no podía aguantarse las ganas? Al diablo con los ideales románticos, el sexo sin amor los había vuelto monedas caducas, vestigios arqueológicos del pleistoceno. Muchas de sus amigas casadas se tiraban al chofer o al guardaespaldas, mientras sus maridos mantenían como reinas a putas húngaras de 18 años. Sabía, por ejemplo, que dos consuegras de alta sociedad, La Chata Ortiz y Nelly Peña, se habían hecho amantes en secreto, manteniendo sin embargo una reputación intachable, que les permitía comulgar cada domingo y codearse con el señor obispo, otro cínico profesional aficionado a los efebos. El tedio provinciano era un ácido corrosivo de acción prolongada y lenta, más pervertidor que el 59


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bullicio de las grandes ciudades. En ese pueblo cualquier depravado podía salir limpio de las ciénagas más nefandas, siempre y cuando pecara de puertas adentro y mantuviera un perfil discreto. La decencia era un fardo pesado que muchas veces había deseado mandar al diablo, por sentirse ridícula en medio de tanto libertinaje. Su lealtad al amor con mayúsculas, al proyecto de vida traicionado por Ramiro, sólo había servido para excluirla de la orgía subterránea donde una mujer con su garbo se merecía todos los homenajes de la lujuria. El vértigo de la venganza la mantuvo despierta hasta las cuatro de la mañana. Pero al día siguiente, cuando llevó a los niños al colegio, les dijo que papá había salido de viaje a un congreso médico, pues ya no estaba tan segura de querer llevar ese pleito hasta el rompimiento, ni tenía tanta prisa por acostarse con otro. Más bien estaba triste y vacía, aturdida por la resaca del desamor. ¿De verdad era inevitable la separación? ¿No estaría siendo demasiado drástica? A las nueve de la mañana, el chofer que vino a recoger la ropa de Ramiro le trajo un arreglo floral de orquídeas, “para la reina de mi alma”, con una petición de clemencia: “No me condenes a muerte.” Las flores y el tono implorante del mensaje la conmovieron sin vencer del todo su escepticismo. Ahora el cínico le soltaba frases de bolero, creía que todo se arreglaba con dos lagrimitas. Pero quizás estuviera arrepentido de verdad. No era para menos, perdería demasiado por una estúpida calentura. Me necesita, pensó con orgullo, soy la mujer que le da estabilidad y equilibrio. Aceptó escucharlo esa misma tarde, cuando los niños estaban en el club de natación, pero le advirtió de entrada que antes de iniciar el diálogo debía aceptar su culpabilidad. —Si de veras me quieres, confiésalo todo. Reconoce que andas enredado con esa tipa. Ramiro rechinó las muelas con impaciencia. —No tengo ninguna amante, ya te lo dije. Me estás acusando en falso. —¿Y tus correos qué? ¿Te los escribió un duende? —Sepa Dios quién los escribió. —No insultes mi inteligencia, Ramiro. Por el camino de la mentira no vas a conseguir nada. —Te estoy diciendo la verdad. 60


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—No sabes mentir, se te nota en la cara. Ramiro se desplomó en el sofá de la sala, las cejas anegadas en sudor frío. —Está bien, tuve una aventurita. Pero te juro que esa mujer no me importa: sólo la quería para un revolcón. Soy un imbécil, mi vida, cuando una vieja me hace un guiño no me puedo controlar. Eran las palabras que Tania necesitaba oír para recobrar la supremacía sobre su rival. Aunque Ramiro fuera un infiel contumaz, jamás había tenido la intención de largarse con otra, una virtud importante en esos tiempos de matrimonios volátiles y piratería sexual desaforada. Como los machos de antaño, quería tener una esposa de planta, o más bien una madre sustituta, y muchas amantes ocasionales, sin poner en riesgo la columna vertebral de su vida. Una manera de amar intolerable para cualquier esposa con amor propio, pero ¿acaso había otra clase de maridos en Ciudad Obregón? Salvo los impotentes y los maricas, en ese patriarcado ranchero todos los varones aptos para la cama eran igual de cabrones. Suponiendo que tronara con Ramiro, ¿por quién lo iba a cambiar? ¿Por otro machote abusivo y gandaya que le daría el mismo trato y quizás hasta le pegara? Obtenida la confesión, ahora necesitaba reestablecer el equilibrio de poderes. Pero no podía perdonarlo así como así, la afrenta ameritaba un severo escarmiento. —¿No te basta conmigo? —se quejó—. ¿Por qué a mí no me untas helado? ¿Estoy de plano tan tirada a la calle? Tania puso los brazos en jarras, confiada en los encantos de su juven61


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tud tardía. Era una señora de porte distinguido, con cuello de garza, pelo castaño oscuro y ojos negros, que gracias al ejercicio se había conservado esbelta y lozana sin necesidad de cirugías. Aunque la opulencia carnal de la madurez empezaba a redondear las planicies de su abdomen, tenía muy bien repartidas las turgencias del cuerpo y les sacaba partido con una cadencia de movimientos que sólo puede dar la experiencia erótica. El vaporoso vestido de muselina gris perla realzaba la dulce prominencia de sus senos. Elegante y sexy al mismo tiempo, nadie hubiera sospechado que ya rondaba los 47. —Estás preciosa, mi amor —reconoció Ramiro—. Pero aunque tenga enfrente los manjares más deliciosos, a veces a uno se le antojan los cacahuates de la botana. —Pues tú te atiborras con ellos, como los changos del zoológico —Tania exhaló un suspiro irónico y chasqueó la lengua con desprecio—. No me extraña, siempre has tenido gustos vulgares. Si ya te cansaste de mí, dímelo francamente. No quiero retenerte a la fuerza. —Fue una canita al aire —Ramiro la tomó de la mano, tratando en vano de sonar convincente—. Te juro que esa mujer no me importa. —Quiero saber quién es. Ramiro se removió en el sofá con un gruñido de víctima. —¿Qué ganas con eso? —No quieras protegerla, ¿o que? ¿La vas a seguir viendo? Acorralado contra las cuerdas, Ramiro confesó que era una paciente divorciada a quien había atendido de una luxación en el hombro. —¿Cómo se llama? —Lucrecia Ríos. Tania no la conocía, y su anonimato la tranquilizó. Por los menos podía confiar en su círculo de amigas. —¿Jovencita? —Veinticuatro años. —Cerdo asqueroso, podría ser tu hija. Debe andar contigo para sacarte lana, mientras se acuesta con morros de su edad. Dolido por el insulto, Ramiro se mordió los cachetes. —No quiero perderte por un estúpido error —dijo en tono compungido—. Si quieres termino con ella mañana mismo. 62


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—No esperes tanto —un fulgor astuto brilló en la mirada de Tania—. Ahora mismo la vas a llamar para decirle que ya te caí en la maroma y que lo sientes mucho, pero no puedes volver a verla. Tania le pasó el teléfono inalámbrico y Ramiro lo miró con angustia, como si le hubieran entregado un revólver para suicidarse. —Voy a terminar con ella, te lo juro por ésta —besó la cruz—, pero déjame hacerlo en privado. —De ninguna manera, quiero ser testigo de la charla. Y mucho cuidado con las ambigüedades, al pan pan y al vino vino. Voy a escucharte por el otro teléfono. Quería darse el gusto de humillarlo, sabiendo que en el fondo era un niño y estaba esperando un castigo proporcional a su fechoría. ¿No era eso lo que secretamente deseaba en cada aventura? Tal vez desde el momento de ligar con la paciente soñaba con llegar a ese acto de contrición, porque sus regresiones al dulce mundo de la irresponsabilidad infantil siempre debían concluir con la restauración del orden violado. Después de exhalar un hondo suspiro, Ramiro marcó un número de teléfono, con un cardo atorado en la glotis. —Hola, Lucrecia, me da mucha pena pero tengo que darte una mala noticia. Mi mujer lo sabe todo y está furiosa conmigo… Tania no se conformó con obligarlo a romper con Lucrecia, dictándole sus palabras como un ventrílocuo. Además aprovechó la coyuntura para obtener prebendas económicas y sociales desde una posición de fuerza. Como requisito para readmitir a su marido en la cama, le hizo prometer que pasarían la Navidad con sus padres en Caborca, un compromiso familiar que Ramiro eludía año tras año con diferentes pretextos. Insatisfecha con esa victoria moral, se quejó con amargura de la indigencia de su guardarropa, y obtuvo un cheque de diez mil dólares para comprarse vestidos en las boutiques de Tucson. Alegando que en los últimos meses su camioneta cascabeleaba, logró convencerlo de cambiarla por una Toyota último modelo y le sacó cinco mil dólares más para un tratamiento facial con una dermatóloga suiza recién llegada a la ciudad. Ramiro soltaba el dinero a regañadientes, con cara de mártir, pero Tania no se compadeció de su cartera y siguió sacándole joyas, perfumes caros, cursos de verano para los niños, el nuevo mode63


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lo de Blackberry Storm con tres gigas, una flamante caminadora eléctrica para hacer ejercicio en casa. Cuanto más le doliera el codo, mejor, tal vez así lograría enfriarle los huevos. Y como había perdido la confianza en él, se obstinó en llevarlo a una terapia matrimonial con la doctora Guadalupe Nieto, una psicóloga feminista graduada en Los Ángeles, que ofrecía en su página de internet “reeducar a los maridos con tendencias patriarcales, motivándolos a desarrollar un nuevo tipo de masculinidad solidaria, respetuosa de los derechos femeninos, en la que el hombre, por convicción propia, anteponga el bien de la pareja a sus tendencias promiscuas y dominantes”. —Yo no creo en esas jaladas —se opuso Ramiro. —Tienes que madurar, gordito, pronto vas a cumplir 50 años y no puedes seguir persiguiendo morras como un rabo verde —lo reprendió Tania—. Siempre me has querido a medias porque tienes miedo a entregarte de verdad. Crees que resignarte a una sola mujer es el comienzo de la vejez, pero debes aceptarla como una etapa natural de la vida. Con una docilidad sorprendente, que denotaba un serio propósito de enmienda, Ramiro aceptó visitar el consultorio de la doctora Nieto, una cuarentona curtida en vinagre, de facciones duras y labios mezquinos, con la cara limpia de maquillaje, que desde el principio hizo causa común con su esposa para vapulearlo en cada sesión. A juzgar por la mansedumbre con la que aceptaba ser tachado de adolescente eterno, ególatra, sexópata y Edipo no resuelto, Ramiro parecía dispuesto a cambiar de vida, como un alcohólico arrepentido que acepta las penitencias más humillantes con tal de rehabilitarse. Tania estaba feliz, pues ahora su marido la amaba en exclusiva, con una ternura de potrillo retozón que no mostraba desde sus primeros años de casados. Como ya no tenía enredos de faldas, pasaba más tiempo con sus hijos y se los llevaba al boliche, al cine, a los juegos de beisbol, a pescar truchas en la presa de Chiculi. Compuso todos los desperfectos de la casa con sus herramientas de carpintero y recuperó el hábito de hacer paellas los domingos para un nutrido grupo de familiares. Era un deleite verlo con su mandil y su gorro de chef, dándole a probar el caldo del arroz a todas las visitas. ¿Está bien de sal, comadre, o le pongo más? Por si las dudas, Tania lo tenía sometido a estrecha vigilancia, obligándolo a reportarse por el celular cuando iba al beisbol o se reunía a comer 64


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con los colegas de la clínica. Más de una vez se apersonó en bares y restaurantes para comprobar que no estaba mintiendo. Esculcaba los bolsillos de sus pantalones, le exigió despedir a una atractiva enfermera, husmeaba su agenda como un sabueso, y pasaba a recogerlo a la clínica todas las noches, sin concederle la menor oportunidad de un desliz. Como Ramiro nunca se quejaba de su acoso policiaco, Tania creía que por fin estaba sentando cabeza. Bajo la presión de la doctora Nieto había hecho juramento solemne de nunca poner en peligro su matrimonio por la comezón de una aventura. Pero a juicio de la doctora le faltaba dar un paso adelante: amar a plenitud a su esposa sin desear a otras mujeres. De lo contrario estaría obligado a una penosa represión que tarde o temprano lo llevaría a la neurosis y de ahí a la infidelidad crónica. Tania aprobó con entusiasmo ese nuevo reto psicológico, creyendo de buena fe, por su propia experiencia, que una conciencia fuerte repelía las tentaciones como un pararrayos. Pero Ramiro no estuvo de acuerdo. —Eso ya se me hace un poco exagerado. Yo puedo frenar mi deseo, pero no dejar de sentirlo —protestó—. El deseo es independiente de la voluntad. Todos estamos deseando todo el tiempo a la gente que vemos en sueños, en la calle o en la tele. —Sí, pero tú no te conformas con desear, ése es el problema —atacó Tania—. Corres detrás de las viejas con la lengua de fuera. —Nadie puede vivir en contra de sus deseos —intervino la doctora Nieto con gesto autoritario—. Si usted tiene la imaginación en una parte y el cuerpo en otra, está engañándose a sí mismo, y lo que es peor: está mintiéndole a su mujer. —Pero yo no quiero acostarme con todas las mujeres que deseo. —No, sólo con la mitad —ironizó Tania. —Te consta que hasta ahora me he controlado —insistió Ramiro, mirando a su mujer—. Yo puedo responder de mis actos, pero la imaginación es muy traicionera. —Razón de más para sujetarle fuerte la brida —dijo la doctora Nieto en tono de tía regañona—. No se rinda antes de luchar, demuéstrele a su esposa cuánto la quiere. Con un poco de voluntad usted puede lograrlo. Ramiro salió del consultorio refunfuñando, como un asno al que han colocado en el lomo una carga de leña excesiva. No quiso discutir el tema 65


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con Tania, pero a partir de esa tarde cayó en una racha de introspección y melancolía. Hablaba poco en las comidas, dormía despierto, se encerraba en el estudio a hojear revistas médicas, contemplaba los noticieros de televisión absorto en sus pensamientos. —Estás muy raro, gordo, ¿qué te pasa? —Nada, mi vida. Es que necesito perfeccionar mi nuevo corsé ortopédico y estoy pensando cómo hacerlo más liviano. Tengo la cabeza llena de ideas, por eso ando tan distraído. Años atrás, Ramiro había diseñado un cómodo y efectivo corsé para pacientes con desviaciones en las vértebras lumbares, que le había reportado importantes ganancias y un aumento considerable de su clientela. Famoso por su invento en toda la costa del Pacífico, algunos pacientes venían a verlo desde Los Ángeles y San Diego en busca de esa maravilla que había disminuido en un 60% los riesgos de lesión postoperatoria. En señal de respeto a su genio creador, Tania se abstuvo de importunarlo y aflojó un poco la vigilancia para dejarlo trabajar a gusto. Pero cuando Ramiro ya llevaba dos semanas en las nubes comenzó a temerse que algo andaba torcido en su intimidad. Un jueves se largó de parranda sin previo aviso y en toda la noche Tania no pudo localizarlo, porque el muy cabrón apagó el celular. A las cuatro de la mañana llegó a casa ahogado en tequila, con huellas de mordiscos en las orejas, el cuello de la camisa manchado de lápiz labial, y una caja de condones en el bolsillo interior del saco. Sólo le faltaba gritar a los cuatro vientos que venía 66


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de acostarse con otra. Como apenas podía balbucear, Tania lo dejó irse a la cama sin echarle pleito. Pero a la mañana siguiente, en cuanto abrió los ojos, se montó a horcajadas en sus muslos y lo zarandeó con furia por las solapas del pijama. —¿No que ibas a controlarte? ¿No que tanto me querías? Mentira, infeliz. ¡Nunca me has querido, nunca! Los jalones fueron tan violentos que le arrancó un par de botones. —La culpa es de tu psicóloga —respondió Ramiro, impasible y frío, cuando Tania se cansó de zarandearlo—. Por hacerle caso me esforcé en no desear a ninguna mujer. Me pasaba por delante una buena nalga y yo miraba para otro lado. Pero estaba tan concentrado en vaciar la mente de tentaciones, que logré justo lo contrario: llenármela de ardores. Yo no quería engañarte, mi vida, te lo juro. Sin tantas presiones me hubiera mantenido fiel. Pero ayer no pude más y le hablé a una amiga, porque me estaba volviendo loco. —Si estabas tan cachondo te hubieras acostado conmigo. —¿Pensando en otras? No creo que te hubiera gustado. —Estás enfermo, Ramiro —Tania lo abofeteó—. Tú no coges por calentura, coges por vanidad. Necesitas verme la cara de idiota para sentirte chingón. Te ha dolido mucho lo que has descubierto de ti mismo en la terapia y quieres vengarte de mí, por haberte expuesto al ridículo. Pero no voy a caer en tu juego: ahora mismo vamos con la doctora Nieto. Tania descolgó el teléfono del buró, pero Ramiro se lo arrebató de un manotazo. —No, mi amor, yo no vuelvo a confesarme con esa marimacha. Soy un ser humano, no un santo. —Eres un hijo de puta. Forcejearon un momento por el teléfono, hasta que Ramiro logró arrebatárselo. Tania se derrumbó en la cama, llorando boca abajo con la almohada en la nuca. —Mira, Tania, yo nunca voy a cambiar —Ramiro la tomó por los hombros—. Quiero que seas mi esposa para toda la vida, y nunca se me ha ocurrido dejarte por otra, pero de vez en cuando necesito saltarme las trancas para salir un poco de la rutina. 67


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—¿Y crees que yo no lo necesito? —estalló Tania—. ¿Crees que yo no tengo fantasías con otros hombres? Claro que las tengo, imbécil, y podría cumplirlas cuando me diera la gana, pero yo sí he cometido la estupidez de quererte. Si me cobrara todos tus engaños ya estaríamos divorciados. O a ver, ¿te gustaría que me acostara con otro? El timbrazo del teléfono cortó la discusión. Lauro, el asistente de Ramiro, lo llamaba para una emergencia: tenía que presentarse de inmediato en la clínica para operar a un joven atropellado con fractura múltiple de rótula y tibia. Sin responder la pregunta de Tania, que se quedó flotando en el aire como un gas tóxico, Ramiro corrió a darse una ducha, se vistió a las carreras y sin probar el desayuno salió disparado al quirófano. Todo el día Tania estuvo aguijoneada por tensiones y sobresaltos. Nunca antes Ramiro se había declarado en franca rebeldía, una novedad peligrosa que la llenaba de incertidumbre. Por haberlo perdonado tantas veces cree que ya soy una vil agachada, pensó, y ahora quiere engañarme con las cartas abiertas. A las nueve de lo noche, después de dar la merienda a los niños, los arropó en la cama con una sonrisa de beatitud. Laurita, la menor, acababa de perder un diente y estaba muy ilusionada con la visita del ratón. Al deslizar cincuenta pesos bajo su almohada, Tania contempló con éxtasis los bucles dorados y la nariz pecosa de la pequeña. Sea cual fuere la nueva encrucijada de su vida conyugal, debía defender a cualquier precio la felicidad de esos querubines. Ramiro llegó una hora después, fatigado y con ojeras de crudo. Le había dejado una cena fría en la mesa de la cocina, pues no se merecía que le prepara una caliente. Cuando iba a la mitad de la ensalada rusa bajó a encararse con él. —¿Hasta cuándo vas a faltarme al respeto? ¿Nunca te cansas de humillarme? —No lo tomes así, por favor. Te dije la verdad porque ya me cansé de jugar a las escondidas. Quiero ser justo y parejo contigo, mi cielo —Ramiro suavizó la voz—. En la mañana me dijiste que tú también tienes ganas de hacer el amor con otros. Estás en tu derecho, y no quiero cortarte las alas. Lo ideal sería que ninguno necesitara tener aventuras por fuera del matrimonio, pero seamos realistas: la monogamia es una carga muy pesada, incluso para nosotros, que seguimos teniendo una vida sexual bastante satisfactoria. 68


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—¿A dónde vas con eso? —empalideció Tania—. ¿Me estás proponiendo ser una pareja abierta, en la que cada quien se acuesta por su lado? —No, eso nos llevaría a la ruptura. Tenemos que hacer un nuevo pacto de lealtad, un pacto más generoso y maduro que nos permita gozar de otros cuerpos, sin poner en peligro nuestra familia. ¿Conoces el mundo swinger? Tania frunció las narices con repugnancia. —Para esas guarradas no cuentes conmigo. —Primero escúchame y luego decide. No te quiero llevar a orgías tumultuarias en bares mugrosos, donde la raza coge tirada en el suelo. Líbreme Dios de caer tan bajo. La idea es tener reuniones íntimas con gente guapa y discreta, de nuestra misma clase y nivel cultural. Hay infinidad de matrimonios que ya lo están haciendo y, en vez de separarlos, la experiencia los ha unido más. —Ay, Ramiro, ¿de cuál fumaste? —Tania lo miró con estupor—. ¿Cómo puede unirnos que me veas en la cama con otro? No podía creer que ese cornudo voluntario fuera el mismo galán posesivo y celoso que en los años ochenta, cuando eran novios, le llevaba serenata con canciones de Los Panchos. —Cederte a otro amante no me aleja de ti. Al contrario, aceptar que tú o yo podemos gozar con otras personas es una concesión madura que sólo puede hacer quien ama de verdad y está seguro de ser amado. Si yo busco tu felicidad, ¿por qué te voy a privar de un placer? Por el tono exaltado de su prédica, Tania dedujo que Ramiro llevaba varios meses estudiando la filosofía swinger o había chapoteado ya en esa cloaca, tal vez en complicidad con Lucrecia, una puta que por lo visto se prestaba a cualquier depravación. Mientras defendía su tesis con sofismas endebles, sacados de algún manual para cibernautas, Ramiro acariciaba su mano derretido de ternura, rebosante de buena fe, como si quisiera fundar entre ellos un nuevo romanticismo, surgido de la comprensión y la tolerancia. Cuando hizo una pausa para tomar agua, un hilillo de lágrimas corrió por las mejillas de Tania: —Lo que pasa es que tú ya no me quieres —dijo, y se fue sollozando a encerrarse en su cuarto, donde esa noche durmió sola. A pesar del tajante rechazo, en los días posteriores Ramiro no cejó en 69


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su campaña de persuasión, exhortándola a desprenderse de prejuicios mogijatos, heredados de sus abuelas, para vivir de acuerdo a los valores del nuevo mundo amoroso. Si le proponía un estilo de vida más liberal no era por falta de amor, al contrario: le ofrecía esa alternativa porque la amaba más que a nadie. Por supuesto, sería durísimo para él verla en brazos de otro, pero estaba dispuesto a beber ese amargo cáliz con tal de ofrecerle una vida sexual más excitante y equitativa. —Lo egoísta sería que yo siguiera cogiendo por mi lado con cuanta vieja se me pone delante y te dejara fuera de la fiesta, mi amor. —Un momento —contraatacó Tania—, yo también puedo montarme fiestas por mi lado, sin necesidad de tenerte como testigo. —Sí, mi vida, ya lo sé, pero eso sería un engaño y los dos queremos acabar con las trampas. La sinceridad une y purifica, pero la mentira enturbia y separa. Se trata de restaurar la confianza mutua sobre nuevas bases. En el fondo, te estoy invitando a participar en una terapia matrimonial más moderna, realista y placentera que la de tu doctora. Querías el método psicológico más avanzado para salvar nuestro amor, ¿no? Pues vamos a practicarlo. Bajo la maraña de falacias edulcoradas con palabras tiernas, Ramiro había deslizado una amenaza muy clara: o le entras al swinger o sigo teniendo amantes a tus espaldas. Su artera extorsión ameritaba una ruptura inmediata, pero Tanía estaba tan confundida que no se atrevió a echarlo de casa ni a pedirle el divorcio, como le dictaba su conciencia. Había podido manejar a Ramiro cuando era un adúltero convencional, que ocultaba sus aventuras y pedía perdón al ser descubierto. Pero no sabía cómo tratar a ese libertino cursi, que defendía el intercambio de parejas como si fuera la mayor fineza del corazón. Su propuesta era tan sórdida que ni siquiera se atrevió a comentarla con una amiga íntima en busca de consejo, pues la confidente podía creer que usaba subterfugios taimados para proponerle un trueque de maridos. En busca de luz interior, un lunes por la tarde, cuando regresaba de hacer la compra en el súper, se metió a rezar en el templo del Sagrado Corazón. Era la iglesia donde se había casado veinte años atrás, y aunque a esa hora estaba desierta, su imaginación la llenó con la nutrida concurrencia a 70


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la boda, cerca de trescientas personas entre familiares y amigos. De frac gris y pajarita blanca, con la cabellera tupida y una mirada límpida de joven soñador, Ramiro temblaba nerviosamente en el atrio antes de hacer la solemne entrada. Lluvia de arroz, madrinas de lazo y arras, pajes con jubones de terciopelo, la marcha nupcial zumbando en el órgano. El olor de los jazmines inundaba la iglesia de un aroma dulzón que le prometía una felicidad sin grietas, con celajes malvas y bebés fotogénicos gateando en jardines idílicos de tarjeta postal. Sueños ridículos de chamaca ingenua, todo había sido un montaje de teatro guiñol, una borrachera de optimismo inducido. Se asomó con espanto a los horizontes plomizos del porvenir inmediato. No podía seguir sosteniendo a la fuerza un matrimonio que hacía agua por todas partes. La ineludible obligación de anunciar su divorcio a todas las amigas, parientes y hermanas que la habían aclamado en esa mañana de gloria, un trago amargo que no podría postergar demasiado, la postró en un reclinatorio con una punzada en el útero. Conocía muy bien ese dolor, moral y físico a la vez, por haberlo padecido ya en momentos de crisis, y sabía que le auguraba males mayores. La noticia de su divorcio despertaría sin duda la compasión malévola de todas las envidiosas que la odiaban en secreto por haber pescado a un marido rico y apuesto. Muchas de ellas ya estaban divorciadas, cierto, pero de cualquier manera, en el mundillo asfixiante y competitivo de la burguesía provinciana, el divorcio todavía era una pérdida de prestigio. La mujer separada de su marido no sólo bajaba de categoría: fracasaba ante un invisible jurado de alpinistas sociales con mentalidad de 71


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parásitas y alma de buitres. Primero muerta que darles ese gusto, pensó, de rodillas frente al altar de la virgen de Dolores. La virgen parecía aprobar su conducta, como si quisiera forzarla a tomar el camino de la paciencia estoica. En sus ojos azules de vidrio creyó leer un piadoso mensaje: Bien pensado, hijita, niégate al sexo con otros hombres, pero no te separes de tu marido: tu deber es apartarlo del mal camino, y si no puedes, ni modo, resígnate a cargar la cruz que Dios te mandó. No me jodas, madrecita santa, blasfemó Tania, nadie puede vivir sin un mínimo de amor propio. Para eso mejor me cojo a los hombres que Ramiro me traiga a la cama, por lo menos así quedaríamos a mano. Maldita suerte, obligada a elegir entre la promiscuidad y la indignidad, entre la prostitución del cuerpo y la prostitución el alma. ¿Quién le hubiera dicho el día de sus nupcias que tantos augurios felices iban a parar en esto? El recuerdo de un incidente ocurrido en el banquete de bodas le infundió una vaga esperanza de hacer recapacitar a Ramiro. Aquella tarde, cuando pasaron de mesa en mesa para dar el abrazo a los invitados, un primo lejano de Tania, Miguel Ángel, que desde niños le había traído ganas, se propasó a la hora de los apapachos, toqueteándola cintura abajo como un pulpo febril. Receloso de todos los hombres que le pusieran un dedo encima, Ramiro le echó pleito con mentadas y amenazas de muerte. Quería partirle la cara y uno de sus hermanos tuvo que intervenir para sujetarlo. Esa rabia viril, ese anhelo irrenunciable de posesión exclusiva no podían haber muerto del todo. Ahora Ramiro se las daba de liberal nórdico, pero estaba segura de que a la hora de la verdad, cuando otro hombre comenzara a manosearla, mandaría al diablo el cambalache de parejas, aunque le costara un pleito a puñetazos. Los planetas saldrían de sus órbitas y el sol secaría los mares antes de que un macho latino pudiera presenciar en frío la deshonra de su mujer. Quizá no fuera necesario llegar a la fiesta swinger para hacerlo reaccionar: desde que la viera dispuesta a acostarse con otros varones seguramente daría marcha atrás, y quién sabe, a lo mejor su gesto retador le servía para revaluarse como mujer o, al menos, para disuadirlo de seguir jugando con fuego. Con esa idea en mente, por la noche lo recibió en la alcoba con uno de sus neglillés más provocativos, medias negras, tacones de alfiler, el pelo suelto sobre los hombros y una conflagración de carmín en los labios. 72


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—Lo he pensado mejor, gordito, y creo que tienes razón —exhaló el humo del cigarrillo con aires de mujer fatal—: yo también quisiera probar con otros galanes. —¿Y ese cambio tan repentino? —Lo decidí esta tarde, haciendo un repaso de mi vida. La verdad es que no me siento del todo realizada como mujer. Tú no eres mal amante, pero siempre coges igual, y nunca me sorprendes en la cama. Quiero emociones nuevas, sensaciones más fuertes. Y veo muy difícil que tú me las puedas dar. Ramiro la miró a los ojos con una mezcla de indignación y deseo. Por su largo silencio, Tania dedujo que lo había lastimado. —No te veo muy alegre. Primero me calientas la cabeza, ¿y ahora quieres echarte para atrás? —No, claro que no —se recompuso Ramiro—. Mi propuesta va en serio y quiero llegar hasta el fin. Sólo me ha sorprendido tu reproche. Yo creí que eras una mujer satisfecha. —Satisfecha estoy, no lo niego, pero feliz, lo que se dice feliz, nunca he sido. Eres un tipo que va a lo suyo sin pensar en el placer de su pareja y a veces he fingido orgasmos para complacerte. Pero no pongas esa cara, mi amor —Tania esbozó una sonrisa tierna y burlona a la vez—. Creo que puedo gozar más con otros, pero a quien quiero es a ti. Enardecido por el coqueteo y picado en el amor propio, Ramiro palpó su firme trasero y le dio un beso mordelón en el lóbulo de la oreja. Tania sintió con orgullo la hinchazón de su pene. —Déjame hacer méritos, mamita. Ya verás cómo te voy a tratar. —Otro día, ahora tengo dolor de cabeza —lo apartó de un leve empujón—. Mejor vamos a ver un rato la tele. Esperaba que al día siguiente, escarmentado por el castigo, Ramiro le dijera que ya se había arrepentido de cederla en préstamo, pero el no se retractó, si bien tampoco mencionó el asunto, quizá porque en su mente el temor de perderla luchaba con el morbo de compartirla. La semana siguiente se amaron a plenitud, como en sus mejores épocas, pues Ramiro puso el máximo empeño por reivindicarse y ella, más ardorosa que nunca, lo engulló con la suavidad de una medusa y el ardor de una bacante. Creyó que 73


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después de un reencuentro sexual tan gozoso, Ramiro se olvidaría para siempre de sus fantasías promiscuas, pero un viernes por la mañana volvió a reincidir en el tema. —Ya estuve buscando matrimonios swingers en el facebook y me respondieron cuatro parejas. Dos viven en Nogales, una en Guadalajara y la otra en Phoenix. Pero todos me piden un video donde salgamos desnudos los dos. ¿Qué te parece si lo grabamos hoy por la noche? —¿Me vas a exhibir en un video que cualquiera puede bajar de internet? —se alarmó Tania, indignada. —Sólo tu cuerpo, nuestras caras van a salir pixeleadas, para que nadie pueda reconocernos. —Más te vale, sería terrible que nos reconociera la gente de aquí —Tania tuvo que aceptar a regañadientes—. Pero nada de pornografía, ¿eh?, sólo tomas de buen gusto. Durante la grabación del video, desempeñó con dificultad el papel de muñeca frívola exigido por las circunstancias, mientras incubaba un amargo rencor contra su marido. Era inútil hacerlo gozar hasta el paroxismo, si el pendejo no apreciaba lo que tenía en casa. Quizá la entrega erótica fuera contraproducente para sus fines, pues alborotaba tanto a Ramiro que lo empujaba a codiciar otros cuerpos y otros placeres. Si le racionaba el sexo buscaba a otras mujeres por hambre, si se lo cogía demasiado bien, las buscaba por gula. ¿Qué hacer entonces para saciar a ese insatisfecho crónico? Mientras Ramiro intercambiaba videos y cartas con los interesados en su oferta de permuta erótica, Tania cayó en una depresión severa, que trató de disimular ante su marido con un falso interés en la elección de la pareja más idónea para el encuentro. Sintiéndose víctima de un atroz menosprecio, por las mañanas se encerraba en el estudio a escuchar boleros de Álvaro Carrillo, los mismos boleros que Ramiro le había cantado en las serenatas de antaño: “No sufriré tu altivez, / aunque puedas vivir / con el mundo a tus pies, / si mi más grande amor / tan pequeño lo ves... / Me haces menos y ése es mi coraje, / y si no te gusta lo que traje, / adiós, que de algún modo seguiré mi viaje.” Cualquiera hubiera dicho que ese gran filósofo de las pasiones había compuesto sus letras pensando en ella. Temía que si el intercambio de parejas llegaba a consumarse, su amor moriría de hipotermia, y la exas74


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peraba que Ramiro ni siquiera barruntara ese riesgo. El alma y el cuerpo eran indivisibles, nadie podía ser monógamo en espíritu y polígamo en la cama sin romper a martillazos una delicada bisagra que unía a la tierra con el cielo, a los amantes con sus ángeles de la guarda. Varias veces, mientras Ramiro le mostraba los videos de sus probables compañeros de orgía, estuvo tentada de pegar con el puño sobre la mesa y gritarle: “¡Basta ya de esta farsa, si no te basta conmigo vete a la mierda!” Pero como aún confiaba en hacerlo despertar de su morboso delirio, y para eso necesitaba darle celos, colaboró con una mezcla de picardía y desenfado en la selección de la pareja más atractiva. —Yo voto por el matrimonio de Phoenix, porque el tipo calza grande, mira nomás qué larga la tiene. —No sabía que te importara tanto el tamaño —Ramiro torció la boca, tomando el comentario como un reproche indirecto a la medianía de su pene. —Claro que importa. Contigo me he resignado al minimalismo, pero siempre quise meterme algo así. Se relamió los labios con obscenidad para hacerlo enojar, pero él ignoró la pulla con una sensatez de hielo que Tania interpretó como un claro síntoma de indiferencia. Ni el león cobarde del Mago de Oz hubiese actuado con tal mansedumbre. —Tienes razón, es la mejor pareja —coincidió Ramiro—. Ella tiene un cuerpazo, está bonita de cara y se ve que los dos van al gimnasio. La sala está llena de libros y detrás se alcanza a ver un jardín con alberca, o sea que tienen buena posición. Según el mail que me mandaron, los dos son profesores universitarios. Ella es gringa y se llama Karen, él se llama Arturo y nació en Colombia, pero se fue a vivir a Estados Unidos desde los 18 años. Les voy a decir que nos queremos reunir con ellos. El diálogo epistolar entre Arturo y Ramiro no fue, como Tania hubiera esperado, un obsceno intercambio de frases lúbricas sobre los encantos físicos de sus esposas, sino un acercamiento respetuoso y formal, en el que ambos trataban de presentarse como maridos honorables o, más exactamente, como dos propietarios negociando el traspaso de un condominio: Somos una pareja convencional y nunca hemos tenido una experiencia 75


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swinger —advirtió de entrada Ramiro—. De hecho, me costó mucho trabajo convencer a mi esposa y no quiero defraudarla. Necesitamos unos padrinos comprensivos y discretos, dispuestos a pasarla bien, que tengan la paciencia necesaria para iniciarnos en este mundo, sin exigirnos incurrir en prácticas homosexuales o sadomasoquistas. Pierde cuidado, están en buenas manos —respondió Arturo—. Aunque suene irónico, somos unos depravados decentes, con tres hijos en edad escolar, dedicados de tiempo completo al trabajo y a la familia. Ninguno de los dos tiene tendencias homosexuales y nunca nos ha gustado mezclar la violencia con el placer. Sólo necesitamos soltarnos el pelo de vez en cuando, para volver ilesos y relajados a la vida normal. En su empeño por mostrarse como dos dechados de virtudes burguesas, llegaron al extremo de intercambiar las fotos de sus hijos, un gesto de camaradería que Tania repudió con sorna. —¿Para qué metes a los niños en esto? ¿Nos vamos a acostar los cuatro o los quieres invitar a una primera comunión? —Estamos entrando en confianza, ¿no entiendes? Se trata de quitarle sordidez al arreglo, de ponerle un toque humano para aligerar las tensiones. —Pues con tanta decencia ya ni ganas me van a dar de coger. Yo creí que esto era un juego pecaminoso. —Lo será, no te preocupes, cuanta más confianza más morbo hay, lo dicen todos los veteranos del swinger. 76


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Como Karen y Arturo no podían moverse de Phoenix hasta el final del curso, y Ramiro no quería posponer tanto la reunión, decidieron reunirse dentro de quince días en el condado de Tempe, la zona universitaria de Phoenix, en un departamento amueblado que pagarían a partes iguales. Ramiro conocía la ciudad al dedillo, por haber estudiado ahí su carrera, y aceptó con beneplácito el sitio elegido por Arturo. Con un ojo en el placer y otro en el negocio, concertó un par de entrevistas en un centro de investigación biomédica de Phoenix para presentar a la comunidad científica su nuevo corsé ortopédico, y como quería hacerle ruido al invento, anunció su viaje a los reporteros del Imparcial, que se apresuraron a difundir la noticia en la página de sociales. Los niños refunfuñaron cuando supieron que los iban a dejar un fin de semana con su abuela materna, pero su padre los tranquilizó prometiendo traer a Laura una muñeca patinadora, y a Darío, el mediano, una autopista de juguete con autos de fórmula uno manejados a control remoto, que había visto anunciada en la televisión por cable. Tania hizo su maleta con el ánimo sombrío de un conejillo de Indias, sin poder creer todavía que Ramiro hubiera llevado las cosas tan lejos. En represalia por su falta de hombría, o por su exceso de cinismo, las tres últimas noches antes del viaje se negó a coger con él, arguyendo que necesitaba administrarse para aguantar la enorme tranca de Arturo. —Discúlpame, gordito, pero tu socio me va a dar muchísima guerra, y no quiero quedarle mal. El papel de puta había dejado de divertirle y ahora hacia esas bromas con amargura. Herida en lo más hondo de su feminidad, empezaba a arrepentirse de haber claudicado en aras de la familia. El contubernio con la otra pareja despedía un tufillo hediondo que sin duda la dejaría apestada de por vida. Tal vez fuera ingenuo creer que un fantoche como Ramiro conservara la nobleza necesaria para tener celos. La frivolidad había sentado plaza en su alma y ahora cualquier emoción se le resbalaba, como si tuviera los nervios recubiertos con cinta aislante. Pero Tania aún creía posible resucitar sus impulsos primarios, aún esperaba que ocurriera un milagro cuando la viera en brazos del príapo colombiano. El honor tiene que sangrarle si todavía le importo aunque sea un poquito, pensó. Pero él quiere sentirse moderno y el sentido del honor ya pasó de moda. Es otra antigualla obso77


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leta, como la fidelidad y el romanticismo. Pobre humanidad, cuántos sentimientos nobles has convertido en chatarra. Ramiro, en cambio, llegó a Phoenix de buen humor, fresco y jovial, bromeando con los agentes de migración y dando buenas propinas al maletero chicano y al taxista negro que los llevó al departamento en Tempe. Se proponía, sin duda, restarle gravedad a la trasgresión que iban a cometer, y tratar de que ella la viera como una travesura inocente. Tania se mantuvo a la defensiva, tratando de aventajarlo en cinismo, y por la tarde se dio una escapada a Victoria’s Secret, donde se compró el neglillé más obsceno y llamativo de la tienda, de encaje rojinegro con liguero y medias caladas. Fiel a su estrategia provocadora, al volver enseñó a su marido el modelito de vampiresa que usaría para calentar a Arturo. Ni siquiera logró arrancarle un mohín de disgusto, y cuando Ramiro llamó por teléfono a la pareja cómplice, Tania le pidió que trajeran un poco de marihuana. —¿Y eso? Llevas siglos sin fumar —se extrañó Ramiro. —Es un antojo, como los tuyos. No hago esto todos los días y quiero ponerme flojita. El matrimonio de profesores llegó puntual al encuentro, y los cuatro se abrazaron con grandes efusiones de cariño, como si hubieran compartido varios años de intimidad. Tanto Karen como Arturo eran más jóvenes que ellos, quizá no hubieran cumplido aún los 40, y Tania tuvo la esperanza de que al verlos de cerca se decepcionaran. Pero ninguno dio señales de querer suspender la encerrona. Por el contrario, Arturo se apresuró a lanzar el primer piropo a Tania: —En persona te ves más guapa que en el video. —Gracias —se ruborizó Tania—. Ustedes no se quedan atrás, parecen dos modelos de revista. Alto, con labios gruesos y nariz curva de sultán turco, el cabello negro ondulado con secadora, Arturo tenía poderosos bíceps que pugnaban por romper su camiseta ceñida y una sonrisa demasiado encantadora para ser honesta. Sus ojos grises, penetrantes como flechas, daban la impresión de adivinar intenciones ocultas. Más que profesor universitario parecía un tahúr de Las Vegas. A su lado, Karen lucía un tanto desangelada. Era una rubia gringa del montón, bien dotada de busto y de trasero, eso sí, pero con la cara demasiado 78


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ancha y los ojos un tanto saltones. Un hombre de paladar exigente quizá la hubiese rechazado, pero un comedor compulsivo de cacahuates como Ramiro no se anduvo con remilgos y de entrada le rodeó el talle, derramando en su oído frases zalameras: —It is amazing, You are so beautiful that I just can’t believe it. Arturo ni se inmutó, aceptando el apapacho con espíritu deportivo —Karen entiende bien el español —dijo— y hasta se sabe algunas groserías mexicanas, ¿verdad, mi vida? —Sí, pinche culerrro —dijo—, y los cuatro estallaron en risas. Destaparon la primera botella de champaña, Karen sirvió en una bandeja el exquisito mus de langosta que había preparado, y mientras la bebida les templaba los ánimos, Tania trataba de comprender cómo esa pareja podía seguir en pie tolerando infidelidades mutuas. No se importan el uno al otro, pensó, o tal vez solo se quieran como hermanos. —¿Y cómo les va aquí en la universidad? —preguntó Ramiro— ¿Están contentos? —Más o menos —dijo Arturo—. En el departamento de ciencias sociales, donde yo trabajo, los gays y las feministas han acaparado todo el poder. Como yo he criticado los estudios de género, los queer studies y toda esa vaina, estoy vetado por la mafia y no me invitan a muchos congresos. —Pues yo en tu lugar me fingiría puto —le aconsejó Ramiro—. Diles que ya saliste del clóset y verás cómo te suben de puesto. —¿Y a ti Karen, cómo te trata la mafia? —preguntó Tania —Even worse —contestó ella, lacónica y triste. —Está en el departamento de psicología y su jefa la odia —informó Arturo. —No sólo a mí, she hates all the young women —explicó Karen en su lengua híbrida—. Como tiene una novia borracha y puta, she thinks all of us want to fuck her. —Pero háblanos un poco de ti —Arturo desvió la charla hacia Ramiro—. He leído en internet que eres un ortopedista importante. —Sólo a nivel local —Ramiro se devaluó con falsa modestia—. Inventé un corsé para las vértebras lumbares que me ha dejado algo de dinero. —¿Really? —se entusiasmó Karen—. Mi madre tiene problemas en la columna and she needs something like this. 79


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—Trajo uno de muestra —dijo Tania, y se volvió hacia Ramiro—: enséñale a Karen cómo funciona. Ni tardo ni perezoso, Ramiro aprovechó la ocasión para manosear a la gringa so pretexto de ceñirle el corsé. —Tiene que estar bien apretado para inmovilizar la zona lumbar, no, así no, más abajito —dijo y le abrochó el corsé por detrás, dándole rozones con la verga. Tania había querido presumir los éxitos de su marido, como si estuviera en una cena de matrimonios convencional, pero al verlo en acción, empalmado entre las nalgas de Karen, comprendió que en ese contexto su orgullo de esposa era una ingenuidad grotesca. Arturo no quiso quedarse atrás y acarició el muslo de Tania al momento de pasarle la bandeja con el mus de langosta. Dejó la mano ahí, como si tomara posesión de su cuerpo, con más descaro que el mostrado por su marido. Al parecer, los avances de Ramiro con Karen lo ponían caliente, o lo espoleaban a cobrarse de inmediato el agravio. Para los varones, ese canje de esposas era algo semejante a un juego de vencidas. Ella en cambio no sentía excitación alguna por prestarle su marido a Karen, sólo un hondo desasosiego, tal vez por ser la única integrante de ese cuarteto que amaba de verdad. —¿Y cómo fue que tardaron tanto en decidirse a esto? —preguntó Arturo cuando destaparon la segunda botella de champán.— La mayoría de las parejas empiezan a los treinta. —Allá en Ciudad Obregón estamos muy atrasados —dijo Ramiro—. Éramos un matrimonio chapado a la antigua. —Bueno, yo lo sigo siendo —aclaró Tania—. La mera verdad no sé que hago aquí. Dos lagrimones rodaron por sus mejillas —Dont worry, just take it easy —trató de animarla Karen. —Si quieren suspendemos todo y nos vamos a casa —intervino Arturo, acongojado—. No queremos forzar a nadie. —No es necesario, Tania vino aquí por su voluntad, ¿verdad, mi amor? —dijo Ramiro, ceñudo, con el tono de un director teatral regañando a una actriz insegura. —Maybe she needs some grass —propuso Karen. 80


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—Sí, denle un churrito y verán cómo se anima. Aunque Tania había pedido la mota, le ofendió que Ramiro la empujara a fumarla, como un tratante de blancas que narcotiza a sus pupilas para echarlas en brazos de los clientes. Su primer impulso fue largarse dando un portazo y tomar el primer avión de vuelta al terruño. Pero aún creía que una impresión fuerte podía humanizar al hombre de paja y le dio una profunda calada al cigarro en busca de coraje para seguir su juego hasta el fin. Junto con el sopor y la distensión muscular la invadió un dulce valemadrismo. La cara expectante de Ramiro, que aguardaba con ansias una mejoría en su estado de ánimo, le provocó una mezcla de irrisión y desprecio. —No te preocupes, mi amor, ya estoy lista para atender a tu amigo —dijo, y le plantó un beso en la boca a Arturo, mirando a Ramiro en busca de aprobación—. ¿Así está bien o me siento en sus piernas? —Haz tu santa voluntad, no tienes que pedirme permiso —dijo Ramiro. Parecía despreocupado pero Tania advirtió una promisoria tensión en sus mandíbulas cuando ella cumplió la amenaza y se sentó en las piernas de Arturo. Muy bien, ahora debía exagerar el papel de puta para humillarlo. El churro siguió circulando de mano en mano, hasta volver a Tania que aspiró el humo con fruición de adolescente réproba. Arturo le acariciaba los muslos, ella lo besaba en el cuello y, en reciprocidad, Ramiro ya se había sentado en las piernas a Karen, siguiendo el machista y previsible juego de 81


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“lo que hace la mano hace la tras”. Es un duelo de padrotes, pensó, nos están usando para presumir quién tiene la esclava más obediente. Pero Tania había perdido ya su capacidad de indignación. Empezaba a ver con ojos más indulgentes el trueque de parejas, quizá porque la hierba había reblandecido sus resistencias morales. —Pongan algo de música, ahorita vengo —dijo, y fue a buscar el neglillé de diablesa que acababa de comprar esa tarde. Cuando volvió a la sala se encontró un escenario intimista con luces tenues, en el que Arturo seleccionaba piezas en el Blackberry, mientras Ramiro bailaba con Karen un viejo éxito de los Be Ge’s, “How deep is your love”, palpando sus nalgas a dos manos, como un marchante de frutas. Al verla en ese atuendo de vedette, Arturo lanzó un silbido de admiración. —Guau, estás divina. Como siempre, la tímida de la fiesta acaba resultando la más audaz. Ven acá, corazón, vamos a estrenar ese modelito. Arturo la ciñó por la cintura, y mientras le arrimaba el miembro a la entrepierna, susurrándole ternezas en el oído, Tania lanzaba miradas furtivas a su esposo, que besaba a Karen con los ojos cerrados. Ya ni siquiera existo, pensó con rabia, me ha borrado de su presencia. Descanse en paz nuestro amor, hijo de puta. Pero los diestros movimientos pélvicos del colombiano, la deliciosa interiorización de las sensaciones táctiles, la modorra de la conciencia y un providencial olvido de sí misma, la hicieron desentenderse poco a poco de lo que hiciera o dejara de hacer Ramiro. Paso a pasito, con sabios quiebres de cadera, Arturo la fue deslizando lentamente hacia la recámara del fondo, que tenía una cama king size blanda como la espuma, donde se trenzaron en un inextricable nudo de brazos y piernas. Ni tiempo les dio de cerrar la puerta, la dejaron entornada en sus prisas por desnudarse. La inmisericorde penetración de Arturo derribó de golpe su fe en la monogamia. Gimió de placer y dolor, pues nunca había tenido dentro algo tan grande. Mientras acompasaba el vaivén de las caderas al movimiento de ese poderoso ariete que la partía en dos mitades, se fugó con el pensamiento a la playa donde William le había untado el bronceador, el día en que estuvo más cerca del adulterio. Con las nalgas llenas de arena y agua salada, se montó después en la juventud enhiesta de Julián, el sobrino de los Moncada, mientras Arturo la ponía en cuatro patas para penetrarla como un rufián 82


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callejero y ella emitía roncos estertores de gozo, asida a los barrotes de la cama. Fue como si todos los hombres que había deseado, incluyendo a Néstor, el adolescente mirón del gimnasio, comparecieran en ese lecho para indemnizarla por tantas renuncias virtuosas. Un ejército de ocupación había entrado a saco por su vagina y lo recibió con una apoteosis de felicidad egoísta. Después del múltiple orgasmo, Arturo encendió un cigarrillo. Reclinada en su pecho con la mente vacía, Tania flotaba en una burbuja de tiempo detenido. Con el ruido de la música no se alcanzaba a escuchar lo que sucedía en la otra alcoba, pero a esas alturas ya no le importaba. Ni una sombra de culpa ensombrecía su placer, como si el relámpago de la libertad la hubiera inmunizado contra los agentes policiacos del alma. —Eres una maravilla, preciosa —dijo Arturo. —No me lo vas a creer pero es la primera vez que le soy infiel a Ramiro. —¿De verdad? ¿Entonces soy tu primer amante? Qué gran privilegio. —La verdad es que yo no quería venir aquí. Hasta el último instante pensé que Ramiro tendría un ataque de celos. —Pues yo lo vi muy contento —el colombiano exhaló el humo con una sonrisa de picardía—. Karen lo debe de estar tratando muy bien. —Ya no lo quiero. Se acaba de romper algo entre nosotros. —La verdad, creo que tú te mereces algo mejor —Arturo le acarició con la yema de los dedos la curvatura de las nalgas—. ¿Por qué no lo has mandado a volar? —Por estúpida. Pero ahora sí se acabó todo, yo no me puedo entregar a medias con nadie. La puerta se abrió de un puntapié y Ramiro entró a la recámara bufando como un toro, con una pistola de escuadra temblando en la mano izquierda. —¡Hijo de la chingada, me dijiste que era tu vieja! —Ramiro se plantó delante de Arturo, apuntándole a la cabeza. —Te juro que es cierto —tartamudeó Arturo—. Llevamos trece años de casados. —¡Mentiroso! —Ramiro le puso un cojín en la cara—. Nomás son ami83


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gos, ella me lo acaba de confesar. Rézale a Dios porque te vas a morir, cabrón. Karen entró a la recámara semidesnuda y llorosa. —Please, honey, stop this nonsense —imploró—. Don’t take it personal. —Cállate, gringa pendeja. —Ramiro la apartó de un codazo. —¡Ramiro, por Dios! —intervino Tania—. ¿Qué importa si están casados o no? —Importa y mucho. El trato fue un intercambio de esposas. Yo le estoy dando lo que más quiero y él me da a cambio una puta de mierda. —¿De veras soy lo que más quieres? —saltó Tania—. ¿Y entonces por qué me prestas como si fuera una yegua? —No te metas, Tania, esto es un asunto de hombres. —De hombres y mujeres, en este barco vamos los cuatro. ¿No que eras muy moderno? Pues aliviánate y agarra la onda. —Este hijo de puta me engañó, ¿no lo entiendes? Yo lo pierdo todo y él no arriesga nada. Así qué fácil. Desesperada, Karen se abalanzó contra Ramiro cuando iba a percutir el gatillo, y aprovechando su desconcierto, el colombiano, que se había mantenido inmóvil con la almohada en la cara, se irguió de un salto para tratar de arrebatarle el arma. Hubo un forcejeo en el que Karen, encaramada en la espalda de Ramiro, trituró a mordiscos su oreja izquierda, mientras Arturo le torcía el brazo con que sujetaba la escuadra. Los dos hombres rodaron por el suelo, peleando encarnizadamente por la posesión de la pistola. Cuando Ramiro parecía ceder ante la fuerza de su rival, Tania se erizó al oír un disparo, que dejó el aire impregnado de pólvora. El colombiano se levantó victorioso con el arma en la mano. En la densa atmósfera de la alcoba, las respiraciones agitadas y el zumbido de la detonación sonaban como los primeros acordes de un réquiem. Tania se agachó a socorrer a Ramiro y comprobó con alivio que estaba ileso. —Agarra tu maleta y lárgate de aquí —le ordenó Arturo, ahora en papel de mandón—. Te podría denunciar a la policía, pero voy a ser clemente por consideración a tu esposa. Es mucha mujer para ti, no te la mereces. Ramiro se levantó quejumbroso y jadeante, con arrugas nuevas en las 84


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comisuras de los labios, buscando auxilio espiritual en la mirada de Tania. Pero ella le sostuvo la mirada en frío, sin dar ninguna señal de comprensión o piedad. Acababa de descubrir que sus veinte años de matrimonio, sus infinitos desvelos para mantener a flote esa relación, sólo habían servido para que Ramiro los pudiera apostar contra el honor conyugal de otro hombre. Dando y dando, pajarito volando. Lo que los maridos como él intercambiaban no era sólo el cuerpo de sus mujeres: era el título de propiedad sobre ellas, el aura de objetos sagrados que habían adquirido con el paso del tiempo y, sobre todo, el goce mezquino de pisotear el prestigio romántico del amor. ¿Qué seguía ahora? ¿Una morbosa fraternidad, basada en sórdidos intereses de clase? Sin pretenderlo, Ramiro había realizado una operación de eutanasia, con ayuda de Arturo y Karen, los enfermeros encargados de aplicar la inyección mortífera a la unión conyugal enferma de cáncer. Mientras las dos mujeres se abrazaban llorando, Arturo escoltó a Ramiro hacia la recámara en donde había dejado su ropa, sin dejar de apuntarlo un momento con la pistola. Ya en la sala, donde Tania y Karen se tomaron un trago de coñac para el susto, descubrieron que la bala perdida, saliendo por la puerta de la alcoba, había perforado el corsé ortopédico tirado en el suelo. Al ver el hoyo del corsé y la quemadura del plástico, Ramiro se derrumbó en sollozos, como un niño contemplando un regalo de navidad roto. Arturo lo apuntaba con un gesto de misericordia, como un policía de noble corazón compadecido de un criminal patético. Cuando al fin pudo controlar los accesos de llanto, Ramiro miró a Tania con ojos implorantes. —Ve por tus cosas y vámonos. —Vete solo, yo me quedo —dijo Tania. Ni siquiera se había quitado el neglillé y en esa actitud rebelde se sintió más atractiva que nunca. —¿Ahora la tomas conmigo? —se enfureció Ramiro—. Ya ni la chingas, Tania, ¿te vas a poner de su lado? Tania le hizo una señal obscena con el dedo anular sin mover un músculo facial. —Ni modo, culicagado, tu señora ya no te quiere, así que deja de verraquear y vete al carajo —Arturo lo empujó hacia la salida—. Y no se te ocurra volver con ganas de pleito, porque ahora sí te vuelo la cabeza. 85


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Ramiro caminó derrotado hacia la salida y, en el quicio de la puerta, se volvió hacia Tania con el rostro convulso. —Te vas a arrepentir, cabrona, voy a quitarte la patria potestad de los niños, la casa, la camioneta nueva, y en mi puta vida te voy a pasar un quinto —alcanzó a farfullar, antes de que Arturo lo echara de un puntapié. Tania tragó saliva con un gesto de estupor. La maldición le había puesto la carne de gallina y Karen se acercó a consolarla. —He is so selfish and nasty, ¿cómo los has podido aguantar tanto tiempo? Tendida en el sofá y envuelta en las atenciones de la encantadora pareja, que le aligeraron el mal trago con palabras tiernas y bromas crueles contra su marido, Tania se fue relajando poco a poco. Fumaron otro carrujo de marihuana, entre risas bobas y lágrimas catárticas. Tania estaba cansada, y sin embargo, al reclinar la cabeza en los recios muslos de Arturo, no le disgustó sentir los dedos de Karen caracoleando en su ombligo ni opuso resistencia alguna cuando ambos comenzaron a lamerle los pezones. La verdadera fiesta apenas empezaba. Ya estaría de Dios, pensó, y se dejó querer por su nueva familia con el abandono de una párvula inerme.

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Escribir es multiplicar sombras MARIO ERASO

Estuario, publicado en España hace cincuenta años, representó para la poesía colombiana una novedad; sin embargo, tal enseña no ha menguado y, de cierta manera, aún es un misterio para los lectores de poesía latinoamericana. Novedad, curiosidad, innovación, pueden constituir las palabras que mejor definan a este libro. Sin embargo, aún le puede convenir otra: su carácter mediterráneo. Por una parte, Estuario tiene ambiente solar y su lectura provoca una especie de visitación de la luz; por otra, está arraigado a la vida con una fuerza que se puede calificar de destructiva. Por todo lo anterior, la curiosidad que despierta es aún mayor cuando se intenta desentrañar su mensaje, porque para gran parte de sus pocos lectores es evidente que lo terrígeno, lo solar, lo desencantado del peregrinaje que tensa a muchos de sus versos, son eco de una respuesta religiosa, esa que Carlos Obregón buscó apartándose de las provincias de Colombia. Por mi parte, prefiero imaginarlo con su traje de turista, de dandi, de enamoradizo; lejos de la crujía, lejos de la oración, lejos de Dios, porque todo en su libro parece apuntar al aire, al vuelo, a la evocación de lo efímero. Antes que poemas transidos por una apertura religiosa, pienso que los de Estuario son la conclusión, el límite que el viaje impone a un cuerpo herido por la melancolía del trance carnal. Con todo, la lectura que ofrezco a continuación no es más que un paréntesis escrito entre lo que se puede intuir de un libro, a cincuenta años de su aparición, y lo que lo hace un acontecimiento pertinaz para la comprensión del corpus de la poesía latinoamericana del siglo XX. 87


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MARIO ERASO HASTA LOS ÚLTIMOS EXTREMOS1

En 1961, año en que apareció Estuario, de Carlos Obregón (1929-1963), el panorama de la poesía colombiana era dominado por dos figuras, contemporáneas a él, y que también murieron de forma intempestiva: Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y Eduardo Cote Lamus (1928-1964). Los tres, poetas ambiciosos, escribieron para que la poesía colombiana ganara profundidad; por eso, en un gesto de honradez poética, ninguno de los tres se apresuró a autoproclamarse descendiente de José Asunción Silva (1865-1896). Buscar una sensualidad difícil, oscura, había llevado a Gaitán Duran a escribir un libro emblemático, Amantes (1959); allí Gaitán Durán logró imágenes de una tersura lujuriosa que las han vuelto inolvidables (“Desnudos afrentamos el cuerpo / como dos ángeles equivocados, / como dos soles rojos en un bosque oscuro / como dos vampiros al alzarse el día”). Cote Lamus, que viajó a Europa como los otros dos, sin duda para librarse del ruralismo cultural de Colombia, también lo hizo para abrir su poesía a otros contextos; así fue forjando Estoraques (1963), escrito al mismo tiempo que Estuario, y guardando con él no sólo similitud fonética, sino temática. Porque tanto Obregón Hasta donde he podido averiguar, casi no hay crítica literaria sobre la poesía de Obregón. Al respecto, puedo nombrar dos ensayos sobre el tema: el primero, de Juan Felipe Robledo, “Poesía y mística: un acercamiento al universo simbólico de Carlos Obregón” (Cuadernos de Literatura, núm. 27, enero-junio de 2010, pp. 118-129); y, el segundo, de Jairo Guzmán, “Carlos Obregón o la silenciosa visión de un mundo sumergido” (Meridiano 75, Medellín, 30 de mayo de 2011). El texto de Robledo indaga en la “experiencia mística” de Obregón, y, para ello, encuentra un punto de apoyo en Georges Bataille, para quien la perversidad es más divina, más hermosa que la inocencia. De ahí que Robledo insista en la “corporeidad mística” que anima la poesía de Obregón. En ese sentido, la lectura de Robledo es pudorosa, acude al lugar común, y sólo puede ser válida si se admite que el misticismo de Obregón es una impostura, la manera más perfecta de equivocar el camino que conduce al resplandor de la carne. Por su parte, Guzmán intenta hacer una reconstrucción social de la poesía escrita por Obregón y sus contemporáneos, relacionándola con algunos tópicos de la historia de Colombia. La idea es buena, incluso ambiciosa, pero su texto queda atrapado en una especie de jerga inocua (“es un autor que encarna la angustia de ser”, “Alguien cuyo devenir tiene algo tormentoso en su dimensión existencial”) que, prácticamente, le quita validez a su crítica. Cabe señalar que, según Guzmán, Obregón también era un místico y, como es esperarse, en su comentario también tiene cabida una cita de Bataille. 1

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ESCRIBIR ES MULTIPLICAR SOMBRAS

como Cote pueden ser poetas religiosos, si se comprende que el espíritu religioso se propone hacer del poema un espacio en que la existencia se ilumina en su autogenerarse. Quizá por esto, cuando se lee a Obregón o a Cote, es casi inmediata la presencia —el presentimiento— de estar ante escritores que conocían la poesía española al grado de la mimetización. En tal sentido, es posible afirmar que para los poetas colombianos de medio siglo el problema no era salirse sino permanecer fieles al camino, ese que va de san Juan de la Cruz y Miguel de Molinos a Emilio Prados y Jorge Guillen o, con otras palabras, ese surco punteado con sangre que va de La destrucción o el amor, el poemario de Vicente Aleixandre, a la Distancia destruida, el primer libro de Obregón (1957); por lo mismo, no es extraño que el tema eruptivo de Estoraques sea el canto de las ruinas, o que Gaitán Durán haya muerto en un accidente aéreo, Cote en un choque automovilístico y Obregón, acaso el más radical de los tres, suicidado. Por su parte, Álvaro Mutis (1923) —el gran superviviente de la generación de medio siglo en Colombia— tituló Los elementos del desastre (1953) a su segundo poemario. La destrucción puede ser la imagen deshilvanada, que se hace y se deshace, cuando se busca tender lazos entre Gaitán Durán, Cote y Obregón, tres poetas colombianos que casi nunca dejaron de serlo, pero haciéndose añicos. LA POESÍA ES UNA LANZA GUERRERA

La imagen del guerrero es decisiva en la configuración de Estuario: “Al fondo 89


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del silencio el mar renace / en el rezo infinito de sus olas / desligado de tiempo ante el ocaso / libre y perenne se despliega / en la luz soterrada del misterio / guerrero de sí mismo y de sus dioses.”2 Es el segundo poema del libro. Aunque el resonar de endecasílabos está lejos de reflejar una servidumbre musical, Obregón pretende hacer de su libro un objeto que persigue un itinerario preciso. No es el eros de la locura que, por ejemplo, hizo de la ebriedad poética el don más preciado Raúl Gómez Jattin (1945-1997); sin embargo, el eros en Obregón también evoca una deidad antigua, celada por la distancia, y que en esa distancia llega a ser una presencia indescifrable, incluso dolorosa. Obregón es el poeta de las emociones consumadas; su poesía es la lanza que arroja el guerrero para consumir esa distancia: Primicia dura del viaje, viento antiguo en la altura del día como proa que cava entre la ausencia, como lanza guerrera del silencio. Despojado, el cuerpo palpa el mundo, los pasos se hacen tiempo y la soledad ya es ribera extensa donde la noche avanza hacia los ojos como un bosque incendiado.

algas y la aurora derrotados que despierta piel del silencio.

Con cada ola muere otra distancia, el espacio en el vértice del tacto, lugar nulo donde la danza brota vertical hasta el viento. Roca. Sueño. Voluntad profunda entre las y un diálogo de dioses y vestigios de un reino un clamor luminoso en la (“Peregrinaje: Elohim”, p. 77)

Estuario, prefacio de Gonzalo Torrente Ballester, prólogo de Víctor López Rache, epílogo de María Torrente Malvido, Universidad Nacional, Bogotá, 2004, p. 24. Los poemas citados pertenecen a esta edición. El poemario se divide en seis partes: “El silencio de fuego”, “Días del monje”, “Peregrinaje: Elohim”, “El tiempo contemplado”, “Domingo” y “Cantos”. A continua2

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ESCRIBIR ES MULTIPLICAR SOMBRAS

La intención del poema es, por lo menos, inmediata: hablar de una desnudez hundida en el oleaje. Cuando ha naufragado la idea de dios, la piel es la sobreviviente. Quizás Obregón quiere dar a entender que la piel del poema es lo que viste, lo que reviste, lo que enviste el ir y venir, el trasegar que va de un cuerpo a otro cuerpo. Estuario es un libro de memorias: “Los poemas de este libro han sido escritos en Deyá, Ibiza, Marruecos, París, Poblet y Toledo entre 1957 y 1960”, señala Obregón. Es evidente que, con esta aclaración, el autor busca delinear el carácter religioso de sus textos, teniendo en cuenta que, por ejemplo, Poblet es un monasterio cisterciense español fundado en el siglo XII. Y si, por una parte, cualquier libro de poemas es una especie de diario corporal, el de Obregón es, además, uno de inminencia corporal. El cuerpo es una llama de palabras, parece indicar Obregón, así que la imagen vertical tiende a proyectar y, a la vez, a complementar la imagen del estuario: Todo viaje es vestigio. Sólo el río posee su propia historia, su esfuerzo inveterado entre nubes y grutas, como un gigante tumbado a lo largo de cantantes riberas y horas suspendidas. Desde la noche, al filo de la carne, el hombre lanza su honda hacia el destino, reza, excava, y ciego espera sólo enfrente al fuego la llegada de las nieves perpetuas, sesgado en el ocaso, proyectado por su voz de cal desde los huesos hasta el viento que arrastra con violencia cenizas y árboles… (…) El ojo busca el viento; el oído las torres, la espiga del silencio. Quizá sólo la piel vive de igual forma su doble intensidad, la raíz y la flor, la carne y la nostalgia: ción, en el texto consigno entre paréntesis la sección de donde proviene y el número de página. La primera edición de Estuario fue publicada por Papeles de Son Armadans (Madrid-Palma de Mallorca). 91


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MARIO ERASO

en ella explaya el tiempo el fervor de los ríos y al cruzar las lindes la hace estuario y abismo de su eterno regreso… (“Cantos”, pp. 125-127)

Obregón no se dejó seducir por la poesía cotidiana. Lo suyo es introspectivo, pero de ningún modo es sentimental o autobiográfico. La poesía cotidiana invadió a Latinoamérica a comienzos de la década de los años sesenta del siglo XX, cuando, por ejemplo, Ernesto Cardenal (n. 1925) publica Hora 0 (1960), promoviendo el auge de la poesía comprometida con la realidad inmediata. Por lo demás, llama la atención que Obregón recurra a la imagen de la verticalidad, pues, justamente, el poeta argentino Roberto Juarroz (19251995), también escapó de la seducción del lenguaje cotidiano por medio de la verticalidad. Claro que Juarroz fue radical en su propuesta, así que llamó Poesía vertical a los catorce libros que de él se editaron entre 1958 y 1997. La poesía de Juarroz es una propuesta única en la historia de la poesía contemporánea, y el tono melancólico de su voz se corresponde con una escritura que busca en la profundidad interior el fruto de una pasión cristalina. Ahora bien, el simbolismo de la llama o del árbol, su relación con la ascensión espiritual, ha sido estudiado por Gastón Bachelard. La contemplación de la llama encendida, su verticalidad, suscita en quien medita una visión, una especie de vuelo interior. Tal vez el cuerpo y la llama son uno y lo mismo. Si el fuego limpia y desnuda los sentidos, Obregón —el cuerpo de Obregón— y su escritura, resistían lo intolerable con sus raíces incrustadas en el aire, porque, de cierta manera, su poesía puede semejar un árbol sin flores ni frutos, un tronco firme y desnudo, un esqueleto. El esqueleto del viento. Como a Luis Cernuda, me gusta imaginar a Obregón hundido en una playa española, bajo el sol, perdido, ensimismado, alejado de los problemas de la vida. Hundido en los rayos del sol y en los remolinos del agua y del viento, mientras al otro lado de la carne sucedía algo inaudito de lo que ni siquiera valía la pena hablar: A mí me recogía a la salida del colegio con su coche inglés descapotable de volante a la derecha y su sonrisa amable y burlona siempre, aunque él la escondiese o velase con el humo de la pipa. De vuelta de sus viajes me traía discos con 92


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la última música, libros, collares exóticos y todo lo que por entonces no se encontraba en España. Me enseñó a conducir y a manejar el capote y la muleta. Me llevaba al cine y a los toros, y todos los años, sin fallar, a la corrida del Corpus en Aranjuez. Aunque lo recuerde también en invierno, con chaquetas de tweed y corbatas de lana, cuando pienso en él lo recuerdo sobre todo en primavera, en los campos y carreteras, llenos de sol y flores, por donde corríamos con su coche inglés de volante a la derecha.3 LAS ESCARIFICACIONES REALES

Ni rasguños ni quejidos, ni jadeos ni pedos, ni siquiera lágrimas. Por el contrario, Estuario es un canto sobrio, elegante, soberbio, a la desesperación amorosa. Sin embargo, la imagen del estuario podría hacer mella con otra cadena: la que va del deseo de un cuerpo al deseo de otro cuerpo. “El tiempo está en la carne”, dice Obregón. Por esto y, por otras razones, algunos poemas de Obregón participan de la propuesta que había sembrado Pablo Neruda en las lenguas de América. Leer a Neruda es fascinante; sus poemas pertenecen a la esfera de lo irrefutable y son lo más parecido a la muerte: no hay manera de escapar de su hechizo. De ahí que de los poemas de Obregón se podría decir lo siguiente: “Tal vez está ya en estos poemas de mitad de siglo la influencia turbia y bienhechora de ese libro infatigablemente creador que es Residencia en la tierra.”4 El tono de Neruda se siente en Mutis y, es innegable, en los poemas de Amantes. En cuanto a Obregón, trascribo un poema donde se conjuga el aliento nerudiano con otro personal, acaso auténtico, donde sopla el fantasma irreprochable del deseo: Pesada cae la tarde sobre mis ojos hondos con su fardo de muertos y planetas hundidos tras el idioma roto de la luna naciente, mientras avanzo solo por fatales dominios Marisa Torrente Malvido, “Epílogo: algunos recuerdos de mi amigo Carlos Obregón”, en Op. cit., p. 136. 4 William Ospina, “Mutis: agua persistente y vastísima”, El Espectador, sección “Cultura”, 27 de agosto de 2011. 3

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MARIO ERASO

donde el ángel y el monstruo combaten y se odian, donde dulces madonas fugazmente me salvan con el soberbio orgullo de diosas infernales.

tregua agoniza santiguo antigua muerte, odio soberano.

¿Quién habita en el fondo? ¿Con qué remoto fuego os acerca a mis labios? Humo sobre la frente: esa mi breve herencia. Y así, brujo en la tarde, pregunto en las iglesias bajo viejas campanas que rasgan el silencio, trashumante sin por un país maldito donde Cristo al fondo de la carne, y sigo y me y cruzo lentos puentes sobre mi para siempre iniciado al (“Domingo”, p. 110)

El combate entre lo corporal y lo espiritual es el tema de los poetas místicos. Pero Obregón está lejos de ser uno de ellos. En él hay ardor y prisa por ser devorado, como en Gaitán Durán, uno de cuyos aforismos dice, “Guerrero sí, o loco, pero nunca inocente”. Gaitán Durán descubre en sus poemas la avidez, la premura de lo erótico, el choque trágico de dos que quieren ser uno. Tal actitud lo emparenta con Obregón. Más que un místico, de cierta manera Obregón es un Narciso que se ve en el mar o, con otras palabras, que desaparece en el mar. Narciso es el héroe hundido en el pozo blanco de las purificaciones mortales; el ángel de la rebelión y, por lo mismo, el ángel de la desaparición. Al contemplar su cuerpo en el estuario, Obregón confía que el agua lo redima de lo efímero, pero allí donde cree ver un rostro lavado, sólo encuentra la carne; esa carne que es carne en todas partes, en todos los lugares, porque como el agua, la carne no se estanca, fluye: Quizá sólo la piel vive de igual forma su doble intensidad, la raíz y la flor, la carne y la nostalgia: en ella explaya el tiempo el fervor de los ríos y al cruzar las lindes la hace estuario y abismo de su eterno regreso; luego, el alma se entrega, participa, se difunde en los días mientras el viento unánime 94


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espera noble leyenda, ciudades lejanas. árbol, de la savia hojas al aire, misterio que domina su origen, adentro, desandando el rumbo la sangre, nos abandona inermes la ceniza de los templos.

lleva las simientes el lugar de la animando la oquedad con su bruñendo desiertos y Como llama en el a las hojas, de las enciende el y noche de en (“Cantos”, p. 127)

Piel ajena o propia que se filtra en el poema, allí donde los cuerpos negados, regados, violentados por el viaje carnal, encuentran un lugar que los refleja, aunque ese reflejo es turbio, ambiguo. La carne abre surcos en los poemas de Estuario. Al final de ellos, creo que es posible imaginar una mano de dandi que sacude el abanico mientras resbala el sudor y un auto descapotable se pierde en lo azul del mar Mediterráneo.

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Dos poemas HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ

EL ÁNGEL DE LA ACIDIA

Una vez más el ángel de albo peplo Parece consumirse en sus delicuescencias Con una mano posada en la pierna Y la otra en el atril de su barbilla Pierde la mirada en los lindes de un firmamento que nunca tocará Sus alas están maltrechas y aduncas como el día de la resurrección final Hay una luz crepuscular, silenciosa, Que lentamente se desliza, como espuma, Serpea detrás de todos los objetos proveniente de un fardo sonoro Una campanada que resuena en el aire Goza de tal fuerza, viene tan cadenciosa Que resquebraja el muro de aire Como las gotas de cera sobre un hacha De la escalera al mirador navega 96


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Con una lluvia que proviene de las estrellas Y ahora, cuando la notan, cede Sigue la fuerza como un fruto manido La corona riela entre sus cabellos Tan poderosa que zumba Las ondulaciones del cabello emulan las espirales que no tienen fin Como si el tiempo se detuviera el ángel tiene frente a sí un segundo Es una partícula del mañana y un átomo de los ayeres Al separarse como una gota de ámbar que en las manos se agita nerviosa Es el cuerpo del tiempo en estado puro.

VOY HACIA ESA LUZ

Voy hacia esa luz donde no hay ecos Sigo una línea sombría voy derecho por mi veta de caracol concéntrico Voy hacia esa luz y me agosto mudamente Retiro cada una de las capas una y otra y otra vez 97


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Después otra Así sucesivamente Un trabajo a contra luz Una ordenanza diligente Continúo Y a veces no sé si llegaré Me disuelvo y cejo en mí Intento no caer en mí mismo Sé de las tareas Sé de los intentos de otros Que no lo lograron Voy hacia esa luz como un alumno que repite una y otra y una vez más la lección complicadísima repito fórmulas repito nombres y fechas Repito una a una las historias el campo de tragedias incontenibles el campo mas no enhiesto de lamentaciones de estupores balidos cremaciones La tesis una vez más 98


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los hemistiquios del magister repito en la regadera en la cocina en la azotea mi campo infinito a contener Siento una vez más esa fuerza pienso que puede crecer acalorada pero cede a mí mismo a mi peso Cae en mi línea oculta En ese arrecife donde hay voces Pierdo la esperanza me disuelvo Como un eco que aún las aves oyen Me descentro voy hacia arriba A esa luz con mi espuma de coquille Como un tibísimo y húmedo cartílago Sigo encontrando ecos en mí ecos de esa luz sin máscaras sin pasos en falso que insistan en esa obstinación aérea que quiere robar un ápice de espacio Sigo en esa obstinación de morar esa estimación que desfallece por mí mismo por continuar los pasos en aliento centrífugo el devaneo como una tonadita 99


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Una música monótona que moja y se expande una tibieza de mollera una firmeza entre valvas Sigo ante mí y veo la luz La danzarina la expectante mientras todo a mi alrededor es fúnebre y umbrío Cede ante mí y mi obstinación ¿De dónde viene este vigor a qué debe su continuo rasgar su inequiparable deambular? ¿De dónde viene esta ineluctable esta en sí misma nave y tripulante? Voy a esa luz insisto si no he de llegar no importa el aroma a cobre en mis manos ni el chasquido de aquel látigo que es la envidia Voy a esa luz y quizá antes me dé alcance la muerte y quizá llegue a la salida quizá fenezca en el interior de mi caracola de plata 100


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Quizá haya que desmembrarme ante la luz quizá la luna sea testigo de esta muerte abisal quizá uno mismo sea testigo de su fracaso desde el cuarto verso Y sigue en su trasunto mineral en su declinación y caligrafía exacta Sigo en silencio el camino la senda curva herida de agua Con orugas de espuma voy a esa luz Que se apaga

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Un amor como el café RAQUEL AGUILAR

Muchas personas han entrado pero todavía quedan lugares vacíos. Es curioso, entran mas no salen. ¿Se han ido? Es la primera vez que estoy aquí aunque no me siento incómoda; nadie me mira. Todos parecen tan ensimismados, cavilando sobre sus asuntos. El lugar es amplío, muebles de madera: sillas cómodas, mesas redondas. Tiene un toque de elegancia, sin embargo el ambiente es poco acogedor. Hay un aroma tenue e inigualable: café. La noción del tiempo parece modificarse bebiendo café, una tranquilidad inicial seguida de impaciencia, impaciencia acompañada de anhelo. Mmmm... podría estar aquí para siempre, con mis ridículos recuerdos: las clases en la facultad, Coyoacán, la cineteca... Definitivamente no, las historias de amor nostálgicas y autoflagelantes han pasado de moda. Se me antoja más un ajuste de cuentas. 102

Comienzo a dudar de que este lugar sea un simple café. Por la gran cantidad de cuadros en las paredes bien podría ser una galería de arte. Sus cuadros al óleo tienen colores vivos, intuyo una temática específica pero no logro descifrar cuál es. Diversos escenarios: lo mismo una playa que el interior de un apartamento. Personas, personas en todos ellos; rostros serios, tristes, atormentados, indolentes a lo mucho, ninguno feliz. Es inevitable no sentir cierta familiaridad con ellos; evocan tantas cosas. Buena inspiración para mi recuento de los daños. Aunque en realidad no sé qué se supone que debo decir. Supongo que debo comenzar conmigo. Esta primera taza de café me dará ánimos para iniciar. Seguramente te gustaría escuchar que me arrepiento de no haber sido capaz de sostener nuestra amistad estu-


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UN AMOR COMO EL CAFÉ

diantil; de no tomar en cuenta que tenías novia. Si quieres, me da lo mismo; hasta puedo justificar mi vida como la dialéctica de la pobreza y la enfermedad que, aunque acompañada del éxito académico, desemboca en debilidad, deseo de aprobación y de afecto, “no resolución del Complejo de Edipo”, lo llamas tú. Pero te equivocas, no estaba buscando a papá ni a mamá, mucho menos un proveedor, jefe de familia, accesorio para fiestas y reuniones, aventura de una noche, mascota siempre fiel, amigo con derechos, etc. Sí estaba buscando algo, un hombre, lo que sea que eso quiera decir, pero siendo tú. Cualquier variante de relación de pareja que me hubieses ofrecido, cualquiera que se te hubiese ocurrido, la habría aceptado con gusto. Por cierto, tu concepción de amigos apesta. ¿Qué especie de perversión sádica es la tuya? ¿Por qué salir de vez en cuando? ¿Por qué ayudarme en mis proyectos? ¿Por qué contarme sobre tu vida? Claro, dirás que eso es lo que se hace con los amigos. Argumento sólido pero no riguroso: la conclusión no se sigue de la premisa “tu amiga imbécil está enamorada de ti, imbécil”. Pero olvidaba la pregunta más importante: ¿por qué exhortarme a pensar? ¿Creías acaso que si lo inte-

lectualizaba lo suficiente descubriría que mi amor por ti era pasajero? Debo advertir que el asunto de la temporalidad es complejo: me pregunto si seis años entrarán en la categoría de fenómenos “pasajeros” o simplemente en la de “patéticos”. Ciertamente mi historia carece de final feliz… pero no estoy para dramas chocolatosos. Hay algo extraño en este lugar, el café es muy bueno pero el servicio… digo, no hay servicio. ¿Quién ha hecho llegar a mi mesa la segunda taza de café? Tampoco me había percatado de la ausencia de las ventanas. Claro, no habría espacio suficiente para ellas entre tantas pinturas. Me parece que la primera que vi al entrar aquí fue Gangrena revolucionaria. Es una especie de campamento-enfermería provisional; hombre de unos 30 años, con la pierna cubierta por una venda impregnada de sangre seca, mal colocada, deja entrever una piel verdusca. ¡Vaya forma de celebrar el bicentenario! Sí, este lugar es un museo-restaurante; aunque novedosa, es una idea poco estimulante para el apetitio de los comensales. Como sea, ¿en qué me quedé? Ah, sí, estaba a punto de reconocer 103


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RAQUEL AGUILAR

que de alguna manera fue lindo que no me mandaras al diablo, torturador pero lindo. Lacan dice: “amor es dar lo que no se tiene a quien no es”. ¡Perfecto! Pues yo no tenía nada y sin embargo estaba dispuesta a entregarlo todo: familia, tiempo, identidad, comodidad económica, un par de certezas, tu valiosa amistad, por poner un ejemplo. Tampoco eres tú, de lo contrario habrías aceptado por lo menos acostarte conmigo. Al diablo Lacan, al diablo tú y tu psicoanálisis barato. El cuadro del centro es curioso: se titula El hombre del post-it. Se trata de una habitación, tal vez la recámara de un matrimonio, hay decenas de post-it cubriendo las paredes. En el piso, un hombre con las muñecas sangrando. En realidad la sangre no llama demasiado nuestra atención, de eso se encargan los colores fluorescentes de las notas. Es posible leer algunas de sus líneas: “Siempre te amaré”, “Eres la mujer de mi vida”, “Cuida de nuestras hijas”. ¡Vaya! Un suicidio por amor. Qué original… Lo que sí resulta inédito es que se trate de un varón. Ahora resulta que los varones son los histéricos, los que desean casarse, tener hijitos y los que demandan atención a cualquier costo. 104

¿Sabes? Se me ocurre que tienes cierto parecido con el café… Ambos son una excelente compañía. Me llenan de energía pero en grandes cantidades tienden a provocar ansiedad e indigestión. Igual que el café, vienes en distintas presentaciones: cuando ayudas a pensar, “crítico-gourmet”; con esa playera ajustada, “caution-hot”; con ese inteligente sentido del humor, “simpático-light” y, a mi pesar, en ocasiones “frío y sin endulzar”. Por el resto de las obras creo que puedo intuir el nombre de la exposición: “De muertos, enfermos crónicos, terminales y suicidas”. Algo aquí no me está gustando… mejor continúo con mi símil cafetero. A mí también me gustaría ser café. ¿Tal vez un frapuchino con crema batida y cereza? Es decir, no tienes un delicioso frapuchino con crema batida, chispas de chocolate y cereza servido frente a ti y esperas a que se derrita... Mucho menos le dices: “Mi relación actual es embriagante, mi vida sexual satisfactoria.” No deseo cambiar mi bebida ni agregar otra. Gracias. La pintura del rincón me recuerda a mi mejor amiga. Una suicida fallida:


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UN AMOR COMO EL CAFÉ

sintió que tenía demasiados problemas, se tomó el contenido de un frasco de ansiolíticos. Paradójicamente, la ansiedad no disminuyó... Terminó con un lavado estomacal y seis meses en el psiquiátrico: trastorno somatomorfo indiferenciado. Nota: a la hora del suicidio, elegir los métodos más efectivos. A las pocas semanas de salir del hospital, su gastritis de toda la vida comenzó a empeorar, primero una úlcera que perforó el intestino; dos semanas después, cáncer de estómago como diagnóstico. No llegó a la segunda sesión de quimioterapia. Las cosas nunca resultan como uno las planea. Un momento... no, no puede ser, debe tratarse de un sueño. ... ... Debo encontrar a alguien que me explique, no lo entiendo, es como si careciera de sentido pero hay un tic tac que no se detiene. Imágenes a gran velocidad, un sabor a metal, una fría viscosidad. Sólo me salva el olor a café. ¡Maldita sea! Ahora entiendo todo….

la tranquilidad, las pinturas, los que entran y no salen. El mejor café que he probado y tenía que estar muerta. ¿Puedo al menos terminar con mi analogía con el café? ¿Qué te parece “locura, muerte y café”? Ahí tienes un tema más para otro de tus estúpidos ensayos. Basta de metáforas. No importa. No importo nunca para ti. Te preguntarás si me arrepiento de haberte conocido. Qué sé yo. Se supone que los muertos carecen de fútiles motivos para mentir, pues te equivocas. Lo sé. Te equivocas porque te daré la desoladora noticia de que aún después de la muerte la densa angustia sigue a tu lado, la náusea sartreana permanece y la insoportable levedad kunderiana sigue ahí. ¿El sentido de la vida? “Más suerte para la próxima, siga participando.” Sin embargo, como premio de consolación, el peso del cuerpo se aligera y, puesto que soy mujer, ya es una ganancia: no más senos ceñidos por un sujetador cuya ausencia, no obstante, es motivo de roce en la parte alta del vientre, provocando una especie de excitación. ¿La mujer sintiendo placer sin ningún mecanismo más allá de su propio cuerpo? A mi madre la idea le repugnaría. 105


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RAQUEL AGUILAR

Esto no es bueno, ¿pasar el resto de la eternidad con mis pensamientos? Al menos me alegra haberle hecho caso a mi consejero vocacional y no estudiar filosofía, al margen de la alta probabilidad de morirme de hambre, vivir una vida pensando para luego pasar a “la otra vida” haciendo lo mismo. No suena muy atractivo. ¿Quieres saber cómo es mi pintura? Por lo que veo, ni siquiera iba conduciendo yo. No es tan malo morir en un accidente automovilístico, tiene cierto aire telenovelesco. Avenida Universidad, Coyoacán, un Ford fiesta consideró que la luz naranja le permitiría pasar sin mayor dificultad a los 90 km por hora que llevaba; pisar el acelerador le pareció buena idea. El conductor del auto donde yo iba simplemente avanzó con la luz verde: una de sus canciones favoritas por la radio y la conversación tal vez hayan figurado como distractores. Veníamos de la Ave-

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nida Xoco. Lo clásico: todo pasó tan rápido. En un segundo, su rostro; al siguiente, todo está de cabeza, los sonidos se han ido, sólo hay un zumbido distante pero permanente. ¿Imágenes? Algunos pasos apresurados abajo; hacia arriba, un cielo de mediodía, un letrero de starbucks al revés. Mi familia, mi trabajo y sólo tenía en mi mente tu rostro al enterarte de mi muerte. Recuerdo el vaso de café en el portavasos, era un latte que terminó derramándose sobre el tablero… No debí esperar a que se enfriara. Retomando: tu presencia en mi vida la llenó de sentido; tu rechazo minó mi existencia. Esto es extraño. Mentira que esto sea el final de la angustia. O tal vez estoy en el infierno y aún no me han hecho entrega de la carta de bienvenida. Me tiene sin cuidado puesto que en medio de esta somnolencia viene a mí una sensación triunfante. Finalmente me he des-hecho de ti.


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Casa de la noche ALEJANDRO FERRERO

La gente ya no cree en el infierno, ni en el azufre, ni tan sólo en el Juicio Final. Pero en cambio temen el sufrimiento físico. Por ello la violencia constituye, en la actualidad, un elemento necesario a toda construcción dramática. Fritz Lang

Merisi y Nemrod, dos adolescentes de 16 años, se reúnen durante las noches para hablar de cosas que les atañen. Su lugar de reunión es en las instalaciones abandonadas de una zona industrial y la hora acordada es siempre las tres. Una acera es el sitio donde se acomodan, iluminándolos los focos del alumbrado público. La acera, isla y espacio mítico donde se refugian, los acoge durante veinte noches; al iniciarse el drama han transcurrido quince de ellas. NOCHE 16

Merisi y Nemrod, sentados el uno frente al otro, tienen ya algunos minutos en el lugar. MERISI: ...ella, sentada en una silla, a oscuras y con frío, espera que su esposo regrese. Piensa entonces en lo que podría llevarse... NEMROD: ¿Cómo sabes lo que piensa? MERISI: No puede llevar más ropa que la que tenga puesta. Su marido, además, le ha dicho que debe ir descalza... NEMROD: Llevarán comida, agua... MERISI: No. Deben ir ligeros, deben huir. Ella lo sabe y piensa en alguna 107


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ALEJANDRO FERRERO

fotografía o un pañuelo o unos aretes, algo que no pese, que no se note. Y no se decide. Quiere llevar muchas cosas y eso la bloquea. Piensa en lo que dejará y no quiere dejar nada. Tantos recuerdos, tanta vida que quedará en la casa que fue de sus padres y de sus abuelos, piensa en el patio, en sus animales... NEMROD: No puedes saber todo eso. MERISI: Las lágrimas acuden a sus ojos pero recuerda las palabras de su marido: no llevaremos nada. Y respira hondo para acallar su angustia. NEMROD: El marido, ¿qué hace? MERISI: Él recorre la ciudad con los visitantes. Hacen una inspección en silencio, con miradas cómplices y leves asentimientos de cabeza. Ellos adivinan el desasosiego del marido y le dicen que no se aflija, que él y su mujer estarán a salvo. Él pide regresar con ella. Los visitantes consienten y se aleja caminando con celeridad. La mujer se ha incorporado, avanza hacia la puerta y mira por una rendija. A lo lejos descubre un resplandor rojizo y se amedrenta aun más; quiere abrir la puerta pero viene a su memoria la promesa que hizo y regresa a la silla ahogando su miedo. Acaba de sentarse cuando entra su marido y dice: ¡vámonos! Ella alcanza la puerta de tres zancadas. Él dice: cálmate, estamos a salvo, estamos a tiempo. Ella quiere cerrar la puerta pero él agrega: no importa, el fuego penetrará de todos modos. Salen a la calle y ven hacia el poniente... ¡Oh, Nemrod, es como una puesta de sol, una puesta de sol terrible! ¡Como si la Tierra fuese el sol! Ahora... Ahora, dice él, no mires atrás. Y se alejan mientras la ciudad arde a sus espaldas y escuchan los gritos de los que perecen dentro de sus casas. No mires atrás, repite el marido, tampoco escuches. Pero cómo no escuchar los alaridos de los que arden y el crepitar del fuego. El marido, presa de pánico, le dice a su mujer: ¡corre! ¡Corre y no te detengas! Y los dos apresuran sus pasos... ¡La ciudad entera arde y ellos corren desesperados! ¡Oh, Nemrod, los pasos de él van dejando atrás a su mujer; sólo cuando descubre que ella no corre a su lado se detiene y vuelve la cabeza y entonces su cuerpo se paraliza y arde! ¡Ella mira la metamorfosis de su marido y cae a sus pies y grita traspasada por el dolor, y su grito acalla momentáneamente el clamor de la ciudad incendiada..! 108


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CASA DE LA NOCHE

(Merisi se ha incorporado y repite el grito de la esposa: ¡Nooo!, moviéndose vehemente de un lado a otro. Nemrod sigue tratando de sujetarlo pero la fuerza de aquél lo supera.) NEMROD: Cálmate. (Merisi se retuerce, luego, como embrujado, mira a los ojos a Nemrod.) MERISI: Ella cree escuchar aún a su marido que le dice: ¡corre!, se levanta sin mirar atrás. Corre veloz mientras su rostro va cambiando, desaparece de sus ojos el miedo y la impotencia para aparecer la furia, el odio... (Merisi llora incontenible, Nemrod logra abrazarlo.) NEMROD: No lo sabes. MERISI: Lo sé. La veo correr llena de rencor, mirando adelante, apretando la mandíbula, tensando el cuello, los hombros... NEMROD: Merisi, no sabes. MERISI: La miro como te veo a ti, tan cerca que escucho sus pasos, su agitada respiración... (Se estremece.) ¡Nemrod, protégeme, se ha dado cuenta que la miro! NEMROD: Merisi... Merisi... MERISI: ¡Protégeme, por favor…! NEMROD: Sentémonos MERISI: ¡No, no! (Nemrod, sin soltarlo, lo va sentando junto a él. Merisi, repitiendo: no..., no..., va obedeciendo.) NEMROD: Ya pasó. Mira, todo está en calma. (Merisi observa el lugar pero tarda en reaccionar.) 109


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ALEJANDRO FERRERO

MERISI:

Sí, ya pasó, sólo dejó este olor. NEMROD: ¿Este olor? MERISI: No me crees, ¿verdad? NEMROD: Es el olor fuera del tiempo de una fundidora. Un olor encerrado tal vez por mucho tiempo y que ahora se escapa. MERISI: ¿Quieres decir que el olor me llevó a imaginar todo? NEMROD: Te dejaste llevar. Sólo somos nosotros. Únicamente nuestra acera y nuestras voces. ¿Lo ves? MERISI: Te juro... NEMROD: Nada de juramentos. MERISI: Pero, ¿si fuera cierto? NEMROD: No lo es. MERISI: ¿Me protegerás? NEMROD (soltándolo) : ¿Lo dudas? MERISI (dudando) : No. NEMROD: Yo, Nemrod, juro... MERISI: Nada de juramentos. NEMROD: Prometo entonces..., ¿podemos prometer? (Merisi asiente.) Prometo proteger a..., ¿debo prometer? (Merisi asiente.), ¿hace falta? (Merisi asiente.) Prometo proteger a Merisi de cualquier peligro eminente. MERISI (riendo) : Inminente. NEMROD: Eso. MERISI: Yo haré lo mismo por ti. NEMROD: Yo estoy bien. MERISI: ¿Yo no? NEMROD: Ahora sí. (Merisi saca varios billetes de su pantalón y se los alarga al otro.) MERISI: Cuéntalos. NEMROD (contándolos) : Mil doscientos. MERISI: ¿Y tú? NEMROD: Ochocientos cincuenta. (Nemrod guarda el dinero.) MERISI: Nos faltan únicamente doce mil trescientos pesos. ¿Crees que los reunamos en cuatro días? 110


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CASA DE LA NOCHE

NEMROD:

Cinco. MERISI (extendiéndole un papel) : Él llega el sábado. (Nemrod lee.) NEMROD: Debemos reunir la cantidad en tres días. No podemos esperar hasta el viernes. Tenemos que irnos antes. (Nemrod le devuelve el papel. Merisi lo dobla y guarda.) NEMROD: El jueves nos quedaremos aquí. A las nueve de la mañana iremos al banco y retiraremos todo el dinero. Y nos iremos directamente a la terminal. No podemos correr riesgos. (Merisi asiente.) Ahora debemos irnos. ¿Estás bien? MERISI: Sí. (Nemrod se incorpora.) NEMROD: ¿Qué esperas? (Merisi se levanta.) NEMROD: Hasta mañana. MERISI: Sí. (Caminan hacia direcciones opuestas, antes de salir Nemrod se detiene, se vuelve y grita.) NEMROD: ¡Merisi! (Merisi se vuelve.) NEMROD: ¡Recuerda: nada de besos! (Merisi se encoge de hombros. Salen. Oscuro.) NOCHE 17

Nemrod, sentado en la acera, mira en dirección por donde debe llegar Merisi y hace una mueca de dolor. Llega Merisi y se sienta frente al otro. MERISI: Ya estoy aquí. NEMROD: Sí. Llegué un poco antes. MERISI: ¿Te pasa algo? NEMROD: ¿Como qué? MERISI: No sé. NEMROD: No me pasa nada. MERISI: ¿Te pegó otra vez? 111


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ALEJANDRO FERRERO

NEMROD:

No. MERISI: ¿Te pegó? (Silencio.) NEMROD: Sí. MERISI: Déjame ver. NEMROD: Hace frío. MERISI: Está bien, no me enseñes. NEMROD: ¿Cuánto hiciste? (Merisi saca de su pantalón algunos billetes y se los tiende a Nemrod.) NEMROD: ¿Cuánto es? MERISI: Cuéntalos. NEMROD: ¡Dime cuánto es! (Avergonzado.) No puedo contarlo. MERISI: Mil quinientos ochenta. (Merisi deja en el piso el dinero.) NEMROD: Yo no hice nada. MERISI: ¿Te pegó con el cinturón? (Nemrod calla.) ¿En la espalda? NEMROD: Es mejor a que me pegue en las nalgas. MERISI: Nunca es mejor. NEMROD: Mañana estaré bien. Trabajaré sin quitarme la playera. (Merisi trata de desabotonarle la camisa pero Nemrod dice: No, déjalo así. Merisi continúa y lo despoja de la prenda con mucho cuidado, después le sube con tiento la playera, se desliza hacia su espalda y mira el daño e inclinándose le sopla con la boca y besa delicadamente los verdugones. Nemrod llora en silencio.) MERISI: ¿Te sientes mejor? NEMROD: Sí. Creo que sí. (Merisi viste al otro procurando no lastimarlo. Vuelve a sentarse frente a él.) MERISI: Mañana no trabajarás. NEMROD: Debo hacerlo. MERISI: Ni pasado mañana. NEMROD: No reuniremos la cantidad. MERISI: La reuniremos, ya verás. (Silencio.) 112


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CASA DE LA NOCHE

NEMROD:

Mientras me golpea dice que lo hace por mi bien, luego para de pronto, como si comprendiera que obra mal y se encierra en su cuarto. MERISI: Ellas no saben qué hacer. NEMROD: No siempre fue así. Antes era cariñosa. MERISI: Antes... Antes... Hemos crecido y ellas han envejecido. Cuando vayamos en el autobús, tan pronto como nos sentemos en nuestros respectivos asientos numerados, pensaremos en lo que viene, no en lo que dejemos. NEMROD: Sí, todo nuevo: nuestros pensamientos, nuestros pasos, nuestros planes... MERISI: Ella me dice que si yo cambiara las cosas serían diferentes, yo le digo que si ella cambiara las cosas también serían diferentes. NEMROD: Ellas no cambiarán. MERISI: No. (Ríe.) Es curioso. NEMROD: ¿Qué? MERISI: Que ella y yo tengamos la misma profesión. NEMROD: No te estarás arrepintiendo, ¿verdad? MERISI: Digo que habiendo algo en común entre nosotros, eso mismo nos separa. Aunque pensar en ello hace que la vea menos maligna. NEMROD: No es maligna. MERISI: ¿No lo es? Dejarme en las manos de él es una acción maligna. Hace años que no lo veo. No lo conozco. No lo recuerdo. ¿Por qué me reclama ahora? NEMROD: Ella no debería renunciar a ti. MERISI: ¿Ves como sí es maligna? 113


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ALEJANDRO FERRERO

NEMROD:

Maligna es la otra mujer. MERISI: ¿Ella? No sé. Tal vez no vuelva a verla. NEMROD: ¿Es bella? MERISI: Supongo que sí. NEMROD: Dices que la has visto bien. MERISI: Pero el odio la transfigura. Cuando está sentada en el cuarto, envuelta en la penumbra, es bella, frágil, misteriosa, y aunque tiene miedo sus ojos brillan como luciérnagas, pero después se transforma y ya no es bella. Y cuando me mira es un demonio. (Nemrod lo mira incómodo.) NEMROD: Quiero irme. (Merisi recoge el dinero, lo mete en la camisa de Nemrod, se incorpora y ayuda al otro a levantarse.) MERISI: Te llevaré a tu casa. (Apenas han avanzado unos pasos cuando Merisi detiene bruscamente al otro.) NEMROD: ¡Ahora no! MERISI: Escucha... sólo escucha... NEMROD: Ahora no, por favor. MERISI: No hables. (Silencio.) MERISI: Pasa de largo, junto a nosotros. No la veas. NEMROD: No la veo. MERISI: Te digo que no hables. (Silencio.) MERISI: Ha pasado ya. NEMROD: No vi nada. MERISI: Ella sí nos vio. Notó que estabas lastimado y nos dejó. Me dejó. NEMROD: ¿De verdad la viste? MERISI: Te dio miedo, ¿no es cierto? NEMROD: No. ¿Mentiste? MERISI: Te dio miedo. NEMROD: A veces me hartas. MERISI: A veces miento. 114


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CASA DE LA NOCHE

NEMROD:

¿Esta vez? MERISI: Vámonos. NEMROD: No volveré a creerte. MERISI: A ti no te mentiría, nunca. (Caminan. Merisi detiene nuevamente a Nemrod.) NEMROD: ¿Ahora qué? MERISI: Ahora nada. (Nemrod mira interrogante a Merisi. Merisi sonríe. Oscuro.) NOCHE 18

Nemrod sentado frente a Merisi, de pronto éste hunde la cabeza entre el sexo de aquél. MERISI: ¡Protégeme! ¡Protégeme! (Nemrod, incómodo, recula.) MERISI: ¡Protégeme! ¡Protégeme! NEMROD: Cálmate. (Nemrod coloca una mano sobre la cabeza de Merisi y lo acaricia.) NEMROD: No permitiré que te toque. MERISI: ¡No dejes que me mire ni que se acerque! NEMROD: No lo hará. MERISI: ¡No permitas que él me lleve! NEMROD: ¿Él? MERISI: Él quiere llevarme, ¿no te acuerdas? NEMROD: No te llevará. MERISI: Lo prometiste. NEMROD: Merisi, no quiero ser ni él ni ella. (Merisi se separa violentamente.) MERISI: ¿Por qué lo dices? NEMROD: No sé. Creo que abusas de mí. MERISI: Nos conocemos desde que teníamos cuatro años y crees que abuso de ti, ¿es así? NEMROD: A veces te desconozco. (Silencio.) 115


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ALEJANDRO FERRERO

NEMROD:

No puedo ser ella. MERISI: No quiero que lo seas. NEMROD: Tampoco él. MERISI: Tonto, más que tonto. NEMROD: Te estás emputeciendo. MERISI: Necesito siempre la cercanía de un cuerpo, su calor, sentir una mano acariciándome la cabeza o la espalda o la parte que sea... NEMROD: ¿Lo ves? MERISI: ¿No lo disfrutas tú? NEMROD: No. Es un trabajo. MERISI: El trabajo también se disfruta. No somos máquinas. Y contigo es otra cosa. Tú eres mi amigo. No quiero que seas ni mi amante ni mi madre ni mi padre. No debes confundir las cosas. ¿Tú no necesitas ternura? NEMROD: No. Soy más fuerte que tú. Y cuando alguien me coge sólo pienso en hacer bien mi trabajo, porque eso es, un trabajo. (Merisi se arrodilla ante el otro.) MERISI: Mírame a los ojos. (Nemrod mira el piso.) MERISI: Mírame y dime que no sientes nada. (Nemrod continua eludiéndolo.) MERISI: ¡Mírame! (Nemrod lo mira a los ojos.) NEMROD: Fuera del dolor o de la incomodidad, no siento nada. MERISI: Mientes. NEMROD: Te digo la verdad. MERISI: Te haces el fuerte. NEMROD: De los dos soy el más fuerte, lo sabes. MERISI: Quiero que lo seas, pero no lo eres. NEMROD: Quieres... quieres... Soy, seré el más fuerte puesto que tú lo quieres. Te protegeré de todos, hasta de ti mismo. MERISI (vencido) : Yo haré lo mismo por ti. Lo hago. NEMROD: Entonces ya no discutamos. MERISI: Está bien. Hagamos cuentas. (Le tiende unos billetes.) Tres mil, cerrados. (Los mete en la camisa de Nemrod.) ¿Cómo va tu espalda? 116


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CASA DE LA NOCHE

NEMROD:

Mejor. Mañana volveré al tra-

bajo. MERISI:

No lo harás. Ya lo hablamos. NEMROD: Merisi... (No puede contener las lágrimas.) MERISI: ¿Qué pasa? NEMROD: ¿Me perdonas por llamarte puto? MERISI: ¿Y qué somos entonces? (Ríen.) NEMROD: Ya no rías. Quiero decirte algo. Voy a construir un puente. MERISI: ¿Qué dices? NEMROD (ensoñador): Voy a construir un puente. Seré ingeniero y maestro de obras y obrero, todos al mismo tiempo, y construiré el puente más largo y más seguro por donde podamos huir. Nadie podrá cruzarlo, excepto nosotros. Será un puente de madera para que pueda arder e irá cayendo metro a metro tan pronto como nos desplacemos a la otra orilla. Y cuando hayamos recorrido el último tramo, el resto del puente caerá al vacío y nosotros estaremos a salvo. Y nos alejaremos sin prisa con nuestro dinero ahorrado. MERISI: Eso me recuerda que debo comprar los boletos. Mañana, antes de vernos, lo haré. NEMROD: Merisi, ¿te puedo dar un beso? MERISI: Un hombre no pide permiso. (Nemrod se inclina sobre Merisi, hace un gesto de dolor que pasa inadvertido para el otro y lo besa en la mejilla.) MERISI: Te llevaré a tu casa. NEMROD: Sí. Debemos descansar. (Oscuro.) 117


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ALEJANDRO FERRERO NOCHE 19

Nemrod y Merisi entran al mismo tiempo. Se sientan y se miran en silencio. MERISI: No trabajaste, ¿verdad? NEMROD: No. MERISI: ¿Tu espalda cómo va? NEMROD: Mejor. Ya no tengo fiebre. MERISI: Y ella, ¿qué dice? NEMROD: Nada. Pero siente pena o me desprecia tal vez, en todo caso no hablamos. MERISI: Mejor. NEMROD: Sí. MERISI: Ella recogió todas mis cosas y las metió en unas cajas, menos la muda que me pondré mañana. NEMROD: No nos llevaremos nada. MERISI: Como la mujer que me persigue. NEMROD: Olvídala. MERISI: No me deja tranquilo. Hoy, en cada cliente veía la cara de ella. Opté por darles a todos la espalda. ¿Sabes a quién se parece? A Barbara Steele. NEMROD: No la conozco. MERISI: Me mira como reprobándome o como burlándose, no sé, pero ahí está, hambrienta... NEMROD: ¿Hambrienta? MERISI: ¿Dije eso? Persiste aunque cierre yo los ojos. Si al menos me dijera qué quiere de mí o por qué me odia. Y me distraigo mientras trabajo y los clientes me reclaman por no poner pasión, o por lo menos entusiasmo, en lo que hago. Me dicen: ¡putito, mueve las nalgas!, y caigo en la cuenta que hago mal mi trabajo. NEMROD: Mañana acabará todo esto. MERISI: Un cabrón me dio una bofetada mientras me decía: ¿no se te para, pinche maricón? NEMROD: Mañana trabajaré yo y tú me esperarás aquí. MERISI: Una noche más no importa; además tú no puedes trabajar porque estás lesionado. 118


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CASA DE LA NOCHE

NEMROD:

Te digo que ya estoy bien. Y mañana estaré mejor. Después de las tres, seremos libres. MERISI: Pero no trabajarás. (Merisi saca de sus bolsillos algunos billetes que entrega al otro, éste los cuenta.) NEMROD: Mil ochocientos. No está mal. MERISI: Está mal. NEMROD: No mucho. MERISI: En mi gráfica laboral hubo un descenso. NEMROD: No importa. MERISI: Sí importa. (Silencio.) ¿Nos vamos? (Lentamente empiezan a incorporarse. Oscuro.) NOCHE 20

Nemrod, sentado, espera. Llega Merisi tambaleándose y dejándose caer. Inmediatamente Nemrod se acerca a él, se arrodilla y lo examina. NEMROD: ¿Bebiste? MERISI: Un poco. NEMROD: ¿De dónde sacaste esta chamarra? MERISI: Me la dio un cliente. NEMROD: ¿Qué tomaste? MERISI: ¿Importa? Dos martinis. NEMROD: Y eso, ¿qué es? MERISI: No lo sé. (Merisi mete la mano en uno de sus bolsillos, saca unos billetes arrugados que entrega al otro.) MERISI: Mira bien... ¡Diez mil pesos! (Nemrod cuenta el dinero.) NEMROD: Ocho mil. MERISI: Espera... (Merisi busca en otro bolsillo, encuentra otros billetes, Nemrod los coge.) NEMROD: Tienen sangre. MERISI: Debe ser... 119


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ALEJANDRO FERRERO

NEMROD:

¿Debe ser? MERISI: Tomé dos martinis. NEMROD: ¿Y por eso tienen sangre? MERISI: Estoy borracho. (Silencio.) Me siento mal. NEMROD: Esperemos a que se te baje la borrachera. MERISI: ¿Estás enojado? NEMROD: No soy tu novio MERISI: No, no lo eres, pero no me has dicho si estás enojado. (Silencio.) ¿Tu silencio quiere decir que sí? NEMROD: Duérmete. MERISI: No tengo sueño. NEMROD: Descansa entonces. MERISI: La vi nuevamente. NEMROD: Siempre la ves. MERISI: Algunos días no la veo. Y hoy estuvo junto a la cama con el último cliente. NEMROD: ¿El que te hizo beber? MERISI: Estuvo atenta a todo lo que hicimos. NEMROD: No quiero que me cuentes. MERISI: Me hizo tomar dos martinis... NEMROD: No quiero saber. MERISI: Después, mientras me cogía con brusquedad, me propuso algo que me dio miedo. Me dijo: te doy quinientos pesos más si me dejas herirte con esta navaja, y me la mostró; alarmado bajé mis piernas pero me detuvo con fuerza y agregó: no te asustes, no quiero hacerte daño, solamente quiero que la adrenalina nos motive. Me separé de él, y él, golpeándome, me tiró a un lado de la cama y presionando mi nuca con su pie, amenazó con acusarme que lo había robado. Ella, bajo la cama, me sonreía. Tenía mucho miedo, Nemrod, tanto que casi me orino. Ella se acercó a mi cara y me dijo al oído que aceptara, que el dinero que el desgraciado me ofrecía favorecería nuestros planes... NEMROD (asustado) : ¡Merisi, no quiero oír! MERISI: No quería llorar, te lo juro, pero las lágrimas me traicionaron... NEMROD: Merisi, Merisi, no jures... 120


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MERISI:

Quitó su pie, me levantó, me sentó en sus piernas y secando mis lágrimas me dijo: no tengas miedo, te haré un corte pequeño, insignificante, superficial. Le dije que no quería morir y él, sonriendo, agregó: eres tan frío, tan amateur... Y me cortó entre las costillas. ¿Lo ves?, dijo, no duele. Y de verdad que no me dolió... Me recostó boca arriba y volvió a penetrarme... Le pedí que fuera cariñoso, que me dijera palabras amorosas... Me hirió del otro lado, también entre las costillas, mientras decía: amor... amor... NEMROD: ¡No quiero oír! MERISI: Me cortó cuatro veces más, en el abdomen y en las piernas... (Orgulloso.) Quinientos pesos por cada herida y dos mil pesos por el servicio... Ella no se apartó de mí, sostenía mi cabeza, acariciaba una de mis manos, y lamía mis heridas, sellándolas con su saliva... (Nemrod abre con cautela la chamarra que viste Merisi y se horroriza al ver la sangre que mancha la camisa y el pantalón de éste.) NEMROD: ¡Estás loco! MERISI: No digas eso. Estoy borracho. NEMROD: ¡Estás herido! MERISI: Por eso me dio su chamarra... NEMROD: ¡Debemos denunciarlo! MERISI: No, no, recuerda que debemos irnos. Sólo déjame descansar un poco para que se me pase la borrachera. NEMROD: ¡Te llevaré al hospital! 121


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MERISI:

¿No entiendes? Si nos quedamos en la ciudad él me llevará mañana. NEMROD: Necesitas que te vea un médico. MERISI: Déjame descansar. Déjame dormir una hora. Solamente una hora, por favor... NEMROD: ¡No cierres los ojos! MERISI: Media hora... NEMROD: ¡No te duermas! MERISI: Quiero descansar... NEMROD: ¡Merisi! ¡Merisi! MERISI: Quince minutos... NEMROD: ¡Abre los ojos! Si los cierras tal vez no vuelvas a abrirlos. ¡Merisi, no me dejes solo! ¡Merisi! MERISI: No grites. NEMROD: Descansa pero no cierres los ojos. MERISI: Me duelen las heridas, sobre todo las de las costillas... NEMROD: No hables. MERISI: Me arde el cuerpo. NEMROD: Cállate. Déjame pensar. MERISI: ¿Pensar en qué? Solamente dame quince minutos para que se me pase el efecto de los martinis, porque no fueron dos sino tres..., ¿o fueron cuatro? No lo recuerdo bien... NEMROD: Cállate, Merisi, cállate. Déjame pensar en lo que debemos hacer. MERISI: Voy a cerrar los ojos un momento... Sólo un momento. NEMROD: Pero no te duermas. MERISI: No tengo sueño... Tengo frío... (Nemrod le cierra cuidadosamente la chamarra.) MERISI: No la abotones. (Se queja.) Completamos la cantidad, ¿no es cierto? NEMROD: La sobrepasamos. Trabajé ayer y gané tres mil cuatrocientos cincuenta pesos. Fue mi mejor día. MERISI: Te prohibí... (Merisi, aterrado, abre los ojos y coge con fuerza una mano de Nemrod.) MERISI: ¡Viene por mí! NEMROD: ¿Quién? MERISI: ¡No dejes que me lleve! 122


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NEMROD:

¡Quién! MERISI: ¡Lo prometiste, Nemrod...! ¡La ciudad arde a sus espaldas, corre nuevamente con su marido...! ¡La historia se repite, Nemrod, su marido se vuelve y se convierte en tea y ella extiende su mano pero la retira inmediatamente porque le quema, él mueve los labios, como lo veo hacer siempre, y sin palabras, porque no puede hablar, le dice que corra, que se ponga a salvo y ella niega con la cabeza...! ¡Él, con la mirada la urge, y ella gritando lo deja...! ¡Y maldita, transformándose en demonio, como cada noche, viene corriendo por la calzada, ligera como la voz, con los cabellos de fuego y con la mirada del odio, incendiando todo a su paso: árboles, pájaros, aire, dejando ascuas sobre el terreno que pisa! ¡Viene corriendo por la calzada, diciendo mi nombre, no Merisi, sino el otro, el verdadero...! ¡Viene por mí, Nemrod, viene por mí! ¡Ayúdame a levantar! (Nemrod trata de moverlo, Merisi hace muecas de dolor y gime.) NEMROD: ¡Pon de tu parte, Merisi! MERISI: Sí, sí... (Nemrod logra poner en pie al otro.) NEMROD: ¡Ayúdame! ¡Herido pesas más! MERISI: Tengo mucho frío... (Merisi coloca su brazo en la espalda de Nemrod, éste aúlla de dolor.) MERISI: ¿Qué pasa? NEMROD: Nada. MERISI: ¿Te golpeó otra vez? NEMROD: No preguntes eso. MERISI: ¡Apresúrate, Nemrod, ella acaba de penetrar en la zona! ¡Crucemos el puente y pongámonos a salvo! NEMROD: ¡No puedo contigo! MERISI: ¡Camino, Nemrod, camino! (A duras penas se mueven un poco. Repentinamente Merisi grita lleno de espanto. Nemrod deja caer a Merisi, éste se encoge para protegerse y el otro queda paralizado por el terror.) MERISI: ¡No me lleves! ¡No me lleves! (Nemrod tira golpes en derredor suyo mientras se desplaza tratando de proteger a Merisi y gritando para ahuyentar aquello que los amenaza y no ve.) 123


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ALEJANDRO FERRERO

MERISI:

Nemrod, ¿la ves? NEMROD: No la veo. MERISI: Enreda su cuerpo al mío y me besa en la boca... NEMROD: ¡No lo permitas, Merisi! ¡No lo permitas! ¡Aléjate, maldita, aléjate! MERISI: ¡Me bebe y me come! ¡Quítamela, Nemrod! NEMROD: ¡Llévame a mí! ¡Llévame a mí! MERISI: ¡Nemrod, ahora está dentro de mí! (Nemrod cae de bruces.) NEMROD: Dame la mano Merisi... MERISI: Nemrod... Nemrod... quiero confesarte algo… NEMROD: Después. MERISI: No habrá después... NEMROD: Dilo entonces. MERISI: Besé a todos los hombres... NEMROD: Cállate, Merisi. (Nemrod se incorpora junto con Merisi, abrazándolo para que no caiga.) MERISI: Viene por los dos, Nemrod. (Merisi le echa el brazo en la espalda y Nemrod grita adolorido.) NEMROD: No toques mi espalda, Merisi, por favor no toques mi espalda. (Merisi se afianza de la cintura de Nemrod, casi desmadejado, llevado por su amigo con gran esfuerzo y avanzando con dificultad extrema. Apenas se mueven un poco.) NEMROD: Aguanta, Merisi, aguanta, cruzaremos el puente y la burlaremos... Pronto amanecerá e iremos al banco. Llevaremos a cabo nuestros planes y tomaremos martinis. Únicamente te pido que no toques mi espalda... (Nemrod continúa caminando, llevando casi a rastras a Merisi, lentamente, muy lentamente.) Oscuro.

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Cuatro poemas INGRID VALENCIA

INFORTUNIO

No era yo en mí sino el miedo a desaparecer del interior de la serpiente cuando el elefante olvidara que alguna vez lo miré antes de tragarlo No era yo sino la sangre de angustias ondulantes Detrás de mí no era sino el movimiento decrépito en las arterias No era en mí la oscuridad No era yo la serpiente No eran mis ojos. 125


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EN EL SUEÑO NO MUERO

En el sueño no muero, me traslado con la flama hacia mi cuerpo No hay más ruinas que levantar acaso la máscara que me vio partir rumbo a la noche blanda, eléctrica. No muero, me sostengo en cada paso que enciende la nube y callo —Aquí, decía el poeta, y voy al vértice Hay montañas que tienden al precipicio soy la caída, la ondulación Hay gente que señala hacia las piedras Hay un pozo al centro de la plaza y cabezas lanzadas desde su brocal van al llanto, a la bala en el grito, el último Ayer se moría para ceder la entrada al túnel hoy los engranes del silencio transgreden una piel que me devora Hay un jardín de raíces pudriéndose en estos ojos sumergidos en el amanecer en la sangre de una bóveda calcinada He dejado de partir la pupila se contrae al centro de un cielo amniótico ya no atiendo a la prisa de la duda 126


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ni escucho al rostro disperso del muro pero aunque no muero sé que el viento me humilla al despertar en otro sol de claves marchitas de nieve azulada que brota de los poros, de la boca En el sueño hay un río que se lleva el cadáver y un árbol que sujeta el temblor Aquí, en el negro inmóvil, bajo un viento artificial la vida se demora.

OUROBORUS

Hoy Se vive así con el fuego en casa sin más Los muros blancos de mi calle y las reproducciones de Goya entre los dientes La roja ausencia del espejo Allá, el ruido impreso del vaivén de los hombres

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Aquí, el silencio roto la flor evaporada y la ceniza caída de la boca.

LOS RIELES DEL CUERPO

Supongamos que es cierto. Uno sale de casa, mira rostros en el puente o la avenida. Alguien duerme en el vagón Uno escucha. Y todos vamos en secreto signos queloides acertijos que atraviesan con prisa la mirada Muy pronto ardemos entre atardeceres de alquitrán y polilla Los monólogos sobre los rieles del cuerpo dejan a su paso un sonido que recae en las ausencias que se acumulan en alguna parte El lugar al que llegaré con el bolsillo hinchado la mano vacía. 128


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Octavio, querido Octavio ADOLFO CASTAÑÓN

POEMA CIRCULATORIO

(PARA

LA DESORIENTACIÓN GENERAL)

A Julián Ríos

Allá Sobre el camino espiral insurgencia hacia resurgencia sube a convergencia estalla en divergencia recomienza en insurgencia hacia resurgencia allá sigue las pisadas del sol sobre los pechos cascada sobre el vientre terraza sobre la gruta negra rosa de Guadalupe Tonantzin

Escrito para la exposición El arte del surrealismo, organizada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York en la ciudad de México (1973). El poema fue pintado en el muro de una galería espiral que conducía a la exposición. [N. de OP] Octavio Paz, Obras completas, t. 6, Col. Letras Mexicanas, 1a edición (Círculo de Lectores, Barcelona), 1991; 2a edición (FCE, México), 1994, pp. 331-333. 1

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ADOLFO CASTAÑÓN

(tel YWHW) sigue los pasos del lucero que sube baja cada alba y cada anochecer la escalera caracol que da vueltas y vueltas serpientes entretejidas sobre la mesa de lava de Yucatán (Guillaume jamás conociste a los mayas ((Lettre-Océan)) muchachas de Chapultepec hijo de la çingada (Cravan en la panza de los tiburones del Golfo)

Sí el surrealismo pasó espejo magnético

pasará por México

síguelo sin seguirlo es llama y ama y llama allá en México no éste es el otro enterrado siempre vivo bajo tu mármomerengue palacio de bellas artes piedras sepulcrales palacios municipales arzobispales presidenciales Por el subterráneo de la insurgencia bajaron subieron de la cueva de estalactitas a la congelada explosión del cuarzo Artaud Breton Péret Buñuel Leonora Remedios Paalen Alice 130


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OCTAVIO, QUERIDO OCTAVIO

Gerzo Frida Gironella César Moro convergencia de insurgencias allá en las salas la sal as sol a solas olas allá las alas abren las salas el surrealismo NO ESTÁ AQUÍ

allá afuera al aire libre al teatro de los ojos libres cuando lo cierras los abres no hay adentro ni afuera en el bosque de las prohibiciones lo maravilloso canta cógelo está al alcance de tu mano es el momento en que el hombre es el cómplice del rayo Cristalización aparición del deseo deseo de la aparición no aquí no allá sino entre aquí/allá

Octavio, querido Octavio: Desde hace tiempo quería escribirle, aunque como usted sabe, no dejo de leerlo y frecuentarlo. Lo primero que le debo decir: a más de trece años de su muerte y desnacimiento, nos hace usted mucha, mucha falta, para vivir y pensar este país que usted dejó cuando apenas se empezaban a servir los primeros platos de sangre. Pero no le escribo por esa razón. Le quería contar que se acaba de imprimir en México el libro El surrealismo de Piedra de Sol, entre peras y manza131


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ADOLFO CASTAÑÓN

nas, de Víctor Manuel Mendiola,2 a quien me imagino que usted recuerda bien; el poeta y editor del Tucán de Virginia que lleva el nombre del rey italiano Victor Manuel III, contemporáneo de Marinetti y de los futuristas y que estaba presente como personaje en la novela de Lampedusa El gatopardo. Sí, lo publicó el Fondo de Cultura Económica en su colección “Letras Mexicanas” en este 2011. El libro no ha sido mal recibido, trae no pocos aciertos, ciertos descuidos editoriales (como el de omitir a los traductores de las obras citadas, uno de ellos Tomás Segovia) y las inevitables erratas. Parte Mendiola en él de una reticencia suya ante el poema Piedra de Sol. Dice ahí: “En tres ocasiones interpelé a Octavio Paz por su poeOCTAVIO PAZ ma. Las dos primeras en 1980. Le dije que algunos jóvenes leíamos en grupo su texto y que nos sorprendía y desconcertaba que una composición tan moderna tuviera como vehículo de desarrollo el endecasílabo (…) La tercera vez, en 1997, le expresé el deseo de publicar al margen de las pequeñas y grandes editoriales (…) esa gran pieza que se hallaba a partir de la segunda edición al final de Libertad bajo palabra (1960). Me contestó que prefería editar otros textos…” Mendiola vierte, y transmite, cierta incomodidad de su parte ante el poema Piedra de Sol, que fue reconocido y etiquetado desde un principio por Tomás Segovia, Ramón Xirau y José Emilio Pacheco como una “obra maestra”, un sello que, años más tarde, en la edición conmemorativa del Fondo de Cultura EconóVíctor Manuel Mendiola, El surrealismo de Piedra de Sol, entre peras y manzanas, Fondo de Cultura Económica, Col. Letras Mexicanas, México, 2011. 2

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OCTAVIO, QUERIDO OCTAVIO

mica, realizada por Hugo J. Verani, con la reproducción facsimilar y varios textos relevantes, también se le volvería a poner por los diversos autores (los ya mencionados, Segovia, Xirau y Pacheco, además de Maya Schärer-Nussberger, Pere Gimferrer, Jason Willson, Paul-Henri Giraud, Francesco Fava y Nicanor Vélez)3 que ahí participan encareciendo el poema. Rótulo, el de “obra maestra”, que entra en chispeante y explosiva contradicción con la tentación surrealista que se actualiza en el poema. Usted mismo, en la carta enviada a Segovia el 6 de septiembre de 1965, reaccionó ante la calificación diciéndole a Segovia: “Por mi parte, te confieso que no sé qué quiere decir ‘una obra maestra’. Lo que me emociona, en cambio, es que hayas visto que yo me propuse hacer una obra —algo equidistante del desahogo y del ejercicio.”4 En esa misma carta decía usted que “Piedra de Sol es lo que está después de mis experiencias surrealistas y simultáneamente lo que va al encuentro del surrealismo”. Consta, por otra parte, que André Breton primero aceptó y, luego de tres años, declinaría hacer el prólogo a la traducción de Piedra de Sol hecha por Benjamin Péret, diciéndole —en una carta citada por Mark Polizotti en su biografía de Breton— que prologar dicho poema sería casi como presentar a un clásico comparable a La siesta de un fauno de Stéphane Mallarmé… Al parecer, la “maldición” de la “obra maestra” lo acosaría durante mucho tiempo poniéndolo en una situación incómoda, inclasificable, rara… Pero aquí, querido Octavio, debo hacer un breve paréntesis personal. Yo nací en 1952. Piedra de Sol se publicó cuando yo tenía cinco años. Pero la frase, el lema, la realidad misma del calendario azteca, de la Piedra del Sol, me fue conocida desde mucho antes de conocer el poema a principios de los años setenta. De niño, como a los cinco o seis años, recién publicado su poema, yo había visto el famoso Calendario Azteca, la “Piedra del Sol”, en dos lugares. El primero, en el Museo de las Culturas de la Calle de MoOctavio Paz, Piedra de Sol, seguido de Lecturas de Piedra de Sol, antología y prólogo de Hugo J. Verani, Fondo de Cultura Económica, México, 2007, tomos 1 y 2. Además, como se sabe, Verani es autor de la imprescindible Bibliografía crítica de Octavio Paz (19311996), publicada por El Colegio Nacional, México, 1998. Ahí se pueden encontrar muchas de las referencias citadas en este texto, como por ejemplo la de Giussepe Bellini. 4 Octavio Paz, Cartas a Tomás Segovia, FCE, México, 2008, p. 62. 3

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neda, antes de que el monumento fuera trasladado al nuevo Museo de Antropología de Chapultepec en 1963. El segundo lugar donde vi la “Piedra del Sol” fue en la casa de ese mismo Raúl Noriega Ondovilla, el político cardenista, el exdirector de El Nacional y a la sazón oficial mayor de la Secretaría de Hacienda y editor del legendario Boletín Bibliográfico a quien usted cita en el breve texto en prosa que acompaña la edición príncipe del poema en 1957. Y resulta que don Raúl fue amigo y jefe de mi padre, y tenía en su casa, en la calle de Camelia, en la colonia Florida, una reproducción en fibra de vidrio, que a mis niñas infantiles le parecía monumental, donde estudiaba la piedra con concienzudo entusiasmo, entonces para mí incomprensible. Años más tarde, cuando leí los 590 versos de su poema, aquellas imágenes de la realidad de la “Piedra de Sol” se impusieron poderosamente en el reojo de mi lectura, y me llevan a preguntarme, todavía, de dónde le vino a usted la idea de bautizar con el nombre del “Calendario Azteca” o “Piedra del sol” esos versos iniciales que le fueron “dictados” a usted, según su testimonio a Elena Poniatowska, desde alguna de las provincias del aire. Esto me recuerda algo que me dijo su amigo, el poeta, diplomático, editor y director del Fondo de Cultura Económica, don Jaime García Terrés, hacia 1980. Decía don Jaime que en aquellos tiempos de “Poesía en Voz Alta” —no me dejará mentir José Luis Ibáñez— usted se había dado a leer con fervor y entrega a los clásicos españoles —y en particular la poesía de Lope de Vega, del cual, por cierto, hay más de un rastro semi-explícito en Piedra de Sol (como Filis, o ese “ir y quedarse y con quedar partirse”, citado por Mendiola); que al igual que Manuel Altolaguirre y José Bergamín usted se sabía de memoria —par coeur : con el corazón— tiradas enteras de Lope de Vega. Ese arte de la memoria, querido Octavio, fue el mismo que le abrió a usted las puertas de la amistad de Rafael Alberti y de Miguel Hernández, cuya relación personal conquistó usted a pulso memorioso, del mismo modo que su amigo Juan José Arreola se había ganado a Pablo Neruda con sus recitaciones en fulgurante ráfaga de los 20 poemas de amor y una canción desesperada. Ese arte de la memoria —tan caro a los que cultivan la improvisación— es el mismo que el italiano Giussepe Bellini registró al comentar, con entusiasmo, en una temprana reseña, las tensas relaciones de Piedra de Sol con la poesía de Quevedo y de Lope. Recuerdo de paso que usted, Octavio, en 134


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su ensayo sobre Pablo Picasso (“Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura”),5 a quien usted trató y conoció mucho en Francia en sus primeros años, ofrece un paralelo consistente entre él y Lope de Vega —ambos creadores proteicos—, sellando la alianza milagrosa entre surrealismo y poesía clásica española, que tanto desconcierta a los lectores de miras estrechas. Esa alianza, en el sentido metalúrgico de la palabra (aleación), la descubrió usted muy pronto gracias a las teorías sobre la versificación irregular que le reveló Pedro Henríquez Ureña, y que le servirían a usted no sólo para comprender la poesía por fuera, sino a crearla por dentro. Pero vuelvo, vuelvo querido Octavio, al libro de Víctor Manuel Mendiola. ¿Que qué me parece? Sabe usted que yo no soy un reseñista convencional. Sin embargo creo que el libro sitúa admirablemente bien el momento mexicano en que se dio la escritura de Piedra de Sol, y sobre todo la transcripción de ese inclasificable volumen que es ¿Águila o sol? haciendo énfasis en lo que podría llamarse, más allá o más acá de Paz, la historia del surrealismo en México y más allá de los avatares de las diversas vanguardias artísticas en las regiones americanas, como pudo ser, por ejemplo, el estridentismo, ese futurismo de los pobres que diría Luis Cardoza y Aragón.6 La obra de Mendiola podría haberse llamado también, y sobre todo, El surrealismo de ¿Águila o sol?, Octavio Paz, Obras completas, t. 6, Col. Letras Mexicanas, 1a edición (Círculo de Lectores, Barcelona), 1991; 2a edición (FCE, México), 1994, pp. 75-82. 6 Luis Cardoza y Aragón, El río. Novelas de caballería, Fondo de Cultura Económica, Col. Tierra Firme, México, 1a edición, 1986; 2a edición, 1996. 5

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pues ese libro misceláneo de cuentos, narraciones, poemas en prosa (al estilo de Aloysius Bertrand, el fundador del género, y de Baudelaire), aforismos, arranques de novela, resulta el más marcado por la impronta explícita de lo surreal. Mendiola hace el trabajo solvente sobre la primera recepción de los tres libros que son ¿Águila o sol?, Piedra de Sol y El arco y la lira, aunque deja de lado otros textos coetáneos. Si en la obra de Luis Mario Schneider, El surrealismo en México7 —no citada por Mendiola—, donde se reconstruye la recepción polémica y crítica de André Breton, el surrealismo y Gerard de Nerval en el México donde actuaban y debatían, junto con usted (años antes de que se “convirtiera al surrealismo”), Xavier Villaurrutia y el olvidado crítico y filósofo Adolfo Menéndez Samará, lector de Max Scheller y adversario filosófico de André Breton, la obra de Víctor Manuel corre el riesgo de no ver el paisaje en su conjunto, al despojar asépticamente la recepción de las vanguardias, como el futurismo, el fauvismo y el surrealismo de profundidad histórica y geográfica, y al desvincular su ubicua presencia en el mundo de las artes y de las artes plásticas. Y quizá, perdóneme, hasta lo llega a situar a usted mismo, aunque él nunca lo diga así explícitamente, como un discípulo ambiguo de André Breton (quien, por una parte, asume su causa con un fervor de converso y, por la otra, da signos de querer distanciarse de ella, sin, en modo alguno, romper abiertamente, como hicieron muchos otros surrealistas franceses, pero usted, Octavio era mucho más joven y, además, venía de ese país encantador llamado México) y no como un aliado de la misma guerra artística y cultural. Mendiola se centra más en el libro inclasificable ¿Águila o sol? que en el anunciado en el título Piedra de Sol : ¿Es ¿Águila o sol? el primer libro mexicano que acepta de manera absoluta el surrealismo? ¿Este libro encarna el surrealismo en una república literaria donde no hay surrealismo o donde éste ha sido asimilado con acotaciones críticas? ¿Rompe ¿Águila o sol? con la sincronización que los Contemporáneos habían utilizado para comprender el surrealismo, pero al mismo tiempo para mantenerlo a distancia? Desde una perspectiva inmediata todo nos haría pensar que sí. Este texto practica de manera indudable una libertad creativa al establecer una red de vasos comunicantes entre la realidad y el sueño, entre el objeto y el sujeto, entre la prosa y la poesía. El libro es el resultado de un efecto doble: del diálogo di7

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Luis Mario Schneider, México y el surrealismo (1925-1950), Arte y Libros, México, 1978.


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recto, en persona, con Breton y la asimilación de sus ideas, como de su creación de un hondo análisis sobre el lenguaje y el mundo —una asimilación que implicaba la comprensión de la vanguardia francesa en el movimiento de la rebelión de la poesía contemporánea—. Paz aprovechó el ideario de Breton. Muy bien podríamos decir que lo volvió suyo no sólo en el terreno de la poesía sino también en el plano mucho más amplio de una teoría del amor y de una visión del hombre. Esto se observa claramente cuando releemos Nadja, El amor loco y Arcano 17 y verificamos la traslación de tópicos, figuras y personajes del poeta francés al poeta mexicano en los libros El arco y la lira, Las peras del olmo y Piedra de Sol como en La estación violenta. En Paz, el surrealismo juega el papel de una auténtica idea embrionaria, raíz de poemas y de ensayos. Las dudas y a veces el trastrabilleo ante el surrealismo obedece más que nada a la estrechísima relación estética y psicológica que Paz guardaba con esta visión. Habría que valorar detenidamente cómo esta concepción y estética de la vida transformaron a Paz y cómo éste reelaboró las visiones y pensamientos de Breton hasta volverlos una solución muy personal. La solución no de Breton. La solución de Paz.8

El surrealismo, como se dice en el ensayo “Octavio Paz: la otra poética del surrealismo”,9 es algo más que una escuela (de ahí que no pueda haber discípulos), algo más que una ideología (de ahí que no sean bienvenidos los partidarios), algo más que… Es, era y acaso será una actitud, un método, una forma de conectarse con las tradiciones negadas y denegadas de la cultura en Occidente. Además, el surrealismo no era muy bien visto en ese México de los años cincuenta, donde campeaba la euforia progresista y donde todavía punzaban las cicatrices de la guerra cristera, un México gobernado por un puñado de buenas familias en última instancia defensoras de las instituciones y de la religión, contra las cuales se encaraba precisamente el sospechoso surrealismo. Por lo demás, cabría admitir que, si Octavio Paz está presente en la historia de la literatura mundial del siglo XX, es, en buena medida, gracias a que participa, desde la periferia americana tanto como desde la de una segunda generación, del espíritu, genio, talante o duende surrealista que movió y conmovió Víctor Manuel Mendiola, Op. cit., pp. 57-58. Cursivas de AC [¿La solución surrealista que desconfía del principio de identidad y arroja la moneda viva (La monai vivant ) en la alcancía de los arquetipos?] 9 Adolfo Castañón, La gruta tiene dos entradas, Vuelta, México, 1994, pp. 221-228. 8

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al mundo aunque sólo fuese en la superficie en el siglo XX. La parábola que traza la vida pública y literaria de Octavio Paz cabe ser contrastada con las órbitas de otros poetas de la vanguardia, ya no sólo surrealista, póngase por ejemplo incómodo al admirable, polimorfo, camaleónico y perverso Jean Cocteau, quien terminaría sus ingeniosos días en la Academia y hasta pintando frescos para una cierta capilla católica. Mendiola no saca todo el provecho que habría podido para llevar agua a su molino: no detalla ni se detiene en la amplia red de amistades que supo usted tejer en la república literaria francesa desde sus primeros años con Luis Buñuel, Jacques Prévert, Pablo Picasso, Georges Bataille, Jean Paulhan y el mismo Paul Eluard en cuyo departamento se quedaba en París, usted Octavio, según me cuenta el ya citado José Luis Ibáñez. Tampoco reconstruye el paisaje de las rupturas con las amistades que sostuvo usted en su juventud, como, por ejemplo, la de Efraín Huerta. Otras figuras cuya interrogación se soslaya son las de sus inquietantes amigos e iniciadores André Pieyre de Mandiargues y Bona Tibertelli de Mandiargues, la autora del expresivo dibujo que acompaña la primera edición de La estación violenta (he oído decir que alguien en París tuvo entre sus manos la nutrida correspondencia, hasta ahora inédita, que sostuvieron usted y ella por esos años y donde se asoma la figura de esa Melusina —no hay otra palabra— que lo inició a usted en el conocimiento y la práctica del yoga, del tantra y de tantas otras cosas como el I Ching o libro de los cambios). Y aquí, querido Octavio, perdóneme, no resisto la tentación de transcribir una anécdota que consigna el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro fechada en París el 18 de noviembre de 1960. Dice Ribeyro: Divertida anécdota de Ricardo Paseyro, protagonizada hace algunos días en la Galería Druot, durante el vernissage de Betancourt. Se encuentra con Octavio Paz y con P. de M. a quien ataca al grito de cocu (la mujer de P. de M. vive con Octavio Paz). Octavio Paz trata de defenderlo, pero Paseyro, que es delgado pero violento, les pega a los dos. La mujer de P. de M., al ver maltratados a su esposo y a su amante, se lanza sobre Paseyro y le muerde un dedo. Paseyro grita: Concubine!, y cae al suelo de dolor. Octavio Paz y P. de M. lo rodean y le gritan al unísono: Faux poète! Faux poète! * * Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso. Diario personal, 1950-1978, prólogo de Ramón Chao y Santiago Gamboa, Seix Barral, Barcelona, p. 245.

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Sí, ya sé que la anécdota poco tiene que ver con Piedra de Sol, y quizá menos con el libro de Mendiola… pero sí, según yo, con el ambiente de libertad y de altura espiritual desde la cual está escrito, enunciado ese poema de gran aliento que se llama Piedra de Sol, donde la historia privada, y aun íntima, cobra una fuerza épica y un arriesgado vigor rayano en lo trascendental, como hubiesen aplaudido Lope, Picasso y Breton. En una entrevista para la televisión española de 1977, citada por JeanClaude Masson en las notas que acompañan la traducción al francés de Piedra de Sol hecha por Benjamin Péret e incluida en las Œuvres de la Pléiade de Gallimard,10 recuerda usted que su abuelo Ireneo es el autor de una novela, Piedra de sacrificios, y que quizás, en filigrana, ese tema del sacrificio ronda en el paisaje de su poema, que no sólo se llama como un calendario, sino que es él mismo un almanaque, un diario de duelo por el amor perdido tanto como un calendario de resurrecciones y una cartografía de los amores por venir, siempre, siempre carte du tendre, mapa sentimental: piedra de sacrificios. Es el calendario de los amores muertos. Ha corrido mucha tinta, querido Octavio, sobre la condición circular del poema. Sin embargo, poco se ha interrogado la cuestión misma del poema-calendario. ¿Qué cuenta esa feria de los días, de qué trata? ¿Qué se desgrana en ese tren de ondas instantánea que oscila entre la experiencia amorosa y la experiencia de la historia? ¿Se trata, querido Octavio, de un poema revolucionario no tanto, o no sólo, porque ponga en escena la guerra y la revolución, sino porque está construido en revoluciones, es decir, en ciclos, en círculos que se cierran y abren sobre sí mismos y cuyos textos giran y se articulan en sucesivos encabalgamientos, que se piden y dan aventón, relevo y estafeta, un poema capaz de revolucionarse a sí mismo en el curso acompasado de su respiración incesante? Por eso quizá más que revolucionario sea Piedra de Sol una armadura verbal revolucionada, es decir, abierta al movimiento y la evolución, o a la fijeza, a la involución contemplativa. Se ha hablado mucho, querido Octavio, de que se trata de un poema-río, como supo acusar Ramón Xirau, tan bien leído por Víctor Manuel Mendiola, quien no siempre cierra las puertas que abre. Sí, querido Octavio, todos 10

Octavio Paz, Œuvres, Bibliotèque de la Pléiade, Éditions Gallimard, París,

2008.

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coincidimos en que se trata de un poema iniciático o de iniciación, de una recapitulación de aprendizajes, que se trata de una suerte de narración casi cinematográfica, puesta en partitura lírica, donde la técnica del flash back y del collage y de la sucesión de cuadros o viñetas sucesivas fluye amena y gallardamente, como en el poema de Apollinaire “El músico de Saint-Merry”. Por cierto, en uno de los caligramas de este poeta compuesto para su hermano residente en México aparece curiosamente la expresión “Pierre de Soleil” (Piedra de Sol).11 Calendario de inicios, sí, querido Octavio, pero también calendario de terminaciones, conclusiones, balances. Siempre he pensado, querido Octavio, que esta construcción puede y debe leerse también como un poema-testamento, el poema que esVÍCTOR MANUEL MENDIOLA cribe una persona que se da cuenta de cómo se va transformando ella misma en una época, según usted mismo dijo pocos meses antes de publicar Piedra de Sol al recordar la novela del poeta ruso Boris Pasternak (cuya lectura, por cierto, le aburría y le parecía una lata a Alfonso Reyes). En Piedra de Sol, querido Octavio, se da una elevación no sólo estética sino ética que le permite a usted descubrir que la arena de la historia es un espacio de sacrificio. Piedra de sacrificios, la novela de su abuelo sobre el drama del mestizaje, engranaba, según recordaba usted con el argumento profundo, quizás abismal de su propio poema Piedra de Sol. Tengo para mí, querido Octavio, que en Piedra de Sol se da ese momento de naciSerge Fauchereau, Les poètes surrealistes au Mexique et Octavio Paz, Critique. Revue génerale des publications françaises et étrangers, París, diciembre de 1990. Separata. 11

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miento y testamento que se le revela a aquel que, mediante la escritura de la palabra poética, descubre el oficio de la auto-observación, el trabajo de la meditación, la práctica de la escritura como un oficio de la concentración mental y espiritual que permite reconciliarse con el otro, con los otros. Precisamente Piedra de Sol es, según yo, uno de los dos instrumentos con los cuales usted exorcizó la presencia envenenada de la hija del teósofo Garro, la fatal Elena, La hija de Rapaccini, la hija del brujo. Constato que tanto en la edición de su Obra poética (1978) como en la de la Pléiade vienen estampadas, una detrás de otra, como hermanas mellizas, Piedra de Sol y La hija de Rapaccini. Debemos precisa y preciosamente a su amigo André Pieyre de Mandiargues la certera introducción a la obra teatral que se reproduce en la edición de la Pléiade, y que es una lástima que no aparezca en la edición en español. Sí, Víctor Manuel sabe tender puentes entre el libro de poemas en prosa ¿Águila o Sol?, El arco y la lira y algunos otros textos poéticos que él lee como una serie o cadena o carrera de relevos que transmite de un recipiente a otro el tenso magma de la inspiración. Sin embargo, inexplicablemente sólo menciona de paso el alto y cristalino poema dramático que es también una vertiginosa composición surrealista al estilo de los cuadros de Leonora Carrington, a quien está dedicada la obra y que usted escribió para “Poesía en Voz Alta”, titulado La hija de Rapaccini (1956). Por cierto, recuerdo que esta pieza se publicó casi al mismo tiempo en un número de la Nouvelle Revue Française, dirigida por Jean Paulhan. (Me corrijo, lo menciona de paso y sin darle mayor importancia, rompiendo su regla de analizar con minucia la obra poética previa.) A Víctor Manuel Piedra de Sol le sirve para armar, con fervor y entusiasmo historiográfico, una suerte de pintura mural artística y cultural sobre el poema relacionándolo con esa corriente del alma romántica moderna que se llamó o se llama, en parte, surrealismo, y que se remonta a la poesía provenzal y al mismísimo Dante Alighieri de La vita nuova, de quien usted derivó el tema y la práctica de la “personificación”. Esa práctica, lo pienso ahora, lo salvó a usted del nihilismo y le permitió transmutar el duelo por la separación de los amantes en un poema aéreo: Piedra de Sol, que es casi un himno y cuyo narrador podría ser, me atrevo a decirlo, el “Mensajero” de La hija de Rapaccini. Tiende puentes Mendiola entre ¿Águila o sol?, El arco y 141


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la lira y Piedra de Sol con buenos pero mejorables resultados. Sí, el libro se lee rápidamente y es posible despacharlo de una sentada o durante un viaje, digamos, de México a Guanajuato, y, si se quiere relectura, de Guanajuato a México. Busca reconstruir, como ya dije, el ambiente de los años cincuenta, aspira a recrear la recepción de su poesía en México fundamentalmente a través de las revistas Estaciones y Metáfora. En buena parte lo logra. El mayor mérito de este libro de Víctor Manuel Mendiola es el que traduce su fidelidad y entusiasmo por el poema, sus ganas de haber estado ahí, de haber vivido con usted, con ustedes aquellos momentos dorados de la creación poética encarnada en su persona, arraigada en aquel oasis de la transición histórica que fueron los años cincuenta, los años del Plan Marshall en Europa, de donde usted regresó al México de Ruiz Cortines para escribir estos versos. En fin, el libro funciona a veces como una máquina célibe, a veces como una máquina deseante, aunque restringe la presencia surrealista a la figura de un momento de la vida de André Breton; estrecha la caudalosa, múltiple, diversa vida de las vanguardias artísticas, culturales y literarias a la del surrealismo en cierto momento tardío; atenúa la presencia y el ascendiente de otros amigos suyos como Georges Bataille, Louis Aragon, Paul Eluard y D.H. Lawrence (citado por Masson) cuyos poemas mexicanos, los dedicados a Quetzalcóatl y Huitzilopochtli tienen no poco que ver con el magma de ¿Águila o sol? y Piedra de Sol; aísla los hechos estrictamente literarios del ámbito más amplio de las artes plásticas y, en fin, renuncia a ver la presencia de Piedra de Sol en el futuro de su propia obra, como cualquier profesor que cree en el tiempo… Y aquí un elogio para Mendiola: ha escrito un libro no exento de rigor académico fuera de la academia. Así pues, querido Octavio, y para cerrar este pliego, si alguna vez algún editor me llegara a preguntar mi parecer sobre si este libro podría traducirse a otro idioma, por ejemplo al francés, recomendaría su publicación desde luego, aunque sugeriría que citara la edición francesa de sus obras hechas por Jean-Claude Masson para la Pléiade de Gallimard. Hay que agradecer este ejercicio admirable de arqueología literaria y de reconstrucción de la sintomática recepción crítica que tuvo Piedra de Sol en México. Cito, para cerrar, el poema con que el entonces joven crítico José Emilio Pacheco saludó en verso la publicación de su vertiginoso himno: 142


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Piedra de Sol12 De piedra y sol el aire suspendido, intersticio sin voz y piel del día, va ciñendo su tacto, espuma fría, a la presencia de su sol vertido. Y el poeta levanta del olvido las palabras de ayer, la lejanía del paisaje sumiso que varía para quedar en piedra, comprimido en ese verso que trazó la alada mano exacta y segura del poeta, arquitectura firme, edificada, perfecto sueño que el silencio reta, ni mañana ni ayer, en la completa poesía en una voz eternizada.

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p.

José Emilio Pacheco, “Piedra de sol”, en Estaciones, núm. 9, México, primavera de 1958, Citado por Víctor Manuel Mendiola.

99.

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Dos poemas JULIO CÉSAR FÉLIX

EN EL NORTE YA NO HAY PLAYAS

En el fondo verde de las botellas, ensortijados al vuelo de tardes y de Xanates hambrientos, de honduras de la tierra de los días, escucho la respiración del Venado azul. Ahora lo tengo tatuado en la piel y canta. Abro las ventanas: relámpagos de medianoche; las formas apenas nacen en la comisura de la página; desde el Níger hasta el Nazas he venido silbando la lluvia que no me cobija como una música infinita, y que taladra la cerradura de mi conciencia. Serpientes, chacales y escorpiones vienen a buscarme por la tarde y no me encuentran. En el norte ya no hay playas. Horas pardas sobre el desierto de las madrugadas y el embiste de vientos brujos venidos quién sabe de dónde: no se detienen hasta llegar a las aceradas puntas de unos pies sólidos... 144


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Entonces el flaco registro de los años se desmaya sobre la línea. Y algo me dice que continuaremos sobre la ruta incierta de las pesadillas tolvaneras; doce soles desde que decidí no esperar más y me he quedado con el aliento marítimo de tus puertos de la Imaginación. Huele a ínsula. La arcilla me ha moldeado el cuerpo y el pensamiento a través de los siglos de nubes.

72 HORAS CON MI MADRE para Gilberto Prado Galán

Las manos de mi madre encontraron la sangre devota de la tierra y mis amanecidas sonrientes en La Paz, Puerto de Imaginación, Baja California Sur; en los descubrimientos del relámpago de un jueves infinito: azules y más azules agónicos: último aliento… (una oración para los que agonizan). La luz ocular fue cediendo. 145


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Mi madre tenía peces en el rostro: un rictus mortífero es la mañana; el aire huele a cuarto de hospital público y a orines. Las sábanas al fin cubrieron los rigores del destino. Ángeles cortando flores de azahar; cae el ataúd sobre lágrimas, sin sangre, sin jueves. Tus ojos dejaron de emanar su dulce brillo y voló tu espíritu sobre nuestras cabezas, sobre la casa, el patio, tu naranjo, entre las palmeras; maullaron los gatos… Y te ibas yendo… te fuiste en el mismo devenir del tiempo; cuando crecían los almendros de la casa. Tus manos heladas mutaron para ser raíz de nuestros pasos sobre el camino; transformación en el aire de los nogales y las arenas del Cortés… 146


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Hermenéutica del miedo MAGALI VELASCO VARGAS

a mis exalumnos de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez

Norma Lazo fue de esas niñas que leían bajo las sábanas con una linterna y se aterrorizaba de las sombras proyectadas en la pared. Usurpar del librero El Dr. Jekyll y Mr. Hyde para luego, de puntitas, encerrarse en su cuarto era ya una película de horror. Desde muy temprana edad entendió que el miedo no lo inspiraba aquello que creía la seguía u observaba, sino lo que poderosamente imaginaba. Su interés literario se limitó a la búsqueda del miedo. De Stephen King o Peter Straub y otros autores de género fantástico de terror, sintió la necesidad de conocer diversos pasajes de la historia bélica. Las lecturas sobre las Cruzadas, la Santa Inquisición, las guerras mundiales, las dictaduras latinoamericanas le revelaron la vacuidad del horror literario: “El verdadero horror provenía del hombre y las sociedades que inventaba. Abandoné mis lecturas de horror sobrenatural por algún tiempo porque me pareció tonto. Busqué otro hobby.” Es así como en plena adolescencia (catorce años), Norma Lazo decide coleccionar huesos. Al regreso de un viaje a la ciudad de México, la narradora veracruzana descubre que su colección ósea ha sido devorada por la basura como le sucedió a sus primeras creaciones de cuentos terroríficos y a sus libros de horror de pasta dura y letras doradas. Su afición por lo oscuro significaba una alerta familiar. Norma Lazo ha configurado su propio gótico tropical (como en Juegos florales, de Sergio Pitol) proyectando esa sombra en su obra: los cuentos de Noches en la ciudad perdida (1995), las novelas Los creyentes (1998), El do147


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MAGALI VELASCO VARGAS

lor es un triángulo equilátero (2005) y El dilema de Houdini (2008); el ensayo El horror en el cine y la literatura acompañado de una crónica sobre el monstruo en el armario (2004), las crónicas de nota roja Sin clemencia. Los crímenes que conmocionaron a México (2007) y las antologías Recuento de cuento veracruzano (1991) Los mejores cuentos mexicanos (2000), en coautoría con Claudia Guillén Un hombre a la medida (2005), y Cuentos violentos (2006). En cada uno de sus libros ha desplegado variaciones de un mismo tema: el horror que habita en nosotros. Además de las influencias literarias, el discurso cinematográfico y fotográfico está fielmente presente en sus textos. En lo literario hay una depuración de lo gore, de lo hard, NORMA LAZO de las pulsiones de violencia psicológica y del desprendimiento frente a la otredad. Norma Lazo es una escritora que escapa a las clasificaciones, su obra también. ¿Dónde colocarla en el canon mexicano?1 Escribe sobre serial killers ; sus personajes matan en nombre de una dulce eutanasia, en nombre de una más dulce venganza; hay suicidas que no dejan cartas; leemos paMario Muñoz relata que al leer unos cuentos inéditos y novísimos de Norma Lazo notó “que no había en ellos ninguna semejanza con la acostumbrada ‘literatura femenina’ mexicana”. Sin entrar en discusiones bizantinas sobre cuáles son los temas femeninos o qué es una literatura femenina, citaré lo que el crítico veracruzano da como ejemplos de fórmulas previsibles y convenciones temáticas de una narrativa escrita por mujeres: “conflictos de pareja, madres complacientes y sacrificadas, parejas azuzadas por la incomunicación, mujeres sometidas a la rutina del hogar o la oficina, chavas insatisfechas en busca del hombre que las colme, esposas mantenidas por esposos encumbrados, familias consagradas a los ritos de la forzada convivencia cotidiana, muchachas que cumplen con el acostón del novio en turno, machines endiosados por la calenturienta imaginación femenina”. 1

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sajes donde se nos describe escenas sadomasoquistas dándole la vuelta a lo pornográfico. Una escritora cuyo discurso exhibe el cuerpo femenino pero también el masculino, que juega con los estereotipos como lo ha hecho la fotógrafa norteamericana Cindy Sherman2 a partir de la ironía, del guiñol, de una gramática de los gestos, es decir, la acentuación de los estereotipos sobre todo femeninos. Como Sherman, que también ha explorado lo abyecto del cuerpo (fluidos, excremento, excesos sexuales y perversos) y del cuerpo social (mass media, consumismo, mercantilismo, pornografía, prostitución), Norma Lazo apuesta por una poética de lo repugnante, término propuesto por Cirinne Sacca Abadi,3 esto es, el quiebre en el efecto estético a partir de la irrupción del asco. La dislocación de pulsiones vitales y apocalípticas, amén de perturbar el sistema y aquello que consideramos seguro, ordenado, sano y equilibrado, también puede ser metáfora liberadora, paradoja simbólica. Cindy Sherman (New Jersey, 1954) en su prolífera producción ha hecho un replanteamiento de los roles estereotipados que conforman el imaginario femenino de los mass media y el cine. Ha entrelazado la pornografía con el género de terror, creando una mise en scène de la sexualidad humana, ambigua y compleja. El cuerpo es pilar de su discurso fotográfico apropiándose del mismo al ser ella modelo y fotógrafa a la vez. De la temática corporal, Sherman destaca su papel protagónico en los tiempos modernos: si bien el cuerpo ha sido símbolo de vida-muerte/juventud-vejez, hoy concentra los excesos de la anorexia, la bulimia, la obesidad, el sadomasoquismo, la tortura, la mutilación, las cirugías plásticas, el fisicoculturismo, etc. En el cuerpo se lee nuestra identidad. Nunca como ahora somos leídos por el otro a través de la apariencia. En la serie Fairy tales (1985), Sherman jugó con personajes de cuentos de hadas y comentó: “En las historias de terror o cuentos de hadas, la fascinación con lo morboso es también para mí un modo de prepararme para lo impensable…” Ver: “Cindy Sherman: Cómo tornar (in)tolerable el placer de mirar lo prohibido”, de Corinne Sacca Abadi, en Mujeres fuera de quicio, Adriana Hidalgo, Argentina, 2000, p. 263. Cfr. www.cindysherman.com 3 Apoyándose en Kant, quien postula que el único límite para obtener una experiencia artística es provocar asco, Corinne Sacca encuentra, precisamente en este efecto, una poética de lo repugnante en tanto que “Los espectadores de hoy estamos entrenados por una estética cuya ética apunta a sincerar vivencias duras, que estiran cada vez más los límites de la metáfora hacia terrenos nunca abordados. Sin embargo algunos artistas, como la francesa Orlan, producen en sus obras una violenta caída de la metáfora, al someter su cuerpo compulsivamente a cirugías plásticas que luego comparte con el público en un espectáculo interactivo, en el que renuncia involuntariamente al ‘como si’ del arte.” 2

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MAGALI VELASCO VARGAS

La colección de huesos que inició en el puerto de Veracruz a los catorce años fue el sino de otras más: Norma colecciona monstruos de juguete. “El coleccionismo —nos dice Rosalba Campra—, tan antiguo como el hombre mismo, es la manifestación concreta de la necesidad de establecer nexos, ya que supone clases de cosas que vale la pena coleccionar.” La galería de monstruos de Lazo la conforman también sus personajes: éstos han quedado prisioneros pero cada vez que se asoman entre páginas es como si salieran del clóset. La novela El dolor es un triángulo equilátero (2005) plantea desde sus paratextos (título, epígrafe e imagen de la portada) el tema y la forma. El fragmento del poema “Una imagen divina”, epígrafe de William Blake, evoca la composición de un Frankenstein: “La crueldad tiene un corazón humano, y los celos un rostro humano, el terror la divina forma humana, y el secreto el ropaje humano.” La autora elige estos versos y con ello lanza un guiño intertextual al remitirnos a la novela El dragón rojo (1981), de Thomas Harris, llevada al cine en 2002 bajo la dirección de Brett Ratner y escrita por Ted Tally, guionista de The silence of the lambs. Harris utiliza el poema “Una imagen divina” para conectar a su lector con el impresionante grabado de Blake: “El Dragón rojo y la mujer vestida de sol”. Para Norma Lazo, Frankenstein, el monstruo de corazón triste, “es una historia sobre la belleza intangible e imperceptible para el ojo humano”, “una parábola sobre las relaciones entre padres e hijos”. El grabado de Blake muestra un ser humanoide y viril que fusiona los rasgos del dragón (alas y cola) con los del demonio (cuernos y llamas). La actitud amenazante de sus alas extendidas, los pies en punta y los músculos tensos exacerban el miedo que el rostro de la mujer, en clara desventaja y súplica, manifiesta. El dolor es un triángulo equilátero está dividida en dos partes: “El círculo”, donde se narra los últimos días de la infancia de Fabián, el narrador y protagonista; y “El triángulo”, los meses sin Fabián adulto, tras su suicidio. El círculo abre la narración de 0º a 360º dibujando una ventana a la vida de un niño que asiste noche tras noche al terror de su propio dragón (el padre a quien llamará todo el tiempo el Cerdo) sodomizando a su madre. Como en el grabado de Blake, la progenitora de Fabián, la dama luminosa que olía a lluvia, es sometida a prácticas ritualistas emparentadas con la pornografía y el terror. 150


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Fabián-niño construye su miedo a partir de los “ruidos amenazadores” provenientes de la recámara de su padre. En su imaginario proyecta un ser bestial al que nombra el monstruo-puerta, que devora a sus padres entre exhalaciones y pulsaciones. El día que logra mirar a través de la cerradura descubre que el monstruo-puerta es el Cerdo y los ojos de éste serán comparados con la mirilla. La habitación es un contenedor de lamentos y, en esta primera parte de la novela, la narración se centra en lo sensorial, en el plano olfativo: Fabián percibe el aroma de flores podridas en el jarrón, de las salsas picantes cocinadas por su mamá en el desayuno, el repugnante olor a sudor, aliento y eructos del Cerdo, en contraste con los hedónicos perfumes de la madre: yerbabuena, comino, tierra mojada. Los ruidos, como en “Casa tomada”, son vehículos metafóricos paradójicos de “la sagrada familia”; los gemidos y el llanto de la madre dialogan con los bramidos del Cerdo. La bestialización del padre descuella del amor edípico de Fabián. El niño se vuelve un voyeur del porno-horror de sus propios padres. El círculo se cierra con la epifanía de que su madre, por más que le suplique, jamás dejará fuera de su circunferencia al Cerdo; antes bien, le pide a su hijo que lo quiera y respete. Sobreviene la primera de varias crisis de ansiedad, el círculo comienza a desdibujarse de 360º a 0º. Una pistola y un motivo son suficientes para cometer un asesinato. Fabián sustenta su discurso interno en dos compensadores arquetípicos de lo masculino y lo femenino: Blondie, interpretado por Clint Eastwood, en El bueno, el malo y el feo ; y el ícono sexual de los setenta y ochenta, Farrah Fawcett, la mujer más bella, dice el niño. El sociólogo Gilles Lipovetsky afirma que la violencia en las sociedades primitivas (hasta el siglo XVIII en el mundo occidental) se regía por valores donde el honor, la dignidad y el escarnio social, eran la base del código de la venganza. La violencia se situaba junto con la crueldad como un comportamiento dotado de un sentido articulado a lo social. Clint Easwood metaforiza la valentía frente a la cobardía: como caza-recompensas que es, su comportamiento responde a una escala de valores al margen de la legalidad, pero limitada por sus propia conveniencia e intereses. Blondi no actúa anárquicamente; su doble juego, con la autoridad y con el Feo, obedece a la ley de la transacción y del trueque. Fabián no duda en usar la pistola contra su padre, no duda en vengar el asesinato que 151


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lo ha dejado en la más oscura orfandad. La violencia vengativa, continúo con el sociólogo francés, “no es un proceso ‘apocalíptico’ sino una violencia limitada que mira equilibrar el mundo, de instituir una simetría entre los vivos y los muertos”. Cuando la policía descubre a Fabián en su ático, percibe que repite compulsivamente una estrofa del himno nacional mexicano (“mas si osare un extraño enemigo”) y en sus manos aprisiona unos recortes de sus carteles más preciados: son los ojos y las manos de Clint Eastwood; la boca sonriente de Farrah Fawcett; la nariz, las orejas y el símbolo delta del uniforme del capitán Kirk, de Star Trek. Fabián narrador, quien enuncia desde la muerte, proclama: “Ahora sólo debía aprender a no esperar nada: el tamaño del dolor es proporcional a la magnitud de la esperanza.” La segunda parte de la novela, “El triángulo”, narra la llegada de un joven repartidor de pizzas a los condominios donde vivió y se suicidó el fotógrafo Fabián. La voz narrativa cambia a tercera persona y los personajes parecen extraídos de un grotesco carnaval. Carentes de nombres propios, los habitantes de los departamentos serán denominados por su aspecto físico o por su oficio, salvo la dueña del inmueble, Felicidad, y su amante, el licenciado Loveland, abogado de la compañía, quienes poseen nombres y apellidos que ironizan, respectivamente, los atributos de sus portadores. En esta segunda mitad, la figura delta se reconfigura con el fantasma de Fabián, la Niña (personaje protagónico) y el repartidor de pizzas. El inicio de “El triángulo” es singularmente significativo: “Jeringa desechable, pocos pesos, el aire es gratis. La burbuja subió hasta el corazón y éste dijo adiós. Departamentos en renta, tel. 55117625.” Conforme la lectura avanza, sabemos cuál fue el método elegido por el fotógrafo para finiquitar su vida, reconocemos que su departamento es el que está en renta y que será habitado por el repartidor de pizzas. El motivo del suicidio es el dolor tras la muerte de su pareja, Artemisa, la delgadísima modelo y protagónica figura del trabajo fotográfico de Fabián, junto con la Niña. El suicidio, una de las manifestaciones de la violencia autodestructora, ha modificado sus métodos pagando el tributo correspondiente al orden de nuestras sociedades cool, como las nombra Lipovetsky, o del vacío. Hasta 1960 las maneras más eficaces de cometerlo era por ahorcamiento, asfixia y 152


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arma de fuego; el individuo posmoderno optará por formas menos dolorosas y ostentosas, pese a que nuestra era “es más suicidógena aún que la autoritaria”. La muerte de Fabián, neonarcisista desestabilizado por el abandono y la pérdida, está tratada sin radicalidad; el paso de la vida a la muerte permite la destructuración del Yo. Me parece interesante en esta novela cómo Norma Lazo provoca un efecto búmeran en torno a la nopresencia física de su personaje. Con los objetos que dejó por el mundo: sus trajes Armani y Versace, la caja de medicamentos para la ansiedad, depresión, migraña, insomnio, gastritis, taquicardia, cruda; y las fotos de Artemisa y la Niña, así como el trabajo titulado “El círculo”, se deconstruirá un Fabián de póster de película, canonizado y depurado de su propia infancia y adultez. Si el primer triángulo que dibuja la vida del fotógrafo corresponde al de su familia y sus vértices se concentran en el dolor, el segundo lo traza con Artemisa y la Niña, a quien desea adoptar para librarla de su progenitora y liberarla de las miradas de los habitantes del condominio. Esta nueva versión de familia no alcanza el éxito, mantiene su coherencia de no esperanza como única esperanza de sobrevivencia. Los inquilinos polanskianos son la Mujer de la Mirada Torva —lideresa del resto de los ancianos—, el Hombre del Bastón —con pijama de franela—, el Viejo de la Silla de Ruedas —que escupe gargajos con sangre—, la Anciana del Chihuahua —con comezón en las encías por la dentadura postiza—, la Mujer del Cabello Azul —la única que no viste pijama— y la Madre de la Niña —maltratadora y proxeneta de su propia hija—. Las juntas con153


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vocadas por la lideresa tienen por objeto la defensa de aquello que entienden por “vivir decentemente”. Su estrecho código de “la moral” se violentó primero con las “escandalosas” relaciones entre el Fotógrafo y la Niña, así como por la presencia de “prostitutas” (Artemisa) que visitaban al degenerado Fabián, quien hacía con ellas “quién sabe qué cosas”. A la muerte de éste, el Repartidor será el nuevo blanco de acusaciones: matar la memoria del Fotógrafo requiere un sustituto para, a su vez, aniquilarlo después. La lectura del silencio de la Niña, luego de que su madre la vende al licenciado Loveland, equivale a una violenta sacudida que hace evidente las fallas éticas de nuestra sociedad. La Madre, por medio de una transacción mercantil, deja la vía libre al goce perverso de Loveland, pedófilo conocido y travestido de “gente decente” y “apasionado amante” de Felicidad. La insistencia de la autora por mostrar personajes esperpénticos y de guiñol, como la Mujer de Mirada Torva y la Madre, dialoga con la idea plástica medieval y barroca de la vituperatio. La fealdad de la mujer expresa la maldad interior. No importa cuánto maquillaje use, como la Mujer del Cabello Azul, aunque se cubra de un halo santificado, el arquetipo de la madre vinculado con la naturaleza, la vida, la ternura y el amor incondicional, denostará su falsedad. En la poesía, narrativa y el arte pictórico el arquetipo de la bruja, la anciana decrépita y pestilente que intenta seducir es un clásico que obedece a la deformidad y a la corrupción del alma.4 El lector de Norma Lazo no se sentirá cómodo. Qué bueno, hay que desconfiar de la literatura tranquilizadora. Ya lo dijo Pessoa en forma de personaje de Tabbuchi: “Yo prefiero la angustia a la paz pútrida.” Lejos de un determinismo simplista, El dolor es un triángulo equilátero dialoga con un contexto histórico y vigente que resulta inevitable no atender. Susan Sontang, en su ensayo Frente al dolor de los demás (2004), nos recuerda que la fotografía, desde su nacimiento en 1839, ha acompañado la muerte, que el consumo de imágenes exhibiendo cuerpos dolientes se emparenta con el gusto de ver cuerpos desnudos, que la foto objetiviza y que todas la imágenes que “exponen la violación de un cuerpo atractivo son, en 4

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Véase el monumental libro de Umberto Eco, Historia de la fealdad, Lumen, Italia, 2007.


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alguna manera, pornográficas”, provocándonos un tormento interior por la fascinación de lo espeluznante. En una sociedad amnésica y vertiginosa en sus formas de acatar la violencia como cotidiano orden tolerado, las palabras de la escritora norteamericana se graban en mi memoria ahora compartida: La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra acción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido por los demás. La persona que está perennemente sorprendida por la existencia de la depravación, que se muestra desilusionada (incluso incrédula) cuando se le presentan pruebas de lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros —en el sentido de crueldades horripilantes y directas—, no ha alcanzado la madurez moral o psicológica. A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad o amnesia. (…) Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan.

Porque la memoria es individual y es nuestro único vínculo con los muertos, cuando Norma Lazo regresa al Puerto de Veracruz y se detiene frente a lo que fue la casa de su abuela, espacio ahora ocupado por un banco, y observa los estragos del salitre, la extinción de las cosas, lo rapaz del tiempo y sus habitantes, entiende, después de muchos años, su “vieja tonta” y melancólica afición de coleccionar huesos.

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Tres poemas IVÁN VÁZQUEZ

DEL SOÑARSE

Sueño y una húmeda costra nocturna —cargada de una fuerte furia de nostalgia— despierta.

MAGDALENA

Y con justa razón decían que estabas deliciosa En mi boca suave es el sabor de tu pan y vertiginosa corre la levadura 156


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de tus piernas en mi nariz Yo no soy culpable de tener harina en las manos pero sí de tener la barriga vacía y el corazón contento

CAÍDA LIBRE

Caer sin más, simplemente caer. Caer en el caos, caer con caos, en el pozo del fracaso. Caer redondo, hasta el fondo. De prisa te incorporas sin saber que caíste otra vez.

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Dolce far niente FEDERICO VITE

Dove si celava il segreto, amore, che abbiamo abitato, repito la frase tejida en la sábana; beso la espesura negra de tu sexo. Aspiro para engrandecer en mi pecho la fragancia que te impuso la naturaleza efímera del sudor. Me recuesto sobre tu geografía. Desde la penumbra de mi miedo, te palpo, dejo que la prisa se apropie de mis manos. Retengo con fuerza el cuerpo suave de tu pecho. Respiro a tu ritmo. Parpadeas. Descubro el reflejo de mi tristeza en tus ojos. Pero no voy a poner sobre esta noche el duelo construido desde hace años. —Estoy muerta —sutilmente confiesas antes de abrazarme—. Por eso me voy. Me sujetas de los hombros; supongo que practicas la forma de agarrar las maletas. —Te verás bien cuando envejezcas. Lo sé —dice conteniendo el llanto. 158

Corto su frase colocando el dedo índice en su boca. Intento grabar sobre su boca la huella dactilar de mis deseos. Te observo, me lleno de ti, de la presencia que abrillantó mi vida por años. Fumas. Escucho cómo crepita el tabaco y pienso que mi cuerpo debe tener ese sonido. Lanzas el humo; acaricias mi cabeza. Eres la mujer que no conozco, una sutil consigna del paso del tiempo. Estamos, amor, en medio de una noche que da inicio a la ruptura. No me atrevo a reconocer que perdimos. Dibujo sobre tu imagen a la jovencita de hace años. Se te ha borrado la furia del rostro. Eres un espectro aburrido. Me levanto de la cama. Es un simulacro de tu adiós lo que practico al recorrer el pasillo y entrar descalzo al baño. Me detengo frente al espejo. Soy hilachos de la sombra, un semblante amargo que se inclina frente al


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DOLCE FAR NIENTE

lavabo y confunde la caída del agua con sus lágrimas. Está roto lo que fui. Protagonizo una trama compacta y sin sorpresas. Se acabó. Si el octubre pasado planeamos este viaje, dimos cifras al deseo ahorrando en una cuenta bancaria el salario gris de los trabajos extras. Se acabó. Si de este viaje hablamos tanto, fue absurdo entonces hilvanar las manos y los cuerpos pensando en la gloria de esta ciudad. Y reconozco ahora la calamidad vestida de esperanza. Al enjugarme el rostro descubro que la toalla, igual que las sábanas, llevan inscrita esa leyenda: Dove si celava il segreto, amore, che abbiamo abitato. Salgo del baño. Me aterra el presente; la posibilidad de que el vacío simplifique mi existencia de nuevo. —¿Por qué aquí, linda? —Pregunto al sentarme a su lado mientras ella deposita la colilla del cigarro en un cenicero triangular—. Dime. —¿Por qué? No sé, fue la ciudad. No tiene sentido, nene. Ya te dije que me siento muerta. Ver todo esto —señala el paisaje en cuadro por la ventana—. No sé. Me aterra morir junto a ti. Tal vez en un tiempo todo se aclare —enciende otro cigarro. ¿En un tiempo? Si yo dijera esa frase, la temperatura de la plática sería un violento encontronazo. Pero qué

puede agregarse a esto. Suspiro. Comienzo a ondear la bandera de la decepción en mi rostro. Veo sus pies delgados, la estructura oval y pequeña de sus dedos; la curva de su talón, la delicada amplitud de los tobillos. No es bueno memorizar la fisonomía que perderé. Aprieto tus pantorrillas para dejar sobre la piel las marcas de mis dedos. Suspiro. Incendio vano, lumbre finalmente es lo que llevas hasta tu boca. Fumas para darle potencia, 159


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FEDERICO VITE

mujer, al motor del abandono. Cambiar también es un ascenso al miedo. Firmo esa sentencia con otra pregunta. —¿Si sólo pienso en hacer el amor contigo es que no me gusta hacer el amor? —¿Por qué me dices eso? No te lastimes —responde aflautando la voz. Gira el cuerpo para mirarme de frente. Su pecho desnudo me hace pensar en crónicas de guerra, cuando Aníbal cruzó los Alpes, acompañado de elefantes en medio de la nieve. Toco su pezón con la palma de mi mano. El contacto la eriza. Comprendo que 160

no podré conquistar Roma; mi ejército no se compara en estrategia ni volumen con la del militar de Cartago. Me apabullan estas colinas, tu nieve, la campiña difícil de domar. Este paisaje, el de tu epidermis despertada por mi tacto, debe ser idéntico al que Aníbal presenció antes de la batalla. Tus lágrimas humedeciendo mi pecho facilitan la recreación del Lago Trasimeno. Abatido, sin hablar tu mismo idioma, concluyo que no soy de aquella legión de soldados y perderé esta ofensiva. —El año pasado intenté dejarte, pero la idea de este viaje me ayudó a unirme a ti. Conocí a otra mujer. Nos tratamos una semana y con eso bastó para pensar en irme con ella. Estoy feliz por haber tomado esta decisión, especialmente ahorita, porque sé qué siento por ti. No cree lo que digo. Cierra los ojos. Recarga su cabeza en la almohada; la mitad de su cara se refleja en el cristal de la ventana. De nuevo pienso en los Alpes al verla inclinarse y cubrir su cuerpo con la colcha. —Eso no va a cambiar la decisión, Federico —me nombra molesta, herida—. Me quedo con recuerdos buenos. ¿Entiendes? El viento sacude las cortinas. —¿Qué harás, Livia?


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DOLCE FAR NIENTE

—Regresar. Me llevaré mis cosas. Es bueno para los dos. ¿Tú? —Pienso hacerme otro tatuaje. Ya veré —digo cruzando los brazos. Tengo un poco de frío. El miedo es una sensación complicada. Pierdes el sueño; el cansancio no te detiene: hace que te sientas vivo—. Con cada tatuaje es como si escribieras en la piel “me dolió esto”. Me he hecho los tatuajes por eso, Livia, para recordar cuándo y con quien fracasé. —Dime —el llanto hace más clara su mirada— para qué me dices esto. Yo no sé qué siento por ti. No son pocos años los que tenemos juntos, pero no sé qué siento por ti. Hay mariposas en mi estómago cuando te pienso; me gustas, pero de pronto, no sé, tengo ganas de conocer otras personas. Me da miedo estar tanto tiempo contigo. —Si te comprometieras, sabrías de qué hablo. No quiero rogarte, ni pelear. No, Livia. Se pone en pie; sé que se pondrá mi playera y de nuevo se recostará sobre la cama con las piernas cruzadas: cierra los canales de comunicación. —Contigo me siento en casa, Livia. Cuando salgas por esa puerta, sólo me quedará pensar que he comenzado un viaje y que he perdido

algo inolvidable, como mi lengua o mi pecho. —Yo también comienzo algo —limpia sus mejillas con mi playera. La observo acomodar su equipaje. Se pone los jeans viejos; sus botas mineras que compró hace una semana. Ni siquiera pasamos un día juntos en Roma. Toma su mochila y se dirige al baño. El sonido del viento en la ventana me hace pensar en el vago sonsonete de su voz, un tono grave con súbitas fisuras agudas. Su canto se ha dejado arruinar con cigarrillos. Yo sé qué siento por ti, Livia. —Bien —dice frente a mí, cerrando los ojos—, me voy. Cuídate mucho —la beso en la boca. No se retira, me deja estrecharla. Mi respiración, la de ella, son tan parecidas. Su cabello huele a champú de fresas. —Te bendigo, Livia. La veo alejarse con su mochila colgando del hombro. Cierra la puerta. Escucho sus pasos por el corredor. La imagino bajando las escaleras. Me aterra su partida. Regreso al baño para ducharme. El agua cae; refresca. La sensación de frío es incontrolable. Uso la toalla. Jalo el espejo; encuentro unas tijeras oxidadas en el botiquín y un rastrillo usado; las tomo para cortar el aire. El chirrido 161


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FEDERICO VITE

del metal me agrada. Junto en una coleta mi cabello. Corto. Oigo a lo lejos que alguien eleva un buen deseo en la mañana. Canta, con ese estilo dramático que poseen los italianos, je vois la vie en rose. Abro la ventana del baño y coreo la voz de ese hombre en la medida que me despojo del cabello con las tijeras. Il me parle tout bas / je vois la vie en rose… Mon coeur qui bat. Eres la música de lo que pasa, Livia, el cuerpo de una marcha fúnebre abandonando el cementerio. Tiro mi pelo en el

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cesto de basura. Corto. Descubro el reflejo del Coliseo romano en el espejo. Corto. Así usan el pelo los esclavos, los guerreros que luchaban en esta ciudad. Observo a través de la ventana cómo el sol aplasta la sobriedad de la noche; el cielo es un enjambre de nubes, son barcas en busca de navíos de guerra. Suspiro. Je vois la vie en rose, grito. Quedará cincelada sobre la puerta de este adiós la frase taciturna del hotel: Dove si celava il segreto, amore, che abbiamo abitato.


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La vigilia de la aldea

Literatura de la literatura FELIPE VÁZQUEZ Raúl Dorra, Lecturas del calígrafo, Siglo

¿Qué lee el personaje atormentado de The raven, de Edgar Allan Poe, antes de la llegada del cuervo? En los primeros versos del poema, el yo lírico relata que medita en curiosos libros de la tradición olvidada (forgotten lore). ¿Podríamos deducir qué libros estaba leyendo? Según la agudeza para interpretar un texto e incluso según las obsesiones de cada lector, alguno podría afirmar que el personaje lee un libro de la tradición hermética, otro dirá que se trata de un texto de escatología, alguien más dirá que el contexto sugiere un libro de brujería. Las conjeturas nos pueden llevar a la formación de una biblioteca. En su reciente libro, Lecturas del calígrafo, Raúl Dorra supone que lee un libro de amores trágicos, y comenta que podría ser la historia de Jaufré Rudel —un trovador del siglo XII— y la condesa de Trípoli, o la de Psiquis y Eros, o la de Erec y Enid contada por Chrétien de Troyes, o la de Eurídice y Orfeo, o la de Tristán e Isolda, etc. La historia del amor desdichado viene desde la mitología griega, se consolida con la invención del amor cortés y llega hasta

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Editores, México,

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nuestros días de mano del Romanticismo (en la tradición latinoamericana podemos citar a la niña de Guatemala, que murió de amor, por ejemplo, o la pasión de Pedro Páramo por Susana San Juan, pues Pedro Páramo es también una novela de amor desdichado). A partir del temperamento melancólico del personaje (descrito por el mismo Poe en su “Philosophy of composition”, escrita para explicar cómo escribió el poema) y al sufrimiento que padece debido a la muerte de su amada Leonora, Raúl Dorra juega a reconstruir o inventar la historia y no sólo sugiere la posible “historia olvidada” que el yo lírico lee al inicio del poema sino que el tema le permite discurrir sobre la tradición del amor cortés y su resonancia en la literatura moderna. E incluso imagina variantes de la historia: “El poema, también, podría describir los episodios de una pesadilla a través de la cual un hombre asolado por el tedio consigue realizar un deseo fuertemente guardado en la oscuridad de la conciencia. O, por qué no, podría ser recogido de esta simple manera”, y da su versión de la historia. 163


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En Lecturas del calígrafo, Raúl Dorra continúa la literatura de cuatro escritores: Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Poe y Franz Kafka. Parte de la biografía y la literatura de cada uno de estos autores y elabora ensayos narrativos (o ensayos de ficción o ficción ensayística) que las comentan, critican, biografían, ficcionalizan, parafrasean, intertextualizan y desmitifican. El resultado es un texto híbrido y lúdico de indudable calidad literaria. En el prólogo, “La mirada en el trazo”, Dorra enuncia sus permisibilidades: “El calígrafo promueve una suerte de espera del decir de las palabras, pero es inocente de lo que ellas dicen, hacen. Emulando, pues, la inocencia del calígrafo, yo he dejado y he movido, he tratado lo ajeno como propio y lo propio como ajeno, he llevado a algún autor a poner en su novela lo que él ostensiblemente había desechado, he practicado el arte de la conjetura cuando no el de la confusión.” Antes había declarado que el calígrafo es un “literal cultivador de las bellas letras”, y hay que leer esa frase con la ironía y polivalencia que implica. En Dorra, pues, la lectura se materializa en otra escritura, y dicha escritura interpreta y ficcionaliza lo leído. Antes de abordar el contenido del libro, quiero comentar algo que me parece un mérito de Dorra: no cedió a la facilidad de hacer literatura a partir de las “miserias” de estos escritores. A quien busque literatura morbosa le aconsejo no leer este libro, pues se ciñe a escrituras y escritores. No ceder al facilismo de literaturizar las intimidades o flaquezas de los escritores me parece una virtud literaria y crítica. 164

El libro inicia con una biografía apócrifa de Jorge Luis Borges titulada “En el Sur”. Dorra transforma al autor del Aleph en personaje —algo que el mismo Borges había hecho ya de manera insuperable— y lo hace convivir con algunos de sus personajes. Después de meditar sobre cómo iniciar una biografía y de los inconvenientes retóricos del género, Dorra mimetiza su texto con “El Sur” —un cuento de Borges que aparece en Ficciones y que incluye muchos rasgos autobiográficos— y convierte al personaje Juan Dahlmann del cuento borgeano en Borges mismo. Parte de un hecho histórico: el accidente que sufre Borges en la navidad de 1938 y que lo lleva al borde de la muerte (se hiere la cabeza con el filo de una ventana y, al paso de los días, esto le provoca septicemia). Después de este accidente, y ya en su convalecencia, empezaría a escribir los cuentos que lo harían mundialmente famoso y que luego reunió en Ficciones. A semejanza de Dahlmann, el Borges de Dorra viaja al Sur, a convalecer en una estancia de la familia. Al llegar es retado a duelo por un compadrito, es salvado por el hijo de Tadeo Isidoro Cruz, quien es acuchillado a mansalva por el compadrito y, en su agonía, cuenta a Borges la historia de su padre (quien, recordemos, primero persigue y luego se vuelve amigo de Martín Fierro, el personaje de José Hernández que Borges, a su vez, tomó prestado varias veces). De los cuatro textos que integran Lecturas del calígrafo, éste tiene una curiosa particularidad, no sé cómo explicarla excepto mediante esta comparación: el Borges de Borges sa-


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be a Borges, el Borges de Dorra sabe a Bioy Casares. En “Una especie de corpiño mental”, Dorra reflexiona sobre un pasaje de Palomar, la novela de Italo Calvino, y al mismo tiempo comenta “El guizzo”, un ensayo del semiólogo A. J. Greimas, que aparece en De la imperfección. Ambos críticos abordan el mismo pasaje de Palomar : “El seno desnudo”, que narra el asombro de Palomar —el protagonista de la novela— ante una joven que toma el sol en la playa con los senos desnudos. En realidad, el texto de Dorra parte del ensayo de Greimas pero aborda de manera diferente el pasaje. Mientras que Greimas nos lleva de la estética del relámpago (guizzo) a la estética de la gracia, Dorra va de la reflexión moral a la estética y de ésta a la ficción, a imaginar los posibles encuentros de Palomar con la chica de la playa. La reflexión semiótica de Greimas es estricta y se ciñe a la percepción y el efecto estético del hecho narrativo, en cambio Dorra es lúdico y deconstructivo, la crítica desemboca en la narrativa, la ficción gira hacia la conjetura narratológica y filosófica (recordemos que Palomar es “un filósofo de la vida cotidiana”), y de la mente del personaje deriva hacia el taller de escritura de Calvino: “la escritura tiene sus exigencias —dice Dorra a propósito de la relación autor-personaje— y el escritor debe plegarse a ellas aun si él mismo quisiera que las cosas ocurrieran de otro modo”. El texto más complejo y extenso (abarca la mitad del libro) viene del mundo de Kafka y tiene como protagonista a

Gregorio Samsa, el personaje de La metamorfosis (esta obra, por cierto, es traducida como La transformación en las obras completas de Kafka editadas por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores; véanse las notas filológicas de esta edición; pese a ello, la citaré con el título tradicional, ya que Dorra así la refiere). El autor reescribe La metamorfosis y la titula “Noticias sobre la muerte de Gregorio Samsa”, texto que además parafrasea, parodia y ficcionaliza tanto la obra como la biografía de Kafka. En realidad, el calígrafo Dorra se apropia del personaje Gregorio Samsa —a quien le adjudica, a su vez, el trabajo de calígrafo en una compañía de seguros— y lo identifica con Franz Kafka: el personaje se convierte en el autor. Así, “Noticias sobre la muerte de Gregorio Samsa” es un intertexto que fusiona de manera coherente Descripción de una lucha, La metamorfosis y Carta al padre. La narración se enriquece con referencias y descripciones de otras obras del autor checo: “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones”, El castillo, El proceso, “La muralla china” y las cartas a Milena. Al centrar la narración en Gregorio Samsa y al metamorfosearlo en Franz Kafka, Dorra propició que en ese espacio narrativo se conjugaran las fronteras de la literatura, la biografía, la historia y la crítica literaria. El texto es una biografía oblicua de Kafka que ilumina ciertos pliegues de su mundo interior y de su mundo literario. ¿Por qué Raúl Dorra convierte a Gregorio Samsa en calígrafo, si el autor de América estaba lejos de tener la excelente caligrafía de Poe? No lo dice. Quizá 165


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la respuesta se halle en otro libro: K. de Roberto Calasso, donde el lector curioso hallará notables observaciones sobre la caligrafía de Kafka. Dorra hace literatura de la literatura. Aunque muchos autores hoy la practican, es una estrategia creativa muy riesgosa, pues siempre pone en evidencia la estatura de esos autores, y la mayoría se queda muy por debajo de los escritores que toman como materia prima. Si la crítica literaria, considerada como una forma de la literatura, es una suerte de escritura parasitaria, también la literatura hecha de literatura corre el riesgo de volverse literatura parasitaria y, su autor, un escribidor carroñero. La ficción parasitaria abunda, pues es una manera fácil de hacerla, pero ¿sus autores habrán reflexionado sobre los peligros que implica y, al final, sobre su posible condición de falsos escritores? Si una novela toma como personaje a Hölderlin, por ejemplo, y no nos transmite la grandeza de su poesía ni la tragicidad de su vida porque la escritura de esa novela carece de fuerza y de capacidad lírica, entonces se trata de una obra falsa y su autor es un escritor falso. Por el contrario, si dicha novela nos transmite el poderío poético de Hölderlin y las desgarraduras de un alma condenada a un destino trágico, entonces esa obra es verdadera, es decir, es literatura, y su autor es un escritor, alguien que estaba llamado a descrifrar, revelar y cifrar a un gran poeta. A partir de estas consideraciones, dejo al curioso lector la tarea de indagar si Escrituras del calígrafo hace honor a sus personajes. 166

Addenda. El objeto que llamamos libro, ¿debe invitarnos a leerlo? ¿Debe estar diseñado de modo tal que nos seduzca y despierte en nosotros la curiosidad lectora? Me parece que así debe de ser. Todo editor tiene la obligación de hacer un libro leíble. Pero hay editores torpes o pichicatos, y el que editó Escrituras del calígrafo es uno de ellos, pues la lectura de este libro es muy fatigosa debido al deficiente diseño de página. Pocas veces he visto una mancha tipográfica que parece, en efecto, una mancha. Es una página asfixiada, con tipografía muy pequeña y sin márgenes generosos. Con este diseño de página, leer es un acto de masoquismo. ¿Los editores de Siglo XXI leen los libros que editan? ¿Se trata de ignorancia editorial por parte de quienes deciden el diseño de página o de cicatería pura de los gerentes de Siglo XXI?

La fiesta problemática GABRIEL WOLFSON José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala (eds.), Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica, Candaya, Barcelona, 2011, 482 p.

De entrada, el problema de esta situación concreta: un congreso sobre Juan Villoro (noticia que, según comentó, lo hizo sentirse viejo, si no es que póstumo), a partir del cual leo este enorme libro sobre Villo-


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ro. Y ahora, este texto sobre un libro lleno de textos sobre Villoro dentro de un congreso que generará otro buen puñado de textos sobre Villoro. Frente a ello se me ocurren dos opciones: decir algo más sobre Villoro, lo que sea, que contribuya a la celebración de su obra (¿a proseguir su transformación en zombi, aprovechando la reciente visita de George A. Romero a México?), o, con cierta incomodidad, como el tío que llega borracho a la cena para declamar el “Brindis del bohemio”, no tanto hablar de Villoro sino, propiamente, comentar el libro. Y es que el libro, me parece, casi pide, desde su mismo índice, que no lo glosemos simplemente, que no lo destinemos entre aplausos al librero, sino que, a partir de él, pensemos algunas cosas.1 Antes de la lectura, la pura idea del libro sugirió unas cuantas preguntas: ¿es pertinente un libro así, conviene con una obra en plena marcha —más allá de que se sume a una colección, la de Candaya, que ya incluye volúmenes dedicados a Vila-Matas, Bolaño y Piglia, y que remite a los Por cierto que el libro me llegó ya muy tarde, cuando estaban casi listas estas notas. Leí el PDF, ese estado larvario, ni manuscrito ni libro, práctica que tanto entronca con esta época nuestra donde a menudo importa menos el libro —y las dioptrías del comentarista— que su presentación en sociedad. Lo menciono porque seguro que leer el PDF y no el libro —bien formado, bien impreso— me armó de cierta injustificada animadversión, y sobre todo porque el libro trae un DVD, cuyo comentario ya no cupo aquí. 1

muy buenos tomos que Era, en México, ha dedicado a Rulfo, Paz, Revueltas, Pacheco, Monterroso—? ¿Da por hecho el libro que las coordenadas de esa obra ya están fijas, termina fijando una lectura? ¿Consigue dar la imagen de provisionalidad que, creo, se requeriría en un caso como el de Villoro, o lo consagra y embalsama, es decir: lo saca de la esfera del uso? Al final creo que no, después de leerlo me parece que, pese a todo, el libro no petrifica la obra de Villoro: de hecho, termina haciendo difícil hablar en tales términos de La Obra de Villoro, con esas lúgubres mayúsculas implícitas. Pero es importante decir qué es ese “pese a todo”. Un vistazo al índice muestra los tres grandes bloques en que se dividió el grueso del libro: “Villoro ante sus testigos literarios”, “Villoro ante la crítica cultural” y “Villoro ante la crítica académica”. Una clasificación curiosa, como si se dijera que los animales se dividen en vertebrados, invertebrados y aficionados a rasguñar sillones. En la Introducción los editores apuntan que los autores de la primera sección “se antojan interlocutores naturales de Villoro”: ¿por qué, de dónde viene el antojo? Es claro que los parámetros para organizar los textos de esta compilación pudieron haber sido otros: por ejemplo, de acuerdo con el libro de Villoro sobre el que trataran los textos críticos, o por orden cronológico. Pero no, se hizo de esta manera, reforzando una cierta pintura del campo cultural actual, y reforzando un poco la idea de que eso, esos rasgos del campo, son casi lo único de lo que aún podemos hablar. Más tarde los 167


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editores elogian las lecturas heterodoxas y profundas que ha hecho Villoro y que lo apartan de la búsqueda de nombre y lugar a pura base de antagonismos sociologizantes: punto que habría sido muy atractivo explorar más, a contracorriente de la tendencia general actual, y que no obstante parece negado, o sumamente cuestionado, por la pura concepción de este volumen, por la estructura que se le asigna desde el índice. Uno se pregunta: ¿qué distingue al primero del segundo grupo, el de los “testigos literarios” del de los “críticos culturales”? En la gran mayoría de los casos, no el tipo de texto (salvo los evidentes homenajes de la primera sección), sino el tipo social de sujeto: la representación social predominante de tales sujetos, que no termina por cierto de perfilarse más que justo a base de antagonismos sociologizantes. Observemos el primer bloque, donde despuntan los testimonios de Bolaño, Marías, Hiriart y Pitol, eminentemente consagratorios: más que textos en este libro, son medallas, otro de los signos que hacen de Materias dispuestas un mapa de los usos y costumbres actuales, ultrasociológicos, del medio literario: ¿no habla su inclusión a la entrada del libro, encabezando a los “testigos literarios”, de una especie de desesperación —contradictoria con los planteamientos de muchas críticas y estudios posteriores— en torno a la desaparición del Escritor, al desvanecimiento de sus contornos más claros, a la posibilidad de que se disuelva en otras figuras —el crítico, el cronista, el agente cultural—, desesperación que se traduciría en gestos de consagración, reconocimien168

to y reforzamiento de los contornos: agrupar al escritor con los otros escritores, hermanarlo con sus “testigos literarios” y así distinguir a ese conjunto del resto de productores culturales? Me refiero a que habría entendido que un primer bloque se dedicara únicamente a estos testimonios amistosos y admirativos de escritores notables, como pórtico para entrar en materia; pero resulta que la primera sección también reúne textos irrelevantes, reseñas normalitas y correctas como las de Martínez de Pisón, Skármeta o Fuentes: ¿no deberían estar, si acaso, en la sección de “crítica cultural”, donde se agrupan primordialmente reseñas? ¿Sólo porque sus autores son entidades socialmente aceptadas como escritores es que se los aleja de quienes sólo son vulgares críticos? O podría plantearse esto al revés: ¿por qué las muy buenas reseñas de González Rodríguez, Kohan y Enrigue aparecen también en el conjunto de los “testigos literarios”, zona del libro, digamos, más de pachanga que de trabajo?2 En la Introducción, los editores deslizan algunos apuntes (que la obra de Villoro avanza “de modo transversal articulando genealogías ad hoc”, o bien que “revela como nadie la imposibilidad” de abarcar narrativamente una ciudad) cuyo interés Que lo que hizo posible la inclusión de algunos autores en el primer grupo no fue tanto, o no necesariamente, la calidad u oportunidad de sus respectivos textos sino su prestigio, el peso de su firma —algo que, en general, se consigue con la edad—, lo prueba por último el que las colaboraciones de 2


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mengua si se los contempla no imprecisos sino insuficientes: ¿quién no se mueve ahora de esa forma, qué escritor de valía en la actualidad —al menos en Latinoamérica— no surfea entre tradiciones o registros culturales? ¿Cuál no se ha resignado al menos a que una ciudad como el DF, o en realidad cualquiera, rebase todo intento de representarla teocráticamente a través de la narración? Sin embargo, en esa misma Introducción también se sugiere un elemento que, según yo, se ajusta mejor a la escritura de Villoro y que, además, aparece como una valerosa réplica al tópico crítico actual de la hibridez genérica: después de señalar cómo las novelas de Villoro retoman elementos de las crónicas de Monsiváis, Zavala y Ruisánchez claramente apuestan —lo que se confirmará en las páginas del libro— por la idea de que Villoro sí atiende los géneros, confía en ellos, al mismo tiempo que su prosa —y algo que podríamos llamar su performatividad editorial— confía en una no jerarquía de géneros.3

Es claro que una cualidad de Materias dispuestas radica en que nos permite ver las muchas coincidencias de muchos lectores, en general buenos y confiables lectores, en torno a una misma obra. El libro como tal, pues, brinda un mapa para acercarse y recorrer la obra de Villoro; muestra los tópicos de su recepción y el modo en que se han ido construyendo. Por ejemplo, el carácter posnacionalista, aunque discutido, de su escritura; la habilidad aforística de su prosa; la riqueza de sus fuentes y de la forma en que las emplea. Es quizá más claro, sin embargo, que otra cualidad del libro (y que podría haberse potenciado aún más) descansa en hacer visibles las contradicciones o problemas de recepción. Así, en muchos textos se insiste en el carácter “posmoderno” de la escritura de Villoro, mientras que en otros, los menos, se caracteriza su voz como única, propia, una voz que organiza, juzga y dispone, para nada posmoderna; o bien, cómo muchos textos remarcan la desjerarquización de los géne-

autores más jóvenes aparezcan sobre todo en la sección “académica”, cuyo pase de ingreso, el doctorado, suele obtenerse ya al poco tiempo que la autorización para comprar y beber alcohol en Estados Unidos. Por cierto que no habría estado nada mal la inclusión de más autores jóvenes en los dos primeros apartados de Materias dispuestas, para ver no sólo cómo la obra de Villoro se ha movido en el tiempo, sino también cómo ahora el tiempo empieza a moverse en torno a ella. 3 Esta precisión crítica de los compiladores se apuntala al notar que muchos textos

de la sección “académica” fueron encargados por ellos, y que en tales encargos ya se reflejaba la atención que debía ponerse en novelas, crónicas, relatos de viaje, traducciones. Con todo, echo de menos algún encargo sobre las espléndidas columnas de Villoro en el Reforma: ¿por qué no hacerles caso, ya que estábamos en plan de encargarlo todo? O bien, la literatura para niños, algo que yo en lo particular, en absoluto atento a ella, no echo de menos, pero que creo que habría merecido un acercamiento mayor que la brevísima nota de L. I. Helguera. 169


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ros —y el trabajo deliberado de Villoro al respecto, diría yo—, mientras que un editor, en su contribución al volumen, apunta que a Villoro, como a Alan Pauls, “les faltaba quizá dar su do de pecho indiscutible en la novela”, de la misma manera que en otro texto se pretende elogiar —flaco favor— el último libro de Villoro, sobre el terremoto en Chile, diciendo que es “mucho más que una crónica periodística; yo diría —dice el autor—, en mi modesta opinión, que es una novela corta de soporte real”. Después de lo ya señalado, no será difícil comprobar que los textos más interesantes aparecen, en general, una vez comenzada la segunda sección del libro. Ahora bien, la primera, la de los “testigos literarios”, no deja de deparar hallazgos, sobre todo los que sencillamente nos brinda el puro tiempo transcurrido, ese tiempo que todo lo desenfoca, espejos que nos devuelven desfases que, en muchos casos, fueron y son los nuestros. Por ejemplo, en el texto de Juan Antonio Masoliver, que debe de ser de principios de los noventa, leemos esta frase que sería de risa loca si no fuera a la vez una invitación a la náusea: “También es cierto —dice Masoliver— que la agonía del PRI es cada vez más clara.” O el de Ignacio Padilla, texto apenas de 1991, donde no sólo se afirma que las editoriales mexicanas son incapaces de “darle a los narradores un libro digno, armado con buen gusto”, sino donde se celebra exultantemente, como única solución literaria y vital, la publicación fuera de México, diagnóstico que en menos de diez, quince 170

añitos, se vería contrastado con nociones como la de Víctor Barrera Enderle sobre la “alfaguarización” de la literatura hispanoamericana. Creo que para estimular en Materias dispuestas este carácter de crónica y no sólo de archivo, habría convenido no únicamente indicar las fechas de escritura de todos los textos compilados —y no sólo de algunos, pareciera que de forma aleatoria—, para entonces situarlos y situarnos en los distintos momentos y modos en que esta obra en proceso, la de Villoro, ha sido recibida, sino también incluir más material crítico de los primeros años ochenta, reseñas urgentes, riesgosas, candorosas o beligerantes, de los libros iniciales de Villoro antes de la consagración de Villoro, que nos hicieran ver justamente cómo se ha ido construyendo esa consagración.4 Entonces, en torno a la mitad del volumen, aparece un texto clave, el primero plenamente cuestionador y problematizador —asunto esencial, para mi gusto, en un libro como el que nos ocupa—: la reseña de Christopher Domínguez, que recuerdo haber leído en El Ángel. ¿A qué me refiero? No es que comparta sus juicios e impresiones, pero su texto aparece de pronto, insisto, como la primera nota disonante, que no celebra los libros iniciales de Villoro sino que ofrece otra lectura de ellos, como “proLas hay, pero muy pocas: la de Padilla, realmente candorosa, la de José Agustín y la muy buena reseña de Fabienne Bradu, cuando aún no existía casi ninguno de estos consensos o tópicos que ahora este libro nos muestra ya consolidados. 4


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longaciones triviales y adolescentes” de Gazapo; que no se suma al coro imperial del “cuento clásico” y que, en la obra villoriana, prefiere las crónicas y los ensayos literarios; y que lee en El testigo una vuelta a la “Gran Novela Mexicana” y no obligadamente su superación —como ocurrirá en muchas otras colaboraciones del volumen—. Lo que en principio nos hace ver el texto de Christopher sobre Materias dispuestas es, en especial para su primera parte, su carácter fuertemente protocolario: no pido ni mucho menos un libro como un ring de box, con reseñas-bomba (pero tampoco reseñasaltar, habría que decir), matadoras y vengativas, sino textos que, ellos mismos y en conjunto, logren contextualizar y problematizar una obra: los juicios de Christopher pueden ser todo lo discutibles que se quiera, pero ése es justo el asunto: que a partir de ellos se puede discutir y no sólo asentir o girar aburridamente la cabeza. Y recurriré al lugar común: no hay mayor homenaje para una obra que discutirla, porque eso, me parece, es justamente tomarla en serio, tomarse tiempo real para pensarla en serio. Y si el texto de Christopher resume, en alza, la condición dominante en la segunda sección, la de los “críticos culturales”, el de Ignacio Sánchez Prado hace lo mismo con los de la tercera, la de los “críticos académicos”. Hay muchos puntos discutibles en su ensayo (la rapidez con que se interpreta el Centro y Coyoacán —en tanto colonias de la vieja narrativa nacionalista— y la Condesa —colonia del neoliberalismo literario—, el diagnóstico sobre el crack como aventura decidida y deliberada-

mente antineoliberal, en fin), y quien lo haya seguido en otros trabajos podrá pensar que éste es, digamos, un texto menor de Sánchez Prado; con todo, el suyo es, desde muy pronto, un texto sólido, pertinente e interesante, que cumple con uno de los dos objetivos que uno querría ver cumplidos en un libro así: la problematización de la obra celebrada. Y es que tampoco termina Sánchez Prado dando un dictamen inapelable: más que eso, genera preguntas y plantea ambigüedades y tensiones en la obra villoriana, pistas para estudios y calas posteriores. Ahora bien: ¿por qué ubicar su ensayo en la sección “académica”? No tanto por su retórica —no adolece de esa prosa previsible y tiesa en sus distintos disfraces seductores, tristemente característica de mucha crítica académica—, sino por su sustento y apuesta teóricos. En cambio, unos cuantos textos que lo acompañan sí parecen inscritos en el grupo académico sólo por su retórica académica, y porque ésa es la única manera en que podrían estar en un libro como este —o en un libro, punto—: textos cuyo poco trabajo, muy poca reflexión y aún menor necesidad se redimen merced al manejo retórico, lo único que los hace existir en cuanto textos; o, en el mejor de los casos, textos que postulan interpretaciones más o menos obvias, que muchos lectores habrán construido de inmediato al concluir sus lecturas de las novelas villorianas, pero que aquí vienen revestidas de una terminología académica que las valida.5 En realiUn ejemplo: “Este ensayo propone que en Materia dispuesta Juan Villoro efectúa una 5

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dad, en esta sección, una serie de términos —fragmentarismo, hibridez, inestabilidad, posmodernidad, mecanismos de subversión, intertextualidad, discurso, identidad…— revolotean como mantras. En todo caso, Materias dispuestas presenta en este sentido una virtud: no está nada mal contrastar una frase como “Al rechazar el modelo de masculinidad hegemónica, Mauricio [protagonista de Materia dispuesta] se apropia del espacio urbano en un sentido no falogocéntrico [y juro que las cursivas no son mías]”, con los juicios adversos de Christopher Domínguez, unas páginas atrás, sobre la misma novela de Villoro: se produce una especie de choque, o sin la especie: un encontronazo de posibilidades discursivas, de lugares desde donde se habla, de objetivos, de asuntos que desde una u otra plataforma pueden o no ser percibidos. En la sección académica aparecen, a mi juicio, algunos de los mejores intentos por analizar y discutir la obra de Villoro, pero también —además de la prosa en geexploración crítica del ‘hábitus’ [sic] mexicano y, en particular, de su sistema de género.” Ahora bien, el texto de Tamara Williams, de donde proviene la frase, no deja de funcionar mejor que otros que aluden al mismo asunto (el análisis del género y la nación, sobre todo en Materia dispuesta): recurre a la historia cultural concreta del siglo XX mexicano y a miradas más específicas sobre las condiciones actuales de la masculinidad: al final, digamos, menos rollo y más investigación (que la casa pierde). 172

neral acartonada— otros dos rasgos más o menos extendidos: por una parte, la disposición a acatar las palabras del propio Villoro, a emplear su poética desgranada en entrevistas y prólogos como origen o comprobación de los análisis; por otra, el riesgo de que los libros de Villoro, en especial Materia dispuesta, terminen pareciendo un manual de conducta para jóvenes posmodernos, un catecismo progre del campus internacional. Por ello caen tan bien contribuciones como la ya citada de Sánchez Prado, la de Irma Cantú sobre la escritura de viajes6 o el notable ensayo de Sarah Pollack sobre las traducciones literarias y culturales de Villoro, texto lúcido y sensato que, de pasada, refuta varios postulados biempensantes de textos anteriores. De la misma manera, no obstante, echo en falta algún texto, académico o no, que indagara en la figura del testigo a lo largo, o a través, de la obra compleNo sólo por su escritura no estandarizadamente académica, sino por su bien construido argumento sobre la forma en que Villoro se distancia del arquetipo del escritor-viajero contemporáneo: declaradamente anti-imperialista —para diferenciarse de sus predecesores decimonónicos— pero, al mismo tiempo, miembro de una comunidad internacional de privilegiados, que convierte cada viaje en una obligación de peripecias y a su escritura en una constante mediación entre el aquí (cosmopolita, confiable) y el allá (subdesarrollado). Villoro, según concluye Cantú, no hace en realidad “relato de viajes” —no se pliega a sus convenciones— sino, una vez más, pura crónica. 6


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ta de Villoro: el testigo de las crónicas, el testigo excéntrico de Materia dispuesta, el testigo impotente de muchos de sus cuentos, y claro, el testigo histórico de El testigo. Y sobre todo, que lo hiciera a la luz de la que, creo, fue la fuente principal de reflexión sobre esta figura para el propio Villoro: Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, de Agamben. Paseo por el parque de las prácticas y las instituciones literarias actuales, Materias dispuestas, en sus descuidos y en sus rigores, termina ofreciendo una imagen de la obra de Villoro bastante más amplia de lo que el mero índice hacía imaginar, y sobre todo, la imagen de una obra conectada de múltiples y a menudo misteriosas formas con las cosas del mundo. Y al final, la coda, como confirmación de que un libro así, reunión de variados trabajos sobre la obra singular de un solo autor, valía la pena: una última sección con dos textos, el segundo de ellos un gran apunte autobiográfico de Villoro y, el primero, una conversación con Piglia: no es, digamos, una de las piezas supongo retrabajadas por Piglia para Crítica y ficción, no es tampoco un ensayo de Efectos personales, pero produce un efecto único: después de leer tantísimas páginas sobre Villoro y encontrarse al final con el propio Villoro, uno siente que de pronto aparece claramente una voz, una voz que, de una manera u otra, aun citada cientos de veces a lo largo de esas páginas, había sido casi transformada en antimateria y que, con todo, salió de la inmersión bien librada y hasta fortalecida.

La muerte de Montaigne VICENTE FRANCISCO TORRES Jorge Edwards, La muerte de Montaigne, Tusquets Editores, México, 2011, 296 p.

El novelista chileno Jorge Edwards, estimulado quizá por Hermann Broch, se aventuró a escribir una novela centrada en algunos episodios de la vida del creador del ensayo. Si La muerte de Virgilio traza un paralelo entre la época de Augusto y la de Broch, si borda sobre la duermevela final y las horas anteriores a la partida del poeta, La muerte de Montaigne tiene sus momentos más intensos cuando entrega los días finales del maestro de sí mismo, pero pone particular cuidado en hacer conjeturas sobre el romance del escritor, que contaba con 55 años, y Marie Le Jars de Gourney, de 22, quien vivió fascinada por los Ensayos y, más adelante, dedicó gran parte de su vida a editarlos, comentarlos y difundirlos. Edwards, haciendo eco del humor y la picardía de Montaigne, dice a sus lectores que aspira a que aparezca en su vida un amor revitalizador. Este libro que a ratos es conversacional, a menudo introduce el tono coloquial. Su prosa es juguetona, como la de Montaigne, aficionada a la digresión. Y como el maestro, gusta de la broma, la sugerencia y la sonrisa. Participa de la biografía, la novela y el ensayo; sus componentes tienen un común denominador: la levedad narra173


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tiva, el interés encantado. Es pariente de Respiración artificial, de Ricardo Piglia. Montaigne, quien regularmente aparece confinado en su castillo o, para ser exactos, en la torre circular en donde estaba su biblioteca, en la novela de Edwards sale al campo, viaja a caballo y visita al rey en la corte. Sabemos que abandonó los tribunales hastiado de toda justicia humana y, a los 38 años de edad, se retiró de la vida pública, a la trastienda de su espíritu para ser enteramente suyo. Pero Edwards lo descubre haciendo un viaje para encontrarse con la joven admiradora de sus escritos y de aquí nace su novela conjetural, que colma con imaginación episodios sobre los cuales biógrafos e historiadores no han querido indagar, ya sea por parecerles que nada aportan a los libros del maestro o por considerar que esos episodios corresponden a la vida privada, distante de sus aportaciones intelectuales. El novelista chileno no piensa así y gracias a eso podemos disfrutar este libro. Leyó los ensayos entre líneas, buscando la revelación personal que humanizara al genio. Le interesan precisamente los aspectos que los estudiosos dejaron de lado por parecerles poco delicados y, de este modo, pone de relieve uno de los aspectos que más destacó Lewis Thomas: su capacidad para mostrar cómo el hombre, semejante a un mármol colorido, está formado de las más diversas vetas.1 “La valoración de sí mismo es la ocupación de Montaigne en la vida (…) Estaba 1

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En su conocido retiro, entre 1571 y 1592, Montaigne escribió sus tres libros de Ensayos con los cuales la posteridad le dio fama. Este género que echó a rodar por el mundo ha evolucionado en cerca de 500 años y hoy en día se ha investido de un ropaje y una catadura que su creador nunca le dio. Nuestros contemporáneos le exigen un rigor y una pesada carga documental que nunca pasaron por la mente de Montaigne. Porque el ensayo que hizo y nos legó es, ante todo, una lección de libertad y una invitación a ser nosotros mismos antes que lo que las academias y los censores imponen con un espíritu absolutamente antagónico al que enarbolara su creador, quien no cejaba en afirmaciones como las siguientes: “Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna de las que se adquieren; y quien me sorprenda en ignorancia no hará nada que me contraríe, pues ni yo mismo respondería a otro de mi obra que como me respondo a mí mismo. Quien busque ciencia, que la pesque donde esté; de nada hago menos profesión que de eso. Anoto en estos ensayos mis fantasías, y no trato de dar a conocer las cosas, sifascinado por su propia inconstancia, y llegó a creer que la inconsecuencia es una característica biológica que identifica a los seres humanos en general (…) Todos somos obra de remiendos, dice, tan informes y diversos en nuestra composición que cada pieza, en todo momento, juega su propio juego.” Lewis Thomas, La medusa y el caracol, FCE, México, 1982, p. 150.


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no a mí mismo; quizás éstas me serán algún día conocidas, o me lo fueron ya, según que la fortuna pueda llevarme a los lugares en que sean esclarecidas. Pero ya no me acuerdo. Si tengo alguna instrucción, no tengo memoria. Así, no aseguro ninguna certeza y sólo trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales…”2 Los ensayos de Montaigne son disertaciones aladas, flexibles y eruditas que no arrastran el cepo de un aparato crítico. Son las reflexiones de un hombre sensible y experimentado que escribe con absoluta libertad, sin ceñirse a un método. Cuando titula un trabajo “Del parecido de los hijos con los padres”, comienza hablando de la enfermedad que tuvo en común con su padre —cálculos, a la que debemos agregar, gracias a la información de Edwards, hipertensión, diabetes, un tumor bajo la lengua y tres infecciones leves que le dejaron las mujeres de vida airada que frecuentó— y luego se suelta escribiendo contra los médicos y alabando el saber medicinal de los pueblos. Cuando promete hablar de la experiencia, se centra en el espíritu de las leyes. De este modo, el método de Montaigne resulta de una ausencia de esquema tradicional y rígido. Va por donde lo llevan su imaginación, su gusto y su capricho; eso sí, como buen hombre del Renacimiento, guiado por los autores grecolatinos. Montaigne elige un tema pero siempre Michel de Montaigne, Ensayos, selección, traducción, estudio preliminar y notas de Ezequiel Martínez Estrada, Jackson Editores, México, 1963, p. 158. 2

termina hablando de él mismo. Es así como reconocemos en los Ensayos una biografía incompleta y discontinua del autor. Retazos de una vida excepcional que le sirven para hablar de la condición humana en general y para asentar que sus primeros años los pasó entre los siervos de sus padres, entre cocineras y preceptores que, ante él, únicamente hablaban latín. Cuenta cómo es su castillo y cómo su biblioteca, dice que sus cualidades favoritas son la ociosidad y la independencia y que descubrió el gusto por la lectura a los seis o siete años, después de toparse con Las metamorfosis, de Ovidio pero, ante todo, reitera una y otra vez su falta de memoria, limitación que termina por convertir en una virtud: “Como nos enseñan casos semejantes del progreso de la naturaleza, la falta de memoria ha fortificado en mí otras cualidades a medida que ésa se debilitó (…) los lugares y libros que reveo se me ofrecen siempre como frescas novedades.”3 A lo largo de la escritura de sus tres libros, Montaigne no deja de reflexionar sobre su trabajo, de caracterizarlo y de reiterar, así, que él es su tema y su argumento y que no busca pasar horas amargas. El carácter de las reflexiones de Montaigne se debe a que tiene bien aprendida la relatividad de todos los juicios y de todas las situaciones humanas. Sabe que valoramos movidos por la experiencia y las circunstancias, tal como demuestra al hablar de los hijos que, mientras para 3

Ibidem, pp. 11 y 12. 175


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unos son motivo de dicha, otros se alegran de no tenerlos. Los lectores seguimos fascinados cada línea de este autor porque entrega una autobiografía excepcional, sí, pero ante todo porque nos arrobamos ante las páginas de un hombre sabio.4 Aunque no hay duda de que los Ensayos revelan mejor que nadie a Montaigne, contamos con un conjunto de textos que enriquecen esas reflexiones. Nada menos que el ilustre escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada, en uno de esos prólogos que son verdaderos libros de un centenar de páginas, nos recuerda que la unidad de los ensayos proviene solamente de la personalidad del autor y, también, nos da un retrato de Montaigne y una caracterización del género que creó: “Por eso es difícil desentrañar en su obra la invención, el descubrimiento y el plagio. Por lo demás, ya había Es muy sintomático que Harold Bloom, motivado por la proximidad de la muerte, escribiera: “¿Dónde se encuentra la sabiduría? Surge de una necesidad personal, que refleja la búsqueda de una sagacidad que pudiera consolarme y mitigar los traumas causados por el envejecimiento, por el hecho de recuperarme de una grave enfermedad y por el dolor de la pérdida de amigos queridos (…) Que el primero de los ensayistas siga siendo el mejor tiene menos que ver con su originalidad formal (aunque sea considerable) que con la abrumadora franqueza de su sabiduría (…) De todos los autores franceses, al menos hasta Proust, Montaigne sigue siendo el más sabio y el más universal.” ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, México, 1995, pp. 13, 117 y 134. 4

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él emitido su teoría molieresca y shakespeariana de que cada cual debe tomar su bien donde lo encuentre. Doctrina de piratas al mismo tiempo que de poetas.”5 Diego Valeri nos ilumina cuando dice que “La novedad, la originalidad de Montaigne se halla en que no sale, y no quiere salir, de la medida moral común, y sin embargo, por la potencia de su análisis —vale decir, en cuanto sabe captar ciertas verdades humanas que, por ser de muchos o de todos, no cesan de ser oscuras y tremendas, y que ninguno había sabido ver nítidamente antes que él—; por la potencia de su análisis, decimos, se granjea sitio aparte, y altísimo, en la literatura de su tiempo y de todos los tiempos, de su nación y de todo el mundo, y se convierte en Montaigne.”6 Pues bien, cuando los ensayistas e historiadores creen que el perfil de un personaje es suficientemente conocido, surge el novelista que imagina momentos no revelados, cuenta otra vez episodios oscuros o novelescos que no han sido dichos con emoción y brillantes aristas. O los pone en relación con su persona porque para él tienen una significación extraordinaria. Éste es el caso de la novela de Jorge Edwards, quien destaca hechos triviales, curiosos o poco atendidos, como su aparente retiro de los afanes humanos, aunque no había tal, pues mantenía su influencia sobre el rey de Francia y atendía los llamados de una joven, Michel de Montaigne, Op. cit., p. 50. Diego Valeri, Montaigne, Editorial de la Universidad (Perfiles), Buenos Aires, 1944, pp. 24 y 25. 5 6


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él, que era un hombre casado, un padre de familia que llevaba unos cuernos que le ponía Arnaud, su propio hermano menor.7 En esta obra, a partir de los Ensayos, de diversas biografías, de lecturas modernas y de sus propias experiencias, Edwards hace un ensayo sobre Montaigne, sobre su escritura que nunca aburre y caracteriza su prosa y su persona. Recupera para su novela el espíritu libérrimo de los Ensayos y acaba mimetizándose con las convicciones de Montaigne, con su no responder más que por él mismo, con su aceptación de su ser erróneo, vale decir, humano: “Escribo una fantasía muy personal, mi Montaigne, para decirlo de algún modo, y si el paciente lector quiere seguirme, la elección es suya. Montaigne significa para mí la libertad, la sensatez, el humanismo superior, y en algún sentido: la lectura y la escritura.” El autor de Persona non grata hace recuerdos de infancia para consignar los primeros encuentros con el nombre de Montaigne, pero el momento culminante de la novela es la muerte del Maestro, que Edwards relaciona con el fin de sus propios días. Piensa quedar en el cementerio de Zapallar, a orillas del océano, un camposanto bello en donde ya están José Donoso y otros conocidos suyos. Pasea por sus caminillos y recita el Cementerio marino, de Paul Valéry, porque lo sabe casi de memoria. Otro dato que Edwards investigó y finalmente minimizó es la supuesta bisexualidad del maestro (por su intensa amistad con Etienne de la Boétie). 7

Como los buenos biógrafos, va en pos de los escenarios que pisó su personaje. Visita el castillo del creador del ensayo y, aunque la experiencia fue hermosa, hubo cosas que no le dejaron un grato sabor de boca: la gente no sabía quién era Montaigne y sólo pudo visitar la torre porque el resto de la propiedad ya tenía otro dueño; ni siquiera encontró una visita guiada. En la penúltima página del libro, Edwards celebra la sabiduría de Montaigne, que es la misma que postuló Pascal en sus Pensamientos y Cyril Connolly en La tumba sin sosiego: el hombre es infeliz porque vive preocupado por el futuro y por el pasado, y así se olvida de lo que tiene hoy. La muerte de Montaigne es un libro apacible que no quiere polemizar con ningún otro; Edwards no se desvela por ser un erudito biografiando al creador del ensayo. Se hace cargo de su edad pero habla de poder escribir otro libro, u otros. ¿Quién puede saberlo?

Mirar hacia adentro ALEJANDRO BADILLO Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací, Anagrama, México, 2011, 196 p. Luis Jorge Boone, Las afueras, Era/UNAM, México, 2011, 245 p.

1. Siempre he pensado en la novela como una suerte de compilación, de archivo que 177


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acepta todo pero cuya flexibilidad puede ser peligrosa cuando conduce al lector a innumerables digresiones y callejones que no lo llevan a ningún lado y que, además, diluyen la tensión de las tramas. En los últimos años la novela escrita por jóvenes en México ha tendido a un realismo que abreva de la problemática del país: la violencia, el narcotráfico y la rampante degradación de la política. Hay varios registros y tonos, sin embargo abunda la parodia que, en los peores casos, conduce a la caricatura. En el lado opuesto, casi a contracorriente, advierto a jóvenes autores que plantean una narrativa de corte autobiográfico que se apoya en géneros como el ensayo o la crónica. Entre ellos, David Miklos (La vida triestina ), Valeria Luiselli (Los ingrávidos), Guadalupe Nettel (El cuerpo en que nací ) y Luis Jorge Boone (Las afueras ). Estas obras comparten un lenguaje a veces contenido, a veces poético, que construye tersas atmósferas cuyos mecanismos funcionan con la reflexión y la búsqueda. A pesar de estos elementos en común, hay una gran diversidad en los temas y en las obsesiones. Después de los años sesenta la creación literaria se fue alejando cada vez más de moldes ideológicos y los autores buscaron su propia estética, que muchas veces no coincidía con la de sus coetáneos. Incluso la literatura hecha por mujeres ha dejado etiquetas como la “sensibilidad” o lo “femenino” para internarse en temas como la violencia o la política. El mecanismo que echa a andar El cuerpo en que nací, obra de Guadalupe 178

Nettel (Ciudad de México, 1973), es un defecto en el ojo: un lunar blanco o mancha de nacimiento en la córnea derecha. Esta característica marca la infancia y la adolescencia de la autora. Como todos los ejercicios autobiográficos, Nettel aprovecha la memoria y la confesión para acercarse al lector con un monólogo que deviene, al pasar las páginas, en una plática con su psicoanalista, la doctora Sazlavski. Aquí es pertinente apuntar el artificio necesario para narrar una vida o una parte de ella: saber qué mostrar, dónde descorrer el telón, en qué momento guardar silencio. Nettel se mueve en la escenografía de sus días uniendo eslabones, buscando lo “novelesco” en su pasado. Sin embargo, no hay una anécdota principal, una gran aventura o una tragedia que atraigan, de inicio, la mirada. En El cuerpo en que nací hay un flujo que no se detiene, que apenas jerarquiza y que busca el interés del lector en la capacidad para seleccionar fragmentos que evadan el lugar común, lograr la singularidad que establezca un diálogo. Después del gancho inicial, seguimos los esfuerzos de los padres por remediar el defecto en el ojo haciendo ejercicios para no debilitar el nervio óptico. La fuerza de estos primeros momentos radica en la relación de la autora con su cuerpo, cómo percibir el mundo no de una manera íntegra, cristalina, sino velado por la niebla. Trepar a un árbol, por ejemplo, adquiere un significado distinto. Las cosas cotidianas tienen una nueva tonalidad. Esta extrañeza es vital porque, al avanzar las páginas, da coherencia a las reflexiones,


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la manera de asumir una desventaja, de reconstruir un pasado que tiene varios escenarios: las calles de la ciudad de México, la vida en Francia para un recién llegado, la escuela, los continuos cambios de domicilio. Pronto el foco narrativo se aleja de una lucha sorda con la naturaleza, la recuperación de una parte del cuerpo importantísimo para la percepción del mundo, y se concentra en la relación de la autora con sus padres, una pareja de clase alta, educada, que busca criar a sus hijos de una manera no convencional. Este elemento es fundamental en la primera parte del libro: el cambio en el modelo familiar que empezó en las familias mexicanas después de los años sesenta. Los padres que retrata Nettel buscan, en primera instancia, alejarse de la tradición pero, conforme pasa el tiempo y los hijos crecen, regresan a los moldes tradicionales. Una obra que me vino a la mente mientras leía El cuerpo en que nací fue Las partículas elementales, de Michel Houellebecq, en la que se narra la historia de dos hermanastros criados en una familia que siguió el sueño hippie a costa de todo. Michel y Bruno, abandonados por su madre para vivir en comunas, son criados por sus respectivas abuelas; se conocen en la adolescencia y, después de la madurez, aún intentan salvarse del naufragio de la revolución sexual y encontrar una relación humana de verdad. En Nettel y Houellebecq hay una crítica al narcisismo, a la huida del compromiso, la idolatría de la juventud y el cambio continuo. Ambos retratan los saldos de una gene-

ración que se rebeló contra la autoridad, que buscó una utopía social y que dejó hijos sin ningún molde confiable al cual asirse. Esta aparente libertad devino, al pasar los años, en la obsesión por buscar verdades absolutas, un sentido trascendente de la vida que muchas veces generó frustraciones y escepticismo. Por esta razón sus personajes se mueven en una franja desolada que alcanza, en el caso del francés, una ironía amarga. En Nettel el desencanto parte del alejamiento del núcleo familiar: el padre, después de un periodo de bonanza, es arrestado y confinado en una cárcel. La madre, por su parte, continúa con sus estudios y se muda con sus hijos a Francia. En este punto, hay otro acierto de la autora que da unidad a El cuerpo en que nací : el cuestionamiento del mundo ante la deficiencia física que continúa con las decisiones de su madre, las motivaciones que se ocultan y las preguntas que ya no se pueden hacer o que se responden a medias. La utopía familiar se destruye poco a poco, la vida ideal empieza a mostrar sus defectos. A esto se suma la introducción de la autora-personaje en un mundo nuevo: la escuela en un idioma casi desconocido y el paso de la niñez a la adolescencia. México permanece como telón de fondo, a veces más visible por algún acontecimiento que se anuncia por teléfono o por el noticiario. También queda atrás la figura paterna, que permanece como un esbozo a veces esperanzador. En esta fase la biografía pierde singularidad y se acerca más a la experiencia unidimensional. La reflexión o las miradas que des179


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menuzaban ceden ante el recuerdo a flor de piel que habla para sí mismo: las primeras salidas a escondidas de la madre, el despertar sexual, las amistades, la música, las drogas. Este proceso es desarrollado con solvencia pero la atmósfera, antes compleja, se aligera y se acerca a la página de un diario íntimo. El último trecho de El cuerpo en que nací aborda el regreso a México con los consabidos reencuentros. La madre se mantiene en Francia mientras los hijos conocen de nuevo un país que ha crecido. Nettel tiene la oportunidad de establecer una nueva relación con su abuela, mujer aparentemente inflexible que, al final de la historia, se convierte en su aliada. El padre consigue su liberación después de algunos años en la cárcel. La relación entre padre e hija se reanuda, sin embargo no hay mucha emotividad en el acontecimiento: como en los demás hechos narrados, hay una especie de resignación, una voz que examina primero con curiosidad y que después acepta su destino. Hay un punto que Nettel no ancla con firmeza o que parece gratuito: el papel de la psicoanalista, la doctora Sazlavski. Me parece que en el ánimo de tomar distancia de los hechos, la autora busca recordar al lector o, mejor aún, recordarse a sí misma, que está ante un ejercicio narrativo y que necesita, muy de vez en cuando, un interlocutor además del lector. Sin embargo, las intervenciones o acotaciones en las que aparece la doctora son mínimas e interrumpen el flujo natural de la narración. La psicoanalista lleva la historia a una jus180

tificación sin mayores repercusiones porque no cuestiona la voz narrativa, es sólo una muleta para tomar aire a la mitad de un largo monólogo y seguir hilando palabras. Las partes más logradas e interesantes de El cuerpo en que nací son las que exploran la comunicación, los límites del cuerpo que van más allá de un defecto ocular y que parten de la individualidad y la reflexión constante en una biografía siempre en transición, en movimiento. Son estos fragmentos los que, naciendo de la experiencia personal, comunican a manera de símbolos muchos problemas actuales: el individualismo, la tendencia al aislamiento en las ciudades y el creciente desencanto de las nuevas generaciones. 2. Otro de los autores que cité anteriormente, Luis Jorge Boone (Coahuila, 1977), emprende con su novela Las afueras un ejercicio que, como el de Guadalupe Nettel, prefiere mirar hacia adentro. En el caso de Boone, su obra desde un inicio alterna historias contadas por un narrador omnisciente y por la primera persona. Este entretejido también aborda la cronología: si En el cuerpo en que nací apenas hay digresiones y la narración sigue una línea que va de pasado a presente, en Las afueras nos enfrentamos a un caleidoscopio, un cúmulo de historias donde el elemento en común es la atmósfera desértica que determina a personajes desesperanzados, que caminan siempre al borde del abismo. Muchos autores jóvenes del norte explotan la violencia del nar-


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cotráfico, la migración o el intercambio cultural entre México y Estados Unidos. El lenguaje de estas obras es cercano a lo coloquial, sin muchos rodeos, frases de primera intención. Los personajes de Boone apenas están determinados por estos artificios, sólo miran al interior de sí mismos, de sus coyunturas personales. Esta mirada que explora el amor, el desamor, las despedidas, hace que Coahuila —el lugar donde se desarrolla la novela— sea un personaje presente pero no determinante, incluso a veces el lector se olvida del escenario para atender la carga emocional de los seres que deambulan por calles desiertas, que están al frente de un casi anónimo programa de radio que habla de desaparecidos y fantasmas, que dan vueltas y más vueltas sobre hechos pasados. El desierto de la novela hierve en la mañana pero conforme avanzan las horas se enfría y el tiempo parece detenerse. Las afueras es, también, evitar la aventura o simplemente no continuarla. Por ello quizás la narración es fragmentaria, apenas centrada en la historia de dos hermanos: James y William. Alrededor de ellos gravitan mujeres, diálogos y deseos. En toda la novela el autor abandona historias que retoma capítulos más adelante y sólo algunas claves nos indican que estamos en el mismo paisaje, el mismo trayecto por la carretera o la misma charla incompleta. Planteadas estas características, podríamos pensar en una road novel en el tono de las novelas del norteamericano Cormac McCarthy o en la experimentación de voces y atmósferas del portugués António

Lobo Antunes, sin embargo a Las afueras no le interesa cumplir con estas propuestas: los saltos en el tiempo, una búsqueda fragmentaria y el foco que sigue a varios personajes la alejan de la road novel ; las voces no funcionan en un sentido coral, impresionista, como en Antunes, sino que se mueven en sus propios vericuetos, exigen un desarrollo y una resolución a sus claves. Las afueras no es —como apuntan algunos reseñistas— una obra transparente o que hilvana sus anécdotas con simpleza, pues la intención del autor es, desde la primera página, llevar el lenguaje a un plano principal, modelarlo en un tono lírico que se une a historias contadas poco a poco, que a ratos parecen inconclusas y que buscan un estado de ánimo para completarse. En la poesía, sin importar su estilo o influencias, hay contención, un espacio donde cada palabra tiene un peso único. Boone parece ir por el lado contrario: en su novela hay una abundancia sustentada por la acumulación de adjetivos. Rara vez se presenta un hecho desnudo, sin someterse a la calificación del que cuenta. Si hay una charla a medianoche, un desencuentro o una charla, el autor se apresura a llenarlas con adjetivos para asegurar el efecto deseado. Las mujeres que aparecen en Las afueras son pálidas y perfectas; los hombres son inseguros, melancólicos y llenos de remordimientos. El amor para ellos es, como el mito de Sísifo, una piedra que deben subir a la cima de una montaña para mirarla caer y después subirla de nuevo. Página tras página hay un tinte exaltado, 181


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sublimado, que eleva a los protagonistas y los lleva a un sitio donde parecen —a pesar de sus problemas— incorruptibles, cercanos al cliché romántico. En algunos momentos se roza el lugar común aunque en la mayoría de los casos se genera en el lector una dosis de escepticismo que hace que la novela requiera una mirada complaciente, alguien dispuesto a comprar el melodrama renunciando a esperar algo más y cautivarse sólo por el regodeo de las frases. Pongo un par de ejemplos que forman parte de los muchos desencuentros amorosos de la novela: “Frente a la escalera, sujetado por la mano de un desconocido, en su pecho crecía un vacío insoportable, construido con la misma dolorosa oscuridad del segundo piso, del frío que sitiaba la casa entera y del miedo que le subía por lo garganta. Miedo a perder algo. Miedo a que esa pérdida lo condenara a caminar tras una nostalgia cuya hondura ya presentía.” “Uno puede acercarse a ciertas mujeres en su vida, hablarles, conocerlas. A otras sólo es posible mirarlas en silencio, pasmarse ante el espíritu agreste que las posee, tener miedo incluso de que puedan verlo todo reflejado en tus ojos, de que noten el huracán que te devora al estar frente a ellas. Un viajero cuyo destino está en un lugar distinto de aquel en el que le fue dado presenciar una belleza absoluta y estremecedora.” En el primer ejemplo veo uno de los puntos que juegan en contra de la novela y que están en casi todas sus páginas: la oscuridad no puede ser sólo oscuridad, debe ser una “dolorosa oscuridad”, el vacío tiene que ser “in182

soportable”. En el segundo ejemplo Boone, después de presentar la escena, se esmera en comentarla con una sentencia perfecta, sin fisuras, que parece una enseñanza filosófica. Este tipo de recursos y su repetición párrafo tras párrafo enturbian la trama y focalizan la atención en un lenguaje que no cumple por completo y resta oxígeno a escenas que merecerían, para dialogar con el lector, un desarrollo más objetivo, menos sujeto al punto de vista del autor. El cuerpo en que nací y Las afueras son dos obras que, con resultados disparejos, ofrecen una versión distinta de los narradores de la generación de los setenta, autores que empiezan a publicar una obra que aún tiene mucho que decir y que ya ocupa espacios en muchas editoriales. Al contrario del grueso del contingente, estos autores no buscan los temas coyunturales que aparecen todos los días en los periódicos y prefieren mirar hacia adentro, en su biografía o en el interior de sus personajes, sin que esto quiera decir que no ofrezcan un panorama real, significativo, de la vida en México en los primeros años del nuevo siglo.


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Lecciones de teratofilia DANIEL BENCOMO Alejandro Tarrab, Degenerativa, Bonobos, México, 2009, 160 p.

Resulta increíble confirmar que, aún hoy en día, existe un flanco de la opinión —no crítica— en México que considera que el poema debe ser un objeto prístino, claro y proveedor de certidumbre —cosa que nunca ha sido, por cierto—, y que debe decir “algo” —algo fácil o etéreo— al lector. Tal anemia estética proviene de plantear la poesía y su devenir como un fenómeno cerrado sobre sí mismo, sin conexiones con otros ámbitos intelectuales; la idea que surge de tal planteamiento es la de la poesía como un ejercicio reaccionario, obsoleto, anodino, desconocedor de los panoramas actuales del pensamiento y poco atento a otras disciplinas artísticas. Una posibilidad es acudir a uno de los pensadores más importantes para entender el devenir estético del siglo XX, Walter Benjamin. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” da cuenta de su lucidez. En él, Benjamin plantea un asunto que cobra aún —y quizá más ahora— vigencia: la relación entre la obra creada y la técnica, entendida ésta como el conjunto de dispositivos en los cuales se apoya el artista para producirla y reproducirla. Cuando la obra de arte se proyecta por completo desde la técnica y desvanece de ella la acción humana, cunde lo que Benjamin distingue como pérdida de aura.

En estos tiempos el aura se fractura, es decir, se pierde el complejo equilibrio que establecía la obra entre el valor cultual —su secreto o, en otras palabras, lo sagrado— y el valor exhibitivo —su disponibilidad ante los otros, su profandad. En el horizonte de Benjamin es ejemplar el caso del cine y cómo en éste se efectúa la dilución del aura. Cito a Benjamin y su esclarecedor ensayo pues ambos constituyen una de las claves de Degenerativa, el libro más reciente de Alejandro Tarrab. La obra lírica reciente de Tarrab —en la que se debe incluir también al previo Litane— se caracteriza por plantear una escritura difícil: tal complejidad nunca es gratuita, pues atiende y refleja un imaginario en rizoma con discursos filosóficos, históricos, poéticos, que logra engarzarse en uno de los desarrollos formales más peculiares de la poesía mexicana contemporánea. En “La obra de arte...” Benjamin alude la reproductibilidad técnica de la escritura y ubica tal cisura en la aparición de la imprenta; sin embargo pareciera que había mucho más por problematizar en las relaciones entre escritura y reproductibilidad. Degenerativa especula a través del ejercicio poético con estas posibilidades. Así como una ciudad se funda con diversos estratos y estructuras técnicas y humanas, Degenerativa se ofrece como una urbe que hay que recorrer no ya como un flâneur, sino como un homeless que al mirar disloca y tergiversa multiplicidades discursivas: míticas, intelectuales, técnicas. Los apartados del libro proyectan opcio183


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nes degenerativas de la práctica poética; así, en “Primeras variaciones” se intervienen fragmentos de otros autores, obturados con versos propios o ajenos hasta volverlos un objeto diferente y extraño. La primera variación es sobre un pasaje de Benjamin, y el vínculo que guarda la gris apariencia del que duerme con la colorida textura de los sueños. Cada texto degenerado es una zona donde no se distinguen vigilia, autoría, intervención, deformación. Estas construcciones poéticas aspiran a fundar o a socavar arquitecturas —espacios poéticos—, y por ello aparecen también imágenes y directivas de Mies van der Rohe, Le Corbusier o Calatrava. En el apartado “Fracciones” —uno de los más sólidos—, la degeneración cunde sobre las posibilidades arquitectónicas pero también divinas: Ganesh se transforma en una mujer elefante. La deformación y la perturbación son el móvil de una propuesta poética que se asume, de la mejor manera, como teratocéfala, como lo revela un fragmento del poema “Perturbación rítmica en la condición de los arpegios”: “En la página 71, ¿lo recuerdas? Varela y Maturana apuntan: las máquinas autopoéticas pueden ser perturbadas por hechos externos y experimentar cambios internos que compensan esas perturbaciones. Ergo, el contrahecho compensa el exterior monstruoso. ¿Es la arritmia en sí un corte perverso? ¿un arresto fuera de su curso? Una línea de este paso de cebra, apunto, se desata sutil o aceleradamente.” Pensando el poema tal una máquina autopoética, se le acerca de manera íntima 184

a la reproductibilidad técnica: al igual que las ciudades o los seres vivos, los poemas son perturbados, pero se autorregulan y tuercen para efectuar un equilibrio con estos agentes deformantes. Poética de los muñones. Escritura que deforma la escritura, que muta sobre ella. En la tercera sección, “Pasajes”, que es también la más extensa, cada texto emula ser una vialidad citadina: no se puede dar el nombre de estos reductos, pues pronto son desorbitados: “se esperaría, por ejemplo, una segmentación lógica y armoniosa: cada cruce, cada esquina identificada por su elemento general, gobernador o país. (...) Corta entonces, tuerce con las manos un cruce, una cruz de tintes muy oscuros. Vuela una vía, infecta y reproduce, de acuerdo con sus intereses o instintos un mapa de su propio pensamiento”. Los pasajes son así retazos de poemas, retazos de voces, prolongaciones de una memoria o de un olvido. Prótesis arquitectónicas o musicales de resquicios soñados. Fragmentos de una espera con una línea de cebra ante los pies, y un semáforo peatonal que corre como la tortuga de Zenón. Cunde el extrañamiento en este mapa sonoro, el sonido encuentra al sonido, los ecos rebotan el sonido, se infectan, ¿quién dice?, duro esperarlo al menos: “¿Se llega a una conciencia de ser yo?, ¿hay eso de? / Es difícil decirlo. Una historia que es un disparo, un encadenamiento que nos marca y después eso: pedacería, pesadillas, fragmentos que se repiten.” La sección “Pasajes” afirma el nomadismo de una escritura que no tiene miedo en despersonalizarse


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y plantear al hablante lírico como algo no asumido, es decir citadino, contingente, infeccioso. Las huellas no son las de una grey, sino las de una manada sin rutas definidas y azarosas. Esta condición es un asunto que obsesiona a la poética de Tarrab. En ella se piensa el nomadismo de manera expuesta y se asume la errancia al pensar la judeidad de la escritura. Al igual que en Litane, las voces líricas que aquí concurren toman por momentos el tono de oraciones quebradas, oscuras, escépticas. Sin ser mentada, la palabra de Paul Celan es otra que se lleva a la anamorfosis; pero también están Raúl Zurita o Primo Levi. La mayoría de los poemas se articulan en prosa, algunos de ellos aparecen segmentados en verso. El ritmo nunca es cómodo ni fácil, hay una radicalidad sonora que enturbia el espectro estético del poema. Arrastra la lectura, la vuelve rugosa. Las últimas secciones, “Meditaciones sobre el cuerpo de la obra” y “Degenerativa”, profundizan la propuesta que paulatinamente se ha tergiversado en el volumen: los poemas abren su flanco para la analogía con la corporalidad. Se interviene un poema de Tablada que ya toma dos dimensiones. Aparece Stanislavski y la posibilidad de apropiarse, desde el cuerpo, de un gesto más profundo: de un gemido aullante, de una pre-voz. La trepanación del poema desde el poema abre la posibilidad de su suicidio o destrucción. El delirio es estratagema y, al mismo tiempo, negación de la estratagema. En “Fracciones” se asentaba: “Cementerio de lámpa-

ras y tambores: los elefantes cederán sus osamentas. Puedo copiar y de hecho copio una adaptación del acecho, una geometría ya sin aura. En un afán de reproductibilidad, de sentir el aura yo mismo al entonar las máquinas.” En “Meditaciones” se interviene el cuerpo del texto y el cuerpo de las voces. Juana de Arco en el quirófano, procedimiento similar al que ocurre en “Travestidas” de Litane. Surge la destrucción como horizonte, se deforman fragmentos de Perec (arquitectura colosal) y de William Carlos Williams (arquitectura épico-minimal). Poética que asume la deformación de las vanguardias, que las piensa al criticar y adulterarlas, y desea llevarlas hasta sus últimas (con)secuencias: “Será mejor no decir, / no decir será como un mugido, / un graznido desde la parte honda:/ una explosión en la caja del pensamiento.” Sería iluso creer que se logra una redención tras derruir. Ni el desmontaje ni la destrucción pueden algo. La sección “Degenerativa” brinda otra de las claves que dan una idea de lo complejo que puede llegar a ser el poema autopoiético, es indestructible, incluso desde la iteración: “un sistema no puede (auto)destruirse utilizando los recursos de sus propio sistema: palabra contra palabra (...) No sólo la palabra desarticulada, desvinculada atrozmente, des dei, des dad. / Siempre habrá algo fuera del alcance.” Verso extraño este último, más en un volumen que superexpone la condición de la escritura. ¿Qué es ese algo? No puede ser un artilugio metafísico. ¿Se vincula con aquel valor cultual que 185


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plantéabamos con Benjamin al inicio? Puede ser la condición de la palabra, que aún automatizada, intervenida o deforme, al mostrarse siempre se recoge. Es el mostrar recogiéndose de la palabra: su latencia en su ilatencia. De ahí lo difícil de plantear la pérdida de aura en la escritura. O bien, quizás ese algo indisponible sea la noción de destino: sin deidad y sin palabra que legitime deidades o desdeidades. Degenerativa, ciudad con cimientos que pugnan por demolerse hacia el centro de la Tierra. Que saben que no pueden crecer, pues el progreso es uno más de los artificios, quizás el mayúsculo. No hay asunción de un destino en la palabra, ni siquiera en la espera; la proyección judía está quebrada o, más bien dicho, reorganizada no ya en lo que aguarda, si no en una propuesta fragmentaria del instante. Es quizá la deformación del ángel de la historia que aparece de las Tesis de Walter Benjamin: un ángel que ya no puede remontarse tampoco al futuro, un momento del habla poética desde la fractura del aura. El lenguaje desarticulado, complejo, de Tarrab, apunta hacia nuevas e intrincadas configuraciones estéticas, formas actuales de asumir la relación del poema con lo que presenta —o ausenta—. Degenerativa afirma que la poesía debe ser un ejercicio de riesgo y exposición al filo duro de lo humano, es decir, a lo explosivo del pensamiento.

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Viajes de la nueva poesía mexicana MANUEL

DE

J. JIMÉNEZ

Minerva Reynosa, Atardecer en los suburbios, , Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2011, 44 p.; Xitlalitl Rodríguez Mendoza, Datsun, UNAM, Punto de Partida, México, 2009, 88 p; Claudina Domingo, Tránsito, CONACULTA, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2011, 92 p; y Karen Villeda, Babia, UNAM, Punto de Partida, México, 2011, 104 p. CONACULTA

Los viajes suelen ser literariamente excitantes y conmovedores. Desde la encarnación de clásicos como Odiseo, Dante o el Quijote, donde el viaje se sublima y se registra entre encuentros o avatares. Existe la mayoría de las veces una sincronización entre el personaje y el lector para rescatar un testimonio vivo de la literatura, para contraer las distancias. Sin embargo, cada desplazamiento genera a su vez coordenadas iniciales y coordenadas finales, produciendo un trayecto con pausas, segmentos o espacios. Ése es el sentido de la temporalidad, donde se ocasiona el devenir, donde hay una movilidad de cambio: el río de Heráclito con sus direcciones motivadas por el perpetuo sentido del avance-regreso. La transitoriedad sucede a partir de la conciencia que el sujeto tiene de ese río y de ese tiempo que materialmente sucede. Lo transitorio como temporal y caduco requiere de un pasajero, de alguien que relacione, registre y experimente los


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cambios en cuestión. Lo transitorio se vuelve una percepción autoconsciente del tiempo, por eso para el pasajero (entendámoslo aquí como la voz lírica) resiente la fugacidad y lo perecedero: entiende los alcances del inicio y el final del viaje. Lo transitorio es un mecanismo que concibe referencias que son, como ya se dijo, las coordenadas en un territorio. Las poéticas se mueven de un punto a otro, la mayoría de las veces desterritorializándose y configurando nuevos cuerpos. Así, el pasajero, la voz lírica, no es un mero turista de su quehacer temporal, sino que se reformula con frecuencia. Deja, en testimonios vivos, el viaje como una literatura en acción. Estos testimonios biográfico-ficcionales son los que alternadamente nos entregan los recientes libros de Claudina Domingo (Tránsito), Karen Villeda (Babia), Minerva Reynosa (Atardecer en los suburbios) y Xitlalitl Rodríguez Mendoza (Datsun). Cada una recorre un itinerario que actualiza una ruta, accediendo a diversos campos y dominios: lugares autoexplorados bajo las condiciones especiales de la poeta. El poemario o libro de poesía se transforma paulatinamente en una suerte de libro de viajes que únicamente puede ser contado con poesía, cubriendo los dibujos, los mapas y las fotografías que usarían las autoras en otras circunstancias. Mientras que el libro de viajes tradicional está escrito por un natural que habla de su propio país o un extranjero que habla de un territorio exótico, las poetas escriben su “libro de viaje” valiéndose tanto de lo ajeno como lo propio, diseñando una voz que

redescubre todos los acontecimientos que quizás ya se conozcan plenamente, pero que se re-significan en la medida que el viaje cobra un peaje energético y anímico. Comencemos entonces con los testimonios de las poetas; los usos líricos que van reconociéndose en sus “libros de viaje”. Minerva Reynosa (Monterrey, 1979) da cuenta, en primer momento, de su zozobra bajo la urbe que es un naufragio inaplazable. En Atardecer en los suburbios, el sujeto femenino busca blindarse con un aparato político-sentimental ante los embates numéricos de la ciudad: el comercio y la informática. La poeta se opone a la antropofagia de la zona central y se resguarda por último, y de manera efímera, en las periferias que se van apagando sin remedio. Atardece para los individuos que se colocan en una posición limítrofe de difícil precisión, la falta de luz los transforma en fauna abisal. Las líneas transfronterizas se van borrando paulatinamente; el sujeto viaja bajo un estado de indeterminación. La ruta que traza Minerva Reynosa es fundamentalmente de circunferencias, le importan los contornos y no los corazones vertebrados. Por eso se estaciona en el margen de la figura, en las formas marginales que se nutren de la violencia. Precisamente de este modo, a través de los bordes, se puede cartografiar mejor la ciudad y conocer su forma última; aunque ésta se renueve momento a momento. El afán de Reynosa es violentar la estructura urbana, reconocer el eje de los márgenes para variar la infraestructura del objeto. 187


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A causa de ello, la viajera se ve trastocada en su identidad para devenir un sujeto enlace. La frontera se disuelve no sólo en el asunto del territorio y la jurisdicción, sino que también se pierde entre lo humano y lo alienígena, entre las biologías contrapuestas por el ego. Para la viajera, la abducción que sufre por parte del UFO es un portal o puente hacia el conocimiento extraterrestre. La liberación de su identidad para realizar el tránsito anónimo y lejano. Contempla, asimila y se mimetiza: “y en lo lejos de arriba-abajo / círculos: lenguajes / extranjeros códigos / a ufo is everywhere”. Sin embargo, “la nave no ave”, que es el ente que escapa a toda referencia terrestre, entre ellas la probable confusión con un ave o avión, aterriza en pausas. En realidad nadie esperaba retornar, porque “regresar a casas significa sueldos”, paulatinamente se vuelve al simple maniqueísmo del sol y sombra, se termina ratificando la torre de “brillo dorotesco”. El camino finaliza con la degradación del sujeto, con el verbo operativo: obligación de hacer. Ensancha Minerva Reynosa el espacio para eludir los territorios primarios del tipo de cambio y la cosificación. La poeta elabora, con su lenguaje, una biopolítica de aproximaciones y umbrales: nunca de dominios. El tránsito que experimenta es un margen transparente. Por su parte, Xitlalitl Rodríguez Mendoza (Guadalajara, 1982) participa del viaje cronológico de una historia: una vida que al parecer es humana desde sus inquietudes psicológicas. El personaje, Datsun, que a la vez transmite enigma e intimidad, 188

logra conmover produciendo un extrañamiento en el lector. Parece la historia de un familiar lejano o el acontecer de una planta o mascota que en cierto momento nos fue entrañable. Datsun se describe como el niño más pequeño de su clase, que tiene una mascota con su mismo nombre y que anhela fervorosamente ser una planta en el futuro: lograr una metamorfosis personal tan radical para trascender la cuestión de género. “La idea de marcharse brotó como un frijol en su cabeza”. Aquí el viajero, que en este libro sabemos su nombre, sigue la conversión de los clásicos: para lograr la transmutación de la conciencia es necesario un recorrido por tierras lejanas. Así, Datsun va en pos del reino Fungi. Una vez cumplida la fantasía, el viajero siente la saturación de la clorofila en su sangre. El personaje, habiendo trepado la montaña, “avanzó dormido como avanzan los árboles de la noche”, es decir, imita la fuente de su deseo. Si lo sueña o lo vive, eso ya es secundario. Dentro de este desplazamiento del niño que se acerca al vegetal, las distancias se verifican con el habla. La realización personal del lenguaje da cuenta de las distinciones dialectales y geográficas, que para Datsun son también diversidad de especie: recorridos botánicos. Empero, ante las ramificaciones que la vida ofrece, el viajero, dentro de su reloj biológico, fija su personalidad, muestra madurez y ejerce sus elecciones. “A Datsun le gustaban los campos de coca”. En este momento el pasajero tiene la capacidad de autonomía,


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de decidir si toma la ruta trazada o se sale de los cauces establecidos por la carretera. Tomar los acotamientos o pasearse en su devenir de planta rodante. “De pronto le dio por usar vestidos”. De esta manera, el movimiento que elige Datsun es de niño-planta-mujer-abono; o visto de otro modo, semilla-ceniza. El viajero termina por reafirmar su viaje personal y hacerlo extensivo a los demás. Él/ella busca con ternura ser un hermafrodita vegetal y con resignación se topa ante la noticia de que nadie ha podido transformarse en planta por completo. Al final, el viajero muere accidentalmente. “Datsun murió mientras esperaba el tren, en uno de sus largos viajes para volver a casa. Todo fue claro y preciso: Datsun se pisó el vestido y cayó de nuca sobre las vías”. Póstumamente parece sembrarse con ironía el deseo que obsesionó al personaje: “Para facilitar la repatriación de sus restos, echaron sus cenizas en varias macetas.” Los dedos de niño siguen, a fin de cuentas, siendo los mismos: Datsun simboliza la arborescencia de un sueño dentro de un viaje. Trazar el mapa de una ciudad embravecida e identificar sus señales es lo que Claudina Domingo (D.F., 1982) intenta establecer con su poesía de sondeos penetrables. El objeto en cuestión es la Ciudad de México, auxiliada por la genealogía que todos sus cronistas han desarrollado desde el siglo XVI o quizás desde antes. En su libro, Tránsito, la poeta explora la urbe no desde el rigor de un viajero experimentado y audaz, sino desde la óptica

de un vagabundo, que puede identificarse con el decadente flâneur. Aquí la acción, más que viajar, es vagabundear: recorrer sin un plan trazado, dejarse llevar por el devenir de la ciudad deforme y apabullante. La intención es fundirse con el trazado demográfico de las calles y los puentes, y así disolverse en una de sus múltiples luces. Realmente se percibe un intento por perforar la masa arquitectónica del Distrito Federal para concebir un lenguaje que sea producto de la transitoriedad poética de los dos sujetos: vagabunda y ciudad. Resulta desde el acomodo de los versos, sus espacios visuales y silencios, sus alargamientos, una forma que la poeta construye como si se trataran de andamios. En una primera hipótesis, la vagabunda se dilapida en la ciudad: su voz se intoxica debido a la comida ambulante, las jacarandas y los “jardines en bancarrota”; o en una segunda hipótesis, es ya la ciudad misma la que está hablando a través de ella, con un lenguaje que fluye entre todos los elementos disímiles y contrastantes que componen el paisaje del D.F. La voz, en todo caso, dice “medio iluminado súbitamente prendido (consideré) ‘de seis a cuarenta grados está bien transitar’”. Ya se establece una voluntad de salir a la luz, de lanzarse a un crisol donde todas las voces confluyen, bien sea sobre la conquista de Tenochtitlán y el nacimiento de la ciudad o sobre persecuciones amorosas o meras salidas de paseo. Estamos, durante la lectura del libro de Claudina Domingo, ante un lenguaje producto de la ciudad, ya no de una voz líri189


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ca que canta loas a la fabulosa “ciudad de los palacios” o que registra los caprichos de una macrópolis que se desentiende de sus habitantes. A través de este lenguaje, que se despega de las fricciones y contrapuntos de la urbe, es como la poeta vagabunda transita en un plano que es al mismo tiempo ella y las voces direccionales de la masa capitalina: ondas de frecuencia. En este sentido, Claudina Domingo sigue la veta que ya Jaime Reyes había recolectado con el léxico que aglutinó de las vecindades y, más cercano a su generación, con las voces que encuentra la poesía de Luigi Amara en esos mismos ámbitos citadinos. Sin embargo, Claudina resiste y no se disgrega en los monumentos caóticos que implican las estructuras verbales de los demás: “la Tránsito asentada en los baldíos de la memoria”. Ella misma es su libro, pero sabiéndose distinguir aún para encontrarse en medio de éste. Por eso pasa intermitentemente del estatus de vagabunda que va sin destino fijo por todas las estaciones de la línea 4 del metro al estatus de detective: “(la loquita) detective / o poeta (garabatea en un cuaderno cuando la gente pasa)”. De este modo, el tránsito de la poeta es también multifacético, donde los sentidos se abultan por las texturas, sonidos y visiones de un D.F. desembocado. Por último, tenemos el viaje que emprende Karen Villeda (Tlaxcala, 1985) a la mítica Babia, donde los tiempos se transfiguran en épocas y episodios, en encuentros y desencuentros de la memoria. En Babia, la poeta es una viajera que tie190

ne la deuda de un viaje pasado: una peregrinación que reclama un único camino agrietado y sórdido. La técnica es sobreponer una escritura paternal a través de una lengua madre. Aclarar una genealogía turbia por las agrestes riberas de una comarca en el reino de León. Villeda viaja en su memoria para situarse en la época primigenia de Babia, en su proceder, ella dice: “Aquilato cada fisura en la clepsidra. Se humea el ramalazo del acebo.” El acebo es un símbolo de la fuente paterna, de la fortaleza y el blindaje cutáneo del padre. Por eso todos anudan sus ojos en el acebo, que asimismo es un objeto perentorio. Las distancias aquí se dan por el alejamiento de las caras, de las emociones que se revelan o se ocultan en una mueca: “Estás tan lejos de cada rostro que pudo pertenecernos.” Los recuerdos, que han sido fracturados, ahora sólo se salvan como fragmentos vivenciales que soportan todo la estructura de Babia: todo el reino heredado, todo el poder temporal. La poeta, que es una viajera excursionista, elabora una trama que se remonta a la Edad Media. De este modo, en la primera parte del libro los personajes son la voz viajera, el Rey de Babia y la Dama. Éstas se actualizan, una vez transcurrida la rabia de los viejos y el hecho estresante que ocurre en octubre, en la propia Karen, M.A. e Iris. En Babia se despliega una serie de alegorías que constituyen un universo íntimo, elementos como el acebo, la oropéndola y el muslo sugieren trasfondos fundamentales en el libro de Villeda. Hasta la propia tierra de Babia sugiere un


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contorno difuminado. “En Babia no hay hallazgos. La imprecisión es una libertad a medias”. En esa expedición, la poeta regresa una y varias veces. Una vez finalizado el episodio medieval, con el intento de linchamiento del rey, la historia queda clausurada. Aun así, quedan esas rendijas donde la viajera se escapa y cruza diacrónicamente ese mundo con el suyo, uniéndolos. La tierra del padre se constituye como un lugar volátil, un muerto a cuestas que parece revivir con el movimiento. Persiste un diario de viaje que recopila los datos que todavía no se han perdido, alguna línea del árbol genealógico, algún detalle de la niñez del monarca, alguna foto que sugiera cierta calidez. El viaje, al final, pretende un ejercicio de saneamiento, que no busca en un primer momento la terapia, aunque a veces parecieran purificarse las llagas más recónditas de la voz lírica, buscando una nueva significación. El motivo de las visitas a Babia es siempre el mismo. Villeda sabe que no hay que abandonar la cruzada. Empero,

advierte con desesperanza: “Aquí no hay campo traviesa y tengo que encontrar tu rostro. No sé buscar un rostro en este país. Hay un sinfín de facciones y perfiles que me llaman.” La viajera busca entonces lo translucido, la sinceridad que se reafirme con el rostro del progenitor verbal. De esta manera, Babia resulta una alegoría de los viajes introspectivos hacia el otro ser: las raíces enterradas del árbol. Todas estas escrituras, en mayor o menor intensidad, bajo métodos de navegación distintos y trayectorias únicas, representan los tránsitos de voces que dan cuenta de hazañas y objetos fascinantes en sus coordenadas, siendo éstas siempre movibles. Los libros proyectan vías que se traducen en posibilidades de arte: poéticas de la transitoriedad. El lenguaje, para las cuatro poetas, resulta también el viaje y no sólo el vehículo para viajar. Los retornos para ellas se vuelven cada vez más escasos, puesto que sus itinerarios nunca se detienen. Los nuevos caminos, como sabemos, están por ser trazados.

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