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El otro lado Pável M. González Lambarry
Ficción / Minificción
El otro lado
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Por Pável Mario González Lambarry
Desde arriba contemplé que vinieron por una vida mejor buscando una oportunidad para crecer. Salieron de sus hogares, ahogando el llanto del adiós. Su objetivo era llegar a la frontera de Texas, para cruzar rumbo a San Antonio. Al llegar a Nuevo Laredo se entrevistaron con Johnny, el pollero que los llevaría del otro lado.
La madrugada de ese jueves en una vieja estación, gente inocente fue pagando su cuota para abordar el vagón. A todos los introdujeron dentro de una pipa de agua vacía, hasta que sesenta pasajeros abordaron por completo.
El tráiler arrancó dos horas después y avanzó durante toda la noche. Ya habían pasado la aduana y burlado a la migra, pero el camión tomó otra ruta. Nadie se dio cuenta hasta que al final se detuvo el camión y escucharon el ruido de un vehículo alejándose. Pasaron las horas y la desesperación comenzó a reinar dentro. La puerta no quiso ceder y nadie pudo escuchar los gritos de socorro en medio del desierto. Pronto el oxígeno hizo falta y poco a poco uno a uno comenzó a caer, y así fue como en poco tiempo todos fallecieron y jamás se supo nada de ellos.
Todos cruzaron al cielo donde por fin encontrarían una vida digna. Ya no sufrirán en el infierno que les tocó; ahora están arriba conmigo.
*Soy Pável Mario González Lambarry, nací en 2004 en la Ciudad de México. Tengo gran interés por la literatura desde que me introduje en las novelas fantásticas y ciencia ficción. Quiero agradecer a la UNAM y a todas las personas que me apoyan e inspiran para seguir adelante.
Ficción / Cuento
Las últimas horas de Clara
Por Rosa Mendoza Valencia*
Extiende la mano frente a la cara y se esfuerza por ver algo distinto a ese gris denso que la envuelve. Oscuridad. Oscuridad infinita. Y silencio…Cuerpo entumecido, acalambrado. Incapacidad de movimiento. Sólo la mano que intenta abrir un hueco en las tinieblas. Palpa el suelo liso, lo recorre con las yemas, golpetea con la punta de las uñas tratando de llevar el ritmo de la canción que ayer cantaban en el bar, hace caminos con los dedos y mide la distancia. Índice, medio, anular, meñique. Índice, medio, anular, meñique. Este lindo puerquito tiene hambre…Una hebra cierra el paso. Tallándola en la superficie forma con ella una voluta y la empuja imaginando un peñasco que desciende por una cañada.
Un dolor ajeno, impersonal, se le clava en el seno. Olvida la hebra y se lleva la mano a la herida y una masa helada, húmeda, la recibe. El lugar es una extensión de su persona. El piso es frío, tan frío como sus piernas, como sus brazos, como su frente. Está desnuda en contacto con el suelo de cemento. Un hilo de saliva escapa de su boca. Una capa de saliva que llega hasta la oreja media entre su mejilla y la superficie donde se apoya. Aprieta los labios. Están gruesos y llenos de costras. También la mejilla y la oreja. Con la uña comienza a arrancar las postillas. Sabor a sangre fresca. Siente que algo le falta en esa oscuridad. Algo que la desnuda aún más. Tienen que transcurrir varios segundos para que su mano sienta la ausencia de cabello. Apenas unas cuantas puntas ásperas sobresalen del cráneo y, mecánicamente, frota con la palma de abajo hacia arriba. “Ahora que vamos despacio, ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras tralará, vamos a contar mentiras tralará, vamos a contar mentiras…” Atrás de la oreja descubre un mechón, largo en comparación con el resto. Lo enreda entre los dedos, lo jala, lo alisa. ¿Cuánto medirá? ¿Tres centímetros? Cinco cuando mucho. Aquí está la cicatriz. Me había olvidado de ella. Parece una flecha con una bolita de carne en la punta. Si no hubiera brincado el charco no la tendría. Si no los hubiera seguido... Está bien. Tenían razón. ¡Qué fea al tacto! ¿Será roja o negra? Por su culpa no puedo traer el pelo corto. ¿No puedo? Tengo el pelo corto… La cicatriz debe notarse a leguas. ¿Quién me lo cortó? ¿Dónde están todos? Y comienza a llamar en voz baja y su voz es un estallido. Resuena blanca como las bengalas, resuena a música, a entrechocar de copas, a gritos histéricos, a balazos… ¿Pero yo qué hago aquí? Sólo salí a divertirme un rato luego de una semana de trabajo y escuela. ¿Dónde están los demás? Una hora que se convierte en muchas. Silencio. La oscuridad y la luz aquí son lo mismo. Despertar para que esta pesadilla quede enredada en las tinieblas de la noche. Despertar en mi casa como cualquier sábado. Papá y mamá en el patio beben café y leen el periódico. Martín, en pijama, frente al televisor con sus juegos de video. Abro la ventana y recibo el cálido abrazo del sol. Mamá grita que bajemos, que ya es hora de desayunar. Y tengo hambre… Y me duele la cabeza, y el brazo…
Clara está sola. Tantea el piso en busca de la hebra. La herida dejó de sangrar hace mucho tiempo, pero aún duele, y para olvidar el dolor, mientras recorre el suelo con la yema de los dedos, canta a media voz su vieja canción “…por el mar corre la liebre, por el mar corre la liebre; por el monte, las sardinas tralará, por el monte las sardinas, tralará, por el monte las sardinas”. A ratos dormita, pero el sonido de pasos, de candados, de puertas que se abren, la despierta. Vuelve a cantar y a dormir y a buscar la hebra hasta que se siente descansada, relajada. No hay ventanas pero descubre una rendija en la puerta y se pega a ella, espiando hacia lo que parece un patio.
Foto de Alexadro David en Pexels Ficción / Cuento
Barriles de petróleo y botes de manteca se hacinan al fondo y, sobre las baldosas, resquebrajadas y sucias, caen los últimos rayos del sol. ¿O son los primeros? Al fondo pasa una anciana envuelta en un rebozo azul oscuro con diminutas pintas blancas. La llama a gritos. Nadie contesta. Sigue espiando. Ve pasar a varios hombres. De regreso flanquean a un grupo de jóvenes. Horas después los mismos hombres regresan a dos, a rastras, sostenidos por los brazos. Cuando pasan frente a ella, se escucha una descarga de fusiles y los hombres quedan en suspenso unos segundos.
—Ya se los echaron. —¿Cuántos van? —Como diez
A ella no la llaman y sigue ahí, hora tras hora, durmiendo a ratos, cantando, apretándose con una sola mano el seno para mitigar el dolor. El otro brazo pende insensible, inerte. Mejor así. Un dolor menos que sentir. No tiene idea del tiempo transcurrido desde el levantón, ni si es de día o de noche. Todo es oscuridad. Sólo la rendija la conecta con el mundo y espiar por ella se convierte en hábito.
Finalmente se abre su puerta y entran cuatro hombres, bajitos, morenos. Uno de ellos se pone en cuclillas:
—¿Tienes hambre? Si te portas bien, te doy de comer —y mete la mano callosa entre sus piernas. Trata de alejarse y los otros la aprisionan. Entonces grita, grita hasta que su grito se vuelve silencio, grita y odia y trata de morder, de patear, de arañar a esos hombres que, uno tras otro, la besan, la muerden, la penetran… Ya no se mueve. Es un fardo que no satisface a nadie. Uno de ellos la vuelve de espaldas mientras otros la sostienen de rodillas y ponen su cabeza en el suelo. Extiende la mano y tantea el suelo. “Me encontré con un ciruelo, me encontré con un ciruelo, cargadito de avellanas tralará, cargadito de avellanas tralará, cargadito de avellanas…”.
—¡Muévete, pendeja, no me gusta cogerme a los muertos! —¡Ésta ya peló gallo, tendrás que levantar otra! Clara ya no escucha cuando se van.
La noche siguiente, a las tres de la mañana, una camioneta pickup transitaba por un camino de terracería flanqueado de huizaches. Nave fantasma envuelta en una aura de polvo y luz navegando en el mar de la noche. Poco más adelante se desvió hacia lo que parecía un depósito chatarra, luego se cambió de dirección hacia el poniente. Coyotes de ojos brillantes y alguna serpiente se atravesaban al paso. Al final del camino, un vigilante hizo señales con una lámpara y el chofer descargó el contenido en una hondonada. Quejidos apagados, luego otra vez el silencio interrumpido apenas por el ruido del motor que se alejaba. La luz de la lámpara se fue haciendo cada vez más pequeña hasta que desapareció. Otros motores acallaron los sonidos de la noche y Clara sintió una leve vibración. Orugas, pensó. Nos van a enterrar. Abrió los ojos y vio por última vez la noche inmensa, la noche que lo abarcaba todo.
*Rosa Mendoza Valencia. Maestra en Letras (Literatura Mexicana). Profesora de Carrera de Tiempo Completo del Plantel 5 de la ENP-UNAM. Forma parte del Comité Editorial de la revista electrónica Cultura ENPalabras. Ha publicado diversos cuentos y artículos en periódicos y revistas del país, entre ellos La Jornada, El Regional del Sur y El Sol de Morelos. Es autora de libros de texto, de antologías literarias y del blog Parapasarlite: http://parapasarlite.blogspot.com.
Ficción / Poesía
Ausentes silencios
Por Érika Hernández Sánchez*
Desde el comienzo lo perdimos todo, la mirada, la música, la palabra. Un arpa de tristeza acompaña a quien busca a su desaparecida, a su ausente.
Ecos… ecos…
Ecos de voces que ya no son cavan las huellas del camino.

Somos fantasmas, ecos de lo que podríamos ser, nuestra verdad también está desaparecida. En la mirada que recorre el día, solo la ausencia… solo las preguntas. ¿En dónde están? ¿En dónde estamos? Solo mudo dolor, la palabra no dada, silente.
Quien no se indigna ni grita también está ausente.
Padece más la piedra.
* Érika Hernández Sánchez estudió la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Actualmente cursa la Maestría en la Enseñanza de la Educación Media Superior en la misma casa de estudios y es profesora de Literatura en la ENP Plantel 5 “José Vasconcelos”. Ha cursado diplomados y talleres de cine. Le gusta escribir poesía, cuento y guiones cinematográficos.
Iconografía / Pintura

Técnica usada: Acuarela Autora: Andrea Poblano Zepeda